Los gritos de los trabajadores alertaron a Shail de que algo estaba sucediendo fuera. Levantó la vista de los documentos que estaba leyendo; Ymur, en cambio, no se inmutó, y siguió enfrascado en la lectura.
—Voy a ver qué pasa —dijo el mago. El sacerdote le respondió con un gruñido de asentimiento, sin llegar a levantar la cabeza.
Shail salió al atrio, donde se habían congregado todos. Los encontró mirando al cielo, lanzando exclamaciones de sorpresa y comentarios maravillados.
El joven mago alzó la vista y sonrió al divisar al elegante dragón dorado que se acercaba sobrevolando la línea de la costa.
—Es uno de los dragones artificiales, los vi volando sobre Nurgon el día de la batalla —dijo uno de los obreros, muy convencido.
Shail negó con la cabeza.
—Me temo que no, amigo. Si no me equivoco, ese dragón es de verdad; el único dragón de carne y hueso que queda en Idhún.
Lo miraron con incredulidad, pero aguardaron a que el dragón se posara en tierra para hacer más valoraciones. Cuando vieron que aterrizaba, en una zona despejada ante la entrada del Oráculo, todos corrieron a verlo más de cerca. Sin embargo, se quedaron a una prudencial distancia, protegidos por las enormes columnas del pórtico. Sólo Shail se adelantó, sonriente.
El dragón sacudió la cabeza y replegó las alas. Parecía fatigado, pero satisfecho de haber alcanzado su destino al fin. Le dirigió a Shail una mirada amistosa.
—¡Hola! —saludó—. Me alegro de verte. Siento haber tardado tanto en llegar, tuvimos problemas en Kazlunn. —Miró con curiosidad a las personas que lo observaban desde las columnas sin atreverse a acercarse más—. ¿Qué le pasa a esa gente? ¿Qué hacen ahí?
Shail rió de buena gana.
—Te tienen miedo, Jack. Hay que reconocer que, como dragón, resultas bastante imponente.
Jack estiró el cuello y abrió un poco un ala para observársela con mal disimulado orgullo.
—¿Verdad que sí? —rió, a su vez—. Bueno, no es mi intención asustar a nadie, así que adoptaré una forma más discreta.
Mientras hablaba, fue metamorfoseándose en el joven humano que Shail ya conocía. El mago contempló la transformación con interés.
—¿Dónde guardabas la espada? —preguntó, intrigado, al ver a Domivat sujeta a la espalda de Jack.
El chico sonrió ampliamente.
—Cuando me transformo, mi cuerpo humano desaparece sin más —explicó—. Incluida la ropa y todo lo que esté en contacto directo con él. Tardé un poco en descubrirlo, la verdad. Al principio no lo sabía, así que dejaba a un lado la espada para transformarme en dragón, y luego tenía que cargar con ella. No sé explicarlo, pero es como si, por el hecho de tener… dos almas, o de ser dos personas a la vez, en el mismo lugar, al mismo tiempo, tuviese derecho a «guardar» el cuerpo que no utilizo en ese momento, como quien tiene dos trajes y guarda en un armario el que no esté usando.
—¿Y a dónde van tu cuerpo y tu ropa cuando eres dragón? —quiso saber Shail, pero Jack alzó las manos, impotente.
—A mí no me lo preguntes, porque no tengo ni idea. Ni siquiera sabría decirte dónde está ahora el cuerpo de Yandrak. Sólo sé que, si lo deseo, puedo «llamarlo», de donde quiera que esté, y cambiar mi cuerpo humano por el suyo.
—Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar —comentó el mago, aún un tanto desconcertado—. Cosas que no tuvimos ocasión de contarnos cuando coincidimos en la torre, porque estábamos más preocupados por el estado de Victoria y por todo lo que había pasado la noche del Triple Plenilunio.
—Tenías información que querías compartir conmigo —recordó Jack, poniéndose serio de pronto—. Y también yo tengo mucho que contarte.
Shail asintió.
—Vamos dentro, pues. Hay alguien que tiene interés en conocerte.
Se puso en camino hacia las columnas caídas del pórtico, pero se detuvo al ver que Jack no lo seguía. El joven se había quedado mirándolo, sin dar crédito a sus ojos.
—¿Que sucede? —preguntó el mago, inquieto.
—Shail, estás caminando —balbuceó Jack, perplejo—. Con las dos piernas. ¿Cómo es posible?
El le dirigió una amplia sonrisa.
—Sí, es otra de las cosas que quería contarte. Si todo va bien, no tardaré en presentarte al responsable de esto.
Jack siguió a Shail al recinto del Oráculo, y pudo ver con sus propios ojos qué estaban haciendo allí. Había andamios por todas partes, y unos inmensos remolques para escombros. El primer paso para la reconstrucción del edificio consistía en despejar la zona, tarea que parecía imposible a simple vista, dado el tamaño de los inmensos bloques de piedra que había que mover. Sin embargo, algunas de esas piedras estaban ya en los remolques.
—Los gigantes nos están ayudando —aclaró Shail al detectar la mirada del joven.
Jack no hizo ningún comentario. Se limitó a observarlo todo con interés, desde las improvisadas viviendas que se habían habilitado para los sacerdotes, hasta los progresos que habían hecho: las columnas que iban levantándose de nuevo poco a poco, los muros, que se iban alzando para dibujar otra vez las distintas estancias…
Shail lo guió hasta una zona más reservada, donde había un refugio que, a todas luces, llevaba mucho más tiempo allí. Había sido construido aprovechando parte de una estructura anterior, que no se había derrumbado del todo. La entrada era enorme, por lo que Jack dedujo que aquello era la morada de un gigante.
Entró, algo inquieto. Hasta el momento, el único gigante que había conocido era Yber, uno de los magos de la torre, y no se trataba de un gigante al uso. Según le habían dicho, no era muy grande en comparación con otros miembros de su raza y, por otra parte, tenía un carácter bastante más abierto que la mayoría de los habitantes de Nanhai. Una cosa era ver a un gigante lejos de su tierra, y otra, muy distinta, visitar la región de la que ellos eran dueños y señores.
La escena que vio, sin embargo, lo sorprendió.
Ymur, el sacerdote, era un gigante de cierta envergadura, más alto que Yber y más ancho de hombros. Por eso, tal vez, chocaba un poco verlo encogido sobre sí mismo, en un rincón, junto a la ventana, por donde entraba más luz, inclinado sobre un manuscrito que, obviamente, había sido escrito por y para gente más pequeña. No obstante, el gigante se aplicaba a la tarea de leer aquel texto con verdadera pasión, a pesar de lo incómodo que resultaba para él. Ni siquiera se dio cuenta de que entraban hasta que Shail carraspeó para llamar su atención.
—Ymur —saludó—. Ha llegado Jack, también conocido como Yandrak… el último dragón.
Ymur alzó la cabeza y los miró atentamente. El tono rojizo de sus ojos era algo apagado, como si su vista estuviera agotada de tanto descifrar libros antiguos, pero Jack todavía detectó en ellos una chispa de ingenio.
—Yandrak, ¿eh? —rechinó el gigante—. Confieso que esperaba algo más grande.
Jack no supo muy bien cómo reaccionar ante ese comentario, pero Shail se echó a reír.
—A veces es más grande. Pero en ciertas ocasiones le resulta más práctico tener el tamaño de un humano.
—Para determinadas cosas, sí, lo es —reconoció Ymur con un suspiro, echando un vistazo al volumen que estaba tratando de leer.
—Ymur y yo llevamos ya varios días recabando información en los viejos documentos del Oráculo —le explicó Shail a Jack—; buscando cosas sobre los dioses y sobre lo que pasó cuando Ashran estuvo aquí. Pero no estamos sacando mucho en claro.
—Si Deimar no se encontrase en ese estado —añadió Ymur, moviendo la cabeza—, todo esto sería mucho más sencillo. Tal vez él recordase algo más acerca del mago que estuvo aquí hace tanto tiempo.
—Bien —dijo Jack—, puede que lo que tengo que contaros arroje un poco más de luz a todo este asunto.
—Ahora no —cortó Ymur, volviendo su enorme cabeza hacia la ventana—. Los soles empiezan a declinar, así que será mejor que hablemos de todo eso durante la cena.
Jack, que venía hambriento después del viaje, no pudo estar más de acuerdo.
Un rato después, los nuevos habitantes del Oráculo se reunían en torno a una enorme hoguera sobre la que se asaban piezas de barjab, la enorme bestia blanca que suponía un auténtico manjar para los gigantes. En apariencia, todo era como siempre, como cualquier noche después de un largo día de trabajo. Los obreros y los sacerdotes más jóvenes y fuertes, que colaboraban en las tareas de limpieza, mostraban rostros cansados, pero satisfechos. Todos hablaban de cómo sería el Gran Oráculo una vez que lo levantaran de nuevo.
No obstante, aquella noche las conversaciones parecían vacías, y los interlocutores se mostraban distraídos y con pocas ganas de hablar. Lo cierto era que casi nadie podía evitar mirar del reojo al rincón donde Ymur, el gigante, y Shail, el mago humano, se habían sentado con el recién llegado, un muchacho a quien muchos habían visto transformado en dragón, el mítico Yandrak, que se había enfrentado a Ashran. Todos sentían curiosidad hacia él y, sin embargo, nadie se atrevía a acercarse más.
Si lo hubiesen hecho, habrían escuchado una conversación de lo más sorprendente… y, ante todo, inquietante.
Jack y Shail habían aprovechado para ponerse al día de todas las novedades. Shail le había contado con más detalle todo lo que había averiguado aquellos días; le había hablado acerca de Karevan, de Alexander, de Deimar, y de Ydeon, que le había forjado una pierna nueva. El joven dragón ya había oído hablar del fabricante de espadas, pero las palabras de Shail hicieron que aumentaran su curiosidad y sus ganas de conocerlo.
Por su parte, Jack le contó todo lo que había sucedido en la Torre de Kazlunn durante su ausencia, desde el despertar de Victoria hasta la devastadora visita de Yohavir.
Ymur los escuchaba en silencio, tan quieto que durante un rato se olvidaron de que estaba allí; cualquiera podría haberlo confundido, de hecho, con una más de las piedras del Oráculo.
—Conocí a ese joven del que habláis —dijo de pronto, sobresaltándolos a los dos—. Kirtash. Fue él quien dijo que los fenómenos sísmicos de la cordillera se deben a Karevan; y ahora, si no he entendido mal, afirma que el Séptimo dios se ha encarnado en una hechicera feérica. O está más loco que Deimar, o es que disfruta siendo irreverente. También, por lo que he escuchado, ese tal Kirtash es hijo del mago blasfemo que estuvo en el Oráculo hace tiempo. Debe de ser cosa de familia.
Jack sonrió, pero Shail sacudió la cabeza.
—Nadie más ha visto a Gerde con vida —dijo—. Sabemos que murió porque Kirtash dice haberla matado, y sabemos que sigue viva porque él dice que lo está, y que ahora es la Séptima diosa. ¿Cómo sabemos que no miente?
—Hace tiempo que conozco a Kirtash —respondió Jack—; puedo decir muchas cosas de él, y no todas buenas, pero no tiene por costumbre mentir, y menos cuando se trata de temas serios.
—Y, sin embargo, su historia resulta demasiado increíble. Y gracias a ella, ha conseguido llevarse a Victoria consigo a la Tierra. No sé…
—Victoria estará a salvo en la Tierra. Desde allí tiene la posibilidad de refugiarse en Limbhad, y te recuerdo que, si Kirtash tiene intención de hacerle daño, el Alma no lo dejará pasar.
Suspiró para sus adentros al pensar en Victoria. La echaba mucho de menos, y, una vez más, lamentó no haber cruzado la Puerta con ellos. Apartó aquellos pensamientos de su mente. «Esto es lo que debo hacer», se recordó a sí mismo.
Shail calló, pensativo.
—En eso tienes razón —admitió después—. No sabes la de veces que me he arrepentido de haberos obligado a regresar a Idhún. Aunque en su día me pareció un lugar pequeño y limitado, lo cierto es que nunca he conocido un refugio tan seguro como Limbhad.
Sonrió son nostalgia. Jack asintió, sonriendo a su vez.
—Ya ves. Y yo que lo encontraba aburrido… y ahora me muero de ganas de regresar.
—¿Creéis, entonces, en toda esta historia de dioses y reencarnaciones? —preguntó entonces Ymur, retomando el hilo.
—Yo no sé qué pensar —dijo Jack—. Por un lado, he visto a Ashran: sé lo que era, porque me enfrenté a él, por lo que no me resulta extraña la idea de que el Séptimo dios haya encontrado otro cuerpo mortal para ocultarse. Por otro, también he visto lo que arrasó las costas de Kazlunn hace unos días, y, si es verdad que eso es un dios, no me explico cómo algo así puede caber dentro de un cuerpo tan pequeño. La única explicación que se me ocurre es que la esencia del Séptimo sea diferente a la de los demás dioses, porque ellos no se han encarnado en cuerpos materiales.
»Y luego está también el hecho de que, si Kirtash no miente, Gerde estaba muerta. Lo cual significa que el Séptimo la devolvió a la vida para poder ocupar su cuerpo. Y tal vez eso implique…
—… que Ashran también pudo morir como humano y resucitar como el Séptimo dios.
—Sí —asintió Jack—. Y puede que todo ello sucediera aquí, en este mismo lugar, hace veinte años. Por eso es importante que averigüemos todo lo posible acerca de Ashran, del mago blasfemo, como lo llama Ymur. Puede que ahí esté la clave para descubrir qué está pasando exactamente.
Los dos se volvieron hacia el gigante, que cambió de postura, haciendo crujir todas sus articulaciones.
—Ya os he dicho que no recuerdo muy bien qué sucedió aquellos días. Confieso que pasaba el día encerrado en la biblioteca y no estaba muy al tanto de lo que ocurría en el Oráculo.
—A lo largo de todos estos años —le explicó Shail a Jack— Ymur ha estado rescatando los restos de los libros y documentos que desaparecieron con la destrucción del Oráculo. Entre esos libros tienen que estar, en alguna parte, los Registros del Gran Oráculo, una especie de diario donde el abad anotaba todo lo que sucedía aquí. Si encontráramos esos documentos, tal vez su contenido arrojara algo más de luz sobre lo que vino a hacer Ashran al Gran Oráculo, y lo que le pasó en la Sala de los Oyentes.
Jack asintió.
—Bien —dijo—. Yo he venido para ayudaros en lo que haga falta, y eso voy a hacer. Sin embargo… me gustaría, antes que nada, hablar con Alexander.
Shail adoptó una expresión dubitativa.
—No está lo que se dice muy bien —dijo—. No quiere hablar con nadie y no sale de la cueva. Si no fuera porque los gigantes le dejan comida en la entrada, creo que hasta habría muerto de inanición.
—Conmigo sí que va a hablar —replicó Jack, con firmeza—. Nos enfrentamos a algo muy grave, peor incluso que la invasión shek y el imperio de Ashran, y no hay tiempo para lamentaciones ni autocompasión. Voy a sacarlo de esa cueva aunque sea a rastras.
Los nidos de pájaros haai podían encontrarse a lo largo y ancho de toda la Llanura Celeste, pero había una zona donde las agujas rocosas sobre las que se levantaban eran mucho más numerosas. Allí, el paisaje era más agreste y accidentado, y el horizonte mostraba un aspecto extraño, como si estuviese erizado de púas. Y sobre cada una de aquellas formaciones rocosas, un pájaro haai había construido su nido.
Allí, donde habitaba la colonia de pájaros haai más numerosa de todo Idhún, los celestes habían erigido Haai-Sil, la ciudad de los criadores de aves.
En Haai-Sil, los edificios eran pequeños y estrechos, puesto que tenían que construirse en los escasos espacios que quedaban entre las agujas de roca. Las calles no eran tan anchas ni estaban tan limpias como en la capital, aunque los celestes se esforzaban mucho por adecentarlas; pero, con cientos de nidos de pájaro situados a una veintena de metros por encima de sus cabezas, resultaba difícil mantener pulcra la ciudad. Las calles se limpiaban todas las mañanas y todas las noches, antes del segundo atardecer. Y, no obstante, nunca faltaba gente que se encargase de aquella tarea. Normalmente eran los muchachos más jóvenes, aquellos que entraban como aprendices de los criadores más experimentados. Nadie se había quejado nunca: al fin y al cabo, también los criadores habían sido aprendices en su día, y habían tenido que contribuir en las tareas de limpieza. Si, después de un par de años ocupándose de ello, los jóvenes no odiaban a los pájaros haai con todas sus fuerzas, es que habían aprendido a amarlos, y aquel era un paso imprescindible para todo aspirante a criador.
En Celestia, los cuidadores de pájaros haai estaban muy bien considerados, pero no tanto como los entrenadores, ni como los criadores, el máximo grado al que podía aspirar un aprendiz. Los haai no solo eran los animales de compañía más queridos por los celestes, sino que también constituían su principal medio de transporte. Celestia no era una tierra muy amplia, pero tampoco estaba muy poblada. Los celestes eran una raza escasa en Idhún en comparación con los humanos, los feéricos o los varu, por ejemplo, y sus ciudades habían sido edificadas a mucha distancia unas de otras. Habían empezado a domesticar pájaros haai muchos siglos atrás, para mantener una comunicación regular entre las cuatro ciudades principales de Celestia, y con el tiempo, otras razas idhunitas habían comenzado a apreciar lo práctico de aquel sistema. Los celestes enviaban pájaros a casi todo el continente, y entre las casas reales de Nandelt, antes de la dominación shek, había estado de moda disponer de un haai, con su correspondiente jinete celeste, para desplazamientos rápidos y mensajes urgentes.
Pero no era esta la razón por la cual los celestes se preocupaban tanto de sus aves. Habrían seguido cuidándolas con igual mimo aunque no les hubiera sido posible montarlas ni adiestrarlas.
Zaisei lo sabía muy bien. Ella había nacido en Haai-Sil, aunque la vida había terminado por alejarla de su ciudad natal. Pero allí estaban sus raíces y lo que quedaba de su familia. Por eso, cuando el cortejo de la Venerable Gaedalu se detuvo en la ciudad de los criadores de aves, lo que para todas las sacerdotisas no fue más que una escala en el camino, para Zaisei supuso un reencuentro con el pasado.
Ahora caminaba por las estrechas y retorcidas calles de Haai-Sil, portando con habilidad la sombrilla que todos, nativos y visitantes, debían llevar como precaución cuando recorrían la ciudad. Lo que para la gente de fuera era una incomodidad, para los celestes de Haai-Sil se había convertido en un gesto cotidiano. Todas las familias cultivaban en sus casas, en un jardín interior protegido por una cúpula, brotes de plantas mandim; y nunca salían a la calle sin una de sus enormes hojas acampanadas, que utilizaban como sombrillas. Zaisei sonrió al recordar el gesto horrorizado de las sacerdotisas cuando les habían entregado las sombrillas a la entrada de la ciudad, y les habían explicado para qué servían. Al final no había sido para tanto, puesto que, en el trayecto hasta la casa donde iban a alojarse, solo dos de las sombrillas se habían ensuciado.
Zaisei se había asegurado de que las novicias y sacerdotisas estaban instaladas, y de que en la habitación de Gaedalu había un baño lo bastante grande como para que ella se sintiera cómoda, y después había salido de la casa sin dar explicaciones.
Cuando llegó a su destino se detuvo, sin aliento, y contempló, con emoción apenas contenida, la casa que la había visto crecer en sus primeros años de vida.
No era la casa de una familia, y nunca lo había sido. Su padre era adiestrador de pájaros haai cuando conoció a su madre. Para entonces ya tenía a gente a su cargo, de modo que el hogar de Zaisei había sido en realidad una escuela, donde aprendices de distintos niveles vivían bajo el mismo techo.
A Zaisei le habían gustado los pájaros haai desde niña, pero nunca había llegado a unirse a los grupos de limpieza. Porque entonces los sheks habían invadido Idhún, y su madre la había enviado al Oráculo para protegerla.
Zaisei sonrió para sí al contemplar la casa, y los nidos de los pájaros, que eran la pasión de su padre. Para muchos, Do-Yin no era más que un inofensivo criador de pájaros.
Para algunos pocos, que sabían la verdad, Do-Yin era uno de los más activos miembros de la lucha contra el imperio de los sheks. Jamás pelearía en un campo de batalla, pero había conseguido algo que muchos criadores habían tratado de lograr antes que él, a lo largo de los siglos, sin éxito: obtener pájaros mensajeros, aves que entregaban mensajes en un destino concreto sin necesidad de que los guiara un jinete.
Así, el correo interno de los frentes armados de la lucha contra Ashran había sido indetectable para los sheks. Si ya solían ignorar a los celestes por considerarlos inofensivos, todavía sospechaban menos de los pájaros, bestias sin inteligencia racional, cuyas mentes, demasiado simples, eran incapaces de detectar.
Zaisei no se molestó en entrar en la casa. Sabía que no encontraría allí a su padre. Aún no se había puesto el último de los soles, y era a aquella hora, al filo del tercer atardecer, cuando los pájaros regresaban a sus nidos, y Do-Yin subía a saludarlos.
Todavía sosteniendo la sombrilla, Zaisei levitó lentamente hasta alcanzar una altura de varios metros. Siguió subiendo, poco a poco, hasta que los nidos de los haai se hicieron visibles.
Era un espectáculo bellísimo. Los pájaros gorjeaban y se llamaban unos a otros, planeaban sobre los nidos, arrullaban y se acomodaban para dormir, mientras los últimos rayos de sol arrancaban de su plumaje dorado reflejos anaranjados. Zaisei saludó al más cercano, una hembra amistosa que estaba sentada sobre su nido y parecía cansada.
—Una larga puesta, ¿eh? —sonrió la celeste—. Apuesto a que nacerán hermosos y sanos.
Tiritó de pronto. Allí arriba hacía frío; se había levantado un viento desagradable que hacía revolotear los bajos de su túnica. Miró a su alrededor, y vio a lo lejos una figura que levitaba de uno a otro nido. También llevaba una sombrilla, pero estaba tan concentrado en su labor que no se había dado cuenta de que se le había ladeado. Colgaba de su costado una enorme bolsa llena de frutos koa, un manjar para los haai. Zaisei sonrió de nuevo y acudió a su encuentro.
Do-Yin tardó un poco en percatarse de su presencia. Era un celeste pequeño y vivaracho, de nariz algo afilada, lo que, en opinión de muchos, le daba cierta semejanza a las aves que criaba.
—Buenas tardes, padre —saludó ella, sonriente—. Que las tres diosas velen tus sueños, y que el padre Yohavir mantenga puro el aire que respiras.
—¡Zaisei! —exclamó el criador de pájaros al reconocerla.
Hacía mucho que no se veían, por lo que el reencuentro fue emotivo. Sin embargo, Do-Yin no habló de descender al suelo, y Zaisei no se lo pidió. Sabía lo importante que era para él aquella visita diaria a los nidos, y no quiso interrumpirlo. Por el contrario, flotó junto a él, de nido en nido, y conversaron mientras él hacía su trabajo.
Tenían mucho de que hablar. Zaisei le puso al día de todo lo que había hecho en los últimos tiempos; de su trabajo como embajadora del Oráculo en tiempos de Ashran, de su relación con la Resistencia que había venido de otro mundo, de Yandrak, de Lunnaris, de lo sucedido en Nurgon y en la batalla de Awa. Y, aunque Do-Yin seguía examinando patas y alas, dando frutos koa o contando huevos, Zaisei sabía que en el fondo la estaba escuchando atentamente. Por fin, Do-Yin se volvió hacia ella y la miró con cierta severidad.
—Corriste un gran riesgo, Zaisei. Tu madre te llevó al Oráculo para que estuvieses a salvo, no para que participases en la guerra.
—Entonces era una niña; pero ahora ya soy adulta, y, por otro lado, las cosas sucedieron así, simplemente.
—Es por ese muchacho del que me has hablado, ¿verdad? El mago de la Resistencia.
Zaisei se sonrojó un poco.
—Existe un lazo, padre —confesó en voz baja.
Él la miró, con una sonrisa de grata sorpresa.
—¡Vaya! ¿Recíproco?
El rubor de Zaisei se hizo más intenso.
—Sí.
Do-Yin sacudió la cabeza, riendo entre dientes.
—Sí, está claro que ya no eres una niña. Me imagino que a Gaedalu no debe de haberle sentado demasiado bien. No querrá que abandones el Oráculo tan pronto.
—De eso quería hablarte. Mi madre dejó el Oráculo para formar una familia, pero luego regresó.
Do-Yin asintió. Aquello no tenía nada de particular. Los votos a los Seis no impedían las relaciones amorosas, pero en la mayoría de los casos estas debían ser a distancia. Alguien que sirviera en el Oráculo no podía tener a su familia consigo, puesto que en los Oráculos sólo podían vivir sacerdotes y sacerdotisas; en el de Raden sólo admitían a hombres, en el de Gantadd, sólo a mujeres. Y el Gran Oráculo, el único que era mixto y, por tanto, podía acoger entre sus paredes a una pareja formada por un sacerdote y una sacerdotisa, estaba situado en Nanhai, en el fin del mundo. Un lugar poco adecuado para formar una familia.
La madre de Zaisei había servido en Gantadd, un lugar donde no habrían acogido a Do-Yin, en primer lugar, por no ser sacerdote, y en segundo lugar, por ser un hombre. De todas formas, el criador de pájaros no habría sido feliz lejos de Haai-Sil, por lo que la única opción de la pareja había sido que ella abandonara el Oráculo durante un tiempo.
Esta era una práctica habitual entre los sacerdotes y sacerdotisas de los Seis. Su religión no les prohibía pedir permiso para dejar el Oráculo en cualquier momento, bien de forma temporal, bien definitiva, para mantener una relación o fundar una familia, sin dejar por ello de ser sacerdotes. Muchos ya no regresaban, sino que pasaban a trabajar en los templos locales. Pero otros sí volvían al Oráculo al cabo de los años, cuando los hijos eran ya mayores, o si el lazo que los unía a sus parejas se había debilitado, o si consideraban que iban a ser capaces de vivir lejos de su familia, visitándolos sólo de forma esporádica; y el Oráculo los recibía con los brazos abiertos. De modo que, si los padres de Zaisei se habían separado tiempo atrás, no se debía a la religión, sino a la distancia.
—Si quieres mantener tu relación con ese joven, tendrás que abandonar el Oráculo tarde o temprano —dijo Do-Yin—. Sobre todo si va para largo.
—No estoy segura —confesó ella—. Pasamos mucho tiempo separados.
—Pero lo echas de menos —adivinó él—. Y si queréis que bendigan vuestra unión y formar una familia…
—Es pronto para hablar de eso —se apresuró a contestar Zaisei—. La nuestra es… una relación difícil.
—¿Porque es un mago?
—No, padre —Zaisei alzó la cabeza para mirarlo fijamente, con seriedad—. Es porque no es un celeste. Es un joven humano.
Do-Yin entornó los ojos y no dijo nada. Volvió a centrarse en el nido que tenía ante sí. Zaisei estaba tranquila, sin embargo. Lo que un humano podría haber interpretado como una reacción de rechazo o desaprobación, la joven celeste lo había visto claramente como un gesto de preocupación. Do-Yin acogía la noticia con cierta cautela: puesto que existía un lazo, un sentimiento sincero entre ambos jóvenes, el celeste no tendría nada que objetar; no obstante, como todos los celestes sabían, especialmente los padres que tenían hijos en edad de buscar pareja, las relaciones con cualquier otra raza no celeste siempre eran complicadas. Los celestes eran especialmente sensibles y, al mismo tiempo, mucho más fuertes emocionalmente que los humanos. Porque los celestes estaban acostumbrados a conocer y aceptar los sentimientos propios y ajenos, mientras que los no celestes desconocían las emociones de la gente que los rodeaba y, al mismo tiempo, ocultaban las suyas propias, las disimulaban, creyéndose así más seguros. Y tenían tendencia a mentir sobre sus propios sentimientos, algo que no tenía sentido ante un celeste. Los no celestes no entendían que, al poner tantos muros en torno a su corazón, no lo protegían más, al contrario: lo hacían más vulnerable.
—Sufriréis mucho los dos —dijo Do-Yin—. Especialmente tú. Los sentimientos de los humanos son intensos y violentos, porque tienden a reprimirlos. Se sentirá incómodo cuando quiera ocultarte algo y no pueda. Y, por otra parte, tú tendrás que decirle con palabras cosas que son obvias para cualquiera que posea la empatía de un celeste.
—Lo sé —asintió Zaisei—. Pero estamos aprendiendo los dos.
Do-Yin sonrió.
—Eso es bueno, hija. Si existe un lazo, deseo de corazón que sea lo bastante fuerte como para resistir las dificultades que puedan deshacerlo con el tiempo. En cuanto a lo de abandonar el Oráculo, tú sabes cuáles son las opciones. Si tenéis hijos varones, no podrás regresar allí, a no ser que te separes de ellos, o que te los lleves contigo al Oráculo de Nanhai, si es que vuelve a estar activo algún día, y los instruyan allí como sacerdotes de los Tres Soles. Si tienes hijas, podrías llevártelas contigo a Gantadd. Como hizo tu madre contigo. En cualquier caso, si deseas estar junto a tu mago, tendrías que plantearte dejar el Oráculo.
Zaisei se retorció las manos.
—Lo haría, si fuera necesario. Pero no quiero dejar sola a la Madre Venerable. Ha cuidado de mí desde que era muy pequeña, desde que mamá murió. Y últimamente está muy extraña…
Su padre no dijo nada. Zaisei se movió para situarse detrás de una de las agujas de piedra, tratando de resguardarse del viento, que era cada vez más intenso.
—Los Oráculos no están pasando por un buen momento —prosiguió Zaisei—. Ya te he contado lo que les ha sucedido a los Oyentes.
—Sí —asintió Do-Yin, sombrío; había percibido con claridad los sentimientos de angustia que habían llenado el corazón de su hija al hablar del tema—. Doy gracias a los Seis porque nada parecido sucedió en los tiempos en que tu madre vivía en el Oráculo.
—Sucedieron cosas importantes en aquellos tiempos —susurró Zaisei—. Ella escuchó la Primera Profecía.
Do-Yin la miró, muy serio.
—¿Gaedalu te lo ha contado? Habría sido mejor que no lo hiciera. Nunca quise que te implicaras en esto, hija, y el hecho de que tu madre fuera una Oyente del Oráculo de Gantadd en aquella época no te obliga a ti a sentirte responsable por todo lo que está pasando.
Zaisei inclinó la cabeza, sin tratar de negarlo.
—Pero hubo otra profecía —dijo entonces—. Dos años después de la primera, poco después de la conjunción astral, poco después de que el dragón y el unicornio fueran enviados a otro mundo. La segunda profecía hablaba también de un shek.
—Eso he oído decir —asintió el criador de aves.
—Entonces yo era muy pequeña, y no recuerdo nada de todo aquello. Y mi madre no tuvo ocasión de explicármelo. Tampoco he podido acceder a las anotaciones que los Oyentes hicieron en su día, y Gaedalu no ha querido responder a mis preguntas al respecto. No le gusta hablar de la Segunda Profecía; de hecho, a veces actúa como si fuera falsa, o como si la hubiésemos interpretado mal. Por eso, padre, necesito saber… si mi madre también escuchó esa Segunda Profecía, la que hablaba de Kirtash… Y si te dijo algo sobre ella.
Do-Yin negó con la cabeza.
—Tu madre no escuchó esa Segunda Profecía, Zaisei. —Ella abrió la boca para decir algo, pero el celeste le indicó con un gesto que no había terminado de hablar—. No lo hizo, porque alguien se lo impidió. Alguien escuchó la profecía en su lugar.
Zaisei lo miró con asombro, percibiendo el intenso dolor que provocaban en él aquellos recuerdos, pero no pudo decir nada, porque en aquel momento una violenta ráfaga de aire le arrebató la sombrilla de entre las manos.
—¿Quién, padre? —pudo preguntar al fin, alzando un poco más la voz, para hacerse oír por encima del silbido del viento.
Do-Yin no contestó. Se había quedado quieto, con la vista clavada en el horizonte. Zaisei siguió la dirección de su mirada y vio un grupo de formas oscuras que se acercaban volando desde el norte.
—No son pájaros —dijo.
—No, hija. Si no fuera porque parece imposible, diría que se trata de dragones.
Zaisei comprendió.
—Son dragones. Debe de ser un grupo de los Nuevos Dragones, los dragones artificiales. Los he visto volar. Parecen muy reales.
—Sin embargo, no es eso lo más sorprendente. Mira allí.
El celeste señaló un punto más lejano, algo que parecía perseguir a los dragones y que avanzaba lentamente hacia Haai-Sil. Algo alargado, como una gigantesca columna de colores cambiantes, que parecía, sin embargo, doblarse y ondularse.
—¿Qué es eso? —susurró Zaisei, horrorizada y fascinada a la vez.
—No lo sé, pero viene hacia aquí, y a los pájaros no les gusta.
Fue entonces cuando Zaisei se dio cuenta de que los haai gemían suavemente, aterrorizados. Nunca los había escuchado emitir aquel sonido, y no lo consideró una buena señal.
—Los dragones llegarán primero —dijo—. Si vienen de Rhyrr tendrán que detenerse aquí para renovar su magia. Voy a recibirlos cuando aterricen: tal vez ellos sepan qué está pasando.
—¡Alexander! —llamó Shail desde la entrada de la cueva—. ¿Estás ahí?
Era una pregunta retórica, por supuesto: sabía que estaba allí dentro. Pero, por si todavía le quedaba alguna duda, el habitante de la caverna le respondió con un gruñido malhumorado.
—¡Soy Shail! —insistió el mago—. ¡He vuelto, como te prometí! ¡Y he traído conmigo a Jack!
—¡Lárgate de una vez! —gritó Alexander desde dentro—. ¡Estoy harto de que me tortures con mentiras y con falsas esperanzas!
Shail se volvió hacia Jack con un suspiro.
—Ya lo has oído.
El chico movió la cabeza en señal de desaprobación.
—Déjamelo a mí.
Sin dudarlo, se metió dentro de la cueva. Cuando la luz que procedía de fuera ya no pudo iluminar sus pasos, desenvainó a Domivat, que resplandeció en la oscuridad. Miró a su alrededor, inquieto, pero el techo era lo bastante alto como para que su esencia de dragón no se sintiera constreñida.
—¡Alsan! —gritó.
Lo descubrió en un rincón, mirándolo con desconfianza a la luz de la llama de la espada.
—¿Quién eres? —gruñó—. ¿Y qué quieres?
—Soy Jack. Y lo que quiero es sacarte de aquí.
—Mientes. Jack está muerto. Además, él nunca me llamaba Alsan.
—Soy Jack, y estoy vivo. Y te llamo como me da la gana.
Clavó a Domivat en el suelo. La espada fundió instantáneamente toda la nieve a su alrededor, pero Alexander no tuvo tiempo de fijarse en el fenómeno, porque Jack se acuclilló ante él.
—¿No me reconoces?
Alexander le enseñó los dientes con un gruñido.
—Está bien, se me ha agotado la paciencia —suspiró Jack.
Lo agarró del pelo y tiró de él para obligarlo a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. A la luz de Domivat, el fuego de la mirada del dragón poseía una fuerza antigua y poderosa que hizo que Alexander se encogiera sobre sí mismo, intimidado.
—Vas a venir conmigo ahí fuera —le dijo, lentamente, pero con firmeza—. Vas a salir de aquí y le vas a plantar cara al mundo, y vas a dejar de esconderte detrás de esta máscara de autocompasión, detrás de ese nombre prestado. Yo también llevo dentro algo que da mucho miedo, créeme. Y también he hecho cosas terribles, obligado por algo que escapaba a mi control y a mi voluntad. Pero eso no cambia el hecho de que sigo siendo Jack.
Alexander no soportó más la intensidad de la mirada del dragón; el miedo y las dudas rompieron el débil equilibrio entre las dos partes de su espíritu que luchaban por el control de su ser. Con un feroz gruñido, se desasió del contacto de Jack, se revolvió y, cuando se giró de nuevo hacia él, estaba a medio transformar. Jack cayó hacia atrás, sorprendido, y por un momento se quedó allí, sentado sobre la nieve. Sin embargo, cuando la bestia se abalanzó sobre él, reaccionó y retrocedió un poco, con un brillo de decisión iluminando sus ojos verdes. Se puso en pie y un instante después estaba transformado en un dragón dorado. Se pegó al suelo y estiró su largo cuello hacia la bestia para responder a su gruñido con un poderoso rugido que hizo retumbar toda la cueva. La criatura se detuvo, un poco perpleja, pero trató de avanzar de nuevo. Jack, perdida ya la paciencia, dejó caer su larga cola sobre él, como si fuera un látigo, y lo arrojó al suelo de un solo golpe. Después lo retuvo ahí, mientras sus ojos relucían en la penumbra, y sus orificios nasales dejaban escapar un resoplido teñido de humo.
—Esta no es manera de recibir a los amigos, Alsan —lo riñó.
Lentamente, Alexander volvió a recuperar su aspecto humano. Cuando miró al dragón, confuso y desorientado, había lágrimas en sus ojos, Jack sonrió y volvió a transformarse ante él.
—¿Lo ves? —le dijo en voz baja—. Soy yo, Jack. El chico al que rescataste en Dinamarca. El mismo dragón al que salvaste de la conjunción astral. Sigo vivo.
—¿Pero… cómo es posible? —balbuceó Alexander—. Decían… que Kirtash te había matado.
—Qué más quisiera él —sonrió Jack—. No es tan fácil acabar con un dragón.
Ambos cruzaron una larga mirada.
—Me alegro de haberte encontrado por fin —dijo Jack.
—Y yo me alegro de que sigas vivo —repuso Alexander con voz ronca—. No te imaginas cuánto.
Los dos se fundieron en un fuerte abrazo.
Kimara divisó a lo lejos los nidos de Haai-Sil cuando su dragón ya empezaba a fallar.
Después de todo un día de vuelo, la magia de los dragones ya estaba perdiendo fuerza, por lo que debían parar a renovarla. Sacudió la cabeza, preocupada. El día anterior ya se habían detenido y el tornado por poco los había alcanzado. Avanzaba muy lentamente, pero sin pausa, y por eso los pilotos, que sí necesitaban descansar, habían estado a punto sufrir las consecuencias.
Y esas consecuencias eran terribles. Kimara había tratado de olvidarlo, pero los recuerdos de lo que había sucedido en Rhyrr la torturaban sin piedad. De los veinte dragones que habían partido de Thalis, ahora sólo quedaban nueve. Y, delante de todos ellos, volaba Ogadrak, con aquella despreocupación que era característica de su piloto, y que tanto exasperaba a Kimara. La joven se preguntaba cómo iban a ayudar a los rebeldes de Awinor ahora, qué diría Tanawe cuando se enterara y, sobre todo, que dirían las familias y los amigos de aquellos que habían caído. Kimara apenas había tenido ocasión de conocerlos, pero Rando sí; y por eso le resultaba tan irritante que actuara como si nada hubiese pasado. La noche anterior, cuando Vankian y ella había renovado la magia de los dragones, Kimara había descubierto que el mago tenía los ojos húmedos. Rando, en cambio, parecía tan tranquilo como siempre, y al preguntarle Kimara al respecto, se había encogido de hombros y había contestado:
—Sí, es una pena.
Kimara estalló.
—¿Cómo que una pena? ¡Esas personas han muerto, y a ti no parece importarte!
Rando había vuelto hacia ella su mirada bicolor:
—Esas personas eran pilotos de los Nuevos Dragones. Acudían a Awinor a luchar y sabían que podían morir. De lo contrario, no serían pilotos de dragones y tampoco estarían en nuestro grupo. Cuando uno está dispuesto a morir por algo, es que la vida no le importa gran cosa, así que, ¿para qué llorarle? En mi caso, si algún día caigo, preferiría que nadie derramara una lágrima por mí. Preferiría que la gente riera y dijese: «Ahí se va Rando, y el muy canalla ha vivido la vida al máximo y al límite. Brindemos por Rando, que se carcajeó de su propia muerte y estuvo de buen humor hasta el final».
Kimara se quedó perpleja ante la franqueza del piloto, pero murmujeó:
—Ya, bueno, pero resulta que no todos piensan igual que tú.
No habían hablado más de ello, pero Kimara seguía estando molesta.
Volvió a la realidad al ver que Ogadrak iniciaba una maniobra de descenso, y que el resto de dragones lo seguían. Dudó un momento, pero entonces recordó que probablemente el alcalde de Rhyrr no había tenido tiempo de avisar en Haai-Sil de lo que se avecinaba. Tal vez ya fuera tarde pero, en cualquier caso, debían hacer algo.
Fue difícil encontrar un lugar donde aterrizar, puesto que el terreno de Haai-Sil, erizado de altas formaciones rocosas con forma de aguja, no dejaba muchos espacios libres. Al final, la flota halló una pequeña explanada a las afueras de la ciudad. Cuando Kimara bajó de un salto de su dragona, los otros pilotos se habían reunido ya en torno a un grupo de celestes que habían acudido a recibirlos. Kimara reconoció entre ellos a Zaisei. Se preguntó qué haría ella en Haai-Sil, y entonces recordó que la Madre Venerable había estado en Rhyrr hasta apenas unos días antes.
Zaisei también la había visto.
—¡Kimara! —exclamó—. ¿Qué es lo que pasa más al norte? ¿Qué es ese tornado que se acerca?
La semiyan sacudió la cabeza.
—No lo sé, pero ha arrasado Rhyrr y ha destruido más de la mitad de nuestra flota. Nos hemos detenido porque hemos de renovar la magia de los dragones y para avisaros, pero en unas horas continuaremos nuestro viaje hacia Awinor, y os aconsejamos que hagáis lo mismo y que evacuéis la población cuanto antes.
Zaisei palideció.
—¡Pero no podemos irnos! Los pájaros…
—Lleváoslos con vosotros —zanjó Kimara—. Usadlos de montura para escapar de aquí. Si os dais prisa, tal vez el huracán no os alcance.
—Pero ¿y los nidos, los huevos, los polluelos…? —preguntó Zaisei, angustiada.
Kimara negó con la cabeza. Los celestes del grupo callaron, pálidos, con los ojos muy abiertos y con una clara expresión temerosa en sus rostros, habitualmente apacibles. Sin duda ya habían captado los sentimientos de terror e impotencia que anidaban en los corazones de los pilotos.
Era ya noche cerrada cuando Jack y Shail regresaron al Oráculo. Los seguía Alexander, aún aturdido, temblando bajo la capa de pieles que le habían proporcionado. Al verlo a la luz de la tarde habían descubierto que su larga estancia en el reino helado de Nanhai le había hecho perder dos dedos de la mano izquierda. A él, sin embargo, no parecía haberle afectado este hecho; por lo visto, al verlos congelados se había limitado a cortárselos con su propia espada.
En opinión de Shail, si los gigantes no lo hubiesen encontrado tiempo atrás, Alexander no habría sobrevivido. Ahora iba detrás de sus amigos, avanzando torpemente sobre la nieve, sin tener todavía muy claro lo que estaba pasando.
En las ruinas del Oráculo reinaban la calma y el silencio. Todos se habían ido ya a dormir, salvo Ymur, que se había acomodado junto a la hoguera y leía atentamente un libro. Junto a él había un ajado canastillo lleno de viejos volúmenes y antiguos legajos que, sin duda, tenía intención de estudiar a continuación.
Shail se dejó caer junto a la hoguera y puso las manos cerca del fuego para calentárselas. Jack ayudó a Alexander a sentarse.
—Oh, sois vosotros —dijo Ymur, distraído—. ¿Tan pronto habéis vuelto?
—¿Pronto? —repitió Shail, casi riéndose—. Ymur, es tardísimo. Pronto amanecerá.
El gigante se mostró desconcertado.
—¿De verdad? Se me ha pasado el tiempo volando. —Echó un vistazo a Alexander—. ¿No es éste el hombre-bestia? —preguntó con curiosidad—. Visto de cerca, parece solamente un hombre. Un hombre sumamente sucio y greñudo, pero un hombre, al fin y al cabo.
—Es el príncipe Alsan de Vanissar —respondió Jack, muy serio—. Está pasando por un mal momento, pero se recuperará pronto.
Ymur le devolvió una mirada pensativa.
—Algo terrible debe de haberle pasado para comportarse de esa manera, muchacho-dragón; y, si es así, no se trata de algo de lo que uno pueda recuperarse pronto.
—Pero él lo hará —insistió Jack, obstinado—. Lo conozco bien, es fuerte. Se recuperará.
Ymur se encogió de hombros.
—Si tú lo dices… pero hasta los hombres más fuertes son vulnerables a las heridas del espíritu.
Jack no respondió.
—¿No queda nada de cena? —terció Shail entonces, para aliviar la tensión—. Me muero de hambre.
—Ha sobrado algo de carne, pero, si es tan tarde como decís, seguro que estará fría.
Hubo un silencio mientras Shail se hacía con el cesto de la comida y la repartían entre los tres. Ymur estaba en lo cierto: se había quedado fría. No tardaron, sin embargo, en pincharla en los palos para volver a pasarla sobre el fuego de la hoguera.
Mientras comía, Jack miró de reojo los libros del canastillo. Casi todos eran de tamaño humano.
—¿Algo interesante? —preguntó.
—Pues mira, ahora que lo dices, sí.
—¿Los Registros del abad?
—No, pero sí otra cosa que puede resultar igual de reveladora.
Rebuscó entre los libros del montón para sacar un viejo cuaderno. Lo sostuvo entre el dedo pulgar y el índice, con cuidado, para no romperlo.
—Esto es el diario de la Sala de los Oyentes. Estaba entre los libros que rescaté en los primeros días después de la destrucción del Oráculo.
Jack se irguió.
—¿Diario? ¿Quieres decir que ahí están recogidas las profecías?
—No, de ninguna manera. Es cierto que cada Oráculo tiene un Libro de la Voz de los Dioses, que contiene todas las profecías escuchadas en la Sala de los Oyentes, pero el nuestro se perdió hace mucho tiempo y no he podido dar con él. Esto es algo más banal. Es un diario de mantenimiento de la Sala de los Oyentes, que suelen llevar a cabo los novicios que se encargan de atender a la estancia y a los Oyentes que trabajan en ella. Por lo general no se anota nada interesante en estos diarios, sólo las fechas en que se limpia la sala, las horas de los turnos de los Oyentes, los momentos en que estos parecen escuchar algo significativo… en fin, todo tipo de incidencias. En su día no me llamó la atención, pero esta noche me acordé de él y pensé que, si pasó algo importante la noche en que ese mago se coló en la sala, debía de estar escrito aquí.
—¿Y lo está? —inquirió Shail, con el corazón en un puño.
Ymur asintió.
—Lo está. Como yo sospechaba, el novicio no tenía la más remota idea del nombre del hechicero, así que lo llama «el mago visitante». Léelo tú, por favor; tienes los dedos más pequeños y podrás pasar las páginas con más facilidad.
Shail buscó con cuidado la fecha que le indicó el gigante y leyó:
—«Esta noche un mago visitante ha entrado en la Sala de los Oyentes durante el turno de la hermana Manua. Ha estado un largo rato, por lo que suponemos que Manua se ha dormido y no ha podido atender a sus obligaciones. Cuando ha acudido a la sala ha encontrado al mago muy asustado, balbuceando blasfemias sobre el Séptimo dios (que los Seis perdonen su impía arrogancia). De verdad parecía muy asustado, pero aun así los hermanos y hermanas han tenido que sacarlo a rastras de la sala, porque no quería salir. Le ha dado un ataque o algo parecido. Ahora mismo está en la enfermería con una fiebre muy alta. Las hermanas sacerdotisas de la diosa Wina están cuidando de él».
—Lo que ya os conté —señaló Ymur.
—¿Qué es eso de los turnos? —preguntó Shail, interesado.
—Los turnos de los Oyentes. Suele haber dos en cada Oráculo, más los Oyentes en formación, novicios que se preparan para ser Oyentes y que a menudo acompañan a los dos que tenemos, o los sustituyen si se encuentran indispuestos. Cada Oyente tenía dos turnos de un cuarto de jornada. Así, desde el amanecer hasta el mediodía estaba Deimar; desde el mediodía hasta el atardecer, Manua. Del atardecer a la medianoche, Deimar de nuevo; y de la medianoche al amanecer, Manua otra vez. Se hacía así para que en todo momento hubiese alguien en la Sala de los Oyentes, por si los dioses nos enviaban algún mensaje. No me sorprende que el mago prefiriese el turno de Manua para entrar en la sala. A esas horas, los novicios que cuidaban de la Sala de los Oyentes debían de estar durmiendo, junto con el resto de sacerdotes y sacerdotisas.
—Pero todo esto no nos aporta nada nuevo —murmuró Jack.
—No —concedió el gigante—. No obstante, tuve una corazonada y seguí leyendo. Y me encontré con que ese mago volvió a entrar en la Sala de los Oyentes días más tarde. Lee la entrada, Shail. Siete días después.
Shail leyó:
—«El mago visitante ha vuelto a entrar en la Sala de los Oyentes, de nuevo durante el turno de la hermana Manua. No sabemos muy bien qué ocurrió, puesto que era en la hora de descanso de los novicios de la sala, pero acudimos allí en cuanto oímos el grito. Al entrar en la sala vimos al hechicero con un puñal ensangrentado entre las manos y la túnica rasgada y llena de sangre. La hermana Manua estaba con él, por lo que pensamos que había intentado herirla, pero luego vimos que ella solo estaba muy asustada, y que el herido era él. Sin embargo, la hermana Manua juró que ella no lo había atacado, sino que él había tratado de herirse a sí mismo. Volvimos a sacarlo de la sala, y esta vez se dejó conducir fácilmente. Salió, además, por su propio pie, por lo que la herida no debe de ser muy grave. Hemos oído decir que los hermanos sacerdotes lo llevaron a la enfermería otra vez, pero que, en un descuido de las sacerdotisas, desapareció. Todavía lo están buscando».
Ymur asintió.
—No se volvió a ver al mago por el Oráculo nunca más.
Jack apretó los dientes.
—Ahora estoy seguro de que era Ashran —murmuró.
Ymur rió sin alegría.
—De modo que el humano que quería saber cosas sobre el Séptimo dios, aquel que entró en la Sala de los Oyentes… era el que luego sería Ashran el Nigromante, el que entregó Idhún a los sheks…
—Era mucho más que Ashran —dijo Jack—. Creo que lo que pasó fue lo siguiente: el Séptimo dios habló a Ashran en la Sala de los Oyentes. Le dijo lo que debía hacer, y por eso él salió tan asustado. Pero tomó su decisión… quizá porque sabía que valía la pena. Unos días después regresó a la Sala de los Oyentes y acabó con su propia vida con aquel puñal. No sé si se cortó las venas o si hundió el puñal en su propio pecho, pero lo hizo.
—¿Y cómo se lo permitió la sacerdotisa que estaba presente? —inquirió Shail, perplejo.
—Puede que ella entrara más tarde. Incluso puede que la primera vez no se quedara dormida por casualidad. Si yo fuese un mago y quisiera entrar en algún sitio, no me esperaría a que, por un casual, la persona que debía estar dentro se quedase dormida y faltase a su puesto. Le aplicaría yo mismo un hechizo de sueño.
—Cierto, no se me había ocurrido —asintió Shail—. Entonces la durmió la primera vez y así se encontró la sala vacía. Y la segunda vez debió de hacer algo parecido. Puede que ella despertara cuando Ashran todavía se encontraba en la sala, y al regresar corriendo…
—… Lo vio, y fue entonces cuando gritó, lo cual alertó a los novicios.
—Espera —cortó Ymur—. ¿Has dicho antes que «acabó con su propia vida»? Querrás decir que «lo intentó», ¿no?
—No, quiero decir que lo hizo. Debía morir para que el Séptimo dios entrase en su interior, y por eso se autoinmoló. Cuando la esencia del Séptimo poseyó su cuerpo, por así decirlo, él volvió a la vida. Creo, de todas formas, que seguía siendo Ashran, de alguna manera; igual que, por lo que sé, la esencia del Séptimo está ahora en el interior de la maga Gerde, y ella sigue siendo Gerde.
Ymur movió la cabeza, frunciendo el ceño.
—Dicen de ti que te has criado en otro mundo, muchacho-dragón. Tal vez por eso no comprendas que es blasfemia insinuar que el Séptimo dios, los Seis nos protejan de su maldad y su veneno, pueda hablarnos a través de nuestros propios Oráculos.
—Oh, pero lo hace —rió Jack, con cierta ironía—. ¿Cómo te explicas, pues, que la Segunda Profecía, escuchada en el Oráculo de Gantadd, de la que Ha-Din y Gaedalu guardan constancia, incluyese a un shek en la guerra contra Ashran? ¿Acaso los Seis considerarían siquiera la idea de que pudiese ser aliado nuestro?
—Desde luego que no —replicó Ymur, perplejo—. ¿De qué shek me estás hablando?
—De alguien a quien conoces —repuso Shail, con una serena sonrisa—. De Kirtash, el joven que estaba conmigo cuando nos conocimos. Supongo que muchos en Nanhai no han oído hablar de él, porque esta tierra siempre ha permanecido ajena a lo que sucedía en el resto del continente, pero Kirtash, el hijo de Ashran, es tan shek como Jack dragón.
—¿Y es aliado vuestro? ¿Cómo es posible, pues, que el Séptimo pronunciase una profecía en la que un shek ayudaría a derrotar a Ashran… es decir, a él mismo?
—Porque no podía luchar contra la Primera Profecía —respondió Jack—, de modo que trató de desbaratarla desde dentro. La idea era que tener a Kirtash como aliado nos debilitaría, rompería nuestra unión… y era una buena idea. En realidad, una vez que Victoria y yo descubriésemos quiénes éramos y aprendiésemos a usar nuestro poder, Kirtash no podría ya derrotarnos… por eso y por otros motivos, en un momento dado Kirtash dejaría de ser útil a Ashran en su lucha contra nosotros. Pero su presencia en nuestro propio bando crearía confusión, dudas, malestar… y muchos problemas; y, de hecho, así fue. En un determinado momento de la guerra, Kirtash sería más peligroso para nosotros como aliado que como enemigo. Esto fue lo que vio Ashran, y lo que nosotros no supimos entender, creyendo que con él a nuestro lado tendríamos más posibilidades de ganar. Y en realidad fue su presencia en nuestro grupo lo que provocó que la Resistencia se disgregara, y lo que estuvo a punto de separarnos a Victoria y a mí para siempre.
—Pero al final vencisteis a Ashran —dijo Shail, recordando cómo los había hallado a los tres cerca de la Torre de Drackwen—. Los tres juntos.
—Sí, lo hicimos. Gracias a una serie de casualidades, la verdad, pero también gracias a que superamos todos los problemas que nos causó esa alianza, y ello solo consiguió que nos hiciéramos más fuertes, que estuviésemos los tres más unidos.
Ymur hundió el rostro entre las manos, confuso.
—Llevo siglos estudiando antiguas escrituras acerca de los dioses —dijo—, pero jamás había oído nada tan descabellado.
—Poco importa ya —dijo Jack, con una cansada sonrisa—. La cuestión es que al final vencimos, pero no sé si ha servido para algo. Por esto estoy aquí, para averiguarlo. Ojalá —suspiró—, el Oyente que vio a Ashran en la sala hubiese sido Deimar. Por lo que sabemos de él, ha estado en el Oráculo de Awa, así que imagino que durante todo este tiempo ha seguido junto a Ha-Din. Si él hubiese tenido ocasión de contarle lo que sabía del «mago visitante» que vino aquí, seguramente habríamos atado cabos mucho antes.
—Lo cual me lleva a preguntarme por qué Manua no dijo nada —señaló Shail—. ¿Acaso murió en el ataque contra el Oráculo?
Ymur sacudió la cabeza, tratando de volver a centrarse.
—Hay más cosas interesantes en el diario. Cerca de un año después de la partida del mago se pronunció la Primera Profecía. Los novicios anotaron el día en que los Oyentes, primero Deimar y luego Manua, anunciaron que los dioses emplazaban a los Venerables para darles un mensaje. En el siguiente plenilunio de Erea, la fecha fijada para que los dioses hablasen, llegaron a Nanhai el Venerable Ha-Din y la Venerable Gaedalu. Cada uno de ellos traía consigo a uno de sus Oyentes. El abad Yskar eligió a Manua, por lo que sabemos que ella seguía aún en el Oráculo.
—Y escuchó la profecía, entonces —dijo Jack—. ¿Hay alguna razón en especial por la cual el abad eligiese a Manua, en lugar de a Deimar? ¿Tiene que ver con los turnos?
—No lo creo. Supongo que sería más bien una cuestión de representación: de Gantadd vinieron dos sacerdotisas de las Tres Lunas, del Oráculo de Raden, dos sacerdotes de los Tres Soles. El propio abad Yskar era también un sacerdote de los Tres Soles, por lo que la sexta persona debía ser una sacerdotisa de las Tres Lunas.
—¿Y después? —quiso saber Shail—. ¿Qué hizo después?
—Creo que se marchó —respondió Ymur—, porque unos días después, una de las Oyentes en formación tuvo que sustituirla. El diario no explica por qué. Simplemente se anota que la hermana Ygrin se encargaría de sus turnos. Y así fue hasta que los sheks nos atacaron y destruyeron el Oráculo. Ygrin murió aquel día, como todos los demás, salvo Deimar y yo.
—O sea, que puede que Manua siga viva —resumió Jack, pensativo—. En tal caso, quizá sepa más cosas. Puede que llegara a tiempo de ver algo importante; puede que supiera, incluso, algo más acerca del pacto de Ashran y el Séptimo.
—Si así fuera, se lo habría dicho a alguien —objetó Shail.
—¿Y quién la habría creído?
Shail guardó silencio, comprendiendo que tenía razón.
En aquel momento comenzó a nevar suavemente. Jack echó un vistazo al cielo.
—Creo que ya es hora de que nos recojamos —dijo.
—Sí —coincidió Shail, mirando a Alexander, que dormitaba junto al fuego, envuelto en pieles—. Habrá que llevarlo dentro —comentó.
Ymur guardó los libros en la cesta.
—Cargaré con él, si queréis. Pero alguien tiene que llevar los libros.
—Yo lo haré —dijo Jack, y se dispuso a levantar el canastillo. Lo observó de cerca, con curiosidad—. ¿De dónde has sacado esto? —preguntó.
—Lo encontré entre las ruinas. Lo uso para transportar los libros porque algunos son tan pequeños que se me escurren entre los dedos.
—Parece una cuna.
—Es que es una cuna. Había un bebé en el Oráculo. Lo sé porque hubo un tiempo en que lo oía llorar algunas noches. Me figuro que la cuna era suya, aunque, por suerte, el bebé no estaba en ella cuando la encontré. Puede que se lo llevaran lejos de aquí antes de que nos atacaran.
Jack alzó la cabeza y lo miró, pálido.
Otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio. Y de qué forma.
Las tres lunas brillaban intensamente en el cielo cuando los pájaros de Haai-Sil alzaron el vuelo. Sobre ellos cabalgaba la totalidad de la población celeste de la ciudad. A la cabeza, junto con los mandatarios del lugar, volaban Gaedalu y sus sacerdotisas. En la retaguardia, los nueve dragones artificiales protegían a los celestes y los resguardaban del viento.
El pájaro de Zaisei, sin embargo, no volaba junto con los de las demás sacerdotisas. Se había retrasado un poco para escoltar a su padre, que iba montado en el pájaro de otro celeste, y lloraba en silencio, destrozado. Habían tenido que obligarlo a abandonar a una parte de sus pájaros, los que aún no sabían volar, y las hembras que no habían querido abandonar sus huevos. El huracán arrasaría los nidos y se los llevaría a todos.
Poco antes de partir habían intentado obligarlo a que los acompañara, pero él se había resistido con todas sus fuerzas. Nadie había estado dispuesto a usar la violencia para forzarlo a que abandonara la ciudad, porque lo comprendían demasiado bien, y porque los celestes eran incapaces de hacerle daño a nadie. Entonces había llegado Rando, el piloto de los Nuevos Dragones, y lo había dejado sin sentido de un golpe, sin el menor escrúpulo. Todos los celestes se habían quedado pálidos y mudos de horror, pero Zaisei le había dado las gracias.
Cuando Do-Yin había recobrado la conciencia, ya volaba a lomos de un haai, sostenido por un joven celeste. No había tenido ya fuerzas para resistirse y, sin embargo, seguía queriendo volver. El celeste que sujetaba a Do-Yin tenía los ojos húmedos: sufría también, no solo por tener que dejar atrás su hogar, sino sobre todo porque sentía en su propio corazón el intenso dolor del criador, para quien abandonar los huevos y los polluelos suponía casi como abandonar a sus propios hijos. Zaisei habría estado dispuesta a cargar ella misma con el dolor de su padre, pero no era lo bastante fuerte como para retenerlo si él trataba de resistirse de nuevo.
El viento soplaba cada vez con más intensidad y tiraba de ellos hacia atrás. Los haai aleteaban con todas sus fuerzas, pero apenas conseguían avanzar. Por fortuna, el huracán que los perseguía iba también muy lento. Con un poco de suerte, llegarían a las montañas antes de que los alcanzase.
En la retaguardia, Kimara se mordía los labios, nerviosa. Los dragones podían volar más deprisa, pero iban más lentos para cubrir las espaldas a los pájaros de los celestes. Había sido idea de Rando, en realidad, lo cual había dejado sorprendida a la semiyan. No obstante, si se paraba a pensarlo, no era tan extraño. Las gentes de Haai-Sil no tenían la culpa de lo que estaba pasando, no se habían arriesgado, valoraban sus vidas. Al propio Rando no lo asustaba arriesgarse para proteger a aquellas personas… ni, dicho sea de paso, arriesgar las vidas de los demás pilotos, pensó Kimara, molesta. No pudo evitar recordar, sin embargo, que Rando tenía razón en una cosa: los pilotos de dragones eran guerreros, y se habían alistado en el grupo porque estaban dispuestos a correr riesgos, porque no les importaban las consecuencias. Era lógico, pues, que fuesen ellos los encargados de proteger a los que sí tenían algo que perder.
Apartó aquellos pensamientos de su mente cuando una veloz sombra oscura cruzó ante ella. Parpadeó y se fijó mejor. La sombra volvió a pasar: era uno de los dragones. Ogadrak, para ser más exactos.
—¿Qué tripa se le ha roto ahora? —se preguntó la joven, exasperada.
El dragón de Rando daba vueltas en torno a ella para llamar su atención. Kimara lo miró, preguntándose qué intentaría decirle, cuando de pronto lo perdió de vista. Atisbo por la escotilla delantera y por las laterales, pero no lo vio. Supuso entonces que lo tendría en la cola.
Otro de los dragones se colocó ante ella y lanzó una llamarada de advertencia. Intrigada, Kimara se preguntó qué estaría pasando… y entendió de pronto, horrorizada, que Rando había dado media vuelta y se dirigía hacia el huracán.
—¡Ah, por todos los dioses, ya estoy harta! —estalló—. ¡Que se lo trague el tornado de una vez!
No obstante, tras un breve momento de vacilación, hizo virar a Ayakestra… no para seguir a Rando, sino sólo para ver qué diablos pretendía.
Cuando la dragona se colocó por fin mirando hacia el norte, Kimara descubrió que Rando no había ido tan lejos como creía. Su dragón se había detenido muy cerca de allí y, suspendido en el aire, miraba, como tres o cuatro más, lo que sucedía en el horizonte.
Kimara se quedó sin aliento.
El imponente tornado que había asolado Kazlunn, Nangal y parte de Celestia se había detenido ahora y giraba tan lentamente que hasta parecía hacerlo a propósito. Se había vuelto de un extraño color cárdeno, y su cono se había estrechado tanto que apenas existía ya en el lugar donde debía tocar tierra. Las nubes que cubrían el cielo sobre él seguían siendo densas y pesadas, pero también habían cambiado de color, haciéndose más claras.
El tornado siguió bailando un momento sobre Celestia, con un ritmo pausado, casi mortuorio… y entonces su cono se rizó sobre sí mismo por última vez y se desvaneció.
Todos los pilotos contuvieron el aliento.
Momentos después, respiraron, aliviados. Aquel terrorífico huracán se había calmado por fin.
Haai-Sil estaba a salvo.
Kimara contempló a los dragones haciendo piruetas de alegría, y sonrió. Pero en su interior no dejaba de preguntarse, intranquila: «¿A dónde ha ido?».
Dudaba de que algo así pudiera desaparecer, sin más.
Levantó la cabeza para mirar a través del cristal de la escotilla superior… y lo vio.
Sobre ellos se había formado una amplia y densa capa de nubes de un fantástico color purpúreo. Y aquella masa nubosa giraba lentamente sobre sí misma, como un inmenso remolino. Estaba lo bastante alto como para no dañar las cosas a ras de suelo, pero, aun así, resultaba sobrecogedor.
«Se va a quedar ahí, de momento», comprendió Kimara.
Hizo dar media vuelta a su dragona y prosiguió su camino hacia el sur, alejándose de aquella cosa, cuanto más, mejor. Uno a uno, los dragones de su grupo la fueron siguiendo.
Mucho tiempo después, cuando ya divisaban a lo lejos las suaves dunas del desierto de Kash-Tar, empezaron a relajarse un poco. Pero quedaba todavía un rastro de terror en sus corazones, y lo que habían vivido aquellos días poblaría sus peores pesadillas el resto de sus vidas.
Las montañas exteriores del Anillo de Hielo estaban horadadas por cientos de enormes cavernas, entrelazadas entre sí por túneles oscuros y laberínticos. Resultaban un buen lugar donde ocultarse, como habían descubierto los Nuevos Dragones tiempo atrás. Pero estos no habían pasado de los niveles superficiales del entramado de galerías. Más abajo, en las mismas raíces de la montaña, las cavernas eran aún más grandes, oscuras y agradablemente frescas.
Allí se habían ocultado la mayor parte de los sheks que habían sobrevivido a la batalla de Awa. Estaban acostumbrados a vivir en túneles; durante generaciones, su especie había habitado en el lóbrego Umadhun. Y, sin embargo, aquel destierro les sabía espantosamente amargo, pues les recordaba a una derrota anterior, muchos milenios atrás. Entonces habían sido vencidos por los dragones, y, curiosamente, muchos evocaban aquellos tiempos con nostalgia. Porque, por mucho que odiaran a los dragones, los respetaban, y podían entender que sus enemigos ancestrales los derrotaran en una batalla. Pero ser batidos por los sangrecaliente… aquello era una humillación que las serpientes aladas no olvidarían jamás.
Y el que más lo recordaba era Eissesh, que había sido uno de los grandes líderes de los sheks. Si por él hubiera sido, habría salido inmediatamente de su escondite y habría plantado cara a los sangrecaliente y sus aberrantes dragones de madera, hasta matarlos a todos y ocultar todo Nandelt bajo una capa de hielo. Pero la lógica le decía que no era prudente.
Entretanto, su gente, sheks, szish y aliados, aguardaban en las cavernas y lamían sus heridas.
Las de Eissesh eran especialmente graves. La ola de fuego que había cubierto el cielo lo había alcanzado de pleno, y sólo se había salvado porque en aquel momento estaba cerca del río. Se había precipitado al agua, cayendo desde las alturas como una tea encendida, y había logrado salvarse.
Con todo, su estado era lamentable. Aún no entendía cómo había sido capaz de arrastrarse hasta las montañas y encontrar un túnel por el que deslizarse hacia las entrañas de la tierra. Había hallado una caverna profunda y, tras enviar una señal telepática a su gente, se había hecho un ovillo y había entrado en un sueño curativo.
Poco a poco, otros sheks y lo que quedaba de algunos clanes de hombres-serpiente habían acudido a su llamada. No lo habían molestado, sin embargo. Se habían limitado a instalarse en los túneles y cuevas cercanos, y a reorganizarse sin él. Tan solo lo interrumpían cuando se trataba de un asunto muy urgente o importante.
Y, entre tanto, Eissesh seguía descansando. No poseía magia propiamente dicha, pero estaba dedicando todo su poder mental a ir reconstruyendo sus tejidos poco a poco. Con todo, nunca volvería a ser el mismo. Y era muy posible que no sobreviviera al proceso.
Aquel día su concentración se vio interrumpida por un tímido aviso telepático. Eissesh abrió un canal superficial para ver de qué se trataba, pero no reprendió al shek que lo había llamado. Sabía que nadie lo molestaría sin una buena razón.
«Han llegado dos hechiceros sangrecaliente», le informaron.
Eissesh aguardó, sin una palabra. Los hechiceros eran muy valiosos en un mundo que se estaba quedando sin magia, pero aquello no justificaba la interrupción, por lo que dedujo que había algo más.
«Uno de ellos es la feérica que estaba con Ashran. La que está reuniendo un pequeño ejército de szish en Alis Lithban».
No añadió nada más, pero Eissesh entendió. En aquellos largos meses, solo habían interrumpido su trance en dos ocasiones más. El primero había sido Sussh, gobernador de Kash-Tar, para informarle de las bajas que había detectado en la red de los sheks, y de que nadie podía asegurar con certeza si Ziessel y los suyos seguían con vida. La segunda vez se había tratado de un shek que le había dicho que estaban llegando szish desde Alis Lithban, y que hablaban de un hada que concedía el don de la magia. Aquella información sí era sumamente interesante, por lo que Eissesh lo envió para averiguar qué estaba pasando. Aún no había recibido respuesta, pero sabía que el shek seguía vivo, por lo que estaba claro que los sangrecaliente no lo habían abatido. Pero, por otra parte, también quería decir que no había averiguado nada concreto, o que lo que sabía no era tan importante como para molestarlo otra vez.
Pero una parte de la consciencia de Eissesh había estado reflexionando sobre aquella noticia.
Conocía a Gerde; sabía que Ashran le había confiado tareas importantes en el pasado, y que se había convertido en su mano derecha después de la traición de Kirtash. También tenía entendido que el propio Kirtash la había matado; pero, por lo visto, aquella información era falsa, pues, por los datos que tenía, el hada que estaba reuniendo a los szish en los bosques del oeste solo podía ser ella.
También sabía que el último unicornio se debatía entre la vida y la muerte en la torre de Kazlunn, gravemente herido tras la batalla contra Ashran. Eissesh no imaginaba qué clase de herida podía mantener en aquel estado a un unicornio durante tanto tiempo, aunque aquella muchacha no era del todo un unicornio. Pero cuando le hablaron del hada que concedía el don de la magia, ató cabos inmediatamente.
Había enviado al shek a investigar, y después no había vuelto a pensar en ello.
Y ahora, Gerde estaba allí.
Si no hubiera sido por aquel asunto de la magia, Eissesh no se habría molestado en recibirla. Pero la idea de que aquella feérica pudiese poseer el cuerno del último unicornio lo intrigaba. Y más todavía el hecho de que el shek que había mandado a hablar con ella no hubiese regresado todavía.
«Hazla pasar», dijo.
Momentos después, dos figuras entraron en la caverna. Resultaban ridículamente pequeñas ante la gran serpiente alada, que yacía en un rincón, hecha un ovillo, cubierta de escarcha. Su piel escamosa seguía ennegrecida, y su ala izquierda no era más que un montón de jirones. Además, había perdido un ojo.
A pesar de eso, el humano no pudo evitar sentirse intimidado. Gerde, en cambio, solo dirigió al shek una larga mirada pensativa.
—Lamento verte en este estado, gran Eissesh —dijo.
La serpiente movió un poco la cabeza y abrió lentamente el ojo que le quedaba. Una fina lluvia de cristales de hielo se desprendió de su piel.
«Nadie lo lamenta más que yo», coincidió. Los dos magos tuvieron que concentrarse para captar sus pensamientos, que sonaban débiles y lejanos en un rincón de sus mentes. «Gerde, ¿no es así?».
—Veo que recuerdas mi nombre.
«No suelo olvidar nombres, ni siquiera los nombres de los sangrecaliente. ¿Quién es el tipo que te acompaña?».
—Se llama Yaren, y es uno de los dos magos consagrados por Lunnaris hasta la fecha. Es un individuo curioso. Lunnaris le entregó una magia… podríamos decir, corrupta. No la recuerda con cariño.
«No me sorprende», dijo Eissesh. «Por lo que tengo entendido, tú estás usando su cuerno con mayor eficacia. ¿Cuántos magos has consagrado ya entre los szish?».
—Diecisiete. Pronto habrá más hechiceros entre nosotros que en toda la Orden Mágica.
«Me asombra que te creyeras con derecho a llevar a cabo semejante tarea sin consultar con los sheks».
La sonrisa de Gerde se esfumó.
—Veo que tu mensajero no te ha puesto al día —comentó.
«No», repuso el shek. «Imagino que no encontró motivos para molestarme. En otros tiempos, feérica, tener un buen grupo de magos en los clanes szish habría sido de gran ayuda. Hoy no nos sirve de gran cosa. Hemos perdido tanto terreno que tardaríamos años en reconquistar Idhún. Y mientras tanto, ellos siguen construyendo dragones».
Sus últimas palabras fueron apenas un susurro, pero tanto Yaren como Gerde captaron el intenso odio que emanaba de ellas. Gerde sonrió para sí. No era ningún secreto que ningún shek detestaba los dragones artificiales tanto como Eissesh.
—Comprendo tus reticencias —dijo Gerde—. Pero lo cierto es que dentro de poco no habrá en Idhún gran cosa que reconquistar.
Eissesh no respondió. Había cerrado el ojo de nuevo.
—Aquí estáis en peligro —prosiguió ella—. Los dioses de los sangrecaliente nunca aceptaron la derrota de sus dragones, y vienen a Idhún para luchar contra nosotros. Uno de ellos anda cerca.
Eissesh abrió el ojo otra vez.
«¿Hablas de dioses, feérica? ¿Qué sabes tú de los dioses?».
Gerde le respondió con una larga carcajada. Entonces avanzó hasta situarse justo frente a él. De haberse encontrado en mejores condiciones, Eissesh la habría devuelto a su lugar con un coletazo, pero en aquel momento, simplemente aguardó.
Ambos, el hada y la serpiente alada, cruzaron una larga mirada.
—¿Qué sé yo de los dioses? —repitió Gerde, con una esquiva sonrisa—. Más de lo que querría, Eissesh.
El shek sostuvo su mirada… y vio en sus ojos algo oscuro y poderoso, tanto que le hizo temblar de puro terror. Trató de dominarse. No estaba tan débil como para sentirse intimidado por una simple maga sangrecaliente.
Gerde se separó de él. Eissesh cerró el ojo, agotado.
—Tengo un plan —dijo ella—. Llevará tiempo, y no disponemos de mucho, pero si sale bien podría salvarnos a todos. Si eres inteligente, Eissesh, y me consta que lo eres, estarás preparado y acudirás con tu gente a mi señal.
Eissesh no respondió. Todavía estaba tratando de encontrar una explicación lógica al miedo que se había adueñado de su frío corazón. Abrió el ojo, sobresaltado, cuando sintió que Gerde dejaba caer la palma de la mano sobre su abrasada piel. Ningún sangrecaliente se había atrevido a tocarlo jamás. Todos se estremecían de terror cuando lo tenían cerca. Y, no obstante, en aquel momento él mismo no tuvo fuerzas para moverse.
Porque un poder empezó a recorrerlo por dentro, una energía fría y oscura, pero a la vez extrañamente vivaz; una energía que regeneró su piel en cuestión de minutos y volvió a hacer crecer su ala destrozada.
Cuando Gerde de separó de él, Eissesh estaba casi completamente curado. Alzó la cabeza y la miró, sin una palabra.
—El ojo no te lo voy a devolver —dijo Gerde, muy seria—. Quiero que recuerdes esta conversación, y quiero que recuerdes que te salvé la vida. Si te sanara por completo, te las arreglarías para olvidar que se lo debes a una sangrecaliente.
Eissesh abrió la boca lentamente.
«¿Quién eres?», quiso saber.
—Soy Gerde —repuso ella simplemente—. Recuerda mis palabras, Eissesh. Estad atentos y permaneced ocultos hasta que llegue el momento. Y no os enfrentéis a ellos. No podéis vencer.
El shek entornó los párpados.
«Entiendo».
—Debo marcharme —dijo Gerde entonces, y un leve timbre de inquietud vibró un instante en su voz—. El se está acercando.
Eissesh no le preguntó a qué se refería. En el mismo momento en que los dos magos abandonaban la caverna, le llegó el aviso de que se estaba produciendo un violento terremoto en las montañas del este.