IV
Cuestión de Lealtades

Era muy temprano cuando Ymur y Shail partieron hacia las cuevas del este, donde se ocultaba la criatura a quien los gigantes llamaban «el hombre-bestia». Llegaron a su destino cuando el primero de los soles alcanzaba ya su cénit.

Shail sabía que aquellas cavernas estaban bajo la vigilancia de varios gigantes, pero no llegó a verlos, a pesar de que escudriñó con atención las laderas de las montañas cercanas. Descubrió varias rocas sospechosas pero, aunque las observó con atención, no vio moverse a ninguna de ellas. Podían ser realmente rocas, o no. Los gigantes eran una raza paciente.

No le extrañó, tampoco, que nadie tratara de impedirles acercarse a la cueva donde moraba el hombre-bestia. Los vigilantes estaban allí para cuidar de que la criatura no se alejara de aquella zona. Pero, si alguien quería acercarse a ella, era asunto suyo, y no de los gigantes.

Ymur se detuvo ante la boca de una caverna cercada de carámbanos de hielo.

—Es aquí.

Shail ejecutó un sencillo hechizo de esfera luminosa para ver en el interior. Llegó a distinguir una forma que se movía por el fondo de la caverna.

—¿Alexander? —tanteó.

Solo obtuvo un gruñido por respuesta.

—¡Alexander! Soy Shail. Si eres tú, por favor, sal a la luz. Llevo mucho tiempo buscándote.

—Pues ya me has encontrado —replicó desde dentro una voz ronca y rota—. Y ahora, vete.

Shail respiró hondo.

—Es él —le dijo a Ymur—. Alexander, voy a entrar —anunció.

No recibió respuesta. Con un suspiro resignado, el mago entró en la caverna. La esfera luminosa flotaba en torno a él, alumbrando su camino.

La figura que se agazapaba en el fondo de la cueva alzó la cabeza y lo miró, parpadeando. Sus ojos estaban inyectados en sangre y lo espiaban entre un revoltijo de sucios cabellos grises.

—Vete —dijo Alexander—. Tú no eres Shail. Eres un fantasma.

—Soy real —repuso el mago—. ¿Qué te hace pensar eso?

—Caminas con dos piernas.

Shail rió suavemente. Se levantó el bajo de la túnica y se remangó la pernera de pantalón para que Alexander pudiera ver su pierna artificial. El hombre-bestia le echó un vistazo, lo miró de nuevo y luego volvió a encogerse sobre sí mismo.

—Mírate, estás en un estado lamentable —dijo el mago—. Con esas greñas y esos harapos. Ya sé por qué los gigantes te confundieron con una bestia. Y no tiene nada que ver con los plenilunios.

—Vete —repitió Alexander.

—Esta no es una conducta propia de un príncipe heredero de Nandelt —replicó Shail, con más severidad.

—¡Yo no soy príncipe de nada! —estalló Alexander, con una violencia que sobresaltó a Shail y lo hizo retroceder—. ¡De nada!, ¿me oyes? Asesiné a mi propio hermano. No soy digno de volver a poner los pies en mi tierra.

—Esa noche no eras tú. Las lunas…

—¡Al diablo con las lunas! Si no soy capaz de controlarme a mí mismo, ¿cómo puedo soñar con gobernar un reino?

Shail calló durante un momento. La esfera luminosa seguía bailando a su alrededor, y el mago la detuvo con un gesto de su mano. La luz bañó los rasgos de Alexander, que le gruñó amenazadoramente, enseñándole todos los dientes.

—Apaga eso —ladró.

Shail ignoró su petición y lo observó, pensativo.

—Covan, el maestro de armas de la Fortaleza, va a ser coronado nuevo rey de Vanissar —dijo en voz baja—. El y el líder rebelde, Denyal, fueron testigos de tu transformación en el bosque. Te han acusado de fratricidio ante todo el reino.

—¿Y qué? No mienten.

—Tienen intención de desterrarte.

—Hacen bien.

Pero Shail negó con la cabeza.

—No lo entiendes. Para la mayoría de la gente eres el héroe que reconquistó Nurgon y que guió al ejército de Vanissar a la victoria ante las serpientes. Todos saben que ni los caballeros de Nurgon, ni Denyal y sus Nuevos Dragones eran gran cosa hasta que tú regresaste del otro mundo para liderarlos. Piensan que Covan quiere usurpar tu reino, y que Denyal lo apoya simplemente porque está celoso de que le quitaras protagonismo. Jura que le arrancaste un brazo de cuajo…

—… y es verdad…

—… pero dime, Alexander, ¿quién va a creerlo? Después de la muerte de tu hermano el trono se ha quedado vacante. Medio reino quiere que seas tú quien lo ocupe. El otro medio cree que Covan sería una mejor opción.

—Y es cierto. Covan será un buen rey Mejor que yo, en cualquier caso.

—Entonces vuelve y dilo. Di que renuncias al trono. Mientras sigas desaparecido, habrá en Vanissar gente dispuesta a creer que Covan y sus partidarios te mantienen secuestrado, o peor aún, que te han asesinado para que no reclames el trono. Vanissar se halla a las puertas de una guerra civil, Alexander.

El joven no respondió. Shail empezaba a impacientarse.

—¿Qué diría Jack si te viera así?

—¿Qué más da? Está muerto.

«Es verdad, no lo sabe», recordó Shail de pronto.

—No, Alexander, no lo está. Jack está vivo.

—Ahora sí que estoy convencido de que eres una alucinación.

—No murió en los Picos de Fuego —insistió Shail—. El y Victoria se enfrentaron a Ashran en la misma noche del Triple Plenilunio, en la Torre de Drackwen, mientras nosotros peleábamos en el bosque de Awa. Y lo vencieron. Hicieron cumplir la profecía. El Nigromante está muerto, y los sheks han sido derrotados.

Alexander sacudió la cabeza.

—No te creo. Sólo eres una ilusión que viene a torturarme con falsas esperanzas. Márchate de aquí y no vuelvas.

—Pero…

—¡MÁRCHATE! —bramó Alexander, y se abalanzó sobre él, furioso, con los colmillos por delante.

Shail dio un salto atrás, asustado, y la esfera de luz parpadeó, temerosa, y se apagó. Shail aún pudo ver los ojos de Alexander reluciendo en la oscuridad antes de dar media vuelta y salir corriendo de allí.

Se detuvo en la entrada de la caverna y se volvió para echar un vistazo al interior. Alexander volvía a retirarse a su rincón oscuro.

—Si vieras a Jack con tus propios ojos, ¿me creerías? —le gritó.

—Déjame en paz —gruñó él desde dentro.

Shail cruzó una mirada con Ymur.

—No cabe duda de que es humano —dijo el sacerdote—. Nos limitaremos a vigilarlo, pues.

—Volveré en otro momento —murmuró el mago, todavía conmocionado—. Puede que dentro de uno o dos días se muestre más razonable.

—¿Me estás diciendo que no pudiste con un simple mago? —exclamó Jack—. ¿Que se te escapó de entre las manos?

Christian sacudió la cabeza.

—Más o menos; es que mientras me introducía en su mente vi algo muy extraño en sus recuerdos.

Calló y dirigió una rápida mirada a Victoria.

—Podéis hablar delante de mí —protestó ella—. Me habré vuelto más débil, pero no soy tonta. Ni soy una niña.

—No te enfades —dijo Jack, abrazándola con cariño—. Además, la culpa es del shek; le dejo contigo y no se le ocurre otra cosa que dejarte sola —lanzó a Christian una mirada asesina—. ¿Se puede saber dónde estabas?

—No es asunto tuyo, dragón.

—Victoria es asunto mío, y esta noche estaba bajo tu responsabilidad. Sabes cómo se encuentra y que aún no está en condiciones de defenderse ella sola. Si no eres capaz de protegerla del primer psicópata que entre por la ventana…

—Basta ya, por favor —intervino ella—. No hace falta que os peleéis. No quiero ser una carga para nadie y, al fin y al cabo, no me ha pasado nada grave.

Christian le dirigió una media sonrisa.

—Le otorgaste la magia a ese tipo, ¿verdad? —le preguntó con suavidad—. ¿Cuándo fue eso?

—Cuando vine aquí para luchar contra ti.

—Un momento —los detuvo Jack—. ¿Quieres decir que hay más magos consagrados por Victoria? ¿Más magos aparte de Kimara?

—Uno más —explicó ella—. ¿Recuerdas que cuando llegamos aquí, antes del Triple Plenilunio, te pedí que me ayudaras a buscar a alguien que me había seguido hasta la torre, alguien a quien al final no encontramos? Era Yaren. Un semimago que me acompañó durante un tiempo, mientras buscaba a Christian. Me suplicó cientos de veces que le entregara la magia, y lo hice por fin, pero… no salió como él esperaba.

No dijo nada más. Sin embargo, tanto Jack como Christian recordaron cómo, tras la supuesta muerte del dragón, la luz de Victoria se había trocado en una oscuridad terrible y mortífera.

Y era eso, comprendieron enseguida, lo que la joven le había transmitido al semimago.

—Ha estado aprendiendo de alguien —hizo notar Christian, evitando hablar de la naturaleza del nuevo don de Yaren—. Una cosa es tener el poder, y otra, muy distinta, saber usarlo. Y realizó un hechizo de protección y otro de teletransporte.

—¿Quieres decir que tiene un maestro?

—O una maestra —asintió Christian en voz baja.

Jack y Victoria cruzaron una mirada.

—¿Alguien a quien conozcas? —preguntó Victoria con cierta timidez.

Christian tardó un poco en responder.

—Alguien a quien conocemos los tres —dijo por fin a media voz; alzó la cabeza para mirarlos—. La imagen de Gerde aparecía en sus recuerdos recientes.

Reinó un silencio estupefacto.

—¿No dijiste…? —empezó Victoria, pero no pudo continuar. Jack lo hizo por ella:

—Dijiste que la habías matado —sonó como una acusación, y Christian se irguió.

—La maté —confirmó, imperturbable, clavando en Jack su fría mirada—. Pero últimamente la gente a la que mato tiene la irritante costumbre de permanecer con vida.

Jack le devolvió una sonrisa socarrona.

—Está claro que estás perdiendo facultades —lo provocó.

—Tendré que practicar más, entonces. Y ya veo que estás deseando ofrecerte voluntario.

—Parad ya, los dos —ordenó Victoria; ambos jóvenes se volvieron hacia ella, a una, y la chica bajó la cabeza con brusquedad, intimidada por la fuerza de su mirada—. Por favor —añadió en voz más baja.

—Bien, puede ser que me haya equivocado —prosiguió Christian—. Pero, si no es así, y Gerde…

—Si la mataste no puede estar viva —insistió Jack.

—Ya lo sé. Y eso me lleva a una serie de conclusiones preocupantes. —Se levantó de un salto—. Voy a rastrear a ese mago, a ver qué consigo averiguar. Si mis sospechas son ciertas…

No dijo nada más. Pero Jack tenía una ligera idea de lo que quería decir, y Victoria decidió que prefería no saberlo.

—¿Cómo vas a rastrearlo? —quiso saber Jack. Christian dejó escapar una sonrisa siniestra.

—El vínculo mental que establecí con él cuando lo miré a los ojos sigue activo. Una parte de mi conciencia sigue dentro de su mente: aunque él no lo sepa, durante un rato podré ver lo que él ve, si me concentro lo suficiente. Pero no durará mucho, así que he de marcharme ya.

—¿Tan pronto? —se le escapó a Victoria. Christian la miró, y ella se sonrojó un poco.

Jack los miró alternativamente a ambos y dijo:

—Os espero en la terraza.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Victoria se levantó, con cierto esfuerzo.

—Ya sé que no vas a escucharme —dijo—, pero tengo que pedírtelo una vez más: no hagas daño a Yaren.

—Te odia, Victoria. Intentará matarte otra vez, si tiene ocasión.

—Lo sé. Pero no es un mago cualquiera, sabes… Fui yo quien le otorgó el don de la magia. El es ya parte de mí, igual que Kimara. Aunque ellos no lo sepan, o no lo sientan como yo.

Christian le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Sientes ese vínculo todavía? ¿O son restos de la conciencia de Lunnaris?

Victoria titubeó.

—No lo sé. Pero, por si acaso… si vuelves a toparte con él… recuerda lo que te he pedido, ¿vale?

—No puedo prometerte nada —respondió él tras un breve silencio.

Victoria respiró hondo.

—Tienes que dejar de hacer eso —murmuró—. Te agradezco que te preocupes por mí, pero no puedes ir por ahí matando a todas las personas que me odian o que pueden suponer un peligro para mí. Hay cosas que debo solucionar yo sola, ¿entiendes?

El la miró largamente.

—Eres demasiado compasiva, Victoria —dijo entonces, y su voz sonó tan fría que ella tuvo que reprimir un estremecimiento—. Puede que algún día eso te traiga consecuencias irreparables.

—Tal vez —admitió Victoria en voz baja—, pero sigue siendo mi decisión. Tienes que acostumbrarte a que tengo derecho a decidir si quiero correr riesgos… y a asumir sus consecuencias.

Christian sacudió la cabeza.

—Vi lo que pasó la última vez que decidiste arriesgarte, y no me gustó.

Victoria se armó de valor, alzó la cabeza y dijo:

—Pues tendrás que asumirlo. —Trató de que su voz sonara firme, pero le temblaba un poco; no obstante, siguió hablando—. Tampoco a mí me gusta que te pongas en peligro, y sin embargo no te lo prohíbo ni tomo decisiones por ti.

Hubo un silencio tenso entre los dos.

—Supongo que tienes razón —dijo él por fin—. Es solo que no me gusta verte así.

Ella desvió la mirada.

—Ya me había dado cuenta.

Christian no dijo nada. Se irguió, dispuesto a marcharse. Victoria lo retuvo un momento. Había otra cosa de la que quería hablar con él.

—Vas a encontrarte con Gerde…, ¿no?

—Es posible, Victoria.

Tras un momento de vacilación, ella añadió:

—Ten mucho cuidado, Christian. Tengo un mal presentimiento.

El no respondió. Sostuvo su mirada, tanto tiempo que Victoria percibió con claridad las agujas de hielo de su conciencia clavándose en su alma. Apretó los puños de manera inconsciente, para dominar el terror irracional que se estaba apoderando de ella, pero no cerró los ojos ni desvió el rostro. Sintió los dedos de Christian acariciando suavemente su mejilla, apartándole el pelo de la cara. Se estremeció.

—Me tienes miedo, ¿verdad? —dijo él.

—Sí —respondió ella—. Pero… estoy dispuesta a enfrentarme a ese miedo y a superarlo.

Christian sonrió.

—Volveré —susurró.

Tomó el rostro de Victoria con las manos y besó sus labios, lenta y suavemente, acariciándolos con los suyos. Ella, un poco sorprendida, cerró los ojos y se dejó llevar, mientras una deliciosa sensación recorría su cuerpo en oleadas. Christian tuvo que sostenerla entre sus brazos, porque le fallaron las piernas. La sentó sobre la cama.

—Vaya —sonrió la joven, un poco avergonzada—. Últimamente soy un estorbo. —Empezó a tiritar y alargó la mano para coger una capa—. De repente, me ha entrado frío —murmuró, como excusándose, mientras se la echaba sobre los hombros.

Christian sonrió.

—Es normal —dijo—. Son los efectos secundarios que provoco en los…

—… humanos —completó ella con cierta amargura.

Christian no respondió. Salió de la habitación como una sombra, y ella no levantó la cabeza para mirarlo, ni dijo una palabra más. Cuando la puerta se cerró sin ruido tras el shek, Victoria cerró los ojos, y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.

Jack lo aguardaba en la terraza.

—¿Y Victoria? —preguntó enseguida.

—La he dejado descansando. Demasiadas emociones para ella, supongo.

Jack lo miró con seriedad.

—Está mejorando, Christian. De verdad. Ha hecho muchos progresos; tendrías que haberla visto cuando despertó. Apenas podía hablar.

—¿Piensas que he perdido el interés por ella? —replicó Christian con calma—. No tendrás tanta suerte, dragón.

Jack le dedicó una sonrisa feroz.

—Pasas tanto tiempo lejos de ella que nadie lo diría —comentó, mordaz—. Lo cual me favorece a mí, obviamente.

El shek se acercó tanto a él que casi pudo sentir su helada respiración.

—Me voy porque temo que Victoria esté en peligro… y quiero averiguar qué clase de peligro es. Pero tú, que te quedas con ella, tienes la responsabilidad de protegerla de cualquiera que intente hacerle daño…

—¡Mira quién fue a hablar! —soltó Jack, estupefacto—. ¡Pero si la han atacado la única noche que tú has pasado con ella en cinco meses!

—… Y óyeme bien, dragón: si le pasa algo a Victoria, si sufre el más mínimo daño… te arrancaré las tripas —concluyó, con fría serenidad.

—No te imagino arrancando tripas, serpiente. No es tu estilo. Demasiado sanguinolento para tu gusto.

Christian se separó de él y le dirigió una mirada inescrutable.

—Todavía no me has visto enfadado —le aseguró con seriedad.

Una chispa de fuego de dragón se encendió tras los ojos verdes de Jack. Christian entrecerró los párpados y ladeó un poco la cabeza, tenso, como una cobra a punto de lanzar un mordisco.

Entonces, Jack respiró hondo y sonrió.

—Algunas cosas nunca cambian —comentó.

Christian se relajó, lentamente.

—Sí —coincidió por fin—. Y creo que es bueno que sea así.

Jack asintió. Christian inclinó la cabeza y echó a andar hacia la balaustrada, y momentos después la sombra de las alas del shek cubrió la Torre de Kazlunn. Jack lo vio marchar; cuando ya no fue más que un punto en la lejanía, sacudió la cabeza, preocupado, y fue en busca de Victoria.

Christian sobrevoló la costa de Kazlunn durante todo el día. Al atardecer divisó a lo lejos la alta silueta del monte Lunn, donde, según las leyendas, los dioses habían entregado la magia al primer unicornio, y dedicó un breve pensamiento a Victoria. Sin embargo, ya sabía que no era ese su objetivo. Aunque para entonces ya hacía rato que los hilos de su conciencia habían abandonado la mente de Yaren, a través de los ojos del mago había visto los troncos desnudos y retorcidos de los árboles de Alis Lithban, que se iban cubriendo de vegetación a medida que se acercaba a su corazón: la Torre de Drackwen. Las imágenes eran borrosas y confusas, y desfilaban ante sus ojos a toda velocidad. Esto hizo sospechar a Christian que, o bien el mago corría anormalmente rápido para ser un humano, o algo estaba tirando de él con violencia… y no poca impaciencia.

Al caer la noche alcanzó los límites del bosque, y se detuvo un momento a descansar y a reflexionar acerca de su destino.

Sabía que Yaren se dirigía hacia lo que quedaba de la Torre de Drackwen, que había sido el centro del imperio de Ashran. Christian no había pasado por allí desde la noche del Triple Plenilunio. Sabía, sin embargo, que Qaydar había enviado tiempo atrás a varias personas a mirar entre las ruinas, por si el cuerno todavía seguía allí. No habían encontrado nada, aparte de varios cadáveres humanos y szish, y los cuerpos de dos sheks que parecían haber muerto cuando el derrumbamiento de la torre, tal vez a causa de él. Christian sabía que uno de aquellos cuerpos era el de Zeshak, señor de los sheks. Y el otro correspondía a una hembra a la que Jack había llamado Sheziss. En su fuero interno, Christian sabía que él mismo estaba más relacionado con aquella pareja de lo que habría querido admitir; pero, simplemente, prefería no pensar en ello.

Entre los cuerpos humanos encontrados bajo las ruinas de la torre estaba el de Ashran. Se hallaba completamente calcinado y casi irreconocible, pero los magos habían determinado, finalmente, que se trataba de él. Y todo Idhún había exhalado un suspiro de alivio.

«Mal hecho», pensó Christian. «Tras el cumplimiento de la profecía, todos creen que la amenaza ha sido derrotada. Ignoran que la amenaza es la misma, pero bajo otra forma, y con otro nombre. Y mientras nadie sepa dónde hallar a esa amenaza, nadie puede detenerla. Ni siquiera los Seis, que no tienen modo de formular otra profecía a través de los Oráculos, porque no saben contra quién dirigir sus fuerzas. Y tal vez… era eso lo que él pretendía. Tal vez por eso se arriesgó. No le preocupaba la profecía: no mientras tuviera otro lugar donde esconderse».

Y quizá fuera mejor así. Porque, mientras nadie supiera nada acerca del paradero del Séptimo, los Seis no volverían a convocar a Jack y a Victoria a la lucha contra su enemigo. «Que solucionen ellos sus propios asuntos. Para cuando unos y otros se encuentren, Victoria y yo estaremos ya muy lejos».

Sin embargo, si sus sospechas resultaban acertadas, había un detalle que podía cambiarlo todo: sus planes acerca de Victoria, el curso del enfrentamiento entre divinidades, incluso su propia implicación en el mismo. Christian no tenía la menor intención de volver a dejarse implicar, pero estaba empezando a presentir que ya lo estaba… y hasta las cejas.

Estaba cansado tras el largo vuelo desde la Torre de Kazlunn, y también hambriento, por lo que deslizó su largo cuerpo de shek hasta el fondo del primer arroyo que encontró y dejó que el agua fresca limpiara sus escamas. Pescó varios peces y los engulló con rapidez. Aunque los sheks también comían carne, sentían cierta preferencia por el pescado. Cuando reptó fuera del arroyo, chorreando, sabía ya que aquella comida no le llenaría el estómago. Pero sí era suficiente para mantener su cuerpo humano, por lo que se metamorfoseó de nuevo y, tras sacudir la cabeza para secarse el pelo, se adentró en el bosque, sigiloso como un felino, en busca de la Torre de Drackwen: un corazón que ya no latía.

Aquella noche, de vuelta ya en el Oráculo, Shail volvió a soñar con una escena que todavía lo atormentaba de vez en cuando: la imagen de Alexander, transformado en bestia, ante el cadáver destrozado de su hermano menor. Cuando se despertó, empapado de sudor, y fue consciente de dónde se encontraba, se dio cuenta de que los aullidos que oía en sus pesadillas tenían una fuente real: un poco más lejos, Deimar, el sacerdote loco, gritaba en sueños.

Se levantó, todavía temblando, y examinó su pierna artificial a la luz de las tres lunas. Todo estaba correcto. Salió de la casa de Ymur, instalada en los restos de una enorme sala abovedada, lo que antes había sido, casi con toda probabilidad, el refectorio del Oráculo. Allí, el gigante había habilitado una vivienda improvisada con todo lo que necesitaba, que no era mucho, puesto que los gigantes eran seres austeros. Al fondo, sin embargo, en una pequeña cámara construida expresamente para ello, se hallaba lo que constituía la verdadera pasión de Ymur, y la razón por la cual permanecía en las ruinas del Oráculo.

Los libros.

En todos aquellos años, Ymur se había dedicado a rescatar todos los manuscritos que había podido de entre los restos del Oráculo. Algunos de los volúmenes estaban destrozados; de otros solo había podido encontrar unas pocas páginas. Pero lo que quedaba de la gran biblioteca del Oráculo estaba allí, en aquella estancia, y muchos de aquellos libros eran de un tamaño considerable: señal de que habían sido escritos por gigantes. El propio Ymur, considerado un erudito, era sin duda el autor de algunos de ellos.

Shail suspiró y salió al aire libre, rodeando el enorme cuerpo de Ydeon, que dormía tendido en el suelo, cerca de la entrada. El joven se envolvió más en su capa para protegerse del frío de Nanhai, y se acercó al rincón donde Deimar se revolvía en sueños, sin más abrigo que el de su andrajosa túnica.

Contempló el rostro del loco a la luz de las tres lunas, pensativo.

Súbitamente, Deimar se incorporó de golpe y aferró su muñeca con una mano que parecía una garra. Shail se echó hacia atrás, sobresaltado. Los ojos del sacerdote se clavaron en él, alimentados por un brillo febril.

—Nos miran —susurró Deimar, temblando.

—¿Qué? —pudo decir Shail—. ¿De qué hablas? ¿Quién nos mira?

Deimar señaló el cielo. Erea, la luna plateada, les sonreía desde allí, arropada por sus dos hermanas.

—¿Te refieres a…?

—Sssssshhh —cortó el loco, y bajó más la voz—. Ellos nos miran. Siempre. Todas las noches. ¿Pero sabes una cosa?

—¿Qué?

Deimar le hizo señas para que se acercase más. Shail obedeció, entre inquieto e intrigado. Entonces, el sacerdote susurró en su oído:

No nos ven.

Shail se separó de él, confuso.

—¿Hablas de los dioses?

Aquella palabra pareció trastornarlo, porque lo miró como si hubiese mencionado algo horriblemente espantoso y comenzó a lanzar aullidos de terror mientras trataba de golpearse la cabeza contra las rocas. Shail, alarmado, intentó detenerlo, con escaso éxito. Por fortuna, los alaridos del loco despertaron a los dos gigantes, que acudieron a ver qué sucedía. Momentos después, Deimar, con el rostro cubierto de sangre, se retorcía entre los poderosos brazos de Ydeon.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Ymur, perplejo.

Shail alzó la cabeza hacia él, sombrío.

—Ymur —dijo, sin responder a la pregunta—, dijiste que conociste a Deimar en el Oráculo. Dime, ¿cuál era su función allí, exactamente?

El gigante lo miró sin comprender.

—Era uno de los Oyentes, si no recuerdo mal. ¿Por qué lo preguntas?

Shail no respondió. Contempló un instante a Deimar, retorciéndose entre los brazos de Ydeon, y se dejó caer contra los restos del muro de piedra, temblando.

Jack se despertó, sobresaltado. En cuanto fue consciente de dónde se encontraba, alargó el brazo para asegurarse de que Victoria seguía allí, durmiendo junto a él. Se le paró un instante el corazón al comprobar que la muchacha se había esfumado.

Se levantó de un salto; un breve vistazo a la habitación le bastó para confirmar que Victoria no estaba en ella. A toda velocidad, se puso la camisa y salió corriendo al pasillo, aún descalzo.

Recorrió en silencio los lugares que solía frecuentar Victoria, preguntándose si debía de avisar a Qaydar… hasta que se le ocurrió, de pronto, dónde podía encontrarla.

El jardín trasero de la Torre de Kazlunn era una réplica en miniatura de Alis Lithban. Crecía allí el mismo tipo de vegetación, traída por los magos desde el bosque de los unicornios mucho tiempo atrás. Durante los quince años que había durado el asedio de los sheks, el verdadero Alis Lithban había ido agonizando poco a poco; pero los magos de Kazlunn habían logrado mantener con vida su jardín, que, al igual que la propia torre, les recordaba tanto a sus admirados unicornios. Tras la caída de la torre en manos de las serpientes, ni ellas ni Gerde habían levantado un solo dedo contra aquel jardín, que seguía tan bello y exuberante como siempre.

Y al fondo, junto al muro que se alzaba casi en el borde mismo del acantilado, los magos habían erigido un pequeño monumento en honor de Aile Alhenai, la poderosa hechicera feérica.

Jack se detuvo a pocos metros del bloque de piedra, con forma de hexágono, en el que habían inscrito el nombre de Aile y una breve oración a Wina, la diosa de la tierra. A los pies del monumento había una figura, vestida de blanco, de rodillas sobre la hierba. Jack suspiró, aliviado, y se acercó a ella en silencio.

—Deberían haber plantado un árbol —susurró Victoria sin volverse—. Sería su árbol, y viviría la vida que ella abandonó. ¿Qué sentido tiene poner su nombre en una piedra?

—Duran más —respondió Jack en voz baja, sentándose a su lado—. Así, su memoria perdurará durante mucho, mucho tiempo.

—Da igual; la piedra está muerta.

Jack la miró, y vio que tenía las mejillas bañadas en lágrimas. La abrazó para consolarla. Victoria hundió el rostro en su hombro y lloró allí largo rato. Jack recordó, de pronto, una escena similar, ocurrida varios años atrás (¿cuántos: tres, cuatro, cinco?), tras la muerte de sus padres. Entonces había sido Victoria quien lo había consolado a él: una desconocida, una niña de doce años. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces.

—No pude decirle adiós —sollozó ella—. Son tantas las cosas que no pude decirle…

—Lo sé, Victoria.

—Y no estuve allí. No estuve allí, Jack.

—Estuvimos haciendo otras cosas. Luchando contra Ashran, contra Zeshak.

—Pero no ha servido de nada.

Jack la abrazó con más fuerza.

—No tuvimos elección. ¿No crees?

Ella asintió, con un suspiro, y se recostó contra él. Al hacerlo, algo centelleó sobre su pecho a la luz de las lunas. Victoria lo vio, y sonrió.

—Todavía no te he dado las gracias por esto —dijo en voz baja, alzando ante él la cadena con la lágrima de cristal.

Jack le devolvió la sonrisa.

—Te has dado cuenta —murmuró.

—¿Cómo no iba a darme cuenta? Lo que pasa es que… si te soy sincera, me daba un poco de vergüenza decírtelo. Sabía que este colgante no era el mío, pero no estaba segura de que hubieses sido tú. Podría haber sido un regalo de Shail, o incluso del Archimago… aunque en el fondo sabía que era tuyo —añadió, bajando los ojos.

—El otro se te rompió —dijo Jack—, y pensé… bueno, ya puedes suponer lo que pensé.

—Muchas gracias, Jack. Es precioso, y voy a llevarlo siempre. Es más bonito que el que perdí.

Una sombra de angustia cubrió su rostro al recordar la mano de Ashran intentando llegar hasta ella, y cómo sus dedos se habían enganchado en la cadena, rompiéndola. Jack adivinó lo que pensaba.

—Deja de atormentarte de esa manera. Aquello llegó, y pasó. Y ha terminado.

Victoria lo miró fijamente.

—¿De verdad crees que ha acabado?

Jack le devolvió una mirada preocupada. Victoria temblaba como una hoja, parecía todavía débil y cansada, pero mostraba una actitud decidida y resuelta.

—No, no creo que haya acabado —admitió Jack—. Por eso tengo miedo por ti.

—Sé que tanto Christian como tú queréis ponerme a salvo —dijo ella—. Pero yo quiero luchar a vuestro lado, por vosotros…

—Resulta que no puedes hacerlo, Victoria. Pero pronto te pondrás bien, ya lo verás.

—¿Estás seguro? Sé que no lo crees de verdad, Jack. Sé que piensas que he dejado de ser un unicornio, que soy solo una simple humana…

—¿Y qué, si lo fueras?

Victoria se quedó sin habla.

—Han pasado muchas cosas desde que nos conocimos —prosiguió Jack, con los ojos fijos en los de ella—. Hemos vivido tanto juntos… tantas aventuras, tantas alegrías, tanto sufrimiento, tantas emociones… No es tan fácil borrar todo eso de un plumazo, Victoria. Seas humana, seas un unicornio o una mezcla de las dos cosas, da igual; sigues siendo Victoria. La chica de la que me enamoré.

Victoria abrió la boca, incapaz de pronunciar palabra. Jack seguía mirándola, y la muchacha sintió como si su corazón estallara en llamas de pronto. Tragó saliva, y el instinto le dijo que retrocediera. Pero no pudo moverse; quedó prendida en sus ojos verdes, mientras los suyos propios se llenaban de lágrimas de emoción. Jack no pudo evitarlo. Hundió los dedos en su cabello oscuro, le hizo alzar un poco más la cabeza y la besó con pasión. Victoria se quedó sin aliento; suspiró y respondió al beso, y los dos se fundieron en un fuerte abrazo.

Los momentos siguientes fueron dulces e intensos a la vez, pero, ante todo, solamente suyos. Siguieron susurrándose palabras de amor al oído, compartiendo besos y caricias, a los pies del monumento dedicado a Allegra, hasta que Jack rompió el momento, separándose de ella, con un soberano esfuerzo de voluntad.

—Es tarde —dijo, mirándola con un intenso brillo en los ojos—; es mejor que volvamos ya.

Subieron en silencio, cogidos de la mano. El corazón de Victoria latía con fuerza, porque sentía algo extraño en el ambiente, una especie de tensión entre los dos. Todavía no estaba segura de qué debía decir, o cómo debía actuar, por lo que, cuando Jack cerró la puerta tras de sí y la besó suavemente, Victoria no opuso resistencia. Le echó los brazos al cuello, con cierta vacilación, y él volvió a besarla, esta vez con más entusiasmo.

—Te he echado de menos —le dijo al oído.

—Yo también a ti —susurró Victoria.

—Me gustaría quedarme contigo esta noche. ¿Puedo?

—Jack, ya duermes a mi lado todas las noches —dijo, aunque intuía que él no se refería a eso.

Pese a que Victoria no le había dado una respuesta, Jack la empujó sin brusquedad hasta la cama. La chica dejó escapar un jadeo ahogado cuando lo sintió tenderse sobre ella. Tenía miedo, pero el deseo de seguir junto a Jack era más fuerte que su temor. Respondió a sus besos y a sus caricias, sintiendo que el fuego de él la envolvía y le abrasaba la piel y, a mismo tiempo, daba calidez a su corazón. Dejó escapar un quejido de angustia.

—Jack… —murmuró, y en su voz había un tono distinto, una mezcla de anhelo y temor que hizo que él reaccionara. Se separó un poco de ella, como si despertara de un sueño, y la miró a los ojos, muy serio.

—¿Qué? ¿Todavía me temes? —preguntó—. ¿Quieres que me vaya?

Victoria cerró los ojos un instante, todavía temblando como una hoja. Su alma se estremecía de amor por Jack, pero, al mismo tiempo, el fuego del dragón la intimidaba.

—Si no te sientes bien, dímelo —susurró él en su oído—. Sé que estos días estás… bueno, mucho más sensible, y no quiero aprovecharme de ello, así que, por favor, sé sincera.

Ella acarició el cabello rubio de él. Tragó saliva. Lo miró a los ojos, aquellos ojos verdes que brillaban en la penumbra. En aquel momento, el corazón de Victoria latía por y para Jack. Aquel momento era solo de ellos dos, y de nadie más.

—No, Jack —dijo, y su voz fue apenas un murmullo, pero estaba teñida de amor—. No te vayas, por favor.

Jack sonrió y volvió a besarla, y Victoria se entregó a su beso, bebiendo de él como si fuera la primera vez que sus labios se encontraban.

Christian se pegó al tronco musgoso de un árbol, con el sigilo de una sombra. Incluso aunque Yaren se hubiera dado la vuelta para mirar al lugar donde se ocultaba, no lo habría visto.

Pero no lo hizo. El mago se había detenido en un claro del bosque, y estaba hablando con tres personas más, dos szish y un humano; parecían estar esperando algo… o a alguien. Christian dio un paso atrás para ocultarse aún más entre las sombras. Si estaban receptivos, los szish podían intuir su presencia, la presencia de un shek, uno de sus señores. Pero el joven dudaba de que fueran a obedecerle. Sospechaba que ahora servían a alguien más poderoso.

En aquel momento, alguien más entró en el claro. A la luz de las antorchas, Christian vio que se trataba de otros dos hombres-serpiente. Uno de ellos era muy joven, prácticamente un muchacho, y temblaba de puro nerviosismo.

—Ya era hora —comentó Yaren.

—No llegamosss tan tarde —dijo uno de los recién llegados, el de más edad—. No sssomosss losss últimosss en aparecer.

—No —concedió otro de los szish; examinó al muchacho de arriba a abajo—. Es demasiado joven, Isskez —le dijo en la lengua de los szish, que Christian comprendía a la perfección—. No sé si estará a la altura.

—Viene del clan de Sozessar —replicó el primero en la misma lengua—. En las marismas de Raden. Ha superado todas las pruebas. Es el indicado.

—Eso tendrá que decidirlo ella.

Christian entrecerró los ojos.

Había, sin embargo, otro asunto, en un rincón de su conciencia, que requería su atención. Algo acerca de lo que su mente percibía, a través de Shiskatchegg. Tenía que ver con Victoria y sus sentimientos. Brevemente, Christian contactó con las sensaciones que le transmitía el anillo. Le bastó apenas un instante de concentración para saber lo que estaba pasando entre Jack y Victoria.

Imperturbable, cerró las puertas de su conciencia al vínculo del anillo, como ya había hecho en una ocasión, tiempo atrás, cuando Ashran lo había torturado hasta el punto de ahogar su parte humana. Entonces, Victoria había perdido el contacto con él y lo había creído muerto. No sabía que el shek había roto aquel vínculo voluntariamente, porque quería echarla de su corazón y de sus pensamientos; porque ella era, de nuevo, una enemiga para él.

En esta ocasión volvió a hacerlo, pero por motivos muy distintos: Victoria estaba con Jack y necesitaba intimidad. Y, aunque seguía llevando puesto el anillo, Christian sabía que en aquellos momentos debía retirarse discretamente y dejarla a solas con él. Ya restauraría el vínculo por la mañana.

Se concentró de nuevo en los individuos del claro. Permanecían en silencio, esperando, y parecían nerviosos. Christian esperó con ellos.

—Hacía muchos años que no escuchaba tanta blasfemia junta —dijo Ymur, molesto—. Supongo que se debe a que eres un mago. Los magos siempre os habéis creído con derecho a ser más irreverentes que el resto de los mortales.

—Todo esto me lo contó una sacerdotisa —replicó Shail, muy serio—. Y el propio Ha-Din lo confirmó ante medio centenar de personas en la Torre de Kazlunn. Cuando llegue la delegación del Oráculo de Awa, sus sacerdotes ratificarán mis palabras. Hace ya meses que los Oráculos perdieron contacto con los dioses. Y no porque los dioses ya no hablen, sino porque hablan… demasiado.

Ymur frunció el ceño y echó un vistazo a Deimar, que yacía en el suelo, cerca de ellos; Shail le había aplicado un hechizo tranquilizante, pero el sacerdote todavía murmuraba cosas ininteligibles y sufría extraños espasmos de vez en cuando.

—¿Quieres decir que la voz de los dioses lo ha vuelto loco?

Shail asintió.

—Sabemos que, tras la destrucción del Gran Oráculo, Deimar abandonó Nanhai. Seguramente fue a refugiarse al bosque de Awa y se quedó con el Venerable Ha-Din y sus sacerdotes. En cuanto el nuevo Oráculo de Awa empezó a funcionar, reanudó allí su trabajo como Oyente. Por lo que me han contado, en los últimos tiempos el mensaje divino ha dejado sordos a varios sacerdotes y ha hecho enloquecer por lo menos a otros dos. Deimar debe de ser uno de ellos.

Ymur movió la cabeza.

—Primero me dices que el dios de mi pueblo no es el padre bondadoso en el que creemos desde hace milenios, sino que se trata en realidad de una poderosa fuerza destructiva, ciega e invisible, que puede aplastarnos a todos sin darse cuenta. Y ahora me vienes con que las voces de los Seis trastornan a las personas hasta el punto de hacerles perder la razón. ¿Sabes lo que estás diciendo?

—Hablo de hechos, Ymur. De lo que he visto, y de lo que me han contado los propios sacerdotes y sacerdotisas. Pero tú, que has pasado casi toda tu vida en un Oráculo… ¿no has contemplado nunca nada semejante?

—Yo no soy un Oyente. Lo que sucede dentro de la Sala de los Oyentes, solo ellos y los dioses lo saben, aunque es cierto que no es algo que se deba tomar a la ligera. Recuerdo el caso de un joven humano que entró allí sin permiso y trató de entablar comunicación con los dioses… Algo debieron de responderle, porque salió de allí bastante alterado. Pero no perdió el juicio ni su capacidad de audición, que yo sepa.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Shail con curiosidad.

—No recuerdo… hace varios años. Tal vez veinte; tal vez más, o tal vez menos.

Shail se echó hacia atrás, perplejo.

—Eso fue antes de la profecía, en todo caso. Por lo que tengo entendido, las voces de los dioses solían ser apenas tenues murmullos a los que había que prestar mucha atención. Es raro que alguien que no hubiera sido adiestrado como Oyente pudiera percibir algo en esa sala. Tal vez los dioses ya hablaron a gritos hace tiempo, pero en tal caso no sé cómo es posible que solo los oyera una persona.

—Puede que fuera un Oyente nato —opinó Ymur—. Algunas personas nacen con una sensibilidad especial. Los Oyentes de este tipo son muy valorados en los Oráculos.

—¿De verdad? ¿Y qué hizo ese joven después? ¿Se quedó entre vosotros?

Ymur negó con la cabeza.

—No, se marchó, creo. Confieso que yo no solía estar muy al tanto de lo que sucedía en el Oráculo. Si recuerdo a ese humano es porque tuve trato directo con él, al menos antes de que se colara en la Sala de los Oyentes. Lo que hizo después ya no lo sé.

—¿Cómo era? ¿Cómo se llamaba? ¿Quién…?

—Las preguntas, una por una, mago —cortó Ymur—. No me acuerdo de su nombre, pero tú me recuerdas bastante a él: los dos decís cosas irreverentes.

—¿Cosas irreverentes? —repitió Shail, cada vez más interesado—. ¿Anunciaba la llegada de los dioses, acaso?

—Peor aún: tuvo la desfachatez de venir a preguntarme si entre los textos sagrados de mi biblioteca conservaba algún documento que hablara del Séptimo dios. ¡Del Séptimo dios! Ya puedes imaginar lo que le contesté. Es lo que yo digo: los magos, especialmente los jóvenes, siempre se creen por encima de todo; pero hay cosas que nadie debería… ¿qué te ocurre, hechicero? ¿Por qué pones esa cara?

Una silueta tenue y esbelta se deslizó por entre los árboles, hacia Yaren y los szish. No la vieron hasta que la tuvieron encima, porque las hadas se mueven por el bosque como si formaran parte de él; pero Christian la había detectado desde el primer momento.

—¿Qué me habéis traído? —preguntó una voz sensual y aterciopelada.

Los cinco cayeron de rodillas ante ella y se echaron de bruces al suelo, en señal de humildad. El chico szish se había quedado pasmado mirando a la recién llegada, hasta que uno de sus compañeros lo obligó a arrojarse al suelo de un empujón.

—Hicimosss lasss pruebasss de inssstinto y percepción, como ordenassste, mi ssseñora —dijo Isskez—. Essste muchacho venció a todosss los jóvenesss de sssu clan y luego fue el primero en lasss pruebasss finalesss.

Ella se inclinó un poco hacia él. Hasta Christian llegó la suave fragancia floral que despedía su largo cabello.

—Tan joven —comentó, con una nota de interés en su voz—. Mírame —le dijo, en la lengua de los szish.

El muchacho alzó la cabeza, tembloroso. En aquel momento, Erea asomó desde detrás de una nube, y su luz plateada iluminó los rostros de todos los presentes. Incluido el del hada a la que Yaren y los demás hacían tanta reverencia.

Christian no pudo reprimir un estremecimiento cuando reconoció sus rasgos. Ya la había identificado por su forma de andar, por su voz, por su fragancia, que tan bien recordaba. Pero no había querido creerlo hasta que no la vio con sus propios ojos.

Gerde.

«La mate», pensó, aturdido. «La maté. Estaba muerta».

Había arrojado a Jack, malherido, a un río de lava. Pero no estaba muerto entonces, y a fin de cuentas era un dragón, de modo que, si se paraba a pensarlo, no había nada de particular en que sobreviviera al fuego. Sin embargo, el caso de Gerde era diferente. El mismo había soltado los hilos de su conciencia, había paralizado sus funciones cerebrales y, con ello, había hecho también que dejara de latir su corazón. La había matado.

Siguió observándola, todavía anonadado. Había algo en ella que era diferente de lo que recordaba, pero no habría sabido decir el qué. Por el momento, solo entendía que no era capaz de dejar de mirarla.

El hada se había acuclillado junto al muchacho, tomando su rostro entre las manos, y lo observaba con una leve sonrisa en los labios.

—No estás mal para ser una serpiente —comentó con cierta dulzura—. ¿Cómo te llamas?

—Assher, mi señora.

—Assher —repitió Gerde—. ¿Sabes por qué estás aquí?

El szish tragó saliva.

—Porque superé las pruebas, mi señora. Mejor que todos los demás.

Gerde le sonrió.

—Bien —arrulló—. Bien, mi joven serpiente.

Se separó de él, con ligereza, y se puso de nuevo en pie.

—Levantaos todos —ordenó—. Ya estoy cansada de tanta adoración.

Se volvió hacia Yaren.

—En cuanto a ti —le dijo, muy seria, de nuevo en idhunaico común—, tienes muchas cosas que explicarme.

Yaren bajó la cabeza. Temblaba como un niño.

—Yo… lo siento mucho. Me dejé llevar.

—Tenías que volver a mirarla a los ojos, ¿verdad? Tenías que decirle lo desgraciado que eres por su culpa. Y ahora los has puesto sobre aviso a todos ellos. Te dije que era muy pronto, cerebro de trasgo. Muy pronto. Y te has dejado sorprender y atrapar. Más te valiera que te hubiesen matado.

El hechicero, aterrorizado, se dejó caer de rodillas, a sus pies.

—Suplico tu perdón, mi señora. Te juro que no volveré a desobedecerte.

Christian frunció levemente el ceño. La voz de Gerde había sonado solo un poco amenazadora, pero su gesto era tan encantador como siempre. ¿Cómo podía inspirar tanto terror en Yaren?

—Y bien —sonrió ella—. ¿Qué has visto?

Yaren alzó la cabeza, confuso.

—¿Qué…?

—Que qué has visto. En sus ojos. En los ojos de Victoria.

Los dedos de Christian se crisparon involuntariamente al oír su nombre. Había una velada amenaza en el tono de voz de Gerde al hablar de Victoria, algo sombrío que al shek le resultó extrañamente familiar.

Yaren tardó un poco en contestar.

—Nada, mi señora —dijo por fin—. ¿Qué habría de ver?

—Nada, claro. Podrían emitir destellos cegadores de luz y serías incapaz de verlos, porque los humanos sois completamente ciegos a la luz de un unicornio —suspiró, exasperada—. Esa muchacha debería estar muerta y, sin embargo, se ha despertado. ¿Y cómo voy a saber si el unicornio sigue vivo en ella, si tú no puedes ver su luz?

—Tenía… una especie de agujero en la frente —se apresuró a responder Yaren—. Y estaba muy débil, tanto que apenas podía caminar.

Gerde se volvió para mirarlo.

—Un agujero —repitió—. Bien, no lo has hecho tan mal como creía. El unicornio sigue vivo… pero sin su cuerno.

Se rió. Su risa era pura y cantarina, pero seguía teniendo ese ligero matiz frío e inhumano que a Christian le resultaba tan familiar, y que le chocaba encontrar en la voz de Gerde.

Le dio la espalda a Yaren y volvió a prestar atención al muchacho szish. Utilizó de nuevo la lengua de las serpientes (Christian no recordaba que Gerde la hubiese hablado jamás con tanta fluidez) para decirle de manera tranquila:

—Entonces ya lo sabes. Lo que voy a entregarte esta noche no te lo puede dar nadie más. Nadie más, en todo Idhún. ¿Eres consciente de eso?

El joven Assher alzó la mirada hacia ella, una mirada de profunda adoración.

—Ssoy consciente, mi señora.

A Christian, oculto entre la espesura, le resultaba difícil conservar la calma. Ya había intuido hacía rato lo que estaba sucediendo, y sabía qué iba a presenciar. Y no estaba seguro de estar preparado para verlo.

—Levántate —estaba diciendo Gerde al chico szish—. Retiraos —ordenó a los demás.

Todos obedecieron. El hada alzó entonces la mano, y algo blanco y brillante, como una daga de luz de Erea, centelleó entre sus dedos.

Christian hundió las uñas en el tronco del árbol hasta casi hacerse daño. Reprimió el deseo de desenvainar a Haiass e irrumpir en el claro para matarlos a todos. Respiró hondo y se esforzó por conservar la calma.

Para ello tuvo que cerrar los ojos un momento. Para no ver aquel cuerno de unicornio, el cuerno de Victoria, en manos de Gerde.

Pero los abrió a tiempo de ver cómo el hada deslizaba la superficie perlina del cuerno por la piel escamosa de Assher, primero por su mejilla, descendiendo luego hasta su cuello, como una caricia de luz. El joven cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, con un suspiro, disfrutando de la sensación incomparable de la magia inundando su cuerpo.

Christian contemplaba la escena, en apariencia impasible. Algo afloró de lo más profundo de su conciencia, un recuerdo semiolvidado: el recuerdo del momento en que un unicornio le había entregado su don, diecisiete años atrás. Los detalles de aquel día todavía le resultaban confusos. Pero estaba empezando a darse cuenta de que, en el fondo, nunca había llegado a olvidar del todo la luz del unicornio.

Volvió a la realidad. Un poco más lejos, el chico szish había dejado caer los hombros y temblaba. Christian no podía verlo desde allí, pero sabía que estaba llorando.

Gerde lo contempló en silencio, con una expresión indescifrable.

—Lleváoslo —dijo entonces—. Isskez, tú serás su tutor. Inícialo en el arte de la hechicería y, cuando juzgues que está preparado… tráemelo. Enhorabuena, muchacho —le dijo con dulzura, acariciando su mejilla con las yemas de los dedos—. Ya eres un iniciado. Pero no cualquier iniciado. Tengo planes para ti, Assher. Aprende a hacer buen uso de tu don… y te recompensaré con creces.

El joven szish trató de decir algo, pero no le salió la voz. Los otros lo apartaron de la presencia de Gerde, que se volvió a mirarlos mientras se adentraban en el bosque.

Solo Yaren permaneció a su lado. Se había quedado contemplando el lugar por el que se habían marchado los hombres-serpiente, con los ojos entornados y una clara expresión sombría en sus facciones.

El hada se volvió hacia él.

—Envidias a Assher, ¿no es verdad?

—Con todo mi ser —dijo Yaren en voz baja; la miró, con un destello de súplica en sus ojos grises—. ¿No podrías…?

—Ya lo hemos intentado —cortó ella, con sequedad—. Sabes que no funciona.

—Pero tú… eres poderosa. Eres la hechicera más poderosa que…

—Soy mucho más que una hechicera poderosa, pero hay cosas que, simplemente, no pueden deshacerse. Te lo he explicado muchas veces: para limpiarte por dentro tendría que canalizar hacia ti una gran cantidad de energía. Y podría hacerlo —rió—, podría entregarte toda la magia que necesitas para curarte. Pero entonces tu cuerpo estallaría en millones de pedazos. Por eso fueron creados los unicornios, así es como funcionan sus cuernos; porque los mortales son recipientes que ellos deben llenar de magia, pero la magia del mundo es tan inmensa, tan vasta… que si no la canalizaran a través de su cuerno, el recipiente sería destruido. Sería como colocar una frágil vasija de barro al pie de una catarata. —Se encogió de hombros—. Los humanos sois tan delicados… os rompéis enseguida.

—Lo sé —suspiró Yaren—. Sé que si usas el cuerno no podrás entregarme toda la energía que necesita mi cuerpo para desalojar la magia corrupta que ella me entregó. Y sé que, si no lo usas, moriría en el intento. Pero tiene que haber… tiene que haber otra manera.

—Estoy en ello —repuso Gerde, con una suave sonrisa—. Pero espero que comprendas que, ahora mismo, eso no es una prioridad para mí. Y menos después de lo que has hecho hoy.

Yaren calló un momento y bajó la mirada.

—Saben que estás aquí —le dijo en voz baja—. Nos encontrarán.

En el rostro del hada se dibujó una enigmática sonrisa.

—Lo sé —se limitó a decir.

Yaren la miró, interrogante. Gerde sacudió la cabeza, y su cabello color aceituna ondeó en torno a ella.

—Regresa al campamento y espérame en mi árbol. Tengo algo que hacer.

El hechicero humano esbozó una de sus sesgadas sonrisas y, tras hacer una breve reverencia, desapareció en pos de los szish.

En cuanto se quedó sola, Gerde dio media vuelta y clavó sus ojos negros en las sombras.

En el lugar donde se ocultaba Christian.

Ningún humano, ni szish, ni siquiera un hada como ella, podría haberlo detectado con canta facilidad. Pero hacía rato que el shek sospechaba que Gerde ya no era un hada como las demás. Desenvainó a Haiass, en tensión, aguardando algún gesto de ella. Y entonces, de súbito, Gerde desapareció.

Christian tardó apenas una centésima de segundo en dar media vuelta y cubrirse con la espada. Su intuición le señaló sin margen de error dónde estaba el hada, pero no la vio hasta que la tuvo justo frente a él.

Cruzaron una mirada tensa. Christian mantenía la espada en alto pero, por alguna razón, no podía descargarla. Gerde sonreía.

Finalmente, el shek bajó la espada, lentamente.

—Estabas muerta —dijo en un susurro; había un levísimo temblor en su voz.

—Lo estaba —asintió Gerde—. Pero ahora ya no lo estoy.

Christian bajó la cabeza, rompiendo el contacto visual. No era capaz de soportar aquella mirada, la mirada de unos ojos negros que mostraban un extraño brillo metálico. La sonrisa de Gerde se hizo más amplia al ver que el shek temblaba.

—Me has encontrado —dijo el hada con suavidad—. ¿Sorprendido?

—Desagradablemente sorprendido, sí —reconoció él; seguía con la vista baja.

—¿No me has echado de menos? —ronroneó ella.

—Si hubiese tenido intención de echarte de menos, no te habría matado —replicó Christian. La sonrisa se congeló en el bello rostro del hada.

—Cierto. Me mataste. ¿Cómo he podido olvidarlo?

Christian levantó la cabeza, muy lentamente. La miró a los ojos, reprimiendo un escalofrío al detectar en ellos aquella fuerza que había irradiado la mirada de su padre, y que siempre lo había intimidado. Entonces había creído que temía y respetaba a Ashran porque era su padre, su creador, quien había hecho de él lo que era. Ahora sabía que no era así.

Se estremeció cuando los dedos del hada recorrieron su cuello, ágiles como mariposas.

—¿Qué vas a hacer ahora, Kirtash?

—Te mataría otra vez, si pudiera —respondió Christian con serenidad.

—Pero sabes que no puedes.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? ¿Tienes intención de hacérmelo pagar? Porque, si es así… abrevia, por favor.

Gerde le dedicó una risa encantadora.

—Tan adusto como siempre —comentó, pasando los brazos en torno a su cuello, y pegando su cuerpo al de él—. Es un alivio ver que esa chica no ha conseguido ahogar por completo tu fría personalidad de shek.

—Tampoco tú pareces haber cambiado —replicó él—. A pesar de que puedo imaginar lo traumático que debe de ser morir, y regresar de la muerte transformada en… ¿qué? ¿La Séptima diosa?

—Tampoco has perdido tu perspicacia —sonrió ella—. Ya deberías saber, pues… que soy tu dueña. Que me debes obediencia. Total, absoluta… incondicional.

Christian movió la cabeza.

—Cómo debes de estar disfrutando con esto, ¿verdad?

—Siempre es agradable ver que los vientos del cambio soplan a tu favor.

Christian se la quitó de encima, sin brusquedades pero con firmeza.

—No te temo. Luché contra Ashran. Lo vencimos. No tenía tanto poder sobre mí como me hacía creer.

—Se le escapaba tu parte humana, Kirtash. Tu parte humana no le debía obediencia. Creyó que por el simple hecho de ser el padre natural de esa parte humana lograría controlarla. Pero no fue así.

—Tú no eres mi padre.

—Cierto —sonrió encantadoramente—. Pero, aun así, tengo más poder sobre ti del que Ashran tuvo jamás. ¿No lo entiendes? Tu parte shek me pertenece porque soy tu diosa. Tu parte humana me rendirá pleitesía… porque eres un hombre.

Christian retrocedió un paso y sacudió la cabeza.

—No funciona, Gerde. No me siento atraído por ti.

Gerde le dedicó una risa cantarína.

—¿De veras? Quizá es porque no me has mirado bien. ¿Qué tal… ahora?

Con cada una de las últimas palabras de Gerde, Christian sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas, cada vez más rápido. De pronto, el aire pareció volverse más fragante, y la voz de Gerde, mucho más melodiosa, como un canto de sirena. Christian la miró, un poco aturdido, y se quedó sin respiración. Jamás había visto una criatura tan bella como la mujer que se alzaba en aquellos momentos ante él, el hada de ojos profundos como el corazón de la floresta, de larguísimo cabello suave y ligero como diente de león. Cerró los ojos e inspiró hondo, tratando de calmarse. Pero el corazón le latía muy deprisa, y eso no era habitual en él. Abrió los ojos lentamente. Tragó saliva. Parecía que solo existía una cosa en el mundo, y eran los labios de Gerde.

Luchó contra el impulso que lo empujaba a besarlos, y trató, desesperadamente, de recordar a Victoria, porque sabía que, si caía en brazos de Gerde, su voluntad dejaría de pertenecerle, y no había nada que temiera más que perder la capacidad de tomar sus propias decisiones. Buscó a Victoria al otro lado de su percepción, pero no la encontró, y entonces recordó que había roto el contacto con el anillo para dejarla completamente a solas con Jack. En aquel breve instante de vacilación, el poder seductor de Gerde terminó de adueñarse de él.

—¿Qué me dices ahora, Kirtash? —sonrió ella—. ¿Me perteneces… o no?

Por toda respuesta, Christian la besó apasionadamente, como jamás había besado a ninguna mujer.

«No soy yo», pensó, por un momento. «Yo nunca perdería el control de esta manera. Nunca. Ni siquiera por…».

El nombre de la mujer a la que realmente amaba quedó ahogado entre sus pensamientos por el suave perfume floral que emanaba de la piel y el cabello de Gerde.

Entonces, cuando estaba completamente enredado en su cuerpo, cuando el deseo había ya tomado las riendas de su racionalidad, Gerde se lo quitó de encima con una risa cruel. Christian dio un paso adelante para volver a acercarse a ella, pero el hada extendió la mano hacia él para marcar las distancias.

—Quieto —ordenó, y Christian, aunque no soportaba estar tan lejos de ella, obedeció. Respiró hondo y, poco a poco, fue recobrando la cordura—. Las cosas han cambiado un poco. Puede que a mí ya no me interese un medio shek. Eres poca cosa para alguien como yo, Kirtash.

Christian le dirigió una mirada repleta de frío odio.

—No soy un medio shek. Tú, mejor que nadie, deberías saber que mi esencia de shek está intacta. Soy un shek completo.

—Y también eres un completo humano —replicó el hada con una sonrisa cruel.

—No creo que eso te importe en el fondo —observó Christian—. Tus magos son completos humanos, o completos szish. Inferiores a mí.

—Oh, ¿estás celoso?

—Celoso, no. Solo herido en mi orgullo —replicó él con frialdad.

—No, Kirtash, tendrás que ganarte el privilegio de tocarme.

—¿Qué te hace pensar que tengo interés en tocarte?

Gerde alzó una de sus finas y arqueadas cejas, con una sonrisa burlona, y Christian sintió que el deseo volvía a apoderarse de él. Luchó por dominarlo, furioso al saberse en manos del hada, al saber que ella estaba jugando con él, y que, por primera vez, era ella quien lo controlaba a él.

Gerde se acercó a él, un poco más. Lo miró por debajo de sus espesas pestañas.

—Estás solo, Kirtash —lo arrulló—. Completamente solo. Tu chica unicornio ha perdido su cuerno; sin él, no es más que una humana corriente. No será capaz ya de contener al dragón. Tarde o temprano, él te matará, si no lo has matado tú antes. Y entonces, ¿qué? ¿Qué harás? ¿Adonde irás?

Christian no respondió.

—Quédate con nosotros —le susurró Gerde al oído—. Con tu gente. Con tu diosa.

El shek alzó la cabeza.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

Gerde rió con suavidad.

—No pierdes facultades, Kirtash. Cierto, quiero algo de ti. Quiero que hagas algo por mí. Y lo harás, porque sabes, en el fondo… que no tienes elección. Porque es una cuestión de lealtades, y porque nunca has dejado de pertenecerme.

Lo besó de nuevo. Christian cerró los ojos y la dejó hacer. Cuando ella dio un paso atrás y lo miró de arriba a abajo, evaluadoramente. Christian no dijo nada, ni movió un solo músculo.

—Estás un poco más alto —comentó—. Todo un hombre ya. Y sigues tan atractivo como te recordaba. Lástima —suspiró—, tengo ya planes para esta noche. Pero si no me fallas esta vez, si cumples la misión que te voy a encomendar, puede que olvide algunos pequeños asuntos… Y, quién sabe… tal vez te invite a pasar alguna noche en mi árbol. Por los viejos tiempos, ¿eh?

Christian no dijo nada, pero apretó los puños inconscientemente. Gerde sonrió y volvió a acercarse a él. Se puso de puntillas para hablarle al oído, y su suave aliento acarició la mejilla del shek.

—Escúchame, porque no voy a repetirlo dos veces. Escucha lo que quiero que hagas. Si obedeces, te recompensaré… y valdrá la pena, créeme. Si no lo haces… te mataré.

Y algo en su tono de voz, algo oscuro y poderoso, que Christian conocía muy bien, lo hizo estremecerse de terror de los pies a la cabeza.

—¿Me has entendido? —preguntó ella.

—Sí —respondió Christian en voz baja.

—¿Cómo has dicho?

El shek alzó la cabeza, pero, una vez más, fue incapaz de soportar la fuerza de la mirada de Gerde.

—Sí, mi señora —se corrigió.