II
La fuerza de la vida

Los feéricos trabajaron deprisa. Eligieron un sector del bosque que estaba poblado por árboles de gruesos troncos y largas ramas, y estimularon el crecimiento de algunos de ellos, entretejiendo luego su nudoso follaje para formar sólidas paredes vegetales. Plantaron fuertes enredaderas en los lugares precisos, y también las hicieron crecer, formando una tupida red en torno a los troncos, que aseguró las ramas y taponó los escasos huecos dejados por los árboles. Cuando las hadas terminaron con su trabajo, habían creado una prisión vegetal que contendría a la criatura en la que Alexander iba a convertirse aquella noche.

El joven contempló la construcción arbórea con gesto sombrío.

—No sé si será suficiente —opinó, y su voz sonó como un gruñido.

Las hadas sonrieron.

—Aún no lo has visto todo, príncipe Alsan —dijo una de ellas—. Mira en su interior.

Alexander se asomó por el único hueco que habían dejado abierto entre los troncos, lo suficientemente grande como para que pudiera entrar una persona. La estancia no era muy amplia, pero las paredes arbóreas parecían sólidas. Le llamó la atención un pequeño hongo de color rosáceo que crecía en el suelo, justo en el centro del recinto. Conociendo a los feéricos, supuso que no lo habían dejado crecer allí por casualidad.

—¿Esto es lo que tenía que ver? —preguntó, con curiosidad.

—Está a punto de liberar sus esporas —respondió el hada—. Para cuando salgan las lunas, todo el suelo estará recubierto de pequeñas setas somníferas. Cuando más patalees, más hongos pisarás, y mayor será tu aturdimiento. Si es cierto que eres tan fuerte como dices bajo tu otro aspecto, no creo que llegues a dormirte del todo; pero tampoco estarás lo bastante despierto como para echar el árbol abajo.

Alexander rogó porque tuviera razón.

Se introdujo en su cárcel vegetal poco antes que se pusiera el último de los tres soles: tal como los feéricos habían predicho, el suelo ya estaba alfombrado de pequeñas setas rosadas. Entró, poniendo cuidado en no pisar ninguna. Le harían falta después.

Se acurrucó en un rincón a observar cómo las hadas hacían crecer de nuevo las plantas para encerrarlo del todo. Dos de los troncos se movieron perezosamente y sellaron la entrada. Alexander tuvo un pequeño acceso de pánico cuando las ramas cubrieron por completo el orificio, sumiéndolo en una oscuridad solo rota por la suave luminiscencia fantasmal que emanaba de los hongos. Se dominó y cerró los ojos, aguardando la salida de las lunas.

Podrían haber proseguido el viaje por la noche, puesto que había mucha claridad, pero Jack prefirió descender a descansar al abrigo de las montañas de Celestia. Encendió una hoguera, y entre los dos trataron de hacer más o menos habitable su improvisado campamento. Cuando se hubieron acomodado junto al fuego, ninguno habló durante un buen rato. Jack contemplaba las lunas, pensativo.

—¿Te preocupa Alexander? —dijo Victoria, adivinando lo que pensaba.

—Un poco —admitió él—. Me habría gustado quedarme con él esta noche… para darle apoyo. Pero si hubiésemos esperado hasta mañana, ya no habría podido impedirle que nos acompañase. Y no entiende que no debe venir con nosotros. Ya lo salvé por los pelos de Karevan y de Neliam. No voy a llevarlo de cabeza hasta Wina, porque puede que no tenga tanta suerte la próxima vez.

—Quizá deberías habérselo explicado.

—Lo he intentado, pero ya has visto cómo se ha puesto en la reunión. No he tenido más remedio que pararle los pies. Además, confieso que no me ha gustado ver cómo Gaedalu le apuntaba lo que tenía que decir. No puedo evitarlo: cada día me cae peor esa mujer.

Victoria frunció el ceño, pensativa.

—¿Tú no has notado nada extraño en ella? —preguntó.

—¿Aparte de que se está volviendo cada vez más irritante y desagradable?

Ella sacudió la cabeza.

—Hay algo raro, algo distinto en su forma de actuar. O en ella misma. No sabría decirte de qué se trata. Creo que hablaré con Zaisei al respecto: puede que ella sepa algo.

Jack asintió, pero no dijo nada.

Lejos de allí, en el interior de la prisión de árboles, la bestia en la que se había convertido Alexander aullaba y arañaba las paredes con furia. Odiaba sentirse atrapado, odiaba aquel resplandor espectral que provenía del suelo, y había tratado de apagarlo, pisoteando las setas. Pero eso había sido peor: un olor penetrante y dulzón había inundado su pequeña celda vegetal, ofuscándolo y produciéndole un sordo dolor de cabeza. De modo que ahora se abalanzaba una y otra vez, rabioso, contra los troncos que conformaban las paredes, tratando de echarlos abajo. Los árboles temblaban con cada sacudida, pero permanecían en su sitio, impávidos ante los aullidos de la criatura.

Fuera, Shail lo observaba todo con preocupación. Le había dicho a Zaisei que lo esperara en el Oráculo: sospechaba que los sentimientos de rabia y de ira que emanaban de Alexander la turbarían, de modo que había decidido que era mejor afrontar aquello solo.

Los feéricos que lo acompañaban también se habían presentado voluntarios para vigilar a la bestia encerrada. Se había corrido la voz de lo ocurrido en aquel mismo bosque, meses atrás, en la noche del Triple Plenilunio, y no tenían la menor intención de volver a dejar a aquella criatura suelta por Awa.

No esperaban a nadie más, y por eso les sorprendió ver llegar a la Venerable Gaedalu, justo cuando Alexander embestía de nuevo las paredes de su prisión, ciego de furia asesina. Los feéricos estaban en tensión, vigilando la estabilidad de los árboles, pero Shail se percató de su presencia.

—Madre Venerable, ¿qué hacéis aquí?

La bestia rugió de nuevo, pero Gaedalu no se inmutó.

«He venido a ayudar al príncipe Alsan, mago», respondió.

—Ah…, os lo agradezco en su nombre, pero es peligroso estar aquí. Vuestros rezos le servirán igualmente si los lleváis a cabo en un lugar más seguro.

Gaedalu respondió con una breve risa gutural.

«Mis rezos no le servirán de nada, ni aquí, ni en ninguna otra parte…, ¿me equivoco?».

Shail no supo qué decir.

«Sé cómo controlar a la bestia que se ha instalado en su noble corazón, hechicero. Pero voy a necesitar tu ayuda para llegar hasta él».

Shail se quedó sin habla durante un instante.

—¿Queréis entrar ahí dentro… con él? No puedo permitirlo. Madre Venerable. Está fuera de control.

«Me lo permitirás, porque yo te lo pido», dijo ella, con cierta severidad.

—Lo digo por vuestro bien. Os hará pedazos si osáis acercaros.

«Por eso preciso de tu ayuda. ¿Crees que podrías inmovilizarlo? Solo será un momento. Después, ya no será necesario».

—No podemos abrir la prisión, Madre Venerable —intervino un silfo—. Si escapa…

«No escapará», interrumpió ella; se volvió de nuevo hacia Shail. «¿No oyes cómo sufre? ¿No quieres interrumpir su agonía? ¿O es que acaso vas a dejar que siga así hasta el primer amanecer, teniendo en tus manos la posibilidad de devolverlo a su verdadera forma?».

—¿Devolverlo a su verdadera forma? —repitió Shail—. Ni la magia más poderosa ha sido capaz…

«La magia no tiene nada que ver con esto», cortó Gaedalu, bruscamente. «Ya sabemos que la magia es inútil cuando se trata de resolver problemas realmente importantes. Así que déjame hacer a mí, mago; ha llegado la hora de que tu amigo se acoja al infinito poder de los dioses. ¿Le negarás esa posibilidad?».

Shail no respondió. Ambos, humano y varu, cruzaron una larga, larga mirada. Finalmente, el joven se rindió.

—Muy bien —dijo—, abriremos la celda. Mi magia podrá retenerlo solo durante unos instantes. Después, no puedo hacerme responsable de lo que suceda.

«Será suficiente».

—Espero que sepáis de verdad lo que estáis haciendo, Madre —murmuró Shail.

Los feéricos torcieron el gesto, pero no dijeron nada. Shail se situó ante la celda arbórea, cerró los ojos, respiró hondo y finalmente dijo:

—Estoy listo.

Los feéricos colocaron las manos sobre los troncos de los árboles y entonaron un suave cántico, que quedó ahogado por los gruñidos de la bestia. Lentamente, dos de los troncos fueron separándose.

Alexander se lanzó contra la abertura con furia salvaje. Logró sacar por ella una de las zarpas, una zarpa que tenía tres dedos solamente, y manoteó con violencia, tratando de alcanzar a alguno de los feéricos.

«Esperad», dijo Gaedalu. «Con eso bastará. Inmovilízalo, mago».

Shail, aliviado, realizó el hechizo. Los gruñidos cesaron un instante, y la zarpa quedó colgando, inerte. Gaedalu se acercó, sin miedo, y la tomó entre sus manos.

—Cuidado, Madre Venerable —advirtió una de las hadas. Ella no lo escuchó. Sacó algo de su saquillo y lo puso en torno a la muñeca de Alexander. Le costó cerrarlo, porque era demasiado gruesa, pero finalmente lo consiguió.

Desde donde estaba, Shail no podía ver lo que estaba haciendo, y tampoco podía prestar mucha atención, puesto que debía mantener activo el hechizo. Pero los feéricos prorrumpieron en exclamaciones llenas de asombro y alegría, y el mago los miró, interrogantes. «Ya puedes soltarlo», dijo Gaedalu, con calma.

Shail notó que nada oponía ya resistencia a la fuerza de su hechizo. Se preguntó si Alexander se habría dormido por fin bajo los efectos de los hongos. Con cautela, deshizo el conjuro. Nada sucedió.

Se acercó a la celda, intrigado. Cuando, bajo la luz de las lunas, vio lo que estaba pasando, la sorpresa le impidió hablar.

La garra que asomaba por la abertura ya no era una garra: era una mano humana.

En torno a su muñeca, Gaedalu había puesto una pulsera. Era un adorno femenino, probablemente suyo, y no parecía tener nada especial, salvo la piedra que había engastada en ella. No encajaba del todo bien en aquella ajorca; a simple vista, parecía que Gaedalu había arrancado la gema originaria para incrustar aquella piedra en su lugar.

Y era una piedra de un raro color negro metálico: una piedra que parecía emanar oscuridad, o tal vez absorberla. Shail supo que era una gema poderosa, pero también tuvo la intuición de que ninguna magia podría haber creado algo así. Un estremecimiento recorrió su espalda, y miró a Gaedalu, anonadado.

La Madre advirtió aquella mirada y sonrió.

«¿Lo ves, hechicero? ¿Qué es la magia comparada con el poder de los dioses?».

Sacaron a un Alexander completamente humano de su prisión de árboles. Estaba inconsciente.

—Tenemos que alejarlo de los hongos —dijeron los feéricos—. Si no, no despertará.

Lo tendieron un poco más lejos, sobre la hierba, y lo dejaron respirar.

Momentos después, el joven abrió los ojos, aún algo aturdido.

—¿Qué…? —empezó, pero no fue capaz de formular la pregunta—. Me duele… la cabeza —fue todo lo que pudo decir.

—Apartaos, dejadle espacio —ordenó Shail.

Alexander tardó un poco en hacerse cargo de la situación. Cuando por fin alzó la cabeza hacia el cielo, y vio a Erea en su soberbio plenilunio, se miró las manos, sorprendido.

—Soy… ¿qué me ha pasado?

Gaedalu debió de decirle algo, solamente a él, porque se volvió bruscamente hacia ella. La varu asintió con gravedad. Alexander se miró el brazalete, maravillado.

—De modo que es cierto —murmuró—. Funciona.

Shail los contemplaba a ambos, incómodo, consciente de que ellos dos sabían algo que no le habían contado.

«Dejadme a solas con él», ordenó la Madre.

—Pero… —empezó Shail; no obstante, Alexander lo interrumpió:

—Por favor, Shail. Quiero hablar con ella.

El mago se rindió. El y los feéricos se retiraron un poco, inquietos, sin atreverse todavía a perderlo de vista.

—No puedo creerlo —susurró Alexander; sus hombros temblaron en un sollozo reprimido—. No puedo creerlo.

«Créelo, príncipe», dijo Gaedalu. «Los dioses han obrado el milagro. Te regalo esa pulsera, es tuya; úsala hasta que encuentres algo más apropiado para engarzar la gema».

El alzó la cabeza para mirar a la varu.

—¿Cómo puedo agradecéroslo?

Gaedalu sonrió.

«Ya lo sabes. Ya sabes que mi plan es factible. ¿Me ayudarás a llevarlo a cabo?».

Alexander sonrió. Hincó una rodilla ante ella e inclinó la cabeza en señal de lealtad.

—Podéis contar conmigo, Madre Venerable. Soy vuestro más devoto servidor.

Shail vio todo esto desde el otro extremo del claro; y, aunque no llegó a oír lo que decían, su corazón se llenó de inquietud.

Jack y Victoria alcanzaron los límites de Alis Lithban cuando el primero de los soles ya empezaba a declinar. El dragón sobrevoló ampliamente la zona antes de decidirse a aterrizar, para hacerse una idea del entorno. Situada sobre su lomo, Victoria contemplaba el paisaje en silencio.

La enorme extensión de Alis Lithban seguía siendo en su mayor parte un bosque marchito. A lo lejos se veía una tímida mancha verde, en el lugar donde había estado situada la Torre de Drackwen. Pero, un poco más hacia el sur, el mismo corazón del bosque se había inflamado en una explosión de colorido. Allí, los árboles no solo parecían más altos y verdes, sino que mostraban una vitalidad que no habían exhibido ni siquiera cuando los unicornios poblaban aquella tierra. Y, aunque ni Jack ni Victoria conocían este detalle, aquel estallido de vida no provocó en ellos el alivio y la alegría que habían esperado experimentar; al contrario: sintieron miedo.

Jack descendió a una distancia prudencial, cerca de las ruinas de la Torre de Drackwen. Ninguno de los dos recordaba con cariño aquel lugar y, no obstante, fue el único terreno más o menos despejado que encontró el dragón para poder aterrizar.

No hicieron ningún comentario al respecto. Se sentaron un momento a descansar, bajo los restos de la gran torre; Victoria sacó algo de comida de la bolsa que llevaba, y los dos cenaron en silencio, sumidos en hondos pensamientos.

—Deberíamos ponernos en marcha antes de que anochezca —dijo entonces Victoria.

—¿No sería mejor esperar a mañana?

—No quiero pasar la noche aquí. —Alzó la cabeza para mirarle y le preguntó—. ¿Tú sí?

—Lo cierto es que no —reconoció Jack con un estremecimiento—. Vamos, pues. Ya encontraremos otro refugio por el camino.

Se puso en pie, resuelto, y echó a andar. Victoria recogió su bolsa y lo siguió, apresurando el paso para ponerse a su altura.

Se internaron en el bosque con las luces del primer crepúsculo. No tardaron en abandonar la zona verde que había generado la Torre de Drackwen en tiempos pasados. Cuando alcanzaron el Alis Lithban reseco y marchito, Victoria oprimió la mano de Jack con fuerza, pero no dijo nada. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar.

Después del segundo atardecer, cuando ya solo el último de los soles iluminaba el bosque, empezaron a encontrar signos de la súbita revitalización de Alis Lithban.

Al principio el reverdecimiento era suave y sutil. Nuevos brotes crecían en los árboles, hierba joven volvía a tapizar el suelo… Pero la fuerza de la naturaleza presentaba cada vez más vigor: conforme iban avanzando, la maleza era más verde, y los árboles nuevos, más altos; macizos enteros de flores alfombraban los rincones, y las aves piaban con más fuerza.

—Mira esto, Victoria —dijo Jack, sobrecogido, señalando un pequeño árbol.

Se acuclillaron junto a él y lo observaron con atención. Podían verlo crecer. Lentamente, las ramas se iban desplegando, el tronco se hacía más ancho y más alto, y pequeños brotes verdes empezaban a cubrir sus ramas.

Ambos cruzaron una mirada, pero no dijeron nada.

A medida que avanzaban, aquello fue más evidente. El bosque crecía a su alrededor, se regeneraba, y si los árboles eran más grandes no se debía a que llevaran allí mucho más tiempo, sino a que se desarrollaban cada vez más deprisa, conforme se acercaban al corazón de la perturbación.

—Si sigue así, no tardará en repoblar el bosque entero —murmuró Jack, admirado—. Si esto lo provoca la diosa Wina, desde hoy tiene ya mi más profundo reconocimiento; ya era hora de que alguno de los Seis demostrara que puede hacer algo más que destruir.

—No sé, Jack —dijo Victoria—. Ella no está aquí realmente. Todavía sigue lejos y, sin embargo, mira lo que provoca, incluso en la distancia. ¿Qué sería capaz de hacer si estuviera más cerca?

Pronto encontraron la respuesta a aquella pregunta. Alcanzaron una zona del bosque donde los árboles eran ya auténticos gigantes vegetales, y seguían creciendo, y generando, al mismo tiempo, nuevos frutos que caían al suelo para germinar de forma instantánea y convertirse, a su vez, en jóvenes árboles en cuestión de minutos. Llegó un momento en que la maleza no les permitió avanzar. Jack estuvo tentado de sacar a Domivat y de abrirse paso con ella, pero no lo hizo, porque temía que el fuego prendiera y provocara un incendio en el bosque.

—Quizá deberíamos parar aquí —opinó.

Victoria no lo escuchaba. Se había detenido junto a uno de los árboles, un enorme ejemplar de ramas bajas y espinosas, y contemplaba algo que había clavado en una de ellas. Jack lo miró con curiosidad, y retrocedió un par de pasos, horrorizado.

Era un hada. La rama le atravesaba el pecho de parte a parte, y la muerte había congelado su rostro para siempre en un gesto de sorpresa, dolor y terror.

El árbol había crecido tan deprisa que no había tenido tiempo de apartarse.

—Vámonos de aquí —murmuró Jack, con un escalofrío.

Cogió a Victoria de la mano, pero tuvo que soltarla, porque brotó un violento chispazo del contacto. Cruzaron una mirada.

—Vámonos —repitió Jack—. Estás empezando a cargarte de energía. Dieron media vuelta y echaron a correr, alejándose del corazón del bosque. Cuando anocheció del todo, se dieron cuenta de que tendrían que detenerse. Las lunas debían de estar brillando sobre ellos, pero eran incapaces de verlas: las ramas de los árboles lo tapaban todo, sumiéndolos en una oscuridad profunda e inquietante. Jack desenvainó a Domivat y su llama iluminó el entorno. Estaban atrapados. Las plantas habían seguido creciendo tras ellos, lentamente, pero lo bastante deprisa como para cerrar el camino que habían tomado. El joven apretó los dientes. De pronto, el sonido del bosque creciendo a su alrededor ya no le pareció tranquilizador.

—Voy a cortar esos árboles —anunció.

—No creo que sea buena idea.

—Pero es la única opción que tenemos. Hay que alejarse de aquí cuanto antes.

Jack enarboló la espada de fuego y empezó a abrir un camino en la maleza. Las llamas prendían en los arbustos y árboles más jóvenes, pero, por fortuna, el fuego no se propagaba. La fuerza vivificadora que estaba regenerando todo el bosque lo envolvía con un refrescante manto húmedo: las ramas eran demasiado tiernas, estaban demasiado verdes como para arder con facilidad; el musgo había crecido sobre los troncos, como si llevaran siglos allí; cada hoja estaba cubierta de perlas de rocío y bebía de ellas ávidamente. El fuego de Domivat lograba quemar algunos arbustos y abrir un estrecho camino para Jack y Victoria, pero el propio bosque lo sofocaba.

Por fin, Jack se detuvo, sin aliento, en un espacio que le pareció un poco más amplio.

—Tenemos que defender este claro, Victoria —dijo.

Despejó la maleza a base de mandobles, mientras Victoria cavaba con las manos en el húmedo suelo, en busca de rocas más o menos grandes. Encendieron una hoguera en medio del claro y la rodearon con piedras. Jack clavó a Domivat en el centro mismo del fuego y lo alimentó con hojas y arbustos.

—No se apagará —aseguró.

Se acurrucaron cerca del fuego, inquietos. A su alrededor, Alis Lithban continuaba creciendo, lenta pero inexorablemente.

—Wina está avanzando hacia el sur —dijo Victoria—. El hada que hemos visto antes murió porque el árbol creció demasiado deprisa. Yo todavía no he visto que las plantas crezcan a semejante velocidad, así que supongo que eso sucedió hace uno o dos días. Y si los árboles ya no crecen tan deprisa por aquí, es que ella se está alejando.

—Ojalá tengas razón —murmuró Jack—. Si eso es cierto, mañana todo estará mucho más calmado. Con la luz del día podré despejar esto con mayor eficacia… lo bastante como para poder transformarme en dragón y salir volando de aquí. Pero hemos de aguantar hasta entonces.

Victoria asintió en silencio. Ambos escucharon el crepitar del fuego, un sonido que les parecía cálido y tranquilizador en medio de aquel bosque inquietantemente vivo. Tuvieron la sensación de que las ramas, movidas por la brisa, susurraban palabras de odio hacia aquellas insignificantes criaturas que se atrevían a encender una hoguera en el bosque.

—¿Recuerdas lo que he dicho antes? —dijo entonces Jack—. Algo acerca de mostrarle a Wina mi más sincero reconocimiento. Bien…, pues lo retiro.

—No deberías acercarte más —dijo Christian—. Si se fija en ti, te reconocerá.

Gerde no lo escuchó.

Se habían subido a la rama de un árbol; era una rama baja cuando se habían encaramado a ella, pero el árbol había seguido creciendo, y generando más follaje, y ahora contemplaban el frenético resurgir de Alis Lithban desde una altura considerable, desde una posición privilegiada.

Lo que Jack y Victoria habían visto era solo lo que quedaba del efecto que Wina había producido al pasar por allí un par de días atrás. Pero Christian y Gerde habían llegado lo bastante lejos como para contemplar a la diosa en acción.

Un poco más allá, a lo lejos, los árboles crecían a una velocidad vertiginosa, desarrollaban ramas, hojas y flores, se entrelazaban unos con otros, tejiendo redes arbóreas en varios niveles. La maleza seguía aumentando, como la espuma del mar, y las flores eran cada vez más grandes, de una belleza más misteriosa y salvaje.

Por no hablar de los animales. Las criaturas que poblaban Alis Lithban —aves, mamíferos, pequeños reptiles, insectos…, incluso los peces de los arroyos— habían sido impactadas de lleno por la energía vivificadora de Wina. Muchos animales se habían visto aplastados por la marea vegetal que crecía con desesperación. Ahogados por la maleza, ensartados por ramas que se desarrollaban casi instantáneamente, atrapados en un laberinto de raíces, habían muerto antes de ser capaces de huir.

Y los que podían escapar, no lo hacían. También el reino animal acusaba la presencia de Wina, a su manera. Contagiados por su furia creadora, se buscaban unos a otros por todos los rincones que aún no habían sido invadidos por el mundo vegetal.

Se estaban reproduciendo; con urgencia, de la misma forma que crecían y se reproducían los árboles. Las hembras que lograran sobrevivir al violento resurgimiento de las plantas repoblarían el bosque con sus retoños.

Gerde observaba todo esto con una extraña expresión pintada en el rostro. Por un lado, la fuerza vivificadora de Wina la maravillaba; por otro, había algo grandioso y terrible en todo aquello, algo incluso más sobrecogedor que la magia más destructiva.

Por fin, el hada suspiró, con cierto pesar.

—Alis Lithban no es así. Cuando vivían aquí los unicornios tenía un aspecto muy distinto; y ahora ella lo está estropeando todo, ¿no crees?

—Lo cierto es que no recuerdo cómo era Alis Lithban antes de la extinción de los unicornios —dijo Christian—. Yo era muy pequeño entonces.

—Era diferente —respondió Gerde, con un encogimiento de hombros—. Delicado como el cristal. Cada árbol parecía en sí una pequeña obra de arte, cada flor era única en su belleza. Se decía de este lugar que hasta la más pequeña brizna de hierba parecía haber sido esculpida por un artista de gusto exquisito. Supongo que este bosque fue creado en los tiempos en que los dioses tenían tiempo y ánimos para hacer filigranas —añadió, con un suspiro—. Y ahora mira a Wina, tan descontrolada, tan… desatada. Va a convertir Alis Lithban en un reflejo del bosque de Awa.

—Ya has visto bastante, Gerde —dijo el shek, con firmeza—. Tenemos que marcharnos de aquí.

Ella le dirigió una sonrisa burlona.

—Oh, ¿te sientes incómodo? ¿Es que la cercanía de Wina altera tus sentidos? ¿Acaso tú también necesitas una hembra?

El semblante de Christian se endureció.

—Lamentablemente, no tengo cerca ninguna hembra de mi agrado —le respondió—. Y, por otra parte, prefiero decidir por mí mismo cuándo y por qué necesito una hembra, y poder elegirla libremente; no me siento a gusto cediendo al capricho de una diosa loca. Pero agradezco tu interés —concluyó, con cierto sarcasmo.

Gerde se rió de buena gana.

—Oh, sé lo mucho que te molesta saber que tu voluntad depende de los caprichos de una diosa loca —sonrió—. Y disfruto mucho haciéndotelo saber.

Christian se volvió bruscamente, luchando contra el impulso que lo llevaba a abrazar a Gerde.

—¿No es divertido? —susurró ella en su oído—. Puedo hacer que me desees hasta volverte loco; y créeme, seguiré ejerciendo ese poder, pero no permitiré que me toques otra vez. Nunca más, Kirtash. No lo mereces.

Christian respiró hondo, apretó los dientes y hundió las uñas con fuerza en el tronco del árbol. Se hizo daño; el dolor pareció devolverle, poco a poco, la cordura. Se dio cuenta entonces de que Gerde no le prestaba ya atención. Parecía más interesada en el rápido crecimiento del bosque, un poco más allá.

—Puede que sí tengas cerca una hembra que te interese —comentó—. ¿Te has dado cuenta? Wina se mueve de nuevo… hacia el norte.

—¿Hacia el norte? —repitió Christian, tratando de centrarse—. ¿Por qué razón vuelve sobre sus pasos?

—Los árboles dicen que unos humanos han encendido fuego en el bosque. ¿Conoces a alguien lo bastante estúpido como para abrirse camino por Alis Lithban con una espada de fuego, a dos pasos de la diosa Wina?

Christian maldijo por lo bajo.

Victoria se despertó bruscamente y miró a su alrededor.

La hoguera se había apagado, y solo la luz de Domivat, cuya llama ardía tímidamente, iluminaba el rostro de Jack, que se había puesto en pie.

—¿Qué está pasando? —murmuró ella, inquieta.

Jack negó con la cabeza. Victoria vio el miedo pintado en su expresión. Desenfundó el báculo y lo alzó en alto, y su luz inundó el claro.

Los dos se quedaron mudos de horror.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Jack.

Las plantas habían crecido espectacularmente durante la noche. Los troncos de los árboles se habían cerrado en torno a ellos, y las ramas y los arbustos habían invadido su espacio. Parecía, no obstante, que la presencia de la llama de Domivat había impedido que las plantas se acercaran más. Con todo, Victoria tuvo la sensación, totalmente irracional, de que la vegetación de Alis Lithban estaba aguardando a que la llama se extinguiera para sofocarlos bajo su verde manto.

—Voy a transformarme, Victoria —avisó Jack, tenso.

—Aquí no tienes espacio… —Me da igual. Retírate todo lo que puedas. Victoria se pegó al tronco del árbol más alejado. Casi pudo sentir el musgo creciendo bajo su espalda. Contempló, inquieta, cómo Jack se metamorfoseaba en dragón, destrozando los troncos más endebles bajo su cuerpo. Con un rugido de furia, sacudió las alas para romper la red de ramas y lianas que los cubría. Trató de revolverse, pero apenas tenía sitio.

—Sube, Victoria —le indicó, con un sordo gruñido.

Victoria se colgó la bolsa al hombro y trepó por su garra hasta acomodarse sobre su lomo. Jack percibió que su contacto le producía un leve calambrazo, pero no dijo nada. Podía soportarlo y, aunque sabía que las escamas lo protegían, y que la descarga habría sido aún más fuerte de haberla tocado como humano, no quiso preocupar a Victoria. Porque aquello solo podía significar que la diosa Wina, en lugar de alejarse de ellos, se estaba acercando.

Azotó con la cola los arbustos más cercanos. Rugió, pateó a su alrededor, tratando de abrir más espacio. Alzó la cabeza.

—Sujétate y pégate bien a mí. Voy a usar mi llama.

Victoria obedeció. Jack inspiró hondo y lanzó una poderosa llamarada contra la maraña vegetal que cubría sus cabezas. Un par de bocanadas más y liberó bastante espacio como para abrir las alas del todo.

—¿Preparada?

Antes de que Victoria pudiera contestar, Jack batió las alas y, con un fuerte impulso, se elevó en el aire.

El vuelo fue difícil y accidentado. El fuego de Jack y la magia del báculo de Victoria, más poderosa que nunca, abrían brechas entre el follaje y permitían avanzar al dragón a duras penas. Pero las ramas más altas habían tejido una espesa red arbórea sobre ellos, y no lograban traspasarla. Seguían atrapados bajo aquella cúpula vegetal. Cuando, por fin, una de las alas de Jack se enredó en una liana, el dragón perdió el equilibrio y cayó al suelo con estrépito. Habían logrado alejarse un poco, pero no lo bastante.

—¿Estás bien, Victoria? —pudo decir él.

—Sí —respondió ella desde su lomo—. ¿Y tú?

—Tendrás que bajar. Continuaremos a pie. Si conseguimos alcanzar las ruinas de la Torre de Drackwen estaremos relativamente a salvo.

Victoria se deslizó por el flanco del dragón y corrió a examinar su ala. Parecía dislocada.

—No vas a poder volar así, Jack.

El dragón resopló suavemente y volvió a transformarse en humano. Se incorporó con dificultad. Victoria lo sostuvo para ayudarlo, pero Jack retrocedió, sacudido por un nuevo calambrazo.

—Estás absorbiendo energía —murmuró él—. Eso quiere decir que Wina se mueve hacia nosotros más deprisa de lo que pensaba.

Victoria se mordió el labio, preocupada.

—Creo que nos ha detectado —dijo—, y creo, también, que no le ha hecho gracia que quemases su bosque.

Jack respiró hondo.

—No tiene sentido que tratemos de escapar —dijo—. Buscaremos refugio en las ruinas de la torre y esperaremos a que pase, simplemente. Con un poco de suerte, no nos detectará si no usamos nuestras armas y seguimos en nuestros cuerpos humanos.

Victoria asintió. No era un gran plan, pero no tenían otro mejor.

Cuando, un rato más tarde, alcanzaron los restos de la Torre de Drackwen y buscaron abrigo entre los grandes bloques de piedra, estaban agotados, sucios y llenos de arañazos. Habían tropezado incontables veces con ramas y raíces, y caído entre la maleza erizada de arbustos con espinas. Las plantas crecían allí perezosamente, sin fuerzas para atraparlos o aplastarlos y, sin embargo, parecía que sus ramas se alargaban hacia ellos, intentando alcanzarlos.

La vegetación también había cubierto las ruinas de la torre. Hacía solo unos meses que había caído, pero parecían haber pasado siglos. Las piedras estaban ya cubiertas de musgo, y enormes enredaderas extendían sus tentáculos sobre los restos de lo que había sido la morada de Ashran, el Nigromante.

Sin embargo, los cimientos de la torre seguían siendo un lugar seguro, porque la piedra había detenido el imparable avance del reino de Wina.

Jack y Victoria se acurrucaron el uno junto al otro, temblando. Jack se dio cuenta de que la piel de ella empezaba a echar chispas.

—Tengo que sacarte de aquí —murmuró—. Tal vez desde aquí pueda alzar el vuelo…

—Tienes un ala dislocada —le recordó Victoria—. Primero tendría que curarte. ¿Quieres que lo intentemos?

—¿Con toda la energía que estás canalizando ahora mismo? —Jack negó con la cabeza—. No sé lo que podría pasar. Si tuviésemos…

No llegó a terminar la frase. Se oyó un fuerte golpe en el exterior, algo que había caído al suelo muy cerca de ellos, y que había hecho retumbar las piedras. Todas las alarmas del instinto de Jack se dispararon a la vez.

—¡Es un shek! —dijo, y desenvainó a Domivat. Se había levantado de un salto y ya corría hacia el exterior cuando se obligó a detenerse, a respirar hondo y a tratar de controlar su odio. Tenía que actuar con prudencia. Envainó de nuevo la espada y trepó para asomarse por encima del muro semiderruido que les servía de protección. Se asomó un poco más allá, con precaución.

Bajo la luz de las lunas vio la figura del shek; su largo cuerpo plateado, fluido como un arroyo, yacía en una contorsión extraña, mientras la criatura trataba de arrancarse a mordiscos algunas enredaderas que oprimían su ala derecha.

El shek pareció detectar la presencia del dragón, porque sus ojos relucieron un momento y alzó la cabeza, alerta.

—Christian —susurró la voz de Victoria a su lado.

Antes de que pudiera detenerla, la joven había salido del refugio, saltando de piedra en piedra, y corría al encuentro de la serpiente. La criatura bajó la cabeza, hasta casi rozar el pelo de la muchacha. Jack sonrió, a su pesar. Era una escena extraña, pero no dejaba de haber cierta ternura en ella.

Para cuando se reunió con ellos, Christian ya había recuperado su aspecto humano y hacía ademán de besarla. Victoria dio un paso atrás y alzó las manos. Sus dedos estaban envueltos en chispas.

—No te acerques —le advirtió—. Será mejor que nadie me toque por el momento.

Christian movió la cabeza, con cierta preocupación.

—No deberíais estar aquí. ¿A qué estáis esperando para marcharos?

—Tengo un ala herida —dijo Jack.

Christian hizo una mueca.

—Pues tendré que cargar contigo. Pero Victoria no puede quedarse aquí. Mira cómo está —añadió, señalándola con un ademán.

La joven había caído de rodillas al suelo, mientras la estrella de su frente emitía un brillo cegador. Todo su cuerpo estaba envuelto en un manto de violentas chispas que estallaban a su alrededor.

—Demasiado tarde —susurró Victoria con esfuerzo—. Ella ya está aquí.

Christian se arrodilló junto a la chica.

—¡Victoria! —la llamó—. Tienes que sacar toda esa energía que llevas dentro, tienes que sacarla fuera, de la misma forma que la estás absorbiendo. ¿Me entiendes?

Ella asintió.

—¡Pero no puede entregar la magia a nadie ahora mismo! —exclamó Jack—. ¡Lo haría estallar!

—Hay otra manera —dijo el shek.

La tierra tembló de pronto y empezó a bullir a sus pies, como si millones de insectos se agitaran bajo el suelo.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Christian—. Vamos, ¡a la torre!

Ninguno de los dos se atrevió a tocar a Victoria, pero la aguardaron mientras ella, con un tremendo esfuerzo, se levantaba y se reunía con ellos. A sus pies empezaron a brotar plantas, que se retorcían por el suelo como gusanos, tratando de elevarse hacia el cielo nocturno. Para cuando alcanzaron las ruinas, apenas unos segundos después, ya les llegaban por las rodillas. Los tres treparon por las piedras y buscaron refugio al otro lado del muro. Victoria se acurrucó contra la pared, mientras los destellos de energía que la envolvían se hacían cada vez más intensos.

—Hay que sacarla de aquí —dijo Jack, pero Christian negó con la cabeza.

—Ya es demasiado tarde. No la toques, o la descarga de energía te matará.

—¿Tienes una idea mejor?

Christian asintió.

—El báculo —dijo solamente. Jack entendió.

Victoria también. Alzó la cabeza con dificultad, y los chicos tuvieron que apartar la mirada, porque la luz de sus ojos y de la marca que señalaba el cuerno sobre su frente era tan intensa que les hacía daño. La joven sacó el báculo de su funda e, inmediatamente, su extremo se inflamó con la violencia de una supernova. Ella respiró, pero el cristal del báculo empezó a palpitar con intensidad, como si estuviese a punto de estallar.

—¡Apartaos! —dijo Victoria.

Christian tiró de Jack hasta ponerlo a cubierto tras un gran bloque de piedra. Victoria dio media vuelta y se asomó al exterior. Inspiró hondo y, con un grito, soltó de golpe toda la energía a través del báculo.

Un rayo de luz de gran potencia emergió de su extremo, iluminando por un momento el claro tanto como si fuese de día. La energía recorrió el cuerpo de Victoria, convulsionándolo y haciéndola gritar otra vez, mientras salía de ella, canalizada por el báculo, e iba a estrellarse contra la barrera de árboles que crecían más allá, haciéndolos estallar en llamas.

La descarga de energía duró unos segundos, que a Jack se le hicieron eternos. Después, por fin, Victoria se desplomó de rodillas sobre el suelo, agotada, y el báculo resbaló de sus manos, aún echando humo. Hubo un momento de calma y silencio, un momento en que el mundo entero pareció detenerse.

Y entonces, de pronto, todo el bosque se abalanzó sobre ellos. El sonido del crecimiento de los árboles se transformó en un ruido atronador, y las plantas empezaron a invadir su refugio, agrandando grietas y lanzando su letal abrazo en torno a las piedras sueltas.

—¡A cubierto! —gritó Christian, precipitándose hacia Victoria.

La cogió por la cintura y los dos rodaron por el suelo hasta un rincón donde el suelo todavía era completamente de piedra, donde las paredes parecían más altas y el techo no se había derrumbado del todo. Jack se reunió con ellos; los tres se acurrucaron unos contra otros, tratando de hacerse más pequeños, de pasar desapercibidos.

Y la diosa Wina llegó a las ruinas de la Torre de Drackwen.

No la vieron, porque no tenía un cuerpo material que pudiesen ver. Pero la sintieron en las plantas que envolvieron su refugio, en los tallos que se transformaron en gruesos troncos de árboles en cuestión de minutos, en las hojas y flores que brotaban por todas partes. Y, sobre todo, la sintieron en cada fibra de su ser.

—No llaméis su atención… —susurró Christian—. No llaméis su atención… imaginad que sois humanos simplemente, ocultaos bajo vuestra identidad humana… seréis demasiado insignificantes entonces.

Jack entendió que, a pesar de que él había osado encender fuego en el bosque, a pesar de que la energía de Victoria también había causado daños, era el propio Christian quien estaba en peligro más inmediato. Tal vez Wina los dejara marchar, porque, no en vano, ellos eran el dragón y el unicornio, los que habían hecho cumplir la profecía de los Oráculos. Pero, para los Seis, un shek sería siempre un shek, un hijo del Séptimo… aunque ese shek fuera Christian y estuviese dispuesto a dar su vida por Victoria.

—Quizá debería llamar su atención —dijo Jack en voz baja—. Y alejarla de aquí…

—Muy propio de ti —comentó Christian desdeñosamente—. No me cabe duda de que te sacrificarías por los demás, pero ella te aplastaría antes de darse cuenta de quién eres, y como no puedes volar, tampoco podrías alejarte lo bastante rápido como para que no nos aplastara a nosotros también. Así que reprime tus nobles instintos y piensa con la cabeza por una vez.

—¿Pensar con la cabeza? —repitió Jack, con voz ronca—. ¿De verdad crees que se puede usar la cabeza… en estas circunstancias?

Christian tragó saliva. Jack respiró hondo. Los árboles seguían creciendo en torno a ellos, pero la piedra los protegía aún, por el momento, mientras Wina seguía tejiendo su red vegetal alrededor de su refugio. Y, no obstante, eran otras las cosas que los preocupaban.

—¿Soy el único que se siente a punto de estallar? —susurró Jack.

Victoria no dijo nada. Se había encogido sobre sí misma, acurrucada entre los dos, y había escondido la cabeza entre los brazos. Trataba de hacer inspiraciones lentas y calmadas, pero su corazón latía con fuerza.

—Usa la cabeza —repitió Christian, con firmeza—. Tienes un cerebro, así que puedes tomar tus propias decisiones. No tienes por qué permitir que los dioses te mangoneen a su antojo.

—¿No es acaso lo que han hecho siempre? —replicó Jack, lúgubremente.

—¿Podemos hablar de otra cosa? —intervino Victoria, con voz ahogada.

—Hace demasiado calor aquí —dijo entonces Christian.

Alargó el brazo para cubrir con él a Jack y a Victoria. Los dos sintieron el frío que emanaba de él, y lo agradecieron. Templó un poco sus corazones y les permitió respirar con más tranquilidad.

Nadie dijo nada durante un buen rato. Se quedaron inmóviles, esperando.

Aquellos minutos les parecieron los más largos de sus vidas. Intentaron calmarse, inspirando hondo, pensando en cualquier otra cosa, mientras la avasalladora energía de Wina, la fuerza de la vida, pasaba sobre ellos. Trataron de olvidar que la tupida maraña vegetal que los rodeaba se cerraba cada vez más en torno a ellos, haciendo su refugio más pequeño.

Por fin, la voz telepática de Christian llegó hasta sus mentes:

«Creo que ya se marcha».

Aguardaron un instante. Después, el shek retiró el brazo.

—Parece que sí… las plantas ya no crecen tan deprisa, ¿no lo notáis? —dijo Victoria.

Jack se separó un poco de ella, respirando profundamente.

—Sí… se está alejando.

Christian se incorporó y apartó ramas, tallos y enredaderas. Jack y Victoria lo ayudaron a despejar el lugar. El shek logró ponerse en pie y retiró las ramas hasta llegar a una tan gruesa como un tronco; logró izarse hasta ella, con un pequeño esfuerzo, y una vez allí, trepó un poco más alto.

—Se puede salir por aquí —informó—. Hay un hueco entre los troncos.

Descendió de nuevo hasta ellos. Los sorprendió cruzando una larga mirada significativa.

—He dicho que hay una salida —repitió.

Jack volvió a la realidad.

—Sí, eh…, bien —farfulló—. Quizá sería mejor esperar un poco más, hasta estar seguros de que se ha marchado.

Christian lo miró, pero Jack no sostuvo su mirada. Victoria también parecía incómoda. Sus mejillas se habían teñido de color. Christian se volvió hacia ella; la joven alzó la cabeza y sus ojos se encontraron, y los dos se sintieron sacudidos por una necesidad intensa, acuciante. El shek reprimió el impulso de correr hacia ella. Y no tenía nada que ver el hecho de que Jack también había clavado la mirada en Victoria y sus ojos ardían con más intensidad de lo habitual. Los tres respiraban con dificultad, tratando de ignorar los desenfrenados latidos de sus corazones.

Christian comprendió que no serían capaces de mantener el control mucho más tiempo. Y, tras un tenso silencio, cargado de expectación, dijo, procurando que su voz sonase neutra:

—Como queráis. Yo voy a salir fuera a tomar el aire.

Se dio la vuelta para trepar de nuevo hasta la rama, pero ya había visto cómo los brazos de Jack buscaban a Victoria, con cierta precipitación.

El shek salió por fin al exterior, y se encontró en lo alto de una pared semiderruida, comida por la vegetación. Junto a ella crecía el tronco de un árbol nudoso. Christian se encaramó a las ramas más bajas y siguió trepando. Cuando llegó a una altura considerable, se acomodó sobre una enorme hoja en forma de abanico, que sostuvo su peso sin apenas un crujido, y se concentró un momento en el vínculo mental que mantenía con Victoria. Lo cortó casi de forma automática. Después, cerró los ojos e inspiró hondo varias veces, hasta que, poco a poco, recuperó el dominio sobre sí mismo. Cuando se tranquilizó, se recostó contra el tronco y contempló el horizonte.

Los árboles se extendían cada vez más lejos, y eran cada vez más altos. Christian se preguntó si Wina tenía intención de moverse por el resto del continente. Su poder era la fuerza de la vida, de la creación, y era aún más destructivo, a su manera, que el de cualquier otro dios. Porque una ciudad podría recobrarse del paso de Yohavir, o incluso del de Neliam, pero no volvería a resurgir de entre las raíces de una selva tan agresiva y descomunal como aquella. Si los árboles seguían creciendo a aquella velocidad, incluso los feéricos tendrían problemas para habitar en aquel lugar.

Contempló con interés un brote que acababa de surgir de la rama. Lo vio crecer con ahínco, para tomar la misma forma de abanico que mostraba la hoja en la que él estaba sentado. Crecía deprisa, pero no tan vertiginosamente como los árboles que habían envuelto con sus ramas su refugio de piedra. Por el momento, estaban a salvo… siempre que no volvieran a llamar la atención de la diosa.

Como se dirigía hacia el norte, el campamento de los szish estaba a salvo. Con todo, a Christian no le pareció mala idea que se hubiesen desplazado. A aquellas alturas, Yaren, Isskez y los demás ya estarían en los confines de Raden. Probablemente, Gerde se habría reunido ya con ellos. Sonrió al imaginar su disgusto si tenía que instalarse en la ciénaga. Incluso ella tendría problemas para hacer crecer allí un árbol razonablemente confortable, y por eso Raden era ahora tan seguro. Era más probable que Wina se alejara hacia el norte.

En el fondo, Christian no lamentaba que Jack y Victoria estuviesen allí. Habían sobrevivido a Wina, y el dragón había llamado su atención lo bastante como para desviarla de su ruta. No había descubierto a Gerde.

El shek seguía preguntándose por qué el hada había corrido tantos riesgos, acercándose tanto a Wina. No en vano, ella era una feérica, y Wina era su diosa, o, al menos, la diosa de la nueva identidad que usurpaba el Séptimo dios. Pero por el mismo hecho de ser el Séptimo, o la Séptima, debía odiar y temer a los otros Seis… no acudir alegremente a su encuentro. ¿Cuánto de Gerde había en la criatura a la que servía ahora?

«Sigo siendo Gerde», había dicho ella. Y probablemente tenía razón. De lo contrario, no disfrutaría tanto humillándolo de aquella manera. Lo hacía por venganza, por rencor y por celos, y aquello eran sentimientos propios de una mortal, y no de una diosa. Y, no obstante…

«No obstante, lo hace con una frialdad y una premeditación que no son propias de la Gerde que conocí», reflexionó Christian. «No le importa realmente; es como si siguiera sintiendo las mismas cosas, pero no con la misma intensidad; como un pálido reflejo de lo que un día fue su corazón, o como si lo viese todo desde un punto de vista más amplio, más lejano. Todo sigue ahí… pero ya no tiene la misma importancia para ella».

Se preguntó si eso debía molestarle. En su día, Gerde no había significado nada para él. Apenas le había prestado atención, y la había matado cuando se había convertido en una auténtica molestia. Pero, ahora, ella había regresado, y estaba por encima de él. No era una situación cómoda para el shek y, sin embargo, no podía ser de otra manera.

Se quedó en el árbol un rato más, sumido en profundas reflexiones. Después, lentamente, descendió de nuevo hasta el refugio y volvió a deslizarse por el hueco que había entre las ramas. Lo abrió un poco más para que entraran algo más de aire y de luz.

Encontró a Jack y Victoria abrazados en un rincón. Victoria se había quedado dormida, pero Jack volvió la cabeza hacia él.

—¿Y bien? —le preguntó en voz baja.

Christian se sentó en el otro extremo de la estancia y apoyó la espalda en la pared, con calma.

—Parece que se ha ido —respondió en el mismo tono—; aunque todo sigue creciendo anormalmente deprisa, no resulta tan alarmante. Los efectos de Wina se van disipando —añadió.

Jack desvió la mirada, incómodo. Cubrió a Victoria un poco más, aunque enseguida advirtió que aquel gesto era algo absurdo, a aquellas alturas.

—Gracias por dejarnos solos —dijo a media voz. Christian se encogió de hombros.

—No lo he hecho por ti, así que no tienes por qué agradecérmelo.

—Lo sé, lo has hecho por ella. Aun así…

—Tampoco —cortó el shek—. Lo he hecho por mí mismo. Detesto esa sensación de perder el control. Cuando hago algo, me gusta hacerlo porque quiero, porque lo he decidido yo; no a causa de una influencia externa.

Jack sonrió. Había detectado un matiz de rabia en la voz de Christian.

—Sabía que tenías un punto débil —sonrió—, y no son tus sentimientos ni tu parte humana. Es tu pánico a perder el dominio de ti mismo.

Christian se encerró en un silencio molesto.

—Odias la idea de no saber qué está pasando, de no poder hacer nada por evitarlo, de no ser tú. Tienes miedo de no llevar las riendas, de que otro te domine a ti. Estás demasiado acostumbrado a ser tú el que lo sabe y lo controla todo. Pero a veces, sabes… —añadió Jack con una sonrisa, dirigiendo una tierna mirada a Victoria—, no es tan malo dejarse llevar.

—¿Dejarse llevar? —repitió el shek—. ¿Te arrojarías acaso al interior de un mar turbulento en plena tempestad? Olvídalo; es más prudente remontar las olas.

—Tal vez. Pero así solo vives una vida a medias, no disfrutas de las emociones del momento. No todo puede ser explicado, medido o razonado. No todo tiene un sentido, así que, ¿por qué perder el tiempo buscándolo?

—Todo tiene un sentido —replicó Christian—. Solo que a veces no encontramos las respuestas que buscamos, o no formulamos las preguntas adecuadas. Pero eso no significa que esas preguntas y respuestas no existan.

—No lo creo. Mira a Wina, por ejemplo. Mira a los dioses. ¿No parecen la esencia del caos? ¿Por qué buscar un orden en todo lo que hacen?

—Porque tiene un orden y un sentido, a una escala mucho mayor. Desde nuestro punto de vista tal vez no lo tenga. Pero desde otra perspectiva, sí.

—Ilumíname entonces y ayúdame a entender las cosas desde otra perspectiva. ¿Por qué actúas a veces de modo tan incomprensible? ¿Se puede saber qué diablos haces con Gerde, por ejemplo?

Christian le dirigió una breve mirada.

—Creía que era evidente.

—Pues es evidente que no lo es —gruñó Jack—. Pero intentaré adivinarlo. Sabes cómo derrotarla, y estás aguardando el momento de poner en práctica tu plan para acabar con ella. O puede que hayáis hecho un pacto… no sé, para proteger a Victoria, tal vez. Gerde se olvidará de ella, y a cambio tiene tu lealtad… ¿me equivoco?

—Te equivocas. Esto no tiene nada que ver con Victoria, y tampoco tengo intención de matar a Gerde otra vez.

—Entonces, ¿estás con ella porque te obliga? ¿Porque es tu diosa?

—Tampoco. Estoy con ella porque quiero protegerla. Es así se simple.

Jack sacudió la cabeza, perplejo.

—¿Protegerla? ¿A Gerde? ¿Estamos hablando de la misma Gerde?

—No conozco a ninguna otra —repuso Christian, con calma.

—¡Pero es la Séptima diosa! Estabas con nosotros cuando acabamos con su anterior encarnación. ¡Tú nos ayudaste a matar a Ashran!

—Cierto. Y no me arrepiento de ello.

—Entonces, ¿qué ha cambiado?

Christian sonrió.

—¿A ti qué te parece que ha cambiado? Ha cambiado todo, Jack. Todo. Las normas que valían antes ya no sirven. Todo lo que tenía por cierto estaba equivocado. Ahora sé lo que he de hacer, pero es algo que solo me atañe a mí, por el momento, de modo que no tengo por qué darte más explicaciones. Este es el camino que debo seguir yo. Tú seguirás el tuyo, como debe ser.

—¿Y qué hay de Victoria? ¿A ella no le debes explicaciones?

—Ella sabe que la quiero. Mis sentimientos al respecto no han cambiado.

—¿Y con eso le basta? ¿Dices que la quieres mientras corres a proteger a Gerde? ¿Por qué no eres capaz de permanecer a su lado, en lugar de dejarte arrastrar de un lado a otro, cada vez que cambia el viento?

Christian lo taladró con la mirada.

—Creía que habíamos quedado en que hago las cosas porque quiero, y jamás me dejo arrastrar —le recordó—. Solo sigo al viento cuando este sopla en la dirección que me interesa. Y los vientos cambian, porque el mundo cambia. Y, si el mundo cambia, o cambia nuestra percepción del mundo, no puedes quedarte anclado en un plan que ya no se adapta a él. Hay que cambiar de planes, cambiar de ideas.

—En otras palabras, eres un oportunista —resumió Jack, exasperado—. ¿Es que no eres leal a nada?

—Soy leal a mí mismo —replicó el shek, imperturbable—. ¿A qué eres leal tú? ¿A la Resistencia?

Jack calló, porque Christian había puesto el dedo en la llaga. Todavía tenía muy reciente su discusión con Alexander.

—A Victoria, por ejemplo —respondió entonces.

Christian esbozó una breve sonrisa.

—Y yo, a mi manera —respondió—, aunque no le haga compañía ni despierte a su lado todos los días. Para eso ya estás tú.

Jack se quedó sin habla.

—¿Para eso estoy yo? —pudo repetir, por fin—. ¿Es eso lo que soy?

El shek se encogió de hombros.

—Si no te gusta, puedes marcharte. Aunque probablemente yo no ejercería de compañero con la misma eficacia que tú, no tendría ningún problema en ocupar tu lugar. ¿Eso es lo que quieres?

Jack no respondió.

—Podrías dejar de quejarte, para variar —prosiguió Christian—. Nadie te obliga a estar con Victoria, y si quisieras abandonarla, no dudo que le dolería, pero te dejaría marchar; ella aceptaría tu decisión, y lo sabes. Tal vez el problema no sea suyo, ni mío, sino tuyo. No sabes lo que quieres, Jack. Te quejas si Victoria está conmigo, te molesta que no esté con ella. Decídete. Te llevas la mejor parte de esta relación, así que no estás en situación de protestar. Si lo que te molesta es que estás con ella la mayor parte del tiempo, tal vez se deba a que no quieras estar con ella.

—No es eso —protestó Jack—. No tergiverses mis palabras. Lo que me pone de los nervios es que he dado la cara por ti, te he aceptado como aliado después de todo lo que pasó, incluso he asumido que vas a estar con Victoria igual que yo… y no sé ni para qué me he molestado en confiar en ti, cuando nos das la espalda a la primera de cambio… ¿para proteger a Gerde? Disculpa si te parezco egoísta, pero yo lo veo desde una perspectiva muy distinta. Nos has traicionado a todos; a Victoria, y a mí, y a los que nos hemos atrevido a dejar de lado los prejuicios para confiar en un shek.

Había alzado la voz, y Victoria se despertó bruscamente. Los dos chicos callaron, pero ella captó enseguida la tensión en el ambiente.

—¿Habéis estado discutiendo otra vez? —murmuró.

Christian no dijo nada. Salió del refugio, en silencio, y se perdió en la oscuridad de la noche.

—Dice que está con Gerde porque quiere protegerla —acusó Jack por fin.

Victoria inclinó la cabeza.

—Sus razones tendrá.

Jack se quedó de piedra.

—¿Tú también? ¿Soy el único al que esto no le parece normal?

Victoria se incorporó un poco, tratando de despejarse.

—Jack, reconoce que no sabemos cómo afrontar esta situación. Derrotamos a Ashran, como se nos dijo, y eso ha generado más problemas de los que solucionó. Si esa no era la opción correcta, ¿por qué volver a actuar de la misma forma?

—Eso puedo entenderlo —asintió Jack—. Entiendo que queráis desentenderos de todo esto, porque lo cierto es que nos hemos dejado la piel para salvar este mundo y no ha servido para nada. Pero no creo que Gerde se merezca tanta consideración por parte de Christian. ¿No crees?

—Jack, a Christian no le cae bien Gerde. Y mucho menos desde que sabe que ella tiene tanto poder sobre él. Así que, si está con ella, tendrá motivos… Motivos poderosos, ¿me entiendes?

—¿Como salvar el pellejo, por ejemplo?

—¿Salvar el pellejo? ¿Con seis dioses buscando a Gerde para acabar con ella, crees que Christian está más seguro si trata de protegerla?

Jack sacudió la cabeza.

—No entiendo nada.

—Si te sirve de consuelo, yo tampoco. No sé qué trama ni cuáles son sus verdaderas intenciones, pero ha vuelto a arriesgarse por nosotros, una vez más, esta misma noche. Ha venido hasta aquí a propósito para ayudarnos, y no tenía por qué hacerlo. Son este tipo de cosas las que me hacen confiar en él. ¿Comprendes?

—Supongo que sí —suspiró Jack, algo abatido.

Victoria lo miró y le sonrió con dulzura.

—Ha sido muy bonito —le dijo en voz baja, ruborizándose un poco.

Jack tardó un par de segundos en entender a qué se refería.

—Sí… —murmuró, sonriendo a su vez—. Estoy de acuerdo. ¿Sabes…? Puede que Wina termine cayéndome bien, al fin y al cabo.

Compartieron un largo beso. Después, con un suspiro, Victoria se incorporó.

—Voy a despedirme de Christian —dijo.

—¿Se va?

Victoria asintió, sin una palabra. Jack la vio salir al exterior y, tras un momento de duda, se levantó también, y la siguió.

Se quedó junto a los restos del muro, que había desaparecido bajo un manto de vegetación, y desde allí vio que Victoria acudía al encuentro de Christian, que la esperaba un poco más lejos. Pero el shek detectó su presencia y lo miró fijamente.

«Ven», le dijo. «Antes de marcharme, hay algo que quiero enseñarte».

Jack lo miró con recelo, pero avanzó hacia él. Christian depositó un suave beso en la mano de Victoria y se separó de ella para reunirse con el dragón. La joven los vio marchar juntos, un poco inquieta, pero no los siguió.

Se abrieron paso a duras penas entre la maleza, trepando por encima de enormes raíces torcidas y subiéndose a ramas bajas para poder salvar algún obstáculo.

—¿Adonde me llevas? —preguntó Jack, desconfiado.

—Deberías saberlo —fue la respuesta—, porque eras tú quien tenía interés en venir aquí.

Jack lo miró sin comprender. Pero de pronto se hizo la luz en su mente, y su corazón empezó a latir un poco más deprisa.

—Mis padres —adivinó.

Christian asintió, pero no añadió nada más.

Se detuvieron apenas unos momentos más tarde, en un trozo de bosque que parecía igual que el resto.

—¿Qué pasa? —jadeó Jack—. ¿Ya no se puede seguir?

—Hemos llegado —respondió el shek.

Jack miró a su alrededor, sorprendido. Los gruesos troncos de los árboles apenas dejaban espacio para estar de pie. El suelo estaba cubierto por una espesa maleza.

—Entonces no tenía este aspecto, claro —añadió el shek—. Era el cementerio de la Torre de Drackwen.

—No sabía que la torre tuviese un cementerio —murmuró Jack.

—Lo tuvo, en tiempos remotos. Cuando era una torre de hechicería activa, muchos magos expresaban su deseo de ser enterrados aquí después de muertos. Bajo el suelo de Alis Lithban, el bosque de los unicornios, la cuna de la magia. Y aquí sepultaban sus cuerpos, sin lápidas ni señal alguna que indicase su nombre y condición. Era su manera de olvidar que habían sido individuos, y de pasar a ser uno con la tierra que hollaban los unicornios.

»Esta costumbre entró en desuso cuando la torre fue abandonada. Pero Ashran la recordaba y, por alguna razón que desconozco, ordenaba a los szish que enterrasen aquí los cuerpos de los hechiceros idhunitas que yo le enviaba.

—Pero mis padres no eran magos, y ni siquiera eran idhunitas.

—Los szish no sabían eso. Se limitaron a hacer con sus cuerpos lo mismo que hacían con los demás.

»No creo que sea posible indicarte el lugar exacto, Jack, no solo porque no tenían por costumbre señalar las tumbas, sino porque todo lo que podía crecer y florecer en el suelo de Alis Lithban lo ha hecho tras el paso de la diosa Wina.

—Gracias de todas formas —murmuró Jack.

Se sentó sobre una enorme raíz y enterró el rostro entre las manos. Durante unos momentos no se movió, ni dijo nada, por lo que Christian decidió dejarlo a solas, y regresó en silencio a las ruinas de la torre.

Jack se quedó un rato más allí, pensando.

Hacía tiempo que no se paraba a recordar a sus padres. Después de todo lo que había sucedido, su vida en la Tierra le parecía lejana, irreal. Le resultaba extraño pensar que había tenido una familia.

Durante un tiempo, su familia había sido la Resistencia; Shail y Alexander habían sido para él los hermanos que nunca había tenido, y Victoria… Victoria había representado el futuro.

Pero incluso eso lo estaba perdiendo. La Resistencia se había disgregado, ya no se sentía parte de ella. Y Victoria era el presente. Trató de recordar a sus padres. Cerró los ojos y buceó en lo más hondo de su conciencia, en busca de recuerdos olvidados. Los encontró allí y, durante un rato, habló con los fantasmas de aquellos recuerdos, esforzándose por definir sus rasgos. Y en el fondo de su corazón, halló también al niño que había sido, y que ahora le parecía un completo extraño. Pese a ello, lloró por él, por la vida que había dejado atrás. Lloró por sus padres, por no haber tenido tiempo de decirles todo lo que querría haberles dicho, por haber sido víctimas de una guerra que no era la suya, de un error absurdo, por haber recibido la muerte que estaba destinada a él.

Cuando, por fin, se levantó, dispuesto a regresar junto a Christian y Victoria, aún había lágrimas en sus mejillas, pero su corazón estaba sereno. También aquello representaba el pasado…, un pasado que no volvería.

Se despidió de sus padres, cuyos restos mortales yacían en alguna parte, bajo las raíces de aquellos enormes árboles, quizá ya formando parte de ellos, y se internó de nuevo en el bosque.

Cuando llegó a las ruinas de la torre, Christian aún seguía allí, pero parecía listo para partir. Jack no se acercó más; esperó a que se despidiera de Victoria, que se hallaba junto a él. La joven tenía la cabeza baja; Christian le hizo alzar la barbilla para mirarla a los ojos, y la besó con suavidad. Ella lo abrazó fuertemente y le dijo algo al oído. Jack pudo adivinar que sería «Ten cuidado», o algo parecido. Christian acarició su mejilla con cierta ternura.

Después, de transformó de nuevo en shek. Victoria le dio un último abrazo a la gran serpiente, al parecer sin importarle que hubiese cambiado de forma, y esta bajó la cabeza para rozarle el pelo con suavidad, en una última caricia.

Victoria retrocedió para dejarle espacio. Christian alzó el vuelo, rizó su largo cuerpo de serpiente para encontrar espacios entre el follaje y, finalmente, alcanzó el cielo abierto y batió las alas con fuerza, alejándose de ellos.

Jack se reunió con Victoria. Ella le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Cómo estás? —le preguntó con suavidad.

—Bien —repuso Jack, con calma—. ¿Y tú? ¿No lo echas de menos cada vez que se va?

—Sí —suspiró ella—. Pero qué le voy a hacer.

Jack rodeó sus hombros con el brazo.

—Puede que algún día se vaya para siempre.

—Lo sé. Pero no soy quién para tratar de detenerlo, ¿no crees?

—¿Que no eres quién? Se supone que eres la mujer a la que ama, ¿no?

—Sí. Y precisamente por eso sé que cuando vuelve a mí lo hace porque quiere, libremente. El día en que regrese porque se sienta obligado, lo habré perdido para siempre. Por eso sé que debo dejarle marchar.

Jack la miró.

—¿Y a mí, me dejarías marchar?

Victoria le devolvió una cansada sonrisa.

—Tú no quieres que te deje marchar —le dijo—. Te esfuerzas mucho por atarte a mí, y por eso has tenido celos de Christian desde el principio. Tal vez un día descubras que no quieres sentirte atado. Ese día te marcharás, y yo te dejaré marchar, si es eso lo que quieres. Pero yo estaré aquí para ti, igual que estoy para Christian, siempre que vuelvas porque lo deseas de verdad.

—Nunca me habías dicho esto —murmuró Jack.

—Nunca me lo habías preguntado.

Jack no supo qué decir.

—Estás conmigo porque quieres —dijo Victoria—, y yo estoy contenta de que estés conmigo. Pero el día que ya no quieras estar a mi lado no podré hacer nada al respecto. Doy por hecho que estamos juntos porque los dos queremos estar juntos. Es así, ¿no?

Jack sonrió, y la estrechó contra su pecho.

—Es así —le aseguró.

Regresaron al interior del refugio. Aguardarían el primer amanecer y, con las luces del día, Victoria curaría el ala de Jack para que pudiesen regresar a Awa. Ya habían hecho todo lo que tenían que hacer allí. Ya habían confirmado sus peores sospechas acerca de la llegada a Idhún de una nueva diosa.

Pronto se reunirían los Seis. Pronto tomarían una decisión con respecto a la Séptima, si es que había alguna decisión que tomar. Y, si descubrían dónde encontrarla, ni siquiera Christian podría salvar a Gerde.

Jack no pudo evitar preguntarse, una vez más, por las verdaderas razones del shek. Christian no era amigo de luchar por causas perdidas. No tenía ningún sentido que apoyase a Gerde, salvo que su verdadera naturaleza de shek le exigiera que rindiera obediencia a su diosa. Y eso, a pesar de las palabras de Victoria, Jack no podía considerarlo algo bueno.