EL Oráculo de Gantadd había quedado inhabitable tras ser arrasado por el mar. Podrían reconstruirlo con un poco de tiempo y esfuerzo pero, entretanto las sacerdotisas necesitaban otro lugar donde alojarse, y en las poblaciones cercanas también habían sufrido las consecuencias del paso de Neliam.
De modo que habían partido hacia el bosque de Awa, para reunirse con Ha-Din en el nuevo Oráculo que había construido en el corazón de la floresta. Habían encontrado a Alexander y a las novicias tierra adentro. Todos estaban a salvo, aunque a Ankira, la Oyente limyati, le había entrado un ataque de pánico cuando la ola se había abatido sobre el continente; se había desmayado, y, al volver en sí, se había encerrado en un mutismo ausente.
Igara, la mensajera del Oráculo, no regresó. Por lo que sabían, había llegado a alertar a varias comunidades ganti, pero otras habían sido completamente devastadas por el maremoto. Tiempo después confirmaron que, efectivamente, había sido sorprendida por el mar durante el cumplimiento de su misión.
Mucho se había perdido tras el paso de la diosa Neliam por sus dominios, en los océanos del este. Cientos de personas se habían quedado sin hogar, y ahora vagaban por los bosques de Derbhad, temerosos todavía de regresar a sus casas inundadas. Los feéricos no sabían qué hacer con ellos. En algunos casos los habían acogido; pero en Trask-Ban, por ejemplo, los refugiados no habían sido bien recibidos.
Pocos viajaban hasta el bosque de Awa, que estaba demasiado lejos de Gantadd como para ser una opción cómoda para los damnificados, pero los habitantes del Oráculo lo habían hecho. De nuevo, la hermana Karale se había quedado atrás para tratar de reconstruir el edificio. Las sacerdotisas más voluntariosas habían decidido quedarse también, y de las zonas interiores, que la ola no había alcanzado, llegaba gente cada día para ayudar en la reconstrucción.
Alexander los habría acompañado de buena gana. No sentía el menor deseo de regresar al bosque de Awa, que le traía tan malos recuerdos. Sin embargo, al ver a los miembros de la comitiva cambió de opinión.
Al frente del grupo estaba Jack, y a su lado caminaba Victoria. Hacía mucho tiempo que Alexander no la veía, y al principio la miró con recelo. Recordaba muy bien el estado en el que había llegado a Nurgon tras la supuesta muerte de Jack, y aquella era la última imagen que había tenido de ella. Por supuesto, entre Jack y Shail le habían puesto al corriente de lo que había sucedido en su ausencia, y Alexander se había sentido conmovido al enterarse de que Victoria se había sacrificado ante Ashran para salvar al dragón. No obstante, ella también había dado su vida por el shek, y después de recuperarse de su enfermedad había huido a la Tierra con él; y Alexander, por mucho que lo intentara, no podía entender ni aprobar aquella actitud. Pero ahora Victoria estaba allí, con Jack, y una cálida sensación de gozo inundó su corazón al contemplar a la pareja de jóvenes, al ver cómo habían crecido y madurado, y que seguían juntos a pesar de todo. Shail también se encontraba allí: lo llevaban a lomos de un paske. Estaba muy débil y había perdido su pierna artificial, pero seguía vivo.
Aquello era la Resistencia. Sus amigos. Todos juntos otra vez.
Y lo mejor de todo era que no había ni rastro del shek. Tal vez Victoria hubiese recobrado la cordura por fin, y todo volvía a ser como antes… aunque Alexander no podía evitar preguntarse qué había estado haciendo ella todo aquel tiempo a solas con Kirtash, y por qué razón había regresado sin él.
Aun así, al ver a Jack y Victoria guiando el grupo, consolando a las sacerdotisas más afectadas, ayudando a Zaisei a cuidar de Shail, comportándose como los héroes que debían ser, Alexander no tuvo valor para darles la espalda y alejarse de ellos.
Gaedalu también los acompañaba. Había dudado entre quedarse en el Oráculo o acudir al bosque de Awa, pero Jack la había convencido de que fuera con ellos. Había muchas cosas de que hablar, y era necesario que tanto ella como Ha-Din estuvieran presentes.
Las dríades, guardianas de Awa, los dejaron pasar. La comitiva había tardado varios días en atravesar Derbhad; muchos feéricos los habían visto, y las noticias circulaban deprisa.
Ahora, guiados por las dríades, avanzaban por los estrechos senderos del bosque, senderos que solo las hadas eran capaces de encontrar. El primer día hallaron el bosque tan brillante y exuberante como siempre; pero, a partir de la segunda jornada, tras cruzar el río, empezaron a ver los estragos que los sheks habían causado allí en la última batalla. En algunas zonas del bosque hacía frío todavía, y los árboles habían muerto bajo una gélida capa de escarcha. Victoria se dio cuenta de que las dríades hacían lo posible por evitar aquellos lugares, y, sin embargo, no tenían más remedio que atravesar alguno de ellos de vez en cuando. Lo cual quería decir que el bosque había quedado más afectado de lo que ellas querían dar a entender.
Era ya de noche cuando alcanzaron el nuevo Oráculo. La comitiva se detuvo, impresionada.
No se parecía al resto de los Oráculos que se habían alzado en Idhún antes de la llegada de los sheks. En otras circunstancias, a nadie se le habría ocurrido construir un Oráculo en medio del bosque; pero durante el imperio de Ashran, Awa había parecido el único lugar seguro, la única opción posible.
Por supuesto, los feéricos habían puesto condiciones: todas las estancias del nuevo Oráculo eran árboles vivos, cuyos troncos, ramas y raíces se entrelazaban para formar paredes y tejados vegetales. Seguramente la arquitectura feérica jamás se había enfrentado a un desafío semejante: los árboles-vivienda de las hadas solían ser individuales, mientras que el Oráculo tendría que albergar a mucha gente, y necesitaría distintos tipos de dependencias. Con razón habían tardado años en construirlo, se dijo Jack. Por muy deprisa que creciesen los árboles en Awa, hasta los feéricos debían de haber necesitado mucho tiempo para hacerlos crecer de manera que formaran aquel edificio.
La única concesión de las hadas a la arquitectura humana, o más bien celeste, era el cuerpo central del edificio, cubierto por una gran cúpula. Aquella cúpula era absolutamente necesaria para el Oráculo, pues a través de ella se captaban las voces de los dioses.
«Seguro que ahora habrían preferido no construirla», pensó Jack, con un estremecimiento.
Le había relatado a Victoria todo lo que había escuchado en la Sala de los Oyentes. Por alguna razón, no había compartido aquella experiencia con Shail, ni con Alexander. El mago tal vez estaría dispuesto a escucharlo, pero aún se sentía débil y Jack no quería molestarlo. Y en cuanto a Alexander… bien, Jack ya sabía lo que él opinaba acerca de la guerra entre dragones y serpientes aladas. No tenía sentido intentar que cambiara de parecer.
Victoria, a su vez, le había hablado de Shizuko y de los sheks que se habían refugiado en Japón, de la ventana interdimensional abierta por Gerde, de lo que habían averiguado en la biblioteca de Limbhad, gracias al libro de los unicornios. Coincidía con lo que Domivat le había referido al propio Jack.
Este también le había contado todo lo sucedido en Idhún durante su ausencia. Victoria escuchó, sobrecogida, el relato de la llegada de los dioses Karevan y Neliam, su experiencia en Nanhai, Puerto Esmeralda y la isla de Gaeru, y lo que Jack había descubierto en las ruinas del Gran Oráculo.
—Así que ya lo sabes —dijo—. Puedes decirle al shek que, casi con toda probabilidad, su madre se llamaba Manua, y era Oyente en el Gran Oráculo, donde conoció a Ashran cuando este acudió allí buscando información sobre el Séptimo dios. Si estoy en lo cierto, Christian nació allí, en los confines de Nanhai. Su madre debió de llevárselo del Oráculo tras escuchar la Profecía, la que hablaba del regreso de los sheks de la mano de Ashran. Me temo que fue la única que comprendió de verdad las implicaciones de esa profecía. Había visto a Ashran morir y resucitar convertido en el Séptimo dios. Pero probablemente, nadie la creyó entonces, así que su única posibilidad fue huir lejos con su bebé.
—¿Y qué fue de ella?
—Ashran la encontró en su cabaña de Alis Lithban, el día de la conjunción astral, y le arrebató a su hijo. Posiblemente la matara entonces, o puede que ella buscara refugio en otra parte. No lo sé. He intentado preguntar a Gaedalu al respecto, pero ha reaccionado de forma extraña, casi con furia. Está claro que conoció a Manua, y parece que la odia. No sé si por ser la madre de Christian, porque tuvo una relación con Ashran o por algún asunto personal. Me ha dado a entender que está muerta, pero no sé si creerla. Puedo tratar de averiguar más cosas. Si sigo interrogándola, terminará por contarme todo lo que sabe.
Victoria negó con la cabeza.
—No es necesario —dijo—, no fuerces las cosas. Le diré a Christian quién fue su madre y dejaré en sus manos la opción de buscarla, si es lo que quiere. Creo que es algo que debe decidir él mismo.
Jack le dirigió una breve mirada.
—¿Se lo contarás? Se ha ido con Gerde. ¿Cómo sabes que volverás a verlo?
—Sé que volverá. Todavía llevo su anillo.
Jack movió la cabeza, preocupado. No había encajado bien la noticia de que Christian se había unido a Gerde. Ni siquiera Victoria había sido capaz de encontrar razones que justificaran aquella conducta.
—Fue después de que viésemos la matanza de los szish a través del Alma —recordó—. El dijo: «Los szish no son así», y luego dijo que debía regresar con Gerde. Creo que entendió algo que nosotros no logramos comprender.
—¿Y no fue capaz de compartirlo contigo? —dijo Jack, exasperado—. ¿Vuelve a cambiar de bando, así, sin ninguna explicación?
Victoria alzó la cabeza.
—Yo confío en él, Jack —dijo solamente.
—Sí, claro —gruñó él—. Sé que tú puedes aceptar tranquilamente que ayude a los sheks a conquistar la Tierra, o que se vaya con un hada que no solo es la Séptima diosa sino que además siempre ha querido seducirlo, y decir que sigues confiando en él. Pero no sé si eso me basta a mí. ¿Por qué no es capaz de comprometerse con un bando de una vez por todas?
Victoria lo había mirado largamente, muy seria.
—Jack —le había dicho—, después de todo lo que hemos aprendido… ¿de verdad crees que tiene sentido seguir hablando de bandos?
Jack no había sabido qué responder.
Porque, en cierto sentido, Victoria tenía razón. Durante el viaje a Awa, Jack había oído a Alexander hablar de la Resistencia, de la lucha contra los sheks y del Séptimo, y, aunque todo aquello le era muy familiar, al mismo tiempo le sonaba como una canción muy lejana, unas palabras que ya no tenían ningún significado para él.
Esperaba que la reunión con Ha-Din aclarase un poco sus ideas. El Padre era una persona abierta y conciliadora, mucho más que Gaedalu, quien, además, cada día se le antojaba más hermética y siniestra.
Por eso se sintió aliviado cuando vio aparecer al celeste, que salía del Oráculo para recibirlos, con una amplia sonrisa. Las sacerdotisas hicieron una breve reverencia ante él. Alexander bajó la cabeza en señal de respeto, y Jack y Victoria lo imitaron.
—Bienvenidos, visitantes —dijo Ha-Din, aún sonriendo—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que os di la bienvenida a Awa a algunos de vosotros, y mucho han cambiado las cosas desde entonces. Pero me alegro de veros a todos de nuevo. Entrad; encontraremos alojamiento para todos.
Tomaron una cena ligera e informal, y hablaron de cosas banales. Los recién llegados estaban cansados y deseaban irse a dormir cuanto antes. Ha-Din propuso que se reunieran al día siguiente, con la cabeza más despejada, y todos estuvieron de acuerdo.
Al principio, las sacerdotisas se mostraron inquietas ante la idea de dormir en una estancia formada por árboles vivos, pero pronto se dieron cuenta de que por dentro el Oráculo presentaba tantas comodidades como una casa de piedra. Las camas eran hongos enormes que crecían en el mismo suelo, suaves y mullidos, y las sábanas que las recubrían estaban hechas de amplias hojas aterciopeladas, cálidas y confortables. No había puertas, pero las espesas cortinas de ramas y lianas que cerraban los accesos a los habitáculos garantizaban la privacidad.
El joven novicio celeste que los guió hasta sus habitaciones alojó a Jack y a Victoria en el mismo cuarto, y nadie puso ninguna objeción.
No habían vuelto a hablar de Christian. Jack había echado mucho de menos a Victoria, y no estaba dispuesto a estropear aquella noche recordando al shek. Apenas habían tenido intimidad los días anteriores y, ahora que por fin estaban a solas, no pensaba desaprovechar la oportunidad.
Victoria, en cambio, había agradecido aquella falta de intimidad. También había añorado muchísimo a Jack, pero después de haber pasado tanto tiempo con Christian en Limbhad se le hacía extraño volver a caminar bajo los tres soles de Idhún, junto a Jack. Por fortuna, no tuvo que decírselo a él; para cuando pudieron disfrutar de una noche a solas, en el Oráculo, Victoria ya se había acostumbrado de nuevo a la presencia del dragón.
No obstante, más tarde, cuando él dormía ya profundamente a su lado, Victoria seguía despierta, entre sus cálidos brazos, echando de menos la suave frialdad de Christian. No pudo evitar preguntarse si estaría bien. Se llevó a los labios la piedra de Shiskatchegg, y vio cómo esta se iluminaba suavemente, indicando que Christian restauraba el vínculo que había entre los dos, y que solía cortar a veces, para que ella disfrutara de intimidad cuando estaba a solas con Jack.
Victoria sonrió en la penumbra «Cuídate», le dijo en silencio. «No hagas tonterías».
Lejos, en el otro extremo del continente, en otro gran bosque, Christian detectó su presencia al otro lado de su percepción, y sonrió a su vez.
Estaba en el árbol de Gerde, contemplando con interés al bebé que ella sostenía en sus brazos.
—Saissh —dijo, pronunciando el nombre que el hada le había dado—. Muy apropiado, ¿verdad? —sonrió ella—. ¿Quieres cogerla? Antes de que Christian pudiera contestar, Gerde le entregó a la niña. El shek la cogió con cuidado, pero Saissh se despertó de pronto y se echó a llorar.
—No te preocupes, llora mucho —dijo Gerde, volviendo a cogerla; la acunó entre sus brazos, canturreándole dulcemente, hasta que la niña se calló de nuevo—. Los bebés son mucho más sensibles que los adultos. Cualquier humano se sentiría intimidado en tu presencia, pero trataría de aparentar que no pasa nada. Un bebé no tiene por qué disimular. Su instinto le dice que no eres del todo humano, no le gustas, no quiere estar contigo, y se encarga de que todo el mundo lo sepa para que la alejen de ti. Criaturas simples y sinceras, los bebés.
Volvió a dejarla sobre la cunita de hojas que había preparado para ella. Christian la contempló en silencio, y luego dijo:
—¿Y acaso no nota que tú tampoco eres del todo un hada?
—Sí que lo nota —sonrió Gerde—. Pero se va acostumbrando a ello. No creas que mi esencia está tan alejada de lo que hay en el fondo del corazón humano, Kirtash. Es más fácil que ella se acostumbre a mí que no que llegue a encontrarse a gusto contigo.
—Y más le vale acostumbrarse a ti, ¿no es cierto?
Gerde sonrió.
—Sí —ronroneó—. Más le vale.
—Pasará mucho tiempo hasta que haya alcanzado la edad adecuada. Y no tenemos ese tiempo, Gerde. ¿De verdad crees que vale la pena criarla?
—«Mucho tiempo» no significa para ti lo mismo que para mí —le recordó el hada—. Este mundo será destruido en breve, pero aún harán falta muchos años antes de que podamos empezar a conquistar el otro. Para entonces, mi Saissh ya estará preparada. Ella será quien dirija la conquista.
—Es un plan lento, complejo y laborioso.
—¿Acaso se te ocurre algo mejor? —preguntó Gerde, mirándolo con interés.
—Un plan mucho más ambicioso, mi señora —sonrió Christian—. Y mucho más audaz. Será arriesgado, pero si sale bien, en poco tiempo ya no tendrás que preocuparte por los sangrecaliente, ni por sus dioses… nunca más.
El rostro de Gerde se iluminó con una lenta y amplia sonrisa. Acarició suavemente la mejilla de Saissh, y la niña gorjeó, agitando las manitas en el aire.
—Sabía que hacía bien manteniéndote a mi lado, Kirtash —dijo—. Cuéntame, ¿en qué consiste tu plan?
Christian le dedicó una media sonrisa; pero no llegó a decir nada, porque en aquel momento entró una sombra en el árbol y se quedó contemplándolos.
—Vaya —dijo, con un ronco jadeo—. Si parecéis una familia y todo. Qué tierno.
Christian alzó la cabeza.
—¿Qué hace él aquí? —le preguntó a Gerde, con peligrosa suavidad.
Ella se encogió de hombros.
—Lo mismo que tú: aburrirme con una innecesaria ostentación de orgullo masculino. Puede que a veces tengas ideas brillantes, Kirtash, pero eso no te da derecho a cuestionar mis decisiones. Él está aquí porque yo quiero que esté aquí, y con eso debe bastarte. Y en cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Yaren—, la próxima vez que no te dirijas a mí con el debido respeto, te mataré.
Yaren se quedó mirándola, con un destello de desafío asomando a sus ojos, pero finalmente acabó por asentir y bajar la cabeza, con humildad.
—¿Por qué no lo has matado ya? —le preguntó Christian, con curiosidad.
—A veces resulta útil —respondió Gerde—. Igual que tú.
Christian no dijo nada.
—Fuera de aquí los dos —ordenó el hada—. Habéis conseguido que me duela la cabeza.
Cuando Christian y Yaren abandonaron el árbol, Gerde tomó al bebé en brazos, y se sentó en un rincón, meditabunda.
—¿Tú qué crees? —le preguntó a la niña—. ¿Debería matarlos a los dos?
Saissh la miró con sus enormes ojos azules. Gerde le tocó la nariz con la yema del dedo, y el bebé se rió.
—Te ríes por tan poca cosa —comentó Gerde, con envidia; la alzó para contemplarla—. Sí, serás hermosa cuando crezcas. Todo lo hermosa que puede ser una humana, claro está —puntualizó—. Menos mal que Yaren te rescató de las tiendas de los bárbaros. Habrías acabado convirtiéndote en una bruta, como todos ellos.
Saissh pareció estar conforme, porque emitió un ruidito parecido a una risa. Gerde sonrió.
—Pero no basta con eso, ¿verdad? —le dijo.
Alzó la mano; en su palma se materializó un objeto largo y afilado, blanco y puro como un rayo de luna. El bebé lo observó con sobrecogido interés.
—Contempla esto —dijo Gerde—. El símbolo de la magia. El poder que los dioses tuvieron que dejar en manos de criaturas pequeñas y frágiles como los unicornios, porque ellos mismos eran tan grandiosos que habrían aplastado a los mortales al concedérselo. El poder creador de los dioses… que siempre me estuvo prohibido… hasta ahora.
La niña alzó las manos hacia el cuerno de unicornio, tratando de aferrarlo. Gerde sonrió de nuevo.
—Te gusta, ¿verdad? Cógelo.
Lo puso a su alcance. Las manitas del bebé se cerraron en torno al cuerno; Gerde sintió cómo la energía del entorno pasaba por ella y se canalizaba a través del cuerno, para derramarse sobre la pequeña Saissh, que lanzó una exclamación jubilosa, mientras sus ojos se llenaban de luz por un instante y su boca se curvaba en una extática sonrisa. Gerde apartó el cuerno de ella, con suavidad, y Saissh agitó las manitas en el aire, tratando de asirse de nuevo a él.
—No, no, ya has tenido suficiente, pequeña —la reconvino Gerde—. Suficiente para iniciarte en el camino de la magia.
Saissh gimoteó un momento y luego se echó a llorar. Gerde hizo desaparecer el cuerno.
—Oh, cállate —protestó, tomándola en brazos para acunarla.
Fuera, Christian alzó la mirada para contemplar el manto de estrellas que envolvía a las tres lunas. Había echado de menos el cielo idhunita.
Sintió una presencia junto a él.
—¿Qué quieres? —murmuró.
—¿Por qué has vuelto? —siseó Yaren—. Creía que estabas cuidando de Lunnaris.
Christian se volvió hacia él y le clavó una mirada gélida.
—No vuelvas a mencionar su nombre —le advirtió—. No con ese tono.
El respondió con una suave risa apagada.
—¿Crees que fingir que no existe me hará odiarla menos?
—No. Pero evitará que me recuerdes que tengo intención de matarte.
Yaren retrocedió un paso. Su voz sonó burlona, no obstante, cuando dijo:
—¿Te atreverás a matarme sabiendo que estoy bajo la protección de Gerde?
—Ya se cansará de ti —sonrió Christian—. En cuanto dejes de serle útil… si es que le has sido útil alguna vez.
No dijo nada más, y tampoco alzó la voz, pero no fue necesario: un violento escalofrío recorrió la espalda de Yaren, que entornó los ojos, inclinó la cabeza y se alejó en la oscuridad.
Christian lo vio marchar. Se preguntó por qué lo había amenazado. Normalmente no se molestaba en advertir a alguien de que iba a matarlo. Lo hacía, y punto.
«Pero ahora no puedo hacerlo», comprendió. El mago tenía razón. De momento, estaba bajo la protección de Gerde, y no era buena idea contrariarla.
También Victoria, recordó de pronto, le había pedido que respetara la vida de Yaren. Pero Christian pensaba matarlo de todas formas. ¿Por qué obedecía los deseos de Gerde al respecto, y no los de Victoria?
No quiso detenerse a buscar la respuesta a esa pregunta. Silencioso como una sombra, regresó a su tienda a esperar la llegada de la mañana.
Shail se despertó bruscamente a altas horas de la madrugada. Tenía la sensación de que había una luz muy brillante en la habitación. Parpadeó, sorprendido, y se dio cuenta de que no había sido un sueño. Había una forma blanca junto a su cama, algo tan luminoso que hacía daño a los ojos. Volvió la vista y vio a Zaisei junto a él. La joven seguía durmiendo profundamente, y Shail dudó si despertarla o no.
—No lo hagas —susurró una voz; le resultaba familiar, pero, al mismo tiempo, tenía un tono nuevo, distinto—. Déjala dormir.
Shail se atrevió a levantar de nuevo la cabeza hacia la figura que se alzaba junto a él. Sus ojos fueron, lentamente, acostumbrándose a la luz. Reconoció aquel perfil.
Era un unicornio.
—¿Lunnaris… Vic? —murmuró, un poco aturdido.
Ella inclinó un poco la cabeza. Su cuerno no era tan largo como solía ser.
—No podía dormir —dijo—, asi que decidí venir a verte. Tenía pensado hacerlo de todas formas, pero mañana habrá demasiada gente y… bueno, no me gusta que me vean así —concluyó, con cierta timidez.
Shail, maravillado, levantó la mano para rozarla, pero ella retrocedió un poco. El mago dejó caer la mano.
—¿Y por qué… por qué has venido con ese aspecto?
—Porque quería que me vieras. No habías visto a Lunnaris desde la conjunción astral, ¿verdad?
—No —concedió Shail, un tanto emocionado—. Has crecido mucho, y… en fin, estás muy hermosa.
El unicornio desvió la mirada.
—Te lo agradezco —dijo—, aunque sé muy bien que mi cuerno aún tiene un aspecto ridículo —sonrió—. Pero ya funciona, y esta es la otra razón por la que he venido aquí esta noche.
Shail la miró sin entender. Victoria bajó la cabeza hacia un objeto que reposaba sobre la bolsa del mago, que había dejado tirada de cualquier manera junto a la cama.
—Ah, eso —entendió él—. No sé, ¿crees que es buena idea?
Por toda respuesta, Victoria colocó la punta de su cuerno sobre la pulida superficie de la pierna artificial y cerró los ojos.
La magia fluyó a través de ella, recorriendo sus venas y canalizándose a través del cuerno. Victoria notó que la pierna de metal absorbía aquella magia, sedienta de vida. Ahogó una exclamación cuando el artefacto empezó a succionar cada vez más, y sintió un escalofrío: aquella sensación le había recordado, por un momento, a la horrible experiencia de la Torre de Drackwen, cuando Ashran le había arrebatado la magia a la fuerza. Inspiró hondo y se esforzó por sobreponerse.
Siguió transfiriendo magia a la pierna artificial, hasta que sintió que esta estaba ya repleta de energía y no precisaba más. Entonces se apartó y dejó caer la cabeza, agotada.
—Ya está —dijo—. Prueba a ponértela.
Shail dudó un momento; pero la vio tan cansada que no tuvo valor para decirle que no. Con cuidado para no despertar a Zaisei, se incorporó un poco y se estiró para coger el miembro de metal. Un delicioso cosquilleo recorrió sus dedos cuando la tomó entre las manos. La contempló de cerca. Parecía maravillosamente viva y palpitante.
No obstante, en su memoria estaba todavía muy reciente el dolor que había sufrido cuando Ylar se la había arrancado de cuajo. La herida apenas estaba terminando de cicatrizar, y la idea de volver a encajar la pierna en ella lo hizo estremecerse.
A pesar de ello, se atrevió a acercarla un poco a su muñón… solo para comprobar si encajaba.
Y, antes de que pudiera reaccionar, el artefacto se le escapó de las manos y se ajustó a su carne, lanzando de nuevo sus tentáculos de metal, ávidos de vida de verdad. Shail dejó escapar un grito; sin embargo, el miembro artificial encajó en su sitio a la perfección, fundiéndose con su carne como si ambos fueran la misma cosa.
—Shail, ¿qué pasa? —murmuró entonces Zaisei, adormilada—. ¡Shail! —exclamó, despejándose del todo al ver lo que estaba sucediendo—. ¡Quítate eso, te va a…!
—Tranquila —la calmó él, aunque todavía estaba temblando—. Todo está bien; vuelve a funcionar, y creo que esta vez es la buena… Mira, el medallón de piedra minca ni siquiera se ha activado… eso quiere decir que ya no necesita de mi magia para acoplarse a mi cuerpo.
Zaisei miró la pierna, entre maravillada y suspicaz.
—Pero ¿cómo… cómo lo has hecho?
—Ha sido Victoria… Lunnaris… su magia ha obrado el prodigio.
Parpadeó para retener las lágrimas y se volvió hacia el unicornio.
Pero ya no había nadie más en la habitación. Victoria había desaparecido.
Al día siguiente, Shail entró en la sala de reuniones caminando con las dos piernas. Parecía pálido y cansado, y Zaisei no se separaba de él, preocupada; pero los pasos del mago eran firmes y seguros. Al verle, todos dejaron escapar un murmullo de sorpresa. Jack miró a Victoria, pero ella no hizo ningún comentario al respecto.
Fue la única buena noticia del día. A pesar de que los sacerdotes los habían dejado descansar hasta tarde, casi nadie había dormido bien, y todos estaban nerviosos y cansados. Era inevitable que terminaran discutiendo.
Con todo, el encuentro empezó bien. Se hallaban presentes Ha-Din y Gaedalu, junto con varios sacerdotes y sacerdotisas más, entre las que se encontraba Zaisei; la Resistencia en pleno, reunida de nuevo por primera vez desde su llegada a Idhún (nadie pareció echar de menos a Christian); y, por último, dos hadas y un silfo, en representación del pueblo feérico.
Jack lamentó la ausencia de Qaydar. No siempre se había llevado bien con el Archimago, pero había pasado mucho tiempo en la Torre de Kazlunn, se había familiarizado con los hechiceros que vivían allí y echaba en falta a más representantes de la Orden Mágica, aparte de Shail, en una reunión de tanto calibre.
De todas formas, por una vez no iban a hablar de poderosos hechiceros, de complicados conjuros ni de la agonía de la magia. Por una vez, lo divino cobraría importancia ante lo mágico.
Jack fue el primero en tomar la palabra. Les habló de lo que habían vivido en la Torre de Kazlunn, del devastador huracán que por poco había acabado con el último bastión de la Orden Mágica.
—La Madre Venerable y sus sacerdotisas saben de qué estoy hablando —dijo con gravedad—. Por poco las alcanzó en Celestia.
Zaisei palideció al recordarlo. Gaedalu bajó la cabeza, pero no dijo nada.
Jack habló entonces de los estragos que Karevan estaba causando en el norte y del terrible maremoto que había arrasado toda la costa este de Idhún. En esta ocasión no se guardó para sí lo que sabía, y lo atribuyó a la llegada al mundo de la diosa Neliam. Se percató de que, a medida que iba hablando, los sacerdotes se ponían cada vez más nerviosos, pero no calló.
—Los Oráculos llevaban tiempo advirtiendo de que esto iba a suceder —concluyó el joven—. El estado en el que se encuentran los Oyentes es una prueba de ello. Los Seis han regresado a Idhún porque el Séptimo está entre nosotros, y van a enfrentarse a él.
—¿Y cómo estás tan seguro de todo esto? —inquirió un sacerdote silfo, moviendo la cabeza en señal de desaprobación—. El Séptimo está entre nosotros, dices. ¿Por qué razón, pues, no podemos creer que todos estos fenómenos destructores los está causando él mismo?
Jack se quedó un momento callado para ordenar sus ideas. Lo cierto era que del poder destructivo de los dioses solo tenía noticia a través de Sheziss, una shek; y que había sido Christian, otro shek, quien le había dicho que el Séptimo se había reencarnado en Gerde. La intuición le decía que debía creerlos, pero los sacerdotes de los Seis no opinarían igual.
—Nosotros nos enfrentamos a Ashran —dijo—. Descubrimos entonces que era la encarnación del Séptimo dios, algo que debimos haber deducido mucho tiempo atrás, porque ni siquiera Qaydar, el hechicero vivo más poderoso, habría sido capaz de mover los astros del modo en que él lo hizo.
»Una vez muerto Ashran, el Séptimo quedó libre. Sin embargo, hasta hace poco no se han manifestado esos… fenómenos destructores. Durante todos estos meses, tras la caída de Ashran, hemos gozado de una relativa calma… la calma que precede a la tempestad.
»Pero el Séptimo seguía libre, y un dios no puede ser derrotado por mortales, ni siquiera por los dragones; de modo que los Seis decidieron venir ellos mismos a luchar contra él.
»El problema es que son seres grandiosos y formidables, y nosotros no somos más que pequeños insectos comparados con ellos. Nos aplastarán casi sin darse cuenta; de hecho, lo están haciendo ya. Mientras no encuentren al Séptimo, seguirán dando vueltas por Idhún, y lo han perdido de vista de nuevo, puesto que ha vuelto a ocultarse bajo un disfraz mortal. Ahora se esconde tras la identidad de la feérica Gerde, una hechicera renegada.
Hubo murmullos en torno a la mesa. Jack percibió la mirada alarmada que le dirigió Victoria. Sabía que ella hubiera preferido que no delatase a Gerde, por el momento…, al menos, hasta que no supiesen qué se traía Christian entre manos. Pero, aunque Jack había decidido no mencionar al shek, si podía evitarlo, no pensaba cubrirle las espaldas a Gerde.
—Los sheks saben lo que está pasando. Saben que los Seis han venido a buscar a su diosa, y lo que es más: no creen que vayan a poder vencer en esta batalla. Por eso están intentando huir. Pero quieren huir a un mundo que para mí es tan importante como este. Me refiero a la Tierra, el mundo donde nacimos y crecimos Victoria y yo. No tengo la menor intención de dejar que eso ocurra, pero tampoco quiero que los dioses aplasten Idhún en el transcurso de su disputa. ¿Alguna sugerencia?
Reinó un silencio de piedra. Todos estaban intentando asimilar lo que Jack les había contado, y de hecho algunos lo miraban con precaución, como preguntándose si estaba loco o se trataba de una broma de mal gusto.
—Si todo eso es cierto —dijo Alexander entonces, lentamente—, tal vez la mejor solución sería tratar de decirles a los dioses dónde está Gerde. Para que acaben con ella, y con el Séptimo, de una vez por todas.
Jack asintió.
—Es una opción —dijo—, pero no sabemos de qué manera podemos comunicarnos con ellos. La Sala de los Oyentes solo sirve para escuchar a los dioses, no para hablar con ellos. Y, no obstante, en el pasado Ashran, el Nigromante, logró comunicarse con el Séptimo dios a través de la Sala de los Oyentes del Gran Oráculo.
Se oyeron exclamaciones escandalizadas. Ha-Din alzó la mano.
—Me temo que es cierto —dijo—. Hace tiempo que tenía noticia de que Ashran había pasado una temporada en el Gran Oráculo antes de convertirse en la poderosa criatura que sometió nuestro mundo tras la conjunción astral. Entonces, que los Seis me perdonen, no fui capaz de entender la gran importancia que revestía aquella información. Nunca se me ocurrió pensar… ni a mí ni a nadie… que el propio Ashran fuese el Séptimo dios. Por la forma en que me lo describieron… me pareció muy humano, en realidad.
—Fue humano antes de eso —murmuró Jack—. Después… ya no sé en qué se convirtió exactamente.
Hubo un nuevo silencio. Nadie se atrevía a hablar ahora, aunque Jack leyó la duda en los rostros de muchos de los presentes.
—De momento —tomó la palabra Shail—, creemos que han llegado a Idhún los dioses Karevan, Yohavir y Neliam. Karevan se mantiene en las montañas exteriores de Nanhai y se mueve tan lentamente que los gigantes, advertidos ya de su presencia, se limitan a apartarse de su camino. En cuanto a Neliam, tras provocar la ola que arrasó las costas de Nanetten, Derbhad y Gantadd, y las ciudades del Reino Oceánico, ha seguido hacia el sur y se ha alejado del continente. No sabemos dónde está.
»Con respecto a Yohavir… bien, parece que después de arrasar Kazlunn y Celestia se ha detenido… en el cielo, entre Rhyrr y Haai-Sil. Lleva allí varios días; los celestes han informado de que aún se puede ver una extraña espiral de nubes sobre sus tierras, algo que apenas deja pasar la luz de los soles, pero que tampoco descarga lluvia. Parece ser que les infunde miedo y desasosiego, pero por el momento no se mueve de ahí.
»Puede que estén esperando a que lleguen los otros dioses, o puede que se hayan dado cuenta de que no perciben la esencia del Séptimo en Idhún, y estén aguardando a que se manifieste. No lo sé. Pero no creo que esta situación se mantenga estable durante mucho tiempo. Llegará un momento en que se pongan en marcha de nuevo, y entonces…
No dijo nada más. Ha-Din tardó un poco en tomar la palabra.
—No voy a entrar en el debate acerca de la naturaleza de los males que están asolando Idhún. Creo que algunos de nosotros no estamos preparados para aceptar la explicación de Yandrak, que se contradice con muchas de nuestras creencias. No obstante, sí que me parece necesario que hablemos acerca de cómo podemos evitar esto. Varias poblaciones ya han sido destruidas, y puede que muchas más lo sean próximamente. ¿Qué podemos hacer al respecto?
Jack movió la cabeza.
—Lo único que se me ocurre es vigilar sus movimientos, estar atentos y saber reaccionar deprisa para evacuar las zonas por donde vayan a pasar. Es lo que hemos estado haciendo hasta ahora, y sé que no es un gran consuelo, porque no hemos podido salvar a todo el mundo, pero… ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Quizá sería más sencillo averiguar dónde está Gerde, capturarla y entregarla a los dioses —sugirió Alexander.
—¿Capturar a Gerde? —repitió Jack—. ¿A Gerde, que ahora tiene el poder de una diosa? Nos costó años llegar hasta Ashran; no creo que con Gerde fuera mucho más sencillo.
Calló, recordando de pronto que Christian estaba con ella. ¿Sería aquel el plan secreto del shek?
—¿Y por qué no lo intentamos? —insistió Alexander—. Solo tenemos que averiguar dónde se esconde…
—Esa no es la cuestión —cortó Jack—. Sabemos dónde se esconde. Está en Alis Lithban.
—¡Jack! —protestó Victoria.
—¿Qué? —se defendió él—. Es verdad. Bueno, sé que Alis Lithban es muy grande, pero tenemos razones para pensar que se oculta en la zona sur del bosque, cerca de Raden.
Alexander asintió.
—Podemos tratar de capturarla, sí. Y entregarla a los dioses…
—Pero eso no evitará que luchen y destruyan el mundo —hizo notar Victoria.
—Eso no lo sabemos. Estamos hablando de los Seis: y Gerde, si de verdad es el Séptimo, no puede ser rival para ellos. ¿Qué clase de dios se oculta en un cuerpo mortal? Se está escondiendo porque sabe que los dioses lo destruirán, porque tienen poder para hacerlo. Quizá lo más sencillo sea permitir que todo termine de una vez por todas. No creo que sea peor que tener a los dioses destruyendo el mundo a su paso mientras la buscan.
—Hay otra salida —dijo Jack—. Existe un mundo… se llama Umadhun, y es el lugar donde los sheks habitaron hasta la llegada de Ashran. Es un mundo muerto. Si lográramos que los dioses fueran allí a solucionar sus disputas, Idhún estaría a salvo. Yo sé dónde está Umadhun, y cómo llegar hasta allí.
«¿De veras?», dijo entonces Gaedalu, hablando por primera vez. «¿Cómo es posible que sepas tales cosas?».
Jack sostuvo su mirada sin pestañear.
—Porque fue mi raza la que desterró a los sheks, Madre Venerable —dijo con calma.
Había más razones, y Gaedalu lo intuía. Pero la expresión de Jack era serena y resuelta, y denotaba que no iba a dar más explicaciones. Gaedalu entornó los ojos.
«No nos estás contando todo lo que sabes, Yandrak», acusó.
—Tal vez se deba a que no considere necesario dar más detalles —replicó él, imperturbable.
«¿No?, pues yo creo que sí. Hay muchas cosas en tu comportamiento y en el de Lunnaris que no han quedado claras. ¿Dónde está Kirtash, el shek al que defendíais con tanto interés?».
—Eso carece de importancia —respondió Jack—. Durante un tiempo nos ayudó, luchó a nuestro lado contra Ashran, y ahora ha vuelto con los suyos, que juzgarán sus actos según crean conveniente.
«¿Carece de importancia?», repitió Gaedalu. «¿El hijo de Ashran sigue vivo y colaborando con el enemigo, y eso carece de importancia?».
—Nos enfrentamos a varios dioses y a lo que queda de la raza shek, que no es poco. Además, sabemos que Gerde tiene el poder de consagrar magos, igual que Lunnaris. Considerando todo esto, creo que Kirtash es el menos importante de nuestros problemas —replicó Jack con frialdad.
—Yo estoy de acuerdo con la Madre Venerable, Jack —intervino entonces Alexander, muy serio—. Hay muchas cosas que no nos has contado, y después de todo lo que he vivido, en Idhún y en la Tierra, jamás se me ocurriría pensar que lo que haga Kirtash «carece de importancia». Le permitiste que se llevara consigo a Victoria. Han estado juntos hasta hace pocos días, ¿verdad?
De nuevo se oyeron murmullos escandalizados. Victoria se levantó y pidió silencio para hablar.
—No tiene sentido que sigamos hablando de Kirtash —dijo—. Haga lo que haga, y diga lo que diga, vais a seguir considerándolo un enemigo, de modo que aceptad simplemente que está con los suyos, donde todos vosotros creéis que debería estar. ¿Cuál es el problema?
—¡El «problema» es que los suyos son el enemigo, Victoria! —exclamó Alexander; sus ojos relucieron brevemente con un brillo salvaje, aunque solo Jack lo detectó—. Te he consentido muchas cosas, pero creo que, en lo que atañe a Kirtash, has ido demasiado lejos defendiéndolo, cuando es obvio que no lo merece.
—Kirtash luchó a nuestro lado en la Torre de Drackwen —intervino Jack, alzando la voz—. No sabes de qué estás hablando porque no estabas allí. Si no hubiese sido por él, ahora nosotros dos estaríamos muertos, y Ashran seguiría gobernando en Idhún.
Entonces, todos habían empezado a discutir. Los celestes habían permanecido en silencio, con la vista baja, hasta que habían sido incapaces de soportar tanta tensión y, uno por uno, habían salido de la habitación. La última fue Zaisei.
El Padre Venerable, sin embargo, se quedó allí, con el rostro oculto entre las manos, aguardando en silencio a que los demás bajaran la voz. Cuando quedó claro que nadie iba a dar su brazo a torcer, Ha-Din se puso en pie, con un evidente gesto de sufrimiento en el rostro, y pidió la palabra.
Por fin, todos se fueron sentando, malhumorados. Se hizo un silencio tenso e incómodo.
—Estamos muy alterados hoy —dijo Ha-Din, apaciblemente—. No me parece que vayamos a solucionar nada discutiendo. Madre Venerable, vuestro odio manifiesto hacia Kirtash es una cuestión personal que, aunque comprensible, y respetable, no debería interferir en vuestro juicio sobre lo que estamos debatiendo hoy —la riñó con suavidad.
«En tal caso, la insana atracción que Lunnaris siente hacia ese shek tampoco debería nublar su criterio», contraatacó Gaedalu.
—No he sido yo quien ha mencionado a Kirtash, Madre Venerable —replicó Victoria, con helada cortesía.
—Basta, por favor —intervino Ha-Din—. Así no vamos a llegar a ninguna parte. Tenemos que seguir investigando acerca de lo que está sucediendo en nuestro mundo, y la manera de detenerlo. No tiene sentido que sigamos acusándonos unos a otros.
Nadie replicó. Algunos bajaron la cabeza, ligeramente avergonzados.
—Los soles están ya muy altos —concluyó el Padre, con una suave sonrisa—. Propongo que vayamos a tomar un refrigerio. Seguiremos por la tarde, y mientras tanto, espero que reflexionemos sobre todo lo que Yandrak nos ha contado.
Todos parecieron aliviados. Salieron de la habitación y, uno a uno, descendieron por la escalinata que formaban las raíces del gran árbol, para llegar al patio.
Había un pequeño grupo de feéricos aguardando allí. Cuando vieron a Victoria, sus rostros se iluminaron con una amplia sonrisa de alivio.
Jack le dio un suave codazo.
—Creo que alguien va a suplicarte que le concedas la magia —le susurro al oído, sonriendo.
Victoria sonrió también, pero no dijo nada.
No obstante, Jack se equivocaba. El portavoz de los feéricos, un silfo cuyo rostro parecía tallado en madera, y cuyos cabellos, semejantes a largas ramas de saúco, caían por su espalda hasta su cintura, se inclinó brevemente ante ella.
—Dama Lunnaris…, sabemos que estáis ocupada, pero nos hemos atrevido a molestaros porque querríamos consultaros acerca de una cuestión que para nosotros es de vital importancia.
—¿De qué se trata? —preguntó ella, intrigada.
Los feéricos se miraron unos a otros. Finalmente, el silfo habló:
—¿Es cierto que sois vos el último unicornio?
Victoria se quedó helada. Hacia tiempo que nadie se lo preguntaba de forma tan directa.
—Sí, es cierto. Suponía que todo el mundo lo sabía.
—Sabemos que ese aspecto humano no es más que una envoltura para vuestra verdadera esencia. Sabemos que sois un unicornio. Pero, decid… ¿sois, de verdad, el último? ¿No existe la posibilidad de que quede alguno más?
Jack creyó comprender el sentido último de la pregunta.
—Existe otra persona capaz de consagrar magos —dijo—, pero no es un unicornio. Victoria… Lunnaris es la última.
Los feéricos cruzaron una nueva mirada. Jack leyó la decepción y el desconcierto pintados en sus rostros de suave color glauco. Daba la sensación de que la noticia de que alguien más podía otorgar la magia no los había impresionado.
—¿Por qué lo preguntáis? —quiso saber.
—Nuestros hermanos de Alis Lithban afirman que el bosque está reviviendo de una forma espectacular —dijo un hada—. Y nosotros pensamos… quisimos creer… que tal vez los unicornios habían regresado. Disculpad nuestra ignorancia, dama Lunnaris… mi señor Yandrak —añadió, con una profunda reverencia.
Ni Jack ni Victoria pudieron hablar durante un momento. Cuando los feéricos se alejaron, el joven miró a su compañera, que se había quedado muy seria.
—¿A qué crees que se debe? —preguntó con suavidad.
—El bosque revivió, en parte, gracias a la magia que Ashran me extrajo en la Torre de Drackwen —dijo Victoria—. Además, los sheks estaban colaborando con algunos feéricos para devolverle el esplendor de días pasados. Puede que Gerde esté detrás de todo esto; puede que haya encontrado la manera de reverdecer el bosque con mi cuerno, o con su nuevo poder de diosa.
—O puede que se trate de otra cosa —dijo Jack.
—Sí —asintió Victoria.
Quedaron un momento en silencio.
—Porque no es posible que hayan regresado los unicornios, ¿verdad? —preguntó entonces ella.
Jack la miró.
—¿Estás pensando en ir a investigar?
—Yo… no sé. Me gustaría ver de qué se trata. Alis Lithban es para mí lo que Awinor fue para ti, ¿te acuerdas? Si te llegaran noticias de que la tierra de los dragones está recuperando su antiguo esplendor, ¿no querrías ir a verla?
Jack meditó sus palabras.
—Sí —admitió—. Pero tienes que pensar que la opción más probable es que haya llegado otra diosa a Idhún. Y ya sabes cómo te afecta la proximidad de los dioses. Cuando Yohavir se acercó a la Torre de Kazlunn estabas a punto de estallar, y eso que aún no habías recuperado tu poder.
Victoria no dijo nada.
—Vas a ir de todos modos, ¿verdad? —dijo Jack.
—Christian está allí —se limitó a responder ella.
—Oh. Claro. Lo había olvidado.
En la reunión de la tarde, Jack informó a Ha-Din y a los demás de las noticias de los feéricos. Todos convinieron en que la súbita resurrección de Alis Lithban era un fenómeno que merecía ser investigado.
—Muy bien —asintió Alexander—. Voy con vosotros, entonces.
—No me parece buena idea —dijo Jack, con suavidad.
—¿Por qué? Según tus informes, Gerde, la Séptima diosa, está allí. Puede que ella tenga algo que ver. ¿No es eso lo que temes?
—En realidad, no. Tememos que la diosa Wina haya llegado por fin a Idhún.
—Mejor todavía: es nuestra oportunidad de ponerlas frente a frente. Si es cierto todo lo que dices, Wina estará encantada de que le sirvamos en bandeja a la Séptima, ¿no crees?
—Puede ser. Pero, precisamente por eso, si las dos diosas se encuentran, no debería haber nadie cerca. Puedes salir malparado, Alexander.
—En tal caso, tampoco tú deberías ir.
—Yo soy un dragón. Y Victoria es un unicornio.
Alexander miró a Jack fijamente. El joven percibió la ira de su amigo y, aunque le dolía apartarlo de aquella manera y sabía que acabarían discutiendo, también sabía que no tenía otra elección.
Nadie más hablaba. Todos percibían la tensión existente entre Jack y Alexander, entre el dragón y el que había sido su maestro, un príncipe sin reino, un guerrero que buscaba desesperadamente recuperar su lugar en un mundo que ahora parecía gobernar su discípulo. Y Jack también captaba todo esto, pero no sabía cómo arreglarlo. Alexander estaba demasiado anclado en sus ideas y sus convicciones como para asimilar todo lo que estaba pasando, y que su mundo se había vuelto del revés.
Se dio cuenta entonces de que Alexander ladeaba la cabeza y fruncía el ceño, como si estuviese escuchando algo. Y Gaedalu lo miraba fijamente.
—Iré con vosotros, Jack —dijo por fin—. Y no hay más que hablar.
Jack movió la cabeza, preocupado. Podía adivinar qué le había dicho Gaedalu. Seguro que tenía que ver con Christian.
—No, Alexander, no insistas.
—Insisto. ¿O es que acaso vais a reuniros con alguien cuya compañía no consideramos recomendable?
—Pues no deberías insistir —dijo Jack, lentamente—. Ya deberías saber que esta noche, Erea está llena. Creo que si hay alguien cuya compañía no es recomendable, por lo menos cuando se pongan los soles, ese eres tú.
Alexander palideció y le disparó una mirada dolida; Jack habría preferido no tener que decir aquello, pero no lo lamentó.
—Nosotros partiremos en cuanto el Padre Venerable dé por concluida esta reunión —prosiguió Jack—. El príncipe Alsan no está en condiciones de acompañarnos hoy; muchos de vosotros sabéis que le aqueja un terrible mal que lo vuelve violento las noches de plenilunio.
Alexander se dejó caer sobre su asiento y se limitó a escuchar lo que decía Jack, con la mirada perdida.
—Seremos capaces de cuidar de él —asintió Ha-Din—. Los feéricos se ocuparán de que no cause daño a nadie. Nos hacemos cargo del dolor que todo esto supone para Alsan, así que propongo que no hablemos más del tema.
Siguieron las indicaciones del celeste, y no se volvió a hablar de ello; pero tampoco se tocaron otros temas. Nadie tenía ganas de seguir allí después de todo lo que había sucedido a lo largo del día.
Al salir, Alexander alcanzó a Jack y lo retuvo por el brazo.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —siseó.
—No he disfrutado, créeme —replicó Jack, muy serio—. Pero es hora de que abras los ojos. Esto no es la Tierra, no luchamos contra Ashran, la Resistencia ya no existe. Y nos enfrentamos a algo mucho más serio, mucho más importante, que un asesino medio shek. Las cosas han cambiado. Y me duele que, mientras nosotros estamos luchando por salvar el mundo… una vez más, tú no seas capaz de ver más allá de Kirtash…, como de costumbre. Así que, por favor… despierta. Porque te necesito a mi lado, pero tú te empeñas en luchar en una guerra que ya no tiene razón de ser. Tengo que seguir mi camino y pelear en otras guerras. ¿Vas a acompañarme… o prefieres seguir de pie en un campo de batalla en el que ya nada se mueve?
Alexander no contestó. Jack le palmeó el brazo, amistosamente.
—Nos vamos —dijo—, pero volveremos pronto. Cuídate. Hablaremos con más calma a mi vuelta, ¿vale?
Él lo miró, pero seguía sin hablar. Preocupado, Jack se despidió y se reunió con Victoria, que lo esperaba un poco más lejos. Juntos, cogidos de la mano, subieron a su habitación para hacer el equipaje.
Alexander los vio marchar.
«Duele que te dejen de lado cuando sufres una tragedia», susurró una voz en su mente. «Duele que resten importancia a algo que ha cambiado tu vida».
—Son muy jóvenes —dijo Alexander a media voz—. Creen que lo saben todo.
«Sí», asintió Gaedalu, colocándose junto a él. «Y por eso se equivocan».
Alexander no respondió. La varu lo miró de reojo.
«Ese mal del plenilunio del que hablaba Yandrak», dijo con suavidad, «¿se lo debes a Kirtash?».
El entrecerró los ojos. A su mente acudieron imágenes de un tiempo pasado, pero que parecía tan real como si acabara de suceder el día anterior. Kirtash desarmándolo, dejándolo inconsciente, capturándolo… para entregarlo a Elrion, el imitador de nigromante que lo había transformado en lo que era. «Haz lo que quieras con él», había dicho el muy bastardo. Y después lo había mirado con aquella fría indiferencia suya, y se había limitado a comentar: «No me gustaría estar en tu pellejo».
Luego, la agonía.
Alexander había deseado morir muchas veces después de aquello. Y todo se lo debía a él, a Kirtash. Por el bien de la Resistencia lo había aceptado tiempo después como aliado, pero ya no podía soportarlo más. No podía soportar que Jack confiase en Kirtash más que en él mismo, no podía soportar imaginar a Victoria, a quien había visto crecer, en brazos de aquella despiadada serpiente. Tenía la sensación de que todos le traicionaban y se burlaban de él, de su dolor.
—Sí —respondió—. Se lo debo a él. Todo es culpa suya.
Gaedalu asintió en silencio. Después, dijo:
«¿Te gustaría acabar con él?».
Alexander se imaginó por un momento hundiendo a Sumlaris en el pecho del shek. Sonrió.
—¿Por qué no? Pero es un enemigo poderoso, Madre Venerable.
Gaedalu le dedicó una larga sonrisa.
«Pronto, ya no lo será. Pronto, príncipe Alsan, podremos castigar a esa serpiente por todos sus crímenes. Y nadie, ni siquiera Lunnaris, será capaz de salvarlo».
Alexander la miró un momento y asintió.
—Hablad, Madre Venerable. Me interesa lo que tenéis que decirme.
También en el árbol de Gerde se había celebrado una importante reunión aquella tarde. Christian tenía muchas cosas que contarle, y el hada le escuchó con atención, sin interrumpirle en ningún momento. El shek le habló de cosas que ya sabía, y de cosas que no sabía; y le expuso con todo detalle el plan que había trazado. Cuando, por fin, Christian dejó de hablar, Gerde quedó un momento en silencio, pensando.
—Es arriesgado —comentó por fin, sacudiendo la cabeza—. Y no me gusta arriesgarlo todo a una sola jugada. Son demasiadas las cosas que pueden salir mal.
—No tienes por qué decidir ahora. Puedo continuar investigando por mi cuenta, mientras tú sigues adelante con tu plan. Es bueno saber que, cuando llegue el momento, tendrás dos opciones. Así es como hemos funcionado siempre, ¿no?
—Sí —dijo Gerde, con una sinuosa sonrisa—. Así es como hemos funcionado siempre. Con un plan establecido y otro de reserva… por si acaso.
Pero volvió la cabeza con cierta brusquedad. No era un gesto propio de ella, y Christian pudo ver que sus ojos negros brillaban más de lo habitual.
—¿De veras no lo sospechabas? —le preguntó, con suavidad.
—No —dijo ella—. De hecho, es una revelación tan sorprendente que no me extrañaría que me hubieses engañado —añadió, alzando la cabeza para mirarlo con cierta ferocidad.
Christian le devolvió una media sonrisa.
—¿Por qué iba a querer engañarte?
Gerde se rió, con una risa dulce y cantarina.
—Ah, mi retorcida serpiente, tienes muchos motivos para querer engañarme. Casi tantos como yo para querer matarte. Pero ¿por qué sigues con vida? ¿Lo sabes, acaso?
—Por la misma razón por la cual te estoy diciendo la verdad —respondió Christian, con calma—. Porque nos conviene a ambos. Porque, si queremos sobrevivir, tenemos que formar una alianza.
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia. Se inclinó hacia adelante, fijando en él la mirada de sus ojos negros, una mirada llena de promesas. Pero de pronto se quedó inmóvil, y su rostro se congeló en un extraño gesto de miedo. Se levantó de un salto, ligera como un junco.
—¡Kirtash! ¿Has sentido eso?
Christian se incorporó, alerta.
—¿El qué?
Gerde echó la cabeza hacia atrás. Su largo cabello resbaló por su espalda.
—¡Está tan cerca! —susurró—. ¿No lo notas? ¿No lo notas? —repitió, en voz más alta.
Christian iba a responder, pero alguien entró precipitadamente en el árbol.
—Mi señora… —jadeó Yaren, con esfuerzo—. Ha vuelto la patrulla. Dicen que hay algo extraño en el bosque. Algo que viene hacia aquí.
—Es ella —dijo el hada—. Oh, tengo que ir a verla…
El shek la retuvo por las muñecas cuando ya se iba.
—Te matará, Gerde.
—¡Pero tengo que ir! Solo… solo… no me acercaré demasiado…
Parecía una niña suplicando por un juguete nuevo. Christian la miró, tratando de sondear en el fondo de su alma, preguntándose si Gerde se comportaba de aquel modo porque era la Séptima diosa, o simplemente porque era Gerde.
—Iré contigo —decidió—. Para asegurarme de que no te hace daño.
Gerde le sonrió.
—Eres encantador cuando quieres hacer de caballero protector, ¿lo sabías?
Christian no respondió. Se volvió hacia Yaren.
—Habla con Isskez y Kessesh y diles que el campamento está en peligro. Nos vamos a ver qué está pasando. Si veis que pasa algo raro… no nos esperéis. Evacuadlo todo.
—¿Quién eres tú para…? —empezó Yaren, pero Christian le cortó:
—Puedes obedecer, o no. Pero, si luego morís todos, será responsabilidad tuya.
—Pero…
—Limítate a transmitir esta información a los jefes szish. A diferencia de los humanos, los szish son lo bastante listos como para no cuestionar una orden sensata.
Yaren no respondió. Se inclinó brevemente ante ellos, aún temblando de ira.
Momentos después, Christian y Gerde se internaban en el bosque, en silencio.
«No podemos esperar más», dijo el shek. «Debemos marcharnos».
«Aún es pronto», respondió Eissesh. «Todavía no estamos listos para partir».
«Pero ya no hay ningún lugar donde podamos refugiarnos».
Eissesh no respondió esta vez.
El éxodo de los sheks había comenzado antes de lo previsto. Tiempo atrás, poco después de la visita de Gerde, habían tenido que abandonar su refugio en las cavernas, porque una fuerza misteriosa sacudía la raíz de las montañas y provocaba violentos desprendimientos. De modo que las serpientes no habían tenido más remedio que desplazarse hacia el oeste, buscando nuevos escondites en el corazón de la cordillera. Pero aquel fenómeno terminaba por alcanzarlos siempre.
«Es como si nos persiguiera», opinó otro shek.
«Eso no es posible», respondió el primero. «Los terremotos no tienen voluntad propia».
«Este, sí», replicó Eissesh. «Y es una voluntad a la que no le gustan los sheks».
Reinó un silencio desconcertado en la asamblea, mientras las serpientes aladas asimilaban la información implícita que Eissesh compartía con ellas a través de la red telepática.
«¿No es demasiado descabellado?», dijo entonces uno de ellos. «Podría ser obra de los hechiceros sangrecaliente. Ya sabemos lo que son capaces de hacer».
Los sheks sisearon, mostrando su irritación. Eissesh alzó la cabeza y abrió un poco las alas.
«Podría ser, pero es poco probable. En los últimos tiempos están sucediendo cosas extrañas en Idhún, cosas que escapan a nuestro control y a nuestro entendimiento. No seamos tan necios como los sangrecaliente, que contemplan a sus propios dioses y no los reconocen. Aceptemos la posibilidad de que los Seis estén realmente aquí, y uno de ellos quiera destruirnos».
De nuevo callaron los sheks.
«Aceptemos esa posibilidad», convino el que había hablado primero. «Si es cierto que un dios nos persigue, es otra razón para marcharnos de aquí».
«Tenemos que resistir un poco más», dijo Eissesh.
«¿Cuánto más? Los derrumbamientos han acabado ya con la vida de cuatro sheks y once szish. Cada vez es más difícil encontrar refugios seguros. Llegará un momento en que no logremos escapar lo bastante rápido».
«Hay otro lugar para nosotros», explicó Eissesh. «Un lugar mejor. Los herederos de Ashran están trabajando en ello, en algún lugar de Drackwen. Cuando todo esté listo, podremos emigrar con ellos, y con las serpientes de Kash-Tar. Pero nada debe interferir en su trabajo. No debemos atraer la atención de los sangrecaliente sobre ellos, porque tratarán de evitar que esos planes se lleven a cabo».
«Los herederos de Ashran», repitió otro de los sheks. «¿Son acaso la maga feérica y el híbrido renegado? ¿Por qué deberíamos confiar en ellos?».
«Porque quieren escapar de los Seis, igual que nosotros. Porque perdimos una batalla y aún no estamos preparados para afrontar otra. Porque no tenemos otra opción. Y por otros motivos que no me está permitido revelar».
«¿No te está permitido? ¿Acaso existe alguien por encima de ti?».
«Sí», respondió Eissesh. «Ziessel está viva, y todavía es nuestra soberana. Gerde ha contactado con ella. Nos espera en ese otro mundo al que emigraremos, allí a donde los dioses de los sangrecaliente no podrán seguirnos».
Los sheks meditaron sus palabras.
«De acuerdo», asintió uno de ellos. «Pero no podemos esperar indefinidamente. Este lugar ha dejado de ser seguro para nosotros».
«Estaremos preparados para salir a la superficie si no tenemos otra opción», los tranquilizó Eissesh. «Pero aún podemos aguantar un poco más, y debemos hacerlo. Nuestro futuro está en juego».
Los sheks asintieron, sombríos.