V
Buenas y malas noticias

Los primeros rayos de luz de Kalinor bañaron el rostro de Jack a primera hora de la mañana. El muchacho parpadeó, somnoliento, pero no tardó en situarse. Bajó la mirada y vio a Victoria, profundamente dormida entre sus brazos, su cascada de bucles oscuros desparramada sobre las sábanas. Se dio cuenta de que le había crecido muchísimo el pelo en todo aquel tiempo. Jack acarició aquel manto de cabello castaño, todavía un poco dormido.

Entonces los detalles de lo que había pasado la noche anterior acudieron a su memoria. Abrió los ojos del todo, bruscamente, y contempló de nuevo a Victoria, entre maravillado y confuso, como si la viera por primera vez. Y sí, había algo distinto en ella, aunque no habría sabido decir el qué, y el apabullante torrente de pensamientos que inundaba su mente le impedía pensar con claridad.

Volvió a cerrar los ojos un momento, disfrutando de la sensación de tener el cálido cuerpo de Victoria tan cerca del suyo. Todavía estaba algo aturdido y le costaba asimilar tantas emociones, y ordenar ideas y sentimientos. Pese a ello, no pudo evitar que una sonrisa iluminase su rostro.

No había sucedido exactamente como él había pensado. Los nervios, la timidez y la inexperiencia habían entorpecido sus movimientos; por suerte, el amor, la ternura y la confianza habían salvado aquella noche de ser un desastre total. Jack suspiró para sus adentros. En el fondo de su ser había temido que Victoria ya hubiese pasado antes por aquello; que Christian, más seguro de sí mismo, mayor y más experimentado, se hubiera adelantado a Jack. Pero había resultado que no: que él, Jack, era el primero. Le había sorprendido gratamente. No solo porque a su orgullo masculino le sentaba muy bien haber obtenido aquel pequeño triunfo sobre su rival, sino también porque, aunque jamás lo confesaría, había sido para él un alivio saber que Victoria no tenía nada con que comparar la experiencia de aquella noche.

Se arrepintió enseguida de aquellos pensamientos, recordando que Christian solía reprocharle, no sin razón, que tendía a tratar a Victoria como si fuera un trofeo que ambos debieran disputarse. Sonrió. «No, Victoria», le dijo a la joven en silencio. «Esto es solo entre tú y yo. Y me siento feliz por haberlo compartido contigo».

Siguió contemplándola, callado, hasta que ella abrió lentamente los ojos, parpadeando. Vio a Jack y le sonrió, todavía desde la bruma que separa el sueño de la vigilia.

—Buenos días —dijo él en voz baja.

Victoria terminó de despejarse, y también ella lo recordó todo de golpe. Jack nunca olvidaría la cara que puso, sus grandes ojos aún más abiertos, un ligero rubor tiñendo sus mejillas.

—Oh… vaya —fue todo lo que dijo.

La sonrisa de Jack se hizo más amplia.

—¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?

Victoria se acurrucó junto a él y se cubrió aún más con la sábana, presa de un súbito pudor.

—Estoy bien… creo.

—Me alegro —dudó un momento antes de añadir—. No… no ha sido como imaginábamos, ¿verdad?

—No, ha sido un poco raro —confesó ella en voz baja—. Pero no me arrepiento. Supongo que en estas cosas, como en todo… se mejora con la práctica, ¿no crees?

Un gran alivio inundó el pecho de Jack. Lo quisiera o no, se sentía responsable.

—Estoy seguro. Y yo estoy dispuesto a practicar todo lo que haga falta —añadió, muy convencido.

Victoria se rió, pero el rubor de sus mejillas se hizo un poco más intenso. Jack sonrió y la besó con ternura.

—En el fondo me alegro de haber sido tu primera chica —susurró ella.

—No sé, tal vez habría salido mejor si yo hubiese tenido más… —se detuvo y la miró, boquiabierto—. ¿Pensabas que no eras la primera? —Lo entendió de pronto—. ¿Pensabas que Kimara y yo…?

—No lo pensaba —se apresuró a explicar ella—. Pero he pasado mucho tiempo enferma, y tú estabas solo, y ella andaba por aquí… —hizo una pausa—. No lo creía en realidad. Pero tenía alguna duda al respecto.

—Pues ya no la tienes —respondió Jack, aún perplejo—. O no deberías tenerla. Sabes que yo no soy así.

Parecía molesto. Victoria se abrazó a él y frotó la mejilla contra su hombro.

—No te enfades. No te lo habría reprochado. Pero… te agradezco mucho que me esperaras.

Jack se calmó al instante.

—También tú me has esperado —le dijo con cariño—. Y también tenía mis dudas.

Victoria entendió a qué se refería.

—Las cosas pasan cuando tienen que pasar —susurró, repitiendo algo que Christian le había dicho tiempo atrás.

Jack suspiró para sus adentros y la estrechó entre sus brazos. La miró de nuevo y se perdió en los rasgos de su rostro, enmarcado por aquella larga cabellera de bucles castaños; en su dulce sonrisa, en sus grandes y expresivos ojos oscuros.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó entonces—. Ni siquiera estoy seguro de saber la edad que tengo.

—Tampoco yo. Pero ¿realmente importa? ¿Después de todo lo que ha sucedido?

Jack meditó la pregunta.

—Supongo que no. Supongo que en el fondo somos mucho mayores de lo que deberíamos.

—En el fondo —asintió Victoria—. Creo que hace mucho tiempo que dejé de ser una niña.

—Sé a qué te refieres. Yo me siento igual.

Volvió a mirarla, intrigado, buscando en su rostro algo que evidenciara ese cambio de adolescente a joven mujer que se le había pasado por alto. Y fue entonces cuando descubrió qué era aquello que había en ella, que le chocaba, pero que no terminaba de ubicar. Su corazón se olvidó de latir por un breve instante.

—Victoria —musitó, maravillado—. Mira… mírate.

Señaló su frente, con un dedo tembloroso. La chica abrió mucho los ojos y se llevó la mano allí, vacilante. Temía sentir en la yema de los dedos aquel frío oscuro que delataba la presencia de aquel agujero de nada que marcaba su rostro desde que Ashran le arrebatara el cuerno, pero no percibió nada. Poco a poco, acercó más los dedos a su piel, hasta llegar a rozarla.

Nada. Su frente parecía volver a estar completamente lisa.

Jack también recorrió la zona con los dedos. Se miraron.

—¿Qué crees que quiere decir? —susurró ella, asustada—. ¿Crees que el unicornio ha…?

No fue capaz de terminar la frase. Se había quedado blanca como el papel. Jack le cogió el rostro con ambas manos y escudriñó el fondo de sus ojos. Victoria contuvo el aliento.

—No estoy seguro —dijo él al cabo de un rato que a ella se le hizo eterno—. Pero casi diría que… casi diría…

—Lunnaris no ha muerto —susurró Victoria—. Sigue viva en mi interior, ¿verdad? Se está… se está curando.

—Creo que sí, Victoria —dijo Jack, emocionado.

Victoria reprimió un grito de alegría y se lanzó a sus brazos. Jack parpadeó varias veces para retener un par de lágrimas indiscretas.

—Quizá deberías probar a transformarse —opinó; pero Victoria lo miró, asustada.

—¿Qué…? No, no, es demasiado pronto. No seré capaz.

—¿Cuánto tiempo hace que no lo intentas?

Victoria calló un momento, pensando.

—Es verdad —dijo entonces en voz baja—. Pero ¿qué pasa con mi cuerno? ¿Cómo puedo sobrevivir como unicornio si no tengo cuerno?

—No lo sé. Habrá que preguntarle a Qaydar… De todas formas, se va a alegrar mucho cuando se entere.

—Y Christian también —añadió Victoria, sonriente; alzó la mano para mirar de cerca su anillo. Frunció el ceño al sentir algo raro en él.

Jack se quedó helado y la miró con una expresión extraña. Victoria lo notó.

—¿Qué pasa?

—¿Llevabas puesto su anillo? ¿Mientras estábamos… juntos? ¿Tú y yo?

Parecía enfadado. Victoria le puso una mano sobre el brazo, para tranquilizarlo.

—No me lo quito nunca, Jack —le dijo con serenidad—. Ya deberías saber por qué.

Jack temblaba.

—Sí, sé que tenéis una especie de… conexión, o comunicación a través de esa cosa. Y mira, cuando estés a solas con él puedes hacer lo que quieras, pero no estoy dispuesto a aguantar que, si tú y yo…

—No —interrumpió ella—. No tenemos esa conexión ahora, Jack. Christian la cortó anoche.

Jack se relajó solo un poco.

—¿Que cortó la conexión? ¿Por qué?

—Para dejarnos intimidad a ti y a mí. Así que estuvimos completamente solos. Tú y yo.

Jack pareció tranquilizarse del todo. Victoria volvió a concentrarse en su anillo.

—Pero no ha vuelto a restaurarla —murmuró, preocupada—. Y ya hace rato que ha amanecido.

—Tal vez quiera seguir dejándonos en la intimidad —sonrió Jack—. Ya sabes… por si queríamos repetir.

De pronto, la piedra de Shiskatchegg se iluminó con un suave resplandor azulado. Victoria lanzó una breve exclamación de alegría y se incorporó sobre la cama.

—Viene hacia aquí —anunció.

Jack asintió, comprendiendo que el momento había pasado. Había cosas más importantes en qué pensar, se dijo. Y no se trataba de la inminente llegada de Christian: era necesario averiguar qué estaba sucediendo con el unicornio que habitaba en el interior de Victoria.

Las instalaciones de los Nuevos Dragones en Thalis eran impresionantes. Cuatro torres, unidas entre sí por larguísimas murallas, delimitaban el amplio espacio cedido por la reina Erive para Tanawe y los suyos. En aquella zona reposaban un buen número de dragones artificiales, cada uno en un cobertizo que daba a una plaza desde la que podían despegar sin problemas. Las torres y las murallas no estaban ahí solamente para cercar el espacio, sino también como mecanismo de defensa. Nunca faltaban en ellas vigías que escrutaban los cielos, dispuestos a dar la alarma si se acercaban los sheks. Los Nuevos Dragones eran conscientes de que en aquella base lo tenían todo: allí se fabricaban los dragones que habían plantado cara a la invasión shek, y si la base era atacada y destruida, tendrían que empezar desde cero otra vez. De ahí que tomasen tantas precauciones, y por eso la misma reina de Raheld había destinado una parte de su ejército a la protección de aquel lugar.

Sin embargo, los sheks nunca aparecían. Ninguno de ellos se había acercado a la base ni siquiera por casualidad. Habían dejado que fuera construida, y habían permitido que de ella salieran los más de cuarenta dragones que habían fabricado hasta la fecha. Parecía como si no les importara; como si, o bien no los consideraran una amenaza, o bien, simplemente, hubiesen perdido ya toda esperanza de vencer.

Un poco receloso, Denyal había formado una patrulla que se dedicaba específicamente a explorar las montañas en busca del escondite de los sheks. Se hacían llamar los Rastreadores, y eran un grupo de seis dragones, con sus correspondientes pilotos, que emprendían viajes regulares por la cordillera de Nandelt y el Anillo de Hielo. Alguna vez habían descubierto y abatido algún shek solitario, pero a quien buscaban en realidad era a Eissesh, que había sido gobernador de Vanissar, y de quien se decía que seguía vivo, organizando lo que quedaba de la civilización shek en algún escondite de las montañas.

No obstante, aquello no era más que un rumor, mientras que la dominación de Kash-Tar era un hecho. Los Nuevos Dragones destinarían la mitad de su flota a apoyar a los rebeldes que se habían alzado contra Sussh; pero Denyal seguía obsesionado con encontrar a Eissesh y, por tanto, se había negado a dirigir el ataque.

Por esta razón, entre otras muchas, los Nuevos Dragones estaban tan interesados en que Kimara se uniese a ellos; pero la joven no se enteró de todo esto hasta que llegó a Thalis con su nueva dragona y tuvo una larga reunión con los líderes del grupo.

—¿Yandrak no va a venir con nosotros? —fue una de las primeras cosas que le preguntaron.

Ella negó con la cabeza.

—En estos momentos, para él es prioritario cuidar de Victoria… Lunnaris —se corrigió.

Denyal y Tanawe cruzaron una mirada significativa. Kimara entendió sin necesidad de palabras, porque estaba al tanto de los rumores que circulaban en torno a todo aquel asunto. Sabía que, mientras que mucha gente veía a Jack y a Victoria como los héroes que habían salvado Idhún, otros muchos, entre ellos los Nuevos Dragones, consideraban que, para ser héroes, no habían hecho gran cosa. Desde su llegada a Idhún, el dragón y el unicornio habían ido por libre, viajando de incógnito y desentendiéndose de todas las grandes batallas que habían decidido el destino del continente. Los rebeldes habían luchado en su nombre, pero ellos no habían acudido a la batalla, y habían sido otros los que habían peleado hasta la muerte, sacrificando sus vidas en muchos casos, para vencer a los sheks. Ashran estaba muerto, eso era cierto; pero el hecho de que su hijo Kirtash estuviera tan relacionado con los héroes de la profecía hacía dudar a muchos de que hubieran sido realmente ellos los artífices de su derrota.

—Qué pena —se limitó a comentar Tanawe—. Voy a enviar veinte dragones a Kash-Tar y me habría gustado mucho que él hubiera estado al frente de todos ellos.

—Yo habría preferido tenerlo en los Rastreadores —dijo Denyal—. Su instinto nos ayudaría a localizar de una vez por todas el escondite de Eissesh.

—Habría sido el séptimo miembro de la patrulla, Denyal —hizo notar Tanawe—. Eso da mala suerte.

No volvieron a mencionar el tema, pero Kimara había leído la decepción en sus ojos.

Habían pasado el resto de la tarde haciendo planes, estudiando mapas de Kash-Tar y trazando diferentes estrategias de acción. Kimara también había tenido ocasión de conocer a los otros pilotos que serían sus compañeros, y a sus respectivos dragones. Todos se habían quedado un poco sorprendidos al saber que la dragona de la semiyan no tenía nombre todavía. Según le dijeron, para un piloto su dragón no era una simple máquina: era su dragón, su amigo y compañero y, por tanto, debía tener un nombre. «Cómo han cambiado las cosas», se dijo Kimara, recordando los tiempos en los que los dragones no eran más que máquinas, para todos, salvo para Tanawe y Kestra; y cómo todos habían pensado que Kestra era una excéntrica, porque era la única piloto que había puesto nombre a su dragón. «El gran Fagnor», recordó, con tristeza. Ambos, mujer y dragón, habían caído juntos en la batalla de Awa.

—La llamaré Ayakestra —dijo finalmente.

«Ayakestra», en idhunaico, quería decir «en memoria de Kestra».

Reinó un silencio solemne; pero enseguida todos estallaron en aplausos y vítores.

—¡Kimara y Ayakestra! ¡Kimara y Ayakestra! —exclamaron.

—Ya eres uno de los nuestros —dijo alguien, y Kimara sonrió, entre incómoda y perpleja. «Yo luché en la batalla de Awa», quiso decir. «Yo defendí la Fortaleza de Nurgon. ¿Dónde estabais vosotros entonces?».

Ahora se encontraba en el cobertizo de Ayakestra, renovando su magia, lista para partir de nuevo. Estaba cansada, sin embargo, y un poco molesta. Tanawe la había obligado a poner a punto a otros cinco dragones más.

—Nos hacen falta magos —le había dicho.

Después, Kimara le había sonsacado que ella sería la única hechicera de la expedición. Habían discutido, porque Kimara no estaba dispuesta a encargarse ella sola del mantenimiento de los veinte dragones durante el tiempo que estuvieran lejos de Thalis. Al final, le había arrancado a Tanawe la promesa de que enviaría con ellos a otro mago más.

Cuando Ayakestra alzó la cabeza y la miró, lista para partir, Kimara sonrió y se dispuso a trepar hasta la escotilla. Pero una mano la detuvo, cogiéndola del brazo. La semiyan se volvió, y se encontró con Tanawe.

La Hacedora de Dragones le dedicó una débil sonrisa.

—Sólo venía a comprobar que estaba todo bien.

—Todo bien, gracias. Yo estoy lista para partir.

—El resto de la flota también. Rando y Ogadrak han salido ya del cobertizo.

Kimara asintió. Rando, un mercenario que había desertado del ejército de Dingra tiempo atrás, era ahora el piloto más audaz de los Nuevos Dragones. Temerario y pendenciero, había sido el primero en ofrecerse para dirigir la expedición a Kash-Tar, y Denyal había estado encantado de quitárselo de encima. Hasta entonces le había estado dando largas para no incluirlo en su equipo de Rastreadores, porque tenía cierta tendencia a desobedecer las órdenes. En Kash-Tar no daría tantos problemas. Kimara era consciente de que le tocaría a ella lidiar con él, pero ambos se habían caído bastante bien desde el principio.

Lo que sí estaba claro era que Rando no tenía mucha imaginación. Había llamado a su dragón «Ogadrak», cuyo significado era, literalmente, «dragón negro». Cualquiera que lo viera de lejos comprendería por qué.

—Quería pedirte otra cosa —dijo Tanawe—. Tú conoces Kash-Tar, te has criado allí.

—Sí —respondió Kimara, preguntándose a dónde quería ir a parar.

—Se nos están acabando las escamas de dragón. Sé que hay gente que trafica con estas cosas, por lo que necesitaría, si es posible, que trajeses más a tu regreso, o que las enviases por medio de alguien, si ves que vais a tardar mucho en regresar.

Kimara la miró de hito en hito.

—¿Compras las escamas a traficantes de restos de dragón?

—Sí: son un poco más caras, pero más eficaces que los colmillos o las uñas. Durante la época de Ashran solíamos comprárselas a un tal Brajdu, pero era muy difícil que las entregas llegaran intactas…

—¿Tenías tratos con Brajdu? —casi gritó Kimara.

—¿Lo conocías?

—Es el humano más vil y repugnante con el que he tenido ocasión de tratar: un tipo sin escrúpulos al que no le importaba saquear la tierra de los dragones para su propio beneficio. El…

—Kimara —cortó Tanawe, áspera—. Los dragones están muertos, ¿me oyes? Nadie echará de menos sus restos. Y sin escamas de dragón, nosotros no podremos crear más dragones artificiales; al menos no unos dragones que confundan los sentidos de los sheks y que estén en condiciones de luchar contra ellos. ¿Quieres liberar tu tierra? Entonces, consigue lo que te he pedido, porque puede que con esta flota logréis derrotar a Sussh… o puede que no. Puede que necesitéis refuerzos, y entonces, ¿a quién se los vais a pedir?

Kimara se dejó caer contra el flanco de su dragona, confusa. Miró a Tanawe y no le tranquilizó lo que vio. La hechicera estaba pálida, y profundas ojeras marcaban su rostro. Parecía cansada y muy desmejorada y, sin embargo, un brillo febril alentaba sus ojos.

—Has cambiado mucho, Tanawe —dijo la muchacha, sombría.

Ella entrecerró los ojos.

—Que tengas buen viaje —se limitó a responder.

Salió del cobertizo. Kimara trepó por fin a su dragona, cerró la escotilla, se acomodó en el asiento, ajustó las correas y posó las manos sobre las palancas.

—Kash-Tar, allá vamos —susurró.

Hizo avanzar a Ayakestra hasta el exterior, y la detuvo allí. Por la escotilla lateral vio a los otros diecinueve dragones alineados, listos para partir. Al final de la hilera estaba Ogadrak, que batía las alas y movía la cabeza con impaciencia. Sonrió.

Alguien golpeó el flanco de la dragona, y Kimara vio a Denyal a través del cristal. Abrió la escotilla lateral. El líder de los Nuevos Dragones no se sorprendió al ver que una parte del cuerpo del dragón se abría para mostrar el rostro de la joven semiyan. Para los que no estaban acostumbrados a ver a los dragones artificiales, aquello resultaba chocante; pero los Nuevos Dragones sabían que, bajo la apariencia de una perfecta piel de escamas, había ventanas y escotillas, que eran los verdaderos ojos del dragón.

—¿Todo bien? —inquirió Denyal.

—Sí, ¿por qué lo preguntas?

—He visto que tardabas.

—He estado hablando con Tanawe —titubeó un momento antes de añadir—. Está rara.

—Eso es porque no ha dormido en toda la noche. Ha estado renovando la magia de los dragones que van a ir a Kash-Tar.

Kimara lo miró, un poco perpleja.

—Eso es lo que he estado haciendo yo.

Denyal rió sin alegría.

—¿De verdad? ¿Cuántos dragones has puesto a punto?

—Seis, contando con el mío.

—Pues ella se ha ocupado de los catorce restantes.

Kimara se echó hacia atrás, impresionada.

—¿Tan mal andamos de magos?

—No te puedes hacer una idea. Tenemos solo un hechicero más, que es el que se encarga del mantenimiento de la patrulla de Rastreadores, y creo que al final se va con vosotros. Lo he visto subir al dragón de Rando.

Kimara empezó a sentirse culpable.

—No lo sabía.

—No, imagino que no. De todas formas, no te sientas mal. Es verdad que Tanawe no es la misma de siempre. Todos hemos perdido mucho en esta guerra —añadió, llevándose la mano inconscientemente al muñón de su brazo izquierdo.

Kimara no respondió. Sabía que, si Denyal se había quedado sin su brazo, Tanawe había perdido mucho más: había perdido a Rown.

Denyal sonrió y dio una palmada al flanco de la dragona.

—Buen ejemplar —dijo—. Me han dicho que la has llamado Ayakestra —añadió, en voz más baja.

Kimara asintió, con un nudo en la garganta.

—No podía ser de otra manera —dijo.

—Estoy de acuerdo —coincidió Denyal.

Momentos después, los veinte dragones despegaban, uno tras otro, y se hundían en los cielos de Nandelt. Denyal los vio partir, orgulloso de la flota, pero a la vez, preocupado por ellos.

—Espero que tengan buen tiempo —comentó Tanawe junto a él, sobresaltándolo.

—¿Por qué lo dices? Las nubes no tapan los soles.

—Sí, pero míralas. Se mueven demasiado rápido, y eso es extraño, porque no notamos viento aquí abajo.

—Puede que arriba haya corrientes.

—En tal caso, son corrientes muy fuertes, ¿no te parece?

Denyal no dijo nada. Pasó el brazo por los hombros de su hermana, y ambos contemplaron en silencio cómo sus dragones se alejaban, rumbo al sur, mientras sobre ellos cruzaban algunas nubes sueltas que corrían como si llegaran tarde a alguna parte.

El gran cuerno de unicornio que era la Torre de Kazlunn apareció en el horizonte, ante Christian, al atardecer del tercer día después de su partida. «Victoria», se dijo inmediatamente. Perdido en sus sombríos pensamientos, casi había olvidado a quién iba a encontrar allí. A pesar de que regresaba a la torre únicamente por ella.

Recordó también que en su última visita dos dragones le habían salido al encuentro. Uno de ellos, la dragona artificial de Kimara, había abandonado Kazlunn días atrás. Pero el otro seguía allí.

Hasta el último momento esperó volver a ver la imponente silueta de Yandrak recortada contra el horizonte. Pero caía ya el segundo de los soles cuando alcanzó la torre, y nada ni nadie le había salido al encuentro.

No sin recelo, Christian aterrizó sobre las blancas baldosas del mirador. No se transformó en humano inmediatamente, como solía hacer siempre para no llamar la atención. Tenía la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo, de que aquel silencio no era normal, y en el fondo temía que le hubiesen preparado una emboscada. Tal vez hubieran llegado ya hasta la torre, de alguna forma, noticias de su encuentro con Gerde. En tal caso, si peleaba como shek tendría más posibilidades de vencer en la lucha que si lo hacía como humano.

Una figura salió a la terraza con un ágil salto. Christian le enseñó los colmillos por puro instinto.

—¿Qué haces así todavía? —le preguntó un Jack demasiado jovial para tratarse realmente de él—. Guarda esos colmillos y adecéntate un poco, hombre. Vas a asustar a todo el mundo.

Christian lo miró con desconfianza. ¿Por qué estaba tan contento? En cualquier caso, era Jack, no cabía duda. Lentamente, el shek recuperó su forma humana. Jack avanzó hacia él; Christian se llevó la mano al pomo de su espada y lo miró con precaución. Jack le devolvió la mirada.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué traes esa cara tan larga?

Christian comprendió que no había peligro. Bajó la mano, despacio.

—Tengo muy buenas noticias —dijo Jack, sin poder contenerse por más tiempo.

—En cambio yo traigo muy malas noticias —replicó el shek.

Jack tardó un poco en responder.

—No sé por qué, no me sorprende —dijo finalmente, con un suspiro—. Está bien, ¿de qué se trata?

Dio media vuelta para entrar en la torre e invitó con un gesto a Christian para que lo siguiera. El shek miró a su alrededor.

—¿Dónde está todo el mundo?

—En una reunión convocada por Qaydar. Tenía algo que anunciar.

—¿Relacionado con tus buenas noticias?

—Sí. ¿Encontraste al mago?

Christian asintió, y pasó a relatarle, brevemente, la escena que había contemplado oculto entre los árboles de Alis Lithban. No mencionó para nada su posterior conversación con Gerde. El rostro de Jack se fue ensombreciendo por momentos. Cuando el shek terminó de hablar, Jack dejó escapar una maldición.

—Sí que eran malas noticias —comentó—. El Séptimo es ahora Gerde, y además tiene el cuerno de Victoria, y lo está utilizando para crear nuevos magos. Por si fuera poco, ahora que tiene una nueva identidad, una identidad feérica, ha vuelto a ocultarse de la mirada de los Seis, ¿verdad? Y en esta ocasión no hay profecía que nos respalde. En dos palabras: estamos perdidos.

—Lo has resumido bastante bien.

—Bueno, no voy a dejar que esto me amargue el día, así que por el momento haré como que no he oído nada.

En aquel momento, alguien llegó corriendo, llamando a Jack por su nombre. Los dos se volvieron al la vez, y la persona que los seguía se detuvo en seco, intimidada. Se trataba de una joven humana; Jack no conocía su nombre, pero sabía que trabajaba en la torre como doncella, aunque no era maga.

—¿Qué sucede?

La chica, sin embargo, fue incapaz de decir nada. Tenía los ojos clavados en Christian y temblaba de puro terror.

—Puedes hablar ante él, no pasa nada —insistió Jack—. ¿Para qué me buscabas?

Por fin ella consiguió centrar la mirada en Jack, pero eso no mejoró las cosas. Se sonrojó hasta la raíz del cabello, bajó la cabeza y empezó a tartamudear. Jack esperó pacientemente hasta que ella fue capaz de decir que había llegado un mensajero con una nota para Jack. Era urgente, y procedía de Nanhai.

—Debe de ser de Shail —comentó Jack—. Bien, voy a ver qué es. Gracias —añadió, dirigiéndose a la doncella, pero ella no fue capaz de moverse, hasta que Jack insistió—. Gracias, puedes irte.

—Ha sido un honor, señor —balbuceó ella, con una exagerada reverencia.

Cuando se hubo marchado, Christian lo miró, enarcando una ceja.

—Sí, siempre es así —suspiró Jack, contestando a la pregunta que él no había formulado—. Parece que Victoria y yo nos hemos vuelto famosos. Aunque tú ya sabes de qué va todo esto, ¿no?

Christian no respondió. Jack no insistió en el tema.

—Voy a recibir al mensajero, y después tendré que volver a la reunión —resumió—. Luego tenemos que hablar los tres… largo y tendido. Encontrarás a Victoria en el jardín: deberías ir a verla… —Le dirigió una mirada llena de mal disimulada alegría—, si es que eres capaz de verla, claro.

Momentos después, Christian recorría los senderos umbríos del jardín de la torre, con la extraña sensación de que había algo especial latiendo en el ambiente, algo mágico, tal vez, que no estaba antes. Dio varias vueltas por allí, percibiendo la presencia de Victoria en alguna parte, pero sin llegar a topar con ella. Cuando estaba a punto de darse por vencido, descubrió una forma blanca semioculta bajo un macizo de flores acampanadas. El shek se detuvo en seco y respiró hondo para calmar los violentos latidos de su corazón. Tras asegurarse de que sus ojos no lo engañaban, se acercó al macizo de flores, paso a paso, temiendo todavía que aquello fuera una ilusión que fuera a desvanecerse en cualquier momento.

El unicornio no se movió, ni siquiera abrió los ojos. Pero Christian sabía que había detectado su presencia. Se sentó sobre la hierba, junto a ella, sin pronunciar una sola palabra que rompiera la magia del momento. Y esperó.

Instantes después, la criatura abrió los ojos y lo miró.

Christian sintió que le faltaba el aliento. Volvió la cabeza bruscamente, porque los ojos se le empañaban.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella dulcemente—. ¿No te alegras de verme?

—Sabes que sí, Victoria —respondió él en voz baja.

Sobreponiéndose, alzó la cabeza y la contempló largamente. Su mirada se detuvo más tiempo en el pequeño cuerno que crecía sobre su frente, apenas una punta no más larga que su dedo pulgar. El unicornio lo notó, y bajó la cabeza, claramente avergonzada. Christian se dio cuenta.

—Te está volviendo a crecer el cuerno.

—Es tan poca cosa —suspiró ella—. Tan pequeño, tan ridículo…

—Crecerá —la tranquilizó Christian—. Y no es poca cosa. Es lo más hermoso que he visto nunca.

Victoria inclinó delicadamente la cabeza en señal de agradecimiento.

—¿Cómo ha pasado?

—No lo sé. Simplemente, ha sucedido. Pero no de golpe. Me parece que ya llevaba tiempo curándome poco a poco. Lo que ocurre es que a mi cuerpo de unicornio le ha costado mucho tiempo generar un nuevo cuerno. Si no fuera porque mi esencia tenía también un cuerpo humano en el que refugiarse, no habría sobrevivido al proceso.

Con un suspiro, apoyó la cabeza en el regazo de Christian. El joven dejó escapar un pequeño jadeo al sentir la dulce corriente de magia que lo recorría por dentro. Cerró los ojos para disfrutar de esa sensación. Tras una breve vacilación, alzó la mano para acariciar las crines del unicornio, que no se movió.

Por fin, Christian volvió a mirarla.

—¿Por qué has hecho esto? —le preguntó.

—Porque lo deseaba —respondió ella en voz baja.

Christian no dijo nada.

Permanecieron así un rato más, los dos en silencio, Christian sentado sobre la hierba, Victoria apoyando la cabeza en su regazo. Hasta que ella dijo:

—Las leyendas de la Tierra dicen que a los unicornios les gusta reposar la cabeza en el regazo de las muchachas vírgenes e inocentes.

—Me temo que yo no encajo mucho con esa descripción —comentó él.

Victoria sonrió.

—Lo sé. Pero no me importa. Eres Christian, y con eso me basta.

El shek la contempló con expresión indescifrable.

—¿Es por eso? ¿Es ese el secreto de los unicornios? Porque, de lo contrario, no me explico qué he hecho yo para merecer este don… dos veces.

—No sé qué vio en ti el unicornio que te convirtió en un mago. Pero sí sé lo que he visto yo. Y deseaba compartir esto contigo… oh, lo deseaba con toda mi alma.

—¿También con Jack?

—Sí, también con él. Pero no ahora. Mi poder es aún muy débil. Si entregara la magia a un no iniciado, o incluso a un semimago como él… el esfuerzo podría conmigo. Pero tú eres ya un mago.

No necesito concederte un don que ya posees. Sólo puedo renovártelo.

Christian calló. El unicornio alzó la cabeza y lo miró, llena de incertidumbre.

—No te alegras de verme así —afirmó.

—No del todo —reconoció Christian—. Pero tengo una buena razón.

Contempló cómo ella se transformaba de nuevo en humana, entre sus brazos. Cuando lo miró de nuevo, desde el rostro de una muchacha, todavía había rastros de pena en su mirada.

—Tengo una buena razón —repitió él—. Hay alguien que no considera que una chica humana sea una amenaza. Pero sí puede tener mucho en contra del último unicornio, de alguien capaz de conceder la magia.

Le contó, en pocas palabras, lo mismo que le había contado a Jack. Victoria palideció.

—Gerde tiene mi cuerno. Y es una diosa.

Había miedo e ira en sus palabras, Christian lo notó.

—Tengo que sacarte de aquí antes de que ella sepa que te está creciendo el cuerno de nuevo y se entere de que pronto podrás seguir consagrando a más magos. Y solo hay un lugar donde puedo ocultarte de ella.

—Quieres llevarme de vuelta a la Tierra —adivinó Victoria a media voz.

Christian asintió.

—Sé que Idhún es el mundo más apropiado para el unicornio que hay en ti. Pero no con Gerde. Cuando empieces a conceder tu don a más personas…

—Estás hablando igual que Qaydar —cortó Victoria, tensa—. No es tan sencillo entregar el don. Hay que desearlo de corazón. Es algo muy íntimo, y muy especial. Deberías saberlo.

—Lo sé, Victoria.

Ella no dijo nada, y Christian tardó un poco en reanudar la conversación:

—¿Te habría gustado —le preguntó entonces, en voz baja— ser la primera en entregarme la magia?

—Sí —sonrió ella—. Habría sido hermoso. Pero no sufro por ello. En el fondo no tiene tanta importancia llegar en primer lugar, sino simplemente llegar.

—Cierto —asintió él, mirándola intensamente—. Y ya veo que hay alguien que ya ha «llegado a ti» en primer lugar.

Victoria captó la indirecta y enrojeció, turbada. Christian la alzó con cuidado para apoyar la cabeza de ella sobre su hombro.

—¿Fue todo bien? —le preguntó, sereno.

Victoria comprendió que no le estaba pidiendo detalles, sino que respondiera con una sola palabra.

—Sí —dijo en voz baja.

—Me alegro —susurró él en su oído, con una media sonrisa—. De verdad.

Victoria tragó saliva. Le echó los brazos al cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Voy a llevarte lejos de aquí —le prometió Christian—. A un lugar donde no entres en los planes de nadie. Donde nadie sepa quién eres realmente. Donde estés a salvo de verdad.

—¿No vamos a luchar?

—¿Contra Gerde? —Christian negó con la cabeza—. No. Puede quedarse con Idhún, si quiere, pero no contigo. Ni conmigo tampoco.

Algo en su tono de voz alertó a Victoria acerca de lo que podía haber sucedido entre Christian y Gerde.

—¿La viste? ¿Hablaste con ella?

El shek tardó un poco en contestar.

—Sí —dijo solamente.

Victoria abrió la boca para preguntar más, pero finalmente decidió no hacerlo. Alzó la cabeza de pronto, y Christian lo hizo solo una centésima después que ella, un instante antes de que apareciera Jack, abriéndose paso entre los macizos de flores, muy alterado.

—Tengo que hablar con vosotros —fue lo primero que dijo al verlos.

—¿Tú no tenías que estar en una reunión?

—Al diablo con la reunión. Esto es mucho más importante.

Se sentó junto a ellos y procedió a hablarles del contenido de la carta de Shail. El mago le relataba en ella su encuentro con Alexander y todo lo que había averiguado en el Oráculo, a través de Ymur y de Deimar, el Oyente loco. Cuando terminó, Victoria miró a Christian, inquieta. Pero el semblante del shek seguía siendo impenetrable.

—¿Y qué? —dijo solamente.

—¿Cómo que «y qué»? —exclamó Jack—. ¡Entiendo que las noticias sobre Alexander no te interesen lo más mínimo, pero lo que ha averiguado Shail en el Oráculo te afecta a ti directamente! ¡Está diciendo que ese mago que le preguntó a Ymur por el Séptimo dios y que entró en la Sala de los Oyentes hace años podría haber sido Ashran!

—Bien, y yo repito: ¿y qué? Eso no va a cambiar las cosas.

Jack suspiró y movió la cabeza con desaprobación.

—Parece mentira que no lo captes, serpiente. La historia de Ymur tiene muchos puntos interesantes, como ya dedujo Shail. Resulta que Ashran llegó al Oráculo siendo simplemente un joven mago que hacía preguntas indiscretas sobre el Séptimo dios. Entró en la Sala de los Oyentes y algo sucedió allí. Puede que se comunicara con los dioses entonces. Quizá, con el Séptimo. Si averiguamos cómo lo hizo, tal vez logremos hacer nosotros lo mismo. Puede que podamos contactar con los Seis y…

—¿Y entonces, qué?

—Deja de ser tan negativo, ¿quieres? —replicó Jack, molesto—. Me acabas de decir que el Séptimo es ahora Gerde. ¿No sería todo infinitamente más sencillo si los dioses conocieran este detalle?

Christian le dirigió una mirada indescifrable.

—No —dijo—, no lo sería.

Apartó a Victoria de sí, con delicadeza, y se puso en pie.

—Tú haz lo que quieras, dragón. Yo me voy a la Tierra, y me iré antes del primer amanecer. Victoria vendrá conmigo, si ella está de acuerdo.

Jack se quedó sin habla.

—¿Vas a marcharte, sin más? —pudo decir al final, estupefacto—. ¿Vas a salir huyendo?

—No hay nada que me retenga aquí, y no tengo el menor interés en quedarme a presenciar una guerra de dioses.

—¿Y Victoria? ¿Le darías la espalda si decidiese quedarse?

Se volvieron hacia Victoria, los dos a una, esperando a que ella hablara. Victoria titubeó.

—Es una decisión difícil —dijo por fin—. Tendría que pensarlo.

—Si eligiese quedarse en Idhún —repitió Jack—, ¿qué harías tú, Christian? Christian y Victoria cruzaron una mirada larga, intensa. Por fin, el shek sacudió la cabeza y dijo:

—Ya he dicho que me voy a la Tierra. Vosotros podéis elegir…, pero puede que yo no tenga otra opción.

Antes de que ninguno de los dos pudiera preguntarle a qué se refería, Christian se perdió en el jardín, silencioso como una sombra, dejándolos a solas.

Jack y Victoria se quedaron un rato en silencio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó él entonces.

Victoria se retorció las manos, indecisa.

—Quieres que vaya a la Tierra, con él, ¿verdad?

—Lo habíamos hablado ya, sí. Los dos coincidimos en que es lo más seguro para ti; y, por otro lado, si Gerde tiene tu cuerno y se entera de que a ti te está creciendo el tuyo otra vez…

No terminó la frase, pero Victoria entendió lo que quería decir.

—Christian ha llegado a la misma conclusión —dijo a media voz.

—Y tú, ¿qué opinas? ¿Quieres regresar a la Tierra con él?

Victoria inclinó la cabeza.

—Creo que debo hacerlo. Pero no quiero dejarte atrás, así que, antes de tomar una decisión, me gustaría saber si estarías dispuesto a acompañarnos.

—¿Por qué crees que debes hacerlo? —inquirió Jack, sin responder a la pregunta.

Victoria guardó silencio un momento antes de decir:

—¿Recuerdas cuando llegamos a Idhún? Christian se fue a Nanhai y tú a Awinor, y yo tuve que decidir a quién acompañaría. Entonces me resultaba difícil elegir, pero Christian me hizo ver que estaba muy claro cuál era la opción correcta. Me dijo que tú me necesitabas más en esos momentos.

Jack alzó una ceja.

—¿Ah, sí?

—Estabas solo en un mundo que no conocías. Ibas a emprender un viaje muy peligroso en busca de ti mismo. Christian podría arreglárselas muy bien sin mí, pero tú necesitabas apoyo y ayuda por mi parte. Eso fue lo que me hizo decidirme por acompañarte a ti, y no a él.

Jack se recostó contra el tronco del árbol.

—¿Y ahora no es así?

—Creo que no, Jack. Christian no está bien. Tengo miedo por él. Temo que esté en peligro.

—¿A causa de Gerde?

Victoria asintió.

—Ella tiene muchos motivos para querer vengarse de él. Y ya no es como antes, Jack: Gerde es la Séptima diosa, tiene poder sobre él. Puede… puede hacerle daño. Le dejó marchar sin más, y creo que es porque sabe que le tiene en sus manos.

—Entiendo —asintió Jack—. ¿Se te ha ocurrido pensar que, en tal caso, puede que él haya vuelto a cambiar de bando? No digo que lo haga voluntariamente, sino que, tal vez… no le quede otra opción, como ha dicho.

—Haga lo que haga, Jack, sé que yo no corro peligro a su lado. Cuando dice que quiere llevarme con él a la Tierra porque allí estaré más segura, está hablando en serio. Quiere alejarme de Gerde pero, por otro lado, creo que hay algo más que no nos ha contado… ni va a contarnos.

—A mí no, pero puede que a ti sí. Y esa es otra razón por la que tienes que irte con él.

—¿Y tú? Jack, yo siento que debo acompañar a Christian, pero no quiero dejarte atrás.

Jack la miró, indeciso.

—Hasta esta tarde, habría estado dispuesto a ir con vosotros. Pero después de haber recibido la carta de Shail…, no sé qué pensar. No quiero abandonarlos a él y a Alexander a su suerte. Creo que debo ir a Nanhai, con ellos, a tratar de averiguar qué está pasando. No soy estúpido: si Idhún se hunde no pienso hundirme con él. —Se estremeció al recordar el desolado paisaje de Umadhun—. Pero quiero investigar este asunto hasta el fondo. Al menos mientras quede tiempo, y si no hay nada que hacer…: entonces trataría de convencer a Shail y Alexander para que volvieran con nosotros.

Victoria lo miró largamente.

—Si me voy a la Tierra —dijo—, ha de ser con la condición de que tú nos sigas en cuanto puedas. ¿Lo harás, Jack?

—Si me quedo aquí, será con esa condición, lo prometo —la tranquilizó él.

—Y con otra condición —añadió ella—. Si, para cuando me haya crecido el cuerno del todo, no has cruzado la Puerta, yo volveré para buscarte.

Jack se puso repentinamente serio.

—No, Victoria…

—Ha de ser así —cortó ella—. No pienso dejarte atrás si sé que corres algún peligro.

Jack no respondió. Los dos se miraron un momento y se abrazaron, con fuerza.

—Te quiero tanto —suspiró Victoria—. Sé que te voy a echar mucho de menos.

—Te acostumbrarás. También pasas mucho tiempo lejos de Christian y lo soportas bien.

—No es lo mismo. Nosotros estamos unidos a través del anillo. Pero, si me voy, si cruzo la Puerta a otro mundo, perderé todo contacto contigo. Si te pasa algo no tendré manera de saberlo.

Jack sonrió, acariciándole la mejilla con cariño.

—No te preocupes antes de hora. Aún no lo he decidido. Christian dijo que se marcharía con el primer amanecer, ¿no? Creo que tengo tiempo hasta entonces para pensarlo. Sin embargo, opino que tú sí debes ir con él. Me quedaré más tranquilo si sé que estás a salvo en la Tierra. Lejos de Gerde, lejos de Yaren, de los dioses y de todos esos fanáticos que no esperarán a que te crezca el cuerno del todo para obligarte a consagrar a más magos.

Victoria inclinó la cabeza.

—Si me voy, no será por esa razón, y lo sabes. Pero ¿cómo voy a decirle a Qaydar que me voy… con Christian? Le dará un ataque.

—No se lo digas. No le digas nada porque, si lo haces… no te dejará marchar.

Victoria se mordió el labio inferior, preocupada. Jack se puso en pie de un salto.

—Volvamos a la torre —dijo—. Qaydar debe de estar preguntándose dónde estamos; además, ya es de noche, y se ha levantado viento.

Le tendió la mano a Victoria, y ella se la cogió, con una sonrisa. Sin embargo, Jack dio un respingo y retiró la mano, desconcertado.

—¿Qué pasa? —inquirió Victoria, alarmada.

Jack negó con la cabeza.

—Nada; solo me ha dado un calambre.

Victoria contempló su propia mano, pensativa.

Alguien despertó a Zaisei, llamando con urgencia a la puerta de su habitación. La joven se levantó con ligereza, se echó una capa sobre los hombros y corrió a abrir. Fuera la esperaba una chica semifeérica. Zaisei la conocía: se trataba de una de las novicias del cortejo de Gaedalu.

—¿Qué ocurre, Feige? —preguntó la celeste—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

—La Madre te llama, Zaisei. Dice que es urgente.

Preocupada, Zaisei corrió hasta las habitaciones de Gaedalu.

Encontró a la varu vestida y recogiendo sus cosas con precipitación. Su piel de anfibio se había resecado más de lo conveniente, pero ella no parecía haberse dado cuenta.

—¡Madre, qué hacéis! —exclamó la celeste, alarmada—. ¿Cuánto tiempo habéis pasado fuera del agua?

«Déjame, déjame», protestó Gaedalu, cuando Zaisei trató de conducirla hacia la enorme bañera que habían habilitado para ella al fondo de la estancia, y que debía estar siempre llena de agua fresca y limpia. «Esto es más importante. Despierta a todas las novicias y a las sacerdotisas y ocúpate de que hagan el equipaje inmediatamente. Regresamos a Gantadd».

—Pero, Madre —objetó Zaisei, perpleja—. Es muy tarde. ¿No podéis esperar hasta mañana?

«No, no, esto no puede esperar. La luz de las lunas es brillante esta noche; las diosas velarán por nosotras. Vamos, Zaisei, date prisa: cuanto antes partamos, antes llegaremos».

—Madre, no encontraremos transporte para todas a estas horas. Si tenéis un poco de paciencia, mañana enviaré un mensaje a Haai-Sil para que manden pájaros…

«Viajaremos con lo que haya, Zaisei. Los pájaros tardarían mucho tiempo en llegar. Será más rápido si vamos directamente a Haai-Sil y los pedimos allí».

Zaisei suspiró. Gaedalu estaba nerviosa y muy alterada pero, por encima de todo, había algo en sus sentimientos, una mezcla de siniestra esperanza y salvaje alegría que desconcertó a la celeste. Nunca la había visto así. Gaedalu la miró fijamente.

«¿Qué sucede, hija? ¿Por qué no haces lo que te he pedido?».

—Me tenéis preocupada, Madre. No es propio de vos comportaros de esta manera.

Gaedalu sonrió.

«Pues deja de preocuparte, Zaisei, porque tengo un buen motivo para regresar a Gantadd de forma tan precipitada. Lo que he averiguado esta noche en la Biblioteca podría ser vital para mucha gente».

—¿Algo acerca de los dioses?

«¿De los dioses?». Gaedalu hizo sonar su característica risa gutural. «No, hija, algo más importante aún: algo acerca de los sheks. Pero puede que sea sólo una pista falsa, y por eso he de comprobarlo cuanto antes…».

—Pero, Venerable Gaedalu, todavía no hemos recibido noticias de la Torre de Kazlunn —le recordó Zaisei—. Tal vez sería prudente aguardar a que el Archimago nos confirme si es cierto que Lunnaris ha despertado…

«Sus mensajeros pueden alcanzarnos por el camino, y si no llegan a tiempo, ya recibiremos sus nuevas en el Oráculo».

Zaisei la miró, indecisa. Finalmente, suspiró.

—Me encargaré de organizarlo todo para que partamos cuanto antes. Pero no me iré de aquí hasta que vea que tomáis vuestro baño —añadió, severa.

Percibió la contrariedad de Gaedalu, pero no cedió.

«Está bien, tú ganas», dijo por fin la Madre Venerable.

Se situó en el borde de la bañera y se deslizó hasta el interior, con tanta suavidad que apenas produjo una leve ondulación en su superficie. Desapareció bajo las aguas y luego asomó sólo la parte superior de la cabeza. Sus ojos observaron a Zaisei con un cierto aire de reproche.

«¿Mejor así?».

—Mejor así —asintió ella, con una sonrisa—. Regresaré dentro de un rato para ayudaros con vuestro equipaje.

Antes de cerrar la puerta tras de sí, la celeste se dio cuenta de que, sobre la cama de Gaedalu, había un viejo volumen polvoriento. Frunció el ceño y por un instante pensó que debía preguntar a los encargados de la Biblioteca si Gaedalu había pedido permiso para llevárselo, puesto que en los últimos tiempos solía mostrarse muy despistada, y se le olvidaban aquel tipo de detalles. Pero entonces oyó un alboroto en la habitación de las novicias, y la inconfundible risa de Feige, tan cantarina como la de cualquier hada de Awa, y sus pensamientos se apartaron del libro. Recogiéndose la orilla de la túnica, Zaisei acudió con ligereza a poner un poco de orden.

Entraron en el salón cuando Qaydar ya salía para buscarlos.

—¿Dónde estabais? —quiso saber—. La reunión ya terminó hace bastante rato. Ahora todos están esperando a ver a Lunnaris con sus propios ojos… bajo su forma humana, quiero decir —añadió, al ver que Jack empezaba a fruncir el ceño.

Los dos chicos cruzaron una mirada, pero no dijeron nada. Siguieron a Qaydar a través de la sala, aún cogidos de la mano, sin prestar atención a los murmullos que se levantaban a su paso. Cuando se situaron frente a lo que quedaba de la Orden Mágica y Qaydar los presentó como Yandrak y Lunnaris, el último dragón y el último unicornio, reinó un silencio sepulcral.

Victoria paseó la mirada por la estancia. Había sólo ocho personas allí, aparte de Qaydar, y todas vestían túnicas que delataban su condición de hechiceros. Victoria vio dos silfos, un varu, dos humanos (hombre y mujer), un gigante, un celeste y una mestiza entre hada y celeste. Ninguno menor de veinte años. Ningún aprendiz. «Lo que queda de la Orden Mágica», pensó ella, entristecida. Sabía que había más magos desperdigados por Idhún; pero sumándolos todos, y después de la batalla de Awa, en la que ambos bandos habían tenido muchas bajas, probablemente no quedarían en el mundo más de una veintena de hechiceros. Como si hubiese adivinado sus pensamientos, Qaydar anunció:

—Como veis, los rumores eran ciertos. La dama Lunnaris se ha sobrepuesto de su grave enfermedad y, aunque no podemos pedirle que se muestre como unicornio ante todos nosotros, por razones de intimidad, sí puedo aseguraros que es capaz de…

—No puede entregar magia —cortó entonces Jack.

Qaydar se volvió hacia él con rapidez.

—¿Cómo has dicho?

—Lunnaris está muy débil aún, y no puede pedírsele que entregue la magia a nadie, todavía. Eso la mataría. El hecho de que pueda transformarse es una buena noticia, pero hay que tener en cuenta que sus heridas fueron muy graves, y que aún no podemos estar seguros de que se recupere por completo.

Victoria trató de disimular su sorpresa ante las palabras de Jack. No era propio de él mostrarse tan cauto. Al mirarlo con atención lo vio extraordinariamente serio, con los ojos fijos en los magos que se habían reunido allí aquel día. Y comprendió que, tras las alarmantes noticias que les había traído Christian, Jack no se fiaba ya de nadie. Cualquiera de aquellos magos podía estar al servicio de Gerde, podía haber traicionado a la Orden, como lo había hecho la propia Gerde en tiempos de Ashran… como Elrion, el asesino de sus padres.

La muchacha inclinó la cabeza y dijo:

—Sé que la Orden atraviesa tiempos difíciles. Pero os pido paciencia y comprensión. Lo que Ashran me hizo habría matado a cualquier unicornio. Necesitaré tiempo para recobrarme, si es que lo hago algún día por completo.

Casi lo sintió por Qaydar. El Archimago los había convocado para darles una buena noticia, y ellos la desmentían o, al menos, enfriaban la esperanza que había nacido en los corazones de aquellas personas.

Cuando se disolvió la reunión, Qaydar se los llevó aparte para pedirles explicaciones.

—Tenemos que ser prudentes, Archimago —dijo Jack—. Victoria tiene muchos enemigos, y no nos conviene que se sepa todavía lo que es capaz de hacer.

—¿Enemigos? —repitió el Archimago—. ¿Te refieres al mago que trató de matarla el otro día?

El rostro de Victoria se ensombreció al recordar a Yaren.

—Y ese es solo el menos peligroso —asintió Jack.

Qaydar se acarició la barbilla, pensativo.

—Ya veo —dijo—. No obstante, Jack, considero que buscas enemigos donde no los hay y, por el contrario, te niegas a aceptar que el peligro puede estar mucho más cerca de lo que crees.

Jack tardó un poco en comprender a qué se refería, pero Victoria lo captó al instante.

—Kirtash no es un enemigo —dijo con firmeza—. Es uno de los nuestros.

Qaydar sostuvo su mirada.

—¿Tan segura estás?

Jack titubeó, recordando que Christian había vuelto a encontrarse con Gerde, y preguntándose hasta qué punto el shek podía escapar a su naturaleza. Pero la voz de Victoria no tembló ni un ápice, ni hubo ningún rastro de duda en sus ojos, cuando dijo:

—Sí.

—Los motivos de Kirtash pueden parecer oscuros a veces —intervino Jack—, pero él luchará por Victoria hasta la muerte, si es necesario. Y todo el que proteja a Victoria está velando, indirectamente, por los intereses de la Orden Mágica. ¿Es así?

—Tal vez —dijo Qaydar—. Sin embargo, el último unicornio es más valioso vivo que muerto. Si Kirtash se llevase a Victoria para que ella sirviese a las serpientes, no me cabe duda de que seguiría defendiéndola con gran interés… pero eso no favorece a la Orden Mágica, ni creo que sea bueno para ti, muchacha —añadió, mirando a Victoria.

—El nunca haría algo así —replicó ella—. Me respeta. Jamás me obligaría a hacer nada que yo no quisiera, y eso es mucho más de lo que puede decirse de las intenciones de algunos miembros de la Orden Mágica.

Qaydar entornó los ojos, sintiéndose aludido. Jack, en cambio, estaba cada vez más inquieto. Recordaba muy bien que Christian había obligado a Victoria a hacer algo en contra de su voluntad, cuando la había dejado dormida en la Torre de Kazlunn, la noche del Triple Plenilunio. La había forzado a permanecer allí, alejándola de la batalla, para protegerla de Ashran. ¿Sería capaz de secuestrarla ahora y entregarla a Gerde, si con ello asegurase su supervivencia? ¿Si Gerde, la Séptima diosa, pudiese garantizarle a Christian que protegería a Victoria de los otros Seis dioses, como nadie más en Idhún era capaz de hacer? Era cierto que Gerde podía otorgar el don de la magia pero, como Qaydar había dicho, un unicornio era más útil vivo, y, con Victoria entre sus filas, podrían consagrar el doble de magos.

—Vosotros sabréis lo que hacéis —dijo el Archimago con frialdad—. Pero me han informado de que ese shek ha vuelto a la torre. Si no se ha marchado al amanecer, tomaremos medidas. No quiero tenerlo aquí.

—Estás hablando de uno de los héroes de la profecía, de alguien que puso en juego su vida para enfrentarse a Ashran —replicó Victoria, y sus ojos relampaguearon con un destello de ira—. No consentiré que nadie le ponga la mano encima.

Qaydar frunció el ceño.

—Basta ya —terció Jack—. No es necesario todo esto. Kirtash se marchará antes del primer amanecer, y no creo que volvamos a verlo en mucho tiempo, así que no será preciso «tomar medidas» de ninguna clase.

A altas horas de la madrugada los despertó el furioso silbido del viento, que chocaba contra la torre con tanta violencia que hacía crujir sus cimientos, y el brutal estruendo de las olas golpeando la escollera. Victoria se incorporó, sobresaltada, con el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Qué pasa? —preguntó Jack, adormilado—. ¿Ya es la hora?

Victoria no contestó. Se levantó de un salto y corrió a asomarse a la ventana; pero retrocedió, con una exclamación de sorpresa, cuando una ola se estrelló contra la pared y la salpicó de agua salada.

—¿Qué es eso? —dijo Jack, despejándose del todo.

—¡La marea! —respondió ella, atónita—. ¡El viento sopla tan fuerte que las olas llegan hasta aquí arriba!

—Eso no es posible. ¡Estamos en la parte alta!

Se reunió con ella en la ventana, pero le costó acercarse, porque el viento que entraba a través de ella lo empujaba hacia atrás. Victoria se había aferrado firmemente al alféizar, pero el aire golpeaba su rostro y revolvía su pelo con violencia. Juntos, se atrevieron a asomarse al exterior…

Los recibió un paisaje aterrador. Se había levantado un furioso vendaval que agitaba la superficie del mar, generando olas altísimas que se estrellaban contra la torre. El agua había inundado el jardín, derribando parte del muro.

Pero lo peor era el cielo, de un intenso color cárdeno, insólito, que hacía palidecer a las tres lunas y las teñía con una fina neblina fantasmal. En el horizonte, los vientos habían formado un aterrador remolino que giraba sobre sí mismo lenta e inexorablemente. Su cono se estiraba hasta rozar la superficie del mar y, cuando lo hacía, se encogía de nuevo, para volver a estirarse un poco más tarde, rizándose y ondulando como si siguiera un ritmo propio, con una especie de despreocupada alegría… lo cual no dejaba de ser desconcertante, pues la mera proximidad de aquel tornado colosal había transformado el aire en un despiadado huracán que ahora se abatía sobre las costas de Kazlunn.

—¿Qué… qué es eso? —fue lo único que pudo decir Victoria, horrorizada.

—No lo sé, pero viene hacia aquí… ¡cuidado!

Se apartaron bruscamente de la ventana, justo antes de que una nueva ola chocase contra la torre.

—Va a inundar la habitación —murmuró Jack—. Vámonos de aquí.

Cogió a Victoria por la cintura, pero la soltó de nuevo, con un grito, y sacudió la mano. La chica lo miró, con los ojos muy abiertos, y alzó las manos. Cuando acercó los dedos, brotaron chispas de ellos.

—¿Qué me está pasando? —susurró.

Jack se atrevió a tocarla con la yema del dedo, pero apartó la mano enseguida.

—Victoria, estás cargada de electricidad… como una pila —murmuró, perplejo—. ¿Cómo es posible?

Victoria negó con la cabeza y se precipitó hacia la puerta. Antes de seguirla, Jack recogió a Domivat y el Báculo de Ayshel, aunque no dejó de preguntarse de qué le serviría una espada contra un tifón.

Se encontraron en el pasillo con uno de los magos, el gigante, que bajaba pesadamente las escaleras, agachando la cabeza para no darse contra los arcos que sostenían el techo.

—¡Yber! —lo llamó Jack—. ¿Qué sucede?

—No tenemos ni idea, Jack —respondió él—. El Archimago ha hecho un llamamiento a todos los hechiceros de la torre. Están cerrando todas las aberturas y reforzando el edificio con magia para que resista cuando el tornado nos alcance. Es lo único que podemos hacer.

Yber siguió bajando las escaleras, y Victoria se dispuso a seguirlo; pero Jack la llamó y le indicó por señas que lo siguiera… escaleras arriba. La joven entendió al instante, y ambos subieron corriendo hacia la parta alta de la torre.

Allí, en la cúspide, había una enorme sala hexagonal, que los hechiceros solían utilizar para realizar los conjuros más complejos. Jack y Victoria la habían reconocido al instante la primera vez que habían entrado en ella, tiempo atrás. Allí, sobre aquellas baldosas que representaban el hexágono perfecto formado por los tres soles y las tres lunas de Idhún, un unicornio y un dragón habían cruzado sus miradas, hacía casi dos décadas.

Y ahora, en el centro mismo del hexágono, en pie, sereno e impasible, como si el huracán que azotaba la torre no pudiera afectarlo, estaba Christian.

El viento había roto los cristales de los seis ventanales que daban luz a la sala. Jack se protegió el rostro con un brazo y alargó la otra mano hacia Victoria; cuando ella se la cogió, sintió una violenta descarga eléctrica, pero apretó los dientes y avanzó hasta el centro de la sala, arrastrando a la muchacha tras de sí.

—¿Qué está pasando? —le gritó a Christian, cuando llegaron junto a él—. ¡Esto no es normal!

—¡No, no lo es! —respondió el shek, alzando la voz también para hacerse oír—. ¡Y será peor cuando llegue a la costa!

—¡Está afectando a Victoria, mira!

Ella alzó las manos y acercó las palmas, como había hecho antes, para mostrárselo a Christian. El shek entornó los ojos al ver las chispas que saltaban de sus dedos.

—Tenemos que sacarla de aquí —dijo solamente.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—¿Ves eso? —Christian señaló el tornado que se deslizaba sobre el mar—. ¿Sabes lo que es?

«Algo extraño, algo inexplicable», pensó Jack de pronto, recordando las palabras que le había dirigido a Kimara antes de su partida, «algo muy grande pero que parece que no está ahí… algo que te asombra y te asusta mucho, que no sabes qué es y contra lo que no sabes cómo luchar…».

—¡Es un dios! —dijo, y Victoria dejó escapar una exclamación consternada—. ¿Pero qué clase de dios haría algo parecido?

Christian contempló el remolino, que seguía retorciéndose y ensortijándose, expandiéndose y contrayéndose, como si los vientos de los cuatro puntos cardinales se hubiesen puesto de acuerdo para crear una titánica obra de arte, inestable y turbulenta, pero de una belleza sobrecogedora e inquietante. Por un momento, pareció que el shek no iba a responder a la pregunta, pero finalmente dijo:

—Es Yohavir.

Jack se esforzó por recordar sus conocimientos de mitología idhunita.

—¿El dios de los celestes? —se aseguró.

—¡Ese mismo!

Jack sacudió la cabeza y señaló el torbellino.

—¿Me estás diciendo que ese tornado es Yohavir?

—¡No! —respondió Christian—. ¡Ese tornado lo provoca Yohavir! Su sola presencia hace que se alteren los vientos, ¿comprendes? ¡Como en Nanhai! Karevan estaba ahí, pero no podíamos verle… sólo apreciábamos los efectos devastadores que produce a su paso… cuando se mueve por su elemento. Con Yohavir está pasando igual.

—¿Y por qué su presencia afecta tanto a Victoria?

—¡Porque ella es un unicornio, una canalizadora de energía! Y un dios es pura energía. Por eso tenemos que sacarla de aquí —añadió, volviéndose para mirarlos fijamente—. Cuando Yohavir llegue, si Victoria no tiene forma de descargar toda esa energía que está atrayendo… no sé lo que puede pasarle.

Jack asintió, haciéndose cargo de la situación.

—Bien; abre la Puerta, pues. Nos vamos a la Tierra.

Victoria se volvió hacia él, sorprendida, pero Jack no la miró. Por el contrario, sostuvo la mirada de Christian, que lo observaba con un brillo de comprensión en sus ojos de hielo.

El shek asintió brevemente y se apartó de ellos. Fue sencillo para él abrir la brecha que separaba ambos mundos, una fisura entre dimensiones que, en medio del caos provocado por la proximidad del dios celeste, parecía lo único estable, lo único seguro, el único lugar posible donde refugiarse. Victoria se quedó contemplándolo, sobrecogida.

—Toma —le dijo entonces Jack—. Sujeta tú esto.

Le tendía el Báculo de Ayshel. Victoria lo miró, dudosa.

—Cógelo —insistió Jack—. Estoy seguro de que ya puedes usarlo. Te has recuperado lo bastante como para que el báculo sea capaz de detectar el unicornio que hay en ti.

La muchacha sonrió, y aferró el báculo. No se atrevió a sacarlo de la funda, sin embargo. Se lo ajustó a la espalda y dijo:

—Estoy lista.

—Yo también —asintió Jack, y la besó.

Victoria se quedó sorprendida, pero después lo miró y le sonrió con cierta timidez.

—¡Daos prisa! —los apremió el shek.

Victoria asintió y se acercó a Christian, que aguardaba junto a la Puerta interdimensional, sin percatarse de que Jack se quedaba un poco retrasado. El shek y el dragón cruzaron una mirada.

«¿Estás seguro de lo que haces?», le preguntó él telepáticamente.

«Sí, lo estoy», repuso Jack. «Aunque no sé muy bien a qué juegas. ¿Crees que no me he dado cuenta? Hace tiempo tenías el poder de abrir la Puerta interdimensional, pero te fue arrebatado cuando regresaste a Idhún con la Resistencia. Lo has recuperado, y solo la misma persona que te lo quitó podría habértelo devuelto. O tal vez otra persona con el mismo poder».

Christian inclinó la cabeza.

«Puede ser», dijo, «pero eso no tiene nada que ver con Victoria».

«Más te vale, serpiente. Más te vale».

Victoria se había quedado mirándolos, sin comprender del todo qué se escondía detrás de aquel largo intercambio de miradas. De pronto, se dio cuenta de que ella y Christian estaban junto a la Puerta, y de que Jack se había quedado rezagado. Y lo comprendió.

—¡No! —gritó, y el aullido del viento coreó aquel grito.

Christian reaccionó rápido. La sujetó por la cintura cuando ella ya salía corriendo.

—¡No, Jack, no! —chilló Victoria, pataleando furiosamente.

—Hasta pronto, Victoria —se despidió él.

Y entonces dio media vuelta y le dio la espalda para encaminarse a la puerta, sereno y seguro de sí mismo, con Domivat sujeta a su espalda, mientras Victoria se debatía, desesperada, y lo llamaba por su nombre, y Christian la arrastraba hacia la Puerta interdimensional, de regreso a casa, envueltos los dos en las chispas que despedía el cuerpo de la muchacha, henchido de energía. Y, cuando la brecha se cerró, llevándose con ella al unicornio y al shek, Jack se quedó a solas en la habitación, mientras, en la lejanía, los vientos anunciaban, con un silbido ensordecedor, la llegada de un dios.

Victoria seguía gritando el nombre de Jack cuando Christian la soltó. La joven se volvió hacia todos lados, angustiada, pero ya era tarde. Un millar de mundos la separaban de Jack. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo, temblando violentamente.

—No puede ser —susurró—. No puede ser.

Christian no dijo nada. Solo se quedó de pie, junto a ella, esperando… Hasta que Victoria alzó la cabeza para mirarlo.

—Llévame de vuelta —le pidió.

La respuesta de él fue breve y directa:

—No.

—¡Tienes que llevarme de vuelta! ¡No puedo dejarlo ahí, en medio de un tifón…!

—Eso te matará, Victoria. No puedo dejarte volver.

Victoria se puso en pie de un salto y lo cogió por los brazos, apremiante.

—¡Regresaremos sólo a buscarlo! ¡Sólo a buscarlo, y después nos iremos!

El la miró con cierta ternura.

—Victoria, la decisión de quedarse ha sido suya. Si volvemos y lo traemos a la fuerza, no te lo perdonará jamás, y lo sabes.

Victoria dejó caer los brazos, desolada.

—Pero… ¿por qué?

—Creo que tomó su decisión en el mismo instante en que vio los efectos de Yohavir. Se sintió en la obligación de hacer algo al respecto, supongo.

—¿Y por qué no me lo dijo? ¿Por qué me engañó?

—Porque, si hubieses sabido lo que le pasaba por la cabeza, te habrías quedado con él. Y no debías hacerlo, Victoria. Porque tú ya habías tomado tu decisión. Y él la respeta, del mismo modo que tú has de respetar la suya.

Victoria desvió la mirada.

—¿Y si resulta que mi decisión no es correcta?

—Eso carece de importancia. Es tu decisión, y eso es lo que cuenta. Tú sentías que tenías que regresar conmigo, igual que Jack sentía que debía quedarse. El porqué, no me lo preguntes. Yo soy un shek, y por tanto, siempre me inclino por la opción más sensata. El, en cambio, es un dragón, de modo que de vez en cuando ha de hacer algo sumamente noble y estúpido. Está en su naturaleza; no se lo tengas en cuenta.