XIV
La leyenda de Uno

Una leve sacudida sacó a Zaisei de su ensoñamiento. Llevaban mucho tiempo de viaje, y el aire de la burbuja empezaba a ser difícil de respirar, por lo que no había podido evitar adormecerse. Por fortuna, Bluganu ya se había percatado de ello. Acababa de traerle una nueva burbuja de marpalsa, y la empujaba contra la de Zaisei, con suavidad.

«Únelas», le dijo el varu.

Zaisei no las tenía todas consigo, pero trató de abrir su burbuja en el punto en el que se unía con la otra. Enseguida, las dos burbujas fueron una sola, y Zaisei respiró hondo. Poco a poco se le fueron aclarando las ideas.

Se dio cuenta entonces de que una extraña inquietud se había adueñado de su corazón. Miró al viejo Bluganu, que se había puesto en marcha de nuevo, empujando la burbuja, y notó que él tampoco parecía sentirse cómodo, si bien sus sentimientos al respecto eran menos intensos que los de la propia Zaisei. Comprendió que aquella intranquilidad no se la transmitía el anciano varu, sino que era algo que estaba en el ambiente, y que ambos percibían.

—Esto no me gusta —murmuró, pero Bluganu no la oyó.

Según avanzaban, la sensación se hacía cada vez más intensa. Zaisei estuvo a punto de pedirle a Bluganu que diera media vuelta y la llevara de regreso a Dagledu, pero recordó que iban al encuentro de la Madre Venerable, y que ella podía muy bien encontrarse en el mismo foco de la perturbación.

Pronto se arrepintió de su decisión. Los movimientos de Bluganu bajo el agua se hicieron más torpes y pesados: estaba claro que le costaba seguir avanzando, porque no deseaba hacerlo. Y el malestar que había preocupado a Zaisei seguía acongojándola, cada vez con más fuerza. Tardó un poco en entender de qué se trataba. Era como si estuviera cerca de alguien que acumulaba en su corazón tanto odio, maldad y rencor que le resultaba difícil soportarlo.

Nunca había experimentado nada igual, aunque no hacía mucho sí había conocido a alguien cuyos sentimientos negativos la habían afectado casi de igual modo: Victoria, durante aquel tiempo en que creyó que había perdido a Jack para siempre.

Pero cuando se acercaron más, Zaisei rectificó aquella primera impresión. No tenía nada que ver con Victoria. Lo que quiera que estuviese emitiendo aquella oleada de malos sentimientos era inmensamente más grande que una joven, aunque esa joven fuese también un unicornio. Cuando las formas irregulares de la Roca Maldita aparecieron ante ellos, Zaisei se contuvo para no gritar.

En realidad no era una roca, sino dos. Inmensas, ciclópeas, aquellas dos piedras negras, irregulares yacían semienterradas en el fondo oceánico, pero ninguna criatura viva había medrado sobre ellas. La roca seguía tan desnuda como cuando había caído al mar, muchos milenios atrás. Solo una figura se atrevía a desafiar a la maldad que emanaba de ella: provista de un afilado cuchillo, la Venerable Gaedalu nadaba por entre los salientes de la Piedra de Erea, hundiendo la hoja en ella y arrancando pequeños pedazos de roca que iba guardando en una bolsa enganchada a su correa. Sus acompañantes se habían quedado a una prudente distancia, y la observaban, nerviosos, sin osar acercarse, pero sin decidirse tampoco a abandonarla.

Zaisei quiso ponerse en pie en el interior de la burbuja, pero el horror que le producía aquella roca era tan intenso que cayó de nuevo; enterró la cabeza entre los brazos y se puso a gritar.

Gritó y gritó, de una forma similar a como lo habían hecho los Oyentes al escuchar directamente la voz de los dioses. Le parecía que gritando expulsaba la maldad de su propio corazón, y por eso lo hacía, ante la alarma del viejo Bluganu, que no sabía qué hacer.

Los demás varu se percataron de su presencia y acudieron a su encuentro. Pero Zaisei seguía hecha un ovillo, sumida en el horror del caos y el odio más absolutos; algo difícilmente tolerable para un varu, o para un humano, y completamente insoportable para cualquier celeste.

Gaedalu se acercó a toda prisa; sin embargo, Zaisei no dio cuenta. Aquella garra oscura seguía oprimiendo su alma, al igual que oprimía las de los varu que se arremolinaban, nerviosos, en torno a su burbuja. La diferencia era que ellos no se percataban de esta circunstancia, y Zaisei, en cambio, era espantosamente consciente de ella. De modo que seguía gritando y pataleando, luchando por librarse de la maldad que acechaba su espíritu; y los varu temiendo que acabase por romper la burbuja, se apresuraron a empujarla lejos de allí.

Gaedalu los siguió, preocupada por el estado de Zaisei.

Sin embargo, los fragmentos que había arrancado de la Piedra de Erea, la Roca Maldita, seguían en su bolsa, a salvo.

Las ruinas de la Torre de Awinor presidían el horizonte, y Kimara las contempló con nostalgia. La última vez que había estado allí, había sido con Jack y Victoria. Se habían enfrentado a un shek, y Kimara había estado a punto de no contarlo. Victoria le había salvado la vida, concediéndole la magia de paso. Se acordó de ellos, y deseó que estuvieran bien.

Estaba sentada sobre una roca, afilando su daga, mientras, a su alrededor, el campamento de los rebeldes exhibía su habitual actividad frenética y desordenada. Con todo, a pesar de la forma precipitada en que parecían hacer todas las cosas, era un momento de paz para ellos. Allí, en aquella base, se sentían a salvo. Estaba en las montañas que separaban el desierto de Awinor, la tierra de los dragones. Ni los yan ni los sheks se atrevían a ir más al sur. Los yan, porque habían venerado a los dragones, y para ellos Awinor era territorio sagrado. Los sheks, porque respetaban el inmenso cementerio en que se había convertido la tierra de sus enemigos ancestrales, o quizá porque temían que sus espíritus se vengasen de ellos (esta era la creencia más arraigada entre los yan); pero Kimara sabía que las serpientes aladas no eran supersticiosas: ella pensaba, más bien, que la visión de los restos de sus enemigos les causaba una honda tristeza, y eso las turbaba y las irritaba lo bastante como para decidir que no era bueno pasar por allí.

Goser, el líder de los rebeldes, era un yan y, por tanto, no osaba penetrar en Awinor; pero también era inteligente y sabía que aquel era un lugar privilegiado.

Había establecido que Awinor comenzaba en el primer esqueleto de dragón, que yacía al pie de una colina cercana, un poco más al sur. Sus seguidores se habían mostrado reticentes al principio, pero habían acabado por aceptarlo como norma general. Eso les dejaba una amplia franja de terreno montañoso en los límites de Awinor, lo bastante cerca como para que los sheks no los molestaran, y lo bastante lejos como para que los rebeldes más escrupulosos se quedasen tranquilos.

Ahora estaban todavía más sosegados, porque a las afueras del campamento reposaban nueve dragones artificiales. Los rebeldes los habían visto volar, y sabían que parecían reales. El hecho de que aquellos dragones hubiesen ido a parar tan cerca de Awinor solo podía considerarse como una buena señal.

Kimara suspiró para sus adentros. Le gustaban los dragones artificiales, aunque no llegaba a adorarlos como lo había hecho Kestra. Pero eso era normal: Kestra no había visto ningún dragón de verdad; Kimara había volado a lomos de uno.

Desde su atalaya vio que los centinelas daban el alto a un individuo desharrapado que acababa de llegar corriendo por entre los riscos. Parecía que traía malas noticias, porque se produjo un pequeño revuelo en el campamento. Kimara esperó, pensando que estaba bien donde estaba. No quería interferir con la autoridad de Goser, que era el auténtico líder del grupo. Los Nuevos Dragones estaban allí solo como apoyo.

Miró a Rando, que hasta hacía unos instantes había estado jugando al kam con un grupo de yan. El kam, un juego de azar en el que se lanzaban pequeñas piedras pintadas, era muy apreciado por la gente del desierto, y casi lo que más le había gustado al semibárbaro de aquel lugar. Lo cierto es que perdía muy a menudo, aunque nunca se enfadaba por ello. Se echaba a reír, de buen humor, y se lo pasaba bien tanto si ganaba como si no le sonreía la suerte. En aquellos momentos el grupo de jugadores de kam se había disuelto. Se habían reunido todos en torno al recién llegado, y escuchaban sus nuevas con gravedad.

Kimara siguió esperando. Al cabo de un rato, cuando cada uno volvió a lo que estaba haciendo, y el mensajero estaba ya siendo atendido, la semiyan vio una figura trepando por los riscos, hacia ella. Cuando la alcanzó, Kimara vio que se trataba de Goser. Lo saludó, con una sonrisa, y él se sentó a su lado. Por un momento, ninguno de los dos habló.

—¿Malasnoticias? —preguntó ella.

—Muymalas —susurró Goser—. Ninhacaído.

Kimara entornó los ojos. Nin era la «otra base» de los rebeldes. El grupo de Goser actuaba siempre desde las montañas, pero en la ciudad de Nin tenían simpatizantes, gente que se encargaba de hacerles llegar información importante y, lo que era aún más crucial, víveres, agua y distintos utensilios básicos. Hasta el momento, Nin había esquivado los frecuentes registros de los szish. Pero si se habían decidido a lanzar contra ellos un ataque directo, eso solo podía significar que a Sussh se le estaba agotando la paciencia.

Y los sheks eran criaturas muy, muy pacientes.

—Estamosenunasituacióndelicada —murmuró Kimara, hablando deprisa sin darse cuenta—. ¿Quépiensashacerahora?

—Reconquistarlaciudad.

—NoestásenposicióndehaceralgoasíGoser —replicó ella—. Inclusoaunquelarecuperases… ¿cómoibasamantenerla? Lasserpientespodríanvolveratomarlacuandoquisieran. Notienesbastantegenteparadefenderla.

—Tenemosdragones.

Kimara no respondió.

—Demomento —añadió Goser— nosacercaremosparaverquéhapasado.

—Puedequeseaunatrampa.

—Sí —asintió Goser—. Peroyopiensoirdetodasformas.

—Teacompañaré —decidió Kimara.

Goser le sonrió desde detrás del paño que cubría parte de su rostro. Kimara sostuvo la mirada de sus profundos ojos candentes.

—¿Esaestudaga? —preguntó entonces el yan. Tomó la mano de Kimara y la alzó para observar el puñal de cerca.

—Noparecegrancosa —comentó—. Teconseguiréunamejor. HacepococapturamosunacaravanaqueveníadeNandeltytraíabuenasarmas.

—Teloagradezco —repuso Kimara.

Goser le dirigió una nueva mirada. No había retirado la mano, y Kimara no pudo decidir si aquello le gustaba o prefería que se apartase.

Ya se había dado cuenta de que Goser estaba interesado en ella. No tenía muy claro si iba en serio o simplemente estaba jugando, pero no le preocupaba, de momento, porque consideraba más urgente averiguar primero qué sentía ella al respecto. El líder de los rebeldes no le disgustaba, pero todavía no estaba segura de que le atrajese hasta ese punto.

—¿CuándovasapartirhaciaNin?

—Encuantoestemoslistos.

—Yaestácayendoelsegundosol —hizo notar ella—. ¿Piensassalirdenoche?

Goser le dirigió una de sus largas sonrisas.

—¿Paraquéesperar?

Kimara sonrió también. Le gustaba aquella actitud, tan diferente de la de Qaydar, y de la de Jack, en los últimos tiempos. Goser soltó su mano y se puso en pie. Desde allí, lanzó el grito de guerra de los yan, y todo el campamento lo coreó.

Los ojos de Kimara se volvieron involuntariamente hacia Rando que también había levantado la mirada hacia ellos, como el resto de los rebeldes. Le pareció que sonreía, o tal vez fueran imaginaciones suyas.

Por alguna razón, eso le molestó.

Era de noche cuando divisaron por fin las cúpulas del Oráculo, y Jack estaba agotado y hambriento.

No se habían detenido ni un solo instante en todo el viaje. No había tiempo que perder, porque estaban en juego muchas vidas. El día anterior habían sobrevolado una extraña perturbación en el mar, una gran onda que parecía ir avanzando lentamente hacia el sur, lanzando enormes olas a su derecha y a su izquierda, como Jack había relatado a Glasdur. Shail le había pedido que descendiera para verlo de cerca, y Jack lo había hecho, acercándose todo lo posible.

Pero no había nada que se moviera debajo de las aguas. Lo que se desplazaba era el mismo océano.

Jack se apresuró a levantar el vuelo y ascender todo lo que pudo. Lo ponía nervioso aquella presencia, y trató de disimularlo; aunque enseguida se dio cuenta de que el silencio de Shail y Alexander se debía a que estaban temblando de puro terror.

Por fortuna, la diosa Neliam, si es que se trataba de ella, avanzaba con mucha lentitud. Terminaron por sobrepasarla y, para cuando alcanzaron el Oráculo, la habían dejado atrás.

—¡Por fin! —exclamó Shail.

Jack no dijo nada. No tenía fuerzas. Sabía que lo peor estaba por llegar, que tendrían que proteger el Oráculo y enviar mensajeros al Reino Oceánico y a las tierras de los ganti, y todo ello antes de que Neliam llegase. No podían entretenerse, aunque él lo hubiera dado todo por una buena siesta.

Dio un par de vueltas sobre el Oráculo, buscando un sitio donde aterrizar; cuando por fin encontró un espacio suficientemente amplio, no lejos de la entrada del templo, descendió, aliviado.

El aterrizaje fue un poco brusco. Shail y Alexander tuvieron que aferrarse con fuerza al dragón para no caer. Jack se desplomó en el suelo y cerró los ojos un momento.

—¡No te duermas! —lo regañó Shail, bajando de su lomo de un salto. Jack gruñó, pero hizo un esfuerzo y alzó la cabeza.

Cuando vio que ambos estaban ya en tierra, se transformó en humano. Eso no hizo que se sintiera mejor: le dolían todos los huesos.

Corrieron a la entrada del Oráculo pero, antes de que alcanzaran el pórtico, un grupo de sacerdotisas les salió al paso. Las dirigía un hada que llevaba la túnica de las adeptas al culto de la diosa Wina.

—¡Saludos! —dijo—. Soy la hermana Karale, regente del Oráculo en ausencia de la Madre Venerable. Hemos visto un dragón sobrevolando nuestro techo. ¿Acaso…?

—No importa el modo en que hemos llegado —cortó Alexander—, y no hay tiempo para dar explicaciones. Estoy seguro de que disculparéis mi brusquedad y mi falta de modales en cuanto escuchéis nuestras noticias.

Le relató lo que habían visto en el mar, y solo cedió la palabra a Jack para que él hablase del desastre de Puerto Esmeralda.

—La ola se dirige hacia aquí —concluyó Alexander—. Habéis de evacuar el Oráculo cuanto antes y enviar mensajeros a las tierras bajas. En cuanto a las ciudades submarinas, será necesario un varu que descienda hasta Dagledu, pero el dragón podrá llevarlo hasta allí en poco tiempo. Si la Madre Venerable…

—La Madre Venerable no se encuentra aquí —interrumpió Karale, pálida—. Partió hace varios días al Reino Oceánico.

—¿Y la hermana Zaisei? —intervino Shail, con una nota de pánico en su voz.

—La hermana Zaisei se fue con ella, hechicero. Pero pasad al ala de huéspedes; no tiene sentido que sigamos discutiendo aquí de temas tan graves.

No discutieron mucho, en realidad. Apenas unos instantes después, Jack volvía a emprender el vuelo en dirección al Reino Oceánico. Llevaba sobre su lomo a la hermana Eblu, una sacerdotisa de Neliam. Eblu no recibió el encargo con demasiado entusiasmo: el enorme dragón la aterrorizaba y, además, la idea de volar por el aire, un elemento tan diferente al suyo propio, no mejoraba la situación. Pero era la única que podía hacerlo, puesto que ninguna de las otras tres sacerdotisas varu del Oráculo estaba disponible; la Madre Gaedalu se encontraba en Dagledu; Ludalu, la Oyente, no estaba en su sano juicio; y la tercera, la hermana Valeedu, era demasiado anciana y no se le podía pedir algo así. Jack le prometió a Eblu que volaría muy bajo, para que se sintiese más cercana al agua. Y Eblu aceptó: tenía familia en Glesu y temía Por ellos.

Karale, por su parte, mandó llamar a Igara, una joven sacerdotisa humana que honraba a la diosa Irial. Era una muchacha decidida y audaz, y los visitantes pronto supieron que se trataba de la mensajera del Oráculo. El paske más veloz de los establos era el suyo Igara aceptó sin dudar la misión de recorrer los poblados costeros de los ganti para avisar del desastre que se avecinaba. Momentos después, su paske corría a toda velocidad hacia el puente sobre el río Mailar que unía la península donde se situaba el Oráculo con el resto del continente.

Mientras tanto, Shail y Alexander discutieron acaloradamente sobre cómo salvar a las sacerdotisas. En los establos no había paskes para todas, y no habría tiempo de hacer dos viajes, si se las quería dejar lo suficientemente lejos, tierra adentro.

—Yo puedo tratar de proteger el Oráculo con mi magia —dijo entonces Shail.

Alexander lo miró.

—¿Lo crees prudente?

—No me voy a mover de aquí hasta que Jack regrese con Zaisei. Trataré de formar un globo de protección en torno a una habitación lo bastante grande. Si hay suerte, la ola podrá pasarnos por encima, pero no nos dañará.

—¿Y podrás resistir?

—Si he de resistir, resistiré —dijo el mago, decidido—. Tú llévate a tantas sacerdotisas como te sea posible. Carga a las niñas en los paskes, y si sobra espacio, llévate a las ancianas, o a las mujeres embarazadas, si es que hay alguna. Yo haré lo posible por proteger a las demás.

Alexander podría haber discutido. Podría haberle dicho que no quería dejarlo atrás. Pero era un líder y sabía que en momentos de crisis hay que tomar decisiones rápidas.

—Muy bien —asintió.

Muchas ancianas no quisieron marcharse. Preferían ceder su lugar a las más jóvenes porque, según decían, ellas ya habían vivido bastante. Alexander no insistió. Las ancianas que optaron por quedarse, se quedaron. Las que prefirieron marcharse, lo hicieron. No había tiempo para discutir.

Momentos más tarde, una docena de paskes partían en dirección al puente del Mailar. Seguían la misma ruta que había tomado Igara, pero ellos continuarían hacia el noroeste, alejándose del mar y de los ríos, mientras que la joven mensajera había ido por el camino del sur. Alexander iba en cabeza, acicateando a su montura, y procurando no prestar atención a los gemidos de una de las niñas, una limyati, que no paraba de sollozar:

—¡Ya viene, ya viene, ya viene…!

Nadie tuvo valor para hacerla callar.

La hermana Karale cerró la puerta del Oráculo, como si eso pudiera proteger de todo mal a las sacerdotisas que se quedaban. Ella tampoco había querido marcharse.

Alzó la cabeza hacia Shail.

—Bien, mago —dijo—. Estamos en tus manos.

Shail asintió. Sabía lo que tenía que hacer. El hechizo era sencillo, pero debía imprimirle mucha fuerza si quería que resistiese al embate de la gran ola. En condiciones normales, esto habría resultado difícil; estando su magia bajo mínimos, como ahora, era casi imposible.

Pero era la única posibilidad de las sacerdotisas del Oráculo, y, además, no quería dejar atrás a Zaisei.

Recorrió el edificio con la hermana Karale, en busca del lugar más apropiado. Se detuvo ante una puerta sellada.

—¿Qué hay ahí detrás?

—La Sala de los Oyentes —explicó el hada, sacudiendo sus rizos verdosos, semejantes a brotes de hojas tiernas—. La clausuramos hace tiempo porque…

—Lo sé —interrumpió Shail—. Es un lugar rebosante de energía, pero comprendo que pueda ser peligroso entrar. De todas formas, me gustaría ver las habitaciones contiguas. Puede que el conjuro pueda beneficiarse de esa energía, aunque no lo realicemos en la misma sala.

Eligió por fin un cuarto que estaba justo junto a la Sala de los Oyentes. Una de las paredes había sido recubierta con colchones y gruesas alfombras, sin duda para que las voces atronadoras que provenían de la habitación de al lado no traspasaran sus muros. Las demás estaban forradas de estanterías repletas de manuscritos.

—Las notas de los Oyentes —susurró Karale.

Shail no preguntó si allí se incluían las profecías o, sencillamente, eran anotaciones desechadas. La estancia emitía una leve vibración, que solo Shail, como mago, podía percibir.

—Nos quedaremos aquí —dijo.

No permitió que las sacerdotisas entraran aún, sin embargo. De modo que todas ellas se reunieron en las salas cuyas ventanas se abrían al mar y contemplaron el horizonte, con el corazón encogido. Nada parecía amenazarlas, por el momento, y algunas de ellas empezaron a abrigar la esperanza de que fuera una falsa alarma.

Mientras, Shail trabajaba en la habitación que iba a servirle de refugio. Trazó símbolos arcanos en las paredes, el suelo y el techo, y dibujó sobre las baldosas un hexágono tan grande como las dimensiones del cuarto le permitieron. Después, con paciencia, comenzó a pintar signos de protección por todo su perímetro.

Cuando los varu llegaron a Dagledu, Zaisei ya se sentía un poco mejor. Por eso no tardó en advertir que una enorme inquietud se apoderaba de los corazones de Gaedalu y sus acompañantes.

—¿Qué… sucede? —murmuró, pero nadie la oyó.

Se incorporó un poco en su burbuja y miró a su alrededor.

La ciudad parecía presa del caos. Todos huían de sus casas y nadaban, con todas sus fuerzas, en una dirección. Gaedalu y Bluganu cruzaron una mirada preocupada. Zaisei golpeó la burbuja, con suavidad, y la Madre Venerable se volvió hacia ella.

«Algo se acerca», dijo. «Los varu van a ocultarse en los refugios dispuestos bajo el lecho del mar».

«¿Refugios?», pensó ella.

«El cementerio de enkoras. La enkora desarrolla a lo largo de su vida una enorme concha que entierra en la arena antes de morir. Los varu primitivos utilizaban esas conchas como viviendas, hasta que empezaron a construir sus propias casas. Cada ciudad varu fue levantada cerca de un cementerio de enkoras. Cuando el mar se agita o somos víctimas de algún tipo de ataque, los varu se refugian en las conchas enterradas bajo la arena. Pero tú, niña, no respiras agua; no tienes ninguna oportunidad. La corriente romperá tu burbuja y te ahogarás».

«Yo la llevaré a la superficie, Madre Venerable», dijo Bluganu. «Me aseguraré de que regrese al Oráculo sana y salva».

Gaedalu meditó.

«No», dijo por fin. «Yo he de cuidar de ella. Vosotros id a los refugios».

Los varu cruzaron una mirada.

«Puede que no alcancéis el Oráculo a tiempo. Puede que el Oráculo también resulte dañado…».

«Por eso he de volver», zanjó Gaedalu.

Zaisei estaba demasiado mareada como para entender del todo qué estaba pasando. Solo vio que los varu se alejaban de ellas, y que Gaedalu empezaba a empujar su burbuja hacia la superficie. La ascensión se les hizo eterna. Cuando ya veían a lo lejos el brillo de las tres lunas, una sombra cruzó sobre ellas y acudió a su encuentro.

«¡Eblu!», dijo Gaedalu.

Zaisei no la había reconocido sin su túnica de sacerdotisa; además, no esperaba encontrársela allí.

«Madre… Zaisei», dijo ella, aliviada. «Menos mal que estáis a salvo. Dicen que viene…».

«… Una gran ola; sí, lo sé», dijo Gaedalu. «Los guardianes lo han advertido. Ya han dado aviso a todas las ciudades, y todos han ido a buscar cobijo en los refugios».

Eblu se mostró más aliviada.

«Hemos venido a traeros de vuelta al Oráculo. El dragón nos espera arriba, en el puerto».

«¿Dragón?», repitió Gaedalu.

—¡Jack! —dijo Zaisei; se preguntó si Shail estaría con él. Después pensó que, de ser así, Eblu lo habría mencionado.

«Deprisa, deprisa», dijo la varu, y ayudó a Gaedalu a empujar la burbuja de Zaisei.

Momentos más tarde salían a la superficie. Eblu y Gaedalu abrieron la burbuja por arriba, como si fuese un huevo, y ayudaron a Zaisei a salir del interior. Se mojó de pies a cabeza, pero no le importó.

Jack las sobrevolaba, impaciente.

—¡Ya veo la ola! —dijo—. ¡Se dirige hacia aquí!

Las dos varu sostuvieron a Zaisei, que boqueaba, porque acababa de engullir un buen trago de agua de mar; Jack volvió a pasar sobre ellas y les tendió una garra. Eblu, decidida, se aferró a ella.

Instantes después, las tres viajaban a lomos del dragón, de regreso al Oráculo.

—Ya se ve la cresta de la ola —informó Karale.

Shail alzó la cabeza y la miró, con la frente perlada de sudor.

—Hermana —confesó—, no sé si el hechizo resistirá.

Para su sorpresa, la feérica sonrió.

—Imaginaba que dirías algo así, hechicero. Si tu hechizo fuera a garantizarnos seguridad, no le habrías dicho a tu amigo que se llevase a las niñas.

Shail sonrió a su vez.

—Me gustaría que las cosas fuesen de otra manera —dijo—. Me gustaría poder deciros que soy capaz de protegeros a todas. Pero solo puedo decir que lo intentaré.

—Con eso nos basta —lo tranquilizó ella—. Te has quedado aquí pudiendo salir volando con tu amigo el dragón. No podemos pedirte más.

El mago sacudió la cabeza.

—Llama a las sacerdotisas —dijo—. Traed agua y provisiones también. Si el mar derriba el techo sobre nuestras cabezas, debemos ser capaces de resistir hasta que nos rescaten.

La hermana Karale asintió.

Poco después, un numeroso grupo de sacerdotisas entró en la sala. Shail maldijo para sus adentros: no había imaginado que fueran tantas. Recordó entonces que Idhún había atravesado una larga época de terror bajo el reinado de Ashran. Era lógico que muchos padres hubiesen enviado a sus hijas al Oráculo, para protegerlas. Se obligó a sí mismo a sonreír.

—Estaremos un poco apretados aquí dentro. Espero que no os moleste.

Las sacerdotisas no dijeron nada. Todas estaban pálidas y asustadas. Obedeciendo la señal de Shail, se apiñaron en el hexágono que había pintado en el suelo. El mago estaba empezando a pensar que había espacio para todos cuando una enorme figura se inclinó para pasar por debajo del dintel de la puerta. Shail se quedó lívido.

—Hermanas —dijo Karale—, hacedle un sitio a la hermana Ylar.

Con un poco de esfuerzo y buena voluntad, las sacerdotisas encontraron hueco para la giganta. Pero una sacerdotisa yan, pequeña y enjuta, y otra celeste, tan liviana como todos los de su raza, tuvieron que subirse a hombros de Ylar.

—Bien —dijo Shail—, vamos a hacer una prueba. Quedaos quietas, por favor.

Alzó las manos y se concentró en la barrera protectora. Un fino haz de luz dorada emergió del hexágono, rodeándolos. Se cerró sobre ellos, pero se topó con la cabeza de la giganta.

—No pasa nada —murmuró Shail—. Lo haré más alto.

Lo intentó de nuevo, pero en esta ocasión tampoco funcionó. Una de las sacerdotisas había sacado el pie fuera del hexágono.

Alzó la barrera por tercera vez. En esta ocasión, los cubrió por completo. Shail se aseguró de que no tuviera fisuras, y entonces la deshizo.

—Esperaremos hasta el último momento —les dijo—. Cuanto más tiempo permanezca activa, antes se debilitará.

—¿Y cómo sabremos cuál es el último momento?

Shail sonrió.

—Lo sabremos.

Jack divisó la cúpula del Oráculo en lo alto del acantilado.

«¡Más deprisa, más deprisa, dragón!», lo urgió Gaedalu.

Pero Jack echó un vistazo atrás, por encima de su hombro. La ola estaba justo detrás de ellos. Batió las alas para elevarse más en el aire.

—¿Qué haces? —gritó Zaisei—. ¡Tenemos que bajar!

—¡Ya es demasiado tarde! —respondió él—. No se trata solo de llegar al Oráculo: hemos de entrar y localizar el lugar donde Shail está efectuando su conjuro de protección. No llegaremos a tiempo, y si lo hacemos, puede que nuestra llegada lo desconcentre y haga que falle su magia. Lo mejor que podemos hacer es aguardar a que pase la ola, y después bajar para rescatarlos en cuanto podamos.

—¡Pero yo no puedo quedarme aquí! —gritó Zaisei.

Jack volvió la cabeza hacia ella.

—¡Escúchame! —le gritó—. ¡Solo puedo cargar con tres personas, como mucho! ¡No puedo salvar a nadie más! Y si te pongo en peligro, Shail nunca me lo perdonará. ¡Confía en él! Ahora mismo, su magia será más efectiva que mis alas, o mi fuego.

No le dijo que la magia de Shail estaba fallando a causa de su pierna artificial, pero no hizo falta. Zaisei percibió en su corazón que tenía dudas, y que temía por su amigo más de lo que le daba a entender.

Gaedalu no dijo nada. Había girado la cabeza para contemplar la enorme ola, y ahora se volvió de nuevo hacia el Oráculo. Su mente repetía un único pensamiento obsesivo:

«Mis hijas… mis hijas… mis hijas…».

Aquel pensamiento cobró la intensidad de un chillido cuando la ola se estrelló contra los acantilados de Gantadd y arrasó el Oráculo, a sus pies.

Hubo un pavoroso estruendo. El Oráculo entero tembló. Las sacerdotisas gritaron.

—¡Alza la barrera, mago! —chilló una de ellas. Pero Shail negó con la cabeza.

—El techo y las paredes están protegidos por símbolos arcanos. Resistirán.

El techo crujió sobre ellos de manera siniestra. Las sacerdotisas se apiñaron unas contra otras, muertas de miedo. La puerta también emitió un escalofriante sonido, como si estuviese a punto de rasgarse. Pero resistió, y ni una sola gota de agua se coló por sus resquicios.

Entonces, una enorme grieta cruzó el techo de parte a parte. Este pareció combarse sobre sus cabezas.

—Ahora —dijo Shail, y levantó la barrera.

Todas se encogieron sobre sí mismas, tratando de hacerse más pequeñas.

Entonces, el techo se quebró y una gran tromba de agua cayó sobre ellas. Muchas gritaron de miedo, pero el agua no las tocó.

Shail apenas se atrevía a mirar. Fuera de la barrera, las aguas habían inundado por completo la habitación. Se arremolinaban en torno a ellos, furiosas, presionando la barrera mágica, empujando con tanta fuerza que el mago creyó que no lo soportaría. Sobre todo porque la pierna volvía a dolerle indescriptiblemente.

La puerta cayó por fin, y una nueva tromba de agua inundó la habitación y golpeó la magia de Shail, que dejó escapar un alarido. Sintió que se debilitaba, y supo que no podría aguantar mucho más tiempo, si su pierna artificial seguía absorbiendo parte de su poder. Necesitaba poner toda su magia al servicio de aquel conjuro de protección. No valían medias tintas.

Apretó los dientes.

—¡Ylar! —llamó.

La giganta dio un respingo. Shail alargó la pierna y la plantó ante ella.

No era un espectáculo agradable. El cuerpo de Shail, privado de la magia básica que necesitaba para mantener aquel miembro artificial, reaccionaba contra él. La unión con el metal ya no era limpia; la carne estaba hinchada, y sangraba, como si aquella pierna fuese un millar de astillas metálicas profundamente hundidas en ella. Hubo murmullos entre las sacerdotisas, pero el mago las acalló con una sola palabra:

—Arráncamela.

—¿Qué… qué estás diciendo? —musitó Karale, lívida.

—¡Arráncame la pierna, Ylar —gritó Shail—, o moriremos todos!

Los gigantes tenían fama de ser un pueblo práctico. Ylar agarró la pierna metálica con ambas manos y tiró de ella con todas sus fuerzas. Shail aulló de dolor. La barrera mágica se tambaleó.

—¿Estás seguro de que…? —empezó Karale, pero Shail gritó:

—¡Tira, Ylar!

La giganta volvió a tirar. Karale aferró a Shail por la cintura y tiró en dirección contraria. El mago dejó escapar un nuevo alarido…

Pero Ylar logró desprender la pierna artificial. Shail sintió cómo parte de su magia le era devuelta. Eso le sirvió para calmar en parte su dolor…, pero no del todo.

Luchó por mantenerse consciente. La barrera se fortaleció, y eso le dio ánimos.

Unos momentos después, unos momentos que se hicieron eternos, el nivel de las aguas descendió.

La ola se retiraba.

Shail respiró hondo.

Después cayó entre las sacerdotisas, inconsciente.

Los restos del techo, que habían caído sobre la cúpula mágica, se desplomaron sobre ellos. Ylar sostuvo el pedazo más grande, y las sacerdotisas se refugiaron bajo sus poderosos hombros protectores. Algo, no obstante, liberó a la giganta de su pesada carga. Unas grandes garras de dragón, que apartaban afanosamente los escombros que habían caído sobre ellos. Las sacerdotisas lanzaron exclamaciones de alegría al ver a Jack y sus acompañantes. Pero, por encima de ellas, sonó el grito de horror de Zaisei, al ver a Shail yaciendo sobre el suelo mojado, pálido y cubierto de sangre.

Las tres lunas estaban ya muy altas cuando el grupo regresó al campamento. Tal vez hubieran deseado una llegada más discreta, pero no fue posible; el mago llevaba un bulto entre sus brazos, y el bulto lloraba con toda la fuerza de los pulmones. Pronto, todos los szish estuvieron en pie.

Assher corrió fuera de su tienda, antes de que su maestro pudiera detenerlo. Cuando llegó frente al árbol de Gerde, se encontró con una escena que le resultó extraña, tierna y siniestra a la vez.

Yaren se inclinaba ante Gerde y le tendía el bulto llorón, envuelto en cálidas mantas. Los szish, arremolinados en torno a ellos, contemplaron cómo Gerde tomaba al bebé entre sus brazos y lo contemplaba con una leve sonrisa en los labios. Su sonrisa, sin embargo, se congeló en su rostro. Los szish se miraron unos a otros, inquietos.

—Shur-Ikaili —dijo Yaren, en un susurro—. Como ordenaste.

—Ya veo. —Parecía molesta y divertida a la vez—. ¿Lo has hecho a propósito, Yaren? Me has traído una niña.

Yaren la miró, perplejo.

—Yo… no me había dado cuenta, mi señora. Perdona mi estúpido error. La devolveré y…

—No —cortó ella; de nuevo sonreía—. Una niña… sí, ¿por qué no? —Dejó escapar una breve carcajada—. ¿Y dices que no te diste cuenta? —le preguntó a Yaren—. ¿Acaso no la has cambiado en todo el viaje? Oh, pobrecilla. Con razón huele tan mal. Conozco el olor de los bárbaros y, aunque es desagradable, no suele llegar a estos extremos.

Acunó al bebé, arrullándolo, y los llantos cesaron. Gerde sonrió, satisfecha. Alzó la cabeza y vio a Assher, que contemplaba la escena en silencio. Lo llamó a su lado.

—Mírala —lo invitó, mostrándole a la niña—. ¿No es preciosa?

Assher no había visto nada tan feo en su vida. Una carita redonda, sin escamas, enrojecida por el llanto. Un único mechón de pelo rubio cayendo sobre su frente. Unos bracitos que manoteaban en el aire, brazos de piel pálida, con listas pardas.

Un bebé humano, de la raza shur-ikaili, los bárbaros de las praderas.

—¿No es preciosa? —repitió Gerde—. Lo será más cuando la haya aseado un poco. —Calló un momento y la contempló, con los ojos brillantes—. Voy a llamarla Saissh —añadió.

Los szish se miraron unos a otros, inquietos. «Saissh» era la palabra que utilizaban las serpientes para referirse al número siete.

No había en el Oráculo un solo rincón seco, por lo que todas las sacerdotisas se despojaron de sus capas y formaron con ellas un lecho improvisado para el mago. Zaisei lo estrechaba entre sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas, mientras las sacerdotisas de Wina, cuyos conocimientos médicos superaban a los de todas las demás, le lavaban y le vendaban la herida.

—Se pondrá bien —le aseguró Karale a Zaisei—. Sólo necesita descansar.

Zaisei sabía que mentía, porque estaba demasiado preocupada como para estar tratando una herida leve. Sabía que Shail podía morir desangrado.

Jack, de pie junto a ellos, contemplaba el rostro del mago, con seriedad.

—Puedo tratar de cauterizar la herida —dijo—. Con Domivat.

Como ellas no entendían lo que quería decir, Jack sacó la espada de la vaina.

«Esa cosa es peligrosa, Yandrak», lo reconvino Gaedalu. «Podría hacer que el mago ardiese como una antorcha».

Pero Zaisei alzó la cabeza, decidida.

—Hazlo, Jack.

Las curanderas se miraron unas a otras. Parecieron estar de acuerdo, porque retiraron el paño, empapado de sangre, con el que estaban tratando de detener la hemorragia.

Todas las sacerdotisas miraron hacia otro lado, excepto Zaisei, que mantuvo los ojos abiertos, arrasados en lágrimas.

Jack pasó apenas el filo de Domivat por el muñón sangrante de Shail. Se oyó un siseo, y un fuerte olor a carne quemada inundó la habitación. Se apresuraron a mojar la herida con agua, para que no prendiera.

—Menos mal que está inconsciente —murmuró Jack, impresionado.

Zaisei abrazó a Shail y hundió la cabeza en su hombro, sollozando.

—Ahora sí —dijo Karale—, debe descansar y recuperar fuerzas.

—Pero ¿dónde? —se preguntó otra de las sacerdotisas—. El Oráculo está destrozado…

Jack no les prestaba atención. Se había dado cuenta de que Domivat vibraba de forma extraña. Volvió la cabeza hacia la única de las paredes de la habitación que no había sido arrasada por el agua.

—¿Qué hay ahí detrás?

«La Sala de los Oyentes», respondió Gaedalu.

—Tengo que entrar —dijo él súbitamente.

«Hace mucho que nadie entra allí», repuso la Madre. «Es peligroso».

Jack no respondió. Gaedalu lo ponía de mal humor, y no sabía por qué. Había algo en ella que le resultaba desagradable. Más que la última vez que se habían visto.

—Me da igual —dijo, envainando la espada—. Voy a entrar.

No lo dijo simplemente para molestarla. Era cierto que sentía que algo lo llamaba; además, al descender sobre el Oráculo había visto que la ola no había destruido la cúpula de aquella estancia, que sólo presentaba una grieta superficial. Y, por añadidura, hacía tiempo que estaba interesado en la Sala de los Oyentes. Esa era la razón por la cual había tenido tanto interés en viajar hasta el Oráculo: si las voces de los dioses se oían en aquella habitación, Jack tenía intención de escucharlas.

Zaisei alzó la cabeza hacia él.

—No me iré muy lejos —la tranquilizó—. Estaré aquí al lado.

Una de las sacerdotisas, la mujer yan, se apresuró a decir:

—Perolasvocesqueseoyenenlasalanosonbuenasparanadie. Podríasquedartesordooperderlarazón.

—Correré el riesgo —dijo Jack.

«Tengo que saber», pensó para sí mismo, «qué están diciendo los dioses. Tengo que saber qué pretenden».

Nadie trató de detenerlo cuando salió de la estancia y, sorteando charcos y escombros, llegó hasta la puerta de la Sala de los Oyentes. Las aguas habían arrastrado los colchones que cubrían la entrada, y un sonido sordo, como el retumbar de un trueno, se escuchaba al otro lado. Jack respiró hondo y abrió la puerta.

Al principio no oyó nada, salvo un profundo silencio. Ladeó la cabeza, desconcertado, buscando señales de las voces atronadoras que hacían enloquecer a la gente. A su espalda, Domivat pesaba tanto que parecía haberse vuelto de plomo. Y seguía vibrando, de un modo que Jack no se sentía capaz de definir, porque aquella vibración no parecía sonar en sus oídos, sino en su corazón.

De cualquier modo, algo extraño estaba ocurriendo.

Alzó la cabeza. La enorme cúpula de la Sala de los Oyentes mostraba una larga grieta producida por la presión del agua, pero, aun así, seguía siendo imponente. Era de un material que tenía cierto tono metálico, pero su color era de un violáceo oscuro y profundo. Jack tuvo la sensación de que sobre él no había techo, sino que aquel violeta continuaba sobre su cabeza indefinidamente, hasta llegar al infinito. Aquel techo no parecía ser sólido y, no obstante, lo era. Pero, si lo miraba fijamente, tampoco parecía etéreo. La textura de aquel material fluía, como si fuera líquido… o tal vez se tratase solo un efecto óptico.

Jack sacudió la cabeza y miró a su alrededor. En contraste con el techo, las paredes resultaban decepcionantes, desnudas, sin ventanas ni adornos. Las baldosas del suelo también eran blancas y lisas. Solo la iluminación, suaves luces de colores cambiantes, animaba un poco la estancia. Por lo demás, allí no había nada qué mirar, y Jack comprendió que era intencionado. Los Oyentes no debían tener distracciones.

Había seis escritorios, cada uno junto a una pared. Jack se preguntó si en algún momento de su historia los Oráculos habían llegado a disponer de seis Oyentes. Tal vez fuesen previsiones muy optimistas porque, por lo que él sabía, en cada Oráculo no solía haber más de cuatro.

Se preguntó por qué los llamarían «Oyentes». Era una definición demasiado simplista, porque casi cualquier persona podía «oír»; pero no era tan fácil «escuchar», y esto era lo que ellos hacían. Tal vez en tiempos remotos sí se había creído que había personas que nacían con el don de «oír» el mensaje divino. Pero Jack tenía la sensación de que la voz de los dioses, recogida y amplificada por aquella inmensa cúpula, debía de sonar igual para todo el mundo. Simplemente, algunas personas sabían «escuchar».

Alzó la cabeza, intrigado. ¿Era cuestión de prestar atención, entonces? Trató de concentrarse; cerró los ojos y aguzó el oído.

Y sí, allí estaba. Un murmullo apenas audible, un eco tan lejano que no entendía las palabras que lo conformaban. ¿Esto eran las ensordecedoras voces de los dioses? Jack se sintió un poco desilusionado… hasta que se dio cuenta de que lo que estaba escuchando era la vibración de su espada, Domivat.

Abrió los ojos y la desenvainó, sorprendido. La llama de Domivat iluminó su rostro. Parecía arder con más fuerza que nunca.

—¿Qué…? —murmuró el joven, perplejo.

Por un momento, el fuego de la espada fue tan intenso que lo deslumbró. Giró la cabeza bruscamente y cerró los ojos; lanzó una exclamación de sorpresa cuando notó que la empuñadura ardía también, y la soltó, sobresaltado, retrocediendo un paso. Pero resbaló en un charco y cayó hacia atrás. Por fortuna, el golpe no fue muy fuerte. Jack se quedó sentado en el suelo, mirando a Domivat, que seguía en llamas, tiznando de negro las blancas baldosas.

Le pareció entonces que otro sonido acallaba la extraña vibración de la espada. Jack prestó atención. Sonaba débil y lejano, pero fue haciéndose cada vez más intenso, hasta que el muchacho captó en él una especie de risa, una risa seca y profunda, con un cierto tono sardónico.

No parecía una risa divina, pero nunca se sabía.

—¿Hola? —se atrevió a preguntar, inseguro.

La risa cesó. Jack contuvo el aliento, y oyó entonces una voz, una voz poderosa, que podría haber hecho que los más nobles reyes se postraran ante su dueño, si no fuese por su tono desenfadado:

—Hola, Yandrak.

Jack miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Levantó entonces la cabeza y distinguió algo más arriba, una forma que parecía mezclarse con aquella cúpula fluida, o tal vez emanar de ella.

—¿Quién eres?

La figura empezó a definirse cada vez más, y Jack sintió que algo le oprimía el pecho.

Era un dragón.

—Creo que ya conoces la respuesta —dijo el dragón—. Me niego a creer que después de tanto tiempo cargándome a tu espalda todavía no me conozcas.

Descendió hasta posarse sobre el suelo, ante él. Jack lo contempló, maravillado. No parecía sólido, sino más bien una imagen etérea, una sombra de lo que había sido.

Tampoco era un dragón muy grande, al menos no tanto como algunos de los esqueletos que había visto tiempo atrás, en Awinor. Le pareció que era rojo, pero enseguida tuvo que corregir aquella impresión. Sus escamas tenían un tono más oscuro, una especie de granate intenso, como el color del vino añejo.

Pero lo más destacable de él era su tercer ojo, que lo observaba, divertido, encima de los otros dos.

—Domivat —dijo el chico, con respeto. Quiso levantarse, pero no fue capaz.

El dragón rió de nuevo, y una voluta de humo escapó de entre sus fauces.

—No exactamente. Hace mucho que estoy muerto, aunque parte de mí reside en esa espada que llevas. Así que a estas alturas ya no sé si soy una espada o el fantasma de un dragón, o ambas cosas, o ninguna.

Jack abrió la boca, pero no dijo nada. Quería preguntarle tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Domivat se dio cuenta.

—Para empezar —dijo—, no, no tengo por costumbre manifestarme de esta forma, y por eso no lo había hecho antes. No es tan sencillo. Pero este lugar… —miró a su alrededor, sobrecogido—, este lugar está impregnado de la esencia de los dioses. Y ahora más que nunca. Los dioses son las fuerzas que mueven este mundo: todos los cambios, todas las transformaciones, se ocasionan gracias a ellos, o a la energía que emana de ellos. Si había algo capaz de despertarme, era esto, y no sucederá muy a menudo, si es que vuelve a suceder. Así que aprovechemos el tiempo.

Jack asintió, todavía sin habla.

—A día de hoy —dijo Domivat—, la raza de los dragones está extinta. Tú eres el último, y puede que tus hijos, si es que los tienes, hereden algo del dragón que hay en ti. Pero esto no basta para hacer que poblemos Idhún de nuevo, Yandrak.

—Lo sé. ¿Se te ocurre alguna manera de cambiar eso?

Domivat negó con la cabeza.

—No hay vuelta atrás. Pero no te apenes por ello. Siempre supe que sucedería, y es más: siempre deseé que sucediera. Porque fuimos creados para luchar, y un mundo perfecto no necesita soldados. Por mucho que me duela admitirlo, ni los dragones ni los sheks deberíamos haber existido nunca. La guerra podría haberse prolongado hasta el final de los tiempos, pero una de las dos razas se extinguió primero. Y, créeme, no envidio a los que se quedaron. Porque ahora los dragones descansamos en paz, mientras que los sheks tendrán que seguir viviendo con un odio insatisfecho para siempre.

—Nunca lo había visto de ese modo —admitió Jack, impresionado—. En cualquier caso, los dioses de Idhún son muy crueles.

—No son crueles —respondió el dragón—. Sólo son dioses.

—Ahora están aquí. Van en busca del Séptimo, y cuando lo encuentren, lo destruirán. Esto no sería malo, si no fuese porque a este paso van a destruirnos a todos en el intento. Los sheks opinan que lo más sensato es escapar. De hecho, me parece que ya están en ello. Pero ¿qué dirían los dragones?

Domivat se quedó pensativo un momento. O, al menos, a Jack se lo pareció, porque cerró su tercer ojo. Cuando lo abrió de nuevo, dijo:

—Supongo que nos quedaríamos a salvar el mundo, y moriríamos con él. Una opción muy noble, pero poco práctica.

—¿Y eso es todo? —dijo Jack, decepcionado.

Los tres ojos del dragón brillaron, divertidos.

—¿Crees que los dragones pueden resolver una disputa que ni los propios dioses han sabido cómo solucionar?

—¿Pero cómo es posible que se peleen? —preguntó Jack a su vez—. ¿No se supone que son seres superiores?

—El caos está en el mismo origen del universo, Yandrak. Incluso la vida lleva consigo la muerte y la destrucción. No te has topado aún con la diosa Wina, ¿verdad?

—No… —respondió Jack, y añadió para sí: «Y espero no hacerlo nunca».

Domivat rió.

—Pues lo entenderás cuando lo hagas.

Jack calló, confuso.

—¿Conoces los mitos idhunitas acerca del origen de todo?

—Vagamente. Solo sé que los Seis crearon a las razas de Idhún, y que todo lo que hay sobre el mundo viene asociado al elemento del dios que lo creó.

—Más o menos. Pero yo me refiero a lo que sucedió antes de eso. Me refiero al origen de todo, a la leyenda de Uno.

—No —admitió Jack—. No la conocía. ¿Es importante?

—No es más que una leyenda —sonrió Domivat, con amabilidad—. Pero no se trata de la forma, sino del fondo. Se trata de la idea que subyace bajo el disfraz del mito. ¿Quieres oírla?

Por toda respuesta, Jack cruzó las piernas, buscando una posición más cómoda. Se encontraba muy a gusto y deseaba prolongar aquella conversación lo máximo posible.

—Las leyendas más antiguas hablan de una entidad a la que se ha llamado Um. No me preguntes por qué —añadió, con una larga sonrisa—. Bien, se dice que Um era, simplemente, una conciencia, un pensamiento. No tenía cuerpo, ni existía en ningún lugar físico, puesto que entonces la materia como tal no había sido creada. Habitaba en el Vacío, convencido de que era Único. Convencido de que no existía nada más, aparte de él.

»Por tal motivo, se dedicaba a meditar y a trazar planes, como un arquitecto que proyecta una gran ciudad, hasta el más mínimo detalle. Si ese arquitecto hubiese sido Um, probablemente habría tenido planes para miríadas de grandes ciudades. Um llevaba toda la eternidad trazando planes.

»Hasta que se encontró con Erna.

»Más bien fue ella la que lo encontró a él, porque Erna era una entidad activa. Jamás había trazado planes, jamás había ideado un mundo. Ella sólo quería hacer cosas, de modo que se desplazaba por el Vacío, derrochando energía, moviéndose sin detenerse jamás, sin preguntarse de dónde venía, ni a dónde iba. Quería hacer cosas, pero no sabía qué hacer. También ella pensaba que era Única.

»Como te puedes imaginar, el choque entre ambos fue brutal.

—¿Por qué? —preguntó Jack—. Parecían destinados a forjar una alianza perfecta.

—¿Tú crees? Cuando alguien se ha creído Único durante eones, ni siquiera concibe la idea de que exista Otro. Por tanto, no lo echa de menos.

»Así, el principio de todo nació del caos. De una disputa cósmica… porque Um y Erna quisieron destruirse mutuamente en cuanto se encontraron.

»La cosa no salió como ellos esperaban. Se arrojaron el uno contra el otro, pero, dado que no tenían cuerpo, el resultado fue que ambas esencias se fusionaron en una sola. En Uno.

»Creo que allí nacieron a la vez el amor y el odio. Creo que ambas entidades descubrieron la maravilla de la Unión en mitad de su deseo de destrucción mutua. Y fue una Unión completa y perfecta porque, desde ese mismo instante, Um y Erna dejaron de existir. La Energía y la Voluntad de Erna impregnaron el Pensamiento de Um. Por tanto, Uno quería hacer cosas. Y sabía qué cosas quería hacer, y cómo hacerlas.

»Mientras las esencias de Um y Erna se disolvían lentamente en Uno, el resultado de la Unión recorrió el Vacío como un inmenso cúmulo incandescente, girando sobre sí mismo, en un frenesí cósmico del que fueron, poco a poco, desprendiéndose fragmentos que se desparramaron por doquier, dando origen al universo. Algunos fragmentos se solidificaron, otros no. En cualquier caso, había nacido la materia.

«El Big Bang», pensó Jack, con una sonrisa.

—Pero la historia no termina ahí —dijo el dragón—. Porque la existencia de Uno, como tal, fue bastante breve en comparación con la de sus antecesores. Una vez terminada la Unión, su resultado estalló en miríadas de fragmentos que fueron lanzados al universo. Podríamos decir que eran los hijos de Um y Erna, los hijos de Uno, tal vez. Entidades inmateriales, con las ideas y planes de Um, y la energía y voluntad de Erna.

—Dioses —entendió Jack.

—Dioses —asintió Domivat—. Multitud de ellos, más o menos poderosos, todos procedentes de la misma fuente, pero cada uno de ellos con una identidad distinta. La mayor parte de ellos encontraron mundos que habitar, pedazos de roca flotando en el espacio. A algunos de esos mundos llegó un dios, a otros, varios. A otros, ninguno, y esos fueron mundos muertos.

Jack se preguntó cuántos dioses habrían llegado a la Tierra. No podía saberlo, puesto que cada cultura tenía una concepción diferente y, al fin y al cabo, las grandes religiones monoteístas no habían sido las primeras. Sacudió la cabeza, y supuso que, si los humanos terrestres aún no se habían puesto de acuerdo en esa cuestión, no iba a resolverla él solo.

—Y había infinidad de proyectos que llevar a cabo —prosiguió Domivat—. Los dioses tenían dónde elegir, sin duda. Y tenían el poder de hacerlos realidad. Cada mundo vivo no es más que la materialización de uno de esos proyectos. Puede que haya varios mundos con el mismo proyecto, o puede que cada uno sea diferente. O puede que los dioses hayan alterado esos proyectos primigenios y creado otros nuevos, quién sabe.

—¿Qué fue de Um y Erna? —quiso saber Jack—. ¿Y Uno?

—Dejaron de existir. O, más bien, podría decirse que existen en cada uno de los dioses que pueblan los mundos vivos.

Jack se quedó pensativo un momento, Luego dijo:

—Me ha llamado la atención una cosa. ¿Era Um una entidad masculina, y Erna, una femenina? ¿Puede existir el concepto de sexo en algo que no tiene cuerpo?

—Hay dioses y diosas, y se supone que son inmateriales —hizo notar Domivat—. No lo sé. Puede que lo masculino y lo femenino no solo estén vinculados al cuerpo, sino también al espíritu, a la esencia. He conocido dragones machos que se sentían hembras, y al contrario. Quién sabe.

»O puede que no, y hablamos de dioses y diosas porque necesitamos imaginarlos como nosotros. Necesitamos saber si hablamos de El o de Ella, sin darnos cuenta de que eso niega la otra posibilidad. La posibilidad de que sean ambas cosas, o ninguna.

—O ninguna —asintió Jack—. El Séptimo no hace distinciones, por ejemplo. No le importa ocupar un cuerpo masculino o uno femenino. Ahora mismo es la Séptima —sonrió.

—El Séptimo es un ente extraño —asintió Domivat—. Personalmente, sí creo que tenemos tres dioses y tres diosas en Idhún. La tradición es muy clara con respecto a esto. Tal vez porque al principio ocuparon, respectivamente, cuerpos masculinos y femeninos.

—¿De verdad utilizaron cuerpos materiales alguna vez? —preguntó Jack, interesado.

—Para crear los moldes de todas las cosas, especialmente las más pequeñas. Los dioses son fuerzas poderosas. No pueden hacer filigranas. Para establecer las bases de la creación, para modelar cada ser, necesitaban cuerpos más pequeños.

—Como un pintor que utiliza un pincel muy fino para pintar los detalles más pequeños de un cuadro —asintió Jack—, porque sus propios dedos son demasiado gruesos.

—Pero creo que no les gusta verse encerrados en la materia, porque no han vuelto a hacer nada parecido, que se sepa, e incluso ahora se desplazan por Idhún sin cuerpos materiales, aun a riesgo de destruirlo todo a su paso.

—Y fueron cuerpos masculinos y femeninos.

—Eso parece, si hacemos caso de las leyendas. Puede que eso los ayudara a definirse, aunque sólo fuera por comodidad. Sinceramente, no creo que les importe demasiado.

»En cambio, lo de Um y Erna no está tan claro. Algunas leyendas hablan de Um como «Ella», y de Erna como «El». Así que puede que sí fueran un ente masculino y uno femenino; pero no tenemos claro cuál era cual. En lo que sí coinciden todas las tradiciones es en que Uno era «Ello». Una mezcla de ambas cosas.

»Pero el Séptimo, o la Séptima, no solo es un ente extraño por su curiosa indefinición en cuanto a su manifestación material. Lo es porque todas las leyendas son muy claras con respecto a una cosa: fueron Seis los dioses que llegaron a Umadhun, y después a Idhún. Seis, no Siete.

—Eso dicen. Pero siempre me pregunté si no sería esa la versión de los sangrecaliente, que han tratado de negar siempre la existencia del Séptimo dios.

El dragón rió.

—Conoces Umadhun, hablas del Séptimo dios, utilizas el término sangrecaliente y dudas de las historias sagradas acerca de los Seis —observó—. Más que un dragón, pareces un poco shek.

Jack desvió la mirada, incómodo.

—He aprendido cosas de ellos. Al fin y al cabo, los sheks eran los únicos que estaban ahí para responder a mis preguntas.

Los tres ojos de Domivat, negros como el azabache, relucieron peligrosamente.

—Cuidado, joven híbrido —le reconvino—. Está bien que aproveches tu parte humana para hacer cosas que, como dragón, habrían estado fuera de tu alcance. Pero no olvides nunca que el fuego corre por tus venas. Si lo haces, estarás perdido.

—¿Insinúas que debería reanudar la lucha contra los sheks, abandonarme a un odio ciego y sin sentido? —protestó Jack, irritado.

—Ah, pero fueron el odio, el caos y la destrucción los que dieron origen a todo lo que existe.

—No estoy de acuerdo. Es el amor lo que crea la vida. El odio solo la destruye. Además, tú mismo has dicho que en un mundo perfecto no existirían soldados.

—¿Verdad que es un contrasentido? Ahí es a donde quiero llegar, Yandrak. Esa es la raíz del problema… porque el mismo caos que creó el universo destruyó Umadhun. Y el amor que crea la vida estuvo a punto de destruir al último unicornio, la expresión última de la magia, de la energía creadora de los dioses. Morir por amor. Vivir para odiar. Debería ser una paradoja y, sin embargo, no lo es.

—Es lo mismo —comprendió Jack—. Uno.

—Exacto. Vida y muerte, orden y caos, luz y oscuridad, amor y odio. El problema, Yandrak… es que el Séptimo fue solo muerte y caos, oscuridad y odio.

—No te creo. El Séptimo creó a los sheks, y los sheks no son malvados. O al menos, no todos ellos. Son fríos y despiadados a veces, pero no son malos. Por mucho que nos hayan hecho creer lo contrario.

—Ahí está el problema. Ese es el enigma de los dioses de Idhún, el origen de la guerra y de ambas especies. Es parte de la paradoja.

»Umadhun no es nuestro mundo. Nunca lo fue. Nosotros, los dragones, somos hijos de Idhún…, igual que los sheks.

—Sin embargo, los desterrasteis a Umadhun.

—Sí, y no nos lo han perdonado. Detestan ese mundo porque no tiene nada que ver con ellos. Y, sin embargo, tampoco son del todo idhunitas. ¿Entiendes por qué?

—Porque fueron Seis los dioses primigenios. Porque el Séptimo no participó en la creación de Idhún.

—Eso parece: los Seis son los dioses creadores, y eso significa que el Séptimo es un dios destructor.

»En cuanto a los sheks… no pertenecen a Umadhun, pero, aunque nacieron en Idhún, no son tampoco parte de este lugar. Los dragones los respetábamos. Pero no podíamos dejar de odiarlos. De modo que los mandamos lejos, a otro mundo. Puede parecer cruel y, sin embargo, durante el tiempo en que estuvieron desterrados, hubo paz en Idhún. Una paz relativa, quiero decir. Las otras razas seguían con sus pendencias de siempre. Pero la Gran Guerra entre sheks y dragones se estancó en una larga tregua.

—Los sheks dicen que masacrasteis a los szish —recordó Jack—. Y que durante esa tregua de la que hablas, había dragones que iban a Umadhun a matar sheks.

—Mmm, sí, y qué difícil es reprimir el odio, sobre todo cuando se es joven —suspiró Domivat—. Se decidió que el destierro era suficiente castigo, que no debíamos aprovecharnos de la debilidad del enemigo para destruirlo por completo…, aunque, si lo hubiésemos hecho, la guerra habría terminado para nosotros, definitivamente. Es la opción que eligieron los sheks. Por eso, ellos sobreviven como raza, y nosotros no. Siempre fueron más inteligentes —suspiró de nuevo.

»Muchos dragones no soportaron la idea de dejar escapar a los sheks. Se vengaron en los szish. No porque fueran más débiles, sino porque no eran tan importantes. Incluso los sheks valoraban más la vida de un dragón que la de un szish, y estos no eran el enemigo que habíamos decidido respetar. Sólo eran…

—Sangrefría —dijo Jack con un hilo de voz—. Sé que es difícil luchar contra el odio. Los sheks dicen que no debe reprimirse, sino tratar de controlarlo. Yo soy joven, y lo estoy consiguiendo —dijo, con mal disimulado orgullo.

—Tú eres en parte humano. Cierto es que los dragones habríamos preferido que el último de nuestra especie fuese un dragón puro, pero esa alma humana te ha salvado la vida muchas veces. En el fondo, no eres menos impetuoso que la mayoría de los jóvenes dragones que he conocido. Si no fueses también humano, habrías sucumbido al odio, como todos los demás. De hecho, recuerdo que en una ocasión estuviste a punto de descargarme sobre una cría de shek. Entonces Haiass me detuvo. De lo contrario, habríamos matado a la cría, tú y yo. Bonita manera de controlar el odio. —Jack enrojeció de vergüenza—. Los dragones llevamos milenios intentando controlar o reprimir el odio, igual que los sheks. No es tan sencillo. Pero tú tienes también un alma humana, y los humanos no odian a los sheks por naturaleza. Aunque se empeñen en creer que sí.

—Hubo una shek que controló su odio —musitó Jack—. Me salvó la vida. Me ayudó.

—A eso me refería con que tu alma humana te ha salvado en más de una ocasión. Hueles menos a dragón que cualquier otro dragón. Respeto a todos los sheks, y en especial a aquellos que luchan contra su odio, pero sé lo que son, porque en eso, nosotros somos iguales. Si hubieses sido simplemente un dragón, ella no lo habría soportado. Habría terminado por matarte, aunque no lo quisiera.

—Odiaba a otra persona. A un dios.

—Odiaba a su propio dios —asintió Domivat—. Y se vio obligada a pactar con un dragón. Pobre criatura, cuánto debió de haber sufrido.

Jack no respondió. Permaneció un rato en silencio, recordando a Sheziss.

—Pero ahora tú tienes la oportunidad. Tú y el otro híbrido, el que empuña a Haiass. Por primera vez existe la posibilidad de una alianza. Y tal vez entre los dos… entre los tres… logréis comprender el enigma de nuestra existencia, algo que nos ha estado vedado a sheks y dragones porque el odio jamás nos permitió entendernos.

—Sheziss dijo que los dragones disfrutabais matando sheks. Que os abandonabais al instinto.

Domivat rió.

—¿Eso te dijo? Ellos disfrutaban matando dragones también. Es parte de nuestra maldición. Disfrutamos matándonos unos a otros. Aunque nos horrorice. No podemos evitarlo.

»Y sí, somos más irreflexivos que los sheks, pero tampoco es para tanto. De todas formas, a lo largo de los siglos hemos buscado mil y una excusas para hacer lo que hacíamos, porque no nos gustaba hacerlo sin motivo. Los sheks decían que nosotros éramos crueles, y así justificaban su odio. Nosotros solíamos decir que ellos no tenían sentimientos, y así justificábamos el nuestro. Para ellos, nosotros disfrutábamos odiando, y eso les parecía atroz. Nosotros decíamos que a ellos les daba igual, y eso lo encontrábamos monstruoso. Supongo que ambos bandos exagerábamos, para sentirnos mejor con nosotros mismos.

—Supongo que sí —murmuró Jack.

Domivat le dedicó una larga mirada.

—Pero eso ya no tiene tanta importancia —dijo—, porque la guerra entre nosotros ha terminado. Hemos perdido, así que los dioses dejarán de jugar e intervendrán en la lucha de una vez por todas.

—Si hemos perdido, ¿no deberían aceptarlo?

—¿Y dejar Idhún en manos de la Séptima y sus sheks? No es como si fuese una disputa entre los Seis, Yandrak. Este mundo es suyo. Ella es una advenediza. No pueden rendirse, porque eso supondría quedarse sin mundo. Podrían crear otro, es cierto, pero ya lo hicieron una vez, ya dejaron Umadhun atrás y no van a abandonar Idhún, al menos mientras siga más o menos intacto.

—¿Y por qué razón no le hacen a la Séptima un lugar en el panteón?

—¿Por qué razón Um y Erna decidieron destruirse mutuamente? No podemos saberlo, pero está en la naturaleza de todas las cosas. Tal vez ellos sí tengan razones para odiar a la Séptima. Sus criaturas hicieron cosas terribles cuando llegaron a Idhún.

—¿Según la versión de quién?

Domivat entornó los ojos.

—Según la versión de los unicornios. Dijeron que las serpientes eran la encarnación del mal, del caos, del odio y de la oscuridad.

—Vaya —dijo Jack—. Esto no me lo esperaba de los unicornios. Pensaba que eran neutrales.

—Son neutrales. Y por esta razón sé que decían la verdad.

—Pero Victoria… —empezó Jack—. El último unicornio ama a un shek. ¿Es por su parte humana, porque se siente atraída por la oscuridad?

Domivat sonrió.

—Los unicornios dijeron que las serpientes eran la encarnación del mal, del caos, del odio y de la oscuridad —repitió—. Pero nunca dijeron que debieran ser destruidas por ello. Supongo que pensaban que en el mundo debe haber de todo. Imagino que ellos comprendían mejor que nadie la esencia de Uno.

—Los unicornios —murmuró Jack—, son difíciles de entender.

—No tanto como piensas —respondió Domivat, con un brillo soñador en la mirada—. No tanto como piensas.

Hubo un nuevo silencio, que Jack rompió al cabo de unos instantes.

—Entonces, ¿qué he de hacer?

—Lo que creas conveniente. Ya eres mayorcito para tomar tus propias decisiones.

Jack se quedó con la boca abierta.

—No puedo decirte lo que has de hacer —bostezó el dragón—. Me he limitado a contarte lo que sé.

—¿Todo lo que sabes? Las leyendas también dicen que lo ves todo, incluso el futuro. ¿Es cierto? ¿Sabes lo que va a pasar?

—No lo veo todo. Si fuese así, me habría vuelto loco. Solo veo algunas cosas. Cosas buenas, y cosas malas. Pero lo que yo veo es sólo un fragmento de la realidad, y no se puede juzgar el futuro entero por un solo aspecto. Creía que ya estabas escarmentado con respecto a las profecías.

Jack asintió enérgicamente, dándole la razón. Entonces se dio cuenta de que la imagen de Domivat se hacía más difusa.

—¿Qué te pasa?

—Que ya no tengo fuerzas. La diosa se aleja, y la energía que recoge esta sala ya no es tan intensa. He de despedirme, Yandrak, pero antes he de decirte dos cosas. La primera… no me prives del placer de un combate contra Haiass de vez en cuando. Por favor.

Jack lo miró, sorprendido. Ya se había dado cuenta de que Domivat conocía el nombre de la espada de hielo, pero no el del shek que la empuñaba.

—¿Disfrutas peleando contra ella?

—Oh, sí —dijo él con fruición—. Ya hace tiempo que fallecí como dragón, pero una parte de mí sigue viviendo en esa espada. Me temo que le he contagiado parte de mi odio. Y me encanta golpear una espada con alma de shek. Casi tanto como probar la sangre de shek —añadió, y Jack habría jurado que estaba a punto de relamerse de gusto.

—Bueno —dijo el chico, algo incómodo—, puede que tenga que pelear contra más sheks en el futuro, pero ahora suelo usar mi cuerpo de dragón cuando lo hago, y me he jurado a mí mismo que no voy a volver a herir a Kirtash, que es el shek contra el que suelo blandirte más a menudo. Lo siento.

—Por eso me contento con pedirte que me uses contra Haiass. Tiene algo del espíritu de un shek, también. Una vez la rompí —añadió, y sus tres ojos relucieron de júbilo—, aunque no negaré que me alegré cuando volví a enfrentarme contra ella. Así tendré la ocasión de romperla más veces.

—Eso si ella no te rompe a ti —lo riñó Jack—. Veré lo que puedo hacer. ¿Y qué otra cosa querías decirme?

Domivat lo miró, muy serio. Jack se sintió inquieto.

—Que ya no tengo fuerzas para protegerte —dijo el dragón—. Así que… corre.

La imagen se desvaneció de pronto. La llama de la espada perdió fuerza, quedándose solo en un leve resplandor apagado.

Y toda la sala pareció derrumbarse sobre Jack. El murmullo lejano que había oído al entrar se transformó, de pronto, en una cacofonía de voces atronadoras que lo golpearon con la fuerza de un alud. Jack apenas tuvo tiempo de envainar la espada y dar media vuelta, tapándose los oídos y gritando de dolor. Pero las voces llenaban su cabeza, amenazando con hacerla estallar. Jack cayó de rodillas al suelo, a escasos pasos de la puerta, y se retorció sobre las baldosas mojadas, gritando, en plena agonía.

Sussh, gobernador de Kash-Tar, el shek que aún regia los destinos de las gentes del desierto, estaba dormitando cuando recibió la noticia. Se despejó inmediatamente, aunque en apariencia seguía completamente dormido. Pero una parte de su mente estaba receptiva al mensaje del otro shek.

«Los rebeldes han destruido Nin», le dijo.

Sussh entreabrió los ojos, sorprendido. El mensaje telepático del shek iba más allá del concepto «destruir». Traía implícitos todos los detalles: la ciudad había sido completamente arrasada, no había quedado piedra sobre piedra, todos habían muerto. Sangrecaliente, sangrefría, daba igual. Todos muertos.

«Han usado fuego», dijo el shek.

Lo habían carbonizado todo. El fuego era el mayor enemigo de los sheks, violento e impredecible. Y lo habían usado contra ellos.

«Suponemos que han sido los dragones. No queda nadie con vida para contarlo».

«Dragones», repitió Sussh. «Esos sangrecaliente siguen emulando a los dragones con esas desagradables máquinas. Y son tan sanguinarios como lo fueron ellos».

«No ganaban nada destruyendo la ciudad», opinó el shek. «Nada, salvo asegurarse de que no volvíamos a conquistarla. Los sangrecaliente son orgullosos y vengativos. Prefieren ver algo muerto que en manos de sus enemigos. Eso lo han aprendido de sus dioses», añadió, con ironía.

«Bien», dijo Sussh. «Entonces, habrá que acabar con ellos antes de que sigan destruyéndolo todo. Regresa, Zakiash. Organizaremos un ataque a la base rebelde».

«Pero se ocultan en los confines de Awinor».

«Me he cansado de ser considerado. Si esta es la manera en que los sangrecaliente honran la memoria de los dragones… construyendo máquinas de matar semejantes a ellos… nosotros no tenemos por qué respetarlos tampoco».

Kimara se inclinó sobre la arena, con la cabeza gacha. En teoría, era para buscar huellas, pero lo cierto era que no se sentía capaz de seguir mirando.

La arena bajo sus pies se había fundido, cristalizada por el calor que había tenido que soportar. Era una visión extraña y sobrecoge —dora, pero era mejor que ver los restos carbonizados de Nin.

Todo destruido. Todos muertos.

Sintió un vacío en el estómago y parpadeó para contener las lágrimas. Oía los gritos y las maldiciones de sus compañeros, lamentos que se llevaba el viento, porque no quedaba en Nin nadie que pudiera escucharlos.

Una mano cayó sobre su hombro, sobresaltándola.

—Lo siento mucho —dijo la voz de Raudo, extrañamente ronca—. Llegamos tarde.

Kimara asintió. Sus ojos llamearon con fura.

—Nunca más —juró—. Esa maldita serpiente no volverá a atormentar a mi pueblo. Voy a matarlo con mis propias manos.

—¿Serpiente? —repitió Raudo en voz baja—. ¿Crees que los sheks están detrás de todo esto?

—¿Y quién si no? ¿Acaso no has visto como se alejaba el último rezagado?

Rando no contestó enseguida. Paseó la mirada por las ruinas ennegrecidas de Nin, por los cuerpos carbonizados, restos irreconocibles que parecían haber sido sometidos al fuego de uno de los soles. El viento traía consigo un aroma a humo y ceniza, a carne quemada, a muerte y tormento.

—Son sheks —razonó el semibárbaro—. No les gusta el fuego.

—Bueno, es obvio que han decidido atacarnos con nuestras propias armas —dijo Kimara, impaciente.

Rando se encogió de hombros.

—Si tú lo dices…

Kimara se incorporó y le dio la espalda, algo molesta.

—No espero que lo entiendas. Al fin y al cabo, tú no eres de aquí.

Rando la miró un momento y luego dejó escapar una carcajada.

—Sí, será eso. El calor del desierto me vuelve insensible ante la desgracia ajena.

Kimara no pudo dilucidar si lo decía en serio o se estaba burlando de ella. Se alejó del semibárbaro, a grandes zancadas, para reunirse con Goser. Los ojos de él estaban más brillantes de lo habitual.

—Undíaaciago —susurró la joven.

—ElúltimodíaaciagodeKashTar —juró Goser.

Se volvió hacia los demás y les llamó la atención con un grito de guerra.

—¡Susshpagaráporesto! —gritó—. ¡Mataremoshastalaúltimaser-pientedeestatierray KashTarvolveráaserlibre!

Todos contestaron con salvajes gritos de ira y de odio.

—¡Venganza! —gritó Goser, alzando en el aire una de sus hachas—. ¡MuerteatodaslasserpientesenelnombredeAldun!

—¡EnelnombredeAldun! —corearon los rebeldes—. ¡Muerteato-daslasserpientes!

Kimara gritó con ellos. Pero Rando se limitó a mirarlos, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la duda latiendo en su mirada bicolor.

Se hizo el silencio, por fin. Las voces se habían convertido en un susurro confuso y, cuando se acallaron del todo, apenas se oyó una última palabra, como un leve soplo de brisa: «… destruirte».

Jack disfrutó del silencio un momento, y entonces se dio cuenta de que había algo más, algo que llenaba su corazón de una ternura indescriptible. Percibió unos brazos que lo acunaban, unas manos que acariciaban su rostro, unos dedos que se enredaban en su pelo. Su corazón se encendió de pronto.

Abrió los ojos, con esfuerzo. Y allí estaba la mirada de ella, que no se apartaba de él. Tenía que ser un sueño.

—¿Victoria? —dijo con esfuerzo.

La joven lo abrazó con fuerza, y Jack luchó por despejarse. Respondió a su abrazo, aún aturdido.

—Victoria…, ¿cómo…? ¿Qué haces aquí?

Tal vez todo había sido un sueño, o una pesadilla, y todavía estaban en la Torre de Kazlunn o, mejor aún, en Limbhad. Miró a su alrededor, y vio, a la pálida luz de la mañana, una habitación húmeda, con el techo semiderruido y las paredes llenas de grietas. El suelo estaba aún inundado de agua.

Seguía en el Oráculo.

—Te hemos estado esperando en la Tierra —le dijo ella al oído; Jack percibió la emoción que impregnaba cada una de sus palabras—. Pero no volvías, y yo temía que te hubiese pasado algo malo… Vi a través del Alma que tenías problemas… y volví para buscarte. Jack, ¿cómo se te ocurrió entrar ahí dentro?

Jack empezó a pensar con claridad. Se incorporó.

—¿Y Domivat? —preguntó.

—La llevabas a la espalda. Te he quitado la vaina para que estés más cómodo.

—Domivat… Victoria, no imaginas las cosas que he aprendido allí dentro. ¿Me viste a través del Alma? ¿Viste…?

—Vi que hablabas solo, Jack. Temí que la voz de los dioses te hubiera hecho perder el juicio.

Jack calló, confundido. Victoria tomó su rostro entre las manos y lo miró largamente. Después, depositó un suave beso sobre los labios de él. Jack respondió al instante, olvidándose de Domivat, de los dioses y de las historias sobre la creación.

La abrazó con fuerza.

—Te he echado de menos —le dijo, sonriendo sin poderlo evitar—. Me alegro de que hayas vuelto, pero, por otro lado, las cosas aquí no han mejorado. Los dioses siguen siendo un peligro, y si su presencia te sigue afectando, como canalizadora que eres, no estás segura aquí.

—Sí, pero no me importa. No puedo seguir viendo cómo te juegas la vida una y otra vez, y quedarme mirando, sin hacer nada.

—Eso es lo que hacen los unicornios: quedarse mirando, sin hacer nada.

Victoria sacudió la cabeza con energía.

—Puede ser —dijo—, pero yo soy algo más que un unicornio —le recordó.

Jack sonrió.

—Shail se alegrará mucho de verte —dijo, y entonces recordó que el mago había perdido su pierna artificial de una forma muy desagradable. Victoria leyó la incertidumbre en su mirada.

—Ya le he visto —lo tranquilizó—. El es otro de los motivos por los que he vuelto. He terminado de curar su herida, pero está muy débil. Y en cuanto a esa pierna…

Jack movió la cabeza.

—Fue idea de Ydeon, y está claro que no debió hacerle caso.

—Tal vez no fue tan mala idea, Jack. He visto esa cosa y es algo más que una cosa. Está viva en parte. Ahora está tan débil como Shail, pero creo que ambos forman ya parte del mismo ser. Me parece… —titubeó un momento, y luego dijo—, me parece que yo puedo ayudarlos a ambos. Es lo menos que puedo hacer por él —añadió.

Jack la miró, dubitativo, pero no dijo nada. Trató de levantarse, apoyándose en el hombro de ella.

—Hay muchas cosas que hacer —dijo—. Tengo que volver con Shail, y averiguar si Alexander consiguió poner a salvo a las niñas. Y después hay que reunir de nuevo a toda la gente importante de Idhún. No pueden seguir ignorando todo lo que está pasando. Tal vez entre todos logremos encontrar una solución. Claro que —añadió de pronto, mirando a Victoria con cariño—, tal vez eso pueda esperar un poco. Tenemos que celebrar este reencuentro, ¿no crees? —añadió, guiñándole un ojo con picardía.

Victoria sonrió y le respondió con un beso. Jack recordó entonces a Christian.

—¿Dónde te has dejado al shek? —le preguntó, burlón—. ¿Crees que me taladrará con una de sus miradas gélidas si te acaparo un poco?

Victoria se puso seria de pronto.

—Volvimos juntos a Idhún, pero no se ha quedado conmigo —dijo—. Jack, Christian ha vuelto con Gerde.