Jack bajó deprisa por la escalera de caracol, intentando desterrar de su mente la imagen de Christian y Victoria desapareciendo por la Puerta interdimensional. Regresaban a la Tierra… a casa. Su corazón se estremeció de añoranza, y por un instante deseó dar media vuelta y marcharse con ellos. Pero se sentía en deuda con algunas personas: con Alexander y con Shail, para empezar; con Qaydar, que los había acogido en su torre; con Kimara, que le había salvado la vida en una ocasión. Y, aunque ellos no le importaban tanto como Victoria y, en cierto sentido, el shek que se la había llevado, se sentía responsable.
Además, no quería darse por vencido tan pronto. Había estado en Umadhun, Sheziss le había relatado la historia de aquel lugar, y algo en su interior se rebelaba ante la idea de que Idhún, tierra de bellezas y de horrores, de leyenda y de misterio, se viera reducida a un mundo vacío, «espantosamente feo y aburrido», como había dicho la shek. Tenía que haber alguna forma de detener aquello. Tenía que haberla.
Encontró los niveles inferiores inundados de agua, pero a partir del quinto piso de la torre el suelo estaba apenas encharcado, y las ventanas aparecían selladas por una sustancia que parecía cristal, pero que no lo era. Jack recordó las ventanas de Limbhad, que tanto le habían llamado la atención el día de su llegada. Estaban cerradas con un material cristalino que, sin embargo, era tan elástico que no podía romperse. Ahora, las ventanas de la torre estaban selladas con el mismo sistema. El viento y las olas las golpeaban con furia y solo lograban abombarlas notablemente, pero no conseguían quebrarlas ni penetrar en el interior.
En una de las habitaciones del cuarto piso, la más grande, y la que estaba más seca, Jack encontró al personal de servicio, todos los no iniciados de la torre, que se acurrucaban unos junto a otros, muertos de miedo.
—¡¿Dónde están los hechiceros?! —preguntó el chico a gritos, para hacerse oír por encima del vendaval.
Todos se volvieron para mirarlo, y sus rostros reflejaron al verlo un gran alivio y una fe ciega. «Creen que les voy a sacar de ésta», comprendió Jack, incómodo. «Sólo por ser un dragón». Pero ¿cómo explicarles que ni siquiera los dragones eran capaces de obrar milagros?
Repitió la pregunta en voz más alta todavía, arrepintiéndose ya de haberse quedado. Alguien reaccionó por fin y le contestó que habían ido al sótano a asegurar los cimientos de la torre.
«Los cimientos», repitió Jack para sus adentros, asaltado por una horrible sospecha.
Corrió hasta la parte más baja de la torre y se precipitó hacia las termas. Recordaba perfectamente que allí había una piscina de agua natural que se llenaba cuando subía la marea. Pero con aquel temporal, la alberca no era más que un agujero por el que podía colarse mucha más agua de la que aquel lugar podía soportar.
Sin embargo, cuando llegó allí descubrió que los magos ya habían sellado la puerta a las termas con un muro de piedra asegurado con magia. Jack se imaginó lo que debía de haberles costado abrirse paso a través del sótano inundado, y se preguntó cómo habrían conseguido levantar aquel muro y achicar el agua. Sacudió la cabeza y siguió caminando pasillo abajo, hasta que llegó a una pequeña escalera que descendía. Bajó por ella.
Desembocó en un sótano formado por una serie de galerías de pesados muros de piedra.
Y allí estaban los magos. Chapoteando en un barro que les llegaba por las rodillas, trabajaban con ahínco, reforzando sillares, aplicando hechizos anti-agua y renovando la magia que corría por entre las grietas de la torre. Yber se encargaba del techo, al que llegaba con solo alzar sus poderosos brazos. Desde el pie de la escalera, Jack paseó la mirada por la estancia, buscando algo que hacer.
Qaydar lo vio primero.
—¡Jack! ¿Dónde estabas? ¿Y Victoria?
—¡A salvo! —respondió él—. ¿Puedo ayudar?
—¡Aquí, no! En el cuarto piso están los no iniciados. ¡Ve con ellos y asegúrate de que no les pasa nada!
Jack apretó los dientes, frustrado. «No, ni hablar», se dijo. «No he dejado pasar la oportunidad de regresar a casa para que ahora me digan que no puedo hacer nada».
—¡El tornado, Qaydar! —insistió—. ¿No hay ninguna manera de pararlo?
—¡Lo intentamos con un conjuro atmosférico, pero no funcionó! Probablemente se debió a que necesitábamos a más gente.
«O probablemente se debió a que ni cien Archimagos juntos lograrían detener a un dios», pensó Jack, pero no lo dijo.
—¿Y no podemos tratar de desviarlo?
—¿Desviarlo? ¿Cómo? —repitió Qaydar, estupefacto.
—Tengo razones para pensar que no es un simple tornado. Creo que tiene conciencia, y que si nos va a pasar por encima es, simplemente, porque no nos ve. Si lográramos llamar su atención, hacerle ver que estamos aquí…
—No tenemos tiempo para hacer experimentos, Jack —cortó Qaydar, exasperado—. Por favor, sube con los no iniciados. Aquí no hay nada que puedas hacer.
Herido en su orgullo, Jack dio media vuelta y subió de nuevo las escaleras. Pero no se quedó en el cuarto piso, sino que regresó a la sala de la cúspide de la torre, donde Christian y Victoria habían desaparecido apenas unos momentos antes. Nada quedaba ya de ellos, y la estancia estaba a punto de correr la misma suerte: el tejado cónico de la torre había sido arrancado de cuajo por el vendaval, y una fina lluvia se colaba por el hueco abierto al cielo tempestuoso.
«No he dejado marchar a Victoria simplemente para ver cómo me pasa por encima un dios», se dijo. Contempló el tornado, que se había acercado ya tanto que se mostraba mucho más grande y aterrador. «Podrás pasar por alto a un par de docenas de sangrecaliente», le dijo, en silencio. «Pero no puedes ignorar a un dragón».
Respiró hondo, cerró los ojos un momento y después se transformó en dragón. Cuando lo hubo hecho, alzó la cabeza hacia el cielo turbulento. Era consciente de que los vientos lo empujarían y lo zarandearían hasta hacerle perder el control, pero esperaba que eso sirviera para llamar la atención del dios. Se impulsó sobre sus poderosas patas y alzó el vuelo, abriendo al máximo sus grandes alas.
Fue peor de lo que había imaginado. Nada más abandonar el refugio de las paredes de la torre, una violenta ráfaga de aire lo empujó hacia atrás, con un golpe tan fuerte que le hizo quedarse sin respiración y lo dejó aturdido un momento. Batió las alas, con todas sus fuerzas, y logró mantenerse estable. Entonces, lentamente, intentó avanzar hacia el formidable huracán que se desplazaba hacia él. Luchó contra el viento, que trataba de derribarlo; luchó hasta el agotamiento y, cuando el tornado estaba ya casi encima de él, se dio cuenta de que él seguía justo sobre la torre: no había logrado moverse del sitio. Tras un breve instante de pánico, se dijo a sí mismo que, si lo que pretendía era alejar a Yohavir de la costa, desde luego no lo estaba consiguiendo. Pero aún quedaba la posibilidad de que el dios se detuviera o, por lo menos, no siguiera avanzando.
Con las escasas fuerzas que le restaban, Jack inspiró hondo, echó la cabeza atrás y vomitó una furiosa llamarada a las nubes. Cuando se quedó sin aliento, volvió a inspirar y a escupir su fuego contra el viento, rogando porque el dios percibiera aquella señal. Y siguió haciéndolo hasta que su poderosa llama no fue más que una chispa en medio del ciclón. Entonces, comprendió, agotado, que no había nada más que hacer. Ya ni siquiera tenía fuerzas para mantenerse en el aire, por lo que la siguiente ráfaga de viento lo levantó y lo arrastró como si fuese un muñeco de paja. Aturdido, Jack perdió la noción del tiempo y el espacio, empujado a un lado y a otro, apenas un juguete en manos de los elementos; hasta que, sin saber muy bien cómo, todo a su alrededor se detuvo.
Jack abrió los ojos con esfuerzo y se encontró, para su sorpresa, flotando en el aire, girando lentamente sobre sí mismo. Trató de moverse, pero eso por poco le hizo perder el equilibrio, por lo que comprendió que era mejor quedarse quieto.
No obstante, no era nada sencillo permanecer inmóvil en aquella situación. Parecía que los vientos giraban a su alrededor y que él estaba en el centro del huracán, estable de momento, pero en precario equilibrio. Y, sin embargo, lo peor de todo no era aquello.
Lo peor era aquella sensación indescriptible, que no se parecía a nada de lo que antes hubiese experimentado. Era un cosquilleo en todas sus escamas, como una especie de electricidad estática, que lo aturdía, lo maravillaba y lo aterrorizaba al mismo tiempo. Era la impresión, totalmente irracional, de ser un insecto minúsculo en la palma de la mano de un gigante, obligado a quedarse quieto mientras un inmenso ojo lo observaba con interés.
Pero allí no había palma, ni había ojo. No había nada que pudiese ser visto o tocado. Y, sin embargo, había algo. La presencia del dios llenaba toda su percepción, aunque su esencia estuviera más allá de sus sentidos. En medio del indecible terror que llenaba el corazón del dragón que había osado cruzarse en el camino de un titán, Jack sólo pudo pensar: «Me ha visto».
El aire pareció cargarse todavía más de aquella extraña electricidad estática que recorría su piel como un millón de hormigas diminutas. La tensión comenzó a subir de pronto y Jack entendió, horrorizado: «¡Se está acercando a mí!». ¿Para qué? ¿Para «verlo» mejor? ¿Para comunicarse con él? En cualquier caso, Jack supo, de pronto, que de ningún modo quería que Yohavir se aproximase más. Y el terror inundó cada fibra de su ser, el terror a algo que era tan inconmensurable y poderoso que no quería mirarlo a la cara. Instintivamente, se revolvió, tratando de escapar, como un animalillo acosado… y los vientos no pudieron ya sostenerlo. Con un rugido de pánico, Jack cayó al vacío, pataleando desesperadamente. Tuvo la sensación de que algunas ráfagas de viento trataban de levantarlo de nuevo, sin éxito, y lo siguiente que sintió fue el golpe brutal que produjo su cuerpo al caer al mar.
Perdió el sentido casi al instante.
—¡Rápido, que venga alguien! ¡El dragón tiene problemas!
Los magos se volvieron hacia la escalera. Allí, muy alterado, se hallaba un joven que vestía las ropas de la Iglesia de los Tres Soles. La mayor parte de ellos se preguntó qué hacía un novicio de los Tres Soles en la Torre de Kazlunn, pero alguno lo reconoció como el mensajero que había llegado desde Nanhai aquella misma tarde, para entregar un mensaje a Jack.
Qaydar era de los que no estaban al tanto de la presencia del mensajero en Kazlunn, pero no perdió tiempo en averiguaciones acerca de su identidad.
—¿Qué pasa con Jack? —exigió saber.
—¡Salió volando hacia el ojo del huracán, señor Archimago! —respondió el chico, nervioso—. ¡Lo hemos visto todo desde la ventana! ¡Acabamos de verlo precipitarse hacia el mar!
Reinó un silencio de piedra, solo roto por el rugido de la tempestad. Todos sabían lo que implicaban las palabras del mensajero. Ya era un suicidio lanzarse al agua un día sereno, puesto que las poderosas mareas que regían los océanos idhunitas arrojaban contra los acantilados a cualquiera que se bañase en ellas, con una violencia brutal. Aquella noche, ni siquiera un dragón lograría vencer la fuerza de las aguas.
—¡Haced algo, por todos los dioses! —insistió el mensajero—. ¿No se supone que sois hechiceros?
—Voy contigo —dijo Qaydar—. No sé cómo diablos voy a sacar al chico de ahí, pero lo voy a intentar.
Sin embargo, una mano húmeda lo detuvo antes de que pudiera dar un paso. Qaydar se volvió.
—Dablu —murmuró el mago, al reconocer al único hechicero varu que habitaba en la torre—. ¿Qué pasa?
«Quedaos aquí, Archimago», dijo el varu. «Y salvaguardad la torre. Si alguien puede rescatar al dragón, ese soy yo».
—Ni hablar, Dablu. Esta noche el mar es un peligro, incluso para un varu.
«Pero es lo único que podemos hacer; tal vez vos podáis sacarlo del mar con vuestra magia, pero tardaréis demasiado tiempo en encontrarlo, y para entonces será tarde. Jack es el último dragón de Idhún: su vida vale más que la mía».
Qaydar abrió la boca para responder, pero no tuvo tiempo, porque una nueva embestida del viento hizo crujir, otra vez, los cimientos de la torre. Los magos lanzaron exclamaciones de advertencia; alguien dijo que su magia le estaba fallando, y el Archimago respiró hondo y asintió, comprendiendo que su gente lo necesitaba allí abajo.
—Bien; ten cuidado, Dablu.
El varu no respondió. Siguió al joven mensajero escaleras arriba. Cuando ambos abandonaron el sótano, los hechiceros volvieron a centrarse en su tarea, aunque sus pensamientos acompañaban al dragón que había caído al mar embravecido, y al varu que se iba a jugar la vida para rescatarlo.
El mago y el novicio subieron hasta el sexto piso, donde las ventanas no habían sido selladas por los magos, y los suelos estaban inundados. Dablu movió la cabeza mientras se deslizaba con rapidez sobre el suelo mojado.
«Baja otra vez y diles que necesitamos que alguien cierre las ventanas de los pisos superiores», le indicó al muchacho. «Las olas golpean cada vez más alto».
—Pero, si sellan todas las ventanas, ¿cómo vas a regresar?
«No te preocupes por eso. Anda, ve, y regresa luego con los otros no iniciados. Soy un varu, estaré bien en el agua».
Tras una breve vacilación, el novicio asintió y dio media vuelta, dejándolo a solas.
Dablu se acercó a la ventana, pegado a la pared para que el viento no le hiciera perder el equilibrio. Cuando alcanzó la abertura más próxima, se despojó de su túnica de mago, que estaba ya empapada, y rebuscó en sus saquillos hasta encontrar las correas que todos los varu utilizaban cuando se desplazaban por el agua. Como necesitaban brazos y piernas para nadar, cualquier cosa que quisieran transportar con ellos debía ir sujeta a su espalda, y por ello, las correas eran tan necesarias para ellos como los zapatos para los humanos que caminaban sobre el suelo. Dablu se las ajustó al cuerpo, sonriendo interiormente, como cada vez que lo hacía. Estaba muy orgulloso de ser un mago y vivía en la torre, sirviendo a la Orden Mágica, voluntariamente; pero todos los varu, incluso aquellos que llevaban muchos años habitando entre las razas terrestres, echaban de menos el mar.
Una vez estuvo listo, se encaramó al alféizar de la ventana, sujetándose con fuerza para no ser arrastrado por el furioso vendaval, y miró hacia abajo.
La vista era sobrecogedora. A la altura de la torre había que añadir un impresionante acantilado, a los pies del cual las olas batían con furia contra unas rocas que desde allí parecían minúsculas pero que, Dablu lo sabía muy bien, en realidad eran inmensas. Un poco más allá, en el horizonte, una gigantesca ola se preparaba para estrellarse contra la costa. Dablu calculó que sería lo bastante alta y, aún bien sujeto al alféizar, aguardó.
Cuando la ola chocó contra el acantilado, su cresta alcanzó casi el séptimo piso de la torre. Dablu no se arredró ante la violenta muralla de agua que ocupó su campo de visión por unos instantes. Se sujetó con fuerza y se pegó a la pared, resistiendo la embestida; y, cuando las aguas se retiraron de nuevo, se soltó, y se dejó arrastrar por ellas.
Momentos más tarde luchaba contra las poderosas corrientes de agua que sacudían el fondo marino. Como todos los varu, podía respirar en el elemento líquido, por lo que no tenía miedo de ahogarse; sin embargo, las olas podían llevarlo a estrellarse contra la escollera, si no era capaz de resistirse a ellas.
Sabía que, más abajo, el mar debía de estar en calma, porque lo que lo movía era el viento, y no algún movimiento sísmico procedente del lecho marino. Por tanto, lo primero que hizo fue descender todo lo que pudo, hasta aguas más tranquilas.
Y, una vez allí, lanzó una señal.
Como muchas criaturas marinas, los varu tenían la capacidad de emitir señales de ultrasonidos que los orientaban en el agua. Dablu sabía que la tempestad nublaría sus sentidos subacuáticos, pero esperaba que el cuerpo de un dragón, lo bastante grande como para ser detectado con relativa facilidad, no le pasara desapercibido.
Cuando la señal regresó, creando en su mente un mapa de la zona, Dablu frunció el ceño, preocupado. No había ni rastro del dragón. No obstante, sí había un cuerpo a la deriva: un cuerpo que, por su forma y tamaño, debía de ser humano o similar. También era posible que se tratara del tronco de un árbol arrancado por el vendaval, pero el varu no podía arriesgarse a ignorarlo. Se impulsó con todas sus fuerzas en aquella dirección.
Nadando siempre por la parte más profunda, Dablu llegó por fin al lugar donde estaba el cuerpo. Una nueva oleada de ultrasonidos le permitió localizarlo con mayor precisión e identificarlo, sin lugar a dudas, como un cuerpo humano. Se impulsó hacia arriba y lo vio un poco más allá, arrastrado por las corrientes submarinas.
Lo alcanzó en un par de brazadas y, al sujetarlo entre sus largos brazos, los reconoció al instante: era Jack.
Dablu no perdió tiempo. Posó sus labios sobre los de él y empezó a insuflarle aire ininterrumpidamente, filtrado por las agallas que todos los varu poseían a ambos lados de la cabeza. Por fin, el joven tosió bajo el agua y abrió la boca para respirar, pero Dablu no se lo permitió. Todavía haciéndole la respiración artificial, lo sostuvo quieto bajo el agua hasta que él recuperó la conciencia y lo miró, asustado y desorientado.
«Aguanta la respiración, muchacho», le dijo el varu. «Voy a sacarte de aquí».
Jack asintió débilmente. Dablu se lo cargó a la espalda y lo ató a su cuerpo con las correas. Jack no pudo hacer otra cosa que dejar caer la cabeza sobre la espalda del varu y dejarse llevar.
Había sido Yber el encargado de subir a sellar las ventanas de los pisos superiores, por la sencilla razón de que, como era el más pesado, el viento no podía arrastrarlo. Pero era difícil hacerlo cuando el agua no cesaba de golpearlo. Esforzándose por no perder la concentración, el gigante fue cerrando, una por una, las ventanas de las habitaciones exteriores. Sin embargo, cuando iba a aplicar el hechizo de cierre a la última de las ventanas del sexto piso, sintió una débil llamada en su mente.
Frunció el ceño y sacudió la cabeza. De todas las razas de Idhún, probablemente los gigantes fueran los menos sensibles a los estímulos telepáticos, y por eso lo que para un varu, un shek o, incluso, un szish, habría sido un potentísimo grito de socorro, para él no fue más que un tenue susurro en un rincón de su conciencia.
Pero la llamada se repitió, e Yber la percibió en esta ocasión con más claridad. Intrigado, asomó su pétrea cabeza por la ventana y miró a su alrededor.
Y vio a Dablu, el varu, pegado a la húmeda pared de la torre, junto a la ventana, a siete pisos de altura, con Jack aferrado a su espalda, ambos colgando precariamente sobre el impresionante acantilado.
Cuando Jack despertó, estaba empapado y temblaba de frío. A su alrededor, la gente hablaba en susurros respetuosos, a excepción de una voz que daba órdenes sin parar:
—¡Encended un fuego y traed una manta! ¡Llamad a un curandero y, por todos los dioses, dejadlos en paz!
Tiritando, Jack abrió los ojos y miró a su alrededor, desorientado. Se encontraba en el vestíbulo principal de la Torre de Kazlunn, tendido en el suelo, sobre un charco de agua. A su lado, también empapado, y visiblemente agotado, se hallaba el hechicero varu. Y el resto, magos y no iniciados, se habían congregado en un círculo en torno a ellos. Qaydar intentaba alejarlos para que Jack y el varu tuvieran un poco más de espacio.
—¿Qué ha pasado? —pudo decir Jack, en un susurro.
Alguien le echó una manta sobre los hombros. Qaydar se inclinó junto a él y lo miró a los ojos.
—Estás loco, Jack.
Y Jack recordó todo de golpe. Abrió los ojos al máximo y trató de incorporarse, aunque estaba tan exhausto que no lo consiguió.
—¡Yohavir! —exclamó, con una nota de terror en su voz—. ¿Dónde está? ¿A dónde ha ido?
El Archimago dejó caer una mano sobre su hombro, y Jack se sintió inmediatamente más calmado, como si lo hubiesen sedado. Aún pudo decir, antes de caer dormido otra vez:
—Tan grande…
—… por un increíble golpe de suerte, el ciclón no llegó a pasar por encima de la torre. Se detuvo en el mar y luego siguió hacia el sur. Si no se ha desviado, probablemente habrá tocado tierra a la altura del monte Lunn.
—Con todos mis respetos, señor, no creo que fuera un golpe de suerte. Nosotros vimos cómo Yandrak alzaba el vuelo y se hundía en el mismo corazón del tornado para enfrentarse a él. Inmediatamente, el tornado se detuvo y luego cambió de dirección.
Hubo murmullos teñidos de un temor reverencial. Jack abrió los ojos, poco a poco.
Se encontraba en una butaca junto al fuego, envuelto en una cálida manta, en un rincón de una de las salas de reuniones de la torre. Miró a su alrededor, desorientado, y vio que Qaydar y los demás también se encontraban por allí. Parecían agotados, pero también bastante más relajados que la última vez que los había visto, por lo que dedujo que el peligro había pasado ya. Sacudió la cabeza para despejarse un poco más, y entonces un rostro azulado apareció ante el suyo: un rostro de piel de anfibio y enormes ojos acuáticos.
«Hola», sonrió el varu. «¿Te sientes mejor?».
—Me has salvado la vida —recordó Jack, aún un poco aturdido—. Muchas gracias…
Se detuvo y lo miró, azorado, al darse cuenta de que, aunque lo conocía de vista, no sabía su nombre.
«Dablu», lo ayudó él.
—Dablu —repitió Jack—. No voy a olvidarlo —le prometió.
El se encogió de hombros.
«No tiene importancia. No tiene nada de particular que un varu saque un pielseca del agua. Lo hacemos constantemente».
—¿Pielseca? —repitió Jack, casi riéndose.
«Así llamamos a los que vivís en tierra firme».
—Jack —lo llamó la voz de Qaydar.
El joven se volvió. Por lo visto, el Archimago los había enviado a todos a colaborar en el arreglo de los desperfectos, porque se habían quedado solos los tres en la habitación.
—Veo que ya estás consciente. Tal vez puedas explicarme ahora qué hacías ahí fuera, volando hacia el huracán.
Jack meditó un momento la respuesta.
—Te dije que no era un simple tornado —recordó—. Lo único que hice fue plantarme ante él y hacerle señales. Supongo que se dio cuenta de que estaba ahí y…
Se interrumpió, y su rostro se cubrió con una sombra de temor. Qaydar lo miró, preocupado.
—Me pregunto —dijo con suavidad— qué puede haber en este mundo que pueda intimidar a un dragón.
Jack dejó escapar una risa sarcástica.
—«Intimidar» no es la palabra que yo usaría, Qaydar, no seas tan delicado. Estoy muerto de miedo. Y tú también lo estarías, si hubieses visto de cerca lo que ha estado a punto de aplastarnos hoy.
—¿Qué aspecto tiene… de cerca?
—No tiene aspecto. No es algo que uno pueda apreciar con los sentidos, pero da igual… sabes que está ahí y que puede destrozarte sin darse cuenta. Y eso que probablemente no tenía intención de herir a nadie.
Qaydar guardó silencio durante un largo rato.
—Antes, cuando Dablu te trajo, pronunciaste el nombre de Yohavir. ¿Te referías al dios?
—¿A qué otro si no? Hace unos meses, cuando regresamos de luchar contra Ashran en la Torre de Drackwen, os hablé de lo que era él, y de lo que había supuesto su derrota… a nivel cósmico. Os anuncié que llegarían los dioses para destruir al Séptimo, y nadie me creyó. Y, si alguien lo hizo, desde luego no pensó que los Seis supusieran ninguna amenaza. Bien, no sabemos qué aspecto tiene un dios. Los imaginamos semejantes a nosotros, pero… ¿realmente lo son? ¿Podría el Archimago más poderoso crear o construir un mundo entero?
Qaydar negó con la cabeza.
—Que yo sepa, ninguno de los textos sagrados dice que Yohavir sea un gigantesco ciclón.
—Porque no lo es. El ciclón es un efecto de su presencia allí. ¿Conoces la leyenda del origen de Kash-Tar? Nos la contó Kimara cuando estuvimos allí. Se dice que el dios Aldun descendió al mundo en el principio de los tiempos, para contemplar de cerca la creación. El fuego que generó su simple presencia bastó para hacer arder todo Awinor. La tierra de los dragones se recuperó, pero Kash-Tar es un desierto desde entonces.
Qaydar inclinó la cabeza.
—Conozco la leyenda; los feéricos la relatan a menudo para no olvidar nunca el poder destructor del fuego, y que sólo la madre Wina es capaz de hacer crecer la vida donde no hay nada. Como en el caso de Awinor, supongo.
Jack asintió.
—Todos los dioses son energía, magia si lo prefieres: una acumulación de energía tal que altera de forma brutal el elemento por el que se mueve, y que cada uno de ellos considera como propio. La misma Victoria se dio cuenta de ello.
—Esa era otra de las cosas que quería preguntarte. ¿Dónde está Victoria? La hemos buscado por toda la torre.
—Está en un lugar seguro, Qaydar. Le pasó algo extraño cuando se acercó Yohavir. Fue como si se cargara de energía, como si succionara más magia de la que era capaz de soportar. Tuvimos miedo de que eso la hiciera estallar y…
—¿Tuvimos? ¿Tú y quién más?
Jack sostuvo su mirada, sereno y resuelto.
—Yo y Kirtash.
—¿Has permitido que ella se fuera con esa serpiente? —casi gritó Qaydar.
—La he obligado a que se fuera con él. De haberse quedado, ahora estaría muerta. Lo que casi nos pasa por encima era el dios Yohavir, pero te recuerdo que aún faltan otros cinco dioses más por manifestarse; cuatro, si mis fuentes no se equivocan y es cierto que Karevan se ha dejado caer por Nanhai. No puedo arriesgarme a que Victoria se tope con otro dios y su cuerpo no sea capaz de resistirlo.
—Mientras no se transforme en unicornio ni use el báculo, ella no tiene por qué…
—¡Pero lo estaba haciendo, Qaydar, es lo que trato de decirte! Su esencia de unicornio absorbía la energía incluso bajo forma humana. Imagina la inmensa cantidad de magia que debía de haber en el ambiente. Imagina algo capaz de afectar de esa manera a Victoria, y luego dime que no es un dios.
Qaydar se dejó caer en la butaca, junto a él.
—No puedo creerlo —musitó.
—Yo, sí. Sobre todo ahora que lo he experimentado en mi propia piel.
—¿Qué podemos hacer al respecto?
«Dar media vuelta y salir corriendo», pensó Jack, pero no lo dijo en voz alta.
—Por el momento, he enviado a Victoria a la Tierra. Allí estará a salvo. Por otro lado, creo que lo que debemos hacer es intentar comunicarnos con ellos, con los dioses. No sé si sacaremos algo en limpio, pero al menos puede que logremos que se den cuenta de que estamos aquí. Puede que se retiren a un lugar no habitado para hacer… lo que quiera que hayan venido a hacer. Todavía no sé muy bien cómo, ni por qué, pero creo que en el Gran Oráculo hay algo que puede darme una pista sobre todo este asunto, así que, en cuanto recupere las fuerzas y me asegure de que todo está en orden aquí, partiré hacia Nanhai.
«¿Y qué pasa con Yohavir?», preguntó entonces Dablu, que había estado callado durante toda la conversación, escuchando.
Jack movió la cabeza.
—Que yo sepa, no hay nada que podamos hacer, salvo avisar a todo el mundo para que estén al tanto y evacuen las zonas habitadas.
—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? No sabemos hacia dónde se dirige.
Jack se acarició la barbilla, pensativo.
—Ahí está la cuestión —murmuró—. Se dirige a algún lugar en concreto.
«Si yo fuera un dios creador», intervino Dablu, «y regresara al mundo después de muchos milenios de ausencia, me acercaría a visitar a mis criaturas…, no sé, para ver cómo les va».
—¿Y arrasar su tierra bajo un ciclón devastador? —dijo Qaydar, perplejo—. ¿Qué clase de dios creador haría eso?
—Uno que no fuera consciente de que su presencia no puede ser tolerada por los mortales —replicó Jack, con un estremecimiento—. Cuando estuve allí arriba no me pareció que Yohavir fuese malvado o tuviese mala intención. Simplemente… él estaba allí, y yo también. Es como cuando damos un paseo por el campo, sin ser conscientes de los cientos de pequeñísimas criaturas que aplastamos bajo nuestros pies.
—¿Y cómo no se dan cuenta de eso?
—No se dan cuenta, y punto. O puede que sí se den cuenta, pero en el fondo no les importe, o no les parezca tan grave, no lo sé. Lo que está claro es que Yohavir se mueve, y puede que Dablu tenga razón y quiera echar un vistazo a sus criaturas antes de enfrentarse al Séptimo. En ese caso…
Los tres cruzaron una mirada.
—Celestia —dijo Qaydar.
Jack se levantó de un salto.
—¡Celestia! Hemos de avisarles. Tenemos que… —se interrumpió de pronto—. Zaisei está allí —dijo, recordando que hacía apenas un par de días había enviado un mensaje a Rhyrr, confirmando a las sacerdotisas que Victoria había despertado—. Y también la Venerable Gaedalu —añadió, esperando que eso hiciera reaccionar a Qaydar.
Funcionó. El Archimago se incorporó.
—Hay un globo de comunicación en Rhyrr —dijo—. Si el mago que se encargaba de su mantenimiento no ha descuidado su trabajo, podremos ponernos en contacto con ellos antes del segundo amanecer.
El poder estaba ahí, en su interior. Assher sólo tenía que sentirlo, palpitando en algún rincón de su ser, y concentrarse para sacarlo fuera.
Eso era fácil, en apariencia. Pero a la hora de la verdad resultaba difícil controlarlo. A menudo utilizaba más energía de la que necesitaba, y terminaba agotado. Otras veces, en cambio, se reprimía tanto que la magia que salía de él era débil y endeble.
El hecho de que Isskez no tuviera demasiada paciencia no facilitaba las cosas.
Aquella tarde era una de esas tardes. Assher se hallaba en la cabaña de Isskez, su maestro, realizando los ejercicios que él le proponía. Ahora se trataba de congelar el agua contenida en una vasija. Assher lo había intentado ya dos veces, pero en la primera ocasión apenas sí había logrado enfriarla un poco, y después había utilizado tanta magia que incluso había congelado el suelo a su alrededor. A él le había parecido un gran progreso, pero a su maestro no le había gustado.
—Bien, has congelado el agua y todo lo demás… ¿y ahora, qué? Ahora serás incapaz de realizar cualquier otro hechizo, por lo que no te habría servido para nada… ahora mismo estarías muerto, muchacho.
Descongeló el agua del cuenco y volvió a colocarlo en su lugar.
—Ahora tendrás que repetir el ejercicio, a pesar de que…
No terminó la frase. Una sombra sutil se había detenido a la entrada de la cabaña, y una suave fragancia floral inundó el interior.
Isskez se echó de bruces ante ella. Assher se quedó sin aliento, como cada vez que la veía.
—Fuera de aquí —dijo Gerde sin alzar la voz—. Déjame a solas con el chico.
El szish obedeció. Assher permaneció quieto, temblando, mientras Gerde entraba en la cabaña y se sentaba en el suelo, frente a él. Le sonrió.
—Parece que no progresas mucho —le dijo.
Assher apenas se dio cuenta de que el hada estaba hablando en el idioma de los szish, en lugar de utilizar el idhunaico común. Empleó su lengua materna casi sin darse cuenta.
—No… Os suplico vuestro perdón, mi señora. Soy muy torpe en el uso de la magia, pero prometo…
—No es necesario que te disculpes —sonrió ella—. No es culpa tuya. Los hechiceros szish no dominan el idhunaico arcano ni poseen un dialecto propio adecuado para la magia. Por eso les cuesta mucho más controlarla.
Assher bajó la cabeza, sin saber qué decir. Se había sonrojado, y el corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas lograba oír las palabras del hada.
Gerde tomó la mano del szish y la alzó ante ella. Assher dio un respingo y empezó a temblar.
—¿Qué? —preguntó ella, con suavidad.
—Estáis cálida —dijo él, y se arrepintió enseguida de haber dicho algo tan estúpido.
—Soy un hada —respondió Gerde, dulcemente—. Una sangrecaliente, como decís vosotros. ¿Por qué no habría de ser cálida?
—No quería decir eso. Es solo que… no pensé que el contacto con una piel cálida pudiera ser tan agradable.
Aquello era todavía peor que lo anterior. Assher se maldijo a sí mismo por no haber controlado su maldita lengua bífida.
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.
—A veces odiamos lo que es diferente a nosotros —dijo en voz baja—. Pero muy a menudo se debe a que tenemos miedo de lo que no conocemos, de lo que es distinto. Y es porque, en el fondo… tememos que nos guste. Yo, por ejemplo, siempre creí que odiaba a las serpientes… hasta que las vi surcando los cielos de Idhún. La primera vez que vi un shek sentí horror y rechazo y, sin embargo, era tan hermoso… Tampoco yo pensé que pudiera ser agradable. Pero sí, hay algo distinto en un corazón frío. Algo que puede atraer a una sangre-caliente como yo —añadió, y sonrió, perdida en recuerdos pasados.
—Un corazón frío… ¿como el mío? —se atrevió a preguntar Assher.
Gerde respondió con una carcajada cantarina; no era una risa burlona, sin embargo, sino alegre.
—Tal vez… ¿por qué no? Pero todavía eres muy joven. No sufras; en unos pocos años serás ya un szish adulto, mientras que yo seguiré teniendo este mismo aspecto. Puede que entonces las cosas puedan ser distintas entre nosotros, pero de momento no he venido hasta aquí buscando eso de ti.
Assher enrojeció todavía más y bajó la cabeza, avergonzado. Pero Gerde le hizo alzar la mirada para clavar sus ojos en los del muchacho.
—Eres mi elegido, Assher —le dijo, con dulzura—. Eso quiere decir que tengo grandes planes para ti, y que estaré cerca de ti durante mucho tiempo. ¿Eso te gustaría?
—Sí —respondió Assher con fervor—. Me gustaría muchísimo.
—Entonces, de ahora en adelante yo seré tu maestra. Avanzaremos mucho más rápido si formulas tus hechizos en idhunaico arcano.
Assher torció el gesto.
—¿Tengo que aprender el idioma de los sangrecaliente?
Muchos szish lo aprendían, para poder comunicarse con sus aliados sangrecaliente; tenían muchos entre los humanos, sin ir más lejos. Pero hablaban un idhunaico con un fuerte acento, remarcando mucho los sonidos sibilantes; y, por descontado, no les gustaba tener que hablar la lengua de sus enemigos.
—Yo soy una hechicera sangrecaliente —replicó Gerde—. Pero también conozco el idioma y las artes mágicas de los sangrefría. Y te aseguro que están muy lejos de alcanzar nuestro nivel.
Mientras hablaba, acarició el suelo con la yema del dedo. El hielo conjurado por Assher se derritió al instante, y en su lugar empezaron a crecer florecillas de color azul, de una belleza sencilla pero innegable. Gerde trazó un círculo de flores en torno al cuenco, y después rozó la superficie del agua con la punta de la uña. Todo el líquido se congeló al instante, pero el cuenco permaneció intacto.
—¿Lo ves? —dijo el hada—. Esto, que puede hacerlo cualquier aprendiz sangrecaliente, les cuesta años a los hechiceros szish. Y no porque sean más torpes o menos poderosos. Es que no utilizan el lenguaje adecuado. Jamás subestimes el poder de las palabras, Assher.
—Pero… —balbuceó él—, si no habéis pronunciado ninguna fórmula mágica…
—Pero la he pensado. A simple vista, las palabras pueden parecer más poderosas si las verbalizas, pero todo tiene relación. El pensamiento está relacionado con el lenguaje: cuanto mejor dominamos una lengua, más claros y complejos son también nuestros pensamientos. Yo puedo ejecutar mis hechizos mentalmente, porque cuando era una aprendiza pasé horas pronunciándolos en voz alta. Porque con esas palabras di forma a mis pensamientos. Los hechiceros szish intentan saltarse la parte de las palabras, y con ello no aprenden más deprisa, sino al contrario.
—¿Y los sheks? —preguntó Assher, fascinado—. ¿Por qué sus pensamientos sí tienen más poder que nuestra palabra hablada?
—Porque ellos son maestros en ese arte, mi joven serpiente. Su mente es tan vasta y tan compleja que no necesitan de las palabras para comunicarse. Y sus pensamientos, sus ideas, no se forjan con lo que oyen, o con lo que hablan, sino a través del contacto con los pensamientos de otros sheks. Ellos tienen la red telepática. Nosotros, en cambio, solo tenemos el lenguaje.
—Entiendo —asintió Assher.
—Y hablando de sheks… —dijo entonces Gerde de pronto, con una nota divertida en su voz.
No había terminado de hablar cuando alguien entró en la cabaña. Assher le disparó una mirada llena de antipatía. Lo reconocía: era el hechicero humano que estaba siempre con Gerde.
—Mi señora —dijo el mago.
—Ahora mismo voy —suspiró ella.
Se puso en pie de un ágil salto y salió de la cabaña, tras él.
Assher se quedó un momento quieto, pero enseguida se levantó también y se asomó para ver qué pasaba.
Había llegado un shek al campamento szish. Se había posado justo en el centro, en la plaza, y había enrollado su cuerpo y replegado las alas para sentirse más o menos cómodo en aquel espacio tan estrecho. Observaba a Gerde con los ojos entornados, pero ella se había plantado ante él y sostenía su mirada con serenidad. Assher se preguntó cómo podía una mujer sangrecaliente soportar la mirada de un shek sin echarse a temblar de terror, y la admiró todavía más. Sintió curiosidad por saber de qué estarían hablando, pero la voz mental del shek no llegó hasta él. El mensaje era solo para Gerde.
«Me envía Eissesh, el señor de los sheks», dijo la serpiente. «Quiere transmitirte un mensaje».
Gerde enarcó una ceja, pero no dijo nada. El shek había captado sus pensamientos acerca del título que se otorgaba Eissesh, y siseó, molesto por la osadía del hada, pero no hizo ningún comentario al respecto.
«A las tierras del norte han llegado noticias de que estás consagrando nuevos magos entre los szish», prosiguió el shek. «Eissesh supone que has conseguido el cuerno del último unicornio».
«Así es», pensó Gerde.
«Exige que acudas inmediatamente a su presencia y que le entregues el cuerno. Un objeto tan poderoso no debe estar en manos de una feérica…».
«¿Exige?,» repitió Gerde, con peligrosa tranquilidad. «¿A mí?.»
El shek iba a replicar, pero, por alguna razón, no fue capaz. Los pensamientos de Gerde estaban impregnados de algo frío y oscuro, tan frío y oscuro que rivalizó con la propia esencia de la serpiente y, finalmente, le hizo inclinar la cabeza, temblando.
—Le dirás esto a Eissesh —dijo Gerde en voz baja—: le dirás que él no es el rey de los sheks. Que la soberana de los sheks es Ziessel y que, acerca del cuerno y de cómo utilizarlo, solo hablaré con ella, si es que en algún momento decido hablar con alguien. ¿Me has entendido?
El shek entrecerró los ojos. La mirada de Gerde lo intimidaba, y su gesto, serio y sereno a la vez, le inspiraba un horror profundo e irracional.
«Graba bien en tu memoria esta conversación», pensó Gerde. «Todos sus detalles. Mi tono de voz, mi mirada, mis palabras… todo. Y transmíteselo a Eissesh… íntegramente. Si es listo, sabrá que no debe volver a pedirme explicaciones por nada de lo que haga».
La serpiente bajó la cabeza.
«Pero Ziessel…», empezó. No fue capaz de seguir.
«Ziessel no está», dijo ella. «Espero poder confirmar pronto cuál es su situación y, si resulta que ha muerto, entonces podremos empezar a pensar en su sucesor. Pero no ahora».
El shek temblaba. Gerde sabía que su mente estaba tratando de encontrar una explicación racional a lo que estaba sucediendo, al hecho de que una maga sangrecaliente lo intimidara de aquella manera. Sonrió.
«No te preocupes», le dijo. «Eissesh tendrá noticias mías muy pronto».
Kimara contemplaba el cielo con fastidio y un poco de desesperación. El viento sacudía las ramas de los árboles y arrastraba las nubes sobre las cúpulas de la Ciudad Celeste a una velocidad de vértigo, llenando sus oídos con un molesto silbido. Y no parecía que aquello fuera a mejorar.
Kimara no tenía miedo. En Kash-Tar se había enfrentado a tormentas de arena mucho más violentas que aquel furioso viento que azotaba Rhyrr. El único problema era que, mientras el viento no se calmase, la flota de dragones artificiales tendría que permanecer parada.
Habían llegado a Rhyrr la víspera anterior; debían haber partido aquella misma mañana, con el primer amanecer, pero el fuerte viento había impedido que los dragones despegasen. De modo que allí estaban, esperando.
La joven había estado por primera vez en Rhyrr hacía casi un año, cuando había viajado de Kash-Tar a Nurgon para entrevistarse con Alexander, a petición de Jack. Sin embargo, no había tenido tiempo entonces para visitar la ciudad, por lo que aprovechó aquella mañana para dar una vuelta; pero se aburrió enseguida. Los edificios eran casi todos iguales, blancos y azulados, con cúpulas y suaves formas redondeadas. Lo que más le había llamado la atención habían sido las altísimas torres a las que solían subir los celestes para contemplar el firmamento, o lo que quiera que hicieran allí arriba, pero no le habían permitido subir. El viento soplaba con demasiada fuerza, y era peligroso.
Ahora estaba allí, sentada junto a la ventana, esperando. El alcalde les había proporcionado alojamiento a todos los pilotos, y hasta había hallado un lugar donde guardar todos los dragones, bajo la enorme cúpula de un antiguo templo a las afueras de la ciudad. Kimara sabía que sus compañeros habían salido a recorrer la ciudad, pero todavía no los conocía lo bastante como para unirse a ellos. Por el momento, prefería estar sola, aunque ello resultase sumamente aburrido.
En aquel momento, alguien llamó a la puerta, con la suavidad y delicadeza propias de los celestes.
—¡Adelante! —respondió Kimara, incorporándose un poco.
La puerta se abrió, y un joven celeste se asomó con timidez.
—¿Eres Kimara, la hechicera?
Ella lo miró sorprendida. Estaba acostumbrada a que la llamaran «Kimara, la semiyan» o «Kimara, de los Nuevos Dragones».
—Supongo que sí —dijo, con cautela—. Aunque en realidad soy sólo una aprendiza y…
—Pero posees el don de la magia, ¿verdad? —Kimara asintió—. Entonces no hay tiempo que perder. Me envía el alcalde. Necesitamos tu ayuda.
El globo de comunicación era una gran esfera apoyada sobre un pedestal finamente labrado. Parecía una perla gigantesca, de suaves tonos grises y cambiantes. De vez en cuando, emitía una leve luz rojiza, pulsante, como una llamada silenciosa.
—Se ha activado esta mañana —dijo Ba-Min, el alcalde de Rhyrr, un celeste algo más alto que la mayoría de los de su raza, y algo más viejo de lo que aparentaba—. Hay alguien que intenta ponerse en contacto con nosotros, pero no podemos responderle; sólo un mago puede usar el globo, y no nos queda ninguno en la ciudad.
Kimara lo contempló, indecisa.
—He de aclarar, antes que nada, que no sé cómo se utiliza esto —confesó—. Hace muy poco que soy maga.
—Lo sé. Hemos oído hablar de ti. Dicen que eres la primera maga consagrada por Lunnaris, el último unicornio.
Kimara inclinó la cabeza. Lo cierto era que no le gustaba hablar del tema. No era que no apreciara lo que Victoria había hecho por ella, pero a menudo tenía la impresión de que, sin quererlo, había cargado sobre sus hombros una responsabilidad que ella no había pedido.
—Pero eso no me hace especial. Será mejor que enviéis a alguien a avisar a Vankian, el otro hechicero de mi grupo. Sin duda él sabrá qué hacer con esto.
—Ya lo hemos hecho, pero no lo encontramos. Entretanto, y por si no aparece, agradecería que lo intentaras, si es posible.
Kimara suspiró y acercó la palma de la mano al globo de comunicación. Los destellos rojizos se hicieron más intensos.
—Za-Kin solía posar las manos sobre el globo —recordó el alcalde—. Después cerraba los ojos y se concentraba… tal vez pronunciara algunas palabras mágicas, no lo sé.
—¿Y dónde está Za-Kin ahora? —preguntó Kimara.
Ba-Min movió la cabeza, pesaroso.
—Partió de Rhyrr hace un par de años y no ha regresado aún. Ni siquiera sabemos si vive todavía.
Kimara suspiró de nuevo.
—De acuerdo, lo intentaré.
Colocó las palmas de las manos sobre el globo de comunicación, como el alcalde le había indicado. Después, cerró los ojos y trató de concentrarse.
Fue mucho más fácil de lo que había imaginado. En su mente se materializó de pronto la imagen de una especie de ventana. Kimara supuso que tendría que abrirla, por lo que pronunció la palabra «Ábrete» en idioma arcano… y la ventana de su mente se abrió de pronto, inundándola de una luz cegadora. Kimara ahogó un grito y retrocedió, apartando las manos del globo. Para cuando abrió los ojos, la luz rojiza del artefacto se había vuelto estable por completo, y en el centro del globo aparecía, nítidamente, la imagen de Qaydar, el Archimago.
—¡Maestro! —exclamó Kimara, sorprendida.
—¿Kimara? —dijo Qaydar, al reconocerla—. ¿Qué haces en Rhyrr?
—Vamos de camino a Kash-Tar. ¿Qué sucede? ¿Qué es tan importante?
El rostro de Qaydar se ensombreció.
—Tenéis que evacuar la ciudad, refugiaros en las montañas. Algo ha pasado por Kazlunn, algo sumamente destructivo, y se dirige ahora hacia Celestia.
—¿Algo? —intervino Ba-Min, serio—. ¿A qué os referís, Archimago?
—Ba-Min —saludó Qaydar—. Hacía mucho tiempo que no hablábamos, y siento ser portador de tan malas noticias. No podemos confirmar su naturaleza con certeza, pero sí podemos decir que, sea lo que sea, genera algo a su alrededor, un huracán, un tifón, como queráis llamarlo. Ha llegado desde el mar y ha tocado tierra por Kazlunn. Por poco arranca la torre de cuajo. Debéis poneros todos a salvo, y proteger a la Venerable Gaedalu…
—La Venerable Gaedalu ya no se halla en la ciudad. Ella y sus sacerdotisas partieron de aquí hace unos días, en dirección a Gantadd.
—Pues enviad a alguien a avisarlas, porque las alcanzará de todas formas.
—Tal vez a la altura de Haai-Sil. Oh, no, los nidos de los pájaros —recordó—. ¿Creéis que los haai podrían resistir ese… huracán que decís que se acerca?
Qaydar negó con la cabeza.
—Ni los nidos de los pájaros ni la mayoría de las casas, alcalde. Hacedme caso: no os quedéis a ver qué ocurre.
—¡Los dragones! —exclamó Kimara—. No hemos podido despegar hoy a causa del viento.
—¡Esa es la primera señal! —exclamó de pronto una voz al otro lado del globo, y Kimara vio ante sí el rostro apremiante de Jack—. ¡Eso quiere decir que teníamos razón, y se dirige a Celestia!
—¡Jack! —dijo ella, encantada de verle otra vez—. ¿Pero qué es exactamente?
La expresión de él se volvió extraordinariamente seria.
—¿Recuerdas lo que te dije cuando te fuiste? ¿Que si veías algo extraño e inexplicable, contra lo que no sabías cómo luchar, echaras a correr? Bien, pues a esto me refería. Ha llegado la hora de dar media vuelta y correr, Kimara. Lo más rápido que puedas.
Antes de que el primero de los soles empezara a hundirse por el horizonte, Kimara ya había localizado a casi toda su gente, y estaban listos para partir. Entretanto, la fuerza del viento se había intensificado; ya había derribado algunos árboles y arrancado tejas en distintas zonas de la ciudad. Para entonces, todos sabían que debían abandonar sus casas antes de la mañana siguiente, y los celestes, llenos de temor e incertidumbre, empaquetaban las cosas que consideraban imprescindibles, mientras se preparaban para huir hacia las montañas, donde las cuevas y las quebradas los protegerían de la furia del huracán. También se habían enviado mensajeros a Kelesban, la ciudad del bosque, el primer lugar de Celestia donde se notarían los efectos del paso de Yohavir, y el más vulnerable también, puesto que pocos árboles resistirían la violencia del tornado.
—Es una locura volar en estas condiciones —había protestado una de las pilotos, moviendo la cabeza con desaprobación, cuando Rimara les expuso el plan.
—Pero no tenemos otra alternativa, porque luego se volverá peor —se impacientó la semiyan—. La cúpula del refugio no resistirá el viento, y los dragones quedarán a la intemperie. El huracán los convertirá en astillas.
—¿Tan grave es?
Kimara no fue capaz de responder de inmediato.
Después de recibir el aviso de Qaydar y Jack, había subido a una de las torres de observación con el alcalde, y juntos habían vuelto la mirada hacia el noroeste.
Y lo habían visto.
Después de aquello, ninguno de los dos tuvo la menor duda de que debían marcharse de allí cuanto antes.
—Es mucho, mucho peor de lo que imaginas —murmuró la semiyan, sombría.
Nadie más tuvo nada que decir. Llenos de oscuros pensamientos, los pilotos se encaminaron hacia el antiguo templo donde guardaban sus dragones. Llegar hasta ellos fue toda una hazaña, puesto que el viento era cada vez más intenso y apenas les permitía avanzar. Cuando alcanzaron el templo, muchos dieron un suspiro de alivio; pero los siniestros crujidos de la estructura del edificio, que sufría ante cada embate del viento, volvieron a llenarlos de inquietud.
—¡A los dragones! —exclamó Kimara—. Vámonos antes de que la ciudad entera salga volando.
Se dispuso a correr hacia Ayakestra, pero alguien la detuvo, cogiéndola por el brazo. Al darse la vuelta, vio que se trataba de Vankian, el otro hechicero del grupo, que la miraba con seriedad.
—Rando no aparece —dijo solamente.
Kimara resopló, molesta.
—Pues tendremos que irnos sin él. ¿Sabes pilotar un dragón?
—No, no sé. Así que, si quieres que nos marchemos sin Rando, tendrás que dejar también atrás a Ogadrak.
Kimara dejó escapar una maldición por lo bajo. Sabía lo valioso que era cada dragón; sabía que debía luchar por cada uno de ellos. Pero, por otro lado, si esperaban a Rando corrían el riesgo de perder la flota entera.
—Voy a buscarlo. Volveré antes de que el tercer sol se ponga del todo, con o sin él. Esperadme hasta entonces.
Se echó de nuevo a las calles, barridas por un vendaval contra el que cada vez era más difícil luchar. La Ciudad Celeste estaba ya desierta, por lo que a duras penas encontró a alguien a quien preguntar. Por fortuna, Rando llamaba mucho la atención. Era un hombre imponente, alto y recio, con una barba adornada con trenzas, al estilo shur-ikaili, puesto que algo de sangre bárbara corría por sus venas, como demostraban las vetas pardas que coloreaban su piel morena, de un tono demasiado suave, no obstante, como para ser apreciadas desde lejos. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de él eran sus ojos, uno castaño y otro verde. Ni siquiera los ganti, mestizos de varias razas, tenían un ojo de cada color. Nadie sabía por qué los ojos de Rando presentaban dos tonalidades distintas y, aunque ello le confería un aire inquietante y misterioso, lo cierto era que su actitud desbarataba completamente aquel efecto: Rando era un hombre directo, franco, vocinglero y algo canalla.
No; definitivamente, nadie que lo hubiera visto habría podido olvidarlo, se dijo Kimara, exasperada.
Por fin lo encontró en una taberna, exigiendo al cantinero que le sirviese más bebida. El celeste pareció muy aliviado cuando vio entrar a Kimara por la puerta.
—¡Por fin! —exclamó—. ¿Vienes a llevártelo? Estoy intentando cerrar, pero tu amigo no quiere marcharse. Están evacuando la ciudad…
—¡Por un poco de aire fresco! —replicó Rando, obviamente borracho—. ¿Es que los celestes tenéis miedo de que se os lleve el viento, tan flacos y ligeros sois?
—Vale ya, Rando —lo cortó Kimara, abochornada, mientras tiraba de él para levantarlo—. Nosotros también nos vamos. —Como el piloto parecía poco dispuesto a marcharse, la joven añadió—. Y nos llevamos a Ogadrak. Vankian dice que está dispuesto a pilotarlo, con tal de salir de aquí —mintió.
—¿Qué? —rugió Rando, incorporándose de un salto—. ¡Ni hablar! ¡Nadie va a ponerle las zarpas encima a mi dragón!
«Ese es el espíritu de los Nuevos Dragones», pensó Kimara, alicaída. Mientras tiraba de él para sacarlo fuera de la taberna, se preguntó, inquieta, cómo pensaba Rando pilotar a su dragón en aquel estado.
Pronto pudo dejar de preocuparse, porque la primera ráfaga de viento golpeó la cara de Rando con tanta violencia que lo despejó del todo.
—¡Eh! —gritó—. ¿Qué pasa aquí?
—¡Que nos estamos jugando el cuello por tu culpa, cretino! —estalló Kimara.
Rando la miró con algo de guasa, sin sentirse ofendido en absoluto, y echó a andar calle abajo.
No tardaron tanto en regresar como Kimara había creído, porque Rando avanzaba ante ella y le hacía de pantalla contra el viento. Alcanzaron el refugio cuando ya todos los pilotos estaban poniendo en marcha sus dragones.
—¡Deprisa, deprisa! —los apremió Vankian—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Antes de subir a su dragón, Kimara dirigió una mirada severa a Rando.
—Si salimos con vida, tú y yo vamos a hablar de esto… muy en serio.
Rando le dedicó una reverencia burlona.
—Cuando quieras, preciosa.
Momentos después, los veinte dragones, uno tras otro, salían del templo y emprendían el vuelo, desafiando al huracán, rumbo al sur.
Para Kimara, fue la noche más larga de su vida.
El viento era tan fuerte que los arrastraba hacia atrás, como frágiles hojas secas, y pronto los dragones se encontraron aleteando furiosamente contra la tempestad. Kimara empujó las palancas con desesperación, pero un golpe de viento la mandó hacia atrás. Ayakestra dio un par de vueltas de campana antes de que la semiyan pudiera recuperar el control. Otro dragón pasó volando junto a ella, arrastrado por el viento. Kimara lo vio dar vueltas sin control en una espiral que lo llevaba directamente a estrellarse contra el suelo. Lanzó una exclamación ahogada, pero trató de concentrarse.
Otra ráfaga de viento hizo crujir a Ayakestra. Kimara hizo batir las alas para elevarse un poco más. Tras una breve lucha, la dragona salió de la corriente de aire. La joven respiró, aliviada, pero no bajó la guardia. Algo se estrelló contra el pecho del dragón, y a Kimara se le escapó un grito de alarma; abrió los ojos al máximo, aterrada, cuando el viento arrastró el objeto junto a una de las ventanas laterales.
Era un trozo de ala de dragón.
Kimara se inclinó hacia adelante y miró a través de la ventanilla delantera, preocupada.
Ante ella volaba uno de los dragones más grandes, un precioso dragón blanco a quien su dueño había llamado Datagar, en honor a uno de los grandes dragones míticos, que había ostentado ese nombre. A su ala derecha, no obstante, le faltaba un trozo; el mismo trozo que le había sido arrebatado por el viento, y donde ahora, perdida la ilusión mágica, se veía un pedazo de armatoste de madera al que le faltaba la lona que lo había recubierto. Horrorizada, Kimara fue testigo impotente de la lenta destrucción de Datagar. El viento le fue arrancando distintos pedazos, primero las alas, luego la cabeza… cuando una ráfaga de viento más fuerte arrebató las piezas del lomo, dejando al descubierto el cuerpo del piloto, Kimara supo que no sobreviviría. Con los ojos arrasados en lágrimas, vio cómo perdía el control y se precipitaba al vacío, junto con los restos de Datagar.
En cuanto cayó el dragón blanco, un brutal golpe de viento atacó a Kimara y la obligó a aferrarse a los mandos con todas sus fuerzas. Hubo una especie de sonido de succión; después otro golpe, algo que se rasgaba… Kimara se atrevió a mirar por la escotilla lateral y comprobó, sin aliento, que acababa de perder media ala.
«No es posible», se dijo. «No puedo morir así».
Con un grito, tiró de las palancas e hizo que Ayakestra batiera las alas con fuerza. El viento la empujó y la zarandeó, pero ella no se rindió. Siguió luchando, aferrando los mandos hasta que le dolieron los nudillos, sin importarle que la dragona volara escorada por la falta de media ala. Cuando, por fin, el viento la escupió hacia delante y la lanzó lejos del vendaval, haciéndole dar varias vueltas sobre sí misma, Kimara se sujetó con fuerza al asiento y rezó a los Seis para que aquello hubiese terminado por fin.
Momentos después, nueve dragones escapaban, maltrechos, en dirección a Awinor, dejando atrás al rugiente vendaval.
El resto no salió de Celestia nunca más.