La caravana se deslizaba indolentemente sobre las arenas de Kash-Tar, bajo el calor abrasador de los tres soles. Los carros, tirados por torkas, enormes lagartos del desierto, avanzaban con lentitud. Los torkas, perezosos por naturaleza, no tenían prisa, y sus amos no los fustigaban. Eran conductores experimentados y sabían que, si los hacían correr, acabarían por detenerse, agotados, cerrarían los ojos y no habría quien pudiera ponerlos en marcha de nuevo. Los viajes de las caravanas eran lentos y exasperantes; pero el torka era el mejor animal de tiro que tenían en Kash-Tar: fuerte, dócil y resistente. Los mercaderes más veteranos solían decir que los torkas eran un regalo de Aldun para que los yan aprendieran a través de ellos la paciencia que su dios no les había otorgado al crearlos.
Por fin avistaron a lo lejos la silueta de los árboles del oasis. Los torkas aceleraron la marcha sin necesidad de ser fustigados: sabían que, cuando llegaran, podrían dejarse caer a la sombra, cerrar los ojos y dormir durante mucho, mucho tiempo.
Sin embargo, ninguno de los torkas se atrevió a adelantar al carro que guiaba la caravana. Sabían muy bien lo que sucedería si lo hacían.
En los límites del oasis les aguardaba un grupo de hombres-serpiente armados. Un control rutinario. Los mercaderes llevaban años pasando por ellos, y se habían acostumbrado. Y, aunque se sabía que las tierras del norte se habían librado del yugo de las serpientes, en Kash-Tar todo seguía más o menos como siempre.
Más o menos.
El guía detuvo su carro junto al que parecía el capitán de la patrulla. El lagarto dejó escapar un agudo sonido gutural, frustrado, pero se detuvo, obediente.
—Sssaludosss, mercader —dijo el capitán.
—Saludos —respondió él.
Sabía lo que le iban a preguntar, y tenía las respuestas preparadas. No obstante, también sabía que no debía darlas todas a la vez, y que debía contestar a las preguntas una por una. Los szish habían adoptado la costumbre de no dejar hablar a los yan mucho rato seguido, porque no los entendían. Los habitantes del desierto solían hablar con tal rapidez que no separaban las palabras. Con ellos, lo mejor que se podía hacer era formularles preguntas a las que pudieran dar respuestas cortas y sencillas.
La rutina se repitió, una vez más.
—Nombre.
—Kit-BakdeNin.
—Origen.
—Lumbak.
—Dessstino.
—Dyan.
—Mercancía.
—TelasdelospueblosnómadasyartesaníalimyatiparaCelestia. Abaloriosycosasparecidas.
—¿Qué classse de «cosssasss parecidassss»? —quiso saber el szish, frunciendo el ceño.
La voz del mercader yan quedaba ahogada por el paño que cubría su rostro, y solo sus ojos, rojizos y ardientes como carbones encendidos, podían darle alguna pista acerca de su estado de ánimo. Y aquellos ojos se clavaban en él con un descaro que habría debido hacerle sospechar. No obstante, al capitán szish nunca le habían caído bien los yan, los más sangrecaliente de todas las razas sangrecaliente. Y había oído hablar de Kit-Bak de Nin, un respetado mercader que nunca había dado problemas a las serpientes.
Sin embargo…
—Cosasdemujeres —respondió velozmente el yan—. Adornossencillosybaratos. Paraelpelolasmuñecaslostobillos. Nadaimportante.
—¿Y por qué razón te molessstasss en comerciar con ellosss, puesss? —quiso saber el capitán.
Otro de los torkas lanzó un quejido lastimero. Los preliminares se estaban alargando demasiado.
—Sonbaratos. Ymuchasmujereslosencuentranbonitos. MujeresquenopuedencomprarlasjoyasdeRaheld.
El szish lo observó con cierta desconfianza. El yan le devolvió una mirada serena.
—Bien —asintió por fin—. Podéisss quedarosss hasssta el primer amanecer.
Se volvió e hizo señas a los guardias para que abrieran el portón. Los dos contemplaron, en silencio, cómo la caravana se ponía lentamente en marcha hasta alcanzar la muralla.
—Acomodaosss como podáisss —dijo el hombre-serpiente—. No hay mucho esspacio en torno a la laguna. Tenemosss ya otra caravana dessscanssando en el oasssisss…
Se interrumpió, porque tuvo la sensación, completamente irracional, de que el mercader sonreía de forma siniestra por debajo de la tela que ocultaba su rostro.
—Losé —se limitó a decir.
Y, veloz como un relámpago, introdujo las manos bajo sus holgadas ropas y extrajo dos enormes hachas de debajo de la capa. Con un rápido y enérgico movimiento, mientras lanzaba el grito de guerra de los yan, dejó caer las hachas sobre el cuerpo del capitán, trazándole una enorme y sangrienta equis en el pecho. El szish cayó hacia atrás, muerto antes de tocar el suelo, y el yan, ejecutando un impresionante salto desde el pescante, cayó en medio de la patrulla de los hombres-serpiente. Junto a él aparecieron varios guerreros más, emergiendo de los carros de la caravana, empuñando diferentes armas y profiriendo gritos salvajes.
—¡Rebeldessss! ¡Rebeldessss! —alertaron los szish.
Se apresuraron a defenderse, y pronto los límites del oasis se convirtieron en un campo de batalla. Pero no había quien parase al yan de las dos hachas. Rotaba sobre sí mismo como una centella infernal, descargando sus armas, masacrando a sus contrarios, tiñendo de rojo las arenas del desierto. Uno de los szish fue lo bastante hábil como para retroceder cuando saltaba hacia él, y el impulso del salto dejó al descubierto los brazos morenos del jefe yan, tatuados con espirales rojas. El hombre-serpiente conocía esa marca.
—¡Gosssser! —exclamó, con una nota de terror reverencial en su voz.
Aquella palabra fue la última que pronunció.
Más szish habían acudido a apoyar a sus compañeros, pero los yan eran imparables, y las dos hachas de Goser, su mortífero líder, bailaban teñidas en fría sangre de serpiente.
De pronto, sin embargo, la temperatura del ambiente pareció descender un poco, y una sombra cubrió a los combatientes.
—¡Shek! —gritó Goser con voz potente.
Los yan sacaron sus ballestas y apuntaron a la gran serpiente alada que los sobrevolaba. Sabían que aquellas armas eran ridículas para luchar contra los sheks, pero Goser no se amilanó. Con un nuevo grito de guerra, lanzó al aire una de sus hachas, con toda la fuerza de la que fue capaz. El arma dio un par de vueltas sobre sí misma y llegó a alcanzar una de las alas del shek, produciéndole un pequeño desgarrón. La serpiente chilló, más molesta que dolorida, y descendió en picado hacia él.
El hacha cayó otra vez al suelo y fue a hundirse en la arena, cerca de Goser. Pero él no le prestó atención. Ya enarbolaba su otra hacha con ambas manos y aguardaba al shek, que bajaba entre una lluvia de flechas con la boca abierta, enseñando los colmillos.
Cuando estuvo lo bastante cerca, Goser lanzó el hacha, y en esta ocasión alcanzó el escurridizo cuerpo de la serpiente, que volvió a emitir un chillido de sorpresa y remontó el vuelo. Con un ágil quiebro se deshizo del hacha, que se había quedado incrustada en sus escamas, sin llegar a causarle verdadero daño. Goser le dedicó un grito desafiante, pero su gente ya se había guarecido bajo los carros y disparaba desde allí. No tenían la menor intención de imitar el coraje suicida de su líder, y él tampoco lo esperaba. Los yan eran gente que sabía cuidar de sí misma mejor que de los demás.
El shek dio un par de vueltas sobre ellos, pero no descendió. Los yan aguardaron, inquietos. Goser le gritó otra vez, pero la serpiente no le prestó atención.
Algo se acercaba desde el norte, nueve sombras que volaban hacia ellos. Los yan se miraron unos a otros: si eran más sheks, estaban perdidos.
El shek dejó escapar un nuevo chillido, un chillido que les heló la sangre en las venas, porque estaba teñido de un odio oscuro e insondable y, a la vez, de una salvaje alegría. Y, olvidándose de los yan rebeldes, se lanzó de cabeza hacia las nueve figuras que se acercaban desde el horizonte.
Goser recuperó sus dos hachas y contempló la escena con interés. Después, montó de un salto sobre uno de los torkas, rompió las cinchas de un hachazo y lo espoleó con violencia. El animal, sobresaltado, salió corriendo.
Momentos después, el líder de los rebeldes yan contemplaba una escena sobrecogedora.
Nueve dragones acosaban al shek, atacándolo por todas partes, hostigándolo con fuego, garras y dientes. La criatura debería dar media vuelta y escapar, porque no tenía la más remota posibilidad de salir con vida de allí. Y parecía que se esforzaba por huir de la batalla; pero algo le empujaba a rizar su larguísimo cuerpo y a acometer a los dragones, una y otra vez, con siniestro entusiasmo.
Montado sobre su torka, que ya había cerrado los ojos y se había desplomado sobre la arena, adormilado, Goser contempló la absurda y trágica muerte del shek, pero no la lamentó. En realidad, sus ojos de fuego estaban centrados en los dragones, y los contemplaban con fervor y emoción. Al dragón negro que realizaba piruetas imposibles, a la dragona roja que combatía con ferocidad; a los dos dragones anaranjados, que parecían gemelos y peleaban a la par; a un hermoso dragón de tonos ocres, pequeño, pero ligero, que volaba como una flecha en torno al shek. Había más, pero Goser dejó de enumerarlos. Eran todos tan bellos… eran perfectos.
Cuando el cadáver del shek cayó con estrépito al suelo, levantando una nube de arena, Goser no se movió, aunque su torka abrió los ojos, sobresaltado. Los dragones prosiguieron su vuelo, pero empezaban a descender, y Goser supo que aterrizarían en el oasis. Espoleó al torka, que se negó a moverse. El líder yan no se rindió. Volvió a clavar los talones en los flancos del animal, emitiendo su potente grito de guerra, y el lagarto salió disparado, muerto de miedo.
El oasis era suyo. Los yan saquearon la caravana que descansaba allí y se apropiaron de las armas que transportaba, fabricadas en Nandelt, que ya nunca llegarían a manos de la gente de Sussh, el shek que gobernaba Kash-Tar. Goser, sin embargo, no participó en el reparto. No pensaba desprenderse de sus hachas y, por otra parte, la caravana ya no le interesaba. Lo único verdaderamente importante eran los nueve dragones que habían aterrizado junto a la laguna.
No se sorprendió cuando vio salir de ellos a nueve personas, que el hechizo ilusorio se desvanecía y que los dragones recuperaban su verdadero aspecto: máquinas de madera construidas por los humanos. Había oído hablar de los dragones artificiales, y de los rumores que decían que los hombres de Nandelt enviarían algunas de esas máquinas para ayudar a los rebeldes de Kash-Tar. No obstante, no pudo evitar que la decepción se adueñase de su corazón. Por un momento había llegado a soñar que era cierto, y que los Señores de Awinor habían regresado.
Goser se limitó a observar de lejos a los recién llegados, hasta que alguien reparó en su presencia. Era un humano alto y fornido, con una larga barba de color castaño. Caminó hasta él, y Goser abandonó la sombra de los árboles para salirle al encuentro. Suponía que aquel humano sería el líder de la expedición. Goser era bastante alto para ser un yan, gente por lo general de baja estatura.
Sin embargo, aquel humano le sacaba por lo menos dos cabezas. No obstante, ahora que estaban uno frente al otro, nadie podría haber dicho cuál de los dos resultaba más impresionante: si el imponente semibárbaro, de barba trenzada y ojos bicolores, o el rebelde yan, con sus dos hachas cruzadas a la espalda y los brazos ante el pecho, mostrando una piel cubierta de tatuajes rojos. Goser clavó en el extranjero su mirada de fuego.
—Hola —saludó este, con una amplia sonrisa—. Me temo que nos hemos perdido. Vamos en dirección a Bombak, Bumbak o algo parecido. —Se rascó la cabeza con aire desconcertado—. Todo el desierto parece igual. En fin, parece que os hemos librado de un apuro, ¿no? Espero que no haya más serpientes por aquí. No es que no nos apetezca un poco de acción, pero estamos algo cansados… y los dragones han perdido mucha magia. Qué oportuno que estuviese aquí este sitio. A propósito, me llamo Rando.
—YosoyGoserElSolQueQuemaALasSerpientes.
Rando parpadeó, desconcertado.
—¿Disculpa? No te he entendido, hablas demasiado rápido. ¡Y tienes un nombre muy largo!
Alguien lo apartó con impaciencia.
—Lárgate de aquí, antes de que digas algo de lo que luego tenga que arrepentirme.
Goser se encontró con unos hermosos ojos rojizos, semejantes a los ojos de un yan, pero de un tono más apagado.
—SaludosGoser —dijo ella—. Sibuscasallíderdenuestraflotanote-molestesenhablarconél. MinombreesKimaralaSemiyan.
Goser asintió.
—LaQueHaVistoLaLuzEnLaOscuridad. Heoídohablardeti. Mestiza. Dicenqueseteconcedióeldondelamagia. Perohacetiempoque-nadietehavistoenKashTar. Poresotambiéndicenquehabíasabando-nadoatupueblo.
Kimara apretó los puños.
—Nuncaosabandoné —replicó—. MefuiaNandeltparaaprender-ausarmipoder.
—¿Yaprendiste?
—Nodemasiado. Elmétododeenseñanzadeloshumanosmepare-ciódemasiadolento. Asíquemecanséydecidíregresar. Losdragones-quevienenconmigopelearánporlalibertaddeKashTar.
Goser sonrió.
—Notefaltaráacciónaquísemiyan. Hasvenidoallugarcorrecto. Eres-bienvenidaentrenosotros.
Lentamente, se retiró el paño de la cara y le mostró sus rasgos, un rostro enmarcado por una enmarañada melena de trenzas negras. Kimara ya se había fijado en sus brazos tatuados, pero lo que no esperaba era que sus mejillas y su frente ostentaran también tres brillantes espirales rojas, a imitación de los tres soles de Idhún. Y entre ellos, sus grandes ojos rojizos brillaban con el poder del fuego del desierto.
Kimara, impresionada, descubrió también su propio rostro. Los dos se miraron largamente.
—BienvenidaacasaKimara —dijo Goser.
Ydeon recibió visita aquella tarde. Como no esperaba a nadie, en realidad, no salió a recibirlos, ni los oyó llegar, hasta que alguien le llamó la atención desde la entrada de su fragua, gritando para hacerse oír por encima del sonido del martillo. El gigante se volvió, intrigado. Eran tres humanos: a uno lo conocía, a los otros dos, no.
—¡Buenas tardes! —saludó Shail, sonriendo—. He venido a cumplir mi promesa.
Ydeon dejó el martillo y se rascó la cabeza.
—¿De qué promesa…? —empezó, pero enmudeció de pronto al fijarse en el muchacho que había entrado con el mago y que miraba a su alrededor con curiosidad. Shail lo señaló con un gesto grandilocuente:
—He aquí a Jack, también conocido como Yandrak. El último dragón.
El joven y el gigante cruzaron una larga mirada. En los últimos tiempos, pocas personas habían logrado intimidar a Jack y, sin embargo, Ydeon inspiraba en él un profundo respeto, incluso desde antes de conocerlo, desde que Christian le había hablado de él. Aquel era el forjador de armas legendarias, el creador de Domivat, la espada de fuego. Mucho tiempo atrás, en la sala de armas de Limbhad, se había fijado en aquella espada. Le habían dicho que era peligrosa y, no obstante, eso solo había hecho que la deseara aún más. Jamás habría imaginado que llegaría a conocer a la persona que la forjó.
Shail le había dicho, por el camino, que Ydeon también había expresado su deseo de conocerlo a él. Por eso, Jack sentía que estaba viviendo un momento importante, solemne. Sostuvo con valentía la inquisitiva mirada del gigante, hasta que este habló.
—Pensaba que todos los dragones teníais tres ojos —comentó.
Jack no supo muy bien cómo tomarse esta afirmación. Supuso que sería una muestra del peculiar sentido del humor de los gigantes.
—Tú forjaste a Domivat —le dijo.
Ydeon asintió.
—Hace mucho tiempo. Tú no habías nacido entonces. Y, sin embargo, esta espada se forjó para ti.
Jack se mostró desconcertado.
—¿Cómo pudo forjarse para mí, si aún no había nacido?
Ydeon rió entre dientes.
—Sácala —le pidió.
Jack extrajo a Domivat de la vaina. Los tres observaron, maravillados, las llamas que lamían su filo.
—Qué hermosa es —dijo Ydeon, y todos percibieron claramente el temblor de su voz, y vieron las lágrimas en sus ojos rojizos.
Jack le tendió la espada, solícito.
—¿Quieres cogerla?
Pero Ydeon retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—Nadie en el mundo puede empuñarla, salvo tú. Ni siquiera yo.
—Entonces, ¿cómo pudiste forjarla? —preguntó Jack, desconcertado.
—Es una larga historia.
—En tal caso —intervino Shail—, agradecería que nos la contaras cuando estemos acomodados junto al fuego, si no es molestia.
—Hace tiempo —empezó el gigante, mientras sus tres visitantes bebían con cuidado de sus respectivos cuencos de sopa caliente—, dos siglos, tal vez tres, un dragón vino a visitarme. Era demasiado grande para entrar hasta el fondo de mi caverna, de modo que se quedó en los túneles exteriores y me llamó desde allí.
»Por supuesto, yo nunca había visto un dragón, porque los dragones no solían sobrevolar Nanhai. Lo primero que se me ocurrió al verle fue que se había perdido. Pero me preguntó si yo era Ydeon, el forjador de espadas. Le dije que sí. Me dijo que debía forjar una espada para él, y… ¿quién se atreve a contradecir a un dragón?
—¿Ni siquiera un gigante? —sonrió Jack.
—Ni siquiera un gigante, muchacho. «Señor», le dije, «¿cómo voy a forjar una espada para vos? Con todos mis respetos… ¿cómo vais a empuñarla?». El dragón me dijo entonces que la espada no estaba destinada a ser empuñada por él. «En un futuro», dijo, «nacerá un niño humano que poseerá el poder del dragón. Estará destinado a hacer grandes cosas, pero para entonces yo ya no existiré, y nadie de mi estirpe será capaz de ayudarlo. Esa espada será para él. Será la espada que guíe su camino y que le ayude en su misión con la fuerza de todos los dragones que viven hoy en el mundo».
»Como comprenderéis, me pareció que su encargo estaba fuera de mi alcance. Mis trabajos eran valorados en todo el continente, pero jamás se me había pasado por la cabeza que podría llegar a hacer algo que fuese digno de los mismísimos dragones. Aun así, le pregunté cómo debía forjar esa espada tan singular, y le dije que, si pretendía que fuese mágica, íbamos a necesitar a un hechicero para que le otorgase su poder. «No será necesario», contestó él. «Y, ¿quién la dotará del poder del que habláis, pues?», pregunté. «Yo mismo», respondió el dragón.
»Erea salió llena dos veces antes de que terminase la espada. La forjé con el material con el que fraguaba todas las espadas mágicas. Adorné su empuñadura con figuras de dragones, y utilicé para sus ojos rubíes de las cavernas más profundas. La espada era de tamaño humano, por lo que pasé muchos días y muchas noches inclinado junto al fuego, trazando todos los detalles del molde, con mucha paciencia y un cuidado infinito. Por una vez, lamenté ser un gigante, puesto que mis dedos eran demasiado grandes como para modelar todo lo que tenía en mente, a aquella escala.
»Durante todo aquel tiempo, el dragón estuvo durmiendo en una de las cavernas más grandes de la cordillera. No me apremió en ningún momento, ni acudió a mí para preguntarme cuándo la tendría terminada, ni para supervisar mi trabajo. Cuando por fin acabé la espada, acudí a verle.
»Se limitó a abrir un ojo y a mirarme con curiosidad. «¿Tienes la espada?», preguntó. «Sí, señor», contesté. «¿Y la vaina?», quiso saber. Confesé que no la había forjado todavía. «Mejor así», respondió, «porque ha de ser una vaina especial, que soporte cualquier tipo de fuego. Que no queme al tacto ni siquiera después de haberla dejado durante días y días entre las llamas».
»Esto no era tan sencillo. Consulté a otros gigantes, a lo largo y ancho de Nanhai, pero nadie había oído hablar de un material semejante. Fueron necesarios muchos meses de intenso trabajo y de probar con distintas aleaciones, hasta que por fin dimos con la fórmula adecuada. Si me pidieran que volviera a fundir algo semejante, no sabría hacerlo de nuevo. Creo que Karevan me inspiró aquel día, puesto que la vaina, una vez que se enfrió, no volvió a calentarse nunca más.
»De nuevo acudí al dragón y le presenté mi trabajo. Abrió los ojos. «Magnífico», dijo. «Déjamela». Le tendí la espada y la sostuvo entre sus garras, con el filo hacia arriba. Me dijo que me hiciera a un lado, y entonces exhaló su fuego sobre él, protegiendo la empuñadura para no fundirla. Siguió sometiéndola a su fuego implacablemente, durante toda la noche… y cuando por fin resopló, agotado, y apagó su llama… la espada ya no era una espada corriente. Tenía el halo de las espadas legendarias. «Ahora ya no puedes cogerla», me dijo entonces. «Si lo intentas, arderás como una tea. Por eso necesitábamos la vaina ignífuga». Le pregunté entonces si iba a ponerle un nombre a la espada. Es costumbre que las mejores espadas tengan uno, y se lo dije, porque no estaba muy seguro de que los dragones estuvieran al tanto de esta cuestión. La criatura se quedó contemplando la espada un largo rato, y después dijo que se llamaría Domivat. «¿Domivat?», repetí. «¿Qué significa?». «Nada en particular», respondió él. «Entonces, ¿qué clase de nombre es ése?», pregunté yo. El dragón se quedó mirándome, y después dijo, enseñando todos sus dientes en una sardónica sonrisa: «Domivat soy yo. Es mi nombre».
Jack lanzó una exclamación ahogada y contempló su espada con un nuevo respeto. Ydeon sonrió y prosiguió:
—«Esta espada lleva mi fuego» —dijo el dragón—. «Cuando yo muera, se llevará parte de mi espíritu. Por eso, en cierta manera, esta espada es parte de mí, o podría decirse, incluso, que soy yo». Medité sus palabras un buen rato, y después le pregunté qué sentido tenía forjar una espada que nadie podía empuñar. «Como ya te dije, algún día llegará alguien que sí pueda empuñarla, porque esta espada ha sido forjada para él», respondió el dragón. «Pero, entretanto, debes dejarla libre. Entrégala a los hombres de Nandelt y deja que hagan con ella lo que quieran, que la lleven de aquí a allá, que la guarden como mejor les parezca; no importa porque, tarde o temprano, la espada encontrará a su dueño». Me dolió la idea de abandonar aquella magnífica espada a su suerte, de no volver a verla nunca más. Pero el dragón me prometió que algún día, la espada regresaría a mí, por medio de aquel que estaba destinado a blandiría. «Y, cuando llegue ese momento», me dijo, «quiero que le des un mensaje de mi parte».
Jack se irguió, atento, con el corazón latiéndole con fuerza. Ydeon clavó en él una mirada cargada de gravedad.
—Éste es el mensaje que me dio para ti: «Nuestra estirpe vive a través de ti, Yandrak. Y eso quiere decir que no hemos muerto, y que no lo haremos mientras haya un solo dragón surcando los cielos de Idhún. Pero estarás condenado a librar la última guerra por todos nosotros; de ti depende elegir las batallas correctas. No tengas miedo, no dudes. Hay algo aun más poderoso que el instinto, y es el corazón. Ahí es donde está nuestra fuerza. Úsala bien, y serás libre. Y contigo, todos nosotros».
La voz de Ydeon se extinguió. Jack no dijo nada. Contemplaba las llamas con expresión pétrea y un extraño brillo en la mirada.
—No entendí sus palabras —prosiguió el gigante—, pero me las hizo repetir hasta asegurarse de que me las aprendía de memoria. No las he olvidado.
Jack se levantó con brusquedad y salió de la estancia. Todos pudieron apreciar que tenía los ojos húmedos.
—¿Qué le pasa?
Shail movió la cabeza y sonrió.
—Creo que no tenía un buen concepto de los dragones en el fondo —dijo—, a pesar de ser uno de ellos, y eso era algo que le estaba haciendo mucho daño. Tú le has devuelto la fe en su raza. Te doy las gracias por ello.
—Pero ¿cómo lo sabía? —dijo entonces una voz ronca, desde el fondo de la sala—. ¿Cómo sabía ese dragón todo lo que iba a pasar?
Los dos se volvieron, un poco sorprendidos. Era Alexander el que acababa de hablar. Había salido de su mutismo habitual para mirar al gigante con gesto serio.
—No lo sé —repuso Ydeon—. Y lo cierto es que durante mucho tiempo dudé de sus palabras, sobre todo cuando la espada escapó a mi percepción. Pensé que había sido destruida…
—Aún recuerdo la cara que puso Jack la primera vez que vio a Domivat —dijo Alexander, pensativo—. Nunca imaginé que lo hubiera estado esperando desde siempre; aunque, después de todo, es lo que suele suceder con casi todas las armas legendarias.
Shail lo miró fijamente.
—¿Y tú? —le dijo—. ¿Estás bien?
Alexander desvió la mirada, pero luego alzó la cabeza de nuevo y se volvió hacia el gigante.
—¿Puede una espada forjada para luchar por la justicia ser empuñada por alguien innoble…, por un criminal, tal vez? —quiso saber.
—Depende de la espada.
Siguiendo un impulso, Alexander se levantó de un salto y desenvainó a Sumlaris. Los ojos de Ydeon brillaron con interés.
—¿También forjaste tú a Sumlaris? —preguntó Shail.
—No —respondió él, examinándola más de cerca—. Ésta no es mía. Pero reconozco la factura. Maese Galdis de Namre. Solía forjar espadas para los caballeros de Nurgon hace cien años. Buenas espadas, sin duda. Estaba tan bien considerado que hasta consiguió colarles algunas espadas mágicas, a pesar de que los caballeros no son amigos de utilizar objetos encantados. Pero el propio Galdis había sido caballero…
»Ah, pero esta espada no ha desplegado aún toda su capacidad —añadió de pronto, estudiando su filo con aire experto—. Está medio dormida.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Alexander.
—Quiere decir que tú también estás medio dormido, o, para ser más exactos, que todavía no has llegado a ser todo lo buen caballero que puedes llegar a ser. Es decir, que aún tienes que desarrollar todas las cualidades que la propia espada considera imprescindibles para que te conviertas en su dueño perfecto. Pero las tienes, y la espada lo sabe; de lo contrario, hace tiempo que habrías notado que no eres de su agrado.
Alexander se sentó de nuevo, impresionado, y contempló el filo de su espada en silencio. Shail se quedó mirándolo un momento y después se volvió de nuevo hacia Ydeon.
—Ahora me toca a mí —dijo, sonriendo—. Yo también tengo una consulta.
—¿Sobre tu pierna?
El mago asintió.
—Hace un par de días que me está dando problemas. Temo que mi magia no baste para mantenerla en su sitio.
Ydeon examinó la pierna artificial que Shail le mostraba, frunciendo el ceño.
—Puede que tu magia fluctúe —dijo después.
—¿Y eso qué significa?
—Que la propia pierna se cansa de estar viva. Verás, la magia de los hechiceros no es estable, porque es una magia prestada, no nacieron con ella. Por eso, cuando la usan mucho, se gastan y tienen que descansar hasta que se recuperan. El poder de un mago no es inagotable.
»Esto no es un problema en el caso de las espadas legendarias, porque por lo general estas pasan mucho tiempo dormidas; todo el tiempo que su dueño no las está empuñando, para ser más exactos. El tiempo que permanecen en la vaina.
»Tu pierna no puede permitirse ese lujo. Porque, si lo hace, se desprenderá del resto del cuerpo.
—Sí, eso lo entiendo —asintió Shail—. Por eso llevo el medallón de piedra minca.
—Y tú mismo dijiste que a veces este tipo de amuletos fallan. Es por esta razón. Ahora estás usando tu magia permanentemente, incluso cuando duermes, y eso te agota, aunque no te des cuenta. Por eso, la piedra minca, que acumula parte de tu energía mágica para que la uses cuando no estás consciente, cada vez obtiene menos poder. Te estás gastando, Shail.
El mago se dejó caer sobre su asiento, anonadado.
—¿Y qué puedo hacer entonces? —murmuró.
Ydeon sacudió la cabeza.
—Puedes obtener otra fuente de poder. O puedes dotar a tu pierna de una energía mayor e inagotable, superior a la que puede conseguir de tu propia magia. Ya hablamos de esto en una ocasión y creo que no lo has olvidado.
—No —reconoció Shail en voz baja.
—Piénsalo —concluyó el gigante.
—No tengo mucho tiempo para pensarlo —repuso el mago—, puesto que mañana partiremos con el primer amanecer. En realidad solo estamos de paso.
Tenían intención de entrevistarse con Gaedalu, en Celestia o en Gantadd, allá donde se encontrase, y con Ha-Din, en Awa. Ambos habían estado presentes en la Primera Profecía y habían conocido a Manua, la Oyente del Gran Oráculo. Quizá pudieran darles una pista sobre su paradero.
—Bien —dijo Ydeon—. Entonces, tienes toda una noche para pensarlo.
—No te lo tomes al pie de la letra —dijo Alexander.
Jack no respondió. Seguía contemplando los brillos cambiantes de la caldera de lava, con expresión seria.
Era ya muy tarde, y los tres se habían acomodado en sus respectivos jergones, en la sala principal, donde Ydeon les había cedido espacio para pasar la noche. Se habían envuelto en pieles y habían apagado las antorchas, de modo que sólo el suave resplandor del pozo de lava iluminaba la estancia. No obstante, ninguno de ellos podía dormir.
—El hecho de que los dragones ya hubieran previsto todo esto y prepararan una espada para ti no significa que estés obligado a vengarlos a todos, ni nada por el estilo —prosiguió Alexander—. No creo que Domivat quisiera descargar esa responsabilidad sobre tus hombros.
—Pero, indirectamente, lo ha hecho —replicó Jack—. No sé si he de vengarlos, pero ellos quieren que haga algo. Y un dragón capaz de prever todo lo que iba a pasar, un dragón que sabía que su raza iba a ser exterminada un par de siglos antes de que eso sucediera, debía de saber también qué sucedería si acabábamos con Ashran. ¿Por qué, entonces, no dijo nada al respecto; por qué no trató de impedir todo lo que ha pasado? Y, lo más importante…: ¿cómo lo sabía?
—He estado pensando en ello —dijo Shail a media voz—. Esta mañana, Ydeon dijo algo muy extraño cuando te vio, Jack. ¿Lo recuerdas?: «Pensaba que todos los dragones tenían tres ojos».
—Sí —asintió el joven—. Pero no sé a qué venía eso.
—Bueno, a mí me ha recordado a una antigua leyenda sobre dragones que puede que lo explique. Cuenta que una vez existió un dragón que se enamoró de las lunas.
—¿De las lunas?
Shail asintió.
—Dicen que pasaba las noches en vela, contemplando las lunas, y, por tanto, dormía durante el día. Los dragones son criaturas diurnas, por lo que su comportamiento no dejaba de llamar la atención entre los suyos, y pronto corrió el rumor de que estaba loco.
»Sin embargo, a aquel dragón no le importaba lo que dijeran los demás. Seguía alzando la mirada hacia el cielo cuajado de estrellas, noche tras noche, bebiendo de la luz de las lunas, aprendiéndose sus formas y matices de memoria… y así, pronto empezó a hacerse preguntas. Se preguntaba si era cierto que los dioses vivían en las lunas, y por qué lo harían; y por qué los dragones y las otras criaturas habitaban en Idhún, en lugar de hacerlo allí arriba, y si algún día su raza podría volar hasta Erea para reunirse con ellos.
»Formuló aquellas mismas preguntas a otros miembros de su clan, pero ningún dragón le dio una respuesta satisfactoria. Los dragones estaban en Idhún para cuidar de las seis razas y luchar contra la séptima, pero nadie sabía si los dioses regresarían algún día para ayudarlos, o si ellos debían acudir a su encuentro… por lo que una noche, una noche en que las tres lunas brillaban llenas y estaban más hermosas que nunca, el dragón decidió que él mismo iría a preguntar a los dioses si todo aquello tenía un sentido.
»De modo que alzó el vuelo y se elevó hacia las lunas. Voló toda la noche. Subió, y subió, todo lo que pudo, hasta que el primer amanecer lo sorprendió y desdibujó los contornos de las lunas en el cielo, hasta hacerlas invisibles. Pero el dragón no se rindió, y siguió elevándose, con fe inquebrantable.
»Los dioses lo vieron llegar y quisieron detenerlo, haciendo su viaje cada vez más penoso. Primero lo atacaron con frío, luego lo dejaron casi sin aire… pero el dragón seguía subiendo, y subiendo, y cuando la noche volvió a cubrir el mundo con su manto, las lunas estaban mucho más cerca y parecían mucho más grandes.
»Sin embargo, llegó un momento en que el dragón no pudo más. Agotado, cerró los ojos y empezó a caer.
»En Erea, los dioses discutían sobre si debían premiarlo por su perseverancia o castigarlo por su osadía. «Las dos cosas», dijo Irial, con una enigmática sonrisa.
»Cuando el dragón abrió los ojos, yacía sobre el suelo de Idhún, ileso. Los dioses le habían salvado la vida. Sin embargo, habían cambiado algo en él: ahora no tenía dos ojos, sino tres, como las tres lunas que tanto había amado. Los dioses habían abierto un tercer ojo en su frente, sobre los otros dos, y con él podía ver cosas que habían pasado, cosas que estaban pasando y cosas que iban a pasar.
»Regresó a Awinor y relató su aventura, y cuando los dragones vieron su tercer ojo y escucharon las cosas que decía, creyeron sin duda que aquello era obra de los dioses. Desde entonces fue tenido por sabio, y sus palabras fueron escuchadas y tenidas en gran consideración. No obstante, para él el tercer ojo no fue siempre un don, porque no podía controlar las cosas que veía, y lo peor de todo, no podía cambiarlas. Por eso, porque se limitaba a ver, lo llamaron el Visionario.
»Y cuenta la leyenda que, el mismo día de su muerte, eclosionaron los huevos de una pareja de dragones, y uno de los recién nacidos tenía un tercer ojo en mitad de la frente. Y así, siempre ha habido un Visionario entre los dragones, pues cuando muere uno, nace el siguiente, continuando con la estirpe de dragones sabios que ha regido los destinos de Awinor desde entonces. No obstante, nadie, excepto los otros dragones, ha visto nunca a uno de esos Visionarios; pues prefieren permanecer en sus cuevas, en la oscuridad, con sus tres ojos cerrados, contemplando las imágenes que su extraña percepción crea en su mente… y buscando la manera de cambiar el destino.
—Vaya —pudo decir Jack, después de un largo, largo silencio—. ¿Quieres decir que ese dragón… Domivat… pudo ser el Visionario de los dragones?
—Todo apunta a ello; y eso quiere decir que esa leyenda es mucho más que una leyenda.
—El Visionario —murmuró Alexander, impresionado—. Si es cierto, sabía ya que su raza iba a extinguirse…
—Pero no pudo hacer nada, excepto ayudar a crear una espada —suspiró Shail.
—Yo diría que eso ya fue mucho —opinó Alexander—, puesto que esa espada le ha salvado la vida a Jack en más de una ocasión.
—Estaba pensando —dijo Jack de pronto—, que si murió el día de la conjunción astral, como todos los demás dragones, ese día pudo haber nacido el siguiente Visionario. Pudo haber sido uno de mis hermanos. Pude haber sido yo —añadió, perplejo.
—Pero no eres tú —respondió Shail—. Sólo tienes dos ojos, de modo que me temo que la estirpe de los Visionarios murió con el último de ellos.
—O puede que no haya muerto del todo —murmuró Jack, contemplando su espada legendaria, que dormía en su vaina.
Assher se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla, aunque en aquellos momentos los detalles le resultaban confusos. Respiró hondo y decidió salir a tomar un poco el aire.
Pasó por entre los cuerpos dormidos de los szish con los que compartía la tienda, procurando no despertarlos. Salió al exterior y se detuvo un momento bajo el cielo iluminado por las tres lunas. Después, echó a andar.
Era un simple paseo; pensaba dar una vuelta y regresar a la tienda, pero sus pasos lo llevaron cerca del árbol de Gerde.
El primer día, los szish le habían ofrecido una tienda para ella sola. Pero Gerde la había mirado con aprensión. Assher había oído por ahí que ella había dicho, al verla, que ya había ocupado tiempo atrás un habitáculo como aquél, y no sentía el menor deseo de repetir la experiencia. De modo que había hecho crecer un árbol.
Al principio, los hombres-serpiente se habían mostrado desconcertados. No imaginaban cómo era posible que alguien pudiera sentirse más cómodo en un árbol que en una tienda. Pero resultó que aquel árbol echó raíces, y creció sobremanera, y formó, entre sus ramas y en una oquedad de su tronco, amplios espacios cálidos y acogedores.
Y Gerde se había instalado allí. El tronco del árbol era casi tan amplio como una casa; sus raíces se extendían hasta muy lejos, y decían que emergían de la tierra para atrapar a los intrusos no deseados. Sus ramas, largas y frondosas, formaban un velo vegetal que ocultaba la vivienda casi por completo.
Assher se detuvo a una prudente distancia del árbol y lo contempló, todavía maravillado de la obra del hada.
La suponía durmiendo, en alguno de los recovecos vegetales de aquella vivienda viva, por lo que se sobresaltó cuando sintió junto a él un perfume floral y escuchó la voz de ella en su oído.
—¿No podías dormir?
Assher tembló de pies a cabeza.
—No, señora. Lamento haberos molestado; ya me iba.
—No molestas —sonrió ella—. Tampoco yo podía dormir.
El joven szish se volvió para mirarla. Bajo la luz de las lunas le pareció todavía más hermosa. Sin embargo, su sonrisa era extraña, y su mirada tenía un punto de amargura.
—A… admiraba vuestra vivienda, señora. Es un árbol magnífico.
—¿Verdad que sí? —ronroneó ella—. Estoy muy orgullosa de él; y, no obstante, espero poder abandonarlo pronto. Eso serían buenas noticias.
Assher no supo qué decir. No entendía las palabras de Gerde, pero no lo dijo, por miedo a parecer estúpido.
—Pero los días pasan —suspiró el hada—, y la señal que estamos aguardando no llega.
—¿Qué clase de señal? —se atrevió a preguntar Assher.
—Un mensaje —fue la respuesta—. Un mensaje que nos confirme que hay una salida. Si nos cierran esa salida, mi joven serpiente, no tendremos más remedio que dar la vuelta y luchar. Y ellos no tendrán tanta piedad como los dragones.
Assher la miró, atónito. Jamás había oído decir que los dragones, sus enemigos ancestrales, fueran benevolentes. Gerde advirtió sus dudas y explicó:
—Los dragones expulsaron de Idhún a todas las serpientes. Mataron a muchas, es cierto, y los szish fueron los que sufrieron más. Pero la raza shek sobrevivió, porque ellos se sobrepusieron a su odio y se conformaron con desterrarlos. No los exterminaron.
»Ashran sí lo hizo. Aniquiló a todos los dragones, y no tuvo piedad. Quizá pensaba que con eso nuestros enemigos se darían por vencidos y reconocerían por fin nuestro derecho a existir en Idhún. Pero para ellos había dejado de ser un juego, Assher.
Assher escuchaba con atención, entendiendo solo a medias. Gerde lo miró y sonrió.
—¿Sabías que Ashran tuvo en sus manos la vida del último dragón, y lo dejó escapar?
Otra revelación sorprendente.
—Era un sangrecaliente —dijo, desdeñoso—. No podía esperarse más de él.
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.
—Tenía miedo, Assher. Al principio creyó que matándolos a todos daría por terminado este juego sangriento. Pero hubo uno que sobrevivió, uno solo; y los Seis se esforzaron mucho por mantenerlo con vida. Ashran temió que, si lo mataba, los Seis se enfurecerían e intervendrían personalmente. Creyó que, manteniendo con vida a Yandrak, les hacía creer que el juego no había terminado. Que, mientras un solo dragón permaneciese vivo en el mundo, los dioses considerarían que aún tenían una posibilidad de vencer. Lamentablemente, los Seis hacían bien apostando por aquel dragón, que acabó siendo la perdición de Ashran. Y los dioses no han aguardado a que el juego termine. Aún hay sheks en el mundo, aún queda un dragón. Pero eso ya no les importa. Detectaron al enemigo y han venido a buscarlo. No tardarán en encontrarlo.
»Nunca juegues con dioses creadores, Assher. No saben perder.
Assher no dijo nada. Por un momento creyó que ella estaba perdiendo el juicio, pero apartó aquellos pensamientos de su mente.
Permanecieron en silencio un rato, hasta que Gerde se giró con brusquedad y lo miró fijamente.
—Assher —le dijo, con dulzura—. Mi elegido. ¿Me amas?
El muchacho se quedó con la boca seca.
—Yo… —tragó saliva, con esfuerzo.
—Puedes hablar con franqueza, mi joven serpiente. No espero menos de ti.
—Yo… yo… —tartamudeó Assher—. Pe-perdonad mi atrevimiento, señora, pero… sí, os amo.
Cuando lo hubo dicho se sintió mucho mejor; pero inmediatamente lo invadió el pánico a ver burla o desprecio en los ojos de ella. No se atrevió a levantar la cabeza, hasta que oyó a Gerde reír suavemente.
—Eso está bien, Assher. Pero, dime… ¿hasta qué punto me amas? ¿Morirías por mí?
El corazón del szish se aceleró. Alzó la cabeza y la contempló, extasiado.
—Sí, mi señora. Yo… lo haría sin dudar.
Ella sonrió y le acarició el rostro, con cierta ternura. Assher deseó besarla, pero no se atrevió. Gerde había dicho que aún era demasiado joven para ella, y no quería hacer algo que pudiera molestarla y apartar de su mente la idea de aceptarlo más adelante, cuando fuera más mayor.
—Ojalá no haya que llegar a eso —dijo el hada—. Pero a todos nos llega la hora. Y, sabes, yo no debería estar viva. Si estoy aquí ahora mismo es porque se me ha concedido una segunda oportunidad. Pero es una vida prestada, Assher, y tarde o temprano tendré que devolverla. No obstante, ¿habría alguien lo bastante loco o valiente como para morir por mi causa?
—Habrá alguien que os ame lo suficiente —susurró el szish—. Será un gran honor para mí ser esa persona, mi señora.
Gerde sonrió.
—¿Lo ves? Por eso eres mi elegido.
Se acercó más a él y depositó un suave beso en sus labios; fue apenas un roce, pero el corazón de Assher estuvo a punto de salírsele del pecho.
El momento fue bruscamente interrumpido. Gerde se separó de él y alzó la cabeza, interesada, como si hubiese escuchado algo. Lentamente, su boca se curvó en una suave sonrisa. Sus ojos relucieron.
—¿Qué sucede, mi…? —empezó Assher, pero calló al ver una sombra que se aproximaba rápidamente hacia ellos. Gerde se volvió hacia él, radiante de alegría.
—¡Tú también lo has notado! —dijo.
—Está empezando —asintió él.
Assher intentó que no se reflejase en su rostro lo que estaba sintiendo. Detestaba a aquel humano de aspecto siniestro. No era ningún secreto que pasaba muchas noches en el árbol de Gerde.
—Está empezando —convino ella—. Parece que Kirtash sigue siendo útil, al fin y al cabo.
Esta vez, Assher no pudo evitar torcer el gesto. Cuando era niño había sentido una admiración mal disimulada hacia Kirtash, el hijo de Ashran. Un humano, ciertamente, pero más poderoso y letal que cualquier szish. Después, Kirtash los había traicionado…, no sin antes, se decía, haber seducido a Gerde, o haber sido seducido por ella; los rumores no se ponían de acuerdo en esta cuestión. La idea de que Kirtash pudiese seguir en contacto con Gerde le revolvía el estómago de rabia y de celos. Porque aquel Yaren no era gran cosa, pero Kirtash…
«Todo eso no importa», se dijo Assher, mientras veía cómo Yaren y Gerde entraban juntos en el árbol. «Yo soy su elegido. Solo yo».
Abandonaron la caverna de Ydeon al día siguiente, a primeras horas de la mañana. Shail no se atrevió a pedirle al gigante que le quitara la pierna de nuevo, por lo que seguía arrastrando molestias, y su magia continuaba debilitándose poco a poco. Sabía que llegaría un momento en que tendría que probar lo que Ydeon había sugerido, y proponerle a Jack que exhalara su aliento de dragón sobre la pierna artificial. Pero aún no lo había hecho, entre otras cosas porque, después de conocer el origen de Domivat y el mensaje del último Visionario, el muchacho estaba serio y pensativo, y Shail no quería molestarlo. Además, había visto a Jack transformado en dragón y, aunque no quisiera admitirlo, lo cierto era que el recuerdo de la poderosa criatura todavía lo intimidaba.
Se pusieron en marcha, pensativos y en silencio; les aguardaba un largo viaje hasta Gantadd.
Cuando Jack propuso que montaran sobre su lomo para ir más deprisa, tanto Shail como Alexander tuvieron sus dudas. Pero ambos habían montado anteriormente en pájaros haai, que parecían más delicados e inestables que el amplio lomo del dragón, por lo que terminaron accediendo.
Aquel día avanzaron mucho, pero al atardecer estalló una tormenta de nieve que los obligó a refugiarse en las montañas. Como al día siguiente no había amainado, no tuvieron más remedio que proseguir a pie.
Los días siguientes transcurrieron de forma similar. Tuvieron que avanzar a pie cada vez que estallaba una tormenta y les impedía viajar por el aire. Sin embargo, cuando por fin franquearon las montañas del este y alcanzaron el camino de la costa, que dejaba el mar a su izquierda y las montañas a la derecha, las tormentas amainaron y pudieron volar más a menudo.
A Alexander le estaba sentando bien el viaje. Ver a Jack vivo, y en pleno uso de sus poderes de dragón había devuelto la esperanza a su corazón. El plenilunio de Ilea los sorprendió a mitad de viaje, pero la luna verde, aunque obró algunos cambios en su fisonomía y en su carácter, no lo transformó por completo. Alexander no sabía qué haría la próxima vez que Erea estuviese llena, pero ya no parecía importarle tanto. Teniendo a Jack cerca, todo el mundo estaría a salvo. Ni siquiera la bestia que habitaba en su interior sería capaz de vencer al dragón.
Alexander sentía mucho respeto por aquel dragón. La última vez que había visto a Yandrak, este no era más que una cría recién salida del huevo. Y, aunque había contemplado al dragón dorado que Tanawe había creado para defender la fortaleza de Nurgon, tiempo atrás, no era lo mismo. Aquel era Jack. Yandrak. Su Yandrak. Aquella era la criatura que había rescatado el día de la conjunción astral, y ya había crecido, convirtiéndose en un soberbio y poderoso dragón joven. Volar sobre su lomo era una experiencia única que confirmaba que no había fracasado en su misión. Aquel dragón podía volar porque él lo había salvado tiempo atrás. Se obligaba a pensar en ello a menudo; era una idea que lo reconfortaba frente al sentimiento de culpa y los malos recuerdos.
Un día, sin embargo, sucedió algo que le hizo replantearse el concepto que tenía sobre los dragones.
Habían hallado refugio en una enorme grieta abierta en una pared rocosa. Como todas las noches, se habían envuelto en sus capas de pieles para dormir, en torno a los rescoldos una hoguera encendida con el fuego de Jack. De madrugada, no obstante, los despertó un estruendo que parecía proceder de las entrañas de la tierra, como un espantoso gemido procedente de mil gargantas de piedra. Los tres se levantaron, sobresaltados.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Alexander.
Nadie pudo contestar. De pronto, el suelo comenzó a temblar, las paredes de la cueva se estremecieron, y del techo se desprendieron algunos fragmentos de roca.
—¡Hay que salir de aquí! —gritó Jack.
Se apresuraron a recoger sus cosas y a arrastrarse fuera de la caverna. Apenas lo habían hecho cuando una enorme estalactita cayó tras ellos con estrépito.
Corrieron con todas sus fuerzas, alejándose de la caverna. El suelo retumbaba a sus pies, lo que hizo que Shail perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Jack se detuvo, indeciso.
—¿Qué está pasando? —preguntó Alexander.
—¡Es Karevan! —gritó Shail—. ¡Karevan está aquí!
Jack entornó los ojos. No había visto todavía los efectos que el dios de los gigantes estaba provocando a su paso por el mundo.
No había tenido ocasión y, además, después de haberse enfrentado a Yohavir, había considerado que ya tenía bastante. Pero se volvió y alzó la mirada hacia lo alto, tratando de mantenerse erguido mientras la tierra temblaba con violencia a sus pies. Y vio la cordillera sacudiéndose y estremeciéndose, los grandes bloques de piedra desprendiéndose y rebotando por la falda de la montaña, con un sonido ensordecedor. Cuando una de las piedras cayó cerca de ellos, haciéndose pedazos con violencia, Jack no se lo pensó más. Se transformó en dragón y, batiendo las alas suavemente para mantener el equilibrio, gritó:
—¡Vamos, subid a mi lomo!
Los dos humanos le obedecieron. Jack cogió impulso y se elevó en el aire. Tuvo que sortear otra roca que caía, y cuando ya estaba a una distancia considerable del suelo, se oyó un ruido atronador, como si el mundo se hubiese partido en dos, y Shail gritó:
—¡Cuidado, cuidado! ¡A tu espalda!
Jack se volvió y vio, horrorizado, que un nuevo movimiento sísmico había provocado un enorme alud de nieve que bajaba bramando por la montaña. Batió las alas con todas sus fuerzas para alejarse de allí, pero seguía estando demasiado cerca de la cordillera. Oyó entonces que Shail pronunciaba las palabras de un hechizo, y se sintió súbitamente propulsado hacia adelante. Cuando recuperó su velocidad normal, ya estaban lejos de la montaña, sobrevolando el mar.
Aterrizaron un poco más lejos, sobre los acantilados.
Shail tenía mal aspecto. Parecía agotado, y se sujetaba el lugar donde su pierna artificial se unía al resto de su cuerpo, con evidente dolor. Jack y Alexander lo miraron, preocupados.
—Estoy bien —murmuró el mago, con una débil sonrisa—. Sólo necesito recuperar las fuerzas. Cuando mi nivel de magia suba un poco más, la pierna volverá a estabilizarse.
Jack también estaba cansado, por lo que decidieron quedarse allí. Sin embargo, cuando subió la marea y las olas comenzaron a salpicar la parte superior del acantilado, comprendieron que tendrían que alejarse del mar y volver a buscar refugio en la cordillera. Afortunadamente, las montañas más cercanas parecían estables.
—Karevan se mueve con mucha lentitud —dijo Shail—. Por el momento, estamos a salvo.
Encendieron una hoguera al abrigo de una pared rocosa y se sentaron a descansar. Pasaron un buen rato hablando de dioses, de lo que habían visto y vivido cada uno por su parte, de lo que podían hacer en el caso de que aquellas titánicas fuerzas de la naturaleza decidiesen reunirse todas en el mismo lugar, preguntándose si había alguna manera de evitarlo. Jack dijo que tenía un plan, pero no quiso compartirlo con sus amigos. De todas formas, estaban demasiado cansados como para discutir.
—Yo haré la guardia —se ofreció Jack, al ver bostezar a Shail—. No creo que pueda dormir esta noche y, de todas formas, no falta mucho para el primer amanecer.
Nadie le contradijo.
Apenas un rato más tarde, Shail se despertó de nuevo por culpa de su pierna artificial. Ahogando un gemido, se incorporó y se levantó el bajo de la túnica para verla. Pero no llegó a completar el gesto.
Se había dado cuenta de que Jack no estaba.
Alexander dormía profundamente, pero el joven dragón se había esfumado. Inquieto, Shail se preguntó si aquello tenía algo que ver con el plan del que no quería hablarles. Despertó a Alexander y le puso al corriente de la situación. Sin una palabra, los dos abandonaron el campamento en silencio y fueron en busca de Jack.
Lo alcanzaron un poco más lejos. El muchacho estaba medio oculto tras un risco, oteando algo que había más allá, a la luz de las lunas. Los dos se reunieron con él.
—¿Qué pasa? —preguntó Alexander en voz baja.
—Serpientes —respondió él en el mismo tono.
Había algo siniestro en la forma en la que pronunció aquella palabra, una especie de oscuro anhelo, una intención letal. Shail lo miró, inquieto, pero Alexander se había situado junto a él y espiaba tras la roca.
Se trataba de un grupo de szish, siete, en concreto, que salían precipitadamente de una abertura en la montaña. Una entrada a un refugio secreto, comprendieron los tres al instante.
—Será una pelea difícil, pero podemos hacerlo —susurró Alexander—. Podemos comprobar si esa cueva lleva al lugar donde se esconden Eissesh y los suyos.
—¿Te parece prudente? —preguntó Shail a su vez—. Si uno solo de ellos escapa, dará la alarma.
Jack no los estaba escuchando. Tenía la vista fija en una quebrada que se abría un poco más lejos y se internaba en la cordillera. Su rostro había adoptado una expresión sombría y amenazadora, y sus ojos relucían de forma extraña en la penumbra.
—Hay un shek —les informó.
Los dos se quedaron paralizados.
—¿Estás seguro?
—Sí —respondió Jack, y su voz tenía un matiz de salvaje alegría—. Lo huelo.
—¿Que lo hueles? —repitió Shail.
—Entonces será mejor que nos vayamos —murmuró Alexander.
—No —lo contradijo Jack—. Yo voy a luchar. Tengo que luchar. Antes de que ninguno de los dos pudiera detenerlo, el joven se deslizó lejos de ellos, como una sombra, entre las rocas. Rodeó a los szish, avanzando, pero sin dejarse ver, en dirección a la quebrada.
—¡Jack! —lo llamó Shail, en un susurro.
Las siete cabezas de ofidio se volvieron hacia ellos. Alexander maldijo por lo bajo.
—Saca tu magia, hechicero —gruñó, desenvainando a Sumlaris—. Tenemos trabajo.
Con un grito, salió de detrás de la roca. Shail preparó un hechizo defensivo.
Momentos más tarde, los dos estaban peleando contra los hombres-serpiente, preguntándose dónde diablos se había metido Jack.
El dragón había alcanzado el desfiladero y se había internado por él. Las paredes estaban impregnadas del olor de la serpiente, y Jack comprendió que la criatura no había tenido más remedio que rozarse contra aquellas rocas, pues el pasadizo no era lo bastante ancho como para que pudiera moverse con comodidad. Por el mismo motivo, Jack no se transformó, al menos por el momento. Siguió saltando, de risco en risco, buscando al shek, cegado por su instinto, ignorando el ruido que, a su espalda, producía el entrechocar de las espadas.
Alexander enarboló a Sumlaris, lanzó un golpe lateral, luego hizo una finta y golpeó de arriba abajo. El filo de su espada hendió la carne de uno de los szish. A su lado, Shail gritó las palabras de un hechizo; inmediatamente hubo un resplandor, un espeluznante olor a quemado y un siseo aterrorizado. Alexander no permitió que eso le distrajese. Oyó tras él los pasos de otro enemigo, y se agachó a tiempo para evitar que la lanza del szish se clavase en su espalda. Dio media vuelta y, apoyándose en el suelo con la palma de la mano izquierda, lanzó la pierna derecha para hacerlo tropezar y caer, pero el hombre-serpiente saltó y la esquivó. Alexander ya había recuperado el equilibro y blandía su espada. Ambas armas chocaron.
Otro szish lo atacó por detrás. Alexander supo, en ese preciso instante, que no tendría tiempo de volverse. Pero el golpe no llegó a descargarse. Cuando Alexander hundió a Sumlaris en el pecho del primer agresor y se dio la vuelta, comprobó que el segundo había quedado petrificado, y su rostro congelado para siempre en una macabra mueca de sorpresa.
—A veces das miedo, Shail —le dijo a su compañero.
Pero Shail no estaba en condiciones de contestarle. Le había fallado la pierna, y estaba medio sentado en el suelo, sujetándosela con gesto de dolor. Aún quedaban tres szish en liza, el hechizo de protección que los retenía ya no funcionaba, y Shail no podía defenderse.
Con un grito salvaje, Alexander corrió a cubrir al mago. Se plantó ante él y alzó a Sumlaris en alto, para luego descargarla con todas sus fuerzas contra el suelo. La roca tembló un momento, y la punta de la espada legendaria abrió una profunda grieta a los pies de su dueño, una grieta que avanzó hacia sus enemigos. Los szish retrocedieron, recelosos.
Y entonces, toda la montaña retumbó.
Shail alzó la cabeza con esfuerzo.
—¿Lo has hecho tú? —pudo preguntar.
Como si de una respuesta se tratase, la roca volvió a sacudirse, y el temblor fue tan intenso que los hizo caer al suelo a todos. Antes de que pudieran levantarse, el terremoto tuvo una nueva réplica, y en esta ocasión varias rocas de considerable tamaño se desprendieron de la cordillera y se precipitaron hacia ellos, rebotando.
—¡Cuidado! —gritó Alexander, y tiró de Shail para ponerlo en pie. Una enorme roca cayó peligrosamente cerca de ellos, haciéndose pedazos. Los dos se cubrieron la cara con un brazo.
—¡Tenemos que salir de aquí! —urgió Shail—. ¿Dónde está Jack?
Miraron a su alrededor. No había ni rastro del dragón. Los tres szish habían salido corriendo, en busca de un refugio. Cuando la montaña tembló de nuevo, a todos les quedó claro que no era a causa de Sumlaris.
—Maldita sea, se mueve más deprisa —murmuró Shail—. Nos ha alcanzado.
—¡Jaaaaaaack! —gritó Alexander, con toda la fuerza de sus pulmones.
No obtuvo más respuesta que el sordo retumbar de las entrañas de la roca, que anunciaba la llegada del dios Karevan.
—Tenemos que irnos —susurró Shail, tirando de Alexander.
—¡Pero no podemos marcharnos sin él!
—Es un dragón, sabe cuidarse solo. Puede volar y esquivar las rocas que caen, pero nosotros no… Tenemos que salir de aquí.
Una nueva avalancha de nieve y rocas ayudó a Alexander a decidirse. Los dos echaron a correr en dirección al mar, dejando atrás la montaña, mientras los bloques de piedra seguían cayendo a su alrededor, y el suelo temblaba bajo sus pies, dificultándoles la marcha. Cuando Alexander tropezó y cayó, arrastrando a Shail consigo, una nueva sacudida resquebrajó la roca que pisaban, abriendo una profunda sima a sus pies. Shail gritó, a punto de perder el equilibro y precipitarse al fondo. Alexander lo agarró por la túnica y tiró de él.
Y, cuando creían que no lograrían escapar de allí con vida, Jack llegó volando, entre la lluvia de piedras y de nieve. Llevaba algo entre las garras, algo que parecía un shek sumamente fofo y escuálido, pero Alexander no pudo verlo bien. Cuando el dragón se posó junto a ellos y pudieron subir a su lomo, el joven vio que lo que Jack sostenía entre sus garras era una piel de serpiente.
No tuvo ocasión de preguntarle al respecto. Momentos después, el dragón salía volando hacia el mar, dejando atrás a Karevan y todo lo que su presencia implicaba.
No se detuvieron hasta que vieron que las montañas se abrían para dar paso al gran valle de Nandelt. Shail respiró hondo al ver las tierras de cultivo, los bosques al pie de las montañas, y el resplandor plateado que, un poco más al fondo, sugería la presencia del río Estehin. Se hallaban en Nanetten, reino de comerciantes… Nanetten, la tierra que lo había visto nacer.
Los tres soles estaban ya muy altos cuando Jack decidió aterrizar. Lo hizo en un lugar apartado, en un claro que divisó en un bosquecillo, para no llamar la atención. Cuando los dos humanos bajaron de su lomo, Jack inclinó la cabeza para contemplar su trofeo. La piel de la serpiente era enorme, larguísima. Intimidaba incluso sin un shek en su interior.
Shail se dejó caer sobre la hierba, agotado, pero Alexander miró al dragón con curiosidad.
—¿Se lo has hecho tú? ¿Has despellejado al shek?
—No —respondió Jack; parecía frustrado—. No había ningún shek, era solo una muda.
—¿Y para qué te la has traído? —quiso saber Shail, desconcertado.
El dragón les dedicó una siniestra sonrisa llena de dientes.
—Para destrozarla.
Los dos contemplaron, entre perplejos e inquietos, cómo el dragón se aplicaba a su tarea con oscuro placer. Mordió la piel, la desgarró, la quemó, hasta que quedó casi irreconocible. Cuando terminó, se dejó caer sobre ella y apoyó la cabeza sobre las zarpas. El brillo de sus ojos se había apagado. Miró a sus amigos con aire desdichado.
—¿Lo entendéis ahora?
—No —respondieron ellos, atónitos.
El dragón suspiró y, lentamente, se transformó de nuevo en humano. Jack, el muchacho, se quedó sentado sobre los restos de la muda de shek, cansado y meditabundo.
—Es el instinto —les explicó—. No lo puedo evitar. Necesito matar serpientes, y es difícil… tan difícil luchar contra este impulso…
—¿Por qué habrías de luchar contra él? —preguntó Alexander.
Jack lo miró.
—Tú, mejor que nadie, deberías conocer la respuesta —le reprochó.
Alexander acusó el golpe, pero no dijo nada.
—¿Qué pasa si no quiero luchar contra los sheks? —prosiguió Jack—. ¿Qué pasa si quiero saber por qué son mis enemigos? ¿Por qué razón tenemos que pelearnos, generación tras generación, a través de los siglos? ¿Por qué hemos de matarnos unos a otros? ¿Por un capricho de los dioses?
Shail empezó a entender.
—¿Quieres decir que te sientes obligado a matar sheks? ¿Aunque no lo quieras?
Jack asintió.
—Soy el último de mi especie. No tengo ninguna posibilidad de ganar en la guerra contra los sheks y, sin embargo, si viniese un ejército de serpientes me lanzaría de cabeza a pelear contra ellas hasta la muerte. Porque el instinto me vuelve loco de odio, y al instinto no le importa que valore en algo mi vida, que deje atrás a mis amigos o que en alguna parte me espere una mujer a la que amo. El instinto solo entiende de sangre y de guerras, de un odio ancestral que los dioses inculcaron en nosotros, en nuestros genes, y que es tan nuestro como el fuego en los dragones, o el veneno en los sheks. Si lo que se ocultaba en ese desfiladero hubiese sido un shek, y no la piel que alguno de ellos abandonó allí, ahora mismo estaríais muertos. Porque estaría tan ocupado peleando contra él que no me habría molestado en regresar a buscaros. Y no puedo hacer nada, ¿entendéis? Nada, salvo preguntar a los dioses qué sentido tiene todo esto, y, entretanto, tratar de aprender a controlar mi odio trabando una especie de alianza con un medio shek. Alexander se dejó caer contra un árbol, pálido. Shail lo miró, con los ojos muy abiertos.
—Pero sin duda todo se debe a una buena razón —pudo decir Alexander—. Los dioses tendrán motivos para actuar así.
Jack se rió con sarcasmo.
—¿De veras? Pues no los han compartido conmigo, ni con ningún dragón, ni shek, desde que el mundo es mundo.
—¿Y eso cómo lo sabes? No has hablado con los dragones. Sin duda ellos sabían por qué luchaban. Sabían que el Séptimo y sus criaturas son perversas, y que merecen ser destruidas. Y si los dioses inculcaron en los dragones un odio innato, fue para que jamás olvidasen su sagrada labor; para que dragones jóvenes y soñadores como tú cumpliesen con su obligación en lugar de aliarse con el enemigo.
Ahora fue Jack el que palideció.
—No puedo creer que digas esas cosas —musitó—. Tú, no.
—¿Por qué? ¿Acaso contradicen algo de lo que te he enseñado hasta ahora?
Jack calló un momento.
—No —dijo con frialdad—. No, es verdad. Tienes razón, tú no has cambiado. Sigues pensando igual que siempre. El que he cambiado soy yo… porque ya no pienso igual que tú.
Cruzaron una mirada tensa. Shail intervino:
—Basta ya, los dos. Estamos cansados y nerviosos; mejor será que lo dejéis estar antes de que digáis algo de lo que podáis arrepentiros.
Ambos asintieron, en parte de mala gana, y en parte aliviados. Pero Jack sintió que algo se había roto entre los dos, que el tiempo y las circunstancias habían abierto una profunda brecha que tal vez los separase para siempre.
Una cálida sensación de gozo embargó a Zaisei cuando contempló la gran cúpula del Oráculo de Gantadd.
No había querido pensar en ello, pero lo cierto era que había echado mucho de menos aquel lugar, que era para ella casi como un segundo hogar.
Las demás sacerdotisas experimentaban sentimientos semejantes. Durante la dominación shek, el Oráculo de Gantadd se había convertido en el único lugar seguro en todo Idhún. La fortaleza de Nurgon, la Torre de Kazlunn, los otros Oráculos…; incluso el bosque de Awa había estado a punto de sucumbir bajo el hielo de los sheks. Sin embargo, no habían tocado el Oráculo de Gantadd. Nunca.
Algunas de las sacerdotisas más jóvenes no habían conocido otra cosa, por tanto. Y algunas de las de más edad se habían acostumbrado a vivir de espaldas al mundo, encerradas en el Oráculo, y ya nunca más saldrían de él.
Gaedalu, no obstante, no se detuvo a contemplar las suaves cúpulas del Oráculo. Cuando Zaisei terminó de despedir a los pájaros haai y se volvió hacia ella, descubrió que la Madre Venerable ya franqueaba el inmenso portón del edificio, que se había abierto para ella.
La joven celeste se recogió los bajos de la túnica y corrió en pos de la varu. Pero, para cuando llegó al atrio del Oráculo, ya la había perdido de vista.
Suspiró, y se volvió hacia el grupo de sacerdotisas, que parecían muy desconcertadas.
—La Madre no se encuentra bien —anunció—. Regresad a vuestras habitaciones, deshaced el equipaje. Nos reuniremos en el comedor al primer atardecer.
Esperaba que fuera tiempo suficiente como para ponerse al día y, a la vez, averiguar qué le pasaba a Gaedalu.
De camino hacia sus habitaciones se encontró con una puerta cerrada. Trató de abrirla, sin éxito, y la contempló, desconcertada. Aquella puerta daba a un pasillo de uso común. Solía estar siempre abierta.
—No se puede entrar —dijo entonces una voz aguda desde una de las habitaciones contiguas.
Zaisei se volvió, intrigada. La puerta a aquella sala sí que estaba abierta. Poseía un amplio ventanal que se proyectaba sobre el acantilado, y junto al ventanal había un diván, en el que las sacerdotisas, especialmente las de la diosa Neliam, solían sentarse para contemplar el mar. Las ayudaba a meditar.
Una de ellas ocupaba el diván en aquellos mismos instantes, pero su actitud parecía más aburrida que contemplativa. Había dejado caer la cabeza sobre los brazos, que permanecían apoyados en el alféizar de la ventana, y había recogido los pies sobre el diván. Zaisei sonrió. Le permitían aquellos pequeños gestos porque la sacerdotisa no tenía más de siete años.
—Hola, Ankira —saludó—. ¿Nos has echado de menos?
Ella volvió hacia la celeste su rostro moreno y le dirigió una amplia sonrisa llena de dientes blanquísimos.
—Mucho —afirmó—. No he tenido nada que hacer en todo este tiempo.
Zaisei recorrió la distancia que la separaba de la niña y se sentó junto a ella en el diván. Le acarició el largo cabello, blanco con mechones rojos. Ankira era una limyati; pertenecía a una arcaica tribu de humanos de los márgenes del desierto de Kash-Tar, gente libre e independiente a la que no se podía encerrar en un Oráculo. Por eso había pocos sacerdotes limyati, pero aquella niña era una excepción.
Zaisei volvió la mirada hacia la entrada de la habitación, hacia el pasillo que se abría más allá, con su puerta cerrada.
—No se puede entrar —repitió Ankira al advertir su mirada—. La hermana Karale lo decidió poco después de que os fuerais.
—Es la primera vez en la historia de los Oráculos que esa puerta permanece cerrada —dijo la celeste, pensativa—. No sé qué significa. Quizá no deberíamos dar la espalda a los dioses. Tal vez deberíamos volver a abrirla.
Súbitamente, el rostro de la niña se transformó, convirtiéndose en una máscara del más profundo y absoluto terror. Se aferró a la ropa de Zaisei y la zarandeó con desesperación.
—¡No abras esa puerta! —chilló—. ¡Nunca abras esa puerta! ¿Me oyes?
Lloraba, y temblaba violentamente. Zaisei se sintió golpeada por la fuerza de su horror, un horror tan intenso que la hizo gemir de miedo a ella también. Casi había olvidado los primeros días, cuando la habían sacado de la sala de los Oyentes, los ojos desorbitados de terror, gritando con toda la fuerza de sus pulmones y pataleando furiosamente. Durante un tiempo, creyeron que había perdido el juicio. Pero Ankira se recuperó… hasta cierto punto. Los primeros días fue incapaz de dormir por las noches, y lloraba a menudo, gimiendo por lo bajo y susurrando «no quiero volver a entrar, no quiero volver a entrar, no me dejéis sola con ellos…». Zaisei había sentido su miedo, de la misma forma que percibía todos los demás sentimientos. Y, cuando las hermanas comentaban en voz baja que la niña había tenido suerte, pues no se había quedado sorda, como la hermana Eline, ni había perdido el juicio, como la hermana Ludalu, Zaisei movía la cabeza y pensaba que no estaba tan segura de que Ankira hubiese sido afortunada.
Y ahora, meses después, seguía pensando igual. El miedo se había instalado en el corazón de aquella niña y ya no lo abandonaría jamás. Y, aunque las sacerdotisas mayores pensaran que con el tiempo se calmaría, Zaisei sabía que no era así, y que el Oráculo había perdido a la Oyente más prometedora que había tenido jamás.
Acarició el cabello de la niña, tratando de calmarla.
—No voy a abrir esa puerta —le dijo en voz baja—. No te preocupes.
Ankira alzó hacia ella su carita bañada en lágrimas.
—¿Me prometes que no me obligarás a entrar de nuevo?
—No voy a obligarte a entrar. ¿Quién ha dicho semejante barbaridad?
—Algunas hermanas lo dicen. Dicen que, cuando las voces hablen más bajo, podré entrar en la sala otra vez y ver qué es lo que quieren. Como la hermana Eline se ha quedado sorda, y la hermana Ludalu no está bien de la cabeza, dicen que solo puedo hacerlo yo.
—¿Y las voces no se han callado?
Ankira negó con la cabeza.
—Suenan cada vez más fuertes, tanto que ya no se entiende lo que dicen. Por eso han cerrado esa puerta. Y taparon la puerta de la Sala de los Oyentes con muchos colchones de plumas, para que no se oyera tan fuerte. O por lo menos eso dicen. Yo no me atreví a acercarme.
Zaisei no dijo nada. Recordó las noticias que Shail le había enviado sobre Karevan, la sobrecogedora visión de aquel tornado sobre Celestia, y se estremeció. Ankira la observó, pensativa.
—Tú no tienes curiosidad —dijo—. Nunca me has preguntado qué dicen las voces.
—No estoy segura de querer saberlo, Ankira —confesó ella.
—De todas formas da igual, porque nadie me ha creído. La hermana Karale leyó mis notas y quiso romperlas porque dijo que estaban equivocadas, pero las escondí. ¿Quieres verlas?
—¿Crees que es una buena idea?
—Yo no las he mirado desde que las escribí. Pero no me ha hecho falta, porque las voces suenan en mi cabeza —se golpeó la sien con más fuerza de la necesaria; Zaisei la cogió por las muñecas para evitar que se hiciera daño—. Quizá no sea tan horrible después de todo. Quiero decir, que a lo mejor escrito no da tanto miedo. Pero es que…
La sombra del horror volvió a cubrir su rostro, y los ecos de su miedo sacudieron de nuevo el corazón de Zaisei. La abrazó con fuerza.
—No hace falta que vuelvas a hablar de ello, si no quieres.
—Hace mucho que no hablo de esto con nadie —dijo Ankira, y dos lágrimas escaparon de sus ojos y rodaron por sus mejillas—. Pero no consigo olvidarlo. Y tú siempre sabes cómo me siento, así que sé que me creerás cuando lo veas.
—Supongo que sí —sonrió Zaisei—. Sé que tienes mucho miedo. Nada que pueda producir tanto miedo debería ser tomado a broma.
Ankira sonrió a su vez. Después miró a su alrededor, para asegurarse de que nadie la veía, y sacó un papel arrugado de los pliegues de su túnica. Estaba doblado varias veces, y la niña lo desdobló y lo alisó, poniendo mucho cuidado en que las letras no fueran visibles.
—Toma —susurró—. Pero no lo leas en voz alta.
Se echó sobre el diván, boca abajo, tapándose los ojos con las manos. Zaisei titubeó un instante, pero finalmente le dio la vuelta a la hoja y empezó a leer, y con cada línea el terror que Ankira le había transmitido se incrementó, alimentado por su propio miedo:
«NopuedesescondertebasuranopuedesescaparsobrasdesperdicioscomoteatrevesaestaraquíbasurabasurabasuravamosadestruirtevamosadestruirteVAMOSADESTRUIRTEVAMOSADESTRUIRTEVAMOSADESTRUIRTE».
Gaedalu no se presentó en el comedor aquella noche, y Zaisei fue a verla después de la cena. La encontró probándose el atuendo habitual de los varu, aquellas correas que ceñían sus cuerpos cuando nadaban bajo el agua, y aquello la sorprendió.
—Madre, ¿vais a ir al mar? ¿A estas horas?
«No, Zaisei», sonrió ella. «Solo me estaba preparando».
—Preparando, ¿para qué?
«Mañana, con el primer amanecer, partiré en dirección a Dagledu».
—¿A Dagledu? —repitió Zaisei, consternada—. ¡Pero si acabáis de llegar!
Gaedalu respondió con un gesto de impaciencia.
«El Oráculo no es más que una escala en mi viaje, hija. Mi meta es la capital del Reino Oceánico. Los asuntos que me llevan allí son personales, sin embargo, por lo que no tienes por qué acompañarme, si no lo deseas. De hecho, preferiría que te quedases aquí. En el Oráculo estaréis seguras».
—Madre, no entiendo nada —murmuró ella, perpleja—. Habéis pasado mucho tiempo lejos de casa. El Oráculo está a vuestro cargo y ni siquiera habéis saludado a las sacerdotisas residentes a vuestro regreso. Además, están pasando cosas muy extrañas; la Sala de los Oyentes ha sido clausurada, y las sacerdotisas que trabajaban en ella están en un estado lamentable. Parece ser que la sordera de la hermana Eline es irreversible, y la hermana Ludalu sigue trastornada. Es incapaz de decir nada coherente. Las sacerdotisas cuidan de ella, pero no parece que vaya a recuperar la cordura. Parece muy desgraciada.
»Y, no obstante, quien más me preocupa es la pequeña Ankira. Está aterrorizada y…
«Me ocuparé de todo ello a mi regreso, Zaisei», cortó la Venerable. «Lo que tengo entre manos es sumamente importante, y cuanto antes finalice mi tarea, mejor».
—¿Sumamente importante? ¿Qué puede haber más importante que la seguridad de una niña?
Sus palabras habían sonado un poco duras, y Zaisei se arrepintió en seguida de haberlas pronunciado, porque el estado de ánimo de Gaedalu cambió súbitamente. La celeste percibió odio e ira en el corazón de la Madre Venerable pero, sobre todo, un dolor profundo e inconsolable.
«¿Qué puede haber más importante?», repitió Gaedalu. «La seguridad de todas las niñas del mundo. No pude proteger a mi hija, y lo menos que puedo hacer es tratar de proteger a las hijas de todas las demás. Sobre todo, ahora que sé cómo evitar que otras madres sufran lo mismo que yo, que otras hijas se queden huérfanas de madre… como te pasó a ti».
—¿Qué tienen que ver mi madre y vuestra hija con todo esto? —quiso saber Zaisei, desconcertada.
Gaedalu le obsequió con su característica risa gutural, pero en esta ocasión fue una risa amarga.
«Mi hija Deeva fue asesinada, Zaisei», le reveló. «Mi hija está muerta».
La celeste abrió los ojos al máximo, horrorizada, y se llevó las manos al pecho, con un suspiro.
—Lo siento mucho, Madre Venerable —murmuró—. No lo sabía.
Gaedalu la miró con ternura.
«Regresa a tu habitación y descansa, Zaisei», dijo. «Dagledu no está lejos; pronto volveré al Oráculo, pronto me tendréis de nuevo entre vosotras».
La celeste sacudió la cabeza.
—No, Venerable. Si habéis de marchar, yo iré con vos.
«¿No te fías de mí?».
—Temo por vos, Madre. Percibo mucho dolor y cólera en vuestro corazón, y quiero tratar de evitar que esos sentimientos se vuelvan contra vos y os hagan daño.
Gaedalu le dirigió una triste mirada.
«Me temo que ya es tarde para eso».
Zaisei apenas durmió aquella noche. Temía que Gaedalu se marchara sin avisarla. No obstante, antes del primer amanecer oyó unos suaves golpes en la puerta, y se incorporó, sobresaltada.
«Estoy lista, Zaisei», dijo la Madre en su mente.
La celeste respiró hondo y echó un vistazo por la ventana. El mar estaba en calma, y las tres lunas brillaban suavemente en el firmamento. No había vestigios del primer amanecer.
«¿Tan temprano?», se preguntó, un poco sorprendida.
Gaedalu captó aquel pensamiento.
«Es cierto, es muy temprano y querrás descansar. Sigue durmiendo, hija. Nos veremos a mi regreso».
—¡No, Madre! —exclamó Zaisei, levantándose de un salto—. Aguardadme en el muelle. Enseguida bajo.
Había olvidado que Gaedalu debía aprovechar la marea alta. Se dio prisa en vestirse y en llenar su bolsa con lo básico y una túnica limpia. Y, con un suspiro, abandonó la habitación. Sabía que el viaje a Dagledu iba a ser muy incómodo para ella, y todo su cuerpo suplicaba que regresase a su cama, que tanto había añorado en los últimos meses. Pero la joven no le hizo caso.
En silencio, recorrió los pasillos vacíos del Oráculo. Oyó a Ankira gimotear en sueños cuando pasó delante de las habitaciones de las novicias, y dudó un momento, pero finalmente apretó el paso.
Gaedalu ya estaba en el muelle cuando ella llegó. El Oráculo disponía de una pequeña cápsula de navegación tirada por lamus, pequeños mamíferos marinos de grandes ojos almendrados, pelaje verdoso, hocico puntiagudo y largas aletas, que acudían siempre a la llamada telepática de los varu. En aquellos momentos Gaedalu estaba ya en el agua, alimentando a cinco lamus, que gorgoteaban a su alrededor, emocionados. Mientras los animales daban buena cuenta de la golosina, Gaedalu fue enganchándolos uno a uno a los arneses de la cápsula que aún reposaba en suelo firme.
«Coge la bolsa y métela en el bote», dijo Gaedalu, sin dejar de acariciar a los lamus.
Zaisei vio una bolsa impermeable sobre el muelle. La puso junto con sus cosas en el interior de la cápsula. Gaedalu se volvió hacia ella. El lamu más cercano atrapó limpiamente el último pescado que ella le ofrecía, en un movimiento que hizo que el bote se bamboleara un poco.
«¿Estás lista?».
Zaisei trepó por la pequeña escalera lateral para alcanzar la puerta que se abría en lo alto de la cápsula. Se deslizó hasta el interior y cerró la puerta sobre ella. Después se asomó al cristal de una de las ventanillas y le hizo una seña de asentimiento a Gaedalu.
La varu se hundió en el agua sin ruido. Enseguida, los cinco lamus tiraron a la vez, y la cápsula, con una sacudida, cayó al agua.
Momentos después, guiados por Gaedalu, que nadaba a la cabeza, los lamus surcaban velozmente la superficie del océano, arrastrando el vehículo tras de sí, mientras las tres lunas los observaban desde un cielo cuajado de estrellas.