Algo despertó a Eissesh de un sueño inquieto y ligero. Le bastó con conectar un breve instante a la red de los sheks para entender lo que estaba pasando. Se deslizó fuera de su cueva y salió a la galería principal. Su mera presencia bastó para que los szish se detuvieran de inmediato. Uno de ellos se adelantó y se inclinó ante él. Cuando Eissesh clavó la mirada de su único ojo en él, el hombre-serpiente dijo:
—Ha habido más derrumbamientos, señor. Los túneles están empezando a caer. Quedaremos atrapados si no salimos de aquí. Estamos llevando a todo el mundo a los túneles superficiales, de acuerdo con el plan que habíamos trazado para este tipo de situaciones.
Habló con rapidez y precisión, pero con calma. Eissesh asintió y, con una breve orden telepática, lo envió a continuar con su tarea.
No tardó en situar a todos los sheks de su grupo en un mapa mental. Eran treinta y siete en total, y la mayoría se dirigía ya a las galerías superiores, junto con los szish. Otros se habían quedado atrás, cubriendo la retirada de los más rezagados. Eissesh reptó por un túnel descendente, en dirección a los sectores más profundos. Era allí donde había mayor peligro, pero había descubierto que un joven shek todavía permanecía en la zona de riesgo.
Mientras se deslizaba por los túneles hacia el corazón de la cordillera, la roca retumbó a su alrededor, y algunos fragmentos se desprendieron del techo. Eissesh contactó con aquel shek. Lo conocía; se trataba del mismo al que había enviado a Alis Lithban, para tratar con Gerde. El que no había vuelto a presentarse ante él.
«¿Qué sucede? ¿Qué haces ahí?», le preguntó.
«Estoy intentando comprender…», fue su extraña respuesta. No añadió nada más, pero Eissesh entendió.
«No es necesario que busques una explicación. He visto a Gerde. He hablado con ella».
El joven shek no respondió.
«Más tarde hablaremos acerca de ello», prosiguió Eissesh. «Pero ahora tienes que salir de ahí. Los túneles se están derrumbando. ¿O acaso no puedes moverte?».
«Temía presentarme ante ti sin poder describir con claridad lo que he visto y sentido», replicó el shek. «Tuve miedo de una feérica, Eissesh. No sé qué me sucedió, ni por qué, y…».
«Tendrás mucho más miedo si te alcanza el seísmo», respondió Eissesh. «¿Necesitas que vaya a buscarte?».
«No. Puedo salir yo solo».
«Bien. Te espero aquí».
Le envió información sobre su situación exacta, y aguardó.
El túnel tembló de nuevo. Eissesh retrocedió un poco más, hasta una zona más segura, y siguió esperando.
Entonces, cuando parecía que ambas serpientes estaban a punto de reunirse, hubo un terremoto todavía más violento, y parte de la caverna se desplomó sobre ellos. Eissesh retrocedió con un siseo, esquivó una estalactita que caía y se pegó a la pared de roca para evitar un nuevo desprendimiento. Cuando todo se calmó, y pudo volver a moverse, sacudiéndose los pequeños fragmentos de roca de sus escamas, percibió, en un rincón de su mente, que la conciencia del otro shek se había apagado. Hizo un nuevo intento de contactar con él, aunque sabía que era inútil. Entornó los párpados, con pesar; dio media vuelta y se alejó de allí.
El corazón de la montaña tembló un par de veces más antes de que alcanzara la salida. Entrevió a su gente en la boca del túnel, en un lugar donde la caverna se ensanchaba. Estaban aguardándolo a él. También ellos habían captado la desaparición del otro shek, y sabían que Eissesh se dirigía hacia allí. Se preguntó por un momento por qué no habían salido ya de los túneles. Comprendió enseguida que tenían miedo. Los fantasmas de la batalla de Awa no se habían desvanecido del todo aún. Temían la luz de los tres soles, temían a los sangrecaliente y a sus dragones artificiales, que echaban fuego, el mismo fuego que había prendido el cielo y por poco había acabado con todos ellos.
«Es hora de marcharnos», les dijo a todos, sheks y szish, tratando de infundirles confianza y seguridad con sus palabras.
Apenas había terminado de hablar, cuando todo retumbó otra vez, y la caverna se desplomó sobre ellos.
No hubo tiempo para gritos ni aspavientos. Todos corrieron o reptaron hacia la salida, esquivando las enormes agujas de piedra que caían del techo.
Algunos no lo consiguieron, y fueron aplastados por la montaña Otros alcanzaron la boca del túnel y se precipitaron al exterior.
Eissesh fue uno de los últimos en salir. Pero, antes de lograrlo, sintió tras él una fuerza poderosa, algo que antes solo había intuido, una presencia formidable, ante la cual se sentía pequeño e insignificante. Algo tan grandioso y atroz que lo hizo temblar de puro terror.
Y aquello los estaba buscando. Sabía que estaban allí, había encontrado a los sheks, y tenía intención de aplastarlos, porque eran el enemigo.
Eissesh escapó. Huyó de allí tan deprisa como pudo, mientras su corazón se llenaba del miedo más intenso que había experimentado jamás, un horror que ni siquiera el letal hechizo de la maga Aile, el hechizo que había acabado con más de cuatrocientos sheks, había logrado inspirar en él.
Los llamaban los Rastreadores. Eran un grupo de seis dragones artificiales, cuya misión era peinar la vertiente sur del Anillo de Hielo, en busca de los sheks que habían sobrevivido a la batalla de Awa.
Porque no eran simplemente los sheks. Se creía que Eissesh habría escapado también, y que era el líder de aquellos supervivientes. Eissesh, el que había sido gobernador de Vanissar, controlando la voluntad del rey Amrin y rigiendo los destinos de sus súbditos.
Mucha gente había vivido razonablemente bien bajo el imperio de los sheks, pero los rebeldes habían sido perseguidos y castigados con gran celo, y odiaban profundamente a Eissesh y todo lo que él representaba. Y, aunque después de la caída de Ashran se habían unido muchos jóvenes a los Nuevos Dragones, los miembros de la patrulla de Rastreadores eran todos del antiguo grupo. Todos ellos habían luchado contra Eissesh y los suyos en tiempos de la dominación shek.
Denyal, el líder de los Nuevos Dragones, era uno de ellos.
Había perdido el brazo izquierdo en la batalla de Awa y no podía pilotar dragones; pero solía acompañarlos, a bordo de Uska, una dragona artificial de color arena, pilotada por Kaer, un shiano feroz y vengativo, el primero, de hecho, en unirse a la patrulla de Rastreadores. Uska era una dragona lo bastante grande como para permitir cargar a dos personas en su interior, y a Kaer no le importaba llevar a Denyal como pasajero.
Aquel día era igual que muchos otros. Llevaban volando desde el primer amanecer, sin novedad. En realidad, en todos aquellos meses no habían obtenido resultados, y los pilotos empezaban a cansarse y a impacientarse. Además, la mitad de la flota estaba en Kash-Tar, donde seguramente sí disfrutaban de algo de acción y tenían la oportunidad de luchar contra sheks de verdad. Y, aunque habían llegado a Nandelt noticias de la catástrofe de Celestia, donde había caído una docena de dragones artificiales a causa de un huracán, muchos creían que valía la pena correr el riesgo.
En aquel momento sobrevolaban Vanissar. Denyal había oído las noticias acerca del regreso del príncipe Alsan y, aunque, por lo visto, Covan había aceptado sus explicaciones y sus disculpas, el líder de los Nuevos Dragones no podía perdonarle lo sucedido en el bosque de Awa. Se llevó la mano al muñón del brazo, de manera inconsciente. Se dio cuenta entonces de que Kaer lo miraba, esperando una respuesta.
—Perdona, estaba distraído —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué has dicho?
—Digo que pronto alcanzaremos la ciudad de Vanis —respondió Kaer—. Sería conveniente descender para renovar la magia de los dragones.
—No estoy seguro. Quizá deberíamos seguir un poco más… hasta las fuentes del Adir, tal vez.
—No hay sheks tan al oeste —objetó el shiano—. La base de Eissesh no puede estar tan lejos del bosque de Awa.
Tenía razón, y Denyal lo sabía. No obstante, no se sentía con ánimos de visitar a Covan y a Alsan.
—Ha habido terremotos y aludes últimamente —comentó—. Lo cierto es que, si los sheks se ocultaran en las montañas orientales, las rocas los habrían aplastado ya.
—Son sheks —razonó Kaer—. Si fuese tan sencillo acabar con ellos, no nos habrían esclavizado durante años.
Denyal no respondió.
—Bien, ¿qué hacemos? —insistió el piloto.
—Deberíamos dar media vuelta —dijo Denyal.
Kaer se sorprendió.
—¿Media vuelta? ¡Pero si aún no hemos terminado la ronda!
—Lo sé; pero estoy empezando a pensar que no tiene sentido todo esto. Puede que los sheks no escaparan después de todo. Puede que estemos perdiendo el tiempo buscándolos. Obligamos a Tanawe a renovar la magia de los dragones día tras día, y es un desperdicio, porque no hacemos otra cosa que dar vueltas sobre las montañas. Tal vez haya llegado la hora de dar por concluida esta búsqueda y empezar a dedicarnos a otras tareas más productivas.
Kaer iba a responder, pero no tuvo tiempo. El dragón que iba en cabeza acababa de lanzar un rugido de advertencia, una señal de que un peligro se aproximaba. Denyal se incorporó sobre su asiento para otear a través de la escotilla delantera.
—¡Más rápido! —ordenó a Kaer.
Seguía con la vista clavada en un punto de las montañas, donde había detectado algo extraño.
Era obvio que la cordillera estaba siendo sacudida por un violento movimiento sísmico. Los aludes se precipitaban por las laderas de las cimas más altas, y grandes rocas caían por los precipicios y las cañadas. Pero lo más interesante era la actividad que se estaba produciendo en la base de una de las montañas. Pequeñas figuras se desparramaban por la ladera, huyendo de un perseguidor invisible, y algo volaba sobre ellos, como una nube de enormes insectos.
—Son sheks —dijo Denyal, tenso.
—¿Sheks? ¿Cuántos son?
—Están demasiado lejos como para poder contarlos. Pero parecen más de una veintena.
Kaer rechinó los dientes.
—¿De dónde han salido?
—Parece que el terremoto los ha sacado de su guarida —respondió Denyal, con una sonrisa siniestra.
—¿Nos acercamos?
—Son demasiados, Kaer.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Salir huyendo? Llevamos meses buscándolos, Denyal.
Los dos hombres cruzaron una mirada. Después, lentamente, sonrieron.
Apenas unos momentos más tarde, los seis Rastreadores se abalanzaron sobre las serpientes aladas.
Eissesh los percibió mucho antes de que entraran en su campo de visión, porque las alarmas de su instinto le advirtieron de su llegada. Alzó la cabeza y los buscó con su único ojo.
«Dragones», avisó otro de los sheks, que también los había detectado.
Eissesh siseó por lo bajo. Acababan de escapar de una muerte segura y, apenas habían salido a la superficie, los atacaban los dragones. «Son seis», informó el shek, con disgusto. Los sheks no eran supersticiosos, pero el número seis no les gustaba. «Sólo son seis», corrigió Eissesh. Ellos habían perdido a cinco sheks en los túneles, pero todavía contaban con una treintena de individuos.
Eissesh designó a tres serpientes para que guiaran a los szish a un lugar seguro, y al resto los conminó a seguirle contra los dragones artificiales. Los sheks que escaparon con los szish lo hicieron a regañadientes: el instinto les exigía que acudiesen a luchar. Por fortuna, los dragones aún estaban lo bastante lejos como para que la lógica se impusiera sobre la irracionalidad.
«Acabemos con ellos de una vez», dijo Eissesh.
Los sheks volaron directamente hacia los seis dragones artificiales, en perfecta formación. Estaban cansados y el miedo aún anidaba en sus corazones, pero la pelea los haría sentir mejor.
Los pilotos de los dragones vieron a las serpientes volando hacia ellos.
—Veintinueve —contó Denyal.
—¡Bien! Tocamos a cuatro por cabeza.
—¿Y los cinco sobrantes? —sonrió Denyal.
El shiano sonrió a su vez.
—Esos, para mí también.
Con todo, Denyal no estaba tranquilo. Era cierto que todos deseaban un poco de acción, pero los sheks los sobrepasaban en número.
—No te preocupes —dijo Kaer al notar su expresión—. Podremos con ellos.
Las dos escuadras chocaron en el aire con violencia. Los sheks se abalanzaron contra sus enemigos con ferocidad y cierta alegría. Sabían que no eran más que máquinas, pero olían a dragón, y algo en su interior se estremecía de placer al destrozar entre sus anillos una de aquellas cosas. Los pilotos, por su parte, pusieron en práctica todos los movimientos y maniobras que habían estado ensayando durante meses. Sus dragones expulsaron fuego, mordieron y desgarraron, y lucharon con fiereza.
Pero las serpientes eran demasiadas. Al principio, el impulso del momento jugó en favor de los dragones, que cogieron a los sheks un poco desprevenidos; pues estos, más acostumbrados a observar, tomar nota y actuar en consecuencia, necesitaban un momento para hacerse una idea de la situación y elaborar una estrategia.
Los dragones atacaron sin estrategia. Se limitaban a abalanzarse contra el shek más cercano, a vomitar fuego contra él y a atacar sus alas con las garras. Habían aprendido que era la mejor forma de hacerles caer y, además, las enormes alas membranosas de los sheks eran una presa más fácil que sus escurridizos cuerpos.
Tal vez esto les habría servido, de haber luchado contra menos de una docena de sheks. Pero pronto, la superioridad numérica de las serpientes se hizo evidente. Una vez que ellas hubieron evaluado a sus enemigos, Eissesh recogió toda la información que le enviaban sus compañeros y transmitió un plan de acción. Inmediatamente, los sheks se dividieron, y atacaron por grupos a cada uno de los dragones.
—¡Mira, mi deseo se ha cumplido! —exclamó Kaer, cuando cinco serpientes rodearon a Uska—. ¡Todas para mí!
—¡Sal de ahí, sal de ahí! —gritó Denyal—. ¡No puedes contra todas ellas…!
Se interrumpió al ver la cabeza de un shek pasando ante la escotilla lateral. Cuando el shek se dio la vuelta, apreció que tenía un solo ojo.
Denyal nunca había sido capaz de distinguir a los sheks, pero en el pasado había aprendido a reconocer a Eissesh. Y, aunque estaba convencido de que había olvidado en qué lo diferenciaba de los demás, y tampoco tenía noticia de que hubiese perdido un ojo, tuvo la intuición de que se trataba de él.
Apartó la cara de la ventana, con brusquedad. Sabía que no debía mirar a un shek a los ojos. Nunca.
De pronto, Uska se tambaleó con violencia. Uno de los sheks había envuelto el cuerpo de la máquina entre sus anillos, y apretaba.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Denyal de nuevo.
Kaer entornó los ojos y maniobró con las palancas. La dragona volvió la cabeza y vomitó una llamarada contra el shek más próximo. Oyeron un chillido, y la serpiente los soltó de golpe.
—Tenemos que escapar —dijo Denyal—. De lo contrario…
—No escapamos —cortó Kaer—. Los Nuevos Dragones nunca escapamos. Solo vamos a pedir refuerzos.
Tiró bruscamente de la palanca, y Uska plegó las alas y descendió en picado, dejando atrás a los sheks. Después remontó el vuelo y dio media vuelta, con un poderoso rugido.
Era la señal. Los otros dragones iniciaron a su vez la maniobra de retirada. Hubo dos, sin embargo, que no lo consiguieron, y quedaron atrás, a merced de los sheks, aleteando para liberarse del letal abrazo de sus anillos. Denyal reprimió el impulso de volver por ellos. Sabía que, si lo hacían, morirían todos.
Los Rastreadores huyeron de allí, siguiendo la línea de las montañas. Los sheks los persiguieron durante un rato más, pero finalmente, Eissesh ordenó dar media vuelta y, todos a una, se esforzaron por reprimir su instinto y seguir a su líder.
Los dragones respiraron, aliviados.
Era ya noche cerrada cuando divisaron a lo lejos los tejados de la ciudad de Vanis.
Jack se despertó de golpe. Había tenido un mal sueño y, cuando fue consciente de que había sido solo un sueño, y de que seguía en su habitación, en el castillo real de Vanissar, se sintió mucho mejor.
Sin embargo, se percató enseguida de que algo no cuadraba, y se incorporó, preocupado. No tardó en darse cuenta de lo que sucedía.
Victoria no estaba.
Jack palpó la cama, a su lado; las sábanas estaban frías. Debía de haberse marchado hacía ya bastante rato.
Inquieto, el joven se levantó, se vistió y salió en su busca.
Recorrió los pasillos del castillo, con todo el sigilo de que fue capaz. Todo el mundo dormía, y no quería despertar a nadie.
Al pasar frente al salón del trono, sin embargo, se dio cuenta de que estaba iluminado. De su interior salían voces apagadas. Se asomó con precaución.
Pero Victoria tampoco estaba allí. Jack vio a Covan y a Alsan; estaban hablando con un tercer hombre. Desde allí no podía estar seguro, pero parecía que le faltaba un brazo. Iba a retirarse, con discreción, pero escuchó una palabra que lo dejó clavado en el sitio, y que lo obligó a prestar atención.
—… Sheks —estaba diciendo el hombre de un solo brazo—. Cerca de una treintena, no muy lejos de aquí. Hemos perdido a dos dragones, pero debemos volver para atacarlos y destruirlos, antes de que se escapen de nuevo.
—Tienes todo mi apoyo —respondió Alsan—. No obstante, hay pocas cosas que puedan serte de utilidad en Vanissar. Nuestro ejército no está preparado para luchar contra los sheks, porque mi hermano fue su aliado, no su enemigo.
—Nosotros podemos ayudar —intervino Covan—. Tenernos nuestros propios métodos para cazar sheks, ya lo sabes.
Jack sabía a qué se referían. Durante muchos años, Covan y lo que quedaba de los caballeros de Nurgon habían peleado contra los sheks desde los límites del bosque de Awa. Habían desarrollado técnicas propias, arpones, redes, cualquier cosa que los hiciera caer. Y a veces eran efectivos…, pero nunca tanto como los dragones artificiales.
—Uno de nuestros dragones vuela ahora hacia Thalis —dijo el recién llegado—, para pedir refuerzos a mi hermana. No sé si serán suficientes; tenemos a la mitad de nuestra gente en Kash-Tar y, aunque ya les hemos ordenado que regresen, supongo que tardarán un tiempo.
Jack frunció el ceño, reconociéndolo de pronto. Tenía que ser Denyal, el líder de los Nuevos Dragones. Jack no lo conocía en persona, pero sí había tenido ocasión de tratar a su hermana, la hechicera Tanawe. Shail le había contado, tiempo atrás, que Alsan le había arrancado un brazo a Denyal la noche del Triple Plenilunio. Lo observó con atención. Se mostraba tenso, y no miraba a Alsan con simpatía. Jack supuso que era inevitable que le guardara rencor.
—Has dicho que también había szish —dijo entonces Alsan—. Puedo guiar a un pequeño ejército; nos enfrentaremos a ellos, pero no podemos prestaros refuerzos aéreos… salvo uno.
—¿Uno? —repitió Denyal, frunciendo el ceño.
—Sí —sonrió Alsan—. Nosotros también tenemos un dragón.
Jack dejó escapar una exclamación consternada. Los tres se percataron entonces de su presencia.
—Jack —lo saludó Alsan—. Precisamente hablábamos de ti.
El chico no tuvo más remedio que unirse a ellos. Le presentaron a Denyal, que lo miró con atención y un maravillado respeto, aunque no fue capaz de sostener su mirada mucho tiempo. Jack lo saludó con una cortesía cautelosa. Tiempo atrás, había rehusado unirse a los Nuevos Dragones, porque no quería volver a sucumbir a la espiral del odio, porque no quería verse envuelto de nuevo en la guerra contra los sheks, y nadie lo había entendido. Algunos lo habían excusado diciendo que tenía que cuidar de Victoria. Pero ahora, ese pretexto ya no le serviría.
—Han encontrado por fin el escondite de Eissesh en las montañas —informó Alsan—. Estamos preparando un contingente para atacarlos. Te unirás a nosotros, ¿verdad?
Jack no supo qué decir. Por un lado, le hervía la sangre al pensar en volver a pelear contra un shek… pelear de verdad, a muerte. Nada de los duelos más o menos amistosos que había mantenido con Christian en los últimos tiempos. Por otro lado, seguía teniendo la impresión de que la lucha contra los sheks era algo inútil y sin sentido.
Alzó la cabeza y encontró la mirada de Alsan clavada en él. No se lo estaba pidiendo, comprendió. Aquello era una orden. Una parte de sí mismo se rebeló contra la idea de recibir órdenes de él. Pero entonces pensó que, si quería reparar la amistad que los había unido, no podía negarle aquello.
«Además», pensó, «lo dejaría en mal lugar ante Denyal, con quien ya está en deuda por lo que pasó la noche del Triple Plenilunio. Y, ¿qué diablos? Se trata de Eissesh, no de Christian ni de Sheziss. Nada me impide luchar contra él».
Asintió, con aplomo.
—Muy bien; os acompañaré.
Pasaron un rato más ultimando detalles, y después, Jack dijo que tenía que marcharse.
—Estaba buscando a Victoria —les dijo—. ¿La habéis visto?
Covan negó con la cabeza. Alsan hizo como si no hubiese escuchado la pregunta.
—Voy a ver si ha vuelto a la habitación —dijo Jack, un poco preocupado—. Si no está, pediré a Shail que me ayude a buscarla.
—No vayas muy lejos —lo reconvino Alsan—. Partiremos mañana, con el tercer amanecer.
Jack asintió. Regresó a la habitación y respiró, aliviado, al ver, a la luz de las lunas, que Victoria había vuelto. Estaba, de nuevo, profundamente dormida. Jack se tendió a su lado, pero la muchacha no reaccionó. Nadie habría dicho que, momentos antes, no se encontraba allí.
«¿A dónde habrá ido?», se preguntó Jack, entre inquieto e intrigado.
Se acomodó junto a ella, se cubrió con la sábana y trató de dormir. Aún quedaba un rato hasta el primer amanecer, y tenía que aprovecharlo. Le esperaba un largo día.
Despertó a Victoria con la salida del primer sol. La joven tardó un poco en abrir los ojos. Cuando lo hizo, lo miró, un poco perdida.
—Buenos días —saludó Jack—. Siento despertarte tan temprano, pero tengo que hablar contigo.
Victoria respiró hondo y se esforzó por despejarse. Bostezó, se estiró y se incorporó un poco.
—¿Qué pasa?
—No es nada importante —dijo Jack—, pero tenía que avisarte de que me voy.
—¿Que te vas? ¿A dónde?
—Han encontrado la base de Eissesh. Me voy con los Nuevos Dragones para pelear contra los sheks.
Victoria se incorporó del todo, preocupada.
—¿Por qué? ¿Han atacado a alguien?
—No, que yo sepa.
Victoria lo miró sin entender.
—¿Entonces…?
Jack no supo qué responder.
—Es Eissesh, Victoria —dijo al fin—. El shek que gobernaba Vanissar antes de la caída de Ashran. No le gustan los sangrecaliente, ¿sabes?
Victoria sacudió la cabeza, con un suspiro.
—Así es como se perpetúan las guerras —murmuró.
—¿No vas a venir con nosotros, pues?
—No, Jack. No tengo motivos para luchar contra esos sheks. ¿Y tú? —añadió, mirándolo fijamente.
La pregunta lo cogió por sorpresa. Por un momento, le pareció estar hablando con Sheziss, tratando de encontrar una respuesta a aquellas cuestiones que ella le planteaba, y que lo hacían sentir tan incómodo.
—Los de siempre, supongo. Y que Alsan me lo ha pedido.
Victoria inclinó la cabeza.
—Comprendo —dijo—. Bueno…, ten mucho cuidado, ya sabes.
Jack asintió. Se despidió de ella con un beso y salió de la habitación.
Encontró en el patio a Denyal y el dragón en el que había llegado a Vanis. Era otra hembra, y Jack se acercó, incómodo.
Le sorprendió ver que, junto a Denyal y el piloto, estaba Shail. Parecía muy concentrado en lo que le estaba explicando el líder de los Nuevos Dragones.
Los saludó a los tres, y preguntó por Alsan.
—Covan y él están reuniendo a los hombres de armas —dijo Denyal—. Partiremos cuando estén listos, y cuando lleguen Tanawe y los demás desde Thalis.
Jack asintió. Se dio cuenta entonces de que lo que Shail estaba haciendo era tratar de renovar la magia de la dragona.
—¿Vas a venir con nosotros? —preguntó, sorprendido.
Shail inclinó la cabeza.
—Tanawe traerá consigo a diez dragones más —dijo—. Y solo está ella para mantenerlos, de forma que necesitará a otro hechicero que renueve la magia de la flota. El resto de magos de los Nuevos Dragones están en Kash-Tar.
Jack recordó que Kimara era una de esas hechiceras. Se preguntó cómo le iría en su tierra, y si estaría bien.
—¿Has sabido algo de ellos? —quiso saber.
—Han pedido refuerzos para luchar contra los sheks de Sussh —respondió Denyal—, pero me temo que, tal y como están las cosas, no podemos concedérselos. Les he dicho que regresen de inmediato.
Jack no hizo comentarios. Volvió a echar un vistazo a Shail y al dragón artificial.
—¿Puedes enseñarle a Shail cómo renovar la magia de esa cosa? —le preguntó a Denyal, un poco perplejo; sabía que él no era mago.
—Conozco la fórmula. Sé que no debería, pues los magos guardan bien sus secretos, pero mi hermana me la confió en su día, cuando empezamos a fabricar dragones.
—No es algo muy complicado —sonrió Shail—. Cualquier mago podría aprenderlo enseguida.
Jack le dirigió una mirada de advertencia. «Como te descuides, se las arreglarán para que te quedes con ellos», quiso decirle. Los Nuevos Dragones andaban escasos de magos, y no dejarían escapar a Shail con facilidad.
—Me alegro de teneros a ambos entre los Rastreadores —dijo entonces Denyal.
Jack se volvió hacia él, con brusquedad.
—¿Cómo has dicho?
—Llamamos así a la patrulla que registra las montañas —explicó Denyal, sin entender el enfado de Jack.
El muchacho le dio la espalda, turbado.
«Rastreadores…», recordó, y la voz de Sheziss volvió a emerger desde las profundidades de su conciencia. «… Así llamamos a los dragones asesinos. Aquellos que son incapaces de dominar su instinto. Necesitaban matar sheks, lo necesitaban desesperadamente. De forma que, de vez en cuando, algunos de ellos se internaban por los túneles de Umadhun… para cazarnos. Por alguna razón que se me escapa, algunos disfrutaban mucho destruyendo nidos. Por eso, las crías de shek tienen tanto miedo de los Rastreadores, que pueblan sus peores pesadillas».
—¿Sucede algo, Jack? —preguntó Shail, preocupado.
—No es un buen nombre —respondió él—. Puedo luchar ahora junto a los Nuevos Dragones, pero no soy un Rastreador, y nunca lo seré. ¿Queda claro?
Clavó en Denyal una mirada severa; este la sostuvo un momento, pero terminó por bajar la cabeza, intimidado.
—Como quieras —respondió, con voz tensa.
Iba a añadir algo más, pero, en aquel momento, unas enormes sombras cubrieron el cielo. Los cuatro alzaron la mirada.
Una docena de dragones cruzaba los cielos de Idhún. Se movían en perfecta formación, con elegancia, deslizándose por el aire. Jack sintió que el pecho le estallaba de júbilo y añoranza. Dragones…
—Tanawe ya ha llegado —anunció Denyal.
Un rato después, cuando el tercero de los soles ya había emergido completamente por el horizonte, los Nuevos Dragones alzaron el vuelo y surcaron los cielos de Vanissar. A la cabeza de todos ellos iba Uska, con Kaer y Denyal en su interior, y Jack la seguía muy de cerca. Habían discutido sobre si Shail debía viajar a lomos de Jack, o en el interior de uno de los dragones artificiales, y les había parecido más segura esta última solución.
Por tierra los seguía un contingente de soldados, a pie y a caballo, liderados por Alsan y Covan, y lo que quedaba de los caballeros de Nurgon. Eran un ejército pequeño, pero temible, que avanzaba bajo los pendones de Vanissar con el orgullo y la seguridad que les proporcionaba volver a ser un pueblo libre, que seguía a su legítimo rey, bajo la sombra de las alas de los dragones. Como había sido siempre.
Jack se sentía extraño. Nunca había estado rodeado de tantos dragones. Sabía que no eran reales y, sin embargo, su olor engañaba a su instinto y le hacía soñar con tiempos pasados, tiempos que no había conocido, pero que echaba de menos.
Dragones sobrevolando Idhún. Y Yandrak, el dragón dorado, volaba con ellos.
Durante los primeros días después de la batalla de Gan-Dorak, Kimara solía levantar a menudo la mirada hacia el cielo, en busca de Ogadrak, el elegante dragón negro de Rando. Pero era inútil, porque Rando no regresaba.
En otras circunstancias, habrían enviado a otro dragón para buscarlo; pero los días siguientes a la destrucción de la base rebelde fueron caóticos y complicados.
Goser no se había rendido, ni pensaba hacerlo. Se llevó a su gente un poco más lejos para buscar otro refugio entre las montañas, y volvieron a empezar desde cero. En esta ocasión fue más sencillo que la primera vez.
Se había corrido la voz de la destrucción de Nin y de la base de los rebeldes, y pronto hubo sublevaciones en otros puntos de Kash-Tar. Se hablaba, además, de una tribu nómada que había sido completamente aniquilada, y a otras dos se les había perdido la pista.
Por primera vez desde la conjunción astral, los yan tenían miedo. Y este miedo les llevaba a rebelarse por fin contra las serpientes y a abandonar sus hogares para aventurarse por las montañas en busca de Goser y los suyos.
Cada día llegaba gente nueva para unirse a los rebeldes. Contaban que las serpientes se estaban volviendo cada vez más estrictas, que los szish estaban registrando cada casa y prendiendo a gente sin ningún motivo, para interrogarlos. Muchos no volvían nunca.
Mientras los rebeldes acogían a todos los que llegaban nuevos y los instruían en un básico manejo de armas, Kimara envió a uno de sus dragones con un mensaje para Denyal. Días después, el mensajero regresó, diciendo que Denyal no podía proporcionarle los refuerzos que había pedido, porque los Nuevos Dragones se estaban preparando para otra batalla, en otro lugar. De hecho, les ordenaba que regresaran a Thalis para unirse a ellos.
Kimara lo habló con el resto de pilotos. Sabía que Goser no lo veía con buenos ojos, y tampoco le parecía bien abandonar a los yan a su suerte, pero tenía que contar con todo el mundo. Las opiniones fueron dispares. Había quien deseaba regresar a Nandelt, mientras que otros preferían seguir luchando en Kash-Tar. Por otro lado, todos coincidieron en que no podían marcharse sin saber qué había sido de Rando.
De modo que se quedaron allí unos días más. Kimara ya había dejado de otear el horizonte en busca de Ogadrak, cuando, una tarde, los vigías anunciaron que habían visto un dragón negro sobrevolando las montañas.
El corazón de Kimara dio un vuelco. Corrió a recibir al dragón cuando aterrizó a las afueras del campamento.
—¡Hola a todos! —saludó el semibárbaro con tono festivo, asomando por la escotilla superior—. ¡Me ha costado un montón encontraros!
Saltó al suelo, aparentemente sano y salvo, y Kimara reprimió el impulso de abrazarlo.
—¿Dónde te habías metido? —lo riñó—. Llegamos a pensar que no volveríamos a verte. Estoy harta de tener que preocuparme siempre de si nos sigues o no.
Rando le dirigió una sonrisa tan cálida que la desarmó por completo.
—Estaba investigando —dijo—. Y no vais a creer lo que he visto —añadió, súbitamente serio.
Cuando todos estuvieron reunidos en torno a él, incluido Goser, Rando pasó a relatar lo que había descubierto en el desierto, después de estrellarse con Ogadrak. Contó también cómo, después de haber contemplado la esfera de fuego, se había dedicado a recorrer Kash-Tar en busca de más información.
—Hay más personas que lo han visto —dijo—. Nómadas y exploradores afirman haber contemplado un cuarto sol que luce incluso de noche. Aunque los demás creen que fue una alucinación, estas personas juran que era real…
—¿Dóndeestálamagaszish? —cortó de pronto Goser.
Rando lo miró, frunciendo el ceño.
—Te ha preguntando por la hechicera que, según dices, iba contigo —tradujo Kimara.
—¡Ah! Volvió con los suyos.
Hubo murmullos entre los rebeldes.
—¿La dejaste escapar? —dijo Kimara, sin dar crédito a lo que oía.
—Colaboramos para salir del desierto. Me pareció que…
—¡Una maga szish, Rando! —estalló Kimara—. ¡Era una prisionera valiosísima!
Los yan empezaron a hablar todos a la vez. Rando alzó las manos y pidió calma y, como no le prestaron atención, gritó:
—¿Pero habéis escuchado lo que acabo de decir? ¡Lo que destruyó Nin sigue ahí fuera, y es imparable! ¡No tiene sentido que sigamos peleando contra las serpientes mientras esa cosa siga suelta por ahí!
Los rebeldes de Kash-Tar, no obstante, habían llegado a un punto en que la idea de no pelear contra las serpientes les resultaba inconcebible. Se produjo entonces una violenta discusión. Algunos decían que Rando había cambiado de bando y que los sheks lo enviaban como espía; otros, que lo habían hipnotizado para hacerle creer todos aquellos disparates; y los más clementes afirmaban que el calor del desierto le había nublado el juicio.
Finalmente, Goser exigió silencio. Y, cuando los ánimos se calmaron un poco, clavó en Rando sus ojos de fuego y dijo:
—Supongoquetendráspruebasdeloquedices.
El semibárbaro tardó un poco en procesar las rapidísimas palabras del yan.
—Claro —dijo—, puedo mostrároslo cuando queráis. Sé dónde está la bola de fuego. Venid a verla conmigo y comprobaréis que es cierto lo que os he contado.
Los sheks habían alcanzado ya los confines de Shur-Ikail cuando percibieron la presencia de los dragones.
Si hubiese habido solo sheks en el grupo, a aquellas alturas ya habrían franqueado la cordillera de Nandelt y estarían internándose en Nangal. Pero llevaban a los szish consigo, y los szish tenían piernas y no podían avanzar tan rápido como sus señores.
Y había que proteger a los szish. Era una raza que no se reproducía con tanta facilidad como las razas sangrecaliente, y había quedado muy mermada tras la guerra. Si existía una posibilidad de salir vivos de allí, de iniciar una nueva era en otro lugar, había que salvar también un número significativo de hombres-serpiente.
Pero era inevitable que los szish los retrasaran y complicaran su huida.
A aquellas alturas, Eissesh sabía ya que Gerde y los demás estaban en Nangal. No le parecía un lugar adecuado para ocultarse, por lo que había decidido que, cuando llegasen, regresarían a Umadhun. Allí estarían a salvo.
Eissesh sabía que la perspectiva de volver a Umadhun no agradaba a nadie. Pero allí los sangrecaliente no los hostigarían, y, además, no sería para siempre. No tenía la menor intención de que fuera para siempre.
Ahora, los sheks se detuvieron en el aire y volvieron su mirada hacia el este, por donde un grupo de pequeños puntos oscuros se acercaba.
«Dragones», pensaron todos a la vez.
Eissesh remontó el vuelo y subió mucho más alto para otear el horizonte. Cuando descendió, no traía buenas noticias.
«Esta vez son muchos más», dijo. «No nos igualan en número todavía, pero están cerca. Y traen tropas de tierra».
«¿Escapamos? ¿Peleamos?».
«Habrá que pelear», dijo Eissesh; y, cuando pronunció estas palabras, no pudo evitar preguntarse si había hablado la razón a través de ellas, o el instinto.
Transmitió las nuevas a las mentes de todos los szish, y observó, con aprobación, cómo los hombres-serpiente se apresuraban a organizarse, con precisión y serenidad. Eissesh no dudaba de que estaban asustados y nerviosos; y, no obstante, a diferencia de los sangrecaliente, los szish eran capaces de afrontar las situaciones de tensión y peligro sin dejar que sus emociones influyesen en sus actos.
Los sheks eran como ellos en ese sentido. La única emoción que no podían controlar era el odio hacia los dragones.
Por fortuna, los dragones se las habían arreglado para que luchar contra ellos fuese algo totalmente lógico y justificado.
Como en aquel mismo momento.
Eissesh dirigió una nueva mirada hacia los dragones que se acercaban por el horizonte. Estaban mucho más cerca, pero las serpientes ya estaban preparadas para luchar.
Detectó, sin embargo, algo distinto en la formación que acudía a su encuentro. Consultó el dato con los otros sheks; no lo había comentado con nadie, pero el hecho de haber perdido un ojo lo hacía sentir algo inseguro con respecto a la agudeza de su visión.
«Es un dragón dorado», le confirmaron.
Eissesh entornó los párpados. Recordaba que los sangrecaliente habían fabricado un dragón dorado para que luchara con ellos en la batalla de Awa. También recordaba que había caído. ¿Lo habían reconstruido, tal vez?
Existía, no obstante, otra posibilidad. Y Eissesh sabía que todos los sheks la tenían en mente también.
Aguardaron, expectantes, mientras los sangrecaliente acudían a su encuentro. Fue uno de los sheks de más edad, que había luchado contra dragones Rastreadores en Umadhun, quien dijo:
«Es un dragón de verdad».
Los sheks sisearon, tratando de controlar el nerviosismo y la excitación que se apoderaban de ellos. Un dragón de verdad. Hacía casi veinte años que ningún dragón de verdad surcaba los cielos de Idhún. Y, antes de la conjunción astral, pocos sheks habían tenido ocasión de enfrentarse a aquellas criaturas durante su largo exilio en Umadhun.
«Yandrak, el último dragón», dijo Eissesh brevemente.
Los siseos de los sheks se tiñeron de odio y de ira.
«Calma», les recomendó Eissesh. «Hay más dragones aparte de ese. Y, aunque no sean de verdad, son peligrosos igualmente».
Los sheks asintieron.
Y, por una vez, el hecho de que Tanawe recubriese a sus máquinas con un ungüento de escamas de dragón favoreció a los sheks que, de lo contrario, se habrían abalanzado todos sobre Jack, descuidando al resto de los dragones. De esta manera, pues, no les costó seguir con el plan establecido y atacar a sus enemigos de forma ordenada y metódica.
Momentos más tarde, las dos facciones se enfrentaban sobre los cielos de Nandelt.
Jack se sintió desconcertado al principio. Era la primera vez que se veía en una situación semejante. Había luchado contra sheks en el pasado, sí, pero casi siempre habían sido peleas individuales. La única vez que se había enfrentado a algo parecido a un ejército había sido a su llegada a Idhún, cuando los sheks los habían atacado al pie de la Torre de Kazlunn. Y entonces había tenido que luchar como humano.
Ahora era diferente. Cada escama de su cuerpo de dragón vibraba de emoción ante la inminente batalla, y las fuerzas estaban casi igualadas. Y a su alrededor volaban otros dragones; dragones que iban a luchar a su lado, contra las serpientes.
Por una vez, no estaba solo.
Con un rugido de salvaje alegría, Jack se abalanzó contra el shek más adelantado. La criatura aceptó el reto, y sus ojos relucieron un instante, reflejando el ansia de sangre de dragón que anidaba en su corazón. El cuerpo ondulante del shek fluyó en torno a Jack, rodeándolo. El joven dragón tenía ya suficiente experiencia como para saber lo que vendría después. Batió las alas con fuerza y se elevó un poco más, para evitar ser aprisionado por los anillos de la serpiente. Después, se abalanzó sobre ella, con las garras por delante. Sabía que debía reservar su llama para cuando estuviera seguro de dar en el blanco, y con los esquivos sheks, era difícil calcular el momento adecuado. La criatura siseó y logró soslayar en el último momento las garras del dragón.
En los instantes siguientes, serpiente y dragón ejecutaron en el aire una danza de guerra, estudiándose mutuamente, girando uno en torno al otro, buscando vulnerabilidades, iniciando envites y eludiéndolos, sostenidos por sus enormes alas. Una danza aderezada por una sinfonía de rugidos y siseos amenazadores.
Siempre había sido así. Durante siglos, aquellas poderosas criaturas habían repetido aquellos movimientos, una y otra vez. Ningún dragón había enseñado a Jack a luchar contra los sheks, y aquella serpiente jamás había tenido la oportunidad de pelear contra un dragón de verdad, pero eso no importaba. Sin saberlo, por instinto, se atacaban el uno al otro, porque lo llevaban en la sangre, porque muchas generaciones de sheks y de dragones habían hecho lo mismo antes que ellos.
Y, como había sucedido siempre, fue el dragón el primero en abandonar toda precaución y lanzarse sobre su adversario. Y, como siempre, el shek lo esquivó y trató de atraparlo, pero se topó con las garras del dragón, un arma mortífera de la que las serpientes carecían.
El largo cuerpo del shek eludió las garras, pero Jack logró atrapar una de sus alas, y la desgarró, con furia. El shek dejó escapar un chillido de dolor. Jack inspiró hondo para exhalar una llamarada sobre él, pero la cola de la serpiente se enrolló en torno a una de sus patas y tiró de él hacia abajo, con tanta fuerza que lo dejó sin respiración. Cuando quiso darse cuenta, sus ojos estaban a la altura de los ojos hipnóticos de la serpiente.
«Nunca mires a un shek a los ojos», recordó Jack.
Pero era demasiado tarde. La conciencia del shek se había introducido en su mente, paralizándolo; Jack no pudo hacer otra cosa más que quedarse quieto…
Algo surcó el aire de pronto, muy cerca de ellos, desequilibrando al shek y haciendo que perdieran contacto visual. Jack sacudió la cabeza y trató de mover las alas, pero la serpiente había enrollado su cuerpo en torno al de él, inmovilizándolo. Cuando Jack miró de nuevo, el shek había abierto la boca y se disponía a lanzarle una feroz dentellada. Jack eludió los mortíferos colmillos y exhaló su fuego.
La serpiente chilló otra vez y lo liberó para alejarse de él. Jack la persiguió sin piedad, hostigándola, hasta que logró atrapar una de sus alas con las garras. El shek aleteó, furioso. Jack alargó el cuello y trató de morder, una, dos veces… A la cuarta lo consiguió. Aún sintiendo el cuerpo del shek retorcerse contra él, Jack mordió con fuerza, hasta notar que algo se rompía… y la serpiente dejó de moverse y se desplomó, lacia.
Jack la dejó caer. Reprimió el impulso de volar tras ella para terminar de destrozarla. No le fue difícil, porque muchos otros sheks volaban a su alrededor.
La batalla arreciaba. Ambos bandos luchaban con denuedo, sin que pareciera haber un claro vencedor. Incluso los sheks, habitualmente tan fríos, parecían dejarse llevar por la cólera cuando arremetían contra un dragón…, a pesar de que sabían de sobra que aquellos dragones no eran de verdad.
Fuego, veneno, garras y colmillos… Jack se sintió sobrecogido y, por un momento, olvidó que todos los dragones habían muerto. Por un momento olvidó que era también humano, en parte, y que había otras amenazas más graves pesando sobre el futuro de Idhún. Olvidó todo aquello, y le pareció encontrarse en un mundo pasado, un mundo donde dos razas luchaban sin tregua, en una guerra interminable. Jack… Yandrak dejó escapar un rugido de triunfo y se zambulló en el corazón de la batalla, junto a sus hermanos, los dragones, los Señores de Awinor, contra aquel enemigo de corazón frío y mente retorcida, sabiendo que podía morir en aquella lucha, pero que moriría matando… matando sheks.
En aquel mundo soñado, los dragones aún existían. En aquel mundo pasado, los dragones seguirían luchando contra los sheks por toda la eternidad.
Y, aunque una parte de sí mismo se estremecía de horror, en el fondo de su corazón añoraba aquellos tiempos que no volverían.
En tierra, Alsan y los suyos no estaban encontrando grandes dificultades en hacer retroceder a los szish. Aunque los hombres-serpiente eran hábiles guerreros, aquellos en concreto no parecían estar en su mejor momento. Sin duda, la larga estancia en las cuevas de la cordillera les había pasado factura. Al principio pelearon como solían, con eficacia y precisión, pero pronto empezaron a cometer fallos y a dejarse llevar por el nerviosismo. Las huestes de Vanissar se aprovecharon de ello. Y, cuando los szish empezaron a replegarse, los humanos los hostigaron.
—¡Se retiran! —exclamó Denyal, desde su puesto en el interior de Uska.
—Ya lo he visto, malditas serpientes cobardes —gruñó Kaer.
—No es propio de ellos —aseveró el líder de los Nuevos Dragones.
—Tal vez porque hasta ahora nunca habían llevado las de perder.
Denyal se mordió el labio inferior, reflexionando sobre sus palabras.
A través de la escotilla de la dragona podía ver que, efectivamente, las serpientes estaban replegándose. Parecían dar por concluida la lucha, y trataban de quitarse a sus contrincantes de encima para emprender una huida hacia el sur.
La batalla no parecía decantada a favor de ninguno de los dos bandos, pero Denyal no sabía cómo iban las cosas en tierra y, además, los sheks parecían ir perdiendo energías a medida que pasaba el tiempo. Tal vez aquello fuera un síntoma de que realmente no podían más, y por ello optaban por una retirada estratégica. No obstante, daba la sensación de que lo hacían a regañadientes.
—¿Los seguimos? —preguntó Kaer.
—Claro que sí —gruñó Denyal—. Hay que darles caza antes de que vuelvan a esconderse.
Durante un buen rato, las serpientes volaron en dirección al sur, y los dragones las persiguieron. Por tierra, también los szish optaron por eludir una batalla que no podían ganar. La lucha entre sheks y dragones, en cambio, no parecía tan clara. Habían caído varias serpientes, pero también habían sido derribados otros tantos dragones.
Denyal había pasado muchos años luchando contra las serpientes en Vanissar. Sabía que siempre hacían las cosas por una razón de peso. Y que, a menudo, aquella razón se escapaba al entendimiento humano. Porque no solía ser la razón más obvia, sino la más importante.
—Se dirigen al sur —dijo Kaer, con satisfacción—. Van a guiarnos hasta la base de Drackwen. Por fin sabremos dónde se ocultan las demás serpientes.
Denyal frunció el ceño.
—No son tan tontos. No nos mostrarían voluntariamente algo tan importante. Tiene que haber algo más.
—No hay más. Están cansados, tienen miedo de ser derrotados y huyen. Cuando los alcancemos…
—… Si es que los alcanzamos —comprendió Denyal de pronto—. Los sheks no están cansados, solo están fingiendo. Somos nosotros los que estamos cansados, o lo estaremos muy pronto.
Ambos cruzaron una mirada.
—No podremos llegar hasta Drackwen hoy —entendió Kaer—. Al anochecer tendremos que detenernos a renovar la magia de los dragones, y entonces…
—… entonces darán media vuelta y nos atacarán, y no podremos defendernos. Esto es un error, Kaer. Tenemos que volver atrás.
El piloto dejó escapar una sonora maldición y golpeó el tablero de mandos, con furia. Pero detuvo a la dragona, que aleteó, suspendida en el aire, con un resoplido de disgusto.
Fueron necesarias un par de maniobras más para que los dragones frenaran su avance. Momentos después, estaban todos congregados en torno a Uska, y veían marchar a los sheks, con resignación.
Todos, menos uno.
Tardaron un poco en darse cuenta de que Yandrak seguía persiguiendo a los sheks. Quizá no había entendido que los dragones artificiales no aguantarían aquel ritmo, o tal vez no le importaba. El caso es que, para cuando quisieron llamarlo, estaba ya muy lejos.
El plan funcionaba.
Los szish no estaban preparados para aquella batalla. Habían luchado con esfuerzo, pero los caballeros los superaban en número y estaban en plena forma. Los sheks habían comprendido que los szish perderían la lucha, y les había parecido muy sensata la decisión que habían tomado: se retiraban.
Los sheks cubrirían su huida, pero Eissesh no estaba seguro de que fuera buena idea separarse. De modo que se le había ocurrido que tal vez sería mejor que se replegaran ellos también.
Había luchado contra los Nuevos Dragones durante sus días como gobernador de Vanissar. Sabía cómo funcionaban aquellos artefactos, y que tendrían que detenerse en algún momento.
Si los humanos eran tan estúpidos como para seguirlos, se quedarían sin magia, y entonces sería el momento de dar media vuelta Y atacar. Si eran listos, los dejarían marcharse.
Y, en aquel momento, huir era lo más importante. Si todo salía bien, las serpientes pronto abandonarían Idhún. Ya no valía la pena luchar por aquel mundo.
Fue difícil para los sheks controlar el odio y dar media vuelta. Eissesh tuvo que repetir varias veces su razonamiento para que, poco a poco, la lógica fuese ganando al instinto. El cansancio que mostraban los sheks no era del todo fingido: su cuerpo les exigía que se quedaran para luchar, mientras su mente intentaba convencerlos de lo contrario.
Cuando el primer shek logró dar media vuelta y huir, para los demás fue un poco más fácil escapar de las garras del instinto.
«No son dragones de verdad», les recordó Eissesh. «No valen la pena».
Como era de esperar, los humanos tardaron bastante en caer en la cuenta de lo que sucedería si continuaban persiguiéndolos. Pero al final lo entendieron, porque sus dragones se detuvieron y los dejaron marchar, lo cual, en el fondo, era una lástima: todos los sheks estaba deseando tener una oportunidad para destrozarlos.
También las tropas de tierra de los sangrecaliente dejaron de hostigar a los szish, y Eissesh rió entre dientes. Ni siquiera los caballeros de Nurgon eran tan valientes sin la sombra de los dragones cubriéndoles las espaldas.
«Aún nos siguen», dijo alguien entonces.
Eissesh volvió la cabeza y vio un punto dorado tras ellos.
«Los dragones de verdad son aún más estúpidos que los falsos dragones», comentó, irritado.
Era cierto que aquel dragón no necesitaba de la magia para volar. Pero no era posible que no se hubiera dado cuenta de que se había quedado solo.
«Seguid adelante», dijo. «Yo me ocuparé de él».
Pero eligió a tres serpientes más para enfrentarse al dragón.
Los sheks no eran especialmente cobardes, pero tampoco confundían la valentía con la locura. Sabían que Yandrak era un enemigo peligroso y, simplemente, no querían correr riesgos. Cuatro sheks tendrían más posibilidades de vencerlo que uno solo, aunque ese uno fuese Eissesh.
Jack se detuvo de pronto, desconcertado. ¿Dónde estaban los demás dragones? Llevado por sus ensoñaciones, y por aquella visión que había tenido de tiempos pasados, en que los suyos dominaban el mundo, apenas se había percatado de que los dragones artificiales se retiraban. Cuando quiso darse cuenta, estaba solo, y cuatro sheks lo rodeaban. Uno de ellos lo observaba con un único ojo brillando en su rostro de ofidio.
«¿Qué está pasando?», se preguntó Jack, confuso. El instinto se le disparó, y se revolvió, con un rugido amenazador, tratando de decidir a qué serpiente atacaría primero.
Optó por la más cercana. Se lanzó sobre ella, y la cogió por sorpresa. El shek se alejó de él, con un siseo alarmado, pero Jack llegó a golpearlo con la cabeza y a desgarrar una de sus alas con los cuernos. El shek chilló de dolor.
Inmediatamente, Jack sintió que algo lo fustigaba en pleno pecho, con tanta fuerza que lo dejó sin respiración. Se volvió, de forma instintiva, hacia la serpiente que lo había azotado con su larga cola.
De nuevo, el shek con un solo ojo.
Jack quiso apartar la cabeza, pero la mirada de aquella serpiente ya se había clavado en él. Se quedó quieto por un momento, tal vez llegara a perder la conciencia… y, en aquel instante en blanco, perdió el control y empezó a caer.
Volvió en sí con un rugido de alarma y batió las alas, pero era demasiado tarde. Caía y caía sobre las estribaciones de las montañas, y cuatro sheks lo perseguían para matarlo.
Se esforzó por recordar a Sheziss, todo lo que ella le había enseñado; a Victoria, que lo aguardaba en Vanis; incluso a Christian. Luchó por dominar el instinto y, en lugar de dar media vuelta y pelear hasta morir, huyó para salvar la vida.
Planeó por entre los picos de las montañas y buscó un lugar donde aterrizar.
El resto no lo recordaría con claridad. Se desplomó sobre el suelo, destrozando algunos árboles y, aunque las alas frenaron la caída, fue dolorosa de todas formas. Se transformó en humano de inmediato y buscó un refugio entre la maleza, con el corazón palpitándole con fuerza. En aquel momento echó de menos las capas de banalidad que les había regalado Allegra, a él y a Victoria, al comienzo de su aventura idhunita.
Pero, por fortuna, los sheks no lo encontraron. Planearon un par de veces sobre el lugar donde se había ocultado y después remontaron el vuelo y siguieron su camino.
Jack sonrió, agotado, pero no se atrevió a salir de su escondite. Se acurrucó entre las raíces de un árbol, cerró los ojos un instante… y se quedó dormido.
—¿Todavía no ha vuelto? —preguntó Alsan en voz alta.
Shail negó con la cabeza.
—Ni rastro de él —dijo—. Deberíamos ir a buscarlo. Puede que los sheks lo hayan abatido, y en tal caso…
—… en tal caso, no podríamos hacer nada por él —intervino Tanawe.
Habían establecido el campamento en el norte de Shur-Ikail, junto al río Adir. Hacía rato que Shail y Tanawe habían terminado de renovar la magia de los dragones, pero seguían allí…, esperando a Jack.
—Los chicos están empezando a ponerse nerviosos —prosiguió la maga—. Deberíamos regresar.
—¿Y dejar atrás a Jack?
—Si los sheks se han reunido con las serpientes de Drackwen, serán una fuerza a la que no podemos derrotar ahora mismo —explicó Tanawe, con cierta impaciencia—. Ya los hemos expulsado de Nandelt; ahora debemos regresar a la base y reforzarnos, pedir ayuda a los reinos vecinos… formar un ejército importante para atacar Drackwen. Pero si perdemos más tiempo, les estaremos dando ventaja a ellos.
—¿Y dejar atrás a Jack? —repitió Shail, en voz más alta.
—Es un dragón —replicó Tanawe—. Los dragones no necesitan de la ayuda de los humanos para resolver sus problemas.
—En eso tienes razón —asintió Alsan, con un gruñido—. Jack ha demostrado repetidas veces que prefiere actuar por su cuenta. No sirve de nada ir tras él.
—Pero… —empezó Shail.
—Regresamos a Vanissar —cortó Alsan—. Buscad a Denyal y a Covan y decidles que levantamos el campamento.
Shail no dijo nada, pero dirigió a Alsan una larga mirada pensativa.
Cuando Jack se despertó, horas más tarde, ya era de noche, y las tres lunas brillaban suavemente sobre él. Tardó un poco en recordar todo lo que había pasado. El vuelo con los Nuevos Dragones, la batalla, la persecución… todo se mezclaba en su mente de forma confusa y desordenada, como si fuese parte de un extraño sueño.
«¿Dónde estoy?», se preguntó.
Poco a poco, la mente se le fue aclarando. Le había sentado bien dormir, aunque aquel no era el lugar más adecuado, y por eso ahora tenía el cuerpo entumecido. Se puso en pie y se estiró.
Estaba en un bosquecillo, al pie de las montañas. Por el tiempo que había volado en pos de los sheks, Jack calculó que debía de encontrarse al sur de Shur-Ikail, al pie de la Cordillera de Nandelt.
Alzó la mirada hacia el cielo, con precaución, pero no vio ninguna serpiente. Se habían marchado.
Aquello era un alivio, pero, por otra parte, el dragón que había en él se sintió decepcionado. Jack se riñó a sí mismo por desear, siguiera por un instante, luchar él solo contra dos docenas de sheks. Era absurdo, era una locura, y lo sabía. «Si no tengo cuidado, el instinto hará que me maten algún día», se dijo, alicaído. Pensó entonces en Alsan y los demás. Se preguntó dónde estarían, si habrían empezado a buscarlo, o si habrían regresado a Vanissar. Deseó que lo estuvieran aguardando en alguna parte de Shur-Ikail. Después de haber experimentado la sensación de volar con un grupo de dragones, aunque no fuesen de verdad, no le apetecía emprender solo el trayecto de regreso.
Se transformó en dragón. Comprobó que, aunque no tenía ninguna herida seria, la pelea contra los sheks lo había dejado bastante molido. Con un suspiro de resignación, abrió las alas y alzó el vuelo.
Al cabo de un rato, sin embargo, algo llamó su atención.
Sobrevolaba ya los márgenes de las praderas, y sus ojos escrutaban el paisaje, en busca de algo parecido a un campamento. Por eso descubrió la débil llama que ardía un poco más abajo, no lejos del río.
Intrigado, Jack trazó un círculo sobre la luz. Como sospechaba, era una hoguera. Se preguntó si se trataba de Alsan, que había ido a buscarlo. Por si acaso, se alejó un tanto, y aterrizó en un lugar un poco más apartado. Allí, recuperó su cuerpo humano. Si no era Alsan, no convenía asustarlo.
Al acercarse un poco más, lo recibió un delicioso aroma a carne asada. Se le hizo la boca agua, y recordó que no había comido nada desde el desayuno.
La persona que estaba sentada junto al fuego era grande y fuerte, pero no era Alsan. Jack se detuvo a una prudente distancia. Era demasiado pequeño para ser un gigante, y demasiado imponente para tratarse de un humano corriente. Y, no obstante, sus hombros estaban hundidos, como si soportase una pesada carga.
Jack avanzó unos pasos, pero el hombre lo oyó, y se volvió con rapidez, mostrándole, a la luz del fuego, un rostro feroz, semioculto por una barba encrespada. Llevaba el torso desnudo, cubierto de pinturas de guerra, pero su piel mostraba también vetas pardas, el rasgo característico de su raza.
Un bárbaro. Era lógico, puesto que se encontraban en el territorio de los Shur-Ikaili. Pero no era habitual ver a un bárbaro solo, lejos de su clan.
Jack alzó las manos en son de paz.
—No vengo a luchar —dijo—. Solo estoy de paso.
El bárbaro se relajó solo un tanto.
—¿Quién eres? ¿Eres un hombre de Nandelt?
—Vengo de un lugar más lejano —respondió Jack, acercándose—. Pero ahora, mi destino es Vanissar.
—Para venir de lejos, vas ligero de equipaje.
—Venía con más gente, guerreros de Vanissar y Raheld, pero les he perdido la pista. Nos enfrentamos a las serpientes y, en la confusión de la batalla, me separé del resto. Supongo que habrán establecido el campamento más al norte. ¿Los has visto?
El bárbaro dejó caer los hombros de nuevo.
—No —gruñó—, vengo del sur. Pero hace unos momentos me ha parecido ver un dragón volando sobre mi cabeza, así que puede que no anden muy lejos.
Su rostro se había ensombrecido al oír mencionar a las serpientes. Jack se sentó a su lado, junto al fuego. El Shur-Ikaili no se movió.
—¿Les disteis su merecido? —preguntó, tras un rato de silencio.
—No estoy seguro. A mitad de batalla, dieron media vuelta y huyeron hacia el sur. No sé por qué lo hicieron. No llevábamos una clara ventaja.
El bárbaro no contestó enseguida. Ofreció a Jack un odre con agua y un trozo de carne que estaba terminando de asarse sobre la hoguera, y el joven aceptó ambas cosas, agradecido.
—Las serpientes son cobardes y traicioneras —opinó el bárbaro al cabo de un rato—. Los Shur-Ikaili nunca… —se interrumpió de pronto y desvió la mirada, con cierta brusquedad.
—¿Nunca huís? —completó Jack, con suavidad.
El bárbaro no respondió. Su expresión delataba a las claras lo que estaba pensando, y Jack añadió:
—A veces es más prudente dar media vuelta y escapar.
—No cuando el enemigo ha matado a todos los tuyos y solo quedas tú para contarlo —murmuró el bárbaro—. No cuando has visto a los guerreros de tu clan luchar hasta la muerte.
Jack lo miró largamente.
—Debía de ser un ejército temible, si logró derrotaros.
—Serpientes —escupió el Shur-Ikaili—. No son más fuertes que nosotros. En un combate cuerpo a cuerpo, los habríamos vencido. Sin embargo… —se echó a temblar de pronto, como un niño. Jack se preguntó qué podía haber asustado hasta ese punto a un hombre como él.
—¿Había sheks con ellos?
—Había uno, si es cierto lo que dicen de él.
—Kirtash —adivinó Jack.
El bárbaro alzó la cabeza.
—¿Lo conoces?
—Me he enfrentado a él alguna vez —respondió Jack, sin mentir.
—Y sigues vivo —observó el bárbaro, mirándolo con suspicacia—. Kirtash mató en combate al segundo mejor guerrero de nuestro clan. Tú no pareces más fuerte.
—Tampoco Kirtash parece fuerte y, no obstante, venció —observó Jack.
—No luchaba a la manera de los Shur-Ikaili. No embiste de frente, sino que se mueve como una sombra, esquivando los golpes en lugar de afrontarlos.
—Es otra manera de luchar.
—Es cobarde.
—Puede; pero resulta efectiva, ¿no?
—Sin duda utiliza magia, igual que esa bruja feérica a la que sirve —refunfuño el bárbaro.
—¿Gerde?
—Ella mató a la mejor guerrera de nuestro clan con un solo dedo —susurró el bárbaro, con la voz teñida de terror—. Hace tiempo, esa bruja estuvo en los clanes… con Hor-Dulkar. Otra maga feérica vino a desafiarla entonces, y la lucha estuvo muy igualada. Pero ahora… ahora, esa bruja tiene algo distinto. Puede matar a una persona con solo tocarla. Y ni siquiera los guerreros más poderosos osan mirarla a los ojos.
Jack escuchaba atentamente. El bárbaro le relató su encuentro con Gerde, con todo detalle. Parecía aliviado de poder contárselo a alguien y, aunque se suponía que debía regresar con los suyos para informar de todo lo que había sucedido, por alguna razón le resultaba más sencillo confiárselo a un desconocido. Sin duda, debía resultarle difícil la idea de confesar ante los demás bárbaros que sentía miedo de alguien como Gerde, que había salido con vida solo porque ella así lo había querido, que no había tenido valor para seguir luchando hasta el final, como sus compañeros.
—No te atormentes —le dijo Jack—. Gerde no es la misma que conociste. El Séptimo dios está con ella, y posee un nuevo y oscuro poder al que nadie es capaz de oponerse. Ni siquiera los sheks.
El bárbaro lo miró, incrédulo.
—De lo contrario —añadió el joven—, Kirtash no estaría a sus órdenes. ¿No te parece?
El otro se encogió de hombros.
—Esa bruja puede hechizar a los hombres, yo lo he visto.
—Pero no habría podido hechizar a un shek. Si ahora puede hacerlo…
No concluyó la frase, pero no fue necesario.
—Comprendo —asintió el bárbaro.
Se puso en pie.
—He de seguir mi camino, extranjero —dijo—. Aún me queda un largo camino hasta los dominios de mi clan. Podemos seguir juntos un trecho.
Pero Jack negó con la cabeza.
—He cambiado de idea —dijo—. Creo que volveré sobre mis pasos. Hay algo que quiero comprobar.
El bárbaro lo miró, frunciendo el ceño, pero no dijo nada.
Momentos después, como testimonio de aquel encuentro solo quedaban las cenizas de la hoguera. El Shur-Ikaili continuó su viaje de regreso a su clan, y Jack se encaminó, de nuevo, a las estribaciones de la cordillera.
Nangal estaba muy cerca. Demasiado cerca como para no tratar de averiguar qué estaba sucediendo.
En primer lugar, ¿para qué quería Gerde un bebé Shur-Ikaili? ¿Y hasta qué punto estaba Christian enterado de sus planes? ¿Hasta qué punto obedecía sus órdenes?