Cuando Jack y Victoria llegaron al Oráculo de Awa, dos días más tarde, estaban cansados y preocupados. Sabían que tendrían que hablarles a todos acerca de la llegada de Wina a Alis Lithban, que traían más malas noticias, y ninguna solución. Probablemente se enfrentarían a varios días de reuniones y de discusiones, mientras decidían entre todos qué hacer. Sabían de antemano que no llegarían a ninguna conclusión, y aquella sensación de impotencia, de absoluta vulnerabilidad, era lo peor de todo. En tiempos pasados, ante la amenaza de Ashran, los idhunitas habían tenido una profecía que les indicaba qué debían hacer, y la certeza de que sus dioses los protegerían, a su manera. Era una esperanza débil; no obstante, era una esperanza. Pero ahora, ¿qué les quedaba?
Jack sabía que él y Victoria podrían marcharse a la Tierra, donde estarían más seguros que en Idhún, a pesar de la presencia de Ziessel y los suyos. Pero odiaba la idea de marcharse y dejar abandonado Idhún a su suerte. Y el único plan que tenía, la esperanza que estaba tratando de sembrar en los corazones de sus amigos, peligraba por culpa de aquel condenado shek. Eso lo ponía de mal humor.
No lo había hablado con Victoria, porque aún tenía muy recientes los recuerdos de los momentos que habían pasado juntos, Cuando se habían visto afectados por la presencia de la diosa Wina. Jack no recordaba haberse abandonado jamás de aquella manera, y había sido una experiencia muy intensa para ambos, un momento maravilloso que los había unido todavía más. No quería estropearlo tan pronto.
Pero sabía que, tarde o temprano, tendrían que hablar de la estrategia a seguir. Jack seguía convencido de que su única salida consistía en derrotar a Gerde, en entregarla a los dioses, para que ellos solucionaran el asunto que tenían pendiente con el esquivo Séptimo dios. Y si Christian insistía en proteger a la feérica, fueran cuales fuesen sus razones, se vería obligado a enfrentarse a él… otra vez.
¿Lucharía Victoria a su lado, contra Christian y Gerde? Jack no quería preguntárselo, porque temía la respuesta a aquella pregunta.
Por suerte o por desgracia, otros asuntos distrajeron su atención a su llegada al Oráculo.
Entre las personas que salieron a recibirlos no se encontraba Alexander, pero Jack no le concedió importancia a esto, al principio. Saludó a Ha-Din y a Shail y les contó brevemente lo que habían visto en Alis Lithban. No mencionó a Christian.
—No son buenas noticias —dijo Shail, preocupado.
—Son peores de lo que parece —señaló Ha-Din—. Jack, has regresado de Alis Lithban con el corazón lleno de dudas. Antes estabas más seguro de ti mismo, te enfrentabas a todo esto con actitud resuelta. Ahora, tu ánimo se tambalea. ¿Qué ha sucedido?
—Sucede que cada vez le encuentro menos sentido a todo esto, Padre Venerable —respondió Jack, sin mentir.
Ha-Din le dirigió una mirada pensativa, pero no dijo nada.
Después de cenar, Jack fue a buscar a Shail. Lo alivió encontrarlo solo, sentado en el patio, leyendo un libro. Lo que tenía que decirle no debía ser escuchado por los oídos inadecuados.
—Tengo que hablar contigo —le dijo en voz baja.
Shail cerró el libro.
—También yo tengo cosas que decirte. Ha pasado algo mientras estabas fuera…, pero habla tú primero. Por la cara que pones, parece importante.
Jack se sentó a su lado.
—Shail, no sé si vamos a salir de esta —le dijo sin rodeos.
El mago no dijo nada. Se limitó a aguardar a que siguiera hablando.
—Ya hemos visto lo que pueden hacer los dioses —prosiguió Jack—, y no sé cómo detenerlos. Puede que en muy poco tiempo acaben con todo este mundo, voluntaria o involuntariamente. Y sé que suena cobarde y egoísta, pero no sé si quiero estar aquí para verlo.
Shail guardó silencio un instante, reflexionando. Luego, dijo:
—Te refieres a regresar a la Tierra, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres hacer?
—Christian lo vio venir —asintió Jack—. Antes incluso de que Yohavir casi arrasara la Torre de Kazlunn, dijo que lo más prudente era escapar de aquí. Y eso hizo, de hecho, y se llevó a Victoria consigo, para protegerla de todo esto. Pero yo no quise rendirme tan pronto. Me quedé a luchar… y, por lo visto, ellos se cansaron de esperarme. Victoria regresó para buscarme.
»Ahora me pregunto si no debería haberme ido con ellos entonces. Soy testarudo y sé que aguantaré aquí hasta el último momento, pero terminaré marchándome. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Quieres saber si estamos dispuestos a regresar a Limbhad —entendió Shail—. Si Alexander y yo os acompañaríamos.
—Eso es exactamente lo que quiero saber.
Shail inclinó la cabeza.
—Yo no me iría sin Zaisei —dijo—, y no sé qué clase de vida le esperaría a una celeste en la Tierra.
—Será mejor que estar muerta —replicó Jack.
—Supongo que sí. E imagino que también querrías darles esa posibilidad a algunas otras personas cercanas a ti; como Kimara, por ejemplo. Pero no puedes llevarte a todos los idhunitas a la Tierra a través de la Puerta. ¿Y cómo vas a decidir quiénes se van, y quiénes se quedan?
—Ya te dije que era una opción cobarde y egoísta. Pero estoy cansado de ser un héroe, Shail.
Shail lo miró, pensativo.
—¿Y qué hay de lo que propusiste el otro día? ¿Luchar contra Gerde, capturarla y entregársela a los dioses?
—Es una empresa casi imposible de realizar, Shail.
—También lo era hacer cumplir la profecía que anunciaba la caída de Ashran.
—Pero había una profecía. Teníamos a los dioses de nuestra parte. Ahora son ellos los que van a enfrentarse al Séptimo, por lo que ya no nos prestan atención. Ahora estamos solos frente a Gerde.
—Hace cuatro días estabas dispuesto a intentarlo. ¿Qué ha cambiado?
Jack tardó un poco en responder.
—Nos encontramos con Christian en Alis Lithban —explicó—. Nos ayudó a protegernos de Wina, pero también dejó muy claro que ahora es leal a Gerde. No está con ella por obligación ni porque pretenda traicionarla en un futuro. De verdad quiere luchar por ella, o al menos, eso me dijo. Y creo que era sincero.
—Pero… ¿y Victoria?
—Por lo visto, sigue sintiendo lo mismo por ella. La relación entre ellos no se ha roto, que yo sepa.
—No entiendo nada —murmuró Shail, perplejo.
—Yo tampoco.
El mago sacudió la cabeza.
—Tuve ocasión de tratar a Kirtash en Nanhai. Sigo sin saber si puedo confiar en él o no, pero lo que sí me quedó claro es que, desde el mismo momento en que traicionó a Ashran, ya no ha vuelto a pertenecer a ninguna parte, ni siquiera a la Resistencia. Me sorprende saber que ha vuelto a elegir un bando, aunque en el fondo sospecho que está con ellos de la misma forma que estuvo antes con la Resistencia: porque convenía a sus propios planes. Entonces, aquellos planes consistían en proteger a Victoria.
—El mismo me dijo que esto no tenía nada que ver con Victoria.
—Pero tampoco haría nada que pudiese dañarla. ¿Me equivoco?
—Supongo que no. O eso es lo que él cree. ¿Cómo se supone que debemos reaccionar los demás? Nuestro único plan pasaba por derrotar a Gerde. Si él se empeña en protegerla, terminaremos enfrentándonos otra vez. Y Victoria sigue manteniendo una relación con ambos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Shail frunció el ceño.
—Ahora sí. Las únicas opciones que te quedan son enfrentarte a Gerde, y por tanto a Kirtash, o huir a la Tierra. Y si nos enfrentamos a Kirtash… ¿qué hará Victoria?
—No lo sé. No se lo he preguntado todavía, pero dudo mucho que quiera luchar contra él. No parece echarle en cara que haya vuelto a cambiar de bando, y eso me desconcierta.
—La he notado distante —asintió Shail—, como si ya no se sintiera parte de todo esto, de la Resistencia. ¿Crees que podría llegar a cambiar de bando ella también?
Jack sonrió.
—Victoria estaba con la Resistencia porque la profecía obligaba explícitamente a los unicornios a luchar contra Ashran —dijo—, pero ella se enamoró de ese shek a pesar de todo…, y creo que eso se debe a que nunca creyó realmente que los sheks fueran los monstruos malvados que todos decían. Ahora que esa profecía ya no tiene validez, Victoria podría ayudarnos a nosotros, o a Christian, le da igual. Luchará por sus seres queridos, en uno y en otro bando, pero no creo que llegue a unirse a Gerde, simplemente porque no le tiene cariño. Ahora bien…, si le pedimos que se implique en una guerra contra ella, si eso supone enfrentarse a Christian… se negará.
—Es lo que pensaba —asintió Shail—. Y tú quieres evitar ese enfrentamiento.
—No solo por Victoria, sino también por mí. No quiero luchar contra él. Me saca de quicio, es verdad, y creo que el mundo sería un lugar mejor si él no existiera, pero no puedo negar que nos ha ayudado y nos ha salvado la vida en varias ocasiones.
»Así que la única opción que me queda es renunciar a luchar y marcharme de aquí, con Victoria, y con todo el que quiera seguirme.
Y te lo digo a ti, porque sé que tienes a alguien a quien quieres proteger, y considerarás al menos la posibilidad. Pero no quiero ni imaginar lo que dirá Alexander cuando se lo proponga —añadió, pesaroso.
Shail se irguió.
—De eso quería hablarte. Hace dos noches, Erea salió llena.
—Lo sé —respondió Jack—. Lo mencioné en la reunión, delante de Ha-Din y de otras personas importantes. Supongo que Alexander no me lo habrá perdonado todavía.
—No se trata de eso, Jack. —Shail clavó la mirada en él, muy serio—. Esa noche…, pasó algo muy extraño.
Procedió a relatarle lo que había sucedido entre Alexander y Gaedalu, y cómo esta había logrado revertir su transformación.
—Y debería alegrarme —concluyó—, pero no puedo. Me pareció todo muy extraño, y aquella piedra… no me dio la sensación de que fuera del todo benéfica. Además, Zaisei me ha contado que la Madre Venerable fue a Dagledu a buscar fragmentos de una roca que causa un extraño efecto en la gente. Por la descripción, aseguraría que la piedra del brazalete que le dio a Alexander era uno de esos fragmentos.
—¿De verdad? ¿Y qué clase de roca es esa?
—La llaman la Roca Maldita, aunque por lo visto, su verdadero nombre es la Piedra de Erea. Se dice que cayó del cielo hace muchos milenios.
Jack dejó caer la espalda contra la pared, sorprendido.
—Victoria me ha hablado de un meteorito que cayó en el mar, hace mucho tiempo —murmuró—. Encontró información sobre ello en Limbhad. Ella te dará más detalles, pero no me dio la impresión de que fuera algo bueno. Estaba relacionado con la llegada de las serpientes a Idhún. —Alzó la cabeza, decidido—. Tenemos que hablar con Alexander para que no vuelva a usar esa cosa. Supongo que no querrá escucharnos, pero…
—Alexander no está aquí —cortó Shail—. Partió ayer con Gaedalu en dirección a Vanissar. —Suspiró, preocupado—. Dijo que iba a recuperar lo que es suyo.
—¿Cómo se ha atrevido a regresar aquí? —murmuró Covan, irritado.
—No está solo, señor —informó el soldado—. La Venerable Gaedalu le acompaña.
—¡Gaedalu! —repitió Covan, con cierto estupor.
Había una tercera persona en la habitación, aparte de ellos dos: alguien que se había retirado a un discreto segundo plano, y que asistía a la conversación desde un rincón en sombras. El soldado no se percató de su presencia hasta que se movió, inquieta ante la mención de la Madre Venerable. Pero no tuvo tiempo de fijarse en ella, porque Covan reclamó de nuevo su atención.
—¿Viene alguien más con ellos?
—No, señor. Nadie los acompaña.
—La Venerable Gaedalu, sin cortejo —dijo entonces la mujer del rincón, con voz suave y modulada—. Esto es muy irregular.
Covan sacudió la cabeza.
—Maldita sea, no puedo dejarlos en la puerta, y tampoco ordenar que prendan a Alsan. Si Gaedalu está con él…
—Sin duda la Madre Venerable no sabe lo que nosotros sabemos acerca del príncipe Alsan, maestro Covan —intervino la mujer—. Nuestro deber es informarle del peligro que corre acompañándolo.
—Sin duda —concedió Covan, tras un instante de reflexión—. Hazlos pasar —ordenó al soldado.
El joven inclinó la cabeza y se retiró, dejándolos a solas.
Apenas unos momentos después, Alexander y Gaedalu entraban en la habitación. Covan los observó con cautela mientras se aproximaban a él. No dejó de notar que Alexander caminaba sereno y seguro de sí mismo, con el orgullo pintado en la mirada. Se parecía tanto al muchacho al que había entrenado en Nurgon que el maestro de armas sintió una punzada de dolor. Y, no obstante, no podía dejar de recordar a la criatura en la que se había metamorfoseado en la noche del Triple Plenilunio.
—Madre Venerable —saludó, con una profunda reverencia—. Príncipe Alsan —añadió, y esta vez no se inclinó—. ¿A qué debemos el honor de vuestra visita?
Alexander alzó una ceja.
—¿Acaso un príncipe necesita motivos para visitar su reino?
—Normalmente, no —gruñó Covan—; pero las cosas cambian si ese príncipe asesinó a su hermano a sangre fría, transformado en una bestia sanguinaria, para después desaparecer durante meses.
—No parece que se me haya echado de menos —observó Alexander con frialdad—. He oído que ya preparas la ceremonia de tu coronación.
El rostro de Covan se ensombreció.
«No creo que sea necesario todo esto», intervino Gaedalu. «Estamos aquí para aclarar las cosas, para unirnos todos contra el enemigo común. No tiene sentido que nos enfrentemos unos a otros…».
—Os pido perdón, Madre Venerable —murmuró Covan, apartando la mirada de la de Alexander—. Es cierto, hay muchas cosas que aclarar, y, con todos mis respetos, no creo que seáis consciente del peligro que corréis en compañía de Alsan. Pero habrá tiempo para hablar de eso, supongo. Os doy la bienvenida a Vanissar. Es un honor recibiros entre nosotros.
«Por lo que veo, no somos los únicos visitantes ilustres», observó Gaedalu. «¿No es cierto… Erive?».
La mujer que permanecía semioculta entre las sombras dio un par de pasos al frente, con una serena sonrisa.
—Madre Venerable —saludó, con una elegante inclinación—. Disculpad mis malos modales. El intercambio de opiniones entre el príncipe Alsan y el maestro Covan me pareció un asunto privado, y no creí oportuno intervenir. Príncipe Alsan —añadió, volviéndose hacia él—, sed bienvenido a vuestro reino.
Alexander sonrió a su vez, un poco incómodo. Conocía a la reina Erive de Raheld, pero él era apenas un muchacho cuando ella ya gobernaba los destinos de su reino con mano firme. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Erive era ahora una mujer madura, pero seguía conservando su regia elegancia y su mirada sagaz. Raheld había salido airoso de la invasión shek; para salvaguardar su reino, Erive se había rendido inmediatamente a las serpientes y, como consecuencia, este permanecía intacto. Pero, tras la caída de Ashran, Erive había tomado partido por el bando contrario. Los que aún luchaban contra los sheks sabían que no podían permitirse el lujo de reprocharle su antigua alianza: tras la batalla de Awa, los Nuevos Dragones habían quedado muy mermados, y solo gracias a la generosidad de Erive habían logrado levantar cabeza. La reina de Raheld no solo les había proporcionado una nueva base, sino que además los apoyaba económicamente y había puesto a sus mejores ingenieros y artesanos al servicio de Denyal y Tanawe. Incluso les había enviado al mago Vankian, que hasta ese momento había estado al servido de la reina en Thalis. Sin Erive, los Nuevos Dragones no eran nada.
No obstante, Alexander no sabía cómo tomarse su presencia en Vanissar.
—Gracias, señora —respondió con gravedad—. No deja de ser extraño, sin embargo, que seáis vos quien me dé la bienvenida a mi propio reino.
Erive rió suavemente.
—Es cierto, pero vivimos tiempos extraños. Sin ir más lejos, tu llegada ha sido toda una sorpresa para todo el mundo. Te dábamos por muerto. Celebro ver que no es así.
—No es la primera vez que se me da por muerto —observó Alexander, con una cansada sonrisa—. Y no es la primera vez que regreso a mi reino y me encuentro con que otro trata de usurpar mi puesto.
El rostro de Covan enrojeció.
—Yo luché por ti, y lo sabes. Defendí tu derecho al trono ante tu hermano, pero eso no justifica lo que le hiciste a él… y a Denyal.
—Mi hermano luchaba en una guerra, y luchaba en el bando enemigo —señaló Alexander con frialdad—. Nos enfrentamos, y él perdió.
—¡Lo destrozaste con garras y colmillos, Alsan! —casi gritó Covan.
—Lo habría atravesado con mi espada en otras circunstancias. ¿Qué importa la forma en que murió? Era un traidor, y estaba aliado con los sheks.
—Muchos nos aliamos con los sheks porque no tuvimos otra elección, príncipe Alsan —observó la reina Erive, sin alzar la voz—. Pasaste mucho tiempo lejos de casa, y no puedes saber lo que sufrimos aquí…, las terribles decisiones que tuvimos que tomar, por el bien de nuestro pueblo. También yo me rendí a los sheks para salvar a mi gente, igual que hizo Amrin. ¿Merezco la misma suerte que él?
—Si yo no le hubiese matado, él habría acabado conmigo. Luchábamos en una batalla, señora mía. Éramos enemigos. ¿Pretendéis hacerme creer que, de haber peleado vos en esa batalla, habríais fingido vuestros mandobles, o me habríais perdonado la vida, porque estabais aliada con los sheks por obligación?
Erive no respondió.
—¿Y qué hay de Denyal? —dijo Covan—. Le arrancaste un brazo de cuajo.
—Ese no era yo. He pasado un tiempo… poseído por una fuerza ajena a mí, una bestia que se apoderaba de mi voluntad las noches de luna llena. Pero, gracias a la intervención de la Venerable Gaedalu, eso no volverá a suceder. La pesadilla ha quedado atrás. Vuelvo a ser yo mismo y puedo asumir el liderazgo de mi pueblo.
Covan dio un paso atrás y lo miró con suspicacia.
—¿Y crees que con eso basta? ¿Crees que es tan fácil olvidar?
—La reina Erive fue aliada de los sheks y se la ha perdonado —observó Alexander—. Porque, según ella, actuaba así porque no tenía más remedio. Bien, tampoco yo era dueño de mis actos entonces. Estaba sometido a una fuerza mucho más poderosa que la amenaza shek; y sé de qué estoy hablando, puesto que durante los últimos años he plantado cara a los sheks, y no he sucumbido a ellos. Pero, en cambio, la bestia me venció.
»Eso se ha terminado. Ahora, la criatura que habitaba en mí ha sido derrotada y no volverá a aparecer.
—¿Y cómo podemos estar seguros de eso? ¿Por qué fiarnos de tu palabra?
Alexander movió la cabeza.
—Hubo un tiempo, maestro Covan, en que mi palabra te habría bastado. Porque estudié en la Academia, porque los caballeros de Nurgon no mienten. Pero, ya que insistes en dudar de mi palabra, espero que al menos escuches la de la Madre Venerable.
Gaedalu inclinó la cabeza.
«Lo que dice el príncipe Alsan es cierto», dijo. «Yo fui testigo de su transformación, hace varias noches, durante el último plenilunio de Erea. Y le proporcioné los medios para revertir la maldición. Alsan caminó bajo la luz de la luna llena, de nuevo como hombre».
Hubo un largo y pesado silencio.
—Dentro de cinco días, Ilea estará llena —dijo Alexander—. Tú me has visto bajo su influjo, sabes que la luna verde puede alterar mis rasgos. Verás que en esta ocasión seguiré siendo yo mismo.
Alexander y Covan cruzaron una mirada. Finalmente, el maestro de armas suspiró.
—Alsan, tú sabes que mi sueño ha sido siempre verte como rey de Vanissar. Pero no es tan fácil. Si, como has dicho, la fuerza a la que te enfrentas es aún más poderosa que los sheks, entonces no deberías mostrarte tan confiado. Sí, voy a pedirte una prueba, y no porque dude de tu palabra, ni de la de la Madre Venerable. Es porque todavía no puedes saber si has dominado a la bestia por completo.
Hizo una pausa. Alexander fue a decir algo, pero lo pensó mejor, y permaneció callado.
—Lo consultaré con los demás caballeros, y fijaremos un día para tu coronación como rey de Vanissar —prosiguió Covan—. Voy a proponer que sea el día de año nuevo.
Alexander frunció el ceño, pero no dijo nada.
—La víspera de tu coronación, mientras las tres lunas brillen llenas, permanecerás encadenado, bajo estrecha vigilancia. Si al alba no has cambiado, yo seré el primero en doblar la rodilla ante ti y jurarte fidelidad. De lo contrario… por el bien de Vanissar, tendrás que ser ejecutado.
«No será necesario eso», intervino Gaedalu. «El príncipe Alsan no se transformará. Los dioses lo protegen».
—Acepto tus condiciones, Covan —dijo Alexander con voz firme—. Tengo fe en los Seis, y en las palabras de la Madre Venerable.
Ambos hombres cruzaron una nueva mirada, serena, pero desafiante. La reina Erive rompió el silencio:
—Estaréis cansados, después de un viaje tan largo —dijo—. La Venerable Gaedalu sin duda deseará que se le prepare un baño…
«Lo agradecería, sí», convino Gaedalu. «Pero también voy a necesitar otra cosa».
—¿De qué se trata? —inquirió Erive.
Alexander y Gaedalu cruzaron una mirada y sonrieron.
«Un orfebre», dijo ella. «El mejor orfebre de Vanissar».
Gan-Dorak era uno de los oasis más grandes de Kash-Tar. Estaba a medio camino entre Lumbak y Kosh y, por este motivo, era parada obligatoria en la mayor parte de las rutas caravaneras.
Los sheks sabían que quien controlase Gan-Dorak controlaría también gran parte de Kash-Tar, y por esta razón, mucho tiempo atrás, habían hecho fortificar el oasis e instalado varias guarniciones de szish allí. Cerca de media docena de sheks solían patrullar los cielos sobre Gan-Dorak todos los días.
Era, en suma, un objetivo difícil de conquistar y, no obstante, los rebeldes sabían que, mientras no cayera el oasis, no tendrían la menor oportunidad de llegar hasta la base que Sussh tenía en Kosh.
En otras circunstancias, tal vez habrían atacado con algo remotamente parecido a un plan. Pero la destrucción de Nin estaba demasiado reciente, la ira y el dolor inundaban sus corazones y, por otro lado, la sombra de las alas de los dragones los hacía sentirse protegidos y, lo que era más importante… invencibles.
Gan-Dorak fue atacado pocos días después de la caída de Nin, al filo del primer amanecer. Los nueve dragones artificiales, capitaneados por Ayakestra y Ogadrak, cayeron sobre las serpientes con furia salvaje. Los yan rebeldes, siguiendo la estela de las dos mortíferas hachas de Goser, atacaron la puerta principal con todo lo que tenían.
A nadie pareció extrañarle que aquel día el oasis pareciera un poco más vacío de lo habitual, y que solo dos sheks guardaran sus murallas.
Kimara se arrojó contra el primero de ellos con una violencia casi suicida. La serpiente tardó apenas unos segundos en reaccionar, pero, cuando lo hizo, atacó a Ayakestra con toda la fuerza de su odio ancestral.
Kimara no tuvo más remedio que hacer retroceder a la dragona. La ira se iba apagando rápidamente para dar paso a la sensatez, cuando esquivó una nueva acometida del shek y huyó de su mortífera cola. Pero entonces, a través de la ventanilla, llegó a ver el ojo redondo de la criatura, el brillo helado de su pupila irisada, y recordó a Kirtash, el shek al que había jurado matar. Sonrió de forma siniestra. Bien, pensó, si tenía intención de derrotarlo en un futuro, no le vendría mal practicar.
Se imaginó que aquella serpiente era el frío e irritante asesino a quien ella odiaba y, con un nuevo grito, tiró de las palancas adecuadas para vomitar una llamarada sobre el shek.
Algo, sin embargo, detuvo su fuego; una especie de pantalla invisible que protegió a la serpiente de la llama del dragón artificial. Kimara, furiosa, hizo revolverse a Ayakestra y lanzó las garras contra el shek. El sinuoso cuerpo de la criatura se escurrió entre las uñas del dragón, y, de pronto, Kimara sintió que algo la golpeaba desde abajo. Desconcertada, retrocedió y se alejó del shek para dar un par de vueltas sobre el oasis.
Vio entonces, por el rabillo del ojo, una especie de destello que se elevaba desde el suelo y que golpeaba el ala de uno de los dragones. Procedía de algún punto oculto bajo las grandes hojas de los árboles, junto a la laguna.
«No puede ser», pensó. «¿Tienen un mago?».
Descubrió que Rando también lo había visto. Hacía descender a Ogadrak en círculos cada vez más pequeños, hasta que llegó a bajar tanto como para rozar las copas de los árboles. Kimara decidió dejarle a él el asunto del mago y volvió a centrar su atención en el shek.
Otro de los dragones acudió en su ayuda. Tres más tenían rodeado al segundo shek, y el resto atacaba a los lanceros szish de las murallas para despejar el camino de los yan.
Momentos después, la puerta caía con estrépito, y un imparable Goser se precipitaba al interior del oasis, lanzando un poderoso grito de guerra. Sus dos hachas bailaron de nuevo, hundiéndose con saña en la fría carne de los hombres-serpiente, abriendo entre sus filas una estela marcada con sangre. Su gente lo seguía, como un río de fuego espoleado por el odio.
Como de costumbre, Goser avanzó como una flecha sin preocuparse por lo que dejaba atrás. Cuando rompió la última fila de szish se detuvo un momento, y sus ojos escudriñaron el horizonte del oasis. Advirtió que el dragón de Rando hacía caso omiso a los sheks y sobrevolaba una zona determinada, un poco más lejos, como si buscara algo entre la maleza. Lo vio esquivar por muy poco un rayo de color verde que alguien había lanzado contra él.
Un mago.
Goser entornó los ojos y lanzó un nuevo grito de guerra. Solo tres de sus guerreros dejaron lo que estaban haciendo para acudir a su llamada, pero el líder yan no necesitaba nada más. Los cuatro rebeldes cruzaron el oasis como rayos, en busca del hechicero.
Desde arriba, Rando vio una figura que se movía por entre los árboles. También descubrió al grupo de Goser, que acudía a su encuentro, probablemente buscando lo mismo que él.
Hizo batir las alas a Ogadrak y se elevó un poco más en el aire para tener algo de perspectiva.
Justo entonces, uno de los sheks cayó en picado a la laguna, con un chillido que le heló la sangre. El otro se debatía entre el fuego y las garras de cuatro dragones artificiales, por lo que no duraría mucho más. Parecía que habían vencido.
Abajo, el mago pareció entenderlo también, porque Rando lo vio huir de Goser y de los suyos montado en un torka, en dirección al otro extremo de la muralla.
El semibárbaro estuvo a punto de dar media vuelta y ocuparse de otros asuntos, pues Goser y los suyos no tardarían en acorralar al mago contra la muralla; aquello estaba sentenciado. No obstante, la curiosidad pudo con él, y siguió observando.
Vio entonces cómo el mago lanzaba a su torka contra la muralla… y desaparecía.
Rando parpadeó, desconcertado. Pero apenas unos segundos después detectó el torka del mago al otro lado de la muralla, corriendo con desesperación hacia el corazón del desierto.
El piloto dejó escapar una sonora maldición, y movió las palancas de Ogadrak, con urgencia. Sobrevoló a los guerreros de Goser, que se habían quedado, confusos, al pie de la muralla, e hizo una breve pirueta sobre ellos, para darles a entender que él se ocuparía de dar caza al mago. Vio que Goser alzaba una de sus hachas, en señal de conformidad.
Pronto, el torka del mago y el dragón del semibárbaro se perdieron en el horizonte.
Kimara vio cómo el segundo shek caía sobre los árboles, muerto, y sintió una súbita explosión de júbilo salvaje en el pecho. Dio un par de vueltas sobre el oasis, hostigó con su fuego a los últimos soldados szish, que terminaron encontrando la muerte a manos de los rebeldes yan, y aterrizó por fin junto a la laguna.
Al descender de Ayakestra, lo primero que hizo fue correr al encuentro de Goser.
—¡GanDorakesnuestro! —gritó, y los rebeldes corearon sus palabras.
Goser la tomó por la cintura y la alzó en el aire, con un aullido de victoria. Cuando la dejó en el suelo, sonriente, Kimara se sintió, por un momento, aturdida por el olor a sangre y sudor que emanaba de él, y por el intenso calor que despedía su cuerpo. Sacudió la cabeza y se apartó del yan, entre complacida y confundida.
Pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque una sombra cubrió las cabezas de todos.
Kimara alzó la vista y vio que se trataba de uno de sus dragones. Volaba en rápidos círculos y, cuando los rebeldes lo oyeron soltar un gruñido de advertencia, supieron que tenían problemas.
—¡A los dragones, rápido! —ordenó Kimara.
Momentos después, estaba otra vez en el aire, y contemplaba, con estupor, lo que se aproximaba por el horizonte.
Cerca de una veintena de sheks llegaban desde el sur, y volaban directamente hacia ellos.
«¿De dónde vienen?», se preguntó, horrorizada. «¿Cómo han llegado tan deprisa?».
A ras de suelo, Goser y los suyos habían salido a la puerta principal y contemplaban también el horizonte, con gesto grave.
«No podremos vencer», comprendió Kimara.
Tenían que escapar de allí antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los sheks los alcanzaran… aunque ello supusiera abandonar el recién conquistado Gan-Dorak.
Se elevó un poco más en el aire y viró hacia el norte, dando un par de vueltas sobre el oasis para dar tiempo a que los otros dragones se percataran de su maniobra. Pero, cuando ya estaban a punto de irse, Kimara se dio cuenta de que Goser sostenía en alto sus dos hachas de guerra y lanzaba un incendiario grito de ataque.
Kimara resopló, exasperada, e hizo que Ayakestra dejara escapar un poderoso rugido. Los yan se dieron cuenta entonces de que los dragones se marchaban, y miraron a su líder, confusos. Goser entornó los ojos y miró alternativamente a los dragones que se alejaban, y a los sheks que acudían a su encuentro. Después, volvió la vista atrás, hacia el oasis que acababan de conquistar con tanta facilidad.
Y entendió lo que había pasado.
—¡Retirada! ¡Retirada! —gritó—. ¡Hayquevolveralabasecuantoantes!
Momentos después, los rebeldes abandonaban el oasis apresuradamente, evitando a los sheks, sin acordarse de que habían dejado a un dragón atrás.
Rando persiguió al mago durante un rato más. Vomitó fuego sobre él, pero el hechicero parecía haberse cubierto también con una protección mágica, porque las llamas rebotaban antes de alcanzarlo. Sin embargo, Rando no estaba preocupado. Llevaba en Kash-Tar el tiempo suficiente como para saber lo que ocurría cuando alguien hacía correr a un torka de aquella manera.
En efecto, no pasó mucho tiempo antes de que el animal se dejara caer sobre la arena, de golpe, y se negara a seguir avanzando, ante la desesperación de su jinete.
Rando lanzó un salvaje grito de triunfo y descendió en picado sobre el mago.
Comprendió, en el último momento, que se había precipitado. Para cuando estaba lo bastante cerca como para ver que el hechicero era, como había supuesto, un szish, también pudo apreciar claramente que sus manos estaban cargadas de energía.
El golpe sacudió a Ogadrak desde los cuernos hasta la punta de la cola e hizo perder a Rando el control de los mandos. Trató de recuperarlo, pero estaba demasiado cerca del suelo.
El soberbio dragón artificial se estrelló contra la arena, con estrépito, y Rando, que no solía llevar puestas las correas de seguridad, salió despedido hacia adelante.
Se golpeó la cabeza contra el tablero de mandos y perdió el sentido.
Christian no encontró a su gente en Raden, como había supuesto, sino en Nangal, al pie de los Picos de Fuego. Los szish le explicaron que los pantanos no les habían parecido seguros. Las nieblas de Nangal, en cambio, los ocultarían de la mirada de los humanos y, por otra parte, la zona había sido asolada recientemente por una especie de tornado, y sus habitantes habían ido a refugiarse a las montañas.
Pero había otra razón, entendió Christian, y era que las plantas no echan raíces en la roca. Aunque los szish no hablaban de ello, porque el súbito crecimiento de Alis Lithban les producía demasiada inquietud, el shek sabía que se sentirían más seguros si podían correr a refugiarse en las cavernas y las quebradas de la cordillera en caso de necesidad. Que, para ellos, era mejor apartarse del camino de Wina que correr delante de ella. Y, por muy poderosa que fuera su fuerza creadora, no sobrepasaría el límite natural de las montañas.
Cuando acudió a ver a Gerde, se encontró con que ella ya había hecho crecer un enorme árbol, muy similar al árbol-vivienda que había ocupado en el campamento anterior. Antes de entrar, sin embargo, sorprendió a un joven szish oculto entre las raíces.
—¿Quién eres? —le preguntó en la lengua de los hombres-serpiente—. ¿Qué haces aquí?
—Yo… no lo sé… —titubeó el muchacho.
Christian lo miró con más atención. Lo reconoció. Había visto a Gerde entregándole la magia, en Alis Lithban, después de que Yaren atacase a Victoria.
—Te llamas Assher, ¿verdad?
—Sí… pero, por favor, no digas a Gerde que estaba aquí. Yo solo…
—¿Querías verla?
Assher tragó saliva y vaciló un instante. Christian leyó en su mente, como en un libro abierto, todas sus dudas y temores: aquel joven estaba loco por Gerde, y ella lo había mimado durante un tiempo… pero ahora se había cansado de él, porque solo prestaba atención a ese bebé… y al hijo de Ashran.
—No —mintió finalmente Assher, desviando la mirada—. No sé por qué he venido. Ahora he de marcharme… me espera el maestro Isskez.
Christian lo soltó y lo vio marchar, pensativo. Podía imaginar para qué había querido Gerde a aquel muchacho, y por qué ahora prestaba más atención a un bebé humano, pero no valía la pena decírselo a él. Además, si su plan salía como esperaba, tal vez Gerde volvería a necesitar a Assher… antes de lo que pensaba.
Entró en el árbol. Halló a Gerde sentada en el centro de un hexágono que había dibujado en el suelo. Parecía estar en trance; sus ojos negros se habían vuelto ahora completamente blancos.
El shek no la molestó. Se sentó en un rincón y aguardó a que ella regresara.
Cuando lo hizo, cerró los ojos un momento, con una breve sacudida, y respiró profundamente. Después, los abrió de nuevo. Ya era otra vez ella.
—Has vuelto —comentó, al verlo allí.
Christian asintió.
—Te dije que volvería.
—¿Qué has encontrado en Alis Lithban?
—Encontré un dragón, un unicornio y una diosa loca —respondió Christian, encogiéndose de hombros—. No fue una buena combinación, pero nadie salió demasiado mal parado. Ahora, cada cual ha seguido su camino. Como debe ser.
—Como debe ser —murmuró Gerde, sonriendo.
—¿Y tú? ¿Qué has encontrado?
—No demasiado —reconoció ella—. No me atrevo a alejarme mucho, por temor a que me detecten. Es demasiado pronto; no puedo enfrentarme a ellos todavía.
—Ni debes hacerlo. ¿Has conseguido abrir la Puerta?
—Estoy tanteando solamente. El tejido interdimensional es difícil de romper, incluso para alguien como yo. Y, de todas formas, antes de hacerlo quiero asegurarme de que sé a dónde voy.
Christian sonrió.
—Estoy seguro de que terminarás encontrando lo que buscas.
—Y yo también. Pero necesito tiempo, y el tiempo se agota…
Gerde suspiró y se frotó la sien, agotada.
—No me gusta vivir en un cuerpo mortal —le confesó—. Sufro mucho más sus limitaciones cuando regreso a él después de haber vagado por otro plano. Además… —se interrumpió de pronto y alzó la cabeza.
Christian siguió la dirección de su mirada y vio a un szish en la entrada.
—Disculpad, señora… tenéis visita —dijo—. Un grupo de sangrecaliente; dicen que quieren veros.
—Bárbaros Shur-Ikaili —adivinó ella—. ¿Por qué no los habéis matado todavía?
—La mujer dice que os conoce, señora. Nos aseguró que tendríais interés en hablar con ella. Los tenemos rodeados, de todas formas. Si no es cierto lo que dice, los mataremos enseguida.
—¡Uk-Rhiz! —dijo Gerde, encantada—. Tiene razón; tengo interés en hablar con ella. O más bien, en matarla personalmente —añadió, con una seductora sonrisa.
Eran solo cinco. Christian entornó los ojos al verlos. En el campamento de los szish había no menos de doscientos hombres-serpiente; si Gerde decidía matarlos, los bárbaros no saldrían con vida; y, no obstante, se alzaban ante ellos con orgullo y serenidad, como si fueran ellos los que tuvieran rodeados a los szish.
Shur-Ikaili. Más altaneros que los mismos caballeros de Nurgon. Más valientes… o más locos.
Gerde se adelantó unos pasos y los miró, con una media sonrisa. Uk-Rhiz dio un paso atrás, instintivamente, pero enseguida rectificó: plantó los pies en el suelo, con firmeza, cruzó los brazos ante el pecho y lanzó a Gerde una mirada desafiante.
—Saludos, Uk-Rhiz —sonrió el hada—. Cuánto tiempo sin vernos.
—Desde que saliste huyendo de nuestro campamento, tras ser derrotada por la maga Aile, si no recuerdo mal —respondió la mujer bárbara, maliciosamente.
La sonrisa desapareció del rostro de Gerde. Su expresión se volvió de pronto seria, indiferente… casi inhumana.
—El tiempo nos ha colocado a cada una de las dos en el lugar que merecemos, Uk-Rhiz —dijo, con suavidad.
—Aile tuvo una muerte noble y valiente. Tú sigues llevando una vida llena de mentiras, intrigas y traiciones.
Esperaba molestarla con estas palabras, pero Gerde solo sonrió.
—Es una vida —dijo solamente—. Es mejor que no tener ninguna, ¿no crees?
—No estoy tan segura —replicó Rhiz, frunciendo el ceño—. Pero me importa bien poco lo que tú hagas. Solo hemos venido a recuperar a Uk-Sun, a devolverla a su hogar para que deje de estar bajo tu influencia.
—¿Uk-Sun? —repitió Gerde, con peligrosa suavidad—. Creo que te equivocas. Ahora se llama Saissh, y de ningún modo va a regresar con vosotros.
Uk-Rhiz desenvainó la espada en un brusco movimiento.
—Atrévete entonces a luchar por ella. Te desafío, Gerde.
El hada se echó a reír.
—¿Tan importante es esa niña? ¿Tanto como para morir por ella?
—Pertenece a mi clan —replicó Uk-Rhiz.
Gerde sonrió, divertida.
—Acepto el desafío —dijo—. Atrás —ordenó, y Christian, Yaren y los szish retrocedieron unos pasos. Los bárbaros hicieron otro tanto.
Con un salvaje grito de guerra, Uk-Rhiz se abalanzó sobre Gerde, enarbolando su espada con ambas manos. El hada se quedó donde estaba. En el último momento, se apartó a un lado, con un ágil y sutil movimiento, y alargó la mano hacia la mujer bárbara. Le tocó la espalda con la punta de los dedos.
Uk-Rhiz se detuvo, como herida por un rayo, y abrió mucho los ojos, en una indefinible expresión de horror y agonía. La espada resbaló de entre sus dedos y cayó a tierra. Inmediatamente después, a la Shur-Ikaili se le doblaron las rodillas, y se desplomó sobre el suelo. Estaba muerta.
Hubo murmullos y siseos entre los szish, y gritos de consternación entre los bárbaros. Dos de ellos se adelantaron y acudieron corriendo al lado de la Señora del Clan de Uk.
—¿Alguien más quiere desafiarme? —preguntó Gerde, con voz gélida.
Los bárbaros desviaron la vista, pero Christian detectó que temblaban de ira. Gerde los miraba fijamente. No necesitaba desplegar su poder seductor para dominarlos: aquellos hombres estaban muertos de miedo, y no había muchas cosas capaces de intimidar a un Shur-Ikaili.
De pronto, uno de los bárbaros que se había arrodillado junto a Uk-Rhiz alzó la cabeza:
—Sí, yo —dijo.
Gerde alzó una ceja.
—¿Estás dispuesto a morir? ¿Por qué razón?
El bárbaro se puso en pie. Era imponente: alto y musculoso, de largo cabello castaño y barba trenzada. Sus ojos azules miraron a Gerde con seriedad, mientras cruzaba los brazos ante el pecho.
—Porque Uk-Sun es mi hija, y quiero recuperarla.
Gerde observó al bárbaro de arriba a abajo, con interés.
—Tu hija… —repitió—. Ya veo. Ha heredado tus ojos. Y su madre, ¿es hermosa?
—Es hermosa, fuerte y valiente, como todas las Shur-Ikaili —declaró el bárbaro con orgullo.
—Eso está bien —aprobó el hada, con una sonrisa—. Pero no es más bella que yo, ¿verdad?
El bárbaro parpadeó de pronto y clavó su mirada en ella; y, lentamente, su expresión dejó de ser desafiante, para mostrar una clara fascinación.
—Más bella… —repitió; la voz le temblaba, y Christian percibió que trataba de luchar contra el embrujo seductor de Gerde—. No —dijo finalmente, y su voz denotaba una profunda adoración—. No es más bella que tú, mi señora.
Cayó de rodillas ante ella. Los otros bárbaros rugieron, indignados.
De pronto, Gerde pareció cambiar de idea.
—Eso está bien —repitió—, pero resulta que no me interesas.
El bárbaro parpadeó de nuevo y dejó caer los hombros, confuso.
—Decías que querías lanzar un desafío, ¿verdad? ¿Te atreves a desafiarme a mí?
El bárbaro temblaba violentamente, pero logró recobrar la compostura y alzó la cabeza para mirarla a los ojos.
—No, Gerde —dijo—. Eres la líder de tu clan de serpientes, y has derrotado a Uk-Rhiz, la jefa del clan de Uk, a quien ni siquiera yo pude vencer en su día. Pero yo, Uk-Bar soy el mejor guerrero de mi clan, después de ella. Así que desafiaré en combate a tu mejor guerrero. Si venzo, me llevaré a mi hija…
—No —cortó Gerde—. Ya he luchado por la niña, y he ganado, de forma que me pertenece. Si vences, os dejaré marchar con vida. Si pierdes… moriréis todos. Estas son mis condiciones. Y también es mi deseo que sea un combate a muerte.
La expresión de los bárbaros no varió un ápice. Uk-Bar se incorporó y asintió con decisión.
—Sea. Elige a tu guerrero y luchemos.
Gerde paseó la mirada por la gente que había allí reunida. Sus ojos se detuvieron un instante en uno de los capitanes de la guardia szish, probablemente el guerrero más feroz que tenía, pero no lo eligió a él. Con una sinuosa media sonrisa, clavó su mirada en Christian.
—No —protestó él.
—Kirtash es mi mejor guerrero —dijo Gerde, aún sonriendo—. Es un medio shek traidor que además suele hacer lo que le viene en gana, pero no deja de ser mi mejor guerrero, cuando quiere —añadió, con cierta sorna—. El luchará contra ti.
«¿A qué viene todo esto, Gerde?», le preguntó Christian telepáticamente. «Si vas a matarlos, hazlo ya; y si vas a dejarlos marchar, no tiene sentido que los obligues a luchar».
«Limítate a pelear contra el bárbaro, Kirtash», replicó ella.
Christian entornó los ojos, pero no dijo nada más. Se adelantó y desenvainó a Haiass.
Hubo un murmullo cuando el suave destello gélido de la espada iluminó los rasgos del shek. Los bárbaros habían oído hablar de Kirtash, y sabían que, a pesar de su figura estilizada, tan diferente de la planta hercúlea de la mayoría de los Shur-Ikaili, era un enemigo formidable. Sin embargo, Uk-Bar no hizo ningún comentario. Se limitó a desenvainar su enorme espadón de guerra.
—Yo, Uk-Bar, te desafío, Kirtash, en un combate a muerte —proclamó el bárbaro con voz potente.
Christian no dijo nada. Alzó a Haiass y retrasó un pie, adoptando una posición de combate. Los bárbaros retiraron el cuerpo de Uk-Rhiz, para dejarles espacio. También los szish retrocedieron un tanto.
Con un grito de ira, Uk-Bar se arrojó sobre Christian y descargó un poderoso mandoble. El shek dio un paso a un lado, esquivándolo, e interpuso a Haiass entre ambos. Las dos espadas chocaron. La del bárbaro vibró peligrosamente ante el poder de Haiass, pero no llegó a romperse. Sin embargo, el impulso de Uk-Bar llevaba tanta fuerza que empujó a Christian hacia atrás.
Los ojos del shek destellaron un momento mientras recuperaba su posición. Rápido como el pensamiento, se adelantó de nuevo, encadenando dos golpes seguidos. El primero fue detenido por la espada del bárbaro, y el choque fue brutal. Pero Christian retiró a Haiass casi al instante, y volvió a golpear. En esta ocasión, alcanzó la piel desnuda del Shur-Ikaili.
El filo de Haiass golpeó en brazo de Uk-Bar, aunque solo de refilón. Sin embargo, produjo una profunda herida en su piel listada, una herida que extendió rápidamente una capa de hielo desde el hombro del bárbaro hasta el codo. Uk-Bar dejó escapar un rugido de dolor, y giró la cintura para atacar a Christian de nuevo. El shek lo esquivó y trató de detener el golpe con Haiass, pero la espada del bárbaro volvió a lanzarlo hacia atrás.
Christian retrocedió un par de pasos y se detuvo a considerar sus opciones. Aquel bárbaro era el hombre más fuerte y resistente contra el que había tenido ocasión de luchar. Pero no el más rápido, ni el más inteligente.
Uk-Bar corría otra vez hacia él, con un nuevo grito de guerra. Christian clavó en el Shur-Ikaili la mirada de sus ojos de hielo, y lo esperó, frío y calculador. Aguardó el tiempo justo, y dio solo dos pasos, en la dirección adecuada. Descargó un solo golpe, preciso y letal, en un flanco desprotegido.
Y Haiass se hundió limpiamente en el corazón del bárbaro, que se detuvo en seco y lo miró, con los ojos abiertos en una expresión aturdida.
El gesto de Christian continuaba siendo de piedra cuando Uk-Bar cayó de rodillas ante él. Retiró a Haiass del pecho del bárbaro, con un enérgico movimiento, y contempló cómo se desplomaba a sus pies, muerto.
—Kirtash ha vencido —dijo Gerde solamente; se volvió hacia los szish—. Matadlos —ordenó.
Los hombres serpiente se abalanzaron sobre los tres bárbaros que quedaban. Christian no se unió a ellos. Se limitó a observar la lucha con calma, sin intervenir.
Pese a que habían aceptado las condiciones de Gerde, los Shur-Ikaili se defendieron con fiereza. El primero de ellos se llevó por delante a tres hombres-serpiente antes de ser abatido. El segundo había cortado un par de miembros antes de ser golpeado por la espalda, sin posibilidad de reaccionar. Y el tercero acabó con uno de sus contrincantes y peleaba con ferocidad cuando Gerde dijo:
—Alto. Dejad a este con vida.
Los szish se retiraron con presteza. El bárbaro, jadeando y aún aferrándose a su espada, miró a su alrededor con desconfianza. Pero los hombres-serpiente no movieron un músculo.
Gerde avanzó hasta el último de los Shur-Ikaili. El gesto desafiante del bárbaro se trocó en una expresión de absoluto terror cuando ella clavó su mirada en él.
—Voy a perdonarte la vida —dijo el hada con suavidad—, porque quiero que regreses a Shur-Ikail y que cuentes todo lo que has visto aquí. Quiero que les hables a los tuyos acerca del desafío de Uk-Rhiz y Uk-Bar. Quiero que todos sepan que luchamos por esa niña, y que hemos vencido. Que en esta ocasión hemos solucionado las cosas a la manera de los Shur-Ikaili, pero que la próxima vez no seré tan clemente. No quiero volver a ver a un solo bárbaro por aquí. ¿Me has entendido?
El hombre asintió, temblando de miedo.
—Márchate —dijo Gerde.
El bárbaro dio media vuelta y echó a correr.
Los szish no lo abuchearon, ni se burlaron de él. Aquello no era propio del carácter de los hombres-serpiente. Se limitaron a seguirlo con la mirada hasta que se perdió de vista.
«¿Por eso has aceptado el desafío de Uk-Rhiz?», preguntó Christian. «¿Para que no volvieran más?».
«Si los hubiese matado a todos, dentro de dos o tres días habríamos tenido aquí a otro clan. Y hay nueve, Kirtash. Estoy cansada del olor a bárbaro. No me apetece volver a verlos, y tampoco tengo tiempo de discutir con ellos. Son obtusos y testarudos. Hasta que no se les vence en un desafío no atienden a razones».
—Kessesh —llamó entonces en voz alta; uno de los capitanes szish se presentó ante ella—. Recoge los cuerpos de los bárbaros, reúne a una patrulla y devolvedlos a los suyos. De lo contrario, no tardaremos en tener de nuevo a más de esos bárbaros aquí, desafiándonos a un combate cuerpo a cuerpo para recuperar los restos de Rhiz y los demás.
El hombre-serpiente inclinó la cabeza y se retiró de nuevo, para hacer cumplir sus órdenes.
—Podrías haberles devuelto a la niña —dijo Christian, cuando todos los demás volvieron a sus respectivas tareas—. Ya no la necesitas.
—¿Que no la necesito? Si tu plan sale mal, Kirtash, la necesitaré. Y aún no me has demostrado que tenga posibilidades de éxito. No; Saissh se quedará con nosotros, y ahora que he visto a su padre, con mayor motivo. Crecerá sana y fuerte, porque lo lleva en la sangre. Es justo lo que necesito.
Christian no dijo nada.
Regresaron juntos al campamento. Pasaron junto a Assher sin prestarle apenas atención.
Pero el joven szish había sido testigo del desafío de los bárbaros, de principio a fin. Había visto que Gerde había ordenado a Kirtash que peleara a muerte por aquel bebé, que ella misma se había rebajado a luchar contra una mujer bárbara, solo para quedarse a Saissh. Y, mientras contemplaba, pensativo, el cuerpo sin vida de Uk-Bar, que los szish levantaban para llevárselo de allí, tomó una decisión.
Una breve sacudida despertó a Rando de su estado de inconsciencia.
Abrió los ojos, pestañeando, y reprimió un gemido. Le dolía espantosamente la cabeza y tenía en la boca un desagradable sabor metálico. Tragó saliva un par de veces y trató de incorporarse, pero una nueva sacudida se lo impidió. Al intentar moverse otra vez, notó un intenso dolor en el hombro izquierdo, y vio que tenía el brazo torcido en una postura extraña. Soltó una maldición. Se había dislocado el hombro.
Consiguió levantarse y, sobreponiéndose al dolor, miró a su alrededor. Parecía que el dragón no había sufrido daños serios, pero no podía estar seguro si no lo veía por fuera.
El suelo se movió otra vez, haciéndole perder el equilibrio y lanzándolo contra la pared. Se apoyó en el hombro lesionado sin querer, y no pudo evitarlo: lanzó un grito de dolor.
Las convulsiones cesaron entonces de golpe. A Rando le pareció que el silencio que siguió era un silencio cauteloso, lleno de inquietud.
Había alguien fuera.
Se ajustó al cinto, con una sola mano, la vaina con la espada que aún conservaba de su época de soldado, y abrió la escotilla superior.
El fuego de los tres soles le golpeó en plena cara; el semibárbaro parpadeó, deslumbrado, y miró a su alrededor. Llegó a ver, por el rabillo del ojo, una sombra que se removía bajo la panza del dragón.
Desenvainó la espada con la diestra, deseando que el desconocido no se diera cuenta de que era zurdo, y descendió a la arena de un salto. Después trepó por la duna hasta llegar al otro flanco del dragón.
Descubrió sin problemas a la silueta que se acurrucaba a la sombra de Ogadrak.
—¡Eh! —exclamó el piloto—. ¿Quién eres?
Solo obtuvo un siseo por respuesta, pero fue suficiente.
—¡Sal de ahí, szish! —ordenó—. Si no opones resistencia obtendrás una muerte rápida.
El otro le contestó unas palabras que a Rando le habrían parecido familiares… de no estar plagadas de tantas eses.
—¿Cómo has dicho, serpiente?
—Que me esss imposssible sssalir de aquí, ssssangrecaliente —replicó el szish.
Su voz era baja y silbante, pero tenía una curiosa inflexión aguda.
—¡Mmm! —exclamó Rando—. ¿Estás atrapado?
Se acercó a ver, pero mantuvo las distancias y la espada desenvainada.
El hombre-serpiente parecía agotado. La enorme mole del dragón había caído sobre su pierna derecha y le impedía moverse. Al rodearlo para estudiar la situación desde todos los ángulos, Rando vio la cabeza de un torka sobresaliendo bajo la panza del dragón.
—¡Por todos los dioses! —dijo—. ¡Tú eres el mago que andaba persiguiendo!
—Maga, ssssi no te importa —dijo el szish.
Rando se quedó con la boca abierta. Ahora que lo contemplaba con atención, era cierto que bajo sus holgados ropajes se adivinaban formas femeninas. En cuanto a su rostro… bueno, era un rostro de ofidio, pero tal vez para alguien más acostumbrado a la fisonomía de los szish sí resultaría sencillo reconocer en él rasgos de fémina. Tal vez las facciones fueran un poco más suaves, los ojos un poco más grandes…
—¿Qué essstásss mirando? —protestó la hechicera—. ¡Mátame de una vez o sssácame de aquí!
—Nunca había visto a una hembra de tu raza —comentó Rando.
—Puesss yo he visssto ya a basssstantes machosss de la tuya, y todosss sssoisss igual de repulsssivosss —dijo ella.
Rando pasó por alto el comentario.
—Y si eres maga, ¿por qué no te has liberado tú sola?
—Esss lo que essstaba intentando hacer, essstúpido humano.
Para demostrárselo, alzó las manos y lanzó una pequeña bola de energía contra el flanco del dragón, que se convulsionó, pero no se movió. La szish se dejó caer sobre la arena, agotada.
—Ya veo —dijo Rando—. Necesitas recuperar fuerzas.
La miró, pensativo. La había perseguido para matarla, obviamente, aunque no había planeado lanzarle el dragón encima. De todas formas, tal vez el hecho de que aún estuviera viva fuese una ventaja, y no un inconveniente. Ignorando el sordo dolor de su hombro, se inclinó junto a la mujer-serpiente.
—Hagamos un trato —dijo—. Yo te saco de ahí y tú me ayudas con tu magia, ¿de acuerdo?
Ella lo miró con desconfianza.
—¿Ayudarte? Ah, tu brazo —comprendió.
—No es solo eso. Necesito mi dragón para regresar, y mi dragón necesita magia. ¿Lo entiendes?
—Ni lo sssueñesss.
—Bien; entonces nos quedaremos los dos aquí hasta que alguien venga a rescatarnos, o hasta que muramos de sed.
—No me hagassss reír. Me mataríasss en cuanto te diessse lo que me pidesss. O me dejaríassss atrásss.
Rando se llevó la mano al pecho, dolido.
—Reconozco que soy un canalla y un miserable, pero nunca abandonaría a una dama en pleno desierto.
—Oh, ssssí que lo haríassss. Para ti no ssssoy una dama, sssoy el enemigo. Harássss bien en recordarlo —añadió, malhumorada.
Rando se rascó la cabeza.
—Creo que no hemos empezado con buen pie. Me llamo Rando, natural de Dingra, en Nandelt.
La szish no contestó.
—Bien —dijo Rando—, tendré que llamarte de alguna manera. Tal vez Lengua Bífida o Cara de Serpiente estaría bien. O Piel Escamosa. O quizá…
—Ersssha —dijo ella de pronto—. Me llamo Ersssha.
—Ersha —repitió Rando; la miró con curiosidad—. Eres una maga de verdad, ¿no? Eso quiere decir… ¿que viste al unicornio?
Ersha dejó escapar una sonrisa desdeñosa.
—Los szish no necesitamos unicornios para obtener la magia.
—Vaya, qué listos sois. Supongo que tampoco necesitáis la ayuda de un humano alto y fuerte para salir de debajo de la panza de un dragón de madera…
Ersha se volvió para contestarle, pero Rando ya no la miraba. Había clavado sus ojos bicolores en el horizonte, y su rostro se había transformado en una máscara de estupefacción.
—Que me cuelguen por los pulgares si no estoy soñando —murmuró.
Ersha se incorporó un poco, como pudo, para girarse en la dirección en la que miraba el semibárbaro.
Se quedó muda de terror.
Había cuatro soles en el horizonte. Debajo de Kalinor, Evanor e Imenor, casi rozando la línea del horizonte, había una cuarta bola de fuego de color rojo intenso.
—Esss un esssspejissssmo —pudo decir la szish.
Rando frunció el ceño y se incorporó con cierta brusquedad.
—Puede —dijo—, pero yo quiero verlo de cerca. ¿Me acompañas?
Y, antes de que Ersha pudiera contestar, empujó el dragón con un solo brazo, con fuerza, y lo levantó lo bastante como para que la szish pudiera retirar el pie. Después, lo dejó caer de nuevo.
Ersha retrocedió, arrastrándose sobre la arena, pero no pudo llegar muy lejos. Rando la retuvo por la túnica.
—Espera —dijo, con una amplia sonrisa—, no tan deprisa. Creo que me debes un favor.
Aún necesitaron varias horas para estar a punto. Hubo que poner en su sitio el hombro de Rando, y Ersha tardó un poco en regenerar su magia lo bastante como para poder curarlos a ambos.
Y, mientras, el cuarto sol seguía alumbrando en el horizonte. Llegó el primer crepúsculo, y después el segundo, y finalmente el tercero. Salieron las lunas y las estrellas, y aquella bola de fuego seguía estando allí, como una inmensa hoguera, alumbrando el desierto.
—Alguien más tiene que haberlo visto —murmuró Rando, interrumpiendo por un momento las reparaciones de Ogadrak para contemplar el horizonte.
La maga szish no dijo nada. Se había sentado sobre el lomo del dragón de madera y observaba aquella extraña bola de fuego, pensativa.
Las lunas estaban ya altas cuando Rando anunció que había terminado.
—No conozco la fórmula que usan los hechiceros para renovar la magia de los dragones —confesó—. Pero no debe de ser difícil…
—Nosssotrosss no usssamosss el lenguaje de los magosss ssssangrecaliente —interrumpió ella—. Déjame ver.
Bajó del dragón de un salto y sus pies se hundieron en la arena. Rando se sentó sobre una duna a contemplar lo que hacía, con curiosidad.
Ersha recorrió la superficie de madera con las manos, asintiendo para sí misma de vez en cuando, pero no le explicó al humano qué estaba buscando. Al cabo de un rato, se detuvo en un punto concreto, a la altura del pecho del dragón, y lo examinó con atención. Después plantó las palmas de las manos sobre la madera y dejó escapar un sonoro siseo. Sus dedos se iluminaron brevemente. Ogadrak se estremeció, pero nada más sucedió.
La szish volvió a intentarlo, un par de veces, hasta que, por fin, el dragón alzó la cabeza con un poderoso rugido.
Ersha retrocedió apresuradamente, tropezó y cayó de espaldas sobre la arena. Contempló, aterrorizada, al inmenso dragón que se alzaba sobre ella. Parecía tan real que casi podía ver cómo se movía su pecho cuando respiraba.
Rando se puso en pie, con un grito de júbilo. Corrió hasta el dragón y le palmeó el flanco, orgulloso.
—Gracias, Ersha —le dijo a la maga.
Ella trató de recuperar la compostura. Se puso en pie y se sacudió la arena de la túnica; aún dirigió al dragón una furtiva mirada de desconfianza.
—Ha sssido fácil —dijo.
Rando trepó por el flanco del dragón y abrió la cubierta superior.
—¿Vienes? —le dijo, antes de entrar.
La szish inspiró hondo para dominar su miedo.
—¿Aún quieresss acercarte a ver qué essss essse cuarto ssssol? —preguntó.
El piloto se mostró desconcertado.
—Claro. ¿Tú no?
—Te quemarásss…
—No tengo intención de acercarme tanto. Bueno, ¿vienes, o te quedas aquí?
Tras un breve instante de vacilación, Ersha subió tras él. Apenas había bajado por la escalerilla cuando Rando le arrojó un paquete que tuvo que coger al vuelo.
—Ten, te lo has ganado.
Ersha le echó un vistazo, no sin recelo. Se quedó sorprendida al ver que eran provisiones y un odre con agua.
—¿Vasss a dar de comer a tu enemigo?
Rando se había sentado ya ante los mandos y manejaba las palancas con mano experta. Se encogió de hombros.
—Todo tiene su momento —dijo—. Y ahora mismo me interesa más sobrevivir que pelear. Te necesito para que renueves la magia de mi dragón hasta que pueda regresar con los míos. El día en que volvamos a encontrarnos en el campo de batalla ya tendremos tiempo de luchar.
Ersha iba a replicar, pero no tuvo ocasión. Con una breve sacudida, Ogadrak batió las alas y se elevó en el aire.
La szish sintió un vacío en el estómago y se dejó caer al suelo. Después gateó hasta un rincón y se acurrucó allí.
—¿No quieres sentarte a mi lado? —la invitó Rando, de buen humor; volar siempre lo ponía de buen humor—. Desde ahí no vas a ver nada.
Ersha negó vehementemente con la cabeza y dijo que tenía una buena perspectiva desde allí, lo cual era cierto: la cabina de un dragón artificial no era muy grande, y la szish no se encontraba tan lejos de la escotilla delantera como para no ver a través de ella el paisaje del desierto.
Volaron en silencio durante un rato más, mientras el extraño sol nocturno se hacía más y más grande. Ersha fue la primera en hacer notar que la temperatura había aumentado mucho. El semibárbaro apretó los dientes e hizo que Ogadrak volase un poco más rápido.
Cuando Rando empezó a sudar copiosamente, y la szish ya respiraba con dificultad, quedó claro que no debían acercarse más. Ogadrak realizó una nueva pirueta en el aire y batió las alas, dispuesto a aterrizar.
Momentos después, el dragón reposaba de nuevo sobre la arena, y Rando y Ersha contemplaban el horizonte, sobrecogidos.
El cuarto sol no era exactamente un sol, pero se le parecía mucho: una gran bola de fuego que rotaba sobre sí misma, flotando a varios metros por encima del suelo. Un corazón ígneo del que brotaban lenguas de llamas que lamían el aire, volviéndolo asfixiante e irrespirable. No se movía. No aumentaba de tamaño ni se reducía. Simplemente estaba allí, esperando…
Rando sacudió la cabeza y trató de quitarse aquella idea de la mente. Una bola de fuego no podía tener conciencia racional. Las bolas de fuego no tenían cerebro, no podían estar esperando nada.
Entonces, ¿por qué razón tenía tanto miedo?
Miró de reojo a Ersha, cuyo rostro de serpiente, iluminado por la luz rojiza de la bola de fuego, mostraba una expresión de absoluto terror. Pero aquella cosa atraía su atención de un modo irresistible, y volvió a contemplarla hasta que le lloraron los ojos.
—¿Cómo de grande debe de ser? —murmuró, sobrecogido.
Sabía que aún estaban muy lejos. Y eso significaba que nada podría aproximarse demasiado a aquel corazón de llamas sin arder hasta los huesos.
Entonces, de pronto, Ersha retrocedió y apartó la vista del horizonte para mirar con odio a Rando.
—Asssí fue como lo hicisssteisss —siseó, furiosa—. De esssta forma dessstruisssteissss Nin… malditossss ssssangrecaliente.
Antes de que el humano pudiera reaccionar, la szish se lanzó sobre él, con un grito, y lo hizo perder el equilibrio. Ambos rodaron por la arena, mientras las manos de la maga buscaban el cuello de Rando. El semibárbaro, una vez repuesto de la sorpresa, se la quitó de encima sin mucho esfuerzo.
—¡Espera! ¿De qué estás hablando? ¡Nosotros no atacamos Nin, eran nuestros aliados!
—¡Había tresss guarnicionesss de ssssszisssh asssentadasss en la ciudad! —replicó ella, aún colérica—. ¡Todosss murieron!
—¡Y también todos los habitantes de la ciudad! —replicó Rando—. ¡Pensamos que era obra de las serpientes!
Los dos se miraron un momento, anonadados.
—Pero si no fue obra vuestra —dijo Rando—, ¿quién…?
Ersha sacudió la cabeza y señaló la bola de fuego. —Essso no lo haría una ssserpiente. Esss magia de losss sssangrecaliente.
—Es demasiado grandioso para ser obra de uno de nuestros magos…
—¡Lossss sssangrecaliente incendiaron el cielo durante una batalla! ¿Creesss que no lo sssé?
—Si pudiésemos hacer algo así lo utilizaríamos como arma conga Sussh, y no para quemar a nuestra propia gente —razonó Rando.
Hubo un breve silencio. Finalmente, Ersha entornó los ojos y dijo:
—Entoncessss, tenemosss un enemigo común.
Rando se volvió de nuevo para contemplar la enorme masa ígnea que levitaba sobre las dunas.
—Pero ¿qué se supone que es? ¿Y por qué nos ataca?
Ersha sacudió la cabeza.
—Losss sssheksss lo sssabrán —dijo—. Ellosss sssiempre lo sssaben todo.
Rando le dirigió una breve mirada.
—Tal vez —dijo—, pero nadie te va a creer cuando se lo cuentes.
—Tampoco a ti, sssangrecaliente —replicó ella, molesta—. Tampoco a ti.
Los dragones fueron los primeros en llegar a la base en las montañas.
Kimara ya se había dado cuenta de que habían dejado atrás a Rando y Ogadrak; pero también había entendido, al igual que Goser, que aquel grupo de sheks que debía estar en el oasis y no estaba, regresaba de una misión que podía haber resultado fatal para los rebeldes.
La intuición del líder yan había resultado ser correcta.
Cuando los dragones alcanzaron su escondite, descubrieron que había sido completamente destruido.
Todo: las tiendas, los carros, las torres de vigilancia… todo estaba hecho añicos y cubierto bajo una helada capa de escarcha. Y todos los que se habían quedado atrás estaban muertos ahora: hombres, mujeres, ancianos, incluso los niños… Los sheks habían matado también todos los animales.
Allí no les quedaba ya nada.
Kimara todavía estaba llorando de rabia y frustración, apoyada en el lomo de Ayakestra, cuando llegaron Goser y los demás rebeldes yan.
—Malditos —susurraba—. Malditos… oh, cómo os odio a todos…
Goser no dijo nada, al principio. Corrió al centro del campamento y miró a su alrededor, temblando de ira. Entonces desenfundó una de sus hachas y, con un terrible grito de cólera, la descargó sobre el suelo, resquebrajando el hielo.
Kimara cerró los ojos. Por un momento deseó haber estado allí para defender la base; aunque probablemente los sheks los habrían matado a todos, por lo menos habrían podido luchar.
Se acercó a Goser, que se había acuclillado en el suelo y todavía resoplaba, furioso, apoyado en el mango de su hacha.
—Sehanvueltomuchomásosados —dijo en voz baja—. YanotemenacercarseaAwinor.
Goser alzó hacia ella sus ojos de fuego.
—Entoncesnosotrostambiénseremososados —dijo—. YnotemeremosacercarnosaKosh.
Kimara entornó los ojos y asintió, en un gesto torvo.
Cuando Shail, Jack y Victoria llegaron a Vanis, la capital del reino, encontraron a Alexander muy ocupado. Parecía que, por el momento, Covan había aceptado su palabra y la de Gaedalu de que no causaría daño a nadie más. Juntos se estaban esforzando mucho para pacificar el reino. Habían proclamado el regreso del príncipe Alsan, y habían anunciado que su coronación como rey de Vanissar tendría lugar tres meses después, el día de año nuevo.
Había mucho que hacer hasta entonces. Los enfrentamientos entre los partidarios del maestro Covan y los del príncipe Alsan habían sido muy serios en los últimos tiempos. A todo el mundo le cogió por sorpresa la reaparición de este último, y más todavía su alianza con Covan. Habían dado por supuesto que ambos lucharían por la corona.
Algunos de los seguidores de Covan, sin embargo, no se sintieron satisfechos con esta solución, y siguieron defendiendo a su candidato mediante las armas. Se convirtieron en rebeldes y en proscritos, y el mismo Covan dirigía su búsqueda y captura.
Sí, había mucho que hacer en Vanissar. Jack quiso atribuir a este hecho la forma en que Alexander los recibió. Pero, en el fondo, sabía que no se trataba de eso.
El príncipe de Vanissar acogió a Shail con hospitalidad y alegría, pero a Jack lo trataba con fría cortesía, y a Victoria la ignoraba por completo, respondiendo con réplicas cortantes a cualquier intento de iniciar una conversación por parte de ella. Jack trató de verse a solas con él para hablar del tema, pero Alexander se las arreglaba para no encontrar tiempo para él.
—No te preocupes —le decía Shail—. Es por esa piedra que lleva. Le hace comportarse de forma extraña.
Alexander ya no portaba la ajorca de Gaedalu. Un orfebre había forjado para él un brazalete más apropiado, y había engarzado en él la siniestra piedra negra, que un tallista había pulido hasta hacerla plana y redonda, y perfectamente lisa. Ahora, Alexander no se quitaba nunca aquel brazalete, que había convertido en su talismán. Ni siquiera le había permitido a Jack examinarlo de cerca.
—Pero Zaisei dijo que la Roca Maldita hacía que las personas tuviesen un comportamiento violento, porque estaba impregnada de odio —objetó Victoria—. ¿Cómo es posible que reprima a la bestia que Alexander lleva dentro? ¿No debería ser al revés?
—Hay algo que se nos escapa —dijo Jack, pensativo—. Dudo mucho que Gaedalu se tomara tantas molestias solo para ayudar a Alexander.
—Ha conseguido un valioso aliado —hizo notar Victoria.
Shail había bajado la cabeza, y ambos lo notaron.
—¿Qué? —lo apremió Jack.
—Gaedalu cree que la Roca Maldita hizo huir a los sheks cuando trataron de conquistar Dagledu —dijo—. Me parece que está tratando de fabricar un arma contra ellos.
—¿Y qué tiene eso que ver con el problema de Alexander? ¿También es eficaz contra los lobos?
—No lo sé; pero eso no es todo. Zaisei cree que Gaedalu está haciendo todo esto por motivos personales. La Madre le dijo que su hija había muerto. —Alzó la cabeza para mirar a Victoria—. Su hija se exilió a la Tierra tras la conjunción astral, por lo que tuvo que haberla matado Kirtash.
Victoria inclinó la cabeza, pero no dijo nada.
—Pero, si su hija se exilió —dijo Jack—, ¿cómo puede ella saber que está muerta? ¿Tal vez porque no volvió?
—Tal vez —dijo Shail—, pero, por lo que le dijo a Zaisei, parecía estar convencida de que había muerto. Recuerdo que me preguntó por ella cuando regresamos de la Tierra. No supe darle noticias entonces. Nosotros no sabíamos nada de ella, así que lo único que se me ocurre es que el propio Kirtash se lo dijera.
Jack negó con la cabeza.
—No es propio de él ir hablando de lo que hace o deja de hacer. No me lo imagino diciéndole a Gaedalu que había matado a su hija. ¿Para qué? ¿Para mortificarla?
—Si Gaedalu le preguntó al respecto —intervino Victoria, a media voz—, Christian le diría la verdad.
—La verdad… fría, desnuda y brutal —murmuró Jack—. Sí, eso sí que es propio de él. Bueno, no es ninguna novedad que haya alguien que quiera matarlo. Se ha ganado muchos enemigos… y se los ha ganado a pulso.
—Lo que Shail quiere decir es que es posible que Gaedalu haya encontrado el modo de hacerle daño —dijo Victoria.
—Sí, lo he entendido. Pero eso es asunto suyo, Victoria. Si de verdad mató a la hija de Gaedalu, tendrá que afrontar las consecuencias. ¿No crees?
Victoria no respondió.
—Lo que no entiendo —prosiguió Jack—, es qué tiene que ver todo esto con Alexander, y por qué algo que puede hacer daño a un shek es capaz de reprimir a la bestia que hay en él. Sobre todo… me interesa saber qué es ese algo, y por qué razón parece tener tanto poder.
—Lo averiguaremos esta noche —dijo Shail—. Esta noche, Ilea sale llena. Eso suele alterar la fisonomía de Alexander. No llega a transformarse del todo, pero sí cambia un poco de aspecto. Veremos si esa gema sigue siendo igual de efectiva que cuando Gaedalu se la entregó.
Se reunieron en las almenas del castillo con el tercer atardecer. Estaban Shail, Alexander, Jack y Victoria; pero también Covan, Gaedalu y tres caballeros de Nurgon.
No era su presencia, no obstante, lo que hacía sentir a Jack que, aunque todos los miembros de la Resistencia estuvieran reunidos en el mismo lugar, la misma Resistencia ya no existía. Habían pasado demasiadas cosas, todo había cambiado. Jack y Victoria habían actuado por su cuenta durante demasiado tiempo, y, en el fondo, Alexander nunca se lo perdonaría. Y Shail había encontrado a otra persona a quien deseaba proteger aún más que a Victoria, y había aprendido demasiado como para seguir creyendo en los mismos ideales que antaño.
Jack contempló con seriedad a Alexander, mientras el último de los soles se ponía tras el horizonte, y un manto de estrellas los cubría. Todos estaban mirando a Alexander, en realidad, atentos a cualquier cambio que las lunas pudieran provocar en él. Pero Jack buscaba otra cosa en su rostro: buscaba respuestas.
El joven príncipe ignoraba deliberadamente la mirada de todos. Tenía la vista clavada en el horizonte, y aguardaba, serio y sereno. Cuando la luna verde brilló llena sobre él, Alexander seguía pareciendo completamente humano. Alguien dejó escapar un leve suspiro de alivio.
Pero fue el propio Alexander quien se volvió hacia sus compañeros y les dijo, con calma:
—Esto es una buena señal, pero no basta. Hay que aguardar al Triple Plenilunio. Entonces veremos si soy digno de ceñirme la corona de Vanissar.
Aún permanecieron en las almenas un rato más, pero, uno a uno, fueron retirándose. Jack, Shail y Victoria se quedaron hasta el final. Cuando solo ellos y Alexander seguían allí, Shail tomó la palabra.
—Me alegro mucho por ti —dijo—. Llegué a pensar que no había nada que pudiésemos hacer, pero el poder de esa gema…
—El poder de esta gema no tiene nada que ver con la magia —cortó Alexander, con cierta sequedad—. La roca a la que pertenecía cayó directamente desde Erea. Es el poder de los dioses.
—Tiene que serlo —respondió Shail, conciliador—, puesto que la magia no ha podido hacer nada por ti. Sin embargo, me gustaría investigar…
—No hay nada que investigar —interrumpió Alexander.
—¡Pero no sabemos nada de esa roca! —saltó Jack—. ¡Podría hacerte daño!
Alexander clavó en él una mirada severa.
—Procede de los dioses —replicó—. No necesito saber nada más. Y, aunque quisiera averiguar más cosas sobre este amuleto, ten por seguro que no las compartiría contigo. Al menos, no mientras sigas protegiendo a alguien que mantiene una relación íntima con un shek.
Y, al decir esto, taladró a Victoria con la mirada. Fue una mirada acusadora, llena de reproche y de rencor. Ella se limitó a sostener aquella mirada, pero no dijo nada.
Sin una palabra más, Alexander dio media vuelta y se alejó de ellos.
Jack reaccionó. Echó a correr tras él y lo alcanzó cuando ya bajaba por las escaleras.
—¡Espera! Creo que le debes una disculpa a Victoria.
—¿Disculpa? Jack, la acogí en la Resistencia cuando era apenas una niña. La protegí de Kirtash durante años… y ella nos traicionó a la primera de cambio. Le he tolerado muchas cosas, pero me he cansado de soportar que tenga tratos tan estrechos con el enemigo.
—¡El enemigo! —repitió Jack—. ¡Kirtash luchó a nuestro lado! ¡Le hundió a Ashran su espada en la espalda, yo estaba allí! Además —añadió—, no todos los sheks son «el enemigo». En una ocasión, una shek me salvó la vida. Ella…
—No sigas hablando —cortó Alexander, tenso—. Son esas serpientes las que envenenaron el corazón de Victoria, y están envenenando también el tuyo. No te reconozco, Jack. Los sheks te han arrebatado todo lo que tenías, han acabado con toda tu raza, con tu familia… Te enseñé a pelear para que pudieras luchar contra ellos, no para que los defendieras. Ese no es el objetivo de la Resistencia.
—Tú mismo aceptaste a Kirtash en la Resistencia.
—Sí —reconoció él—, pero entonces no era del todo yo. Cometí un error, y te aseguro que voy a subsanarlo.
—Pero, Alexander…
—Y, de ahora en adelante, no vuelvas a llamarme Alexander —cortó él—. Soy Alsan, príncipe de Vanissar.
Su conciencia vagaba por los pliegues existentes entre el espacio y el tiempo, libre de los límites materiales, flotando por las múltiples dimensiones que se abrían en el universo. Había accedido a otro plano, un plano en el que se sentía maravillosamente viva, aunque no tuviese un cuerpo con un corazón que latiera. Era un plano de colores pulsantes y formas difusas, un plano etéreo, una encrucijada entre docenas de planos. Desde allí, podía llegar a casi cualquier parte.
Percibió un leve movimiento cerca de ella, en el plano material, pero apenas le prestó atención, porque estaba concentrada en una búsqueda vital, que trascendía cualquier cosa que pudiera suceder en el mundo. Además, aunque en aquel plano se sentía mucho mejor, sabía que era peligroso. Sabía que había entes poderosos que la estaban buscando, y que no descansarían hasta encontrarla. Y en aquel plano no podía ocultarse en ninguna parte. Por eso tenía que estar alerta.
De modo que su conciencia se deslizaba de un lado a otro, furtiva, como una sombra, tratando de llegar más allá, cada vez más allá… En varias ocasiones había creído encontrar lo que estaba buscando, pero había sido una falsa alarma.
Una parte de su percepción insistía en que debía regresar al plano material, porque había sucedido algo importante. Lentamente, fue replegando todos los hilos de su ser y devolviéndolos a aquel pequeño e incómodo cuerpo mortal.
En el interior del árbol-vivienda, Gerde abrió los ojos. Tardó unos minutos en acostumbrarse a estar de nuevo en el mundo, pero, cuando lo hizo, se puso en pie inmediatamente y miró a su alrededor, aún algo desorientada. Sus ojos se detuvieron en la cuna de Saissh.
Estaba vacía.
El grito de ira de Gerde resonó por todo el campamento.
No muy lejos de allí, Assher corría a toda prisa entre la niebla. Llevaba un fardo sujeto a la espalda, un fardo que, por fortuna, había decidido dormir profundamente, y no se había echado a llorar en ningún momento.
El joven szish sabía que no tenía mucho tiempo. Aún le quedaban varias jornadas de camino hasta llegar a su destino, pero trataría de acortarlas todo lo posible. Tenía que encontrar a los bárbaros, antes de que Gerde lo encontrase a él.