VII
La mujer de Tokio

Jack está a salvo —susurró Victoria—. Está bien. Alzó la mano, en un gesto inconsciente, para acariciar el rostro de Jack, que el Alma le mostraba. Pero se detuvo a medio camino, y dejó caer el brazo, con un suspiro.

—No deberías volver a hacerlo —opinó Christian.

Victoria supo por qué lo decía.

No había soportado la idea de dejar a Jack solo ante el tifón provocado por Yohavir. Para tranquilizarla, Christian había sugerido que pidiesen al Alma que les mostrara lo que sucedía en Idhún.

Victoria no había tenido tiempo de asimilar que se encontraban otra vez en Limbhad, ni todo lo que ello significaba. Había corrido hacia la biblioteca y había saludado de nuevo al Alma. Sin embargo, la conciencia de Limbhad no parecía haberla echado de menos. Para ella, el tiempo no tenía el mismo significado que para los seres materiales.

Le había mostrado lo que quería ver. Y Victoria había asistido, con el corazón encogido, a la titánica lucha de los habitantes de la Torre de Kazlunn contra el temporal provocado por la presencia de Yohavir. Había visto cómo Jack se enfrentaba al dios cara a cara, y cómo caía al mar turbulento. Lo había visto hundirse, sin esperanza de salvación…

Eso había sido lo peor: creer que estaba muerto, o que pronto lo estaría. Victoria había gritado, angustiada, había suplicado a Christian que le permitiese regresar… sin pararse a razonar ni tener en cuenta que, aunque volviesen a Idhún, no podrían hacer nada por rescatar a Jack.

La intervención de Dablu le había parecido un pequeño milagro.

Ahora seguía allí, sentada ante la gran mesa de la biblioteca de Limbhad, todavía sin poder creérselo, sin atreverse a apartar la mirada del rostro del joven que, en algún lugar de la Torre de Kazlunn, descansaba de las emociones pasadas.

—Seguirá arriesgándose, lo sabes —prosiguió Christian—. Si sigues pendiente de él, vas a sufrir mucho más.

—Lo sé —asintió Victoria, desviando la mirada; lentamente, la imagen se disolvió—. Pero no es por eso por lo que no voy a seguir observando. No quiero espiarle. Sobre todo si él no sabe que lo hago. No me parece correcto.

—Y, sin embargo, te has quedado más tranquila, ahora que sabes que está bien, por el momento. ¿No es así?

Victoria sonrió y se levantó, con cierto esfuerzo.

—Es inevitable. Pero, como bien dijiste, yo ya había tomado mi decisión. —Alzó la cabeza para mirarlo a los ojos—. También temía por ti.

Christian ladeó la cabeza y se quedó mirándola, con una media sonrisa.

—Ya me había dado cuenta.

La joven esperó que él le diera más detalles, que le hablara de ese peligro que ella intuía, y que él parecía tener tan presente. Pero no lo hizo. Aún sonriendo, Christian dio media vuelta y salió de la biblioteca.

Victoria dedicó los momentos siguientes a recorrer las estancias silenciosas de Limbhad, a hacerse a la idea de que estaba de vuelta. Entró en lo que había sido su habitación, y sonrió con nostalgia. Pensó, no obstante, que no la recordaba tan pequeña.

Entró después en la habitación de Jack, y no pudo reprimir las lágrimas. Estaba fría, oscura y vacía, pero era el lugar donde Jack había vivido durante un tiempo, antes de viajar a Idhún. Se sentó sobre la cama, recordando que era allí mismo donde ella y Jack se habían besado por primera vez. Se recostó, tratando, tal vez, de encontrar en la almohada restos de la calidez de Jack, de su olor. Después de todo lo que habían pasado juntos, especialmente los últimos días, las últimas noches, la idea de estar lejos de él le parecía aterradora. Con un suspiro, se levantó por fin y siguió recorriendo la casa.

Pero todo le recordaba a Jack.

La cocina, donde se habían visto por primera vez.

La sala de armas, donde Jack había aprendido a manejar la espada y había pasado innumerables tardes entrenando con Alexander.

La biblioteca, donde habían resuelto tantos misterios.

Salió a la terraza, aspirando el suave aire nocturno de Limbhad. Se alegraba de estar en casa de nuevo, pero aquel lugar no era el mismo: tan solo, tan vacío.

—Ha pasado mucho tiempo desde que nos fuimos —dijo la voz de Christian tras ella, sobresaltándola.

—¿Cuánto tiempo? —susurró Victoria—. Me ha parecido una eternidad.

—No tanto —sonrió el shek—. Yo calculo que entre un año y medio y dos años terrestres, aunque no estoy seguro. De todas formas, no tardaremos en averiguarlo.

—No sé si realmente quiero regresar a mi casa, ahora que mi abuela no está.

Christian se encogió de hombros.

—Quédate aquí, entonces —le sugirió—. No tardarás mucho en hacer esto habitable de nuevo.

—¿Y tú? ¿No te vas a quedar?

Christian negó con la cabeza.

—Tengo algunas cosas que hacer.

Victoria lo miró largamente.

—Entonces es cierto. Suponía que no estabas huyendo sin más. No has abandonado Idhún simplemente para escapar de los dioses.

—Es uno de los motivos, pero no el único. También quería ponerte a salvo a ti. En realidad, esa ha sido mi prioridad en todo momento.

—Pero hay algo más.

—Algo que no tiene que ver contigo, Victoria. Y cuanto menos sepas de ello, mejor.

Victoria no hizo más preguntas.

Christian abandonó Limbhad un rato después. Victoria, en cambio, no tenía valor para volver a casa de su abuela, así que optó por quedarse allí al menos de momento.

La casa seguiría estando fría y a oscuras mientras la magia de Limbhad no se renovara. Pero Victoria permaneció un rato en su habitación, en penumbra, contemplando el Báculo de Ayshel, que seguía en su funda. Aún no se había atrevido a sacarlo.

Era cierto que había logrado transformarse de nuevo en unicornio. Lo que no había contado a nadie, no obstante, era que aquellas transformaciones la agotaban, y que ya no podía efectuarlas con tanta naturalidad. Se preguntó cuánto tardaría su cuerno en crecer del todo. Tal vez Jack estuviera en lo cierto, y ya pudiera utilizar el báculo como antes. O tal vez no.

Por fin, se levantó y salió decidida de la habitación, dejando el báculo donde estaba. Subió a la biblioteca y le pidió al Alma que la llevara a su casa, la casa de su abuela.

Inmediatamente apareció en la mansión de Allegra. Victoria la recorrió entera, habitación por habitación. Allegra había dejado puertas y ventanas concienzudamente cerradas, pero, por lo demás, todo estaba exactamente igual que cuando se marcharon, debajo de la capa de polvo y del silencio que reinaba en los pasillos.

Entonces, algo cálido y suave se restregó contra sus piernas, haciéndole dar un respingo. Al mirar hacia abajo, Victoria vio una gata de color crema que ronroneaba, feliz de volver a verla.

—¡Eres tú! —murmuró la muchacha—. Dama —añadió, al recordar de pronto su nombre.

Se inclinó para acariciarla. El animal estaba lustroso y bien cuidado, y Victoria lo cogió en brazos, todavía confusa.

—Me había olvidado de ti —le confesó—. Te escapaste de casa hace tanto tiempo… ¿Dónde has estado? ¿Y qué haces aquí? ¿Quién te cuida?

Todavía con la gata en brazos, Victoria recorrió el resto de la casa, soñando, por un momento, que todo podía ser como antes, como siempre, que podría llevar una vida normal. Pero cuando entró en su antiguo cuarto, aquella ilusión se desvaneció.

Allí estaban todas sus cosas: sus libros, sus cuadernos, sus discos, su ropa, incluyendo el uniforme del colegio, que seguía sobre la silla. Sus zapatillas de estar por casa, tan cómodas y calientes. Parecía mentira, pero había echado de menos algo tan simple como aquellas zapatillas.

Y todo era suyo, pero, de alguna manera, ya no lo era.

Victoria contempló su cuarto, sintiéndose extraña, preguntándose qué había sido de la niña que había vivido allí, a dónde había ido, y cuánto quedaba de ella en su interior, si es que quedaba algo.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó de pronto, en voz alta.

Tenía la sensación de estar invadiendo la habitación de una desconocida. Se miró en el espejo, y no le sorprendió ver que era ella, pero no era igual.

Se oyó un silbido desde el jardín, y la Dama se revolvió entre sus brazos. Victoria la dejó en el suelo, con el corazón latiéndole con fuerza. La gata corrió elegantemente por el pasillo, y luego escaleras abajo.

Victoria la siguió en silencio, pegándose a la pared. La vio salir al jardín por la gatera de la puerta de atrás, y se acercó a la ventana, procurando que no se la viera desde el exterior.

—¡Hola, hola! —saludó una voz masculina, una voz que Victoria conocía, pero que no terminaba de ubicar—. ¿Dónde estabas, preciosa?

Victoria espió desde detrás de las cortinas, y vio a un hombre en su jardín, haciéndole carantoñas a la gata, que ronroneaba mientras se enredaba en sus piernas. Le costó un poco reconocerlo, aunque casi se había criado con él.

Era Héctor, el jardinero.

Sonrió para sí misma, conmovida. En la casa de su abuela hacía mucho tiempo que ya no vivía nadie, pero el jardín seguía igual de bien cuidado que siempre. La joven supuso que su abuela había dejado instrucciones a Héctor y a Nati, la doncella, para que siguieran manteniendo la casa. «Por si volvíamos», pensó. «Aunque en el fondo, seguramente ella ya sabía que no íbamos a volver nunca más».

¿Cuánto tiempo habría pasado? Por la capa de polvo que cubría los muebles, estaba claro que Nati había dejado de acudir allí hacía tiempo. En cambio, Héctor seguía cuidando el jardín.

Desde su escondite, detrás de las cortinas, Victoria vio cómo el jardinero llenaba un cuenco de comida para Dama. Seguramente, el animal habría regresado a casa tiempo atrás. Estaría en unas condiciones lamentables, después de haber andado perdida tanto tiempo, pero Héctor debía de haberla recogido y cuidado desde entonces.

Pensó en aquella casa, tan vacía; en su habitación, la habitación de la adolescente que ya no era; y comprendió que no podía quedarse allí.

Que ya no pertenecía a aquel lugar.

Cerró los ojos y, en silencio, llamó al Alma para que la llevara de nuevo a Limbhad.

Recogió el báculo, que había quedado abandonado sobre la cama, y lo sacó de la funda, sujetándolo firmemente con la mano derecha.

Hubo una breve sacudida, pero luego se estabilizó. El extremo del báculo relució un instante en la penumbra, con un destello cegador, y después mostró un brillo suave y uniforme, listo para ser utilizado.

Victoria lo dejó a un lado, temblando.

No necesitaba más pruebas. Ella era un unicornio, seguía siéndolo, siempre lo sería. Su vida en la Tierra no había sido más que una fachada, un disfraz, una mentira. No sólo porque su abuela no hubiera resultado ser su abuela de verdad, cosa que ella siempre había sabido, sino porque ni siquiera era humana. Probablemente, la mansión de Allegra era ahora suya. Pero sentía que no podía ni debía regresar.

Y, dado que no podía volver a Idhún, al menos no mientras estuviese débil y fuera más una carga que una verdadera ayuda, solo había un sitio para ella, un refugio en la frontera entre dos mundos.

El báculo le permitió renovar la magia de Limbhad. Pronto volvieron a funcionar todas las luces, el agua corriente, la calidez que emanaba de sus muros. Pero bajo aquella luz artificial, la soledad y el abandono de Limbhad eran todavía más evidentes.

Victoria pasó un buen rato adecentando las habitaciones que sabía que iba a volver a usar, y reorganizando un poco las cosas que se había dejado allí antes de partir hacia Idhún. En la noche eterna de Limbhad, las horas se hacían todavía más largas, y el tiempo parecía detenerse. Cuando terminó, estaba cansada y hambrienta, pero no había nada en la despensa. Sin embargo, se le cerraban los ojos, por lo que se echó sobre la cama y, casi enseguida, se durmió.

Cuando despertó, muchas horas después, seguía siendo de noche, y Christian aún no había vuelto. Victoria suspiró, preocupada, y se llevó el anillo a los labios.

Volvió a la mansión de su abuela por última vez, para recoger algunas cosas. Encontró algunas latas en la cocina, y luego subió a su habitación y saqueó su armario en busca de ropa que aún le sirviera. Llenó una mochila con lo que encontró y con otras cosas que necesitaba. Después, regresó a Limbhad.

Christian reapareció horas más tarde. Victoria no sabía cuánto tiempo había estado fuera, pero no se lo preguntó.

El shek la halló en la biblioteca, leyendo uno de los antiguos volúmenes que se guardaban allí, y entendió enseguida qué estaba buscando.

—¿Algo nuevo? —le preguntó, sentándose junto a ella.

La joven negó con la cabeza.

—Limbhad fue un hogar de magos. No parece que les interesaran los dioses.

—Sin embargo, puede que sí encuentres ahí algo de información sobre el origen y la esencia de los unicornios —observó él. Algo que te sirva a ti.

Ella sonrió.

—Hace tiempo que revisé los libros con esa intención. Cuando buscaba a Lunnaris, ¿te acuerdas?

—Pero ahora es distinto. Ahora entenderías las cosas de otro modo. Porque ahora sabes que Lunnaris eres tú.

Victoria no dijo nada. Christian dejó caer algo sobre la mesa, frente a ella.

—Ahí lo tienes —dijo—. Es de hoy.

Era un ejemplar del New York Times. Victoria titubeó antes de mirar la fecha, pero finalmente lo hizo.

—Tengo casi diecisiete años —dijo, perpleja—. Cuando me fui de aquí, acababa de cumplir los quince.

Christian no respondió. Victoria miró el periódico, pensativa.

—¿Has ido a Nueva York?

El shek asintió.

—Yo también he vuelto a casa —sonrió—. Y, como ha estado vacía desde que me marché, necesitaba un poco de tiempo para volver a hacerla habitable.

Ella alzó la cabeza, interesada.

—No sabía que tuvieses una casa. En Nueva York, o en cualquier otra parte.

—Tengo un pequeño refugio, sí.

—¿Algo parecido a un castillo? —sonrió Victoria, recordando aquella fortaleza en Alemania.

—No, algo mucho más discreto —respondió Christian, devolviéndole la sonrisa—. Un castillo sólo resulta útil si tienes un ejército que debas esconder en alguna parte. Pero hace ya tiempo que prefiero actuar solo.

—¿Y cómo te las arreglaste para tener ahí escondido a un ejército de hombres-serpiente sin que nadie se diera cuenta? —inquirió Victoria con curiosidad.

Christian le dirigió una larga mirada.

—¿De verdad quieres rememorar el pasado? —le preguntó con suavidad.

Victoria entendió por qué lo decía. El regreso a Limbhad, y a casa de su abuela, le estaba trayendo muchos recuerdos de la etapa en que luchaba junto a la Resistencia… y no todo eran recuerdos agradables, en especial los que se referían a Christian.

Aquel castillo en Alemania, en concreto, había sido el escenario de momentos muy dramáticos en la vida de Victoria.

—No —coincidió—. No es agradable recordar el pasado. Es duro saber que los comienzos de nuestra historia juntos han estado teñidos de sangre y de dolor.

Christian se encogió de hombros.

—Tal y como estaban las cosas, no podía haber sido de otra manera.

—Lo sé. Pero te uniste a nuestra causa, aunque nunca fue la tuya —recordó—. Para no tener que seguir luchando contra mí. Para no tener que matarme.

—Entonces me pareció una buena razón —sonrió Christian.

—Has peleado por mí en un bando que no era el tuyo —alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, muy seria—. Creo que yo tengo derecho a hacer lo mismo por ti, ¿no crees?

Christian entornó los ojos, sorprendido.

—No vas a apartarme de esto —prosiguió ella—. No, después de todo lo que has arriesgado por mí. Si tienes una misión que cumplir, yo voy a ayudarte, siempre y cuando sus consecuencias no dañen a mis seres queridos. Y, como me has dicho que no tiene nada que ver conmigo, doy por sentado que no es el caso. No me importa para quién trabajes; no me importa que sigas órdenes de Gerde, o del Séptimo, o que actúes por tu cuenta. Sólo sé que, si no haces lo que has de hacer, van a hacerte daño. Y por eso no voy a permitirte que me mantengas al margen. He abandonado a Jack a su suerte para venir a velar por ti, así que lo menos que puedes hacer es decirme qué está pasando. Porque ya sabes que tengo derecho a decidir por mí misma, y aquella noche, hace casi cuatro años, cogí la mano que tú me tendías.

Christian sonrió y sacudió la cabeza, y Victoria sintió un cálido gozo por dentro. Por una vez, lo había dejado sin palabras.

—De acuerdo —dijo él por fin—. Intentaré explicártelo. Pero antes, observemos la Tierra… tal y como es ahora.

Victoria pidió al Alma que atendiera al deseo de Christian. La esfera apareció de nuevo sobre la mesa, y les mostró imágenes del mundo al que acababan de llegar. Victoria las contempló, sobrecogida. Las cosas no habían cambiado mucho en su ausencia. La Tierra seguía siendo enorme, llena de gente, llena de cosas, de humo, de ruido. Tal y como Christian la había descrito tiempo atrás, en la letra de una de sus canciones.

—Todo se mueve tan rápido —murmuró la muchacha, sobrecogida—. Es algo que nunca me ha gustado de este mundo.

—En cambio, a mí es lo que más me gusta de él —repuso Christian.

—Creo que me he acostumbrado al ritmo vital de Idhún, porque tengo la sensación de que las cosas suceden demasiado deprisa aquí. Ya lo había olvidado.

Christian asintió.

—Como ves, el mundo sigue igual. Tal vez algún país haya cambiado de régimen, puede que haya comenzado o finalizado alguna guerra, quizá haya muerto alguien importante. Pero, en conjunto, todo sigue como siempre. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Debería haber algo nuevo? —adivinó Victoria.

—Hay algo nuevo, distinto. Algo que puede modificar el rumbo de este planeta, darle un completo giro a la existencia de todas las especies que habitan en él. Pero, como todos los cambios importantes, es lento, y la mayoría de la gente no lo notará hasta que ya esté hecho. —Se volvió para mirar a Victoria—. Veo que Jack no te ha contado lo que vio en la noche del Triple Plenilunio.

—No estoy segura de saber a qué te refieres.

—Conoces las normas de la Puerta interdimensional. Hubo una época, dicen, en que nuestros dos mundos estaban mucho más comunicados de lo que lo están ahora. Hubo una época en que cualquiera podría atravesar la Puerta interdimensional. Pero esos días acabaron.

—Lo sé —asintió Victoria—. Nosotros, unicornios, sheks y dragones, no podemos atravesar la Puerta. Sólo nuestros espíritus pueden hacerlo. Por eso, cuando a Yandrak y a Lunnaris los enviaron a través de ella, sus cuerpos se desintegraron, y sus espíritus buscaron cuerpos humanos para reencarnarse. Por eso te crearon a ti, un shek con parte humana, para que pudieses seguirnos hasta la Tierra.

—Sellaron la Puerta para que los sheks y los dragones no escapásemos de Idhún, para que no huyésemos de nuestro destino. Así, además, los unicornios no podrían llevarse la magia a otra parte… y, con ello, condenaron a la Tierra a convertirse en un mundo sin magia. Pero eso no les importaba porque, al fin y al cabo, la Tierra no era su mundo, y los unicornios no eran criaturas terrestres. Tampoco les importaba que la Puerta pudiera ser abierta por hechiceros sangrecaliente, ni que ellos tuvieran la posibilidad de atravesarla. Después de todo, ellos no eran importantes. En cambio, a nosotros nos prohibieron cruzar de un lado a otro; el castigo por incumplir esa norma era la reencarnación, pero tus magos no estaban al corriente de esto, y Yandrak y Lunnaris tampoco, porque eran demasiado pequeños. Pero ningún dragón, ningún unicornio, ningún shek… se habría reencarnado en un humano voluntariamente. Ellos lo sabían.

—¿Ellos? ¿Te refieres a los dioses?

—¿Quiénes, si no? Los dioses nos cerraron la Puerta interdimensional a las especies superiores.

—Entonces, solo los dioses podrían abrirla de nuevo.

—Cierto. Pero no lo harán, porque no les interesa. Solo uno de ellos deseaba hacerlo, comunicar ambos mundos… y, sin embargo, mientras estuviera encarnado en un cuerpo mortal, no podría.

—El Séptimo —adivinó Victoria.

—Lo que Jack vio la noche del Triple Plenilunio fue a un grupo de sheks atravesando la Puerta interdimensional. Los guiaba Ziessel, nuestra nueva soberana.

—¡Fueron a la Tierra! —comprendió Victoria—. Pero ¿cómo es posible?

Christian la miró, muy serio.

—Cuando matamos a Ashran —explicó— liberamos la esencia del Séptimo, y pasaron muchas cosas. Quizá no lo notaste, porque habías perdido el conocimiento, pero la Torre de Drackwen se derrumbó, así, de pronto. Como hemos podido comprobar en el caso de Yohavir, pocas cosas pueden resistir el paso de un dios.

Victoria desvió la mirada, inquieta.

—Así es como pudo abrir la Puerta a los sheks —dijo.

—Sí. Y ahora mismo hay un grupo de sheks ocultos en algún lugar de la Tierra. No sabemos dónde están, ni cuántos son, ni quiénes son, puesto que también perdimos a muchos durante la batalla de Awa. Tampoco sabemos si Ziessel sobrevivió al viaje, puesto que fue la primera en cruzar, la que tuvo que «empujar», por así decirlo. Mi misión consiste en averiguar todo esto, puesto que soy el que mejor conoce este mundo, y puedo moverme por él con mayor discreción que cualquier shek.

Victoria llevaba un rato imaginándose a las elegantes y letales serpientes aladas sobrevolando los cielos terráqueos, y comprendió por qué Christian le había preguntado si había visto algo diferente en su mundo natal.

—Pero ¿cuánto tiempo llevan en la Tierra? ¿Cómo es posible que nadie los haya visto, que todo siga igual?

—Nadie los ha visto, eso puedo asegurártelo. Se habrán ocultado en un lugar seguro, donde nadie pueda encontrarlos. Pero no soportarán quedarse al margen en un mundo poblado por humanos; por unos humanos, además, especialmente destructivos, que están echándolo todo a perder, devastando su propio mundo como si fueran una plaga.

—¿Insinúas que intentarán hacerse con el control del planeta?

—Indudablemente. No obstante, como ya te he dicho, los grandes cambios son lentos. Desde que llegaron, los sheks están observando este mundo, estudiándolo, aprendiendo… y moviendo hilos. Cuando llegue la hora, dentro de unos años, o dentro de unas décadas, los sheks dominarán el mundo, y a nadie le parecerá tan extraño, ni tan terrible. Además, por muy despiadadas que puedan parecer algunas de sus decisiones, acabarán por salvar el planeta de la destrucción humana.

—Pareces muy convencido de ello —murmuró Victoria, con un estremecimiento.

Christian movió la cabeza.

—No has visto tu mundo, Victoria. No lo has visto con los ojos de un idhunita, con los ojos de un shek. Los humanos están acabando con toda la belleza que existe en la Tierra, están matando el planeta poco a poco. Pero son demasiado insensibles y estúpidos como para darse cuenta y, si lo hacen, desde luego no les parece importante.

Victoria calló durante un momento, reflexionando. Luego dijo:

—Y tú, ¿vas a colaborar con todo esto? ¿Es eso lo que Gerde te ha pedido que hagas?

Christian se encogió de hombros.

—Lo único que he de hacer es localizar al grupo de Ziessel y ponerlo de nuevo en contacto con Idhún. Eso no me supone ningún problema. De todas formas ya tenía planeado volver a la Tierra contigo, y tampoco tengo nada mejor que hacer.

—Pero te gusta tomar tus propias decisiones —señaló Victoria—. Y odias la idea de tener que obedecer a Gerde.

—Lo mío con Gerde ya es algo personal —repuso Christian—. He de obedecer a mi dios, igual que tú deberías obedecer a los tuyos, y eso no me crea ningún conflicto, salvo cuando lo que me ordena va en contra de mis propios intereses… o salvo que mi dios tenga la personalidad de Gerde.

Victoria sonrió.

—¿Y tú? —le preguntó Christian entonces—. ¿Todavía quieres ayudarme… o preferirías mantenerte al margen?

—Tú luchaste a mi lado —dijo Victoria—. Y eso supuso la muerte de tu padre, la derrota de los tuyos, el exterminio de cientos de sheks. Sé que finges que no te importa, pero sí te importa. Te sientes culpable por ello.

»Se dice que los unicornios somos neutrales, pero eso no es del todo cierto. Lo que pasa, simplemente, es que no tomamos partido por razas, ni por bandos, sino por personas. Por eso me enamoré de ti aunque fueses un shek, por eso hay magos entre los szish. Y por eso voy a acompañarte.

El shek sonrió levemente.

Las calles de Tokio eran una orgía de luces y sonidos, una explosión de colorido, de contrastes, de sensaciones. Pero Christian avanzaba entre la multitud sereno y seguro de sí mismo, como si hubiese nacido allí. Victoria caminaba a su lado, intimidada, y procuraba no perderle de vista.

—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido del tráfico.

—El mar del Japón tiene más de tres mil islas —respondió Christian—. He detectado un nudo de la red telepática de los sheks en algunas de ellas, las más frías, las que se agrupan en torno a Hokkaido. Hay miles de sitios más seguros y más discretos en el mundo para esconderse, pero ellos están aquí, en Japón. Y lo más curioso de todo es que la red se extiende hasta Tokio.

—¡Pero estamos hablando de la ciudad más poblada del planeta! —exclamó Victoria—. ¿Cómo es posible que haya sheks aquí y que nadie los haya visto?

—Eso es lo que he de averiguar.

Victoria suspiró. Atravesaban el distrito de Shibuya, su inmenso centro comercial, y la calle estaba llena de jóvenes que acudían allí a pasar la tarde. La muchacha miró a Christian, inquieta, preguntándose cómo se las arreglaba para no llamar la atención en un lugar como aquél, cuando era tan evidente que no era japonés, y que ni mucho menos había ido a Shibuya a divertirse. Sin embargo, nadie se fijaba en él. El shek se deslizaba por las calles de Tokio como una sombra, como un fantasma.

—Dices que has detectado la red de los sheks —recordó Victoria—. Si es así, ¿por qué no te pones en contacto con ellos por telepatía?

Christian no respondió, y Victoria no lo consideró una buena señal. Lo detuvo y lo obligó a mirarla a los ojos.

—Sé por qué —le dijo—. Para ellos eres un traidor, y no te recibirán con los brazos abiertos. No es verdad que no te suponga ningún problema cumplir las órdenes de Gerde, estás corriendo un gran riesgo… y ella lo sabía. Pero ahora estás aquí, en la Tierra, donde ella no puede alcanzarte. Así que, dime… ¿por qué lo haces?

Christian sonrió.

—Normalmente no hacemos las cosas por una sola razón —fue su única respuesta.

Acorralaron a un transeúnte en un callejón oscuro. Victoria contempló, preocupada, cómo Christian lo miraba a los ojos, largamente, buceando en sus conocimientos, en sus recuerdos. Cuando el hombre cayó al suelo, temblando de puro terror, Christian dio media vuelta y se alejó sin una palabra.

—Christian, ¿qué has hecho?

—Aprender su idioma —respondió el shek con indiferencia—. Sólo a nivel superficial, claro. Pero creo que servirá.

Pasaron el resto del día dando vueltas, de un lado para otro, hasta que a Victoria le dolieron los pies. Tenía la sensación de que Christian buscaba algo en concreto, pero no sabía dónde buscarlo.

—¿Estás cansada? —preguntó él, cuando el sol ya se ponía sobre los tejados de Tokio.

Victoria se obligó a sí misma a apartar la mirada de un grupo de colegialas que caminaban frente a ella, hablando y riendo. No hacía mucho, ella también había llevado uniforme. Pero nunca había sido como ellas. En aquel momento las envidió con toda su alma.

—Un poco —respondió—, pero puedo aguantar un rato más.

—Puede que necesitemos varios días para encontrar alguna señal. Varios días de dar vueltas sin rumbo por la ciudad, quiero decir. Sé que puede resultar frustrante y agotador, pero es la única manera.

Victoria alzó la mirada hacia él.

—¿De qué tipo de señal estás hablando? Si me dijeras qué estás buscando exactamente, tal vez podría ayudarte.

Christian negó con la cabeza.

—Has visto cómo actúa el instinto, ¿no? Has pasado mucho tiempo con Jack: habrás visto que él detecta un shek cuando lo tiene cerca. Bien, pues a nosotros nos pasa algo parecido cuando nos aproximamos a alguien de nuestra especie. Es lo que estoy tratando de encontrar. Sé que hay algo por aquí cerca, una pista importante, porque los sheks de Hokkaido se comunican con algo o alguien que hay aquí, en algún lugar del centro de Tokio. Esperaba que el instinto me ayudase a localizarlo fácilmente, pero me está fallando, y eso es muy extraño. Porque, si hubiese un shek por aquí, a estas alturas yo ya lo habría encontrado.

—¿Quieres decir que puede que estemos buscando otra cosa?

Christian sacudió la cabeza y clavó en ella la mirada de sus ojos azules, una mirada inusualmente franca, para tratarse de él.

—Quiero decir, Victoria, que no sé qué diablos estamos buscando.

Los días siguientes transcurrieron de una forma semejante. Christian y Victoria pasaban el día recorriendo Tokio, en busca de algo, una señal, un indicio, que los guiase hasta los sheks. Y, aunque aquella inmensa ciudad asustaba y fascinaba al mismo tiempo a Victoria, no hubo tiempo para hacer turismo. La joven tenía la sensación de que se dejaban arrastrar por la marea humana que inundaba las principales arterias de la urbe en horas punta, pero lo cierto era que Christian jamás se dejaba arrastrar. Aunque caminara sin rumbo fijo, todos sus pasos tenían una precisión metódica, y todos sus movimientos, un propósito definido. Cuando se detenían en algún restaurante para comer, sashimi, teppanyaki, soba o cualquiera de los platos típicos de la ciudad, para Victoria, que no había probado nunca aquel tipo de comida, era una experiencia nueva y diferente; pero Christian se limitaba a terminar su parte y a levantarse, casi enseguida. Para él, parar a comer consistía exactamente en eso: parar a comer, cumplir con una necesidad vital, y punto. Después, se echaba de nuevo a las calles, con la firmeza de un soldado, con la eficiencia de un robot.

Victoria no podía evitar mirarlo y preguntarse si había sido siempre así, cuando buscaba a los idhunitas exiliados por todo el globo. En tal caso, no era de extrañar que siempre llegase hasta su objetivo antes que la Resistencia. Y en aquellos momentos, cuando lo veía clavar sus ojos de hielo en la multitud, buscando algo que probablemente solo él podría ver, Victoria lo recordaba como entonces, como a Kirtash, el despiadado asesino a quien ella había odiado y temido, y se daba cuenta de que él no había cambiado, y de que la única diferencia entre el pasado y el momento presente era que ahora el shek luchaba a su lado, y no contra ella. Nada más.

Una tarde, sin embargo, las cosas cambiaron.

Deambulaban por el elegante barrio de Ginza, recorriendo las mismas calles arriba y abajo, por alguna razón que a Victoria se le escapaba. Aunque no se paraban a mirar los escaparates de los lujosos establecimientos que los contemplaban desde ambos lados de la calle, Victoria no sentía deseos de hacerlo. Llevaba todo el día caminando, y estaba cansada y sedienta, y sentía que desentonaba tremendamente en aquel lugar.

Entonces, Christian se detuvo en seco, y Victoria casi chocó contra él.

—¿Qué…? —empezó ella, pero no llegó a terminar la frase.

De una suntuosa tienda de precios prohibitivos acababa de salir una joven. Vestía ropa sobria, pero elegante y, a la vez, delicadamente femenina. Se movía con elegancia natural y con una sensualidad solo insinuada. Su cabello negro, recogido sobre la cabeza, caía sobre sus hombros, tan suave como un velo de terciopelo.

La estaba esperando un coche junto a la acera, pero ella pareció sentir la mirada de Christian, porque se volvió hacia ellos y, en medio de una calle abarrotada de gente, los miró.

Victoria nunca olvidaría la mirada de aquellos ojos rasgados, dos profundos espejos repletos de misterios, ni el gesto enigmático de su expresión de esfinge. Había algo en ella, un oscuro magnetismo que la turbaba y la fascinaba al mismo tiempo.

Christian se había quedado paralizado al verla. Victoria lo miró, preocupada, y descubrió que se había puesto pálido.

—Christian —susurró.

El shek reaccionó. Se volvió hacia ella con brusquedad y la abrazó por detrás, casi posesivamente, como si deseara protegerla de algún peligro invisible. Victoria se quedó sorprendida, porque él no era muy dado al contacto físico, y mucho menos en público. Pero Christian susurró en su oído:

—¡No la mires!

Y Victoria cerró los ojos y volvió la cabeza para apoyar la mejilla en el pecho del shek. Inmediatamente, una violenta sensación de mareo la invadió…

Cuando abrió los ojos de nuevo, Christian todavía la abrazaba, pero ya no estaban en Tokio.

—¡Christian! ¿Qué ha pasado?

El shek la soltó.

—Teníamos que irnos de allí. Y Limbhad no me pareció una buena opción.

Victoria miró a su alrededor. Se encontraba en un apartamento pequeño, sobrio, tan escasamente decorado que hasta habría resultado demasiado frío e impersonal, de no ser por la ventana, que se abría a una amplísima terraza, y un rincón donde había un sofá que parecía razonablemente cómodo, y que además estaba situado ante una chimenea.

—¿Dónde estamos?

Christian tardó un poco en responder.

—En mi casa —dijo finalmente.

A Victoria le latió el corazón más deprisa, y contempló el lugar con más interés. El salón era pequeño, y la cocina estaba integrada en él. También era pequeña y estaba demasiado limpia y ordenada, como si no se utilizara muy a menudo. En la pared del fondo había dos puertas.

—Ven —la llamó entonces Christian—. Quiero enseñarte una cosa.

Victoria lo siguió hasta la terraza y salió con él al exterior. Se asomaron a la balaustrada y contemplaron en silencio la gran ciudad que se extendía a sus pies, cubriendo la piel de la tierra con su manto de luces que desafiaban a la más oscura de las noches.

—Bienvenida a Nueva York —susurró el shek en su oído.

Victoria sonrió.

—¿Cómo me has traído hasta aquí? Estábamos en la otra punta del planeta.

—He usado un hechizo de teletransportación.

—¿Cómo? Ni siquiera los magos más poderosos pueden viajar tan lejos.

—Tampoco yo puedo. Es solo que este sitio, este ático, es mi centro… o, como diría un shek, mi usshak. Mi corazón.

—¿Tu corazón?

—Los sheks llamamos así a nuestro hogar, por decirlo de alguna manera. Pero nuestro hogar no es el sitio donde formamos una familia, donde nacemos, ni donde crecemos. Es una especie de santuario, un lugar que elegimos y que es solo nuestro, al que nos retiramos cuando queremos estar solos, cuando necesitamos descansar, o recobrarnos de nuestras heridas. Es nuestro refugio.

—Como un Limbhad para ti solo —murmuró Victoria.

—Algo así. Sabes que la magia que poseo no puedo utilizarla como debería, porque mi poder de shek interfiere y la sofoca. Pero en este caso es diferente. Este ático es mi corazón, pero también concentra el poder de mi mente. No podría usar el hechizo de teletransportación para ir a ninguna otra parte… pero sí para regresar a casa, porque este lugar tira de mí, y su recuerdo está tan clavado en mi mente que la magia es sólo un instrumento para que mi verdadero poder regrese a su fuente.

—Pero ¿por qué me has traído aquí? ¿Fue por esa mujer que vimos en Ginza?

—Estableció un vínculo mental conmigo, con una sola mirada, Victoria. No sé quién es, ni cómo es posible que hiciera algo así, pero no me pareció seguro regresar a Limbhad. Mientras ese vínculo permaneciese activo, ella podría habernos seguido hasta allí.

Victoria recordó cómo, mucho tiempo atrás, Alsan había reñido a Jack por espiar a Christian por medio del Alma. «Kirtash podría haber llegado hasta nosotros a través de tu mente, y Limbhad habría dejado de ser un lugar seguro para la Resistencia», le había dicho Shail. Pensó también en Yaren, en cómo Christian había creado un vínculo mental con él tras mirarlo a los ojos, y había sido capaz de rastrearlo.

—¿Y no es peligroso haber venido aquí, entonces? Si es verdad que puede encontrarte, acabas de mostrarle tu usshak, tu santuario.

Christian sonrió.

—El usshak es algo sagrado para todos los sheks. Ninguno de nosotros entraría en el usshak de otro shek, ni física ni mentalmente, sin ser invitado, ni siquiera en el de un enemigo; eso es tabú. Por eso éste es el lugar más seguro del mundo, ahora mismo.

Victoria se estremeció al entender lo que implicaban aquellas palabras.

—¿Quieres decir que esa mujer era… una shek?

—No sé lo que era, solo sé que, por un momento sentí… que podía serlo. No fue su aspecto, sino su mente, lo que me alertó. Su forma de mirar. Incluso…

—Te lo dijo el instinto —concluyó Victoria en voz baja.

Christian sacudió la cabeza.

—Pero no hay nadie más como yo. Nadie. Por eso, ella no puede ser una shek.

—Eso es lo que te dice la lógica. Pero el instinto la contradice.

—En cualquier caso, si ella era una shek, no llegará hasta aquí, porque respetará mi casa. Y, si no lo es, tampoco nos alcanzará, puesto que, como tú misma has dicho, estamos en la otra punta del planeta. ¿Comprendes ahora por qué te he traído aquí, por qué me pareció mejor que regresar a Limbhad?

Victoria asintió, sin insistir más en el tema.

—Gracias de todas formas —le dijo—. Gracias por invitarme a tu usshak.

Christian sonrió.

—Lo cierto es que eres la única persona que ha entrado en este ático desde que vivo en él. A excepción de Gerde, que estuvo aquí una vez.

Victoria no hizo ningún comentario. Se quedaron un rato en silencio, contemplando las luces de la ciudad, hasta que ella murmuró:

—Tengo un poco de frío. Vuelvo dentro, ¿vale?

Christian asintió, sin mirarla. Parecía sumido en hondas reflexiones, y Victoria no quiso distraerlo. Volvió a entrar en la casa.

Abrió una de las puertas, en busca del cuarto de baño, pero se encontró con un pequeño estudio. Sonrió al ver el teclado al fondo de la habitación, el equipo de grabación, la cadena musical y toda la colección de discos de Christian, cuidadosamente ordenada. Pero también había un escritorio con un ordenador, y una estantería repleta de libros y de carpetas. Victoria decidió de pronto que no quería saber qué tipo de información se guardaba allí, de modo que cerró la puerta y abrió la contigua.

Pero tampoco era el baño. Aquel cuarto tenía una cama, una mesita de noche, una silla y un armario, nada más. La cama no era especialmente grande ni parecía especialmente mullida. Era una habitación fría y austera, como el resto de la casa.

Al fondo había otra puerta, y Victoria supuso que esa sí sería la del baño. Pero no fue capaz de dar un paso hacia el interior de la habitación.

—Aquí sí que no ha entrado nunca nadie —dijo de pronto la voz de Christian tras ella, sobresaltándola—. Nadie aparte de mí. Ni siquiera Gerde.

Victoria se volvió hacia él. El shek parecía un poco tenso y la miraba fijamente, con cierto recelo. La muchacha entendió lo difícil que estaba resultando para él abrirle las puertas de su casa, de su refugio… de su corazón. No porque se tratase de ella, sino porque nunca lo había hecho antes. No quiso forzarlo más.

—No te preocupes —murmuró—. Si he de pasar aquí la noche, entonces dormiré en el sofá, y si no, regresaré a Limbhad. No pasa nada, en serio.

Christian pareció relajarse un tanto.

—No —dijo—, puedes quedarte. De hecho… puedes venir aquí cuando quieras, si te sientes sola. Aunque Limbhad es más… cálido que mi piso, al menos aquí es de día de vez en cuando, y además, no es tan grande. Así que, a partir de ahora, cuando quieras venir, el Alma podrá traerte aquí desde Limbhad… porque ya eres parte de este lugar.

Victoria sonrió, emocionada.

—Gracias, Christian. Pero de verdad, no es necesario. No quiero invadir tu intimidad.

—Tendrás que hacerlo si quieres ir al baño —señaló él, con una sonrisa.

Victoria no se quedó en casa de Christian aquella noche, sino que regresó a Limbhad, mientras el shek volvía a Tokio a investigar sobre aquella misteriosa joven del distrito de Ginza. En esta ocasión no permitió que Victoria lo acompañara, y, aunque ella lo comprendía, en el fondo le inquietaba lo que Christian pudiera encontrar allí.

Un día, él volvió a Limbhad con un montón de papeles bajo el brazo.

—La he encontrado —dijo solamente.

Se sentaron en el sofá, y Christian le pasó la información que había obtenido. Victoria no entendió nada, puesto que los folios estaban en japonés; pero sí vio la fotografía de la joven encabezando el primero de ellos. La observó con interés. No le pareció tan misteriosa y fascinante en la imagen como al natural.

—Se llama Shizuko Ishikawa —empezó Christian—. Tiene veinticuatro años y es la heredera de una poderosa familia de empresarios. Se licenció en la Todai, la universidad más prestigiosa del país, y ahora dirige los negocios de su padre, que falleció hace unos meses. Entonces vivía en la mansión que su familia posee en Yokohama, pero se ha trasladado a un lujoso apartamento en el barrio de Takanawa, uno de los más caros de Tokio.

—¿Algo que la relacione con los sheks, o con Idhún?

Christian negó con la cabeza.

—Lo único raro que he visto es que ha cambiado la orientación de los negocios familiares tras la muerte de su padre. Entre las muchas empresas que poseían los Ishikawa había una cadena de cines y otra de hoteles; Shizuko Ishikawa las ha vendido para invertir más en investigación y nuevas tecnologías, sobre todo cibernética, informática y biotecnología. La familia Ishikawa tenía muchos intereses en el mundo del ocio, por lo que se ve, pero a Shizuko le importan otras cosas. Además, se ha metido en política. Puede que sea una opción personal y que no tenga nada que ver con la llegada de los sheks a la Tierra, pero…

—Entiendo —asintió Victoria—. Pero has dicho que ella tiene veinticuatro años, ¿no? Hace veinticuatro años los sheks ni siquiera habían invadido Idhún todavía. De ser ella medio shek, tendría que tener nuestra edad. No debería ser mayor que tú, en todo caso.

Christian sacudió la cabeza.

—La cuestión es que nada en su trayectoria vital indica que no sea humana.

—Pero es la clave que estabas buscando. Sea o no una shek, los otros sheks se comunican con ella, ¿verdad?

—Sí, y por eso sé que tengo que investigarla. El siguiente paso es abordar a la gente más cercana a ella, gente que la conoce personalmente. Antes de acercarme más, quiero saber quién o qué es. Necesito saber a qué me enfrento.

Christian regresó a Tokio aquella misma noche, y en esta ocasión tardó mucho más en volver a dejarse ver. Después de tres días sin tener noticias suyas, Victoria, inquieta, probó a pedirle al Alma que la llevase hasta el apartamento del shek en Nueva York; y, para su sorpresa, se materializó allí sin problemas. Aquélla era la prueba de que a Christian no le importaba tenerla allí, en su refugio privado, puesto que, en tiempos de la Resistencia, habían tratado mil veces de localizarlo a través del Alma, y esta nunca les había mostrado la imagen de aquel lugar. Victoria se preguntó cómo lograba Christian mantener su piso oculto a la percepción del Alma, y cómo se las había arreglado para cambiar esta circunstancia y permitirle, así, llegar hasta él.

El shek no estaba en casa; Victoria no quiso tocar nada ni curiosear entre sus cosas, por lo que se sentó a esperar su regreso.

Christian llegó al cabo de un rato. No pareció sorprenderse de encontrarla allí. No hizo ningún comentario. Se sentó a su lado y dijo, por todo saludo:

—No es ella, Victoria.

La joven parpadeó, confusa.

—¿De qué me estás hablando?

—De Shizuko Ishikawa. He explorado los recuerdos de personas que la conocen, y todos ellos creen que ha cambiado. Desde la muerte de su padre, o puede que antes. En apariencia es la misma Shizuko, pero hay cosas en ella… que no son igual que siempre. Piensan que se ha vuelto más fría, más distante. Y hay algo en ella que intimida a todo el que la mira a los ojos. Hay cosas que han cambiado en su forma de pensar y de actuar. Y, sin embargo, los negocios de su familia van mucho mejor desde que ella está al frente.

—Y, si ha cambiado tanto… ¿cómo es que nadie se hace preguntas al respecto? —preguntó Victoria, interesada.

—Se lo pasan por alto. Creen que son secuelas.

—¿Secuelas, de qué?

—Del accidente. Sí —confirmó Christian al ver la expresión de Victoria—. Shizuko Ishikawa sufrió un grave accidente de tráfico hace unos meses, un accidente que por poco le cuesta la vida. Por lo visto, cuando despertó en el hospital no recordaba nada. No sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí. De hecho, al principio ni siquiera podía hablar, y hubo que enseñarle a caminar de nuevo.

—¿Y todo esto fue hace sólo unos meses? —inquirió Victoria, sorprendida, recordando a la elegante joven que había visto salir de aquella tienda, en Ginza.

—Una recuperación muy rápida, ¿verdad? —observó el shek.

Victoria alzó la cabeza para mirarlo.

—¿En qué estás pensando?

—Tengo una teoría —dijo él—, pero ahora mismo me parece demasiado descabellada. Y antes de volver a mirar cara a cara a esa mujer tendría que confirmarla. Me bastará con echar un vistazo a su historia clínica.

—¿De dónde sacas toda esta información, Christian? —preguntó Victoria, pasmada—. ¿Cómo te las arreglas para averiguar todas estas cosas?

Christian se encogió de hombros.

—Sólo es cuestión de buscar en los sitios adecuados y de sondear las mentes adecuadas.

—Comprendo —murmuró Victoria.

Christian se quedó contemplándola en silencio. Después, sin una palabra, se levantó y se dirigió a su estudio. Cuando regresó al salón, llevaba una carpeta entre las manos.

—¿Sabes qué es esto, Victoria? —le preguntó en voz baja.

Victoria lo intuía. Lo miró, llena de incertidumbre.

—¿Quieres verlo? —le ofreció Christian.

Ella sacudió la cabeza.

—No sé si me gustaría. Todavía no.

—Entiendo —asintió el shek—. Lo dejaré encima de la mesa del estudio. Estará allí para cuando quieras echarle un vistazo… si es que quieres.

El siguiente viaje de Christian a Tokio duró mucho más. Siempre era de noche en Limbhad, pero Victoria calculó que el shek llevaba ya fuera casi seis días. Y, aunque a través del anillo no percibía que él estuviera en peligro de ninguna clase, no podía evitar sentirse preocupada.

Había examinado concienzudamente gran parte de los libros de la biblioteca de Limbhad, pero no encontró nada que pudiera interesarle y, con el paso de los días, cada vez leía los textos con menos profundidad.

Recorrer Limbhad era todavía peor, porque seguía recordándole a Jack, y cada día que pasaba lo añoraba más.

Una noche decidió volver al apartamento de Christian en Nueva York. De nuevo lo encontró vacío, a pesar de que allí eran ya las dos de la madrugada. Encendió la chimenea para caldear un poco la casa, cogió una manta del armario y se arrellanó en el sofá, dispuesta a esperar lo que hiciera falta.

Debió de quedarse dormida, puesto que se despertó un rato después, sobresaltada. El fuego de la chimenea se había apagado hacía ya rato, y sobre ella se inclinaba una sombra que la miraba fijamente.

—Christian —susurró, mientras sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra—. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—¿Qué haces en el sofá, Victoria? —preguntó él a su vez, en voz baja—. Estarías más cómoda en el dormitorio.

Ella negó con vehemencia.

—Es tu cuarto. Ya te dije que no quiero causarte molestias. ¿Qué te pasa? —repitió: había detectado un tono extraño en la voz de él.

Christian deslizó la yema de los dedos por el rostro de ella, acariciando su mejilla, luego su pelo y descendiendo después hasta su cuello. Victoria se estremeció entera.

—No es nada —dijo el shek, pero no convenció a Victoria—. No te preocupes por mí.

—La has visto, ¿verdad? —adivinó ella—. ¿Ya sabes quién es… qué es?

Hubo un breve y tenso silencio entre los dos. Victoria aguardó, conteniendo el aliento.

—Sí, la he visto —respondió Christian al fin—. Y ya sé quién es. Y qué es.

Se puso en pie.

—Voy a traerte otra manta —dijo—. Si vas a quedarte ahí, no quiero que pases frío.

Victoria abrió la boca para decir algo, pero finalmente optó por permanecer en silencio. Christian volvió con la manta y la arropó con suavidad. Después entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí, sin ruido.

Victoria se tapó con las mantas hasta la barbilla y se acurrucó en el sofá, sintiéndose sola y perdida.

Ninguno de los dos pudo dormir aquella noche. Pero ninguno de los dos le confesó al otro sus dudas y temores, ninguno de los dos buscó consuelo en el ser amado, a pesar de que solo una puerta los separaba. La sombra de Shizuko Ishikawa, desde la distante y polifacética Tokio, se interponía entre ellos como un muro insalvable.