XII
La Ira de Neliam

Puerto Esmeralda estaba construido sobre un altísimo acantilado, y protegido por una enorme muralla que lo separaba del mar; una muralla que a Jack, cuando la vio, le recordó a una mandíbula de largos y afilados colmillos. Esto se debía a sus grandes torres cónicas, terminadas en pequeñas plataformas que parecían lugares estratégicos para observar el mar. Más tarde sabría que en lo alto de cada una de las torres se situaba un gran cuerno que solía sonar cuando subía y bajaba la marea. Los encargados de otear el horizonte desde allí y de hacer sonar el cuerno, con niebla, viento o lluvia, recibían el nombre de Vigilantes de las Mareas.

Jack planeó un instante sobre Puerto Esmeralda, admirando la impresionante cascada que formaba el río Adir al caer en picado desde lo alto del acantilado, por una compuerta abierta en la muralla.

—¡Aterriza en las afueras de la ciudad! —le gritó Shail—. ¡Estás llamando mucho la atención!

—¿Por qué se llama Puerto Esmeralda? —preguntó Jack a su vez, intrigado—. ¿Dónde están los barcos?

Por la forma en que estaba construida, daba la sensación de que la ciudad se defendía del mar con uñas y dientes, en lugar de estar abierta a él.

A sus oídos llegó la alegre risa de Shail.

—Te lo enseñaré cuando bajemos —le respondió.

Aterrizaron junto al río, lejos de las murallas. Jack se transformó inmediatamente en humano, puesto que no lejos de allí había un camino que llevaba directamente a las puertas de la ciudad. También Alexander deseaba pasar inadvertido. Se echó una capa sobre los hombros y se cubrió la cabeza con una capucha. Y así, una vez listos, se encaminaron a la ciudad.

Las puertas de Puerto Esmeralda estaban abiertas de par en par, aunque todos los que entraban en la ciudad, ya fuese en carro, a caballo o andando, tenían que dar su nombre y el motivo de su visita a los guardias de la ciudad. No obstante, mientras estaban en la cola, Jack comprobó que la mayor parte de la gente entraba sin cumplir aquella formalidad; por lo visto, casi todos eran vecinos de Puerto Esmeralda, o bien solían visitarla a menudo, puesto que los guardias ya los conocían. Se estaba preguntando qué tenía pensado decir Shail, y cómo debían actuar en el caso de que los guardias reconociesen a Alexander, cuando uno de ellos los saludó enérgicamente.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Cuánto tiempo sin verte, Fesbak!

Ante su sorpresa, Shail respondió:

—¡Lo mismo digo, Estrik! ¡Veo que sigues en la puerta!

—¡Ya ves! —bromeó el guardia—. No abandono la esperanza de que algún día me dejen entrar.

Shail rió, de buen humor. Jack lo miró, perplejo.

—¿Cómo te ha llamado?

—Fesbak. Es el apellido de mi familia. Lo cierto es que somos tantos hermanos que la gente que nos conoce tiene problemas para recordar los nombres de todos, así que suelen llamarnos así.

—¿Familia? —repitió Jack—. ¿Quieres decir que viven aquí?

Somos de aquí —corrigió Shail—. Mi padre, mi madre y mis hermanos y hermanas. Por no hablar de mis tíos, primos… Si la ciudad no fuera tan grande, la mitad de sus vecinos estarían emparentados con nosotros.

Jack sonrió, aún un poco sorprendido. Nunca se le había ocurrido que Shail pudiera tener familia… pero, si se paraba a pensarlo, lo cierto era que nunca le había preguntado al respecto.

Llegaron junto a los guardias, pero Estrik no mostró mucho interés en saber quiénes eran los acompañantes de Shail, y qué asuntos les traían a la ciudad. Por el contrario, estuvo un buen rato hablando con Shail acerca de lo que había sucedido en Nandelt en los últimos años. Dio por sentado que el mago había permanecido encerrado en la Torre de Kazlunn desde el día de la conjunción astral, como la mayoría de los hechiceros de Idhún. Shail no lo desmintió.

—Me alegra ver que sobreviviste al ataque de los sheks —comentó Estrik—. Y veo que el encierro te ha sentado estupendamente. Aún pareces un chaval, y eso que han pasado casi veinte años desde la última vez que te vi.

—Cosas de magos —respondió Shail, evasivo—. Ya sabes, hechizos rejuvenecedores y esas cosas.

—Ya verás cuando te vea tu madre. Y a tus hermanos no los vas a reconocer, especialmente a los pequeños.

La sonrisa de Shail se desvaneció. Jack podía comprender cómo se sentía. Desde el día en que había viajado a la Tierra por primera vez, para él habían transcurrido sólo siete años. Siete años, que habían sido casi dos décadas en Idhún. No había visto a su familia en todo aquel tiempo. Los más jóvenes ya debían de ser hombres. Sus hermanos pequeños serían ahora mayores que él.

—Vamos —lo apremió Alexander, empujándolo suavemente—. Hay cola.

Shail se despidió de Estrik y siguió avanzando, aún un tanto turbado.

Momentos después, los tres cruzaban el arco de entrada a la ciudad y se perdían en sus laberínticas callejas.

Desde dentro, Puerto Esmeralda seguía sin dar la sensación de ser una ciudad marítima. Las calles eran pequeñas y estrechas, y las casas, muy bajas, de dos pisos como máximo. La sombra de la muralla lo cubría todo, como si quisiera proteger a sus habitantes de los peligros del océano.

Recorrieron las calles de Puerto Esmeralda, envueltos en una niebla húmeda y pegajosa. El sonido de los cuernos llenaba sus oídos como un lamento lúgubre. Todo ello unido al hecho de que la ciudad parecía estar desierta contribuía a darle un cierto aspecto fantasmal.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Jack.

—En el puerto —respondió Shail—. Hay marea baja, pero está subiendo. Pronto regresarán los barcos.

—¡El puerto! —repitió el chico, desconcertado—. ¿Y se puede saber dónde lo escondéis? ¡Aún no he visto ni un solo barco!

Shail sonrió, y señaló una arcada baja al fondo de una calle sin salida. Jack había visto antes aquellos arcos, decorados con motivos marinos, que cubrían escaleras descendentes. Le habían recordado a las estaciones de metro de la Tierra, aunque había supuesto que conducían a sótanos o bodegas.

—¿Bajo tierra? ¿Tenéis un puerto subterráneo?

—Casi. Te lo mostraré más tarde, si quieres. Ahora será mejor que busquemos un sitio donde alojarnos.

Un rato después llegaban a una casa de dos pisos, un poco más grande que las demás. Tenía dos dependencias: un edificio más estrecho, el cual se abría a la calle a través de una enorme puerta ancha en forma de arco, que conducía a una tienda, y otro más amplio, adosado al primero, que parecía un almacén.

Salió a recibirlos una mujer de unos cuarenta años, enérgica y vivaz, de amplia sonrisa y alegres ojos castaños. A Jack le resultó familiar.

—¡Bienvenidos a nuestro almacén de productos traídos de todo Idhún! —los saludó—. ¿En qué puedo ayudaros?

Shail se quedó mirándola, con un brillo de emoción contenida en los ojos.

—¿Madre? —pudo decir.

Pero la mujer lo miró sin reconocerlo.

—Ten por seguro que, si hubiese tenido un hijo tan guapo como tú, lo recordaría —bromeó—. ¿A quién buscabas, hechicero?

Shail se sobrepuso, y la miró mejor.

—¡Inisha! Cómo… quiero decir… ha pasado mucho tiempo, y has cambiado. Te pareces mucho a nuestra madre.

Ella lo observó con atención.

—Bendita Irial —susurró—. ¿Shail?

Corrió a su encuentro, y los dos se abrazaron con cariño. Inisha se separó de él para volver a mirarlo.

—Pero… ¿dónde has estado todo este tiempo? ¿Y qué te has hecho? ¡Si tú y yo teníamos casi la misma edad!

Shail se mostró un poco avergonzado.

—Lo siento. Cosas de la magia —mintió.

Su hermana volvió a abrazarlo, esta vez con más energía.

—¡Ha pasado tanto tiempo…! ¿Tienes idea de todo lo que ha sucedido aquí? Pero no te quedes en la puerta. Tú y tus amigos sois bienvenidos.

Jack le dedicó una amplia sonrisa. Alexander, sin embargo, permanecía quieto, con gesto serio y sombrío. Shail lo vio, y entendió que se estaba acordando de su propio hermano, muerto en la batalla de Awa. Por fortuna, Inisha seguía hablando sin parar, por lo que pronto distrajo a Alexander de sus tristes pensamientos.

Alcanzaron el puerto de Dagledu al atardecer.

El viaje no había sido largo, pero a Zaisei se lo había parecido. Las primeras horas en el interior de la cápsula las había pasado durmiendo, envuelta en su capa, mecida por las olas; ni siquiera los ocasionales gorjeos de los lamus que tiraban del vehículo habían logrado despertarla de su profundo sopor. Solo una sacudida de la cápsula, provocada por el oleaje, la arrancó del sueño. Al despejarse, la joven comprobó que el pequeño bote se balanceaba más de lo normal. Tratando de mantener el equilibrio, se puso en pie y abrió la puerta superior para asomarse al exterior. La recibieron un día luminoso, una extensión infinita de mar azul y una salpicadura de agua en plena cara. Lanzó una exclamación de sorpresa. Uno de los lamus se volvió hacia ella y dejó escapar un sonido parecido a una risa. Zaisei sonrió.

Con todo, se sintió inquieta. De día, la inmensidad del océano dejaba todavía más patente la fragilidad de su pequeño bote y, además, había algo de oleaje, aunque no soplaba ni una brizna de viento. Buscó con la mirada a Gaedalu, y la vio, nadando al frente de los lamus, que la seguían con devoción, apenas una forma plateada bajo las olas. Zaisei quiso llamarla, pero sabía que no la oiría. De todas formas, el haber comprobado que seguía allí bastó para tranquilizarla un poco. Volvió a cerrar la puerta y trató de acomodarse en el interior de la cápsula.

Descubrió entonces que el movimiento del vehículo había hecho volcar la bolsa impermeable de Gaedalu, y esta se había abierto. Asomaba de ella el canto de un antiguo libro que Zaisei reconoció de inmediato: era el volumen extraído de la biblioteca de Rhyrr.

Lo cogió para asegurarse. Descubrió la marca del pájaro en el lomo, propia de los encuadernadores de la biblioteca celeste. Ya no cabía duda: la Madre no se había llevado aquel libro por error o por descuido.

Intrigada, Zaisei lo abrió, en busca de la información que Gaedalu consideraba tan importante. Comprobó que era un antiguo libro de historia. No obstante, la varu había dejado una marca entre dos páginas, y Zaisei leyó con curiosidad lo que ponía en ellas.

No le pareció tan interesante. El autor no mencionaba a los sheks, como había creído, sino que dedicaba todo el capítulo a comentar distintos fenómenos atmosféricos poco comunes. En los párrafos señalados por Gaedalu hablaba de la Piedra de Erea, una roca que había caído del cielo, muchos milenios atrás, después de que las lunas se oscurecieran durante varios días. El libro afirmaba que varios mitos de distintas razas corroboraban aquella historia, pero que, no obstante, nadie había encontrado nunca la roca cósmica.

«Probablemente», añadía, «si es cierto que esa gran Piedra de Erea existió, debió de caer en el mar».

Zaisei cerró el libro de golpe.

Tardó un poco en asimilar lo que había descubierto. ¿Quería decir aquello que Gaedalu regresaba al Reino Oceánico en busca de la Piedra de Erea, aquella roca que había caído del cielo en tiempos remotos? ¿Era posible que los varu supieran dónde se encontraba, y que el autor del libro no hubiera sido consciente de ello? Pero ¿qué importancia tenía aquella Piedra de Erea, y cuál era su relación con los sheks?

Siguió examinando el libro, pero no encontró ninguna otra cosa de interés. Finalmente, lo devolvió a la bolsa de Gaedalu y, a falta de otra cosa mejor que hacer, se recostó sobre las tablas y esperó.

Declinaba ya el segundo de los soles cuando los lamus aminoraron la marcha. Zaisei lo notó, y volvió a asomarse por la escotilla superior.

Entonces vio el puerto a lo lejos: un enorme poste que se alzaba hacia las alturas, rematado por una gran plataforma circular. Esta estaba demasiado elevada como para que pudieran alcanzarla, pero Zaisei sabía que estaba situada allí porque muchos barcos llegaban con la marea alta. Pero el enorme mástil tenía otra plataforma, situada por debajo del nivel del mar, que salía a la superficie con la marea baja. Zaisei calculó que no tardaría en hacerse visible.

En efecto; para cuando alcanzaron el altísimo poste, el nivel del mar había descendido un poco más, y la plataforma más baja emergía entre las olas. Zaisei contempló, con curiosidad, cómo Gaedalu asomaba la cabeza fuera del agua y ataba la cápsula a la baranda de la plataforma. Los lamus se arremolinaban en torno a ella, dejando escapar grititos excitados. La varu rebuscó en la bolsa que llevaba colgada al cinto y sacó pescados para todos. Después los soltó, uno por uno. Al último lo retuvo un momento más entre sus brazos. La criatura la miró, con los ojos muy abiertos, como si estuviera escuchándola atentamente. Después, se sumergió con rapidez.

«Pronto vendrán a buscarnos», dijo Gaedalu.

Ayudó a Zaisei a bajar de la cápsula y a poner los pies sobre la plataforma del puerto. Entre las dos bajaron las pocas bolsas que habían traído. Estaban terminando cuando Zaisei advirtió unas burbujas en el agua, cerca de ellas. Momentos después, tres varu emergían entre las olas.

«Bienvenidas», saludó uno de ellos. «Madre Venerable, es un honor».

Gaedalu inclinó la cabeza.

«Y es un placer para mí estar de vuelta en casa. Lamento haber venido sin avisar. Espero que no haya problemas en alojar a mi acompañante».

«En absoluto. La Casa de Huéspedes está vacía en estos momentos. El viejo Bluganu no tiene mucho que hacer». Zaisei observaba a los otros dos varu, que se habían sumergido de nuevo, y ahora aparecían con algo similar a una burbuja gigantesca. En su interior había espacio para un par de personas. La empujaron hasta la plataforma y la situaron enfrente de Gaedalu. La Madre se mojó las manos en el agua y después las introdujo en la burbuja, atravesándola limpiamente, sin hacerla estallar; entonces las separó, como quien abre una cortina, y las mantuvo así, formando una abertura en la pared de la burbuja.

«Entra», le dijo a Zaisei.

Ella dudó un momento, pero finalmente cargó con las bolsas y se introdujo en la burbuja. Cuando Gaedalu apartó las manos, la esfera se cerró de nuevo. Zaisei quedaba encerrada en ella, y al principio sintió un breve acceso de vértigo. Pero la burbuja se mecía agradablemente, y los varu estaban tranquilos y serenos, por lo que la celeste terminó por calmarse también.

«Cuidaremos del bote hasta vuestra partida», dijo uno de los varu. Zaisei asintió, sin una palabra.

Gaedalu fue la primera en sumergirse. Los otros dos varu la siguieron, remolcando tras ellos la burbuja de Zaisei. El tercero se quedó en la plataforma, con la cápsula.

La joven celeste se acurrucó en el fondo de su burbuja, mientras esta se hundía más y más en las profundidades. Trató de dominar su miedo. Aunque sabía que era un transporte seguro, no podía evitar sentirse inquieta. La voz telepática de uno de los varu llenó su mente.

«Te dolerán un poco los oídos», le dijo. «Es normal. Pero si te duelen mucho, haznos una señal: iremos más despacio».

Zaisei asintió.

Un rato después llegaron a Dagledu, la capital del Reino Oceánico. Desde arriba era difícil verla, porque los edificios estaban cubiertos de algas y corales, y parecían parte del suelo marino. No había calles propiamente dichas; no era necesario, puesto que los varu nadaban entre las casas sin poner los pies en el suelo. Los edificios tampoco tenían puertas, sino ventanas, y estaban construidos en varias alturas, separadas por pequeños tejadillos recubiertos con algas de colores variados; también los peces, que vagaban de un lado para otro, solos o en grupo, presentaban tal gama de formas y colores que hacían de Dagledu una explosión de vida y color. Zaisei se preguntó cómo era posible que en aquel frío y silencioso mundo pudiera existir tanta belleza.

«Es hermoso, ¿verdad?», le preguntó Gaedalu, que nadaba junto a ella.

Zaisei no podía hablar, pero pensó que sí. Y Gaedalu captó aquel pensamiento y sonrió.

«Temía que los sheks hubiesen causado daños graves cuando atacaron la ciudad hace dos años», dijo. «Pero mis sospechas eran ciertas. Algo los hizo retirarse, algo que no habían previsto. Algo que encontraron aquí abajo y que no les gustó en absoluto».

Gaedalu no dijo más, pero no hizo falta. Zaisei ya había encajado todas las piezas.

Los hermanos fueron regresando a casa a la hora de la cena. Para entonces algunos ya sabían que Shail estaba allí. Llegaron a ser siete en el salón, contándolos a ellos, y Jack descubrió que aún faltaba gente, cuando Shail preguntó:

—¿Dónde están los demás? ¿Arsha, Inko, Gaben y Fada? ¿Y papá y mamá?

—Inko y Fada encontraron pareja y formaron una familia, y no viven ya en casa —informó Inisha—. Pero he mandado a alguien a avisarlos de que pasen con los niños en cuanto puedan. Y Gaben… se unió al ejército de los rebeldes cuando nos invadieron las serpientes, y jamás volvió.

Shail bajó la cabeza, con el corazón en un puño.

—Siempre fue muy impulsivo.

—Sí —asintió Inisha, con pesar—. En cuanto a Arsha y nuestra madre, deben de estar al llegar. Han ido al puerto a supervisar los cargamentos de los barcos que zarparán mañana. Mamá se toma muy en serio el control de las mercancías.

Shail sonrió a su vez.

—¿Y qué dice papá al respecto?

Hubo un pesado silencio.

—Papá no dice nada —respondió entonces uno de los hermanos, en voz baja—. Se lo llevó el mar hace doce años.

Shail palideció y tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta.

—No sabía nada.

En aquel momento, no obstante, llegaron Arsha y la madre de Shail. Hubo un cierto revuelo, muchas explicaciones, besos y abrazos… y lágrimas en los ojos de la mujer cuando estrechó contra su pecho al hijo que creía perdido.

Después, ante un plato de sopa, la familia se puso al día. Había muchas cosas que contar.

Jack escuchaba la conversación sin intervenir, con sana envidia. Nunca había tenido hermanos, y Ashran y los suyos se habían encargado de que ya no tuviera padres tampoco. La familia de Shail era simpática y agradable, como él mismo. Se enteró de que no eran pescadores, sino comerciantes. El almacén de los Fesbak acumulaba objetos traídos de todas partes de Idhún: cestería de Shur-Ikail, cerámica de Vanissar, telas de Celestia, hierbas y plantas de Awa, ingenios de Raheld, armas de Dingra… Comerciaban con el Reino Oceánico por mar, y con el resto del continente por tierra. Eran una familia próspera que, sin nadar en la abundancia, se desenvolvía bien, y que había desarrollado su actividad sin muchos problemas bajo el imperio de Ashran. Entre todos llevaban todo el negocio, repartiéndoselo por secciones. Por lo visto, la madre de Shail insistía en supervisar personalmente los envíos por vía marítima. El mar siempre había sido la gran pasión del padre de Shail, de quien se decía que los dioses se habían equivocado al hacerlo humano, pues debería haber nacido varu; y, por alguna razón, la madre sentía que debía tomar su relevo.

Shail se había separado de su familia cuando un unicornio le había entregado la magia, siendo apenas un niño. Poco después había sido enviado a la Torre de Kazlunn.

No obstante, viéndolos juntos, en torno a la mesa, hablando de todas las cosas que habían pasado en su ausencia, a Jack no le pareció que aquello hubiera supuesto un verdadero distanciamiento. A pesar de que hacía tanto tiempo que no se veían.

Sonrió cuando alguien le preguntó a Shail si ya tenía pareja, y él enrojeció levemente. Sus hermanas no pararon hasta que él les habló de Zaisei, y se mostraron sorprendidas al saber que era una celeste. Sin embargo, enseguida insistieron en que querían conocerla.

Jack pensó en Victoria.

Pensaba en ella muy a menudo, pero especialmente por las noches. Durante el día se mantenía ocupado para distraerse, entre otras cosas porque la echaba mucho de menos. Pero de noche, poco antes de dormir, cuando el silencio se cerraba sobre él, la memoria le jugaba malas pasadas.

Volvió a la realidad cuando Alexander le dio un codazo. Entonces se dio cuenta de que todos lo estaban mirando.

—Perdón —se disculpó—. ¿Qué decíais?

—Que vamos a ir al Oráculo de Gantadd para ver a Zaisei —dijo Shail—, y a la Madre Venerable. Mi madre dice que mañana por la mañana zarpará uno de sus barcos en dirección al Reino Oceánico, y que podemos partir en él sin problemas. Yo le he dicho que tenemos otro medio de transporte… pero aún no sabemos si vas a acompañarnos. Ayer hablabas de volver a Awa.

—Sí —asintió Jack—. Necesito consultar algo en el Oráculo, en cualquier Oráculo. El Oráculo de Awa está más cerca que el de Gantadd. Además, quiero hablar con el Venerable Ha-Din.

—Pero yo no voy a volver a Awa —intervino Alexander con brusquedad; todos lo miraron, un poco sorprendidos por su dureza—. Ese lugar no me trae buenos recuerdos —se justificó.

—Yo quiero ir a Gantadd —suspiró Shail—. Hace tiempo que no veo a Zaisei. Por lo que me habéis contado, escapó del tornado de Celestia por muy poco. Necesito saber si se encuentra bien.

Jack los miró a uno y a otro alternativamente.

—Escuchad —les dijo—, coged ese barco hacia el Reino Oceánico. Yo iré al Oráculo de Awa, haré lo que tenga que hacer y después me reuniré con vosotros en Gantadd.

«Aunque llegaremos más o menos al mismo tiempo», se dijo, suspirando para sus adentros. Podía llevarlos a ambos sobre su lomo hasta Awa, y luego volar todos juntos hasta Gantadd, y tardarían lo mismo. Pero no tenía ganas de discutir con Alexander, y parecía claro que no iba a poder convencerlo de que regresara al bosque donde había matado a su propio hermano.

Shail pareció entenderlo así también, porque asintió.

Más tarde acudieron a la casa Inko y Fada con sus respectivas familias. Shail estuvo encantado de volver a verlos y de conocer a sus sobrinos, y la casa se llenó pronto de risas infantiles. Jack disfrutó jugando con los niños. Era un descanso que nadie supiese quién era, que lo tratasen como a uno más, en lugar de verlo como a un dragón. Y no era que no le gustase ser un dragón. Pero humanos había muchos, en todas partes, mientras que no existía ningún otro dragón en el mundo.

Después de cenar, acomodados junto al fuego, Jack pensó que parecía mentira que aquel pequeño oasis de paz estuviese enclavado en un mundo sacudido por dioses furiosos. Miró de reojo a Sulia, la más joven de los hermanos de Shail, que se había acomodado sobre las rodillas de su prometido, a quien habían invitado a cenar aquella noche. Los dos contemplaban el fuego, la cabeza de ella reposando sobre el hombro de él, y parecían serenos y felices. Jack tuvo que reprimir el impulso de rodear con los brazos la cintura de una inexistente Victoria, a la que imaginaba junto a él, sentada en su regazo, como Sulia. Procuró no pensar en ello. Sabía que cuando quisiera podía regresar a la Torre de Kazlunn y pedir a los magos que abriesen una Puerta interdimensional para él. Y lo harían, si les prometía que traería de vuelta a Victoria. Harían cualquier cosa con tal de recuperar al último unicornio.

Jack sabía que, si se marchaba a la Tierra, con ella y con Christian, no volverían nunca. Y por eso quería hacer todo lo posible por ayudarlos antes de marcharse, de encontrar una solución al problema de los dioses, si es que la había. Porque después iba a dejarlos solos… para poder vivir una noche de paz como aquella, con Victoria sentada sobre sus rodillas, los dos disfrutando de la presencia del otro, alentados por la calidez del fuego.

«No es un pensamiento muy propio de un guerrero», se dijo, un poco alicaído.

Pero lo cierto era que estaba deprimido desde hacía tiempo. Podía pelear contra enemigos físicos; incluso habría hecho el esfuerzo de proseguir, él solo, la guerra ancestral de los dragones contra toda la raza shek. Sin embargo, nada podía hacer contra los dioses. Era una lucha absurda y sin sentido, y Jack había estado demasiado cerca de perder todo lo que le importaba como para querer arriesgarlo de nuevo.

Los niños empezaban a bostezar, y sus padres decidieron que ya era hora de marcharse a casa. Elevaron todos juntos una oración a dos de las diosas del panteón: Irial, madre de los humanos, y Neliam, señora del mar, que regía las vidas de muchos de ellos. Jack se unió a la plegaria, aunque en su fuero interno opinaba que, tal y como estaban las cosas, lo mejor que podían hacer no era pedir protección a los dioses, sino rogar que no se fijasen en ellos.

La madre cabeceaba sobre su butaca. Arsha la despertó para llevarla a la cama, pero ella pidió a Shail que fuese él quien la acompañara. El joven sonrió y accedió enseguida.

Cuando ya se despedían, en la puerta del dormitorio de Valia, ella lo retuvo.

—Me he dado cuenta de que cojeas un poco —le dijo—. ¿Qué te ha pasado?

Shail desvió la mirada, incómodo.

—No es nada. Un pequeño accidente.

—Es mucho más grave de lo que quieres hacerme creer, cuando te estás esforzando tanto en ocultarlo.

Shail dudó un momento, pero finalmente suspiró. Se levantó el bajo de la túnica y después se remangó el pantalón. La madre lanzó una exclamación de sorpresa al ver, bajo la luz del candil, la brillante pierna metálica.

—¡Shail! ¿Qué… qué es eso?

—Una pierna artificial. Perdí la mía en un ataque shek —simplificó él—. Pero ahora estoy bien, así que no vale la pena preocuparse por ello.

Valia lo miró con seriedad, dudando de sus palabras, pero no dijo nada.

Gerde ya no le prestaba atención.

Pasaba los días encerrada en su árbol, inclinada sobre un cuenco con agua que le mostraba imágenes, imágenes que le hablaban.

Assher lo sabía, porque de vez en cuando lo enviaban allí a dar recados y transmitir mensajes. Pero Gerde apenas hacía caso. Ni siquiera reaccionó cuando llegaron los mensajeros enviados a Kash-Tar con la respuesta de Sussh: que hasta que los rebeldes no fuesen completamente aplastados, no pensaba moverse de allí, y mucho menos para tratar con una hechicera sangrecaliente.

Assher creía que Gerde se enfurecería al escuchar algo así, pero sólo se echó a reír.

—El viejo Sussh sigue anclado en el pasado —comentó, como sin darle importancia.

—Tal vez deberías ir a hablar con él, igual que hiciste con Eissesh —sugirió Yaren, que estaba sentado en un rincón.

Pero Gerde negó con la cabeza.

—Eissesh ya le puso al corriente. Tarde o temprano acudirá a nosotros, cuando las cosas se pongan mal. Y puede que sea mejor así: puede que esté mejor en el desierto persiguiendo a los yan. Así, por lo menos, no molestará.

Volvió a inclinar la cabeza sobre el cuenco de agua, y Yaren se removió, incómodo. Gerde lo notó.

—¿Crees que paso demasiado tiempo mirando al otro mundo?

—Quizá no sería mala idea mirar a este de vez en cuando —murmuró el mago.

—Este mundo es el pasado, Yaren. El otro mundo es el futuro. Tan grande… con tantas posibilidades…

Yaren desvió la mirada.

—Además —añadió Gerde—, hay en él algo que te interesa.

—¿En serio? ¿Y de qué se trata?

—Lunnaris —dijo ella—. Lunnaris está allí.

El rostro sombrío del hechicero se contrajo en una mueca de odio. Sus dedos se cerraron sobre el tapiz que cubría el suelo, estrujándolo con saña, como si fuera un blanco cuello de unicornio. —No te preocupes, me las arreglaré para que la traigan de vuelta. Puede que la hayan llevado allí para curarla, o para protegerla, o las dos cosas. No tardaré en averiguar lo que quiero saber acerca de ella.

—¿Y entonces me permitirás matarla? —preguntó Yaren, anhelante.

—Aún no. Mientras Kirtash siga siéndonos útil, el unicornio debe permanecer con vida. Si lo matamos, Kirtash nos abandonará definitivamente.

—¿Tan importante es? —dijo Yaren, frunciendo el ceño—. Tenía entendido que ya realizó la misión que le había sido encomendada.

—Cierto. Pero todavía quedan muchas más. De él dependerá llevarlas a cabo o no. Y sabe que le conviene seguir siendo útil —sonrió.

Ambos repararon entonces en Assher, que seguía plantado junto a la entrada.

—¿Qué sucede? —preguntó Gerde.

Assher se mostró inquieto. No había entendido gran cosa de la conversación entre Yaren y el hada, puesto que se había desarrollado en idhunaico común, lengua que, aunque estaba empezando a aprender, aún no dominaba. Tragó saliva.

—¿Qué debo decirle al mensajero? ¿Hay que enviarlo de vuelta a Sussh?

Gerde meditó.

—No; que descanse. Será Sussh el que contacte con nosotros en poco tiempo. Gracias, Assher —le sonrió.

Assher se retiró, con el corazón encogido; el maestro Isskez lo estaba esperando.

Gerde había dejado de enseñarle magia personalmente, y eso lo ponía de mal humor. Pero el hada no le había dicho en ningún momento que hubiese dejado de ser su elegido.

Se aferraba a esa esperanza.

Aquella noche, sin embargo, hubo movimiento en el campamento.

Assher se dio cuenta, y por tanto le costó mucho prestar atención a las lecciones de su maestro. Por el rabillo del ojo veía al grupo que se había reunido por orden de Gerde. No era mucha gente, pero Yaren, el mago siniestro, el de la sonrisa torcida y la mirada sombría, iría con ellos.

Eso solo quería decir que la misión era importante. A Gerde le gustaba mantener a Yaren a su lado, y no lo enviaría lejos sin una buena razón.

Porque era evidente, por la forma en que se habían pertrechado, que iban lejos. Tal vez a Kash-Tar, para parlamentar con Sussh, o quizá al norte, con Eissesh. Assher aguzó el oído, tratando de escuchar, desde su posición, lo que Gerde estaba diciendo al grupo, reunido en torno a ella. Pero la voz de Isskez seguía clavándose en su mente y le impedía oír nada.

Por fin, el grupo partió, amparándose en la noche. Para entonces, Isskez ya lo había regañado varias veces por no prestar atención.

Nadie supo decirle, ni aquella noche ni los días posteriores, a dónde había ido aquella patrulla. Y Gerde no lo mencionó en ningún momento, como si no fuera importante, o se le hubiese olvidado.

Se despertaron muy temprano, cuando aún no habían salido los soles. La marea volvía a subir con el primer amanecer, y los barcos debían zarpar entonces. Shail y Alexander pronto estuvieron listos para partir; y, aunque ni Jack ni Valia iban a viajar con ellos, se levantaron para despedirlos.

Bajaron al puerto por uno de los accesos que Shail les había mostrado a su llegada a la ciudad. Tras un buen rato de descender por una larga y estrecha escalera, desembocaron en un inmenso entramado de cuevas naturales. Los barcos flotaban mansamente sobre unos pocos palmos de agua, en unos anchos canales que recorrían las cavernas. Eran embarcaciones cubiertas, con forma de almendra. Jack no vio velas por ninguna parte, y se preguntó cómo se movían. Shail advirtió su interés y lo acompañó hasta el muelle más cercano.

—Mira —le dijo, señalando el agua.

Jack vio que algo nadaba en torno al barco. Algo muy grande y con tres larguísimos tentáculos.

—Es un tektek —explicó Shail—. Todos nuestros barcos tienen en la bodega un tanque para el tektek: es nuestro… nuestro motor, por así decirlo. Expulsa un gran chorro de agua que lo impulsa hacia adelante y lo hace moverse, y con ello empuja también al barco.

—Ah, se mueve como los pulpos —entendió Jack.

—¿Pulpos? —repitió Shail, frunciendo el ceño. Jack se los describió, y el mago recordó haber visto alguno alguna vez, en la Tierra—. Pero el tektek es distinto —dijo—. Es completamente plano y tiene una cabeza en forma de flecha. Además, seguro que nunca has visto un pulpo con cuatro bocas —añadió, sonriendo.

Jack se estremeció.

—No querría encontrarme con un bicho así un día de playa —comentó.

—Por lo general son bastante pacíficos. Además, los tekteks de los barcos están amaestrados. Y siempre hay un varu en cada barco para dirigirlos y controlarlos.

Aun así, Jack se alejó del borde, con cierta aprensión.

Se apresuraron a alcanzar a los demás, que seguían caminando. Al fondo del muelle, Jack vio una inmensa abertura que mostraba un pedazo de cielo nocturno cuyo horizonte empezaba a clarear.

—Eso da al acantilado —explicó Valia—. Ahora está la marea alta, por lo que, si te asomaras, podrías remojarte los pies en el agua. Pero dentro de unas horas, cuando las aguas hayan bajado, no podrás mirar abajo sin sentir vértigo.

Jack nunca sentía vértigo, pero no se lo dijo. De todas formas, comprendía bien lo que Valia quería decir. Había visto el movimiento de las mareas desde la Torre de Kazlunn. Sabía que las aguas podían alcanzar la base de la torre y, horas después, retirarse para dejar atrás un inmenso precipicio de veinte o treinta metros de altura.

Siguieron recorriendo el puerto, y Jack no tardó en comprender cómo funcionaba. Las cavernas recorrían todo el subsuelo de la ciudad, y era allí donde guardaban los navíos. Por debajo de la muralla, en la pared del acantilado, los habitantes de Puerto Esmeralda habían abierto inmensas compuertas por las que los barcos salían al mar, surcando los canales subterráneos. Pero sólo podían hacerlo cuando la marea subía tanto que alcanzaba el nivel del puerto. La marea baja dejaba tras de sí un precipicio tan imponente que los barcos no podían salvarlo.

Se reunieron con el capitán poco después. Se llamaba Raktar, y era un tipo moreno y curtido, no muy alto, pero cuya mirada serena imponía respeto. No tuvo ningún inconveniente en aceptar a Shail y Alexander a bordo, y menos aún al comprobar que eran un mago y un guerrero.

—Toda protección es poca —les dijo—. La gente de Glasdur el Pálido lleva mucho tiempo sin dar señales de vida. Calculamos que atacarán antes del próximo plenilunio de Ayea. El Luna Roja de Gaeru, no obstante, obtuvo un botín importante hace tres días. Aún estarán celebrándolo.

—¿Perdón? —preguntó Jack, desorientado.

—Piratas —tradujo Valia—. Llevan siglos saboteando los barcos mercantes. Aún no hemos logrado deshacernos de ellos, y no creo que lo consigamos. Conocen el mar tan bien como nosotros.

—O puede que mejor —señaló Shail—. Los piratas de Tares son en gran parte mestizos, semivaru. La mayoría de ellos necesitan mantener su piel húmeda a menudo, pero no poseen las agallas de los varu y, por tanto, no pueden respirar bajo el agua. Por esta razón, hace milenios que los semivaru se apropiaron de las islas de Tares y Riv-Arneth; pero, mientras que los rivarnianos son pescadores, los semivaru de Tares se hicieron piratas. Y no roban para enriquecerse, ni siquiera para sobrevivir. Están convencidos de que, si las profundidades de los océanos pertenecen a los varu, y la tierra firme a los «pielseca», como suelen llamarnos, la superficie del mar es terreno de los semivaru. Así que hostigan a los barcos mercantes y solo toleran a los pequeños pescadores. La guerra abierta entre Tares y las ciudades marítimas de Nanetten es una cuestión que viene de lejos. No obstante, nunca se ha convertido en un conflicto cruento. Los piratas de Tares son unos ladrones y unos sinvergüenzas, pero disfrutan demasiado de la vida como para tomarse nada en serio, incluidas sus propias reivindicaciones. Se conforman con seguir siendo un permanente dolor de cabeza para el comercio marítimo.

—Entiendo —asintió Jack.

—Las hazañas de Glasdur el Pálido ya corrían de boca en boca cuando yo era un chaval —comentó Shail—. Pero nunca he oído hablar de Gaeru.

—Es una muchacha muy molesta —gruñó Raktar—. Y desvergonzada como pocas. El año pasado saquearon un cargamento que transportaba algas balu…

—Las algas balu son muy apreciadas por los celestes y semicelestes, especialmente los que viven en Nandelt —explicó Valia—. Aparte de que lo encuentran un manjar delicioso, dicen que despiden un aroma que relaja a los humanos. Por eso la mayoría de los celestes que conviven con otras razas se sienten más tranquilos si tienen un saquillo de algas balu en su despensa. Creen que les ayudarán a evitar conflictos innecesarios.

—Lo recordaré —sonrió Shail, pensando en Zaisei.

—El caso es —prosiguió Raktar— que Gaeru y la tripulación de su barco, el Luna Roja, atacaron el barco mercante y, por lo visto, sufrieron una decepción al ver las algas balu. Curiosamente, aunque los celestes se las comen, a los varu no les gustan. Bien, pues Gaeru dijo que los pielseca no tenían por qué robar comida del mar, que las algas eran para los peces, y quemó todo el cargamento en la misma cubierta del barco saqueado. Sabía perfectamente lo que pasaría, claro. Los efluvios de las algas marearon tanto a la tripulación que estuvieron riendo sin parar y cantando canciones absurdas durante una semana, como si estuviesen permanentemente borrachos. Los más sensibles cayeron dormidos como troncos y tardaron varios días en despertarse. Por lo demás, aparte de dejar el barco a la deriva, los piratas no les hicieron nada más. Parecer ser que estuvieron riendo la broma durante mucho tiempo, pero la cosa no tuvo gracia. Los marineros tuvieron suerte de que la marea no estrellara su navío contra los acantilados.

—Qué sentido del humor tan extraño —comentó Jack, perplejo.

—Tú lo has dicho —dijo Shail—. Para ellos, no es más que un juego, pero lo que los piratas encuentran divertido puede ser una catástrofe para otros.

Alexander seguía sin hablar. Jack lo había visto extrañamente silencioso desde la tarde anterior, pero su rostro se había vuelto todavía más serio al contemplar los barcos de cerca. El muchacho comprendió que su amigo no confiaba en el mar; tal vez nunca antes había navegado.

—Oye —le dijo en voz baja—. Si no ves claro lo del barco, os puedo llevar yo volando hasta Gantadd. Puedo aprovechar para hablar con Gaedalu, y después dirigirme a Awa. No pasa nada.

—Sería dar un rodeo muy tonto, Jack —rechazó él—. No, seguiremos con el plan establecido. Pero te lo agradezco.

La despedida fue breve: Jack sabía que volvería a verlos muy pronto. No obstante, la madre de Shail parecía reacia a dejarlo marchar.

—La próxima vez no tardaré tanto en volver, madre. No pretendía pasar tanto tiempo lejos de casa. Es sólo que… bueno, me ha parecido mucho menos tiempo. En todos los sentidos.

—No me des explicaciones —refunfuñó ella—. Corre, sube al barco o harás que el capitán Raktar pierda la marea.

Momentos después, Jack y la madre de Shail contemplaban cómo el barco se deslizaba por el canal, y finalmente caía al agua con un suave chapoteo.

Después regresaron juntos a la casa. Jack se quedó a desayunar con la familia de Shail, y luego acompañó a Sulia al mercado y la ayudó a cargar con las cestas. A media mañana anunció que estaba listo para partir y se despidió de todo el mundo.

Le costó trabajo abandonar la casa de los Fesbak y dejar atrás Puerto Esmeralda. Pero, por otro lado, le apetecía mucho volver a volar.

Tenía intención de transformarse cuando estuviese a una prudente distancia de la ciudad; pero acababa de cruzar el puente cuando oyó a lo lejos los cuernos de los Vigilantes de las Mareas. Se detuvo, desconcertado. Si no había entendido mal, los cuernos solo sonaban al amanecer y al atardecer, con los cambios de las mareas. Y ya era casi mediodía.

El sonido de los cuernos tenía un tono apremiante, y a Jack le evocó alguna clase de peligro, sin saber por qué. Se transformó en dragón, sin importarle ya que lo vieran, y remontó el vuelo. Al sobrevolar Puerto Esmeralda descubrió que la llamada de los cuernos había sumido a la ciudad en el caos. Todo el mundo dejaba lo que estaba haciendo y corría precipitadamente a casa. Algunos ya habían logrado reunir a sus familias y se abrían paso, como podían, hacia la puerta norte de la ciudad, evitando el río, y alejándose de la muralla del acantilado. Mientras, los cuernos seguían sonando.

El peligro venía del mar. Jack batió las alas y se elevó un poco más para contemplar el océano. Y descubrió qué significaba el sonido de los cuernos, y por qué todo el mundo parecía estar tan asustado.

El mar se había retirado, provocando la marea baja más brutal que habían visto las costas de Nanetten en muchos siglos, dejando ver el lecho oceánico hasta veinte metros mar adentro. Y a lo lejos, en el horizonte, se alzaba la cresta de una ola, sombría y amenazadora. Una ola que se acercaba a la costa inexorablemente y que amenazaba con arrasar Puerto Esmeralda.

—Neliam —murmuró Jack, con una amarga sonrisa—. Bienvenida a Idhún.

Dio un par de vueltas sobre la ciudad hasta que encontró una plaza lo bastante grande que, además, estaba vacía por hallarse situada al pie de la muralla. Aterrizó y volvió a recuperar su cuerpo humano. Y entonces corrió a casa de los Fesbak, para asegurarse de que estaban bien.

Halló a Inisha en la tienda, cerrando puertas y ventanas apresuradamente. En el suelo había una bolsa que había empezado a llenar de víveres y diversos objetos que ella consideraba importantes.

—¡Jack! —exclamó al verlo—. ¿Qué haces? ¿No te habías ido?

—He vuelto al oír los cuernos. ¿Sabes qué es?

—Dicen que es una ola gigante. Han cerrado las compuertas del puerto para proteger los barcos y están evacuando la ciudad. Puede que el acantilado y la muralla frenen un poco la embestida de las aguas, pero no podemos estar seguros. Si alcanza la cuenca del río habrá una gran crecida, así que ya no se trata solo del mar.

—Entiendo. ¿Y tu madre y tus hermanos? ¿Están todos bien?

—Ya se han ido todos. Yo me he quedado un poco rezagada porque…

—No quiero que me lo expliques. Lo que has de hacer es marcharte de aquí ahora mismo. Si te entretienes más puede que luego ya no puedas marcharte.

Aún tuvo que insistir un poco más, puesto que Inisha se resistía a dejar la tienda.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer tú?

—Te acompañaré hasta la salida de la ciudad y después iré a buscar a Shail y Alexander.

Inisha lanzó una exclamación ahogada.

—¡Están en alta mar! La ola los habrá alcanzado. Pero ¿cómo vas a ir a buscarlos? ¡Ningún barco puede salir ahora del puerto!

—No tengo tiempo para entrar en detalles; solo confía en mí, ¿vale? Y dile a tu madre que haré todo lo posible por rescatar a Shail.

Un rato después, cuando se elevó sobre la ciudad, era ya un magnífico dragón, cuyas escamas relucían bajo los soles como oro bruñido. Batió las alas con fuerza y se zambulló en el cielo idhunita, en dirección al maremoto que amenazaba con abatirse sobre Puerto Esmeralda. Se elevó todo lo que pudo, y desde allí vio, un momento más tarde, cómo la gigantesca ola golpeaba la costa con toda la furia de las profundidades oceánicas, salvando la muralla e invadiendo las calles de la ciudad. El agua barrió los carros y los puestos del mercado y se precipitó, bramando, por los accesos que bajaban al puerto, destrozó tejados y se llevó por delante arcos, puertas y ventanas. Por fortuna, la mayoría de los habitantes de la ciudad habían sido ya evacuados.

Los supervivientes a la Ira de Neliam, como lo llamaron en adelante, jamás olvidarían que debían su vida al temprano aviso de los Vigilantes de las Mareas, cuyos cuernos no cesaron de sonar en ningún momento, hasta que la ola se los tragó.

Alexander estaba asomado a una de las escotillas. Su rostro mostraba un sospechoso color verdoso.

—Creo que tu amigo no se encuentra muy bien —le dijo el capitán Raktar a Shail, con un guiño.

Shail sonrió.

—Es la primera vez que navega —dijo—. Ya se le pasará.

Lo interrumpió un sonido desagradable que indicaba que Alexander acababa de arrojar al mar todo su desayuno. La sonrisa de Shail se hizo más amplia.

—Deberías mostrar un poco más de compasión, muchacho —lo riñó Raktar.

—Le está bien empleado por no querer acompañar a Jack al bosque de Awa —comentó Shail con indiferencia—. Se habría ahorrado todo esto.

Eso le recordó que lo habían dejado solo. En otro tiempo, Shail se habría sentido inquieto por él. Pero después de haberlo visto transformado en dragón, después de haber comprobado con sus propios ojos lo que Jack era capaz de hacer, tenía la impresión de que no valía la pena. Atrás quedaba la época en que Shail y Alexander eran los mayores, y tenían que cuidar de Jack y de Victoria. Tal y como estaban las cosas, era más probable que los más jóvenes tuvieran que protegerlos a ellos.

—¡Aleeeeeerta! —gritó entonces el vigía desde la proa.

No había mástil al que pudiera encaramarse, como en los antiguos barcos de la Tierra, pero tenía un enorme periscopio a través del cual escudriñaba el horizonte en todas direcciones.

—¡Aleeeeeeerta! —repitió el vigía—. ¡Aleeeerta, piratas a la vista!

Todos los marineros acudieron precipitadamente a la cubierta superior.

—¡Aleeva, haz que acelere! —gritó Raktar a la varu que controlaba el tektek de la bodega.

Aleeva pasó corriendo junto a ellos y desapareció escaleras abajo. Shail observó, inquieto, cómo los marineros abrían las escotillas laterales y sacaban por ellas arpones de flechas de fuego. Pronto le pedirían que usara la magia para defender el barco, y él no podría negarse. Pero, cada vez que utilizaba la magia, su pierna artificial se resentía.

Y con Alexander no podía contar. Todavía seguía asomado a la escotilla, tan mareado que no era capaz de tenerse en pie.

De pronto, un grito de auxilio telepático llenó las mentes de todos. Mientras algunos de los marineros, seguidos por Shail, bajaban a la bodega para ver qué sucedía, el barco aminoró la marcha hasta que al final se detuvo. Para cuando llegaron al compartimento del tektek, ya iban a la deriva.

Aleeva estaba en un rincón, metida en el agua hasta la cintura, asustada, pero aparentemente bien. No obstante, las correas que sujetaban al tektek estaban rotas; aún pudieron ver los largos tentáculos del animal desapareciendo por el orificio de salida del chorro de agua. Junto a la abertura estaba también la persona que lo había dejado escapar: parecía humano, pero tenía las manos y los pies palmeados, como los varu, la piel completamente lisa y pálida y la nariz achatada. Vestía también las típicas correas varu, y les sonreía con suficiencia.

—Buenas tardes, pielseca —los saludó.

Los marineros se abalanzaron sobre él. Entonces, del interior del tanque salieron cuatro piratas más. Iban armados con garrotes, arpones y cuchillos, y pronto se inició una escaramuza salpicada de gritos de ira. Shail se quedó en lo alto de la escalera, dudando. Entonces se fijó en Aleeva, que seguía encogida en su rincón.

—¡Vamos, ven! —la llamó, tendiéndole la mano.

La varu reaccionó y corrió hacia él. Pero, cuando ya subía por la escalera, algo se enrolló en torno a su tobillo, haciéndola caer. Era el látigo de uno de los piratas. Aleeva lanzó un agudo grito telepático y trató de desasirse. El pirata tiró de ella.

—¡Suéltala! —gritó Shail.

—¿Por qué? —se burló el pirata—. ¡Si a los varu les gusta el agua! Si te la llevas arriba se resecará.

Aleeva gritó de nuevo, pero esta vez de dolor.

—¡Suéltala! —repitió Shail, y esta vez acompañó su orden con un hechizo de ataque cuyo rayo mordió el brazo del pirata y lo obligó a soltar el látigo.

—¡Hechicero, eso es jugar sucio! —les gritó el semivaru mientras desaparecían en dirección a la cubierta superior.

—¡Aleeeerta! —gritó de nuevo el vigía.

Arriba se había iniciado una batalla encarnizada. Los marineros, asomados a las escotillas, disparaban flechas de fuego contra el barco pirata. Alexander le salió al paso a Shail. Todavía no tenía buena cara.

—¡Nos atacan! —le dijo.

—Sí, ya me había dado cuenta.

—Pero ¿cómo voy a luchar si el suelo no deja de moverse?

Shail iba a contestar, pero no tuvo tiempo. Raktar lo agarró por la túnica y tiró de él hasta llevarlo a una de las escotillas laterales.

—¡Haz algo, mago! —gritó—. ¡Los tenemos encima!

Shail se asomó al exterior y vio el barco pirata. Era más pequeño que el de Raktar y parecía haber sido construido con materiales de desecho. Y, no obstante, todo él parecía una verdadera criatura marina emergida de las profundidades. Los semivaru habían decorado el casco con distintos tipos de conchas y algas. Si el barco pirata se hubiese sumergido bajo las olas en aquel momento, a Shail no le habría extrañado en absoluto.

—Es el Ola Sangrienta —susurró Raktar al oído de Shail—. El barco de Glasdur el Pálido.

Shail sintió un vacío en el estómago. El barco estaba ya muy cerca, y pudo ver claramente cómo algunos de los piratas se arrojaban al mar desde las escotillas para nadar hacia ellos. Si los marineros de la bodega perdían la pelea, la siguiente oleada lo tendría muy fácil para entrar.

No obstante, se esforzó por recordar el hechizo que tenía en mente. Murmuró las palabras y, en ese preciso instante, una de las flechas de fuego disparadas por la gente de Raktar aumentó varias veces de tamaño. La impresionante saeta fue a clavarse, con estrépito, en el casco del Ola Sangrienta. Agotado, Shail cerró los ojos un momento, sobreponiéndose al agudo dolor de su pierna. Oyó los gritos de alarma de los piratas, y, pese a todo, sonrió.

—¡Raktar! —se oyó de pronto una potente voz desde el barco pirata—. ¡Maldito bellaco! ¿Ahora llevas magos en tu barco? ¡Eso no es jugar limpio!

Alguien le alcanzó un altavoz al capitán, que se lo llevó a los labios y vociferó:

—¿Y desde cuándo lo es sabotear la bodega del tektek, Glasdur? ¡No me hables de juego limpio, viejo canalla! ¡Y no te atrevas a acercarte a mi barco, porque de lo contrario…!

Se oyó una risotada que tenía el deje gutural de la risa varu.

—¡Ya es demasiado tarde, pielseca! ¡Demasiado tarde!

—Esto se mueve… se mueve demasiado… —murmuró entonces Alexander.

Shail se dio cuenta, de pronto, de que tenía razón. El barco se bamboleaba con demasiada violencia.

—¡La ola! —chilló entonces el vigía, aterrado—. ¡La ola gigante! ¡Viene hacia aquí!

Raktar lo alcanzó en dos zancadas, lo apartó de un empujón y miró por el periscopio. Cuando se separó de él estaba lívido como un muerto.

—¿Qué pasa? —quiso saber Shail, preocupado.

El capitán no contestó. Salió corriendo pasillo abajo, y Shail lo siguió. Lo vio subiendo por la escalera que llevaba a la cubierta exterior. Lo alcanzó cuando ya se alzaba en cuclillas sobre el techo del barco, desafiando al viento, y contemplaba el horizonte con gesto grave.

—¿Qué…?

—Mira eso, mago —cortó Raktar—, y júrame que no lo has hecho tú con tu magia.

Shail miró en la dirección indicada y sintió como si le arrancasen las entrañas.

Tras el barco pirata se alzaba una ola gigantesca, tan alta que su cresta se cernía sobre ellos, rozando los dos soles gemelos. Se convulsionaba como si tuviese vida propia, lamiendo cada pedacito de cielo que alcanzaba, dirigiéndose hacia ellos lenta pero inexorablemente, una gran masa de agua de un color azul tan profundo como las más hondas simas oceánicas.

—No lo he hecho yo —pudo decir Shail, con un hilo de voz—. Y esa es una mala noticia. Porque si fuese obra mía, sabría cómo detenerlo, y no es el caso.

Raktar lo miró, horrorizado.

—Sagrada Neliam —murmuró.

—Sí… me temo que eso es bastante exacto —dijo Shail, alicaído.

El capitán se puso en pie y vociferó:

—¡Glasdur, mira detrás de ti! ¡Sal de ahí antes de que te trague el mar!

—¡Ja, ja, ja, no vas a engañarme con un truco tan…! —la respuesta del semivaru quedó acallada por un grito de terror. El Ola Sangrienta era arrastrado hacia el interior de una ola todavía más mortífera y aterradora que el legendario barco pirata.

Más cabezas asomaron por la escotilla del barco de Raktar, entre ellas la de Alexander. Anonadados, los marineros contemplaron cómo el navío de Glasdur escalaba la ola, arrastrado por su fuerza letal, en medio de los gritos aterrorizados de sus tripulantes.

Momentos después, el dragón descendía en picado sobre la cubierta del barco de Raktar. Pero era demasiado tarde, porque la ola se abatía sobre ellos, y ambos barcos, y el dragón que los había alcanzado, fueron arrastrados por las aguas.

—Deberían haberme avisado —dijo Zaisei, exasperada.

El viejo Bluganu le dirigió una mirada apenada, pero no respondió.

—La Madre Venerable está bajo mi responsabilidad —insistió Zaisei.

«Disculpad que discrepe, pero… ¿no tiene ella edad suficiente como para saber qué está haciendo?», respondió el varu.

Zaisei enrojeció levemente, comprendiendo las dudas de Bluganu. Gaedalu no solo era la poderosa Madre Venerable de la Iglesia de las Tres Lunas sino que, además, era lo bastante mayor como para ser su abuela.

—La Madre Venerable está actuando de forma extraña últimamente —le confió al varu—. Hace poco que se enteró de la muerte de su hija, y temo que eso la haya trastornado. Su corazón alberga sentimientos oscuros; por eso debo acompañarla y vigilarla para que no perjudique a nadie ni se dañe a sí misma.

Bluganu asintió.

«Entiendo», dijo. «Pero al lugar al que ha ido la Madre no debo acompañaros».

Zaisei respiró hondo. Percibía un temor supersticioso en los sentimientos del anciano, y comprendió que no debía presionarlo. Sin embargo, se trataba de Gaedalu; si aquel lugar era peligroso…

—Decidme, ¿a dónde ha ido? ¿Tiene que ver con la Piedra de Erea, la roca que cayó del cielo?

Bluganu le dirigió una mirada llena de incertidumbre.

«No sé nada de eso. Desde tiempos remotos siempre se la ha llamado la Roca Maldita».

—¿Maldita? ¿Por qué razón?

«No sabría deciros, sacerdotisa. Pero tiene algo que vuelve locas a las criaturas del mar. En esa zona, hasta los animales más pacíficos se vuelven agresivos. Y de entre los varu, solo los jóvenes se atreven a acercarse por allí. Todos sienten curiosidad tarde o temprano y se acercan a la Roca Maldita, pero creedme si os digo que nadie que haya estado allí ha sentido el menor deseo de ir por segunda vez».

—¿Y habéis permitido que Gaedalu vaya allí sola?

«No ha ido sola: la escoltaban dos jóvenes centinelas. En cualquier caso, yo no podría haberla detenido. No soy más que el encargado de la Casa de Huéspedes, ¿recordáis?».

Zaisei percibió tristeza y algo de amargura en sus palabras, y le sonrió con simpatía.

—Tal vez para los varu eso no signifique mucho —le dijo suavemente—. Pero ahora mismo mi vida está en vuestras manos. Si no fuese por vuestro trabajo, los habitantes de la superficie no sobrevivirían a una visita al Reino Oceánico.

No lo decía solo para consolarlo; cada una de sus palabras era estrictamente cierta. La Casa de Huéspedes era el único edificio de Dagledu que podía ser habitado por gente de la superficie. Había sido construido a partir de una inmensa burbuja, semejante a las que utilizaban los varu para transportar a los «pielseca» desde el puerto. En torno a la burbuja habían levantado paredes de coral, y la habían recubierto con algas para tapar el techo. El interior constaba de una sola habitación, lo bastante amplia como para que el visitante se sintiera cómodo. Había cuatro literas, dos arcones para que los visitantes guardaran sus pertenencias, una mesa con varios asientos y un pequeño aseo separado del resto por paneles coralinos. Con todo, la burbuja estaba herméticamente cerrada. Debía ser así, puesto que cualquier brecha haría que el interior se inundase de agua. Bluganu debía velar no solo por el bienestar de sus invitados, sino también por la seguridad del habitáculo.

—Por favor —suplicó Zaisei—. Necesito ir allí. Si me hubieseis dicho que la Madre ha ido a visitar a unos parientes no se me ocurriría molestaros. Pero no es normal lo que está haciendo, y si está arriesgando su vida o la de otros por odio o por venganza, debo tratar de detenerla. Os lo ruego; si no vais a acompañarme, por lo menos encontradme a alguien que sí quiera hacerlo.

Bluganu suspiró.

«Está bien», dijo. «Os acompañaré. Aguardad un momento».

Se dirigió, con los pasos torpes de quien no está acostumbrado a caminar en suelo firme, a la burbuja de transporte en la que habían traído a Zaisei desde el puerto, y que ahora descansaba en el interior del habitáculo, junto a la entrada. Bluganu abrió la cápsula de transporte con ambas manos e invitó a Zaisei con un gesto a que entrara. Ella obedeció, y la burbuja se cerró tras ella. Bluganu la empujó suavemente hasta que la sacó de la casa. Zaisei reprimió una exclamación al verse flotando a la deriva entre los edificios de la ciudad, y se volvió para ver cómo Bluganu traspasaba con elegancia la frágil superficie de la burbuja de la Casa de Huéspedes, sin romperla. Momentos después, el varu remolcaba la cápsula de aire de Zaisei a través de Dagledu, moviendo lentamente sus pies palmeados para avanzar en el medio líquido.

«Será un viaje largo», le dijo.

—No me importa —respondió Zaisei, pero su voz quedó ahogada en el interior de la burbuja.

Bluganu no dijo nada más. Siguió empujando la cápsula de aire a través de la ciudad, y Zaisei olvidó por un momento su preocupación por Gaedalu para admirar el sosegado mundo de los varu.

La ciudad estaba llena de actividad, pero era una actividad lenta, silenciosa, como lo era todo en aquel refugio submarino. Los varu nadaban de un lado a otro, sin prisa, pero sin pausa. Algunos los miraban con curiosidad, pero ninguno hizo ademán de acercarse a ellos.

Con todo, lo que más llamó la atención de Zaisei fueron los racimos de burbujas.

Había visto algunos en la ciudad, y suponía que los varu habían dejado las cápsulas allí a propósito, para cuando las necesitasen. No obstante, al salir de Dagledu, pasaron por encima de un inmenso lecho de burbujas, que cubrían el fondo marino hasta donde alcanzaba la vista.

—¿Es aquí donde las guardáis? —preguntó Zaisei en voz alta.

Bluganu no la oyó, pero vio la curiosidad pintada en su rostro.

«Un campo de marpalsas», explicó. «Es una clase de planta submarina que produce burbujas de aire. Y no son burbujas corrientes, puesto que están recubiertas por una sustancia que nace de la propia planta, y que las hace flexibles y a la vez resistentes. Si no fuera por las marpalsas, los pielseca nunca habrían podido visitar el Reino Oceánico. Y tampoco existiría la Casa de Huéspedes. Su burbuja fue producida por una planta excepcionalmente grande. Nunca hemos vuelto a ver nada parecido, pero llevamos siglos cultivando marpalsas y cada vez logramos burbujas más grandes. Con el tiempo esperamos obtener ejemplares de tamaño considerable, lo bastante como para poder crear más espacios de aire para los pielseca».

Zaisei contempló los racimos de burbujas que se extendían a sus pies, impresionada. Trató de ver las plantas, pero no lo consiguió: las burbujas, arremolinadas unas junto a otras, lo cubrían todo y solo permitían ver lo que había debajo de forma distorsionada. Se sintió muy pequeña y muy frágil, perdida en el fondo de aquel mundo azul, milenario, y se acurrucó en su burbuja de aire, mientras el viejo varu la empujaba, con lentitud, a través de las profundidades.

Jack abrió los ojos poco a poco. Lo primero que sintió fue que estaba mojado. Lo segundo, el olor a mar y a salitre. Y, por último, que le dolían todos los huesos.

Trató de incorporarse. Tenía una terrible jaqueca, y sacudió la cabeza para despejarse; pero solo consiguió que le doliera más.

Miró a su alrededor. Estaba en una gran cueva, húmeda e incómoda, que se abría sobre un inmenso mar azul. Junto a él estaban Shail, Alexander, el capitán Raktar y algunas otras personas a las que no conocía. Alexander estaba despierto, con una manta sobre los hombros, que no parecía mucho más seca que sus propias ropas, y la espalda apoyada en la pared. Shail estaba dormido, o inconsciente. Y el capitán hablaba en voz baja con dos hombres, que Jack supuso que serían parte de su tripulación. Miró a Alexander, que tenía mal aspecto.

—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?

—¿No lo recuerdas?

—Si lo recordara, no te lo preguntaría.

Alexander suspiró.

—Fuimos golpeados por una ola gigante. Nuestro barco volcó, pero tú te las arreglaste para remontar el vuelo y luego volviste a bajar a por nosotros. Por lo visto, encontraste el barco, lo enganchaste con las garras y tiraste de él hacia arriba para mantenerlo en la superficie.

Jack estaba impresionado.

—¿Yo hice eso?

—Debió de resultar un gran esfuerzo para ti, porque al cabo de un rato te desplomaste en el mar. Pero mantuviste el barco a flote, y eso salvó muchas vidas. Los piratas se encargaron de recogernos. Ahora estamos en sus dominios.

—¡Los piratas! —Jack empezaba a recordar—. ¿Te refieres al otro barco que estaba junto al vuestro?

Alexander asintió.

—Son semivaru. Su barco también volcó, pero la mayoría se las arreglaron para sobrevivir. Aunque muchos no pueden respirar bajo el agua, son excelentes nadadores, y el mar no los asusta. Podrían habernos abandonado a nuestra suerte, pero por lo visto les caíste bien. Es la ventaja que tiene ser un dragón —añadió, con una sonrisa feroz.

—Supongo que sí —murmuró Jack, aún desconcertado—. Imagino que se llevarían una decepción al encontrar solo a un chico humano cuando buscaban al magnífico Yandrak —sonrió.

—Ni por asomo. Glasdur es un tipo inteligente y está bien informado. Creo que ya te tiene calado.

Asaltado por una súbita sospecha, Jack se llevó la mano a la espalda. No halló lo que buscaba.

—Domivat —exclamó, con una nota de pánico en la voz—. ¿He perdido a Domivat?

Alexander sacudió la cabeza.

—Cuando te encontraron flotando en el mar, sujeto a una tabla, todavía la llevabas. Me sorprende que no te hayas hundido con ella.

Jack se dio cuenta de que su amigo tampoco llevaba a Sumlaris.

—Son piratas —le recordó Alexander al captar su mirada—. ¿Qué esperabas?

—Voy a recuperarlas —decidió Jack, levantándose de un salto.

Salió al exterior. Lo recibió una bocanada de aire de mar, pero esto no lo hizo sentir mejor; al contrario, su inquietud aumentó.

Miró a su alrededor para orientarse. Descubrió que estaba en una isla de roca negra. Los elementos la habían hecho alta y accidentada, con multitud de riscos, escollos y salientes, y un buen número de cuevas. Las que estaban en lo más alto parecían habitadas. Estaban comunicadas entre sí por escalas de cuerda y puentes de madera, todos ellos cubiertos de algas, lo cual indicaba que quedaban sumergidos cuando subía la marea. En los salientes más amplios reposaban distintos tipos de barcos. Eran semejantes a los que Jack había visto en Puerto Esmeralda, pero mucho más precarios, con algas creciendo en sus cascos y multitud de pequeños crustáceos aferrándose a ellos. La mayoría estaban absolutamente destrozados, y Jack recordó que la ola que los había barrido en el mar tenía que haber alcanzado, por fuerza, aquella pequeña isla también.

Un poco más arriba se oían exclamaciones, risotadas y ruido de objetos entrechocando. Jack dedujo que alguien se estaba repartiendo un botín. Supuso que solo eso podría hacer que los piratas se olvidasen tan rápidamente de haber sufrido la ira de la diosa Neliam.

No se equivocó. Tras trepar por una escala de cuerda, húmeda y resbaladiza, hasta un nivel superior, Jack se asomó a una caverna donde había un grupo de personas reunidas en torno a un montón de objetos, algunos bastante maltrechos, que habían apilado de cualquier manera, sin la menor consideración. Jack detectó enseguida la vaina de Domivat sobresaliendo entre la chatarra.

—Buenas tardes —saludó el chico.

Los piratas se volvieron para mirarlo. Jack nunca había visto un semivaru, y los observó con curiosidad. Eran todos parecidos, pero a la vez diferentes. Las manos y los pies palmeados parecían ser una característica común en todos ellos. Y, no obstante, algunos tenían ojos humanos; otros, ojos de varu. Unos tenían la piel cubierta de escamas; otros solo en parte, y otros presentaban una piel fina y blanquecina, como si jamás les hubiese dado el sol. Algunos tenían pelo y otros una mata de color rojo, azul o verde, que parecía más bien un brote de algas marinas que verdadero cabello humano.

Y algunos presentaban largas hendiduras a ambos lados de la cabeza, detrás de las orejas; no obstante, aquellas hendiduras no estaban del todo abiertas. Jack adivinó que eran un amago de las agallas de los varu, y supo que aquellas personas no podían respirar bajo el agua. De haber tenido agallas perfectas, vivirían en las ciudades submarinas, comprendió, y no en la superficie.

—¡Un pielseca que se ha despertado! —rió uno de ellos.

Tenía una voz extraña, gutural, borboteante, como si hablase desde el fondo de un barril de agua.

—He venido a buscar mi espada —dijo Jack con calma, señalando la vaina de Domivat—. Y la de un amigo mío. Gracias por guardárnoslas.

Todos los semivaru se echaron a reír, como si aquello fuera un chiste muy divertido.

Solo había alguien que no se reía, aparte de Jack. Era una figura pequeña y sutil que estaba acuclillada encima del montón de trastos. Observaba a Jack con una leve sonrisa en los labios.

—Te sacamos del mar, pielseca —dijo; tenía la profunda voz de los semivaru, pero con un tono indudablemente femenino—. Deberías estarnos agradecido y cedernos las espadas… no sé, como gesto de buena voluntad. ¿No te parece?

Los piratas volvieron a reírse.

—Lamentablemente, no puedo ceder mi espada con tanta facilidad —respondió Jack.

La pirata se puso en pie y lo miró desde lo alto del botín. Era pequeña, pero su rostro menudo mostraba una determinación de hierro, y sus ojos de varu, enormes y acuosos, lo miraban con un brillo astuto. Tenía la piel de un azul desvaído, más pálido que la piel de un celeste. Una capa de escamas le cubría las piernas hasta las rodillas, y por la parte exterior del muslo hasta las caderas. Las escamas también recubrían sus brazos hasta los hombros; pero el resto de su piel era lisa. De su cabeza colgaban guedejas de cabello azulado, semejantes a hojas de algas mojadas que se le pegaban al cuello. Se adornaba con distintos abalorios de conchas y corales. Vestía con restos de ropas humanas que sin duda había obtenido de sus pillajes, y que había roto y remendado para hacerlas más adecuadas a lo que ella quería: un atuendo que la cubriera mínimamente cuando estaba fuera del agua, y que le permitiera total libertad de movimientos al nadar en ella.

—¿De veras? —sonrió la semivaru—. Pues a mí me parece que ya la has cedido.

Jack sopesó sus alternativas. Los piratas los habían rescatado, y él no quería enemistarse con ellos. Pero debía recuperar a Domivat Observó, impotente, cómo la pirata alargaba una mano palmeada para aferrar la vaina de la espada de fuego y tiraba de ella hasta sacarla del montón. Y se le ocurrió una idea.

—Muy bien —dijo, cruzándose de brazos—. Puesto que tanto te gusta mi espada, adelante, quédatela. Pero si quieres usarla tendrás que sacarla de la vaina, y no me parece que sea una buena idea. No es una espada que pueda ser manejada por cualquiera. Podrías tener problemas si tratas de blandiría.

La pirata estaba admirando la calidad de la empuñadura de Domivat, pero volvió hacia él su mirada oceánica.

—¿Qué insinúas? ¿Que no puedo pelear con una espada como esta porque soy una pirata? ¿Porque soy una mestiza? ¿O porque soy una mujer?

—Ninguna de las tres cosas. Es porque no eres yo.

Los piratas lo abuchearon. Jack alzó levantó la voz para añadir:

—Pero hagamos un trato: si consigues desenvainarla puedes quedarte con las dos espadas. Si no puedes blandirlas no vale la pena que te quedes con ellas, ¿no crees? Y si no tienes problemas en desenvainarla, entonces no has perdido nada.

La semivaru vaciló. Sospechaba que había una trampa en las palabras de Jack, pero era orgullosa, la habían desafiado y no quería echarse atrás.

—Cuidado —advirtió Jack al ver que iba a cerrar la mano sobre la empuñadura de Domivat—. Puedes hacerte daño, y lo digo en serio.

Ella lanzó una carcajada desdeñosa. Aferró el pomo de la espada… y lo soltó inmediatamente, con un grito de dolor. Dejó caer a Domivat y bajó del botín de un salto, para ir a hundir la palma de la mano en un charco de agua.

—Te lo dije —sonrió Jack.

Ella se miró la mano, temblando. Por fortuna, su piel húmeda había impedido que el fuego de Domivat la hiciera arder de inmediato, pero las llagas que le habían provocado eran dolorosas.

Los piratas ya no parecían tan amistosos. Se agruparon en torno a Jack con gesto amenazador. Algunos sacaron las armas, y Jack retrocedió un paso. Sabía que podía convertirse en dragón, o que si llamaba a Domivat ésta se materializaría en su mano, pero no quería llamar tanto la atención.

—¡Esperad! —ordenó entonces la semivaru.

Había vuelto a encaramarse a lo alto del botín, aunque aún se sujetaba la mano lastimada. Contemplaba a Jack con un brillo divertido en la mirada.

—Me has vencido, pielseca —dijo—. Me he dejado llevar por mi vanidad, y lo que debería haber hecho es no tocar la espada y venderla al primer incauto. Pero he cedido a tu reto, y ahora las espadas te pertenecen.

Se oyeron protestas, pero la pirata las acalló con un gesto. Se inclinó hacia Jack, quedando tan cerca de él que el joven pudo ver las gotas de agua que perlaban su piel. Sintió algo frío y cortante bajo la barbilla. No necesitó verlo para saber que era la hoja de un cuchillo.

—Pero no voy a permitir que me engañes de nuevo —le dijo ella en voz baja, con una sonrisa feroz.

Antes de que Jack pudiera responder, una potente voz resonó por la caverna.

—¡Gaeru! ¿Qué estás haciendo con nuestro invitado? ¿Estás tratando de matarlo, de seducirlo, o simplemente de intimidarlo?

Otra persona se abrió paso entre los piratas. Era un semivaru inmenso, de piel blanca como la leche y una enorme barriga. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta detrás de la cabeza, lo cual dejaba ver las agallas imperfectas que tenía en el cuello.

—Es mi invitado, Glasdur —señaló Gaeru, malhumorada; pero retiró la daga—. Te recuerdo que estamos lejos de Tares, y que esta sigue siendo mi isla. ¿Por qué tenías que traerlos? Hasta ahora me las había arreglado muy bien para que este pedrusco fuera una base completamente secreta. ¡Y vienes tú y me traes a una tripulación entera de humanos!

Glasdur se echó a reír, lo que hizo que temblara su enorme papada.

—¡Niña mala, niña mala! —la riñó—. Estos no son unos invitados corrientes. Además, ¡qué diablos! A todos nos sorprendió esa ola gigante. ¿Es que no tienes corazón?

—Tengo un corazón mojado —respondió ella—. Demasiado húmedo para los pielseca, especialmente para aquellos que tienen un corazón de llamas —añadió, con una picara sonrisa.

Le arrojó algo que Jack cogió al vuelo. Era Domivat.

—Toda tuya, humano —sonrió—. Has ganado la apuesta. La otra espada no está aquí. Se la regalé al gran Glasdur el Pálido, aquí presente. Pídesela a él.

La sonrisa de Glasdur desapareció.

—¿Qué, cómo? ¿Apostaste mi espada con este pielseca? ¿Qué habíamos hablado acerca de los botines ajenos, niña?

—Con todos mis respetos, la espada no es vuestra —intervino Jack, con suavidad—. La espada pertenece a mi amigo Alexander, que sigue vivo, con los demás. Supongo que no me obligaréis a reclamarla por la fuerza —añadió, muy serio.

Los piratas gruñeron por lo bajo; pero la mirada de Jack estaba clavada en Glasdur, que la sostuvo, sin pestañear, hasta que estalló en carcajadas.

—¡Me gusta este chaval! —exclamó, dándole una palmada en la espalda que lo dejó sin aliento—. Pero me estoy resecando, y cuando me reseco no estoy de humor para hablar de cosas serias. Acompáñame, pielseca; vamos a tomar un baño, ¿hace?

Jack no supo qué decir. Pero, cuando el pirata dio media vuelta y se perdió en la penumbra de la caverna, Gaeru le dio un empujón para que lo siguiera.

—Repartíos lo que queda, chicos —dijo a su gente—. Pero guardadme alguna cosa bonita, ¿eh? Luego volveré a buscarla.

Ambos acompañaron a Glasdur por un túnel descendente, iluminado por manchas de hongos luminiscentes que crecían en lugares estratégicos. Era un lugar húmedo y frío, y Jack lo encontraba desagradable; pero a los semivaru parecía gustarles.

Llegaron hasta una caverna más grande, en cuyo fondo había un remanso de agua. Glasdur se deslizó en su interior, con un suspiro de felicidad.

—Aaaah, esto es otra cosa —dijo—. Sírvete tú mismo, pielseca. Hay espacio para varios.

Jack declinó la invitación, pero se sentó sobre una roca húmeda, en el borde del agua.

—Gaeru, vete a buscar a los líderes de los pielseca —dijo Glasdur—. A Raktar, al mago que venía con ellos en el barco, si es que sigue vivo, y al amigo del chaval, el de la espada interesante. Tenemos mucho de que hablar.

Ella inclinó la cabeza y desapareció en la oscuridad.

En otros tiempos, Jack se habría sentido intimidado al quedarse a solas con el enorme pirata, en un lugar lo bastante estrecho como para no estar cómodo si tenía que transformarse. Pero las cosas habían cambiado mucho. Jack no podía tener miedo de Glasdur el Pálido, el terror de los mares idhunitas, por mucho que lo intentara.

—No hagas caso a Gaeru —le confió el semivaru—. Promete, ya lo creo que sí, y lleva camino de ser una gran pirata. Pero quiere ir demasiado rápido, y es tan joven y bonita que teme que no la tomen en serio. Por eso alardea tanto.

—Tiene estilo —opinó Jack.

—Sí, ya lo creo. Pero le falta sabiduría. No es una buena idea enfrentarse a un dragón, ¿verdad?

Jack inclinó la cabeza.

—Ella no tenía por qué saberlo. Por lo que sé, ni siquiera estaba allí cuando sucedió.

—No. Y tampoco se lo he dicho, como has podido comprobar. Exigiendo la devolución de las espadas delante de toda mi gente me has puesto en un compromiso. Porque está claro que no le puedo llevar la contraria a un dragón, ¿me equivoco? Pero tú no quieres que se sepa que eres un dragón. Has estado a punto de descubrirte tú sólito.

»Verás, os salvamos la vida porque me entró curiosidad. Pero puede que haya sido un error. Porque Gaeru tiene razón, esta es su isla, y hasta hoy no venía marcada en los mapas de los pielseca. Ahora, Raktar y los suyos la conocen, por lo que tendré que matarlos. No obstante, sospecho que tú tratarías de impedirlo, y… en fin. O nos matas a nosotros o te matamos a ti, y qué quieres que te diga… habré hecho muchas barbaridades a lo largo de mi vida, pero acabar con el último dragón de Idhún nunca ha entrado en mis planes.

—Comprendo —asintió Jack—. Para serte sincero, a mí me importan sobre todo Shail y Alexander, porque son mis amigos. No obstante, el capitán Raktar es amigo de Shail. Es decir, un amigo de un amigo mío. Y supongo que Alexander también querría quedarse atrás a defenderlo, lo que me pone en un compromiso a mí también. Nosotros tres solo queremos proseguir nuestro viaje hacia Gantadd; cuanto antes, mejor. Así que espero que podamos llegar a un acuerdo.

En aquel momento entraron Raktar, Shail y Alexander, seguidos de Gaeru. Jack advirtió que se había vendado la mano.

—¡Raktar, amigo mío! —lo saludó el pirata festivamente—. ¿Por qué no vienes al agua y nos remojamos juntos?

—Yo no soy tu amigo —gruñó el humano, enseñándole todos los dientes—. Si vas a matarnos, hazlo rápido y acaba de una vez.

—Debería mataros, es cierto —asintió Glasdur, pensativo—. Hoy no hemos conseguido un gran botín, ¿sabes? Me has decepcionado.

—¿Insinúas que encima debería pedir disculpas? ¡No seas tan arrogante! ¡Nos has capturado gracias a la ola gigante!

—Eh, eh, no tan deprisa. La ola nos alcanzó a todos, pero vosotros no habríais sobrevivido si no llegamos a sacaros del agua.

—¿Sacarnos del agua? ¡Fue el dragón quien nos salvó!

—El dragón también estaba medio muerto cuando lo rescatamos. ¿O acaso los dragones pueden respirar bajo el agua?

—No alardees de cosas que no puedes hacer, Glasdur. Si metes la cabeza bajo el agua te ahogas, igual que yo.

El pirata se lanzó sobre él con un grito de furia y un violento salpicón. Alexander se interpuso entre ambos, separándolos a duras penas.

—Deteneos, los dos —ordenó—. Creo que todos tenemos el mismo problema. Estamos atrapados aquí, sin barcos, y todavía no sabemos qué provocó la ola gigante.

—Se estrelló contra las costas de Nanetten —dijo Jack a media voz—. Yo lo vi. Arrasó Puerto Esmeralda, pero por fortuna no llegó muy lejos tierra adentro. Las murallas y el acantilado la frenaron.

Raktar y Shail lo escuchaban con atención. Jack advirtió su mirada y añadió:

—La ola barrió las casas más cercanas al mar e hizo crecer el río, pero la mayor parte de la gente ya había sido evacuada. Los Vigilantes de las Mareas fueron muy eficientes.

—¿Cómo pudo llegar a Puerto Esmeralda antes que a nuestros barcos, que estaban en alta mar? —se preguntó Glasdur, desconcertado.

—Porque la ola tenía dos vertientes. Cuando un barco surca el mar, su paso genera olas a ambos lados, a derecha y a izquierda. Lo que vi desde el aire fue algo similar. Algo que avanzaba a través del mar, provocando dos olas gigantescas; una fue a estrellarse contra la costa, y la otra avanzó hacia el este. Esa fue la que nos alcanzó.

Glasdur se dejó caer de nuevo en el agua, con un chapoteo. Parecía perplejo.

—¿Y qué clase de criatura marina podría provocar algo así? ¿Lo viste, dragón?

—No, no lo vi. Y no creo que nadie sea capaz de verlo. Creo que es una especie de fuerza invisible cuya simple presencia hace que se alteren los elementos. He visto cosas similares últimamente. Algo está destrozando las montañas de Nanhai, y un inmenso tornado arrasó Kazlunn y Celestia en los últimos días. Pero hasta ahora no había visto nada parecido en el mar.

—¿Y por qué están pasando estas cosas? ¿Es obra de los sheks? ¿De algún imitador de Ashran? Si ese maldito mago fue capaz de mover los astros…

—No —cortó Jack—. Creo que es algo más grande y más poderoso. Y lo peor de todo es que no sabemos cómo detenerlo.

—¡Detenerlo! —exclamó entonces Gaeru—. ¿Quieres decir que sigue ahí?

—Se dirige hacia el sur —dijo Jack—. Avanza muy lentamente, pero en los próximos días las olas que provoca golpearán las costas de Derbhad.

—Los acantilados protegerán los bosques de las hadas —dijo Raktary, de todas formas, la mayoría viven en el interior. Lo que sí puede estar en peligro son las tierras bajas de los ganti.

—Y las ciudades submarinas —borboteó Glasdur, pensativo—. No sé cómo afectará esto al Reino Oceánico, pero no puede ser nada bueno.

—Y el Oráculo —añadió Shail—. Zaisei —dijo solamente, mirando a sus amigos.

Jack se hizo cargo de la situación.

—Pues este es el trato —le dijo al pirata—: nos devuelves la espada de Alexander y nos dejas marchar a nosotros tres. Si salimos ya, alcanzaremos nuestro destino antes de que llegue Nel… la ola —se corrigió—. Como iremos volando, no hay peligro de que nos afecte. Iremos a Gantadd y daremos aviso, y enviaremos a alguien al Reino Oceánico. A cambio, dejaréis marchar al capitán y a su tripulación. Creo que coincidirás conmigo en que esto es mucho más grave que vuestras habituales peleas. Si los humanos os ayudan a reconstruir vuestros barcos, recuperaréis antes vuestra flota, y ellos podrán regresar a casa para comprobar si sus familias están bien. Después de lo sucedido en Puerto Esmeralda, no creo que nadie tenga ganas de salir a cazar piratas, de modo que Gaeru y su gente estarán relativamente a salvo.

—Me parece razonable —asintió Glasdur, acariciándose la barbilla.

—Bien —dijo Jack, incorporándose—, entonces no hay más que hablar. Pongámonos en marcha: nos espera un largo viaje.