El viaje hasta el Oráculo duró todavía varios días más. Al atardecer del octavo día, divisaron sus ruinas a lo lejos, su enorme cúpula partida en dos, las columnas que ya no sostenían ningún techo. Shail se detuvo un momento para contemplarlo.
—Es parecido al de Gantadd —murmuró—. Pero mucho más grande. O, al menos, da la sensación de haber sido mucho más grande.
Al filo del tercer crepúsculo se detuvieron ante lo que había sido el pórtico del Oráculo. Solo quedaban tres columnas en pie. Las otras tres se habían derrumbado, y una de ellas bloqueaba la entrada. Pero Ydeon pasó sin problemas por encima de ella. Shail tuvo que trepar tras él, y agradeció para sus adentros el tener de nuevo dos piernas. Con el bastón le habría sido imposible pasar.
Se reunió con Ydeon en los restos del enorme atrio con forma hexagonal que había recibido a los visitantes en tiempos pasados. El gigante estaba echando una mirada en derredor, en busca de señales de vida, pero aquellos restos permanecían silenciosos, vacíos… muertos.
Shail se preguntó dónde andaría Ymur. Después de ver con sus propios ojos cómo había quedado el Gran Oráculo tras el ataque de los sheks, le resultaba extraño que alguien deseara seguir viviendo allí. Sin embargo, Ymur seguía habitando aquellas ruinas muchos años después de que su hogar fuera destruido.
Al fin y al cabo, se dijo Shail, Ymur era un gigante. No tenía nada de particular que alguien como él viviese solo y rodeado de piedras.
—¿No sabía que veníamos? —le preguntó a Ydeon.
—Lo sabía —respondió el fabricante de espadas.
—Tal vez… —empezó Shail, pero algo lo interrumpió: una carcajada histérica que resonó por las ruinas, oscura e inquietante.
Ydeon se enderezó y dejó escapar un gruñido ahogado. Shail se puso en guardia y preparó mentalmente un hechizo de ataque.
Los dos se volvieron hacia todas partes, pero no lograron localizar el origen de aquel sonido.
La extraña risa esquizofrénica volvió a oírse, esta vez más cerca, y su eco los persiguió durante unos angustiosos segundos en los que a Shail se le erizó la piel de la nuca.
—¿Quién anda ahí? —retumbó Ydeon.
Solo obtuvo una nueva carcajada por respuesta.
—¡Allí! —dijo entonces Shail.
Los dos vieron una figura andrajosa que saltaba de piedra en piedra con alocada temeridad. Una figura humana.
—¡Buscamos a Ymur, el sacerdote! —gritó Ydeon.
—¡Basura! —chilló el desconocido, con voz aguda—. ¡Nada más que un pedazo de escoria! ¡Eso es lo que eres!
Shail parpadeó, confuso. Ydeon, sin embargo, no parecía ofendido.
—¿Conoces a Ymur? —insistió.
El otro se rió como un loco y trepó a lo alto de una columna, donde se sentó y se puso a rascarse un pie.
—¡Cómo has osado dejarte ver! —le espetó—. ¡Vuelve al lugar del que procedes, sobras, restos, desperdicios!
Shail no sabía si enfadarse o echarse a reír.
—Está completamente chiflado —murmuró.
—¡No deberías estar aquí! —seguía berreando el humano—. ¡Profanando esta tierra con tu sucia presencia! ¡Fuera de aquí! ¡Vete! ¡Largo!
Se puso en pie y lanzó un agudo chillido. Después, empezó a tirarse del pelo y a arrancárselo a mechones, mientras lloraba desconsoladamente.
—¡Bastaaaaaa! —aulló—. ¡Callaos ya, malditos! ¡Malditos! ¡Canallas! ¿Por qué me hacéis esto?
Empezó a dar saltos sobre la columna.
—¡Se va a matar! —dijo Shail, alarmado.
Para cuando el hombre se arrojó al vacío desde lo alto de la pilastra, el mago ya tenía preparado un hechizo de levitación. El último grito agónico del loco suicida finalizó en un quejoso llanto apagado mientras su cuerpo flotaba suavemente hasta el suelo. Shail se apresuró a acercarse al lugar donde había quedado tendido, hecho un guiñapo. En dos zancadas, Ydeon lo alcanzó.
El hombre seguía llorando, encogido sobre sí mismo, y no podían verle el rostro, oculto tras una maraña de greñas de color gris.
—Ojalá supiéramos quién es —murmuró Shail— y cómo ha llegado a este estado.
—Se llama Deimar —dijo una voz a sus espaldas—. En cuanto a la segunda cuestión, me temo que aún no tengo una respuesta.
Ydeon y Shail se volvieron. Tras ellos estaba Ymur, el sacerdote, observándolos con gravedad. Cargaba sobre sus poderosos hombros un enorme bulto peludo.
—¿Habéis cenado ya? —preguntó—. Porque yo me muero de hambre.
—Me costó reconocerlo cuando lo vi —dijo Ymur un rato después, cuando estaban los tres sentados en torno a la hoguera, y el loco dormitaba en un rincón, bajo los efectos de un conjuro sedante—. Deimar era un hombre cuerdo cuando abandonó Nanhai hace diecisiete años. Me pidió que me marchara con él a Awa, pero no quise dejar este lugar, ni siquiera después de que fuera destruido.
—¿Os conocíais bien?
Ymur suspiró.
—No —admitió—. Habitábamos los dos en el Oráculo, pero apenas teníamos relación… hasta que llegó la conjunción astral, y poco después, el ataque de los sheks. Lo último que recuerdo fue que el techo se derrumbaba sobre mi cabeza, y que hacía mucho frío… Cuando recuperé el sentido no podía creer que siguiera vivo. Todos los hermanos y hermanas del Oráculo habían muerto: el abad Yskar, los sacerdotes y sacerdotisas… Nunca llegué a conocerlos bien, pero en ese momento los eché de menos. Pensé que era el único superviviente, hasta que encontré a Deimar entre los escombros.
Hizo una pausa y contempló el fuego durante unos instantes, pensativo.
—Cuando se recuperó de sus heridas —prosiguió— se despidió de mí y se fue. Tenía entonces otro aspecto muy distinto. Y su mente estaba sana.
»Hace varios meses volvió a aparecer por aquí, los dioses saben cómo, en el estado lamentable en el que está. Llevo desde entonces cuidando de él, esperando que me diga algo coherente que pueda darme una pista acerca del mal que lo aqueja. Lo he dejado solo otras veces, como cuando fui a ver qué era esa extraña fuerza que sacudía las montañas. Nunca antes había intentado suicidarse.
—Quizá hicimos o dijimos algo que lo asustó —aventuró Shail.
Ymur negó con la cabeza.
—Últimamente se estaba poniendo peor, de eso estoy seguro Sobre todo por las noches, así que estos días he procurado no alejarme demasiado, o regresar antes del último atardecer. Hoy me he retrasado un poco. —Hizo una pausa—. Otros asuntos requerían mi atención… lejos de aquí.
Shail se enderezó.
—Todavía hay movimientos sísmicos en la cordillera. Hemos oído el sonido de los aludes cuando veníamos hacia aquí. ¿Te refieres a eso?
—Ese es uno de los asuntos que me preocupan, sí. Pero no es el único. Por lo visto, Nanhai se está llenando de extraños visitantes en los últimos tiempos. Una criatura salvaje vaga por las cuevas del este. Dejó malherido a un gigante, y no hay muchas bestias capaces de hacer eso.
—¿Por qué te avisaron a ti? —quiso saber Ydeon.
—Porque no sabían muy bien qué era, si un humano o un animal. Si era un animal, tratarían de darle caza; si se trataba de un ser humano, intentarían capturarlo sin hacerle daño. Pensé que podría ser alguien como Deimar, un humano que hubiese perdido el juicio. Pero después de verlo… ya no sé qué pensar.
»Por fortuna, parece que el ataque de locura asesina ya se le ha pasado, porque ahora rehúye los lugares poblados y se ha escondido en una caverna más apartada. De momento sigue ahí. Los habitantes de la zona lo vigilan discretamente a distancia, tratando de averiguar qué es exactamente.
Shail desvió la mirada, turbado. Ymur lo notó.
—¿Sabes acaso de qué estoy hablando?
—Me parece que sí —repuso el mago—. Sin embargo, no estoy muy seguro de poder resolver vuestro dilema. Porque creo que puedo deciros quién es esa criatura… pero no qué es.
Los dos gigantes lo miraron con cierta sorpresa.
—Y si es quien creo que es —prosiguió Shail—, tengo que ver en qué se ha convertido. Si es quien creo que es…
Su voz se apagó, pero sus pensamientos seguían dando vueltas. «Si es quien creo que es, una vez fue mi amigo. Antes de la noche del Triple Plenilunio».
—Pareces saber muchas cosas, mago —comentó Ymur—. Muchas, para ser tan joven. Yo llevo dos siglos estudiando los misterios del mundo, y sin embargo hay cosas para las que todavía no tengo explicación. Como la presencia de ese hombre-bestia en Nanhai. O esa cosa invisible que está destrozando la cordillera.
—De la presencia del hombre-bestia tengo mucho que decir —asintió Shail—, pero no sin haber comprobado antes si estoy en lo cierto. En cuanto a esa… manifestación invisible que sacude las rocas de Nanhai, no tengo certezas. Sólo suposiciones.
—¿Te refieres a la teoría de que se trata de un dios que ha descendido al mundo? —Ymur negó con la cabeza—. Si esa es la respuesta al misterio, entonces habría preferido no formular ninguna pregunta.
Shail no respondió.
—Ya ha llegado mi nuevo dragón —dijo Kimara, sonriendo sin poder evitarlo—. Es de color rojo, como Fagnor, el dragón que tenía Kestra. Te he hablado de Kestra, ¿verdad? —Victoria asintió con una sonrisa—. Es maravilloso, o debería decir que es maravillosa, porque parece una hembra. Es un poco más pequeña que los otros dragones, pero de líneas más suaves y rasgos más dulces. Tanawe está empezando a fabricar dragonas también, ¿no es increíble?
—Sí que lo es —asintió Victoria.
Paseaban las dos por el mirador, bajo la luz del primer atardecer. Victoria ya caminaba, aunque todavía tenía que apoyarse en alguien; y, aunque Kimara tendía inconscientemente a acelerar el paso, Victoria se esforzaba por seguirla.
—Me muero de ganas de probarla. Parece mucho más fuerte y rápida que el dragón que piloté en Awa. Y ya no quiero otro dragón dorado. Se lo he dicho a Tanawe. Las dos estamos de acuerdo en que Yandrak debe ser el único dragón dorado de Idhún. Además… de esta forma, tanto los sheks como los pilotos de dragones lo reconocerán desde lejos cuando lidere a nuestras escuadras en la batalla.
Victoria se detuvo en seco y la miró.
—¿Jack se va con vosotros a Kash-Tar?
Kimara cambió el peso de una pierna a otra, incómoda.
—Bueno… no exactamente. Nosotros nos vamos mañana y él no va a abandonarte ahora, en tu estado… Pero estaba hablando de futuras batallas. A todos nos gustaría que un verdadero dragón nos guiara en la lucha contra los sheks… aunque a ti no te gusta que luche contra los sheks, ¿verdad?
—No mucho. Incluso con los dragones de Tanawe cubriéndole las espaldas, no deja de ser peligroso. Los sheks son criaturas poderosas.
Kimara dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—¿Cómo pueden gustarte esos monstruos, Victoria? Jack los aborrece, y el único motivo por el que ya no quiere matarlos es que a ti te disgusta eso. ¡No puedes pedirle que renuncie a su instinto de dragón!
—Se lo pido porque quiero que siga con vida, Kimara. Los sheks me parecen hermosos, pero no he olvidado que son letales, y que odian a Jack con todas sus fuerzas. ¿Está mal que quiera protegerlo?
Kimara la miró de reojo.
—A pesar de eso, sientes algo por uno de ellos.
Victoria bajó la cabeza.
—O él siente algo por ti —prosiguió la semiyan.
—Eso era antes. Hace tiempo que no sé nada de él. Yo he cambiado mucho y… quién sabe, puede que él haya cambiado también.
—Por mucho que haya cambiado, dudo que nada pueda extirpar el instinto asesino de su negro corazón —respondió Kimara con rencor.
Victoria no respondió. En otro tiempo habría defendido a Christian, pero en aquellos momentos no encontró nada que decir. Quizá porque, cuando recordaba al shek, el frío y el miedo se adueñaban de su alma. «Pero yo le quería», pensaba a menudo. Y, sin embargo, ya no era capaz de recordarlo con cariño. Se llevó la mano al anillo de Christian, que todavía llevaba puesto. Ya no la reconfortaba. Le transmitía frío y oscuridad, y la siniestra mirada de aquella piedra de cristal le daba escalofríos. Con todo, no se lo había quitado ni una sola vez. Porque, aunque aún no sabía si de verdad deseaba seguir ligada a Christian, tampoco quería traicionarle. Aquel anillo era uno de los símbolos de su poder, le había dicho en una ocasión: un poder oscuro y letal, pero que era también parte de su alma helada. Victoria se sentía responsable por ello. Sentía que él le había entregado algo muy valioso, y que debía cuidarlo con todo el cariño del que fuera capaz. Porque él confiaba en ella. «O confiaba en Lunnaris, el unicornio», pensaba Victoria a menudo, con amargura. A veces soñaba que él regresaba, la miraba a los ojos y ponía esa extraña cara de decepción que se le escapaba a Jack al perderse en su mirada. Soñaba que él le pedía que le devolviera el anillo. «Ya no eres digna de llevarlo», le decía. «Solo eres una pobre chiquilla asustada». Y entonces ella, a pesar del miedo que sentía, a pesar de que una garra de hielo oprimía su corazón ante su mera presencia, lloraba la pérdida de Christian, lloraba su ausencia, lloraba cuando él daba media vuelta y se alejaba de ella sin mirar atrás. Las lágrimas se congelaban sobre sus mejillas, como el rocío en la madrugada, pero Victoria seguía echando de menos al shek, y corría tras él… y cada paso que daba la congelaba un poquito más.
Solía despertarse, temblando de miedo y de frío, en los brazos de Jack. El la consolaba con su cálido abrazo, y Victoria se sentía mejor, pero era solo un momento… hasta que el fuego de Jack la abrasaba por dentro.
«Ya no soy capaz de resistir a ninguno de los dos», pensó.
Tiempo atrás, su abuela le había hablado del aura. Le había dicho que todas las personas irradian un suave halo de energía, que las hadas ven con facilidad, pero que pocos humanos pueden detectar. Le había dicho que el aura de Jack y de Christian —y en aquel entonces también la de la propia Victoria— era brillante y poderosa, mucho más que la de cualquier otra persona. La más poderosa de las tres era la de Christian, una aureola blanco-azulada tan fría como el hielo. Pero eso era antes de que Jack aprendiera a transformarse en dragón, antes de que Victoria asumiera del todo su esencia de unicornio. Después se habían separado. Victoria había vuelto a encontrarse con Allegra en Nurgon, después de la supuesta muerte de Jack. Entonces ella ya era un unicornio del todo, pero su aura, tan poderosa como debía ser, estaba, sin embargo, preñada de tinieblas. Y Allegra la había mirado con miedo, con el mismo miedo con el que Victoria miraba a Christian en sus sueños.
Y luego se había marchado de Nurgon en busca de Christian, en busca de venganza. No había vuelto a ver a su abuela. Y ya no la vería nunca más.
Había llorado su muerte amargamente, la muerte de quien había sido como una madre para ella. Allegra no había llegado a ver al unicornio en todo su esplendor, ni tampoco el aura de la criatura, valiente, serena y rebosante de luz, que se había enfrentado a Ashran, como habían predicho los Oráculos. Y ahora ya no quedaba nada de todo eso. De haber estado allí, Allegra no habría percibido nada extraordinario en ella.
La echaba de menos. A Allegra, y también a Shail.
Y ahora, el aura de Jack la quemaba, la devoraba. Y seguía queriéndolo, pero se sentía pequeña e insignificante a su lado… preguntándose cuánto tiempo más podría soportarlo.
—Es por eso por lo que Jack defiende a ese shek, ¿no? —preguntó entonces Kimara—. Es por ti.
Victoria le dirigió una mirada cansada.
—Supongo que sí. Pero ya no vale la pena el esfuerzo, ¿verdad? No por mí. Quizá por la que fui un día, pero no por lo que soy ahora.
—Yo no he dicho eso… —protestó Kimara.
—Y cuando se den cuenta de ello —prosiguió ella— pensarán que ya no tienen motivos para controlar su odio. Y se matarán el uno al otro.
Se apoyó sobre la balaustrada, agotada; pero no era sólo un cansancio físico. Kimara le pasó una mano por los hombros.
—No te atormentes. Has sufrido mucho. Ese bastardo de Ashran te hizo mucho daño. Tardarás un tiempo en recuperarte, pero entonces volverás a ser la de siempre. Jack te esperará. Sabes que lo hará.
Victoria la miró, llena de incertidumbre. Kimara le sonrió, y la joven terminó por sonreír también.
Alguien salió al mirador, y las dos se volvieron para ver quién era.
—¡Jack! —saludó Kimara—. ¿Has visto mi nuevo dragón?
—No he tenido el gusto —respondió él, cauto. Los dragones artificiales le inspiraban sentimientos contradictorios. Por un lado, lo reconfortaba verlos volar. Le hacían sentirse como en casa, en un hogar que no había conocido pero que, a pesar de todo, añoraba. Por otro lado, sabía perfectamente que no eran dragones de verdad, porque no había ningún otro dragón en el mundo, aparte de él, y eso lo llenaba de frustración, de dolor y de ira.
Se reunió con Victoria y la cogió por la cintura con delicadeza. Aunque ella ya podía sostenerse en pie sola, se había acostumbrado a tenerla siempre sujeta, por si se caía.
—Siento lo de esta mañana —le dijo en voz baja.
—No tiene importancia —respondió ella—. No fue culpa tuya.
—Sí, sí que lo fue. Es mi responsabilidad mantener esta parcela de la torre aislada para que nadie te moleste. No sé cómo pudo entrar aquí.
A pesar de todas sus precauciones, se había corrido la voz de que el unicornio había recuperado la conciencia, y todos los días había alguien que trataba de subir a verla. Por los alrededores de la torre pululaban siempre curiosos, cantores de noticias y enfermos diversos, que aspiraban a que Victoria utilizase su poder para curarlos y de paso, por qué no, transformarlos en magos. Aquella mañana habían tenido que echar a un silfo que había conseguido colarse hasta casi la misma habitación de Victoria.
En otro tiempo, nadie habría podido entrar en la torre sin el consentimiento de los magos. Pero la Orden Mágica pasaba por el peor momento de toda su historia, y los hechiceros que vivían en la torre mantenían su magia protectora a duras penas. Por este motivo, Jack contribuía personalmente a mantener alejada a la gente.
Sin embargo, cada vez se sentía más agobiado en su encierro y, por esta razón, se ausentaba con mayor frecuencia. Le sentaba bien transformarse en dragón y dar una vuelta, y a veces tardaba demasiado en regresar. Luego se sentía culpable por haber dejado sola a Victoria tanto rato… pero, por otro lado, tenía la impresión de que ya nada lo retenía allí. Y eso lo asustaba.
Victoria ya había hablado con él acerca de eso. Le había dicho que no quería atarlo a ella, que si tenía que marcharse, que lo hiciera. Jack sabía que ella no quería ser una carga, y que, por mucho que le doliera, aceptaría cualquier decisión que él tomase al respecto. Pero el joven aún no tenía claro qué era lo que quería.
Aquella mañana, en concreto, no había aguantado más y se había dirigido a las montañas. Sabía que no debía hacerlo, pero el instinto había sido más fuerte. Y el instinto lo había llevado directamente a una quebrada donde se ocultaba un shek.
Era joven, y tenía un ala herida. Probablemente se había refugiado allí, hostigado por los Nuevos Dragones o por las patrullas de aldeanos que, asistidos de vez en cuando por algún guerrero bárbaro con ganas de gresca, perseguían y exterminaban serpientes en los escondrijos de las montañas.
Jack se había arrojado sobre aquel shek con garras, dientes y fuego. Se había desahogado con él, ensañándose más de lo necesario. Había disfrutado con la matanza.
«Soy un dragón», le recordaba su instinto. «He nacido para esto. Me crearon para esto».
Después había aterrizado en la orilla del río y se había lavado bien, despojándose de los restos de sangre, aquella sangre fría y oscura, de corazón de serpiente. Cuando emprendió el vuelo de regreso a la torre ya sabía que no se lo iba a contar a nadie. Ni siquiera a Victoria.
—Me marcho mañana —les recordó Kimara a los dos—. He de reunirme con el resto de la escuadra en Thalis, y me llevará un par de jornadas llegar hasta allí.
—Que tengas buen viaje —le deseó Victoria—. Y ten cuidado, ¿vale? Quiero volver a verte sana y salva.
—Descuida; ya sabes que el desierto es mi territorio; nada puede dañarme allí.
Jack cambiaba el peso de una pierna a otra. Victoria lo notó.
—¿Querrías ir con ellos?
«Claro que sí», pensó él.
—No. Quiero quedarme aquí, contigo.
Victoria le dirigió una mirada de reproche.
«Sabe que no soy sincero», comprendió Jack.
Kimara los miró alternativamente a uno y a otro.
—Voy a probar mi nuevo dragón —anunció, para aliviar un poco la tensión—. ¿Te vienes, Jack?
—Anda, ve —lo animó Victoria—. Vete a estirar las alas un rato. Estaré bien, en serio.
Jack pareció dudar un poco, pero finalmente siguió a Kimara en dirección a la planta baja, al cobertizo donde había guardado su dragón artificial.
Momentos después, Victoria los vio volar a los dos: Yandrak, el dragón dorado, y la dragona roja de Kimara, un armazón de madera sostenido por la magia y por el piloto humano que era su corazón, y su alma. Los vio hacer piruetas bajo la luz de los tres soles en declive. «Tal para cual», pensó, sonriendo con tristeza.
Entonces un escalofrío recorrió su cuerpo, y se llevó la mano al anillo, de forma inconsciente. Comprendió lo que significaba aquella señal: Christian estaba cerca.
Jack no estaba tan a gusto como Victoria pensaba.
Y la culpa la tenía aquel dragón.
Porque no se trataba de un dragón artificial cualquiera: era una dragona. Apestaba a hembra por todos los poros de su piel, y Jack se dio cuenta de pronto, horrorizado, de que se sentía extrañamente atraído por ella.
«¡Por favor, si es una máquina!.» El hecho de que Tanawe le hubiese dado aspecto de hembra no la convertía automáticamente en una hembra.
Jack había tenido la oportunidad de conocer a Tanawe en persona un par de meses atrás, cuando ella se había presentado en la torre para tratar de convencerlo de que se uniera a ellos. Entonces le había mostrado cómo funcionaban sus dragones. Cierto, olían a dragón; Tanawe le explicó que los untaban con una especie de pasta que incluía polvo de escamas de dragón. Era eso lo que hacía que los dragones artificiales tuvieran algo de la esencia de los dragones de verdad. Eso volvía locos de odio a los sheks.
«¿Tanawe sabía que las escamas que ha usado para ese dragón pertenecían a una hembra?», se preguntó Jack. Tenía que ser así; era demasiada casualidad que aquella máquina, que tenía aspecto de dragona, oliese como una dragona.
«Domínate, estúpido», se reprendió a sí mismo. «Es una máquina, no es de verdad». Pero aquella incómoda sensación no se le iba. La dragona era hermosa, y Jack suspiró para sus adentros. «Despierta, atontado. No es real. No hay ninguna más, ninguna como ella. Estás solo».
Solo. Completamente solo.
Rugió con fiereza, en un intento por conjurar el dolor que le causaba el hecho de ser el último dragón del mundo. Antes, esto no era tan terrible, porque estaba Victoria, el último unicornio del mundo. Ella no era una dragona, ni lo parecía. Y, sin embargo, latía en su interior un espíritu grande y brillante, como el suyo propio. Y, por fortuna, ambos tenían también un cuerpo humano que les permitía estar juntos, amarse. Por eso, no importaba que él no fuera un unicornio, ni que ella no fuera una dragona.
Pero ahora… ahora, Jack la miraba y solo veía a una humana. Y aquella tarde, al contemplar juntas a Victoria y a Kimara, se había sorprendido a sí mismo fijándose antes en Kimara que en Victoria. Kimara era solo una chispa en un mundo donde Jack era una poderosa hoguera, pero ambos estaban hechos de lo mismo. En cambio ahora… ¿qué era lo que lo unía a Victoria? Tenían un pasado juntos, y por ese pasado, Jack estaba dispuesto a seguir esperando, a dar una oportunidad a aquel sentimiento que los había unido. Pero… ¿tenían acaso un futuro?
Fue consciente entonces, de pronto, de que estaba volando en círculos en torno al dragón de Kimara. Por instinto sabía que aquello era un ritual de cortejo. Sintiéndose avergonzado, se separó un poco y se obligó a volar en línea recta. Por suerte, dudaba mucho que Kimara supiera lo que significaba esa maniobra. Se detuvo en el aire y dejó que la dragona roja se alejara un poco.
No, no iba a caer otra vez en lo mismo. Ya se había sentido atraído por Kimara con anterioridad, para darse cuenta, casi enseguida, de que era a Victoria a quien amaba. No pensaba volver a caer en ello otra vez, volver a hacer daño a Kimara y a Victoria por culpa de un capricho.
De pronto, un sonido escalofriante vino a turbar sus pensamientos: el chillido de un shek lanzándose al ataque… y el rugido de un dragón respondiéndole. Se le congeló la sangre en las venas al ver que una serpiente alada se abalanzaba sobre la dragona roja, también atraída por su olor, pero por razones bien distintas. La ira y el odio se adueñaron de su razón y de sus sentidos y, con un gruñido, se arrojó contra el shek, para defender a la hembra roja.
Christian no daba crédito a sus ojos.
Un dragón. Una hembra roja, para ser exactos. Volaba hacia él desde poniente, de modo que no podía verla bien a contraluz, pero olía a dragón, a hembra de dragón, y eso era imposible, porque todos los dragones habían muerto años atrás. Todos… menos uno, pero ese uno era un macho y, además, sus escamas eran de color dorado. Lo sabía muy bien, porque había luchado contra él en varias ocasiones.
Sin embargo, el instinto no podía equivocarse. Y su instinto le exigía que matase a aquella dragona.
Se había jurado a sí mismo que respetaría a Jack para no causar más dolor a Victoria. Pero nada le impedía pelear contra la dragona y destrozarla entre sus anillos. Se estremeció de placer solo de pensarlo. Con un chillido de ira, se arrojó sobre ella, abriendo al máximo sus alas y enseñando sus letales colmillos, impregnados de veneno. Y el odio lo cegó, igual que había cegado a miles de sheks antes que a él a través de generaciones, igual que había dominado también a los dragones.
Kimara se asustó al ver al shek precipitarse sobre ella, pero reaccionó deprisa. Había peleado en la batalla del bosque de Awa y, aunque no era tan buena pilotando dragones como lo había sido Kestra, ni poseía su experiencia en el combate contra los sheks, sabía defenderse. Tiró de las palancas para abrir las alas todavía más, en un movimiento que la hizo elevarse en el aire. Echó hacia atrás la cabeza de la dragona y vomitó una breve llamarada de advertencia. Esperaba con ello hacer retroceder al shek. Sabía, sin embargo, que no debía abusar del fuego del dragón, puesto que no era inagotable. Los dragones Escupefuego requerían renovar su magia ígnea cada cierto tiempo, tarea que estaba reservada a los hechiceros.
Por la escotilla lateral vio que Jack acudía en su ayuda con un rugido salvaje, y se le llenó el pecho de orgullo y alegría. Por fin, su amigo estaba empezando a comportarse como un auténtico dragón.
Como lo que era, al fin y al cabo.
Jack vio que el shek retrocedía un poco ante la llamarada de la dragona. Le obsequió con un rugido con el que pretendía llamarle la atención sobre su presencia. El shek se volvió hacia él, siseando, y le enseñó los colmillos… pero entonces sus ojos tornasolados brillaron de forma extraña.
Jack también parpadeó, confuso. Lo reconoció unas centésimas antes de que la voz telepática de la serpiente resonara en su mente:
«¿Jack?».
Sí, no cabía duda, era él. El dragón se preguntó cómo había identificado al shek entre los cientos de sheks que pululaban todavía por Idhún. No hacía mucho, todos le parecían iguales. Pero ahora era capaz de distinguir a Christian de entre todos los demás. Igual que había hecho Victoria… desde el principio.
«¡Christian!», pensó. Sabía que el shek había establecido un vínculo telepático con él y captaba sus pensamientos con claridad.
Los dos se miraron un momento; los ojos esmeralda del dragón se encontraron con los ojos irisados de la serpiente. Jack dejó escapar un gruñido, Christian un breve siseo. El odio seguía latiendo en ellos; el deseo de luchar, de matarse mutuamente, de destrozarse, aumentaba a cada instante, y resultaba cada vez más difícil de controlar.
«Por Victoria», se dijo Jack. Pero el recuerdo de la joven que lo aguardaba en la torre no sirvió, en esta ocasión, para calmar su odio. ¿Realmente valía la pena renunciar al placer que le produciría matar al shek… por ella?
Pero Christian batió las alas suavemente y retrocedió, y cerró la boca con un nuevo siseo; y el brillo letal de sus pupilas se apagó. Y Jack, con un soberano esfuerzo de voluntad, giró la cabeza para romper el contacto visual. Su cresta, que había erizado amenazadoramente, descendió de nuevo, con lentitud.
Kimara tardó un poco en comprender lo que estaba sucediendo. ¿Qué les pasaba a esos dos? ¿Por qué no peleaban? Cuando se dio cuenta de que el dragón y la serpiente se estaban comunicando de alguna manera, lo primero que pensó fue que Jack los había vendido a los sheks, había pactado con el enemigo… luego entendió que aquel shek debía de ser Kirtash, con quien Jack y Victoria habían establecido una extraña alianza. Apretó el puño con fuerza, tratando de controlar su furia. No lograba entender cómo era posible que ellos dos hubiesen perdonado a Kirtash todo el daño que había causado.
Alzó la cabeza, y sus ojos relucieron con el fuego del desierto. Bien, se dijo. Jack no dañaría a Kirtash porque aquella serpiente significaba mucho para Victoria, y él no quería herirla. Pero Kimara no tenía por qué respetar aquel acuerdo. Odiaba a Kirtash y, tiempo atrás, había jurado que encontraría el modo de matarle. Y, por una vez, el shek ya no era mucho más grande y poderoso que ella. Por primera vez, ella era igual de grande, y podía pelear contra él como lo haría un dragón.
Con una sonrisa de triunfo, hizo batir las alas a la dragona roja y se arrojó sobre Kirtash, con las garras por delante. Contaba con que Jack se apartaría y la dejaría matar a su enemigo. Es más, seguramente agradecería que Kimara hiciese por él lo que Victoria no le permitía hacer.
Por eso se llevó una sorpresa cuando el dragón se interpuso entre ambos y los separó con un gruñido de advertencia y un furioso batir de alas.
—¡Basta, Kimara! —le gritó—. ¡Es Kirtash!
—Ya lo sé —masculló ella. Trató de hacer girar a su dragón para esquivar a Jack, pero él volvió a interponerse. Bajó la cabeza hasta que sus ojos quedaron a la altura de la escotilla delantera.
—Basta, Kimara —repitió.
La semiyan se estremeció y bajó los ojos, incapaz de sostener la intensa mirada del dragón dorado. Temblaba de ira cuando hizo retroceder a la dragona, pero no dijo nada más. Jack la intimidaba como humano y le daba miedo como dragón, pero eso era algo que nunca reconocería, ni siquiera ante sí misma.
«¿Qué es eso?», preguntó Christian, que no apartaba los ojos de la dragona roja. Jack advirtió su mirada.
«No pierdas el tiempo, no es de verdad», respondió despreocupadamente; pero Christian detectó un tinte de amargura en sus pensamientos.
Jack dio media vuelta y reemprendió el vuelo hacia la Torre de Kazlunn. Christian se reunió con él, no sin antes dedicarle un suave siseo amenazador a la dragona de Kimara. Ella esperó que se alejaran un poco y después los siguió, a cierta distancia. Hizo que la dragona dejara escapar un resoplido teñido de humo, mostrando su disgusto.
«Dragones artificiales», dijo Christian. «Había oído hablar de ellos, pero nunca había visto uno de cerca. No imaginaba que fueran tan…».
«… ¿reales?», lo ayudó Jack. «Sí, imagino que disfrutarías haciéndolo pedazos, pero contente, ¿quieres? La mujer que lo pilota es amiga mía».
Christian siseó por lo bajo, y Jack adivinó que estaba considerando si aquello era razón suficiente como para reprimir su instinto. Pareció juzgar que sí, porque su rostro de reptil mostró una larga sonrisa.
«Es una buena dragona», opinó. «Cuando os he visto juntos he pensado que era tu nueva novia».
—No tengo una nueva novia —estalló Jack, antes de darse cuenta de que el shek se estaba burlando de él—. Sigo teniendo la misma novia de siempre —añadió sin embargo, por si a Christian le quedaba alguna duda.
«También yo», replicó el shek brevemente. A Jack aún le resultaba un tanto extraño el hecho de que ambos estuvieran hablando de la misma persona.
«Ya hemos discutido eso», se dijo el dragón, cansado.
«Cierto», asintió Christian, que había captado sus pensamientos, aun cuando no estuvieran dirigidos a él. «Y no voy a volver a hablar del tema. Dime, ¿cómo está ella?».
Jack dudó.
«No sabría decirte. No muy bien».
«Pero se ha despertado, ¿verdad? Sé que se ha despertado. Está consciente».
«Sí, y va recuperando fuerzas poco a poco. Pero está… bueno, ya lo entenderás cuando la veas».
Jack tuvo que adelantarse para asegurarse de que los hechiceros de la torre dejaban aterrizar a Christian en la terraza. Se llevó consigo a Kimara, por si a ella se le ocurría volver a atacar al shek.
Entró en la torre, de nuevo transformado en humano, y empezó a repartir instrucciones; y nadie, a excepción de Qaydar, osó contradecirle cuando ordenó que desalojaran la planta en la que descansaba Victoria. La visita del shek era algo que solo les incumbía a ellos dos y, como mucho, al propio Jack.
—Te has vuelto loco —gruñó el Archimago.
—Sé lo que hago —replicó Jack secamente.
Qaydar quiso replicar, pero Jack lo miró fijamente durante unos instantes. El Archimago acabó por bajar la cabeza y retirarse a sus habitaciones, sin una palabra más.
Jack fue a asegurarse de que Kimara llevaba a su dragona al cobertizo y no volvía a molestarlos. Había aprendido que pocas personas podían sostener su mirada mucho tiempo. Había algo en sus ojos que los amedrentaba y, aunque al principio aquel hecho lo había incomodado, ahora lo encontraba muy útil en circunstancias como aquella.
Apenas unos instantes después estaba de pie sobre la balaustrada, haciendo señales a Christian que, suspendido en el aire, aguardaba el momento de aterrizar.
El shek pasó por su lado con la elegancia de una saeta de plata, levantando una corriente de aire a su alrededor que estuvo a punto de hacer perder el equilibro a Jack, a cuyos pies se abría un impresionante acantilado. Pero eso no amedrentó al dragón, que bajó a la terraza de un salto y se reunió con el shek un poco más lejos.
También Christian se había metamorfoseado en humano. Estaba a punto de entrar en el interior del edificio, cuando Jack lo detuvo.
—Espera, Christian. Antes de que la veas… —titubeó un momento.
—¿Qué?
—Bueno, has de saber que ella ya no es exactamente la misma. Pero… no dejes que eso os afecte. Le romperás el corazón si le das la espalda ahora.
—¿Después de todo lo que he sufrido por ella, crees que voy a darle la espalda ahora? —respondió el shek, estupefacto—. ¿Me tomas por estúpido?
Jack negó con la cabeza, muy serio.
—Yo sé por qué lo digo. No lo olvides, ¿de acuerdo?
Christian empezaba a impacientarse.
—¿Dónde está Victoria?
Descubrió una sombra de pena en la expresión de Jack.
—Deberías saberlo ya —dijo con voz extraña—. Está justo detrás de ti.
Christian esbozó una breve media sonrisa. Eso era imposible. La habría detectado. Percibía la luz de Victoria aun cuando no pudiera verla.
Pero los ojos de Jack hablaban en serio. Christian se volvió, lentamente, casi temiendo ver lo que iba a encontrarse allí.
Porque, en efecto, Victoria estaba detrás de él. Llevaba el pelo suelto, vestía una sencilla túnica blanca y estaba descalza sobre el suelo de mármol. Los observaba a ambos con los ojos muy abiertos, semioculta tras una columna, sin atreverse a avanzar más. Christian no la recordaba tan pequeña, ni tan frágil.
Los dos se quedaron mirándose un momento, hasta que Victoria bajó la cabeza.
—Os dejo solos —dijo Jack por fin—. Me encargaré de que nadie os moleste, pero si necesitáis algo… no andaré demasiado lejos. ¿De acuerdo?
Ninguno de los dos dijo nada. Jack franqueó el umbral de la terraza y cruzó la habitación. Cuando la puerta se cerró tras él, hubo un breve e incómodo silencio.
Christian se acercó a ella. Victoria no sabía qué decir. No lo recordaba tan alto, tan gélido, tan oscuro ni tan amenazador. Y no podía parar de temblar, no sabía si de miedo o de frío.
El alzó la mano para cogerle suavemente la barbilla. La obligó a levantar la cabeza. Victoria lo miró a los ojos, y un terror irracional la paralizó.
Christian se dio cuenta, y se obligó a sí mismo a apartar la mirada de los ojos de Victoria. Descubrir que ella había perdido la luz, y que en esta ocasión no estaba velada por un manto de tinieblas, sino que simplemente se había extinguido, estaba resultando un duro golpe para él, aunque se esforzaba por no dejarlo traslucir. Examinó el oscuro círculo que marcaba la frente de Victoria.
—Creo que se ha hecho más pequeño desde la última vez que lo vi —comentó suavemente.
—¿Tú crees? —dijo ella en voz baja—. Jack también dice que ha encogido. Pero nadie más lo ha notado.
—Puede que sea porque hace mucho tiempo que no te veo. Me resulta más fácil detectar los cambios.
Pronunció la palabra «cambios» con un matiz especial, quizá con un poco de dureza, y a Victoria se le cayó el alma a los pies. «Ya está», pensó. «Ahora me pedirá que le devuelva el anillo».
Pero Christian no dijo nada. Solo siguió mirándola.
—Yo… —dijo ella, tras un tenso silencio—. Sé que he perdido algo importante y que los dos lo echáis de menos. Lo siento mucho, Christian.
Christian permaneció callado. Victoria no se atrevía a mirarlo a los ojos, en parte porque él la intimidaba, en parte porque temía descubrir que él la contemplaba con la fría indiferencia con que trataba al resto del mundo. A todos los que no eran como él.
—Mírame, Victoria —dijo él entonces.
La joven titubeó un instante. Tragó saliva y, reuniendo valor, levantó la cabeza para volver a encontrarse con los ojos azules de él.
—¿Tengo que recordarte por qué estás así ahora? —preguntó Christian con cierta severidad.
—Porque Ashran me arrebató el cuerno.
—Porque tú le entregaste tu cuerno, Victoria. Yo estaba allí, y tengo muy buena memoria. Se lo entregaste para salvarnos la vida. A Jack y a mí. Gracias a eso estoy vivo todavía, estoy aquí. Y ahora dime… en el nombre del Séptimo, dime qué significa esto, por qué razón consideras que tienes que pedirme perdón.
—Porque arriesgaste tu vida por mí —respondió ella en voz baja—. Si estuviste en peligro fue justamente por mi causa. Y sé que ahora mismo estás empezando a preguntarte si valió la pena tomarse tantas molestias.
Christian tardó un poco en contestar.
—Veo que me conoces bien —dijo—. Pero te equivocas en una cosa. Una vez te dije… ¿recuerdas?, te dije que mientras viera en tus ojos que aún seguías sintiendo algo por mí, regresaría a buscarte. ¿De veras piensas que soy yo el que no quiere regresar? ¿Y qué hay de ti?
—Te tengo miedo —reconoció ella en un susurro.
De nuevo reinó el silencio entre los dos, un silencio pesado y lleno de dudas, que Christian rompió finalmente:
—Ven aquí.
La atrajo hacia sí. Victoria quiso resistirse, pero no fue capaz. Los brazos de él la rodearon, y la joven apoyó la cabeza en su hombro, temblando, y cerró los ojos. Navegaba desde hacía un buen rato en un mar de hielo y oscuridad, en la búsqueda desesperada de un sentimiento que parecía haberse extinguido. Tragó saliva y rodeó la cintura de él con los brazos, venciendo al miedo que la paralizaba. Los dedos de Christian se enredaron en su cabello. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Victoria, que se dio cuenta, de pronto, de que su corazón latía con fuerza, de que, por debajo de la capa de escarcha que lo cubría, ardía aún una emoción intensa y sincera.
—Yo todavía te quiero, Christian —dijo en voz baja.
—Estás temblando —observó él—. ¿Miedo, frío…?
—Las dos cosas —confesó ella.
—No parece que puedas sostenerte en pie. Si te suelto, te caerás.
Victoria maldijo para sus adentros.
—Te has dado cuenta… Es verdad que me canso con mucha facilidad. Pero estoy mejorando. Cada día más.
Christian no dijo nada. «Lo sabe», pensó Victoria. «Sabe que eso no tiene nada que ver; que, aunque pueda volver a moverme con normalidad, aunque recupere fuerzas, no volveré a ser un unicornio».
Intentó separarse de él, pero Christian no la dejó.
—Está anocheciendo ya. Te llevaré a tu habitación para que descanses.
Victoria no tuvo fuerzas para oponerse. Dejó que él la alzase en brazos y cargase con ella hasta su cuarto. Tampoco tuvo fuerzas para pedirle que se quedara a su lado un rato más. Impotente, vio cómo Christian la arropaba con cuidado y salía de la habitación en silencio.
«No me ha besado», suspiró Victoria.
Sabía lo que eso significaba.
Christian encontró a Jack sentado en el alféizar de un pequeño balcón, en el otro extremo de la planta. El dragón le dirigió una mirada interrogante.
—Tenías razón —dijo Christian solamente.
Jack se recostó contra la pared.
—Espero que no hayas estado muy frío con ella. Más frío de lo que eres habitualmente, quiero decir.
Christian le dirigió una mirada de reproche.
—¿Y tú? ¿Qué hay de ti?
Jack calló unos instantes, pensativo, mientras alzaba la mirada hacia la más grande de las lunas, que ya emergía por el horizonte.
—He pensado mucho en ello —dijo por fin—. En la forma en que la veo ahora. En lo que siento. En que es muy posible que nada vuelva a ser igual entre nosotros. Y, por extraño que parezca… he llegado a la conclusión de que, a pesar de todo, la sigo queriendo. Aunque se haya vuelto una chica humana como otra cualquiera. Puede que sea solo añoranza, o que hemos pasado demasiadas cosas juntos para tirarlo todo por la borda, o porque es la única chica a la que he querido en toda mi vida. Pero no quiero perderla.
Y, como de todas formas, ya no hay nadie en el mundo como yo… tampoco tengo elección. Si he de escoger a una humana, ¿por qué no escogerla a ella? No sé si me explico.
Christian tardó un poco en responder.
—¿Tan seguro estás de que se ha vuelto completamente humana? —dijo entonces—. ¿Crees de verdad que no volverá a ser la que era?
Jack dudó un momento antes de decir:
—Te voy a contar una cosa… algo que solo sabemos ella y yo. Pero no lo comentes con ella, ¿vale?
Christian no dijo nada. Pese a ello, Jack prosiguió:
—Hace unos días le dije que cogiera el báculo. Entonces me pareció una buena idea: si ese artefacto funciona como un cuerno de unicornio, y es lo que Victoria ha perdido, era lógico pensar que le devolvería su poder o, al menos, parte de sus fuerzas. Pero…
—El báculo la rechazó —adivinó Christian—. No pudo cogerlo.
Jack asintió, pesaroso.
—Eso la ha destrozado. Ha sido un duro golpe para ella. He intentado hacer que lo olvidara, pero… no puede evitar pensar que Lunnaris ha muerto en su interior.
Christian movió la cabeza.
—Si eso hubiera sucedido, ella habría muerto también. Las dos esencias son en realidad una sola, Jack.
—No podemos saberlo. Victoria es una criatura única. No tenemos constancia de otros seres como ella. No sabemos en realidad cómo funciona su alma doble.
—Tiene todavía la marca en la frente —hizo notar Christian—. Esa marca señala una lesión en su parte de unicornio. Su cuerpo humano está sano. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Quieres decir que, si Lunnaris hubiese muerto, si Victoria hubiera perdido esa parte de unicornio, no tendría esa especie de agujero en la frente, ¿no? Pero el agujero se está cerrando, Christian. Se hace cada vez más pequeño. Y no sé si es una buena señal.
Christian calló un momento, sombrío. Jack lo miró.
—¿Qué?
—¿Te has parado a pensar —dijo el shek con lentitud— que, si ella se vuelve del todo humana… puede que en el futuro prefiera tener un compañero humano?
Jack se echó hacia atrás, perplejo.
—No, no lo había pensado —reconoció—. Es verdad que la he notado incómoda conmigo —añadió en voz baja.
Christian no dijo nada.
—Aun así —prosiguió Jack—, creo que seguiré a su lado mientras sea necesario. ¿Y tú? —le preguntó entonces—. ¿Qué vas a hacer con respecto a ella?
—Tenía planes. Y supongo que, a pesar de todo, lo que había planeado para ella sigue siendo la mejor opción.
Jack lo miró, interrogante. Christian procedió entonces a relatarle lo que había visto en Nanhai. Le habló de su encuentro con Shail, de sus conversaciones acerca de los dioses, de la llamada de socorro de Ynaf y de lo que se habían encontrado en la cordillera. Jack escuchaba, conteniendo el aliento. Era la primera vez que oía hablar de Ydeon, el forjador de espadas, el gigante que había creado a Domivat siglos atrás. Se hizo a sí mismo la promesa de visitarlo algún día en Nanhai. Sin embargo, las noticias sobre la llegada de Karevan a Idhún eran mucho más relevantes, por lo que se centró en aquel problema y en la solución que proponía Christian.
—¿Llevártela a la Tierra? —repitió—. ¿No tardará más en recuperarse allí que en la Torre de Kazlunn?
—Probablemente. Pero la Tierra no está amenazada por una inminente guerra de dioses, al menos que yo sepa. Y Victoria se ha vuelto mucho más pequeña que antes, a los ojos de un dios. Haya o no muerto su esencia de unicornio, es imposible detectarla ahora mismo. No creo que los dioses se den cuenta siquiera de que ella está aquí; y si lo hicieran, tampoco sería una buena noticia: puede que el Séptimo todavía tenga interés en ella.
Jack calló un momento, pensando. Después dijo, despacio:
—Puede que la Tierra no esté amenazada por una guerra de dioses; pero sí hay algo peligroso allí. La noche del Triple Plenilunio, cuando murieron todos esos sheks… algunos escaparon hacia otro mundo. De alguna manera abrieron una Puerta interdimensional y se marcharon… Yo los vi. Al principio pensé que lo había soñado, pero ahora sé que fue real. Y estoy convencido de que se fueron a la Tierra.
Los ojos de Christian se estrecharon un instante.
—Ziessel —dijo solamente.
Jack lo miró, interrogante, pero Christian no dio más detalles.
—Aun así, veo más fácil protegerla de un grupo de sheks que de un grupo de dioses.
—En eso te doy la razón.
Christian lo miró.
—¿Vendrías con nosotros, pues?
Jack dudó.
—¿De verdad que no hay nada que podamos hacer aquí?
—¿Contra un dios? —Christian sacudió la cabeza—. Estoy abierto a todo tipo de sugerencias.
Jack abrió la boca, pero no dijo nada. Christian se puso en pie.
—¿A dónde vas?
—Con Victoria. A velarla —titubeó un momento antes de añadir—. Yo también la he echado de menos.
Era todavía de noche, pero Kimara ya estaba cargando sus cosas en el interior de la dragona. El artefacto, ahora en reposo, yacía sobre el suelo de piedra del cobertizo; en aquel estado nadie habría creído seriamente que aquello pudiera confundirse con un dragón de verdad.
Kimara repasó las juntas, aseguró las correas, engrasó las palancas y revisó las alas. Cuando, con los brazos en jarras, echaba un vistazo crítico a la máquina, satisfecha, alguien dejó caer una mano sobre su hombro, sobresaltándola.
—Cuánto madrugas hoy —dijo tras ella la inconfundible voz de Jack—. ¿Pensabas marcharte sin despedirte?
Kimara desvió la vista, molesta, gruñó algo y recogió su manto del gancho donde lo había colgado, ignorando al joven.
—Sigues enfadada conmigo, ¿eh? —comprendió Jack.
Kimara se volvió para mirarle. El chico había apoyado la espalda en la pared y la observaba, con los brazos cruzados ante el pecho.
—No debiste impedir que luchara contra ese shek —dijo al fin.
—Te habría hecho pedazos.
—¿Y tú qué sabes? No estabas en la batalla de Awa. Los Nuevos Dragones podemos plantar cara a los sheks.
—No lo dudo. Pero, de todas formas, ese shek es un aliado. No tiene sentido que…
—¿¡Aliado!? —cortó Kimara, estupefacta—. ¡Shail y Zaisei dijeron que te había matado!
Jack ladeó la cabeza.
—¿Tengo aspecto de estar muerto, Kimara?
Ella desvió la mirada, incómoda.
—Shail y Zaisei no vieron todo lo que pasó —prosiguió él—. La pelea la empecé yo. Y salí muy bien parado, dadas las circunstancias. Es una historia muy larga de contar, pero me basta con que sepas que yo no considero que tenga que hacerle pagar nada a Christian, así que no tiene sentido que intentes vengar mi supuesta «muerte».
Kimara movió la cabeza en señal de desaprobación.
—Me sorprende que lo defiendas. Y que le permitas estar a solas con Victoria.
—¿Por qué no debería permitírselo? Tiene el mismo derecho que yo a estar con ella. Eso también es una larga historia.
Kimara alzó la cabeza para mirarlo a los ojos. Su presencia la intimidaba, pero se armó de valor para decirle:
—Has cambiado mucho desde que te conocí. Antes eras diferente. Odiabas a los sheks… como todos los dragones.
—Sigo odiándolos, Kimara. Por desgracia, no es algo de lo que uno pueda desprenderse con facilidad. Simplemente, creo que el odio es un sentimiento que no conduce a ninguna parte. A los sheks y a los dragones solo nos ha traído milenios de luchas teñidas de sangre.
Incapaz de seguir sosteniéndole la mirada, Kimara bajó la cabeza.
—¿Es por eso por lo que no te has unido a los Nuevos Dragones? ¿Por lo que no quieres ir a Kash-Tar? ¿O es también por Victoria?
—Victoria está ahora en buenas manos —sonrió Jack—. Y no es que no quiera ir a Kash-Tar. Es que sé que no debo.
Kimara lo miró, sorprendida.
—Debes hacerlo. Es lo que han hecho los dragones siempre, luchar contra los sheks, matarlos.
—Sí, me temo que ese es el problema. Por eso no debo seguirles el juego.
—¿A quiénes? ¿A los sheks?
«No; a los dioses», pensó Jack, pero no lo dijo. Desvió su atención hacia la dragona de la semiyan.
—No parece muy viva —comentó, un poco decepcionado.
—Es porque aún no he renovado su magia.
—¿Puedes hacer eso?
—Es una de las pocas cosas que sé hacer —suspiró ella—, y no precisamente gracias a Qaydar. Fue Tanawe quien me enseñó. Observa.
Jack contempló, entre inquieto y maravillado, cómo la dragona cobraba vida bajo el conjuro de Kimara, cómo estiraba las garras y levantaba un poco las alas, cómo alzaba la cabeza y se lo quedaba mirando. Retrocedió un paso, por si acaso, pero no sintió la atracción que había experimentado la tarde anterior. «Será porque ahora estoy en mi cuerpo humano», pensó.
—Es bonita, ¿verdad? —dijo Kimara, orgullosa.
—Es preciosa, Kimara. Pero no es de verdad.
Las últimas palabras las pronunció con un tono más seco del que pretendía en realidad. Kimara lo notó y se volvió hacia él, comprendiendo, de golpe, cuál era el problema.
—Ah… es cierto —dijo—. No hay más dragonas… ninguna para ti.
Jack hizo una mueca, un poco molesto por la observación. Kimara clavó en él sus ojos de fuego y se le acercó para hablarle en voz baja.
—Y lo único que te queda es un unicornio al que has de compartir con un shek —susurró—. Comprendo que necesites algo más.
Cruzaron una larga mirada. Jack no necesitaba que la semiyan le aclarase nada más. Respiró profundamente y la separó de sí con delicadeza.
—No necesito nada más, Kimara —le dijo con firmeza—. Ya hablamos de esto una vez. Me gustas, te tengo mucho cariño y te admiro, porque eres franca, hermosa y valiente. Pero no te amo. Y yo no quiero mantener una relación de ese tipo con alguien a quien no amo, por mucho que me atraiga. No quiero engañarte en eso.
Ella le dedicó una sonrisa.
—Ya lo sabía. Pero me extraña que sigas pensando igual que entonces, cuando es obvio que Victoria no actúa como tú. Y no es una crítica, solo una observación —se apresuró a aclarar, temiendo haberlo molestado. Jack le dirigió una mirada de reproche, pero se limitó a responder:
—En eso te equivocas. En este aspecto, Victoria y yo pensamos y actuamos igual. Tampoco ella mantendría una relación con alguien a quien no amase.
—¿Lo ama de verdad? Me sorprende que alguien pueda sentir algo hacia esa serpiente.
—¿Verdad que sí? —la apoyó Jack, burlón—. Además, yo soy mucho más guapo que él.
Kimara tardó un momento en darse cuenta de que estaba de broma. Ambos se echaron a reír, pero él se puso repentinamente serio.
—Lo que hay entre los tres —dijo—, el amor, el odio, es algo que solo nos atañe a nosotros. Y es algo complicado y muy poderoso, que nos ha llevado a hacer grandes cosas y a cometer grandes locuras. Nadie más debería mezclarse en esto, por la simple razón de que podría salir malparado. Y porque, al fin y al cabo, es asunto nuestro, y de nadie más.
Kimara captó la advertencia. Intimidada, se volvió hacia la dragona y le palmeó el flanco.
—He de marcharme ya —dijo, cambiando de tema—. Deséame suerte en Kash-Tar, y haz algo por tu parte, o te vas a oxidar.
—Haré algo por mi parte —prometió Jack—. Pero todavía no sé el qué.
Regresar a la Tierra con Christian y Victoria le parecía la opción más atractiva. Pero, por alguna razón, sentía que si se iba los estaría traicionando a todos. «¿Qué otra cosa puedo hacer, si no?», se preguntó. «Están equivocados; siguen peleando contra los sheks, cuando ellos no son la amenaza ahora. Pero ¿cómo enfrentarse a un dios?».
Atrajo hacia sí a la semiyan y le dio un fuerte abrazo de despedida.
—Cuídate, y no hagas locuras. Ah, lo olvidaba —se separó de ella para mirarla a los ojos—. Si en algún momento ves algo extraño, algo inexplicable…
—¿Como qué?
—Como una montaña temblando, por ejemplo… bueno, algo muy grande pero que parece que no está ahí… Si te topas con algo que te asombra y te asusta mucho, que no sabes qué es y contra lo que no sabes cómo luchar… da media vuelta y sal corriendo.
—¿Por qué? ¿De qué me estás hablando, Jack?
—Te lo contaría, pero no me creerías. Si te encuentras con alguno de ellos, lo sabrás, y entonces recordarás lo que te he dicho. Y, por lo que más quieras, si se diera esa circunstancia, hazme caso: no te quedes a ver qué es; simplemente corre en dirección contraria, lo más rápido que puedas.
—Me estás asustando, Jack.
—Sí, eso es exactamente lo que pretendo.
Y esta vez no bromeaba. Kimara se apartó de él, temblando ante la seriedad y la intensidad de su mirada. Trepó hasta la escotilla superior de la dragona y, desde allí, se volvió hacia Jack por última vez.
—Espero que volvamos a vernos —dijo.
Jack sonrió.
—Yo también. Mucha suerte, Kimara.
Momentos más tarde, la dragona de Kimara se elevaba hacia el cielo nocturno, alejándose de la Torre de Kazlunn.
Victoria abrió los ojos de golpe, con el corazón latiéndole con fuerza. Había tenido una pesadilla. Se incorporó un poco, intentando serenarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba sola en la habitación. «Qué raro», pensó. Jack solía dormir a su lado todas las noches. Recordó que la tarde anterior la había dejado a solas con Christian. Estaba claro que Jack aún no había regresado, y que el shek tampoco se había quedado junto a ella. Y, aunque lo echó de menos, quiso considerarlo una buena señal: estaba mejorando y no necesitaba que cuidaran de ella constantemente.
Se dio la vuelta para seguir durmiendo cuando detectó un movimiento junto a la ventana. Se volvió, con cautela.
—¿Christian? —susurró, pero enseguida se dio cuenta de que no podía ser él. Hacía calor en la habitación.
Inquieta, retiró la sábana y puso los pies en el suelo. Su mirada se fue involuntariamente al rincón donde descansaba el Báculo de Ayshel; recordó entonces que no podía tocarlo, y se obligó a no pensar en ello.
—¿Quién está ahí? —preguntó, en voz un poco más alta.
Avanzó hacia la ventana y se asomó con cautela, pero no vio a nadie.
De pronto, algo la sujetó con fuerza por el cuello. La joven trató de gritar, pero no pudo. La arrojaron al suelo con violencia; ella no tenía fuerzas para resistirse.
—Vaya —le susurró una voz que conocía, pero que hacía tiempo que no escuchaba—. Así que no puedes levantarte, ¿eh? ¿Qué ha sido del poderoso unicornio al que nadie era capaz de mirar a los ojos? Ya no tienes ese porte tan arrogante, ¿verdad? Ya no puedes mirar a los mortales por encima del hombro. Y ya nadie tiene que suplicarte para que le entregues tus dones… porque ya no tienes nada que entregar.
La voz seguía siendo en esencia la misma, ligeramente burlona, pero ahora sonaba rota y llena de amargura, y hablaba con lentitud, como si sufriese al pronunciar cada palabra. Victoria levantó a duras penas la cabeza. El desconocido se retiró la capucha, y la luz de las tres lunas bañó su rostro.
Era él, como había temido. Las mismas greñas de cabello rubio oscuro, la barba de varios días, el mismo tipo de atuendo, casual y descuidado, con aquellos pantalones desgastados, aquella amplia camisa, aquellas botas altas. Pero en sus ojos grises había un rastro de oscuridad y sufrimiento que a Victoria le resultó dolorosamente familiar.
—Yaren —murmuró.
El mago le dedicó una sonrisa torcida.
—Me recuerdas. Qué sorpresa.
—Te… te entregué la magia —murmuró Victoria—. No podría haberte olvidado. Ni podré olvidarte nunca.
—Me entregaste angustia, dolor y tinieblas, oh, poderosa dama Lunnaris —replicó él, cortante.
—Te di lo único que poseía entonces.
—Mientes. —La agarró con rudeza por el cuello y tiró de ella hasta hacerla quedar de rodillas—. ¿Crees que no he oído lo que cuentan los cantores de noticias? Hay otra más, una mujer yan. Dicen que pilota dragones. Y dicen también que es una nueva maga. Le diste la magia a ella, una magia buena, limpia. Le diste la oportunidad de estudiar en la Torre de Kazlunn, con el Archimago Qaydar. ¿Por qué no pudiste darme eso a mí?
—No era buen momento… —empezó Victoria, pero no pudo continuar, porque él clavó las uñas en su cuello, inyectándole una energía que le hizo lanzar un grito de dolor.
—¿Sientes eso? —susurró Yaren, con una sonrisa siniestra—. Es esa magia sucia y podrida que me diste. Esto es lo que hay en mi alma, Lunnaris. Y este tormento te lo debo a ti.
Volvió a lanzarla contra el suelo. Victoria contuvo un quejido.
—Entonces es verdad que has perdido tu poder, y que ya no eres más que una cría debilucha y asustada —dijo el mago—. Acudía a ti, una vez más, con la esperanza de que me limpiaras por dentro. Pero ya veo que… una vez más… no vas a poder hacer nada por mí. Así que, si ya no sirves para nada, ¿qué sentido tiene que sigas con vida?
Se inclinó junto a la chica, la agarró del pelo y tiró de ella hasta que su rostro quedó frente al de él. Victoria reprimió una mueca de dolor.
—No rehuyas mi mirada, Lunnaris —le ordenó el mago con dureza—. ¡Atrévete a mirar a los ojos de tu creación!
Victoria jadeó, pero obedeció. Y vio, en los ojos de Yaren, una espiral de tinieblas, odio y sufrimiento tan intensa que se le encogió el corazón de miedo y de dolor.
—¿Qué tienes que decir al respecto? —siseó el mago, con una torva sonrisa.
Victoria sostuvo su mirada con seriedad.
—Estaba convencida de que moriría aquella noche —dijo—. Y sabía que no era un buen momento, pero si no te entregaba la magia entonces, nadie más podría hacerlo nunca. Eso fue lo que tú mismo dijiste, ¿no te acuerdas? Que, cuando yo muriese, tu sueño moriría conmigo. La magia era lo que más deseabas, ¿no?
Los rasgos de Yaren se contrajeron en una feroz mueca de odio.
—¿Y esto fue lo único que pudiste compartir conmigo?
—Es… un reflejo de lo que había en mi propia alma entonces. Eso es parte de lo que yo sentía. No había nada más dentro de mí.
—No te creo. Yo confié en ti… Fui tu guía y tu compañero de camino… y así me lo pagaste.
Sus dedos se cerraron en torno a la garganta de Victoria, que manoteó, desesperada.
Fue entonces cuando llegó Christian. Irrumpió en el cuarto como una exhalación; Yaren lo vio venir, y retrocedió de un salto. Victoria cayó al suelo, respirando por fin, mientras Christian descargaba a Haiass sobre el cuerpo del mago. Pero la espada legendaria fue detenida por un escudo invisible.
Yaren dio otro paso atrás y extrajo su propia espada de la vaina. Los dos rivales se estudiaron mutuamente.
—Oh —dijo el mago, esbozando otra de sus sesgadas sonrisas—. Yo sé quién eres. «El hombre al que he de matar» —recitó, imitando la voz de Victoria—. ¿Qué pasa? ¿Ahora defiendes a la chica que paseó una espada por medio continente jurando que estaba destinada a ti? Ahora resultará que tanto dolor que decía que sentía, tanto odio… no era más que una estúpida pelea de enamorados.
Christian entrecerró los ojos, pero no dijo nada. Con un movimiento felino, avanzó hacia Yaren, raudo como el pensamiento, para atacar de frente… pero hizo un quiebro en el último momento y lanzó una estocada lateral, buscando el punto donde la pantalla mágica no se había cerrado del todo. Yaren lanzó una exclamación de alarma y saltó hacia atrás, esquivando por los pelos la espada del shek. Interpuso su espada entre ambos, pero aquella arma no tenía nada que hacer contra el helado poder de Haiass. Consternado, el mago vio cómo su espada se partía en dos. Momentos después, era la mano de Christian la que rodeada su cuello, impidiéndole respirar.
—¡Christian, no! —gritó Victoria.
Christian entornó los ojos y clavó su mirada de shek en Yaren. Victoria se levantó a duras penas y volvió a gritar:
—¡Christian, déjalo! ¡No lo hagas!
Yaren se había quedado paralizado de terror, con los ojos fijos en los iris de hielo de Christian. De pronto, el shek soltó al mago, que cayó de rodillas sobre el suelo, boqueando, y retrocedió un paso.
—No es posible —susurró.
Yaren respiró y alzó la cabeza hacia él, con una sombra de ironía latiendo en sus ojos grises.
—¿Asustado, Kirtash? —sonrió—. Haces bien en estarlo.
Christian reaccionó. Alzó a Haiass de nuevo y arremetió contra él… pero Yaren se esfumó en el aire.
Victoria avanzó unos pasos hacia Christian, cojeando. El shek se volvió hacia ella, y la joven se detuvo, con el corazón encogido, al detectar algo parecido al miedo pintado en su expresión, habitualmente impasible.