IX
El símbolo de los sueños imposibles

Shizuko Ishikawa se hallaba acodada sobre la barandilla del balcón de su apartamento, en Takanawa. Una luna creciente florecía sobre Tokio, desafiando a la capa de luz artificial bajo la que los humanos insistían en ocultar el suelo de la mirada de las estrellas. Aquella inmensa ciudad que se extendía a sus pies la atraía de alguna forma, y Shizuko se preguntó cómo era posible que encontrara algo bello en un mundo cuya única luna era tan pálida y anodina, un mundo cuyas maravillas estaban siendo sistemáticamente arrasadas, corrompidas, sepultadas bajo un manto de cemento y acero.

Tal vez porque siempre hay algo hermoso y fascinante en el más puro de los horrores.

«Excepto en mí», pensó. «No hay nada bello en mí».

Alzó la mano ante ella y la contempló, pensativa. Era un apéndice ciertamente feo. Útil para algunas cosas, pero repulsivo, con aquellas cinco cosas que se movían tanto. Como tantas otras veces, se palpó la cara y el pelo. Su cabello era lo único que le gustaba de aquella pequeña cabeza redondeada. De lejos, el cabello humano parecía una masa informe y pegajosa, pero el suyo propio había resultado ser suave y brillante. Shizuko lo cuidaba con esmero para mantener su belleza. Además, cuantas más partes de aquella piel blanda, pálida y caliente ocultara, mejor.

Hundió la mano en su mata de cabello. Eso la reconfortó un poco.

Volvía a sentirse mareada. Su cuerpo estaba caliente otra vez. ¡Otra vez! Shizuko tomaba baños de hielo a menudo para mantenerlo fresco, pero aquel horrible cuerpo humano insistía en recuperar su repulsiva tibieza. En cierta ocasión había enfermado, y eso había sido todavía peor, porque su cuerpo se había vuelto aún más caliente. Era lo que los humanos llamaban fiebre. Todos a su alrededor insistían en que no era bueno, no era sano, que tratase de enfriar su cuerpo. Sangrecaliente. No podían entenderla. Nadie podía entenderla.

Percibió una presencia a sus espaldas. No había hecho ningún ruido, pero Shizuko supo que estaba ahí.

«Tienes mucho valor para regresar aquí», pensó, sin volverse.

«Tenía que arriesgarme», repuso él, y su voz telepática llegó a todos los rincones del nivel más superficial de su mente, aquel que utilizaba para comunicarse en una conversación con un extraño.

«¿Por qué razón?», quiso saber ella.

«Por muchas razones», respondió él.

Se situó a su lado, pero manteniendo las distancias, respetando su espacio y su intimidad. Shizuko se lo agradeció en el fondo. Los humanos tendían a acercarse demasiado unos a otros, demasiado para su gusto; incluso allí, en Japón, donde las relaciones entre personas solían ser tan formales y educadas. Shizuko no entendía cómo era posible que los humanos necesitasen tanto el calor de otros humanos. ¿No estaban ya sus cuerpos lo bastante calientes? ¿Para qué necesitaban estarlo más?

El cuerpo de la persona que estaba a su lado también era cálido. Pero no tanto como los otros. Shizuko podía percibir que de él emanaba una suave frescura que le resultaba en cierta medida agradable… para tratarse de un cuerpo humano, claro.

—No te sientes bien en ese cuerpo —comentó él.

Shizuko entornó los ojos, sin comprender por qué le estaba hablando con las cuerdas vocales, teniendo la posibilidad de hacerlo con la mente, una forma de comunicación más completa, porque con ella podía transmitir no sólo ideas, sino también imágenes, recuerdos y sensaciones… tantas cosas para las que las palabras resultaban a menudo limitadas y poco precisas, y la razón por la cual los telépatas más poderosos encontraban tan pobre y tosco el lenguaje oral.

Sin embargo, debía acostumbrarse a utilizar sus cuerdas vocales, por lo que respondió, en voz alta:

—¿Quién podría sentirse bien en un cuerpo así?

—Yo mismo —respondió él—, aunque no siempre. A menudo necesito cambiar de forma para no sentirme asfixiado, y por eso puedo entender por lo que estás pasando.

—No puedes entenderlo —respondió ella, y su voz sonó fría y carente de sentimientos, no porque no los tuviera, sino porque aún no había aprendido a impregnar sus palabras con ellos, a modular el tono de voz para transmitir emociones con él—. Yo no soy como tú, Kirtash.

El sonrió. La primera vez que habían conversado, la noche anterior, ella no lo había llamado por su nombre, pese a que lo conocía muy bien. De otro mundo, otros tiempos. De un pasado mejor para todos.

—Pero somos parecidos, en cierta medida.

Shizuko contempló sus manos de nuevo, desolada.

—Han pasado muchas lunas y todavía no entiendo muy bien qué me ha sucedido —dijo—. ¿Por qué estoy así? ¿Qué se supone que debo hacer?

—Por eso he venido —respondió el joven—. Me han enviado para poneros en contacto con Idhún, con el resto de nuestra gente. Hay planes que deben llevarse a cabo, y tú y los tuyos sois parte de esos planes.

—¿Y te han enviado a ti? Eres un traidor, Kirtash. Sé lo que sucedió la noche del Triple Plenilunio. Mereces morir por todo lo que has hecho contra nosotros.

—Sin embargo, no has levantado la mano contra mí… Ziessel.

Ella tembló. De miedo, de ira… Christian no habría podido decirlo. Su bello rostro oriental seguía siendo pálido y frío como la más fina porcelana. La shek que habitaba en el interior de aquel cuerpo todavía no sabía cómo reflejar sus emociones en un semblante humano.

—No utilices esa expresión —le advirtió—. Y no me llames por ese nombre. Hace mucho que ya no soy esa persona.

—Posees el alma y la conciencia de Ziessel, la serpiente alada —prosiguió Christian, implacable—. Ziessel, la bella, la reina de los sheks. Pero has perdido tu verdadero cuerpo, ¿no es cierto? Estás atrapada en un cuerpo humano que encuentras opresivo y aborrecible.

»Por eso, por mucho que me desprecies por ser un traidor, no enviarás a tu gente contra mí. No lo harás, porque soy el único que puede explicarte qué te está pasando.

Shizuko cerró los ojos. Habría querido cerrar su mente a sus palabras, pero resultaba difícil, porque estas entraban en ella a través de sus oídos, y no de sus pensamientos.

En el pasado, los sheks no habían sabido muy bien cómo asimilar la existencia de Kirtash, un híbrido de shek y humano, el símbolo del pacto entre el rey de los sheks y el hechicero sangrecaliente que les había permitido regresar. Algunos lo habían considerado una repugnante rareza, un humano que pensaba como un shek. Otros lo habían encontrado interesante, y otros habían valorado en gran medida el sacrificio de la serpiente que debía lidiar con las limitaciones de un cuerpo humano para asegurar la supervivencia de la especie. Todos, sin excepción, comprendían, no obstante, que la creación del híbrido era necesaria para evitar el cumplimiento de la profecía de los Oráculos. Y, mientras Kirtash estuvo cumpliendo con su deber en el otro mundo, los sheks lo respetaron y valoraron su existencia y su trabajo.

Ziessel también había tenido una misión. Y la había llevado a cabo, con diligencia, con eficacia. Hasta que la Resistencia había regresado a Idhún y las cosas habían empezado a complicarse. Todavía recordaba cómo habían perdido Nurgon, cómo los renegados habían resucitado la fortaleza, cómo los sheks habían luchado con todas sus fuerzas para aplastarla de una vez por todas. Y tenían la victoria al alcance de la mano. ¿Cómo se había torcido todo?

Ella lo sabía. Sabía que Zeshak, su antecesor, había sucumbido al odio y había permitido regresar al dragón la noche del Triple Plenilunio. Eso había sido determinante.

También sabía que los sangrecaliente habían vencido en Awa porque una hechicera se había sacrificado para realizar un hechizo de fuego que había resultado ser fatal para las serpientes aladas. Por fortuna para los sheks, no existían muchas posibilidades de que eso volviera a suceder. Los héroes, aquellos capaces de sacrificarse por la colectividad, eran escasos. Entre los sangrecaliente había un puñado de héroes y una gran mayoría de gente corriente. Lo cual también era una suerte para los sangrecaliente: si todos estuviesen dispuestos a sacrificarse por todo el mundo, las razas sangrecaliente se habrían extinguido mucho tiempo atrás. A menudo no era una cuestión de valentía o de cobardía, sino de detenerse o no a pensar en las consecuencias de lo que uno mismo hacía. Si la hechicera se hubiese parado a pensar en todas las cosas que podían salir mal en aquel hechizo, probablemente no habría dado su vida por llevarlo a cabo. Un shek se habría parado a pensar. Un shek habría elegido la opción más lógica. Y a menudo las heroicidades no eran la opción más lógica, sino la acción más desesperada. Por eso pocos héroes llegaban a viejos. Por eso había una línea tan fina entre el heroísmo y la locura.

A Ziessel se le había pedido que se sacrificara por los demás, que se atreviera a cruzar la Puerta a otro mundo para que los suyos pudieran seguirla. Y lo había hecho, a pesar de que la lógica le decía que era imposible, a pesar de que ella no era ninguna heroína. Lo había hecho porque era su deber. Porque para eso era la reina de los sheks.

Para las serpientes aladas, su soberano no era quien más poder ostentaba, sino el que se responsabilizaba por todos los demás.

Por esta razón, Zeshak había tenido que aportar a sus propios hijos para el experimento de nigromancia de Ashran. Por esta razón Ziessel, su sucesora, había aportado su propio cuerpo para poner a salvo a su pueblo.

¿Y de qué había servido?

Shizuko le dirigió a Kirtash una mirada repleta de fría cólera. Kirtash había trabajado bien durante un tiempo, pero luego los había traicionado. Después había llegado la noticia de que había matado al dragón de la profecía, y los sheks llegaron a pensar que todo había sido una hábil maniobra por parte del híbrido para atacar a la Resistencia desde dentro. Pero el dragón había regresado. Kirtash los había engañado a todos, había ayudado a los sangrecaliente a derrotar a Ashran y lo había echado todo a perder. No podía confiar en él.

Por un momento fue Ziessel de nuevo, la reina, la que debía tomar decisiones y ejecutar al traidor en nombre de todos los sheks, y estuvo tentada de llevar a cabo la sentencia. Pero llevaba demasiado tiempo soportando el dolor que le producía aquel cuerpo humano, la angustia de saberse encerrada, el rechazo implícito que percibía en los otros sheks de su grupo, quienes no podían disimular lo mucho que les repugnaba el aspecto de su reina. Había sufrido aquel tormento demasiado tiempo, y lo había sufrido sola.

—Tú podías transformarte a voluntad —le dijo—. Tu cuerpo de shek era hermoso, y recuerdo haberme preguntado alguna vez por qué no lo utilizabas siempre que podías. ¿Por qué yo no soy capaz de transformarme, como hacías tú? ¿Qué he de hacer?

Christian la observó un momento antes de hablar. A él le gustaba ser lo que era, pero para Ziessel, aquello suponía una tragedia. Jamás sería capaz de adaptarse a ese cuerpo humano. Jamás volvería a ser la de antes. Pero ¿cómo explicárselo?

—Yo soy un híbrido —le dijo con calma—. Mi alma es la fusión de dos esencias: un espíritu humano, y un espíritu shek. Cada una de esas esencias moldea mi cuerpo a su antojo según sus necesidades. Por eso puedo transformarme; porque, para cada una de mis esencias, existe un cuerpo.

Shizuko inclinó la cabeza. Eso quería decir que lo entendía y que seguía escuchando. Era un gesto shek.

—¿Qué sucedió cuando cruzaste la Puerta a la Tierra? —prosiguió él—. Déjame adivinarlo: tu cuerpo desapareció, se desintegró. No es simplemente como si hubiera muerto porque, en ese caso, tu alma habría sabido que había sido liberada. No: tu alma se quedó sin cuerpo de repente, y buscó con desesperación otro cuerpo donde introducirse.

»Pero aquí no existían sheks, Ziessel, y las serpientes y demás reptiles que habitan este mundo son criaturas demasiado simples para el espíritu de un shek. Los seres más complejos de la Tierra son los humanos: tenías que encarnarte en uno de ellos.

»Muchos pequeños cuerpos humanos tiraron de ti entonces: cuerpos de criaturas no nacidas, criaturas que aguardaban un alma, o que ya la tenían, pero no la habían asimilado todavía. Pero tú no estabas dispuesta a encarnarte en un bebé humano no nacido, a nacer del vientre de una mujer humana, a ser tan pequeña, tan débil e indefensa durante varios años. Y entonces tu alma se vio atraída hacia otro cuerpo: un cuerpo humano, sí, pero adulto; un cuerpo joven y femenino, como lo era tu cuerpo de shek. Fue lo mejor que encontraste.

—Todo esto ya lo suponía —repuso ella—. También tu espíritu de shek fue introducido en un cuerpo humano. También los cuerpos del dragón y del unicornio desaparecieron al cruzar ellos la Puerta, y por ello hubieron de reencarnarse en bebés humanos no nacidos. Imagino que a ellos no les importó. Por lo que tengo entendido, eran criaturas muy jóvenes. ¿En qué me diferencio de ellos… de ti?

Christian meditó un momento antes de responder:

—Shizuko Ishikawa había sido ingresada en el hospital tras un violento accidente de coche. Estaba en la unidad de cuidados intensivos cuando falleció.

»Estuvo clínicamente muerta durante siete minutos. Después, sus monitores volvieron a registrar actividad cerebral. Una intensísima actividad cerebral, para ser más exactos.

Ella alzó la cabeza y lo miró. Christian supo que lo había comprendido, pero prosiguió:

—En esos siete minutos hubo un intercambio de almas. Shizuko murió; su alma abandonó su cuerpo. Si hubieras tardado un poco más, probablemente tu espíritu ya no podría haberse introducido en él: habría sido demasiado tarde. Pero el cuerpo aún estaba caliente, los daños no eran irreversibles. El espíritu del shek se introdujo en aquel cuerpo humano… y quedó atrapado en él.

»Tú y yo no somos iguales, Ziessel. Yo tengo un alma humana. Tú no la tienes. Yo tengo dos esencias, y por eso puedo tener dos cuerpos. Tú tienes una sola esencia, y por eso solo puedes habitar un cuerpo, aunque ese cuerpo no sea el tuyo. Lo siento.

A Shizuko le temblaron las piernas y sintió un horrible vacío en el estómago. Se aferró a la barandilla, con fuerza. Si hubiese sido una serpiente, se habría hecho un ovillo para ocultar la cabeza entre sus anillos.

—Shizuko Ishikawa ya no existe, Ziessel. Dejó de existir esa misma tarde, cuando su alma abandonó su cuerpo. Incluso sus conocimientos, sus recuerdos… todo eso se fue con ella.

»Por eso, cuando despertaste dentro de aquel cuerpo, tuviste que aprender todo lo que ella había sabido. Te enseñaron a caminar como una humana, te enseñaron a hablar su idioma, a leer… Como habías sufrido un accidente, todos creyeron que tu pérdida de memoria se debió al shock. Y, de todas formas, no tardaste en aprender a comportarte como la verdadera Shizuko. Lo supiste todo sobre ella sondeando las mentes de sus familiares y conocidos. Reconstruíste la vida y la personalidad de Shizuko a través de la imagen que otras personas tenían de ella. Te esforzaste en aprender todo lo que ella sabía para ocupar su lugar en el mundo, el lugar que ella había abandonado. Era lo único que podías hacer, porque tu identidad como Ziessel ya no tenía ningún sentido en este mundo, en ese cuerpo.

»Aun así, hubo gente a la que no pudiste engañar. Como el padre de Shizuko, ¿verdad? Nunca creyó del todo que tú fueras la hija que había sobrevivido milagrosamente al accidente. Tuvo una muerte rápida, discreta e indolora… los humanos no encontraron nada extraño en ella, pero estaba claro que llevaba la huella de un shek —sonrió.

Ella apenas lo escuchaba. Christian la miró con seriedad.

—Ahora tienes una nueva identidad —le dijo suavemente—. Una identidad que puede resultarte más útil en este mundo que un cuerpo de shek. Te las has arreglado para no echarla a perder, para sacar partido de la situación. Estás entrando en el juego de la sociedad humana, y estás jugando a ganar desde el principio. Eres muy útil a tu gente, Ziessel. Mucho más que esos sheks que permanecen escondidos en Hokkaido porque su simple presencia alertaría a todo el planeta de vuestra llegada.

La joven se sobrepuso. Alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada.

—¿Quién eres tú para darme lecciones sobre cómo ser útil a mi gente?

Christian le devolvió una calmosa sonrisa.

—Soy Kirtash, el traidor —respondió—. Ya lo sé. Pero resulta que también soy un shek, un shek capaz de atravesar la Puerta de un lado a otro sin llamar la atención en este mundo de humanos… y por esa razón alguien pensó que aún podía resultar útil a los sheks. Y no me pareció buena idea contrariarle.

Shizuko recordó la voz que se había dirigido a ella tras la caída de Ashran, aquella voz que estaba muy por encima de cualquier shek. La voz a la que no se había atrevido a poner nombre, y para la que «Ashran» no era la palabra adecuada, a pesar de haber estado contenida en ella.

—¿Has hablado con él? —quiso saber.

Christian sacudió la cabeza.

—Ahora es «ella». Le ha pasado algo muy curioso, algo que en parte me ha ayudado a comprender qué es lo que te ha sucedido a ti.

—¿También está atrapado en un cuerpo humano?

—Feérico, para ser más exactos. Un cuerpo que estaba muerto, pero volvió a la vida para recibir su esencia. La diferencia es que al volver a la vida, el cuerpo también recuperó a la vez el alma feérica que había contenido. ¿Sabes por qué?

Shizuko negó con la cabeza.

—Porque nuestro dios no necesita cuerpos, sino identidades. Por eso no tiene nombre. Su nombre es siempre el nombre de la identidad que asuma en cada momento. Ahora mismo, el Séptimo dios se llama Gerde, y es una hechicera feérica. Igual que antes fue Ashran, un mago humano.

—En tal caso, no puede ser nuestro dios —objetó Shizuko—. Podría haber obtenido una identidad shek, o una identidad szish. ¿Por qué elige siempre a los sangrecaliente?

—Tengo una teoría sobre eso, pero todavía no he podido constatarla. Sin embargo, que se trata del Séptimo dios, o la Séptima diosa, es algo que ahora mismo no dudo ni por un solo instante. Mira.

Le ofreció parte de sus recuerdos recientes, dejándolos flotar hasta el nivel más superficial de su conciencia, para que ella los captara con claridad. No tuvo el menor inconveniente en mostrarle su conversación con Gerde, aun cuando esta dejara tan patente su superioridad sobre él y su forma de manejarle a su antojo como si fuera un muñeco de trapo. Ziessel conocía el poder del híbrido, que, aunque limitado, era superior al de cualquier feérico, al de cualquier hechicero. Y fue el hecho de revivir el terror que Gerde inspiraba ahora en él lo que hizo pensar a la reina de los sheks que lo que decía podría ser cierto.

—Ella quiere hablar contigo —concluyó él—. Os envió tan deprisa a la Tierra que no tuvo tiempo de enseñarte cómo se abre una Puerta interdimensional, pero tú, como nueva reina de los sheks, deberías poder hacerlo con relativa facilidad. Por eso no ha vuelto ninguno de los sheks ni habéis mandado ninguna señal.

—Esperábamos que nuestra gente se pusiera en contacto con nosotros, que enviaran a alguien…

—Me ha enviado a mí —respondió Christian—. Es cierto que ha tardado un poco en hacerlo, pero no dudo de que ha estado ocupada. Te lo contará ella misma, supongo. No obstante, no le interesa que regreséis; tampoco está preparada para venir a la Tierra, ni dispuesta a utilizarme a mí de recadero constantemente.

—¿Qué se supone que hemos de hacer, entonces? —inquirió ella, interesada.

Christian sonrió.

Las horas pasaban muy lentamente en Limbhad.

Victoria sabía que aquellas horas se convertían en noches y días porque el reloj se lo decía. De lo contrario, le habría parecido que apenas transcurría el tiempo.

En la época de la Resistencia, Victoria había seguido un ritmo vital determinado por su horario escolar, por los días y las noches de Madrid, y visitar Limbhad a menudo no la trastornaba. Ahora que se veía obligada a estar allí casi siempre comprendía lo que debía de haber significado para Jack el pasar meses enteros encerrado en la Casa en la Frontera, y por qué la había abandonado en cuanto se le había presentado la ocasión. Para tratar de seguir un horario racional, Victoria visitaba de vez en cuando el apartamento de Christian en Nueva York e intentaba acostumbrarse al tiempo de allí; pero eso no la consolaba, ya que el shek casi nunca estaba en casa, y cada vez pasaba menos tiempo en Limbhad.

Victoria sabía que él estaba en Tokio. No habían vuelto a hablar de Shizuko desde que Christian le había confesado que ya sabía quién era ella, y Victoria no había preguntado. En principio, parecía que todo iba bien y que él no corría peligro inmediato, por lo que la joven consideró que no tenía motivos para interrogarle sobre lo que hacía allí. Si Christian no le había hablado de ello, se debía probablemente a que se trataba de un asunto personal.

Se dedicaba a matar el tiempo, pues, investigando en la biblioteca de Limbhad. Había encontrado en un libro una leyenda sobre el origen de los unicornios, y le había gustado tanto que la leía a menudo, hasta casi sabérsela de memoria. En ese aspecto, Christian tenía razón: Victoria recordaba haber leído aquel fragmento tiempo atrás, pero apenas le había prestado atención. Ahora, sin embargo, aquella historia le llegaba muy dentro y la consolaba inmensamente.

«Dicen los sabios», rezaba el texto, «que en el comienzo de los tiempos, los dioses crearon el mundo y después lo abandonaron a su suerte, pues, concluida ya la tarea de la creación, no consideraban que tuviesen ninguna otra responsabilidad con Idhún y sus criaturas. Pero pronto el mundo empezó a secarse. Las plantas crecían menos vigorosas, las corrientes de los mares se volvieron perezosas, el aire se tornó seco y estático, la luz de los soles y las estrellas se debilitó, las montañas envejecieron y se desgastaron y hasta el fuego crepitaba con desgana, pálido y frío. Parecía como si todo estuviese perdiendo fuerza, y por esta razón, los mortales rezaron a los dioses en sus templos y suplicaron que regresasen para renovar la energía del mundo.

»Pero los dioses no regresaron, e Idhún siguió agonizando poco a poco.

»Mucho tiempo después, los Oráculos hablaron y dijeron que los dioses no volverían, sino que enviarían a un mensajero para que curase los males del mundo en su lugar. Los sacerdotes transmitieron las nuevas al resto de los mortales, y todos aguardaron con impaciencia la llegada del emisario de los dioses. Se imaginaban a un poderoso héroe, fuerte y valiente, y cada raza imaginaba que tendría sus mismos rasgos. Lo esperaron en los templos y en los palacios, y prepararon grandes eventos para agasajarlo. Sin embargo, el mensajero no llegó.

»Un día apareció en los bosques del oeste una extraña criatura. Las hadas repararon en su presencia y la comentaron ampliamente, pues nunca habían visto nada semejante. La criatura poseía una belleza delicada y salvaje y parecía haber sido creada con la luz de la luna mayor. Lucía sobre su frente un largo cuerno en espiral. Por esta razón lo llamaron «unicornio».

»La criatura prosiguió su largo viaje hacia el norte. Las hadas la acompañaron hasta la linde del bosque, pero cuando el unicornio dejó atrás la espesura, ellas lo abandonaron porque ya se habían cansado de él. De modo que el unicornio continuó su marcha en solitario.

»Así, llegó al monte Lunn, que entonces se llamaba de otra manera, y con muchas dificultades trepó hasta su cima. Y, una vez allí, levantó la cabeza y alzó hacia el cielo su largo cuerno. Y esperó.

»Cuando los soles llegaron a su cénit, las lunas acudieron a su encuentro desde el horizonte. Y los seis astros se entrelazaron en una conjunción que dibujó un hexágono en los cielos de Idhún.

»Y entonces, desde las alturas descendió un rayo que cayó directamente sobre el cuerno de la criatura, que plantó las patas y lo soportó con valentía. Mucho tiempo estuvieron los dioses entregando su poder al unicornio, pero nadie lo vio, porque todos estaban en los templos y en los palacios, aguardando al mensajero que no llegaba.

»Cuando todo terminó, el unicornio bajó de la montaña y se puso en marcha de nuevo, hacia el norte: pero en esta ocasión nadie logró verlo. Así, siguió viajando, errante; cruzó las llanuras y llegó hasta el mar. Allí, en un poblado en lo alto de los acantilados, vivía un anciano llamado Pildar: él fue el primero en recibir el don del unicornio, el don de la magia. Y desde entonces aquel lugar se llamó Kazlunn, la Cuna de la Magia, y fue allí donde, tiempo después, se erigió la primera torre de la Orden Mágica.

»Pronto hubo más personas agraciadas con el don. Pronto hubo también más unicornios y, poco a poco, la energía del mundo se puso en marcha de nuevo, e Idhún se fortaleció. Los unicornios poblaron el mundo y otorgaron a algunos escogidos poder para renovarlo, cambiarlo y perfeccionarlo, el mismo poder de los dioses, pero en mucha menor medida. Sin embargo, los sacerdotes nunca perdonaron al unicornio que no se hubiese mostrado ante uno de su clase y, por esta razón, los magos y los sacerdotes han estado siempre enfrentados, y las Iglesias desconfían del poder entregado por los unicornios».

A Victoria le gustaba aquella leyenda porque daba un sentido a su condición de unicornio y porque relataba el origen de su especie. Pero también le planteaba serios interrogantes, dudas que antes no se había formulado, porque antes no sabía tanto como ahora. En primer lugar, el texto daba a entender que, sin los unicornios, Idhún moriría irremediablemente. Pero también decía que los mortales habían suplicado a los dioses que regresaran para renovar la energía del mundo.

Los dioses no habían vuelto a Idhún entonces, y Victoria se preguntó si no lo habían hecho porque sabían que su presencia no solo recargaría el planeta de energía, sino que lo convulsionaría tanto que alteraría por completo su fisonomía externa.

«Pero así es como se crean mundos», se dijo ella. «Los comienzos son siempre violentos. Volcanes, maremotos, seísmos, diluvios… hay que golpear con fuerza un mundo para hacerlo despertar, para lograr que brote la chispa de la vida».

La creación y la destrucción, comprendió entonces, eran una sola cosa. Los mismos dioses que habían creado un mundo podían destruirlo. Los mismos dioses que lo habían dejado morir podían devolverlo a la vida. Y el proceso sería trágico y violento. Pero, cuando los dioses se retiraran, si no lo habían destruido todo, dejarían el mundo tan cargado de energía que la vida crecería de nuevo con más fuerza.

«O eso quiero creer», pensaba Victoria a menudo.

Había otra cosa que le llamaba la atención de aquella leyenda, y era que no mencionaba a los dragones, ni a los sheks. Al caer en la cuenta, una cálida emoción la había embargado por dentro. «Los unicornios somos más viejos», se dijo. «La magia es más antigua que el odio entre los sheks y los dragones. Cuando el primer unicornio pisó el mundo, los dragones, los guerreros de los dioses, aún no habían sido creados». ¿Quería eso decir que la guerra entre los dioses había comenzado después? Frunció el ceño. Recordaba que en algún momento Jack le había dado a entender que la lucha entre los Seis dioses y el Séptimo se había iniciado mucho tiempo atrás, que se remontaba incluso a un mundo anterior a Idhún. Se recordó a sí misma que tenía que preguntárselo cuando volviera a verlo.

Había muchas cosas en aquella leyenda que no encajaban con lo que Shail y Alexander le habían enseñado acerca del pasado de Idhún. Intuyendo que podía haber descubierto algo importante, siguió investigando.

La respuesta a algunas de sus preguntas la encontró en un volumen antiquísimo que databa de los tiempos de la Tercera Era. Se trataba de un libro que relataba la historia de Idhún. Por la forma en que estaba contada parecía destinada a la educación de niños y jóvenes. Victoria agradeció que el contenido fuese tan claro y esquemático, porque eso le permitió detectar con mayor facilidad qué era lo que no encajaba. En una de sus páginas decía:

«Nuestra historia comienza con la llegada del primer unicornio, con la llegada de la magia.

»Antes de la magia las seis razas rezaban a los dioses, pero estos vivían lejos de nosotros, Por eso enviaron a los unicornios: y fue entonces cuando comenzó la Primera Era.

»La Primera Era es la Era de la Magia. Duró más de quince mil años. En todo aquel tiempo los magos aprendimos a controlar nuestro poder y ponerlo al servicio del mundo. Se edificaron las tres torres de hechicería. También llegaron al mundo los hijos del Séptimo, y los dioses enviaron a los dragones para combatirlos. Los magos peleamos contra las serpientes, pero algunos magos cambiaron de bando. Uno de estos magos fue Talmannon.

»La Segunda Era es la Era Oscura. Duró casi mil años. Durante todo ese tiempo, Talmannon extendió su imperio por Idhún, y todos los magos le obedecían. En aquella época, por culpa de Shiskatchegg, todos los magos servimos al Séptimo dios. Hasta que Ayshel, la Doncella de Awa, derrotó a Talmannon, los dragones derrotaron a los sheks y los expulsaron de Idhún.

»La Tercera Era es la Era de la Contemplación, y es la que estamos viviendo actualmente. Ahora, Idhún pertenece a los hijos de los Seis, y sus sacerdotes gobiernan el mundo. Y, como todos los magos servimos al Séptimo en tiempos pasados, nos hemos visto condenados al exilio. Ya no hay lugar para nosotros en Idhún. La bendición del unicornio es ahora nuestro estigma. Pero algún día volveremos a cruzar la Puerta interdimensional y regresaremos a nuestro hogar, bañado por la luz de los tres soles…».

Victoria había cerrado el libro, pensativa. Sabía que la Tercera Era había terminado muchos siglos atrás, con el descrédito de las Iglesias y el regreso de los hechiceros. Sabía que Idhún estaba viviendo actualmente su Cuarta Era, la Era de los Archimagos, que acabaría, tal vez, con la muerte de Qaydar, o quizá con la muerte del último unicornio del mundo. Pero no era eso lo que la preocupaba en aquel momento.

Aquella era una versión diferente. Tanto Shail como Alexander le habían enseñado que la Era Oscura y la Era de la Magia eran la misma cosa. Es decir, que al largo período anterior a los unicornios lo llamaban la Primera Era, y que la llegada de los unicornios, y de la magia, había culminado con el imperio de Talmannon, y todo ello formaba la Segunda Era.

«Pero no fue así», comprendió. «Con la llegada del primer unicornio no comienza la Segunda Era, sino la primera. Estamos hablando de quince mil años de historia que se han pasado por alto… o que se han asimilado a la llamada Era Oscura. ¿Qué significa esto?».

Aparte de que los sacerdotes contaban una versión de la historia que demonizaba la magia desde sus mismos comienzos, significaba que muchas cosas importantes habían pasado en aquella época. Quince mil años. Quince mil años, y, sin embargo, cuando se hablaba de la magia y de los unicornios casi siempre se hablaba de la Era Oscura, nunca de lo que había sucedido antes. Y era importante, se dijo, porque durante aquellos largos milenios había comenzado y se había desarrollado la guerra entre los dragones y los sheks. Antes de Talmannon, puesto que, tras su caída, los sheks habían sido expulsados a Umadhun y se había iniciado una larga tregua.

Pero los sheks y los dragones habían combatido durante generaciones enteras. Y los szish habían luchado a las órdenes de los sheks durante todo aquel tiempo. Y, no obstante, cuando Ashran se hizo con el poder en Idhún, casi todos los sangrecaliente habían olvidado ya a los sangrefría, pensó Victoria, recordando que cuando Shail les había hablado de los sheks, los había presentado como criaturas legendarias… y que ni siquiera supo de la existencia de los szish hasta que estos invadieron Idhún el día de la conjunción astral.

«Los olvidaron a todos», se dijo Victoria. «Durante quince mil años se desarrolló una larguísima guerra y los magos pelearon junto a los dragones… y, sin embargo, los idhunitas casi nunca retroceden en el tiempo más allá de Talmannon y la Era Oscura. La Era de la Magia para ellos no existe, o es la misma Era Oscura que han tratado de olvidar».

Y allí estaba la clave. Victoria sospechaba que lo que estaba sucediendo en Idhún en aquellos momentos había comenzado a forjarse en aquella Primera Era, la Era de la Magia. La llegada de los Hijos del Séptimo (¿Llegada? ¿De dónde procedían? ¿Por qué se habían presentado en Idhún?), la respuesta de los dragones (¿Fueron creados entonces? ¿Para responder a la invasión shek?), el desarrollo de la magia. Toda una larga historia olvidada de la que, sin embargo, los unicornios habían sido testigos, porque los unicornios ya estaban allí.

Victoria sospechaba que aquello podía ser importante. Siguió revolviendo en la biblioteca, estudiando viejos volúmenes y documentos, en busca de más pistas, pero no encontró nada que arrojara un poco más de luz sobre aquel periodo olvidado de la historia idhunita.

Llegó un momento, sin embargo, en que ni siquiera las viejas leyendas podían distraerla de su soledad. Ya no estaba cómoda en Limbhad, porque le recordaba a Jack, a quien echaba mucho de menos; y tampoco se sentía a gusto en el apartamento de Christian, porque él no estaba. No obstante, seguía durmiendo allí, en el sofá, la mayoría de las noches. La mayor parte de las veces, cuando se despertaba al día siguiente, descubría que Christian había pasado por allí, tal vez un rato, unas horas; pero no la había despertado y, en cualquier caso, seguramente había partido antes del amanecer. No era algo que sucediese con frecuencia, sin embargo: Christian solía pasar día y noche fuera de casa.

Y, cuando estaba, se mostraba distante y reservado, tratándola con una fría cortesía que la hería profundamente. Victoria sospechaba que otra mujer ocupaba los sueños y el corazón de Christian y, aunque podía comprenderlo y aceptarlo, le dolía que él no fuera capaz de sincerarse con ella.

Una noche en que estaba sentada frente a la chimenea, repasando sin mucho interés uno de los libros de la biblioteca de Limbhad, Christian volvió a casa. La saludó con normalidad, como si la hubiese visto el día anterior. Victoria cerró el libro y lo siguió hasta la habitación. Se reunió con él junto a la ventana.

—¿Te molesta que esté aquí? —le preguntó, sin rodeos.

—Sabes que no, Victoria —respondió el shek.

—No, no lo sé —replicó ella—. Hace tiempo que estás muy extraño y distante… más que de costumbre, quiero decir. Sé que estás pensado en ella, en Shizuko. No quiero atarte, Christian, pero si no quieres verme, simplemente dilo.

—Claro que quiero verte, Victoria. Ten por seguro que, si no fuera así, no te dejaría quedarte en mi casa.

Victoria desvió la mirada.

—Pero estás tan frío… Comprendo que después de la batalla contra Ashran pasamos mucho tiempo separados, y que muchas cosas pueden haber cambiado. Si he dejado de gustarte…

Se interrumpió, porque él le había cogido la barbilla para hacerle alzar la cabeza.

—¿Gustarme? Claro que me gustas. Siempre me has gustado, desde la primera vez que te miré a los ojos, y eso que entonces eras casi una niña. ¿Crees que no te deseo? Pues estás muy equivocada, Victoria. Lo único que ocurre es que hay cosas más importantes, y por eso, en estos momentos, lo que yo siento, quiero o deseo, me lo guardo para mí.

Victoria calló, confundida. Christian sonrió al ver que se había ruborizado.

—Sólo te estaba dejando espacio —dijo—. Como tú misma has dicho, hemos pasado mucho tiempo separados. Durante todo ese tiempo, Jack ha estado a tu lado.

—Pero eso a ti nunca te ha detenido —objetó ella—. Nunca te ha importado que Jack y yo estuviésemos juntos, o al menos, eso decías.

—Y no me importa. Pero no se trata de mí ahora, sino de ti. Es verdad que nos hemos distanciado, y que en todo ese tiempo has estrechado tu relación con Jack. Así que imaginé que necesitabas tiempo para hacerte a la idea de que yo volvía a estar cerca, y de que Jack no estaba contigo. Además, todavía estás convaleciente, y sé que ahora te intimido un poco. Así que no quise agobiarte con mi presencia.

Victoria lo miró sin poder creer lo que estaba oyendo.

—¿Por eso me dejabas sola?

—No del todo. Tenías la opción de venir aquí cuando quisieras. Pero, sinceramente, Victoria, odio verte dormir en el sofá —añadió, muy serio—. Te habría obligado a aceptar la cama que te ofrecí en su día, si no supiera que te incomoda la idea de dormir en mi cama. Y, como ya te he dicho, no quería presionarte.

Victoria bajó la cabeza, confundida. Sintió la presencia de Christian tras ella, sus brazos enlazando su cintura, y oyó su voz susurrando en su oído:

—Me dices que estoy distante, pero en el fondo tienes miedo de que te toque. ¿No es verdad?

—Tengo miedo de lo que provocas en mi interior —respondió ella en voz baja—. Es algo muy intenso, ¿sabes? Temo perder el control.

—Y ya te dije en su día que yo seguiría controlándome por los dos. ¿No es acaso lo que he estado haciendo?

—Supongo que te he malinterpretado —murmuró Victoria—. Lo siento.

—Y supongo que yo debería haberme dado cuenta de que hace días que tu corazón me estaba llamando a gritos —respondió él—. De que el tiempo que precisabas para acostumbrarte al cambio ya se agotó y ya no necesitabas estar sola. Soy yo quien lo siente. Últimamente he tenido muchas cosas en que pensar.

La abrazó con más fuerza. Victoria cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su hombro.

—Me he dado cuenta —dijo, con voz apagada.

—Es por Shizuko, ¿verdad? —dijo Christian—. ¿Te sientes amenazada?

—No soy quien para pedirte explicaciones, Christian. Al menos, no mientras siga amando yo también a otra persona.

Hubo un breve silencio.

—Necesito estar con ella —dijo él entonces—. Para tratar de comprender quién soy… y por qué soy así. A veces siento que solo ella tiene las respuestas a las preguntas que nunca me atreví a formular.

—Entiendo. Pero…

—Pero eso no implica que mis sentimientos por ti hayan cambiado lo más mínimo.

Tiró de ella y le hizo dar media vuelta para mirarla a la cara.

—Dime, ¿por qué tienes miedo? —le preguntó con suavidad.

La joven cerró los ojos y dejó que él acariciara su mejilla. Suspiró cuando sus dedos bajaron hasta el cuello.

—Por eso precisamente —respondió en voz baja—. Por lo que siento. Supongo que se debe a todas las veces que me he repetido a mí misma que no debería amarte. Desde aquella primera vez —añadió, abriendo los ojos para mirarlo a la cara— en que debías matarme y no fuiste capaz. Cuando me tendiste la mano. Supongo que es por todos ellos, por Jack, por Alexander, por Shail… y por todos los que esperan de mí que me comporte de otra manera. Todos aquellos que se horrorizarían de saber que el último unicornio se ha enamorado de Kirtash, un shek, el hijo de Ashran…

—Te han machacado mucho con eso, ¿eh? —preguntó él con cierta dulzura.

—No me importa lo que digan. Yo sé lo que siento por ti, y eso no va a cambiar. Es solo que cuando estoy contigo siento que los estoy decepcionando a todos… traicionando las esperanzas que depositaron en mí. Y, sin embargo…

—… sin embargo, me quieres —sonrió Christian—. Sí. Sé exactamente cómo te sientes. Pero esos son los motivos de ellos, no tus motivos. Por una vez, Victoria, haz lo que deseas, y no lo que todos esperan de ti. Deja que sea tu corazón el que guíe tus actos.

Se acercó más a ella, y Victoria sólo tuvo el tiempo justo de sentir que su corazón empezaba a latir desenfrenadamente, antes de que él la besara, con un beso lento, intenso. Cuando sus labios se separaron, Christian no se alejó mucho. Se quedaron un momento así, muy juntos, tan cerca que Victoria podía sentir el aliento de él sobre su pelo. Los brazos del shek rodearon la cintura de la muchacha, con suavidad.

—¿Era esto lo que querías? —dijo Christian en voz baja.

—Sí —susurró Victoria, todavía sin aliento.

—Bien —asintió Christian—. Porque es lo que quería yo también.

La besó de nuevo. Victoria suspiró y le echó los brazos al cuello, y gimió cuando los labios de él se deslizaron hasta su garganta, cuando sus dedos recorrieron su espalda.

—¿Es lo que quieres? —repitió Christian suavemente, casi con dulzura. Sus labios rozaban su piel, muy cerca del lóbulo de su oreja.

Victoria temblaba. No era eso lo que había pretendido al acercarse a él aquella noche. Se habría conformado con una conversación sincera, con una muestra de cariño, con que Christian le permitiera participar de nuevo en su vida, como antes… antes de que él viera por primera vez a Shizuko en Ginza. Pero, ahora que él le estaba ofreciendo mucho más, después de aquel periodo de doloroso distanciamiento, Victoria no se sentía capaz de rechazarlo. Su alma bebía de su presencia, ávida. Sentía tantos deseos de abandonarse a él que le costaba pensar con claridad, o simplemente pensar.

—Sí —logró musitar, con un suspiro—. Y… si eso es lo que quieres tú también… bésame otra vez, por favor. No dejes de besarme. No te separes de mí esta noche.

Christian se había acomodado en la terraza, sentado sobre el alféizar, con los brazos cruzados ante el pecho. Seguía siendo de noche sobre la ciudad de Nueva York: una noche oscura, sin estrellas, empañada por la polución. El shek contemplaba las luces que se movían como hormigas a sus pies, veinte pisos más abajo, pero apenas las veía. Sus pensamientos estaban en otra parte.

Tras él, la ventana estaba parcialmente abierta, y la brisa nocturna movía la cortina con suavidad. Al otro lado, Victoria dormía profundamente, su largo cabello desparramado sobre las sábanas, que marcaban el contorno de su figura. Christian se volvió para mirarla desde allí. Se quedó contemplándola un rato, sumido en hondas reflexiones, hasta que sintió una llamada en su mente.

Sabía que era Ziessel, o Shizuko, o como debiera llamar a alguien con un cuerpo y una identidad humanas, y un alma de shek. Le abrió sólo un canal superficial de su conciencia. Estaba demasiado cerca de su usshak como para sentirse cómodo, pero aquella terraza era todavía terreno neutral. Le permitió que entablara conversación con él.

«Te esperábamos esta mañana», le dijo ella.

«Lo sé. He tenido asuntos que atender», respondió Christian.

«Oh. Se trata de ella», comprendió Shizuko.

Christian maldijo para sus adentros, arrepentido ya de haber iniciado la conversación. Estaba claro que sus sentimientos al respecto impregnaban todos los niveles de su conciencia, aunque tratara de ocultarlos.

«Siempre he querido preguntarte por ella. La chica que estaba contigo en Ginza. Es el unicornio del que tanto se habló, ¿verdad? La criatura por la que nos traicionaste».

«Sí», dijo Christian simplemente, dispuesto a zanjar la conversación. Pero Shizuko siguió hablando en su mente.

«¿Valió la pena?», preguntó.

Christian se encontró a sí mismo dudando. Trató de rectificar aquella primera reacción, pero la shek ya la había captado.

«Te obsesionaste con el unicornio desde la primera vez que la miraste a los ojos, ¿verdad?», sonrió. «Desde entonces no has dejado de pensar en ella. La has seguido, lo has dado todo por conseguirla».

«Eso no es cierto. Ella no es una posesión mía».

«Pero no has parado hasta que te lo ha entregado todo. Su amor, su lealtad, su vida, su magia, su cuerpo y su alma. Has vencido la última barrera, ha dejado de tenerte miedo. Ha superado los prejuicios que inculcaron en su mente los sangrecaliente. Has acabado con la última posibilidad de que te dé la espalda para caer en brazos del dragón. Ya no encuentra motivos para rechazarte. Y no intentes negártelo a ti mismo, porque esa fue tu intención desde el principio, desde la primera mirada que cruzasteis. No te lo reprocho. Es lo que cuentan de los unicornios: los sangrecaliente que han visto uno alguna vez se vuelven locos por ellos. Los persiguen durante toda su vida, algunos lo dejan todo por volver a ver una de esas criaturas. No se quedan contentos hasta que consiguen lo que quieren de ellos. Lo cual no suele suceder nunca, pero mira por dónde tú lo has conseguido, has conquistado a un unicornio. Serías la envidia de cualquier mago».

Christian cerró los ojos.

«No tengo por qué hablar de esto contigo», dijo, cortante.

«Pero quieres hacerlo. Por eso estás ahí fuera, mirándola desde la distancia, contemplando cómo duerme indefensa en tu cama, confiada, segura de su amor por ti. Pobre muchacha. Te fijaste en ella porque era un unicornio y será justamente su esencia de unicornio lo que te aleje de ella. ¿Y tú? Creías que la amabas, y sin embargo ahora que has conseguido que se abandone entre tus brazos sin dudas ni reservas… ahora que es enteramente tuya, crees despertar de un sueño y te preguntas si no fue la locura del unicornio».

Christian ladeó la cabeza, molesto.

«¿Qué te hace pensar que me conoces tanto como para saber lo que siento?».

«Es lo que se decía cuando nos traicionaste. No lo habrías hecho por una humana cualquiera, y esa muchacha tampoco era una shek.

»¿Qué tiene un unicornio que ver contigo? Es porque viste uno cuando eras un niño y lo has estado buscando desde entonces. Pero sabes, los sangrecaliente que buscan un unicornio no deben encontrarlo, porque es el símbolo de los sueños imposibles. Y los sueños imposibles no deben ser cumplidos, porque si lo hacen… la vida del que los cumple se queda vacía y sin sentido».

Christian sonrió y sacudió la cabeza.

«Ojalá fuera todo tan simple», dijo.

«Puede que lo sea», respondió Shizuko.

Reinó un largo silencio entre los dos. La voz telepática de Shizuko no volvió a hablar, pero Christian sabía que ella seguía presente en su mente.

«Necesito marcharme de aquí», dijo entonces Christian. «Necesito tiempo para pensar».

«Nosotros seguimos trabajando», respondió Shizuko. «Como ya te he dicho, te esperaba esta mañana».

«Bien», asintió Christian.

La shek se retiró de su mente. Christian aguardó un momento y, tras un breve instante de vacilación, se puso en pie y desapareció de allí.

Victoria se despertó bien entrada la mañana, cuando los ruidos de la ciudad inundaban la habitación y la luz del sol entraba a raudales por la ventana. Lo primero que pensó fue que no estaba en Limbhad, puesto que era de día. Después se dio cuenta de que no se hallaba tampoco en el sofá del apartamento de Christian; y, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz y pudo mirar a su alrededor, descubrió que se encontraba en la habitación del shek, en su cama. La primera reacción que tuvo fue la de levantarse, pero no lo hizo. Se encogió sobre sí misma y se tapó todavía más con las sábanas, ruborizada. Entonces se dio cuenta de que estaba sola en la habitación, y sospechaba que también en la casa. Christian se había ido.

Suspiró para sí misma y cerró los ojos. «Volverá», se dijo.

Se quedó un rato más en la cama, pensando, recordando y asimilando muchas cosas. Sonrió, aún sonrojada. Entonces se incorporó y buscó su ropa con la mirada, pero no la encontró. Sobre la silla, no obstante, estaba una de las camisas de Christian. Se puso en pie y alargó una mano para cogerla.

Momentos después salía de la habitación, descalza, vestida con la camisa negra del shek. Le venía grande; las mangas ocultaban las palmas de sus manos, y el bajo le llegaba por la pantorrilla. No obstante, en el salón tampoco estaba su ropa, por lo que se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.

Estaba abriendo los armarios en busca del café cuando llegó Christian.

Victoria se volvió hacia él y le brindó una cálida sonrisa… pero el gesto se congeló en su boca al no ver rastro de cariño en el rostro del shek, que la saludaba con su habitual frialdad. La muchacha tragó saliva y dijo:

—Buenos días… buscaba el café —añadió, como si tuviera que justificarse.

Christian negó con la cabeza.

—No lo encontrarás. No tomo café, ni té, ni nada que pueda influir en mi sistema nervioso: ni sustancias sedantes ni excitantes.

—Vaya…, no lo sabía —murmuró ella, sin saber qué más decir.

Se quedaron un momento en silencio.

—Te sienta bien el negro —dijo él entonces.

Victoria se miró las mangas de la camisa.

—Sí… lo siento, es que no encontraba mi ropa —se excusó, ruborizándose.

Christian ladeó la cabeza.

—La guardé en el armario anoche —dijo—. Justamente para que pudieras encontrarla con facilidad.

—No se me ocurrió —confesó Victoria—. Bien, si esperas un momento, te devolveré la camisa enseguida…

—No hay prisa —la tranquilizó él—. Te sienta bien —repitió, con una sonrisa.

Victoria bebió de aquella sonrisa como si fuera un charco en pleno desierto. Se dio cuenta entonces de que había pasado algo, algo que se le escapaba, pero que había cambiado algunas cosas de la noche a la mañana. En esta ocasión no quiso callarse.

—Christian, ¿qué pasa? —preguntó, preocupada—. ¿Estás molesto conmigo?

Él la miró. A Victoria le pareció que había algo de pena en su mirada. Se acercó a ella para cogerla de las manos y le sonrió.

—No es culpa tuya —le dijo—. Que jamás se te ocurra pensar que es culpa tuya, ¿me oyes?

—Christian, ¿qué intentas decirme?

Pero él sacudió la cabeza, como si acabara de despertar de un sueño.

—No es nada —dijo, y le sonrió de nuevo, y esta vez sus ojos sí estaban llenos de cariño—. Voy a buscarte un café.

—No es necesario —respondió ella rápidamente—. De verdad, puedo pasar sin él.

Christian asintió. Victoria alzó la mano, que todavía seguía prendida de la de él, y besó sus dedos con ternura. Christian la observó con seriedad mientras ella le manifestaba su cariño de aquella forma tan sencilla y espontánea.

—He de marcharme —le dijo entonces en voz baja—. Tengo cosas que hacer.

—¿En Tokio?

—No exactamente; en Hokkaido.

—¿Con los sheks? ¿Puedo ir contigo?

—Hace mucho frío en Hokkaido, incluso en esta época del año, Victoria.

—Me da igual. Ya sabes que quiero ayudarte.

—Entonces quédate aquí. No sé cómo reaccionarán los otros sheks si te ven; recuerda que fuiste una de las causantes de la caída de Ashran.

Los ojos de Victoria relampaguearon de ira.

—Ashran me arrancó el cuerno. Tenía derecho a defenderme. Además, tú también estabas allí.

—Sí, pero a mí todavía me necesitan. Por favor, Victoria, déjame mantenerte alejada de todo esto.

Victoria se mordió los labios, indecisa.

—Volveré pronto, en serio —sonrió el shek.

Ella alzó la mirada hacia él.

—Ya sabes que no quiero atarte. Es solo que…

No terminó la frase. Christian le acarició el pelo.

—Lo sé. Gracias por estar aquí conmigo, por haberme acompañado a la Tierra. Aunque no te lo haya dicho hasta ahora, aunque no te lo demuestre, significa mucho para mí.

Victoria hundió el rostro en su pecho y rodeó su cintura con los brazos. No habló, y Christian no añadió nada más tampoco.

Había algo en la nieve que la calmaba y la consolaba. Tan blanca, tan pura… tan fría.

Shizuko cerró los ojos e inspiró profundamente. El aire helado le inundó los pulmones y la hizo sentir mejor.

Se encontraba en el porche de un pequeño refugio forestal en las estribaciones de una de las sierras interiores de Hokkaido. Hacía frío, mucho frío, por lo que no era probable que los molestaran.

De todos modos, los sheks solían estar al tanto y vigilaban el camino que llevaba hasta allí.

Por el momento, Shizuko y los suyos estaban a solas, y podrían trabajar sin que nadie los interrumpiese. Esa era una de las razones por las cuales habían elegido aquel lugar.

La segunda era que no se hallaba demasiado lejos de Wakkanai, el extremo más meridional de Japón, en cuyas costas habían estado ocultos los sheks todo aquel tiempo.

Pero la tercera y más importante de las razones eran las fuentes termales.

Los manantiales de agua caliente, que los japoneses llamaban onsen, abundaban en aquella zona de la isla. Los había de todos los tamaños, más accesibles o más recónditos, solitarios o agrupados. Aquel, en concreto, tenía el tamaño adecuado para lo que pretendían, no demasiado grande, pero tampoco muy pequeño, y redondo, casi perfectamente redondo. Shizuko se apoyó contra uno de los postes de madera del porche y contempló el vaho que emergía del agua. En torno al manantial habían trazado un hexágono de poder, rodeado de símbolos en idhunaico arcano que a la shek no terminaban de gustarle, puesto que era un lenguaje de los sangre-caliente. No obstante, no tenían otro. Los magos szish nunca habían poseído una cultura propia ni habían desarrollado una organización tan importante como la Orden Mágica de los sangrecaliente. El largo exilio de los sangrefría en Umadhun los había alejado de los dones de los unicornios, y el saber que pudieran haber acumulado en eras pasadas se había perdido.

Alzó la cabeza al ver a un shek deslizándose sobre la nieve, hacia el pozo. Su corazón se estremecía de nostalgia cada vez que contemplaba a una de aquellas criaturas, pero sus ojos no lo traslucían, y tampoco sus pensamientos. No en vano, seguía siendo la reina de los sheks, y debía mostrarse fuerte y segura de sí misma, incluso desde el interior de aquel ridículo cuerpo humano.

Contempló, pensativa, cómo el shek exhalaba su aliento sobre el agua caliente y lograba enfriarla hasta cubrir su superficie con una fina capa de hielo. Pronto, sin embargo, el hielo se rompió y se deshizo.

Llevaban varios días haciendo eso. No pretendían congelar el manantial, en realidad. Aquel agua procedía de las entrañas del planeta Tierra, y ponerla en contacto con el hielo de un shek de Idhún era tan sólo parte del hechizo que estaban tratando de llevar a cabo.

Shizuko sintió de pronto una presencia junto a ella.

«Has tardado», le dijo.

«No todo mi tiempo te pertenece», repuso él.

Shizuko no contestó. Christian avanzó hacia el manantial y se puso a trabajar.

Repasó el hexágono de poder y trató de transmitirle parte de su magia. También él llevaba días haciendo aquello. Tal vez cualquier otro mago habría logrado resultados mucho antes, pero eso a él no lo preocupaba. Sabía que, tarde o temprano, el tejido entre ambos mundos se debilitaría lo bastante como para que ellos pudieran crear lo que pretendían.

Una ventana entre ambos mundos.

Aquella, al menos, era la idea de Gerde. En tiempos de Ashran, Christian había cruzado la Puerta de uno a otro mundo a voluntad, sin ningún problema. Sin embargo, en aquellos desplazamientos se perdía mucho tiempo, por no hablar del hecho de que Christian ya no iba a estar tan disponible como antaño, y de que Gerde necesitaba que Shizuko se quedara en la Tierra. Las Puertas interdimensionales, por otro lado, se abrían y se cerraban, pero no permanecían estables. Lo que Gerde pretendía era crear una brecha que, aunque no se pudiese atravesar, sí sirviese de comunicación entre uno y otro lado, una ventana a través de la cual pudiese controlar lo que hacían sus criaturas sin necesidad de tener a Christian, o a la propia Shizuko, cruzando de un mundo a otro.

Observó a Christian, pensativa. El joven seguía trabajando en el hexágono que rodeaba el manantial, bajo el intenso frío, y bajo la atenta mirada del otro shek, que lo contemplaba con un mal disimulado desprecio. Aquel era Kirtash, el híbrido, el traidor. Shizuko se preguntó por qué estaba ahora con ellos. Ya debía saber que, en cuanto hubiese cumplido su tarea, lo matarían, a no ser que Gerde ordenase lo contrario (si es que realmente era ella la Séptima diosa: Shizuko aún tenía dudas al respecto, y si había accedido a llevar a cabo aquel plan era más por curiosidad que porque se sintiera realmente obligada a hacerlo). Y, si lo sabía, ¿por qué corría el riesgo?

Shizuko no podía dejar de admitir que aquel chico la intrigaba. Le gustaba tenerlo cerca, porque era muy semejante a ella, la única persona de su entorno que podía comprenderla. Pero, por otro lado, su presencia le inspiraba temor y rechazo. No solo porque veía en él un reflejo de lo que ella misma había llegado a ser, sino porque en su interior había algo que Shizuko encontraba extraño y diferente, y que no le gustaba.

Christian regresó del manantial para situarse de nuevo junto a ella.

«¿Cuánto tiempo más vamos a tener que esperar?», preguntó Shizuko.

Christian se encogió de hombros.

«No lo sé, pero no debe de faltar mucho ya».

El otro shek se quedó mirándolos fijamente desde el otro lado del manantial. El vaho empañaba su imagen, pero ambos entendieron muy bien el sentido de la mirada.

«No les gusta vernos juntos», comentó Shizuko, sin temor a que el otro shek captase sus pensamientos, puesto que la conversación entre Christian y ella era privada.

«Es normal», sonrió él. «Pero creo que lo entienden».

«Sí», asintió ella. «Y por eso tienen miedo».

Christian se volvió hacia Shizuko, con expresión hermética. Los dos cruzaron una larga mirada. Junto al manantial, el shek siseó, molesto, y se perdió por los estrechos senderos del bosque nevado.

Cuando Christian volvió, a altas horas de la madrugada, Victoria estaba en su cama, profundamente dormida. No obstante, no se había introducido entre las sábanas. Seguía vestida y se había tapado con la manta que ya era de ella. El joven se quedó mirándola, en silencio. Y Victoria debió de percibir aquella mirada, puesto que abrió los ojos y lo miró. Le sonrió, aún entre las brumas del sueño.

—Hola —susurró—. ¿Qué hora es?

—Muy tarde, supongo —respondió él, en el mismo tono de voz—. ¿Me has estado esperando todo el día?

Victoria asintió, aún sonriendo. Christian comprendió que se sentía tan feliz de estar junto a él, que no le importaba haberle aguardado tanto tiempo.

—Te he traído un regalo —le dijo.

La sonrisa de Victoria se hizo más amplia. Christian encendió la lámpara de la mesilla de noche y le tendió un objeto, que Victoria sostuvo entre sus manos como si fuera el tesoro más valioso del mundo.

—Es un libro…

—No exactamente. Ábrelo.

Victoria obedeció, y descubrió entonces que las páginas estaban en blanco. Lo miró con mayor atención. En realidad era un cuaderno, aunque tenía muchas páginas, y las pastas eran duras e imitaban el estilo de los libros antiguos.

—Sé que te gusta escribir —dijo Christian—. Solías llevar un diario cuando vivías con tu abuela.

Victoria se preguntó cómo lo sabía él. Nunca se lo había contado a nadie. Entonces recordó que hubo una época en que el shek la había estado espiando desde las sombras. Se preguntó cuántas cosas más habría averiguado entonces, y recordó la carpeta que descansaba en el estudio, y que aún no se había atrevido a mirar.

—Te lo he traído porque pensé que lo echarías de menos. Me refiero a lo de escribir. Puedes seguir tu diario en este cuaderno, o puedes usarlo para contar todo lo que nos ha pasado, tanto en la Tierra como en Idhún. Lo que más te apetezca.

Victoria estrechó el cuaderno contra su pecho. Christian podía haberle regalado cualquier otra cosa, y si le hubiera preguntado antes, probablemente lo último que se le hubiera ocurrido habría sido aquello. Y, sin embargo, ahora que lo tenía en sus manos, sentía que, de verdad, no había otro regalo que hubiese podido apreciar más. Pensó, por un momento, que Christian no solía darle lo que quería; pero sí lo que necesitaba.

—Muchas gracias —respondió—. Creo que lo usaré para poner por escrito todas nuestras aventuras. Para futuras generaciones —rió—, pero, sobre todo, para que no se me olvide a mí. Me vendrá bien para ordenar mis ideas. Si pongo por escrito todo lo que he aprendido en todo este tiempo, puede que hasta le encuentre algún sentido —bromeó.

Christian sonrió.

—Me alegro de que te guste.

La contempló mientras dejaba el cuaderno sobre la mesilla. Le apartó el cabello de la cara para verla mejor. Al sentir el contacto, Victoria alzó la mirada hacia él, con el corazón palpitándole con fuerza.

—Es tarde —dijo el shek tras una pausa—. Y yo no tenía intención de despertarte. Sigue durmiendo…

—Si vas a estar aquí prefiero quedarme despierta —respondió ella con rapidez—. Porque si me duermo, cuando me despierte no estarás conmigo, y no sé cuándo voy a volver a verte otra vez.

—Yo iba a dormir. Tú puedes quedarte despierta, si quieres.

Ella lo miró, desarmada.

—Ah…, en tal caso…

—Duérmete. Me quedaré contigo esta noche.

Victoria se tumbó de nuevo, algo reacia. Christian se acostó a su lado y rodeó su cintura con los brazos. Victoria lo sintió tras ella, tan cerca que notaba su aliento en la nuca. Respiró hondo, disfrutando del momento.

—Buenas noches —dijo en voz baja.

—Buenas noches, criatura —respondió él.

Cuando se despertó, acababa de amanecer, y Christian ya se había ido. Sin embargo, ella percibió algo de su esencia en la habitación. Palpó la almohada, a su lado, y sonrió al comprender que acababa de marcharse. De verdad había pasado la noche junto a ella.

Se incorporó, meditabunda. No entendía muy bien qué estaba ocurriendo, y no sabía si la relación entre ellos iba bien o se había enfriado. Tras los momentos íntimos que habían compartido dos noches atrás, Victoria había supuesto que estaban más unidos que nunca. Pero Christian seguía comportándose con ella de forma un tanto indiferente, y se pasaba la mayor parte del tiempo en Japón, con Shizuko.

Victoria no era tan ingenua como para no saber que Shizuko era importante para él, pero no quería sacar conclusiones precipitadas. Ella misma amaba a Jack intensamente, y eso no significaba que no sintiera nada por Christian. Y al contrario.

Sacudió la cabeza, tratando de apartar aquellos pensamientos de la cabeza.

Se dirigió a la cocina para hacerse el desayuno. Cuando abrió la alacena en busca de algo comestible, descubrió algo que no estaba allí el día anterior: dos botes, uno de cacao y otro de café. Además, se trataba de las marcas que ella solía tomar cuando vivía con su abuela. «¿Cómo los ha conseguido?», se preguntó, perpleja. «Y, más aún… ¿cómo lo ha sabido?».

Sonriendo, se estiró para despejarse y se preparó un poco de café con leche y una tostada. Después movió el sofá para colocarlo junto a la ventana, dejó su desayuno en una bandeja cerca de ella y fue a buscar el diario que le había regalado Christian y un bolígrafo del estudio. Se acomodó en el sofá, abrió el cuaderno, se quedó un momento pensativa y empezó a escribir.