II
Una mirada humana

Cuando Victoria abrió los ojos, Jack estaba con ella. Podría haberse encontrado a cualquier otra persona en la habitación. Tal vez Qaydar, que acudía a menudo para comprobar que no había cambios, o quizá Kimara, que solía hacer compañía a Jack en las largas horas que pasaba velando a la muchacha. Podría haber estado allí cualquier sacerdote, cualquier mago o semimago, cualquiera de las muchas personas que acudían diariamente a ver con sus propios ojos a los héroes de la profecía. Pero en aquel momento estaban solos. Jack y Victoria. El dragón y el unicornio… o lo que quedaba de él.

No era del todo casual. No solo porque Jack, cansado de las visitas de curiosos o admiradores, hubiera acabado por restringir el acceso a la habitación donde yacía Victoria, sino porque ya había advertido los cambios la noche anterior.

Nadie más se había dado cuenta, porque, aunque la estancia solía ser un continuo ir y venir de hechiceros, curanderos, médicos y sanadores, solo Jack pasaba allí la mayor parte del tiempo, incluyendo las noches. Se había acostumbrado ya a tenderse en la cama, junto a Victoria, a rodearla con sus brazos y a dormir a su lado, tal vez porque sentir el lento latido de su corazón lo tranquilizaba y lo ayudaba a descansar. Los primeros días, después de que la joven hubiese perdido su cuerno, Jack se veía incapaz de dormir más de diez minutos seguidos. Lo aterraba la idea de que su amiga pudiera morir mientras él no estaba consciente. Por esta razón, cuando el sueño lo vencía, prefería estar lo más cerca posible de ella.

Y por esta razón fue el único en advertir la luz.

Aquella noche había despertado bruscamente de una de sus pesadillas. Los malos sueños lo asaltaban con frecuencia en los últimos tiempos. La mayoría de las veces tenían que ver con Victoria, pero no solo con ella. Los recuerdos de lo sucedido en la Torre de Drackwen lo torturaban a menudo. La batalla contra Ashran, la elección de Victoria, la muerte de Sheziss… tantas cosas que habría preferido olvidar, pero que seguían ahí, en su memoria, inamovibles. Con todo, aquellas pesadillas no eran las peores. Con demasiada frecuencia soñaba que Victoria no despertaba jamás de aquel estado, o que despertaba para morir entre sus brazos, privada de aquello que su alma de unicornio necesitaba para seguir viviendo. Qaydar había dicho tiempo atrás que cualquier unicornio habría muerto inmediatamente tras la extirpación de su cuerno; pero el alma humana de Victoria se aferraba a la vida con desesperación, y sostenía a duras penas ambas esencias. Por esta razón el cuerpo humano de Victoria se mantenía en aquel estado letárgico: si despertaba, tal vez su alma no tuviera suficiente fuerza para llenar aquel cuerpo y mantener con vida la esencia de unicornio a la vez. Y, si el unicornio moría, Victoria moriría con él.

Por eso, Jack no estaba seguro de querer que Victoria despertara. Eran demasiados interrogantes, demasiadas incógnitas. Nadie sabía qué podía suceder en el caso de que se registrara algún cambio en la muchacha.

Después de aquella pesadilla, una de tantas, Jack se había apresurado a comprobar que Victoria estaba bien. En la semioscuridad de la habitación la había estrechado entre sus brazos y le había hablado al oído, como hacía a menudo. Fue entonces cuando detectó un débil destello.

Al principio pensó que lo había imaginado. Pero retiró el pelo de la frente de Victoria y escudriñó su rostro, con incertidumbre, en la penumbra de la habitación.

Y sí, allí estaba: apenas una chispa, tan débil que había que forzar la vista para apreciarla. Justo entre los ojos, un poco más arriba.

Jack inspiró hondo. No quería hacerse ilusiones, tal vez no significara nada. Encendió una luz y estudió el pálido rostro de Victoria. Pero no volvió a ver aquel destello.

Ya no pudo volver a dormirse, pero tampoco se apartó de Victoria en toda la noche. Al día siguiente no solo no dijo nada a nadie, sino que además se las arregló para que nadie más entrara en la habitación en todo el día. Quería estar junto a Victoria cuando algo cambiase, si es que tenía que cambiar. Y solamente él. Nadie más; a excepción, tal vez, de Christian. Pero el shek se había marchado meses atrás, y no había vuelto a dar señales de vida.

Por esta razón, cuando los párpados de Victoria temblaron y se abrieron lentamente, solo Jack estaba allí para verlo.

Fue lento, muy lento. O, al menos, a Jack así se lo pareció, quizá porque su corazón latía a toda velocidad mientras los grandes ojos de Victoria volvían a mirarlo por primera vez en tanto tiempo. Jack respiró hondo y parpadeó a su vez, porque tenía los ojos húmedos. Tragó saliva.

—Hola —susurró—. Hola, pequeña. ¿Puedes… puedes oírme?

Ella despegó los labios, pero no dijo nada. Lo miraba: ahora sí, lo miraba. Y Jack habría jurado que lo reconocía.

—Victoria —dijo, esperando, tal vez, que escuchar su nombre la ayudara a despertar del todo.

Victoria gimió débilmente. Jack acarició su mejilla, con los ojos llenos de lágrimas. Una parte de él le decía que debía correr a avisar a Qaydar, a los sanadores, a cualquiera que pudiera ayudarla ahora. Pero en el fondo de su corazón sabía que aquel momento les pertenecía solo a ellos dos. Nada ni nadie debía estropearlo.

—¿Cómo estás? Dime, ¿cómo te sientes?

Ella lo miró, desorientada y algo asustada. El la rodeó con los brazos y la meció con dulzura.

—Tranquila. Tranquila, todo está bien. Te vas a poner bien, Victoria, tranquila. Yo estoy aquí para ayudarte.

—¿Jack? —dijo ella por fin, con un hilo de voz.

Algo se desató en el corazón de Jack. Meses de nervios, de angustia, de miedo y de incertidumbre, de comer poco y de dormir menos aún le pasaron factura de golpe, y se sintió extrañamente débil y aliviado al mismo tiempo. Abrazó a Victoria, apoyó la cara en su melena oscura y se echó a llorar suavemente.

—… los unicornios son el puente entre la magia del mundo y los futuros hechiceros. Ellos no pueden usar la magia, no como lo hacemos nosotros, pero pueden entregárnosla. Y nosotros, los magos, podemos manipularla con nuestra voluntad. ¿Y cómo expresamos esa voluntad? Mediante la palabra. Es por eso por lo que hemos desarrollado un lenguaje propio, el idhunaico arcano; porque no basta con desear algo para que se haga realidad: es necesario expresarlo. De este modo concentramos nuestra voluntad en un solo punto, en una sola acción futura, y la magia… Kimara, ¿me estás escuchando? ¡Kimara!

La joven volvió a la realidad y apartó la mirada de la ventana, con cierta expresión culpable. Las lecciones de Qaydar solían ser largas y tediosas. Muy teóricas, y poco prácticas.

—Agradecería que te tomaras esto con más seriedad —la reprendió el Archimago—. Eres la primera nueva maga en más de quince años, y es posible que seas la última maga en Idhún. Somos pocos, y el tiempo que tenemos para tratar de descubrir la forma de transmitir nuestro poder sin unicornios…

—… no es precisamente ilimitado —concluyó ella, con un suspiro—. Sí, maestro, lo sé. —¿Cómo no saberlo? Qaydar se lo repetía al menos tres veces cada día—. Es solo que… que no le veo sentido a esto. Me paso el día estudiando magia… sin hacer magia. ¿Cuándo voy a aprender a utilizar mi poder para algo?

—Eres demasiado impaciente, muchacha. Antes de utilizar el poder, hay que saber cómo funciona…

—Con Aile aprendí varios hechizos —interrumpió ella, sin poder aguantarlo más—. De curación, sobre todo, pero también algunos de defensa y ataque.

Qaydar entornó los párpados, y Kimara supo que lo había herido. No solo por la comparación, sino también, sobre todo, porque le había recordado que, a pesar de que Aile no era una Archimaga, los había salvado a todos en el bosque de Awa, entregando a cambio su propia vida. El propio Qaydar había sido testigo de ello.

—Las circunstancias eran distintas —dijo el hechicero con frialdad—. Entonces estábamos en guerra.

—¡Seguimos estando en guerra! —estalló Kimara—. ¡En mi tierra ha estallado una rebelión! Mi gente se ha alzado para luchar contra Sussh, para expulsarlo de Kash-Tar. Por primera vez en muchos siglos, las tribus del desierto luchan unidas… ¡y luchan en mi nombre! Y entretanto, yo estoy aquí… sin poder ayudarlos.

—Ya hemos hablado de eso, Kimara. Eres una maga, ya sabes lo que eso significa. No podemos permitirnos el lujo de perderte en una guerra local.

—¡No es una guerra local! ¡Sigue siendo la guerra contra los sheks, la de siempre! Una guerra que no ha acabado, ni acabará hasta que no hayamos terminado con la última de esas criaturas.

Qaydar la miró fijamente, sin una palabra. Kimara respiró hondo, tratando de calmarse. Sentía un gran respeto por el Archimago, pero cada día que pasaba encerrada en la Torre de Kazlunn le costaba más trabajo permanecer callada.

—El último dragón no opina lo mismo —observó entonces Qaydar.

Kimara vaciló. En el fondo, era Jack lo que la retenía allí, y el hecho de que él no había hecho nada por reiniciar la guerra contra las serpientes. Y eso, pensaba a menudo, no era propio del Jack que ella había conocido. Alzó la mirada hacia el Archimago, y titubeó antes de decir:

—No, y eso no es normal.

—¿No es normal? ¿Acaso conoces a los dragones hasta el punto de poder decir qué es o no normal en ellos?

—Puede que no, pero conozco a Jack. Atravesamos juntos el desierto, y entonces… era diferente. Odiaba a las serpientes y luchaba como un verdadero dragón. Luego dijeron que Kirtash lo había matado, pero tiempo después, regresó… y parece el mismo, pero no lo es.

—Está afectado por lo de Victoria…

—No, es algo más. Cuando le hablamos de exterminar a los sheks, o de expulsarlos de Idhún para siempre, reacciona como si esa idea le molestara. Hasta diría que se ha hecho amigo de ese endiablado medio shek… ¿Es esa una conducta propia de un dragón?

Qaydar abrió la boca para responder, pero Kimara prosiguió, cada vez más alterada, señalando hacia el pedazo de cielo que se veía a través de la ventana:

—¡Esos son los verdaderos dragones de Idhún! Los que acudieron en nuestra ayuda para luchar contra los sheks, los que hoy día siguen plantándoles cara.

Qaydar echó un vistazo por la ventana, aunque ya sospechaba a qué se refería Kimara: un elegante dragón de tonos anaranjados se aproximaba a la torre, envuelto en las luces rojizas del primer atardecer. La ilusión era perfecta; pero aquellos que habían luchado en la guerra de Nandelt junto a los Nuevos Dragones sabían que cualquier dragón que no fuera Yandrak había sido fabricado por la hechicera Tanawe, a quien ya llamaban la Hacedora de Dragones, y su gente. Tras la victoria del bosque de Awa, los Nuevos Dragones no habían permanecido inactivos. Tanawe había seguido fabricando dragones, toda una nueva flota, y no le faltaban recursos: la reina Erive de Raheld la había tomado bajo su protección. Y, por otro lado, cada día llegaban más y más jóvenes a las instalaciones de los Nuevos Dragones en Thalis: algunos pedían unirse al equipo del taller de Tanawe; otros aspiraban a ser formados como pilotos de dragones. La historia de Kestra, la valiente piloto que había resultado ser la princesa Reesa de Shia, y que había muerto en la batalla de Awa, luchando contra los sheks, era una de las favoritas de los cantores de noticias. Las hazañas del príncipe Alsan de Vanissar al mando de la Resistencia también eran buen material para los cuentos y las historias. Sin embargo, no existían relatos que hablaran de la caída de Ashran, ni de cómo el dragón y el unicornio habían hecho cumplir la profecía. Se sabía que ambos vivían en la Torre de Kazlunn, y que la dama Lunnaris se debatía entre la vida y la muerte. Pero, puesto que Yandrak era poco dado a dejarse ver, y el unicornio tampoco estaba en condiciones de hacer públicas sus experiencias, nadie sabía qué había pasado realmente en Drackwen. En aquella batalla ellos habían estado solos.

En Kazlunn se sabía que había habido allí una tercera persona. Se sabía que Kirtash, el shek, había acompañado al dragón y al unicornio en su lucha contra el Nigromante. Se sabía que, por alguna razón desconocida, el dragón protegía al hijo de Ashran. Pero poco más.

Los rumores en torno al extraño trío eran oscuros y desconcertantes. Todo el mundo estaba enterado de que ninguno de los tres había apoyado a la Resistencia y los Nuevos Dragones en Awa. Tras la caída de los sheks, no se había tardado en encontrar el dragón de Kimara en el bosque, hecho pedazos; el dragón dorado al que muchos habían tomado por Yandrak. Pero eso no era todo: peores incluso que la extraña alianza del último dragón con un shek eran las habladurías que ligaban a Kirtash a la propia Lunnaris. A unos pocos les parecía una historia bellamente trágica, pero la mayoría encontraba la idea demasiado repugnante como para ser cierta.

No; ciertamente, aquellos tres jóvenes no eran unos héroes al uso. Resultaba infinitamente más sencillo y menos perturbador cantar las hazañas del príncipe Alsan de Vanissar, del mago Shail, de Aile, la poderosa hechicera feérica, de Hor-Dulkar, el señor de los Nueve Clanes, de los feroces feéricos del bosque de Awa, de Tanawe y sus dragones, de Denyal, Covan, Kestra y todos los demás, incluso de la propia Kimara, la semiyan, antes que hablar del dragón, del unicornio… y del shek.

Los héroes aclamados por todos eran los Nuevos Dragones. Docenas de dragones artificiales surcaban los cielos de Nandelt, persiguiendo a las serpientes donde quiera que se ocultaran. Se sabía que Denyal y Tanawe estaban preparando una escuadra de dragones para enviarla a Kash-Tar, en ayuda de los rebeldes que se habían alzado contra Sussh. Qaydar estaba al tanto de que Kimara quería ir con ellos y volver a pilotar un dragón, como ya había hecho en la batalla de Awa.

—No sabes lo que estás diciendo. Jack sigue siendo un dragón, el último dragón. Y, por perfectas que sean esas máquinas, no dejan de ser máquinas. Alguien como tú, por cuyas venas corre el fuego de Aldún, debería conocer la diferencia.

Kimara bajó la cabeza, temblando. Desde la primera vez que sus ojos se habían cruzado con los de Jack, en el desierto, había tenido una fe inquebrantable en él, había sabido que aquel dragón los salvaría a todos. Pero después había muerto, o eso le habían dicho. Y habían tenido que librar solos la última batalla. Ahora, Jack había regresado, pero no se comportaba en modo alguno como un dragón. «Nosotros somos los Nuevos Dragones», había dicho Kestra en una ocasión. «Triunfaremos allá donde los Viejos Dragones fueron derrotados». Kimara estaba empezando a creer que tenía razón.

—No vas a ir a Kash-Tar, Kimara —concluyó Qaydar—. Lo quieras o no, tu vida pertenece a la Orden Mágica.

—Mi vida solo me pertenece a mí —se rebeló ella, con sus ojos de fuego reluciendo furiosamente—. Si quiero regresar a Kash-Tar nadie va a poder impedírmelo.

Qaydar avanzó un paso hacia ella.

—No me desafíes, niña —dijo con calma—. Todavía sigo siendo tu maestro.

Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Y entonces, en aquel breve silencio, alguien llamó a la puerta.

—Pasa, Jack —suspiró Qaydar, volviéndose hacia la entrada. Kimara no lo admitiría nunca, pero, cuando rompieron el contacto visual, se sintió mucho mejor.

La puerta se abrió, y el joven dragón entró en la estancia. Kimara desvió la mirada. Todavía se sentía confusa con respecto a Jack. Desaprobaba su actitud, sí, y prefería al Jack que había conocido en el desierto; pero no era menos cierto que el nuevo Jack parecía más adulto, más poderoso y más seguro de sí mismo. Y había algo en él que la intimidaba.

El apenas la miró, lo cual era otra señal de lo mucho que había cambiado. No era que ya no la apreciara como amiga: si ella lo saludaba, si se acercaba a él, la trataba con el cariño y la confianza de siempre. Pero la mayor parte del tiempo actuaba como si no se acordara de que ella existía. Y no lo hacía a propósito. Simplemente, estaba distante, en alguna dimensión extraña y lejana, en un mundo propio en el que se sentía más cómodo… en un mundo menos humano. «¿Eran así todos los dragones?», se preguntó la semiyan. «Con esa aura de poder, con esa mirada tan intensa, con esa forma de ver el mundo, desde lo alto, como si todos los demás fuésemos muy pequeños en comparación con ellos». No era una idea agradable y, sin embargo… no podía negar que, a pesar de todo, Jack seguía pareciéndole muy atractivo, incluso más que antes.

—Qaydar —dijo el chico—. Te estaba buscando.

Aquel día estaba distinto, apreció Kimara. Tenía los ojos húmedos y estaba temblando. Y, aun así, seguía intimidándola con su mera presencia.

—¿Qué pasa, muchacho? ¿Es…?

—Victoria —asintió él—. Victoria se ha despertado.

Kimara dejó escapar una exclamación de sorpresa, y Jack se volvió hacia ella por primera vez.

—Hola —saludó, con una sonrisa.

«No me había visto», pensó ella. No era la primera vez que ocurría.

—Alabados sean los Seis —dijo Qaydar—. ¿Cómo está?

—No puede moverse. Está tan débil que apenas puede hablar, pero está… está viva, y consciente.

—Alabados sean los Seis —repitió Qaydar—. Voy a verla inmediatamente. Avisaré a…

—No —cortó Jack—. Está aturdida, no quiero confundirla más llenando su habitación de gente. No le digas nada a nadie. Todavía no. Tiene que recuperar fuerzas.

«Ha vuelto a olvidarse de que estoy aquí», comprendió Kimara.

—De acuerdo —accedió Qaydar—. Vayamos a verla. Seguiremos luego con la lección —le dijo a su discípula.

Eso no era cierto, y ella lo sabía. Todos estarían demasiado pendientes de Victoria como para acordarse de una aprendiza de hechicera. Cuando los dos hubieron abandonado la estancia, Kimara suspiró y volvió a asomarse a la ventana. Vio entonces que el dragón anaranjado ya había aterrizado en el mirador, y corrió a reunirse con él.

—Muchacha —dijo Qaydar con dulzura—. ¿Me recuerdas?

Victoria movió la cabeza con dificultad y le devolvió una mirada cansada. Se fijó en el rostro lampiño del hechicero, en su largo cabello, de tonalidades verdes, recogido en una trenza, en aquellos rasgos que hacían parecer a su propietario mucho más joven de lo que era en realidad.

—Qay… dar —dijo ella con esfuerzo.

—Eso es —asintió el Archimago, satisfecho—. Estás en la Torre de Kazlunn, Victoria. A salvo. Ahora descansa, ¿de acuerdo?

Victoria asintió. Intentó alzar la mano, buscando la de Jack, pero solo tuvo fuerzas para levantar un dedo tembloroso. El muchacho detectó el gesto, la tomó de la mano y se la estrechó con fuerza.

—Mira su frente, Qaydar —dijo Jack—. ¿Lo ves?

El Archimago examinó el rostro de Victoria, que había dejado caer los párpados, agotada. En la frente de la muchacha, entre los ojos, había un extraño agujero oscuro que señalaba el lugar donde se había erguido el cuerno de Lunnaris. Había estado así desde la lucha contra Ashran, pero Jack habría asegurado que aquel círculo de sombras se había hecho un poco más pequeño.

—Se está cerrando, Qaydar.

—¿Estás seguro? Yo no aprecio ningún cambio. ¿No será que es eso lo que deseas, muchacho?

—Sé muy bien qué aspecto tiene —dijo Jack con sequedad—. Se ha reducido. Muy poco, es verdad, pero… es un comienzo. Puede que su herida acabe por sanar por completo.

—No podemos saberlo sin ver al unicornio, Jack.

Jack inspiró hondo. Aquel agujero de oscuridad representaba una lesión, eso era cierto; pero esa lesión se había producido en el cuerpo de unicornio de Victoria y, por tanto, mientras ella presentara forma humana los médicos no podían curarla. El problema era que Victoria no podía transformarse estando inconsciente; ahora que había despertado, parecía estar demasiado débil como para intentarlo siquiera. Y, por otro lado, probablemente metamorfosearse en un unicornio sin cuerno la mataría al instante. Su esencia herida se había refugiado en aquel cuerpo humano, sano e intacto por el momento, y era esa la razón por la que todavía seguía con vida.

—Dale tiempo —dijo Jack—. Y dame tiempo para recuperarla. Que no corra la voz de que se ha despertado. Todavía no está preparada para enfrentarse al mundo.

Qaydar se lo quedó mirando, intuyendo que le ocultaba algo. Pero no tuvo ocasión de averiguar más, porque en aquel momento vinieron a buscarlo para anunciarle la llegada de la maga Tanawe, la Hacedora de Dragones.

—Quédate con ella —le dijo a Jack—. Volveré en cuanto me sea posible.

El joven asintió.

No tardaron en quedarse solos de nuevo, él y Victoria. Jack la miró intensamente.

—No le he dicho lo de la luz —le confió.

Ella no reaccionó, pero Jack sabía que estaba escuchando. Simplemente, ya no tenía fuerzas para abrir los ojos siquiera.

—No puede saberlo —prosiguió Jack—. No puede ver la luz de los ojos de un unicornio porque, aunque tenga antepasados feéricos, es humano sobre todo. Por eso no se ha dado cuenta… pero pronto lo sabrán, Victoria. Tarde o temprano vendrá algún feérico y lo detectará. Y Christian lo descubrirá inmediatamente. No sé qué sucederá entonces, pero… por si acaso, es mejor no decirles nada.

Victoria abrió los ojos entonces y lo miró, triste y cansada. Jack tragó saliva. Sus ojos seguían siendo tan bonitos como los recordaba, pero habían perdido aquel brillo que los hacía especiales. Desde el pálido rostro de Victoria, aquellos ojos le dirigían una mirada profundamente humana.

Qaydar encontró a Tanawe conversando animadamente con Kimara en la terraza, junto al enorme dragón artificial que reposaba sobre las baldosas de mármol, enroscado sobre sí mismo.

—¿Intentando robarme hechiceras para tu causa, Tanawe? —la saludó Qaydar con una sonrisa.

Sus relaciones con la Hacedora de Dragones se habían deteriorado mucho en los últimos tiempos, pero el haber visto a Victoria consciente había mejorado mucho su humor, y estaba dispuesto a hacer las paces. Por otro lado, los dos hechiceros habían luchado juntos en Nurgon y en la batalla de Awa, codo con codo y, en el fondo, a Qaydar le apenaba que se hubieran distanciado.

—Las hechiceras deberían ser libres para ir a donde les pareciera, Qaydar —replicó la maga con frialdad—. Al fin y al cabo, la Orden Mágica ya no es lo que era; no se puede permitir el lujo de seguir manteniendo las mismas normas que hace veinte años.

El Archimago miró a Kimara, que adoptó un aire inocente. No pudo engañarlo. Sabía que Tanawe quería a Kimara en sus filas, como piloto o como maga de apoyo, puesto que los dragones artificiales precisaban de la magia para funcionar y, desde la extinción de los unicornios, los magos habían empezado a convertirse en una rareza en Idhún. También sabía que la lucha de Tanawe contra los sheks había pasado a ser algo personal después de la batalla de Awa. En ella había fallecido Rown, su compañero, el padre de su hijo Rawel. Y Denyal, su hermano, había perdido un brazo, salvajemente mutilado por la bestia que un día había sido el príncipe Alsan de Vanissar.

Rown y Tanawe habían desarrollado juntos la idea de los dragones artificiales. Denyal los había capitaneado contra los sheks. Juntos, los tres, eran el alma de los Nuevos Dragones. Ellos y media docena de pilotos valientes, como Garin, como Kestra, como Kimara.

Todos ellos estaban muertos, a excepción de Kimara. Habían vencido en la batalla, pero habían tenido que pagar un precio muy alto por aquella victoria. Y Tanawe, rota de dolor, había decidido que los Nuevos Dragones no morirían allí.

La hechicera había sido una persona alegre y jovial, para quien la construcción de dragones era, a la vez, un reto y algo tan hermoso como hacer que aquellas poderosas criaturas volvieran a surcar los cielos idhunitas. Antes, Tanawe había liderado a los Nuevos Dragones por vocación. Ahora lo hacía por venganza. Tanawe se había convertido en una mujer dura y resentida que pocas veces sonreía. Compartía, además, tres cosas con Kimara: la admiración por los dragones, el odio hacia los sheks y el deseo de seguir luchando.

—La Orden Mágica nunca volverá a ser lo que era si los hechiceros nos dispersamos en lugar de volver a unirnos, Tanawe —replicó Qaydar.

—La Orden Mágica nunca volverá a ser lo que era, y punto —cortó Tanawe—. No sin unicornios que consagren a más magos. Cuando muera el último de nosotros…

—… entonces tus dragones dejarán de funcionar. Es por eso por lo que debemos unirnos para hallar la manera de seguir transmitiendo nuestra magia, con o sin unicornios…

—Los hechiceros más poderosos llevan siglos tratando de emular los poderes de los unicornios. No deberíamos perder el tiempo buscando lo imposible. Puede que mis dragones dejen de funcionar, pero para entonces habremos exterminado hasta la última serpiente de nuestro mundo. Como ves, tenemos una larga tarea por delante, así que te agradecería que dejaras de retener a hechiceros que pueden ser mucho más útiles en nuestros talleres de Thalis.

Qaydar suspiró para sus adentros. Ya lo habían hablado muchas veces, y nunca se ponían de acuerdo. Ninguno de los dos daría su brazo a torcer.

—Has venido a llevarte a Kimara, ¿no es cierto? Deja que te recuerde que su educación aún no ha concluido. Todavía es una aprendiza.

—Yo me encargaré de su educación, Archimago. Además, Kimara es también una guerrera, no puedes obligarla a pasar su vida encerrada en una torre.

—Es una maga —repuso Qaydar con sequedad—. Y eso no lo he decidido yo… sino un unicornio. —Se volvió hacia Kimara—. Te hicieron entrega de un don maravilloso, un don por el que muchos matarían. El unicornio que te dio ese poder te necesita, nos necesita a todos ahora mismo. Tú decidirás qué vas a hacer con lo que te entregó en su día. Si vas a devolverle el favor, aprendiendo los misterios de la magia, y ayudándonos a restaurarle la salud… o si vas a malgastar tus dones dejando que te maten en una guerra que no es la tuya.

—Es mi guerra… —empezó Kimara.

—No, no lo es. Los magos no tenemos patria, no tenemos tierra. Todo Idhún es nuestro hogar, el mundo entero es nuestra patria. Y no importa cuántas veces salves Kash-Tar, no importa a cuántas serpientes extermines, porque si no salvamos al último unicornio, no habremos salvado nada.

Ninguna de las dos respondió. Qaydar suspiró, cansado.

—¿Cuándo partís para Kash-Tar, Tanawe?

—Calculo que estaremos listos en unos quince días, aproximadamente.

Qaydar se volvió hacia Kimara.

—Tienes quince días para pensártelo. Sé que deseas marcharte ahora, pero ¿sabes?… no es un buen momento. Las cosas están cambiando, para bien o para mal. ¿Entiendes?

La semiyan asintió.

—Entiendo.

—Está anocheciendo, Tanawe. Pediré que te preparen una habitación. Después podremos cenar juntos, si lo deseas, pero ahora… hay otros asuntos que requieren mi atención. Buenas tardes, señoras.

Con una breve inclinación, Qaydar se despidió de ellas y volvió a entrar en la torre.

—¿Las cosas están cambiando? —repitió Tanawe—. ¿A qué se refiere?

Kimara recordó la petición de Jack.

—A nada en particular —mintió—. Ya sabes cómo es… ve conspiraciones y profecías en todas partes. —Alzó la mirada hacia ella—. Quince días, Tanawe. Sigo queriendo ir con vosotros, pero no me necesitáis, al menos no de momento; y, después de todo, Qaydar sigue siendo mi maestro.

—Me habría gustado contar contigo para poner a punto a los dragones, pero entiendo tu postura, y la respeto.

«No es por Qaydar», se dijo Kimara. «Es por ti, Victoria. Qaydar tiene razón: estoy en deuda contigo, y puede que estos días necesites a una amiga cerca».

Shail observó con aprensión la reluciente pierna metálica que Ydeon le mostraba.

—No puedes estar hablando en serio —dijo. Era la enésima vez que repetía aquellas palabras.

El gigante sacudió la cabeza.

—Ha estado toda la noche dentro del hexágono de poder que tú mismo creaste, empapándose de energía mágica. Ha costado mucho trabajo, pero ya está lista, estoy seguro de que has notado los cambios. ¿Vas a echarte atrás ahora?

El mago contempló la pierna artificial. Era cierto que, si se quedaba mirándola fijamente, podía apreciar una leve palpitación en su superficie, pulida y brillante. Suspiró.

—¿Y cómo esperas acoplar eso a mi muñón? Por muy viva que parezca estar, no es una parte de mí.

—Y, sin embargo, desea ser una parte de ti, porque es tu magia la que le ha otorgado la vida, y porque es una pierna que cree ser de carne y hueso. Necesita un cuerpo en el que acoplarse. Pero tú ya deberías saber de estas cosas. ¿Acaso no eres un mago?

Shail dudó. Sí, era cierto, un mago mantenía su mente abierta a todas las posibilidades de la magia; un mago creía en lo increíble. Particularmente él, que había visto en la Tierra cómo la energía podía mover cosas artificiales; que había asistido allí mismo, en Idhún, al despegue de los fabulosos dragones de Tanawe, máquinas que cobraban vida gracias a la magia. «Pero no eran dragones de verdad», se dijo. «Aunque lo parecieran».

No obstante, habían sido reales para mucha gente, personas que habían luchado por la libertad de Idhún bajo la sombra de sus grandes alas. Eran máquinas, pero habían sustituido a los verdaderos con gran eficacia. Igual que las máquinas de la Tierra sustituían a muchas otras cosas.

«Para llenar un vacío», pensó de pronto. «Para eso sirven estos objetos».

Tras una breve vacilación, se subió lentamente el bajo de la túnica y se remangó el pantalón hasta dejar al descubierto el muñón de la pierna derecha, que las hadas le habían amputado tiempo atrás, en el bosque de Awa, para impedir que el veneno de un shek se extendiese al resto de su cuerpo.

Ydeon hizo ademán de acercarle la pierna artificial, pero Shail lo detuvo con un gesto.

—No. Lo haré yo mismo.

Tomó el miembro de metal con ambas manos. Le sorprendió sentirlo cálido entre sus dedos. También le pareció que palpitaba. Respiró hondo y lo acercó al muñón, como quien intenta calzarse una bota. Titubeó un momento, antes de colocarlo en el lugar donde había estado la pierna perdida.

Fue instantáneo. El metal fluyó a través de su piel, de su carne, buscando fundirse con ella. Shail lanzó un grito y soltó la pierna artificial, pero esta ya había lanzado sus tentáculos de metal líquido y los trenzaba en torno al muslo del mago.

—¡Quítame esa cosa! —jadeó Shail, aterrorizado—. ¡Arráncamela!

Ydeon se limitó a contemplar la escena, cruzado de brazos, con impasibilidad pétrea. Cuando, por fin, Shail se dejó caer sobre el suelo, convulso, la pierna de metal se había solidificado, uniéndose por completo a su cuerpo de carne, y era una fusión perfecta.

—¿Lo ves? —dijo el gigante—. No ha sido para tanto.

Shail se atrevió a echar un vistazo. Su nueva pierna reverberaba con un suave reflejo metálico que sugería la magia que latía en ella. Recorrió con un dedo su superficie lisa y perfecta, sus formas suaves y equilibradas.

—Es hermosa —dijo en voz baja; alzó la cabeza para mirar a Ydeon—. ¿Podré caminar con ella?

—Inténtalo.

Shail dudó. Por si acaso, alcanzó su bastón y se puso en pie, apoyándose en él, y en la pierna izquierda. Dobló la rodilla derecha.

—Pero es de metal —dijo.

—Inténtalo —repitió Ydeon.

Shail se mordió los labios, pero trató de mover el tobillo derecho… un tobillo artificial.

Para su sorpresa, el pie de metal ejecutó la orden, y trazó un semicírculo, tal y como Shail deseaba. Agitó entonces los dedos de metal, y contempló, estupefacto, cómo se movían. Dobló la rodilla. Parecía imposible que aquella articulación metálica pudiera moverse… y, no obstante, lo hizo, sin un solo ruido.

Tragó saliva y apoyó la planta del pie en el suelo, con cuidado. Vaciló antes de dejar caer el peso del cuerpo sobre la pierna derecha.

Esta se mantuvo tan firme como la izquierda. Shail dejó escapar una breve carcajada incrédula. Intentó dar un paso, todavía sin soltar el bastón. La pierna de metal obedeció sus deseos y sostuvo su cuerpo mientras el pie izquierdo avanzaba un poco. Pesaba más que su pierna de carne, pero podía moverla aplicando solo un poco más de esfuerzo.

Maravillado, Shail siguió dando pasos, uno detrás de otro, lentamente, hasta que se sintió lo bastante seguro como para dejar de lado el bastón. Después de dar varias vueltas por la sala, y una vez se hubo convencido de que, en efecto, su pierna de metal funcionaba a la perfección, alzó la cabeza hacia Ydeon, radiante.

—Puedo caminar —dijo; le temblaba la voz—. ¡Puedo caminar de nuevo! Había llegado a creer que nunca volvería a hacerlo. —Se puso serio de pronto—. Gracias, Ydeon. Estoy en deuda contigo. ¿Cómo puedo pagártelo?

El gigante sonrió.

—Desearía volver a ver algún día a Domivat, la espada de fuego, y conocer a su portador.

Shail calló un momento. Después asintió, con energía.

—Te prometo que los traeré a ambos en cuanto me sea posible.

Pensó en Jack. Mientras Victoria estuviese enferma no se separaría de ella, y menos para ir al fin del mundo. Pero Kirtash había dicho que ella había despertado.

Respiró hondo. Hacía ya varios días que el shek había abandonado Nanhai, y Shail se había visto tentado de seguirlo y regresar a Kazlunn, con Jack y con Victoria. Pero, aunque le doliera admitirlo, Kirtash tenía razón: la joven ya no era responsabilidad suya. De todas formas, no había resistido la tentación de escribir un mensaje a Zaisei contándole todo lo que había sucedido. Había invocado a un pájaro de las nieves para que llevara el mensaje hasta Rhyrr, donde se encontraba la joven sacerdotisa.

—¿Vas a marcharte, pues? —preguntó entonces Ydeon.

Shail llevaba tiempo considerándolo, y si había demorado su partida se había debido a que la pierna de metal todavía no estaba lista. Días atrás le había prometido a Ydeon que esperaría, que se arriesgaría a probarla. Le echó un vistazo crítico. Sí, parecía extraña, pero funcionaba. Y sospechaba que si se sentía algo incómodo con ella no era debido a que fuera un miembro artificial, sino al hecho de que llevaba tanto tiempo arreglándoselas con una sola pierna que le costaba hacerse a la idea de que volvía a tener dos.

Pero todavía no estaba seguro de haber concluido su misión en Nanhai. Había obtenido información muy valiosa, y quería hablar con Ha-Din y con Gaedalu acerca de la llegada de Karevan a Idhún. Sin embargo, aún no tenía noticias de Alexander y, por otra parte, Ymur le había dicho que lo aguardaba en el Gran Oráculo.

Karevan, si es que era realmente él, seguía haciendo temblar las montañas. Pero los gigantes parecían haberse acostumbrado ya al fenómeno, porque habían dejado de prestarle atención. Ynaf se había instalado en otra cueva, más al sur, y estaba ocupada tratando de hacerla habitable. Había corrido la voz, a través de la piedra, de que aquella zona era peligrosa, y algunos gigantes habían optado por trasladarse, como había hecho ella, lejos de allí. Por lo demás, todo seguía como siempre.

Ymur había regresado a las ruinas del Gran Oráculo. Según les había contado, esperaba visita. Ha-Din había enviado a un grupo de sacerdotes, constructores y albañiles para iniciar las obras de reconstrucción del edificio, que había sido destruido por los sheks muchos años atrás. Tras la caída de Ashran, nada parecía impedir que los Oráculos fuesen levantados de nuevo. Los sheks tenían cosas más importantes en qué pensar.

—Voy a marcharme —decidió Shail entonces—, pero no hacia el sur, sino en dirección al norte. Al Gran Oráculo. Les contaré a los enviados de Ha-Din lo que hemos visto en las montañas. Tal vez ellos quieran echar un vistazo por sí mismos. Y si regresan al Oráculo de Awa…, entonces me iré con ellos.

«Y desde allí partiré hacia Rhyrr», se dijo, «para ver a Zaisei».

El Anillo de Hielo había estado a punto de acabar con él cuando había intentado atravesarlo, tiempo atrás. Tal vez no fuera buena idea partir solo; y, de todas formas, desde el Gran Oráculo podía tomar la ruta de la costa que bordeaba Nanhai hasta llegar a Nanetten, y que era el camino por el que llegaría, y se marcharía, el grupo enviado por HaDin.

Ydeon se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo—. Que tengas buen viaje. Yo estaré aquí cuando regreses, con o sin el portador de Domivat.

Y dio media vuelta y se metió en su taller. Shail se quedó con la boca abierta. Lo siguió, y mientras caminaba no pudo dejar de advertir que su nueva pierna seguía adaptándose a sus movimientos a la perfección.

—¡Un momento! ¿No quieres acompañarme?

Ydeon se volvió hacia él.

—¿Para qué? No tengo nada que hacer allí y… ah, comprendo. Quieres que te acompañe. Necesitas que te acompañe.

Shail enrojeció levemente. Un humano habría considerado enseguida la idea de que tal vez al mago no le apeteciera viajar solo por una tierra extraña. Al gigante ni se le había ocurrido.

—Los humanos necesitáis compañía. Siempre se me olvida ese detalle.

«Kirtash no necesita compañía», pensó Shail de pronto. «Por eso Ydeon y él se llevan tan bien. Pero es que… Kirtash no es del todo humano, de todas formas».

—Déjalo. Tengo mi magia y una nueva pierna; me las arreglaré bien.

Ydeon asintió.

—Muy bien. Que tengas buen viaje, mago.

«Un humano habría insistido», pensó Shail.

—Gracias —dijo sin embargo.

Aquella noche la pierna de metal le dio problemas. De pronto, sin ninguna razón aparente, la zona donde la carne se fusionaba con el metal empezó a dolerle terriblemente, como si se estuviese abrasando. El intenso dolor lo despertó de un sueño ligero e inquieto, y tuvo que contenerse para no gritar. Apartó las mantas y se arrastró hasta la burbujeante caldera de lava que calentaba la estancia y la iluminaba tenuemente. Bajo la luz rojiza examinó su nueva pierna, apretando los dientes para resistir el dolor. Le pareció que tenía el muslo hinchado.

Respirando entrecortadamente, se aplicó a sí mismo un hechizo para calmar el dolor y reducir la hinchazón. Cuando las molestias remitieron, se incorporó como pudo y fue a buscar a Ydeon.

Para cuando el gigante estuvo lo bastante despejado como para echarle un vistazo a su pierna, el dolor se había calmado casi por completo. Shail lo atribuyó a su hechizo, aunque no dejó de sorprenderse de que hubiera funcionado tan bien.

—Parece que vuelve a soldarse —comentó Ydeon.

—¿Que vuelve a qué?

—A soldarse.

—Sí, ya lo había oído. ¿Quieres decir que la pierna se estaba… desprendiendo?

Ydeon lo miró a los ojos.

—Cuando duermes —dijo—, los latidos de tu corazón se ralentizan y tu respiración se hace más pausada. Lo mismo sucede con tu magia. Se adormece, por así decirlo. Tu magia es lo que mantiene la pierna en su sitio, lo que la convierte en un objeto… vivo. Si te duermes, o pierdes el conocimiento, la magia se debilita.

Shail calló un momento, confuso.

—¿Quieres decir que tengo que estar consciente para que la pierna siga en su sitio? ¿Y que si me duermo… se caerá? Pero… ¿y el dolor? ¿Es esa falta de magia lo que ha hecho que mi cuerpo reaccionara contra el metal de esa manera?

—Me temo que sí.

Shail apretó los dientes.

—Sabía que no era buena idea.

—¿Quieres que intente quitártela?

—¿Puedes hacerlo?

—Entre los dos podemos, sí. Pero solo mientras la magia fluya entre tu cuerpo y el miembro artificial. Entonces se puede desprender de la misma manera que se unió a ti. Pero si intento quitártela cuando esa unión no sea limpia y perfecta… será una carnicería.

A Shail se le puso la piel de gallina.

—Hay otra opción, sin embargo —añadió Ydeon—. Dos, en realidad. Una de ellas consiste en evitar que la magia se debilite. En mantener activo tu poder incluso cuando estás dormido.

—Puede hacerse —asintió Shail—. Hay amuletos especiales para eso. Pero a veces fallan. ¿Y la otra opción?

—La otra opción es transferir al metal un poder superior al que tú, como mago, posees. Me refiero al poder de un dragón, de un unicornio o de un shek.

El mago calló, pensativo.

—¿Pero eso no tendría efectos secundarios? Piensa en Domivat. Está forjada con fuego de dragón y ningún humano puede blandiría sin abrasarse.

Ydeon rió, con una risa que retumbó como una avalancha de rocas.

—Está pensada para eso: para que ningún humano pueda empuñarla. Pero hay niveles y niveles. Tal vez a tu pierna solo le haga falta un poco de fuego de dragón, o de escarcha de shek, o un leve roce del cuerno de un unicornio.

Shail movió la cabeza.

—No puedo evitar pensar que me estás utilizando para un extraño experimento, Ydeon. Me niego a creer que hayas probado esto antes con otras personas.

—No lo he hecho —admitió el gigante—. Pero no voy a obligarte a seguir con esa pierna, si no quieres. La decisión es tuya.

Shail volvió a contemplar su nueva pierna artificial. De nuevo aparecía sólidamente unida a su cuerpo. El dolor y la hinchazón habían desaparecido por completo. Flexionó la rodilla y observó cómo la luz del arroyo de lava arrancaba reflejos rojizos de su superficie metálica. Recordó lo bien que se había sentido al volver a caminar. Vaciló. Era una pierna tan hermosa… tan perfecta…

—No quieres desprenderte de ella tan pronto —adivinó Ydeon.

—No —reconoció Shail en voz baja—. Creo que seguiré con ella un poco más. Sé cómo hacer un amuleto de mantenimiento. Probaré a ver qué tal funciona con eso y… —se interrumpió de pronto, recordando que tenía un viaje planeado. Pero si la pierna le daba problemas… no sería buena idea que esos problemas lo sorprendieran lejos de la caverna del forjador de espadas.

Ydeon le dirigió una larga mirada pensativa.

—Creo que, después de todo —dijo finalmente—, va a ser mejor que te acompañe al Oráculo. Por si acaso.

Partieron dos días después, cuando los primeros rayos de Evanor se abrieron paso entre las nieblas de Nanhai y rozaron las blancas cumbres de las montañas. Shail no había pegado ojo en toda la noche, ni tampoco la anterior: temía rendirse al sueño y encontrarse, al despertar, con que su maravillosa pierna artificial no era más que una enorme astilla de metal atravesando su carne, carne llagada, sangrante… destrozada. Ydeon le había conseguido una gema de piedra minea, un mineral de color violáceo con el que los hechiceros elaboraban muchos de sus amuletos, porque era muy receptivo a la energía mágica. Con ella le había forjado un colgante para que pudiera llevar el talismán prendido del cuello. Shail se había encargado de realizar el ritual para convertir la gema de piedra minea en un amuleto de mantenimiento.

Ahora lo llevaba colgado al cuello, una enorme gema cárdena del tamaño de un puño. Habría preferido que fuera algo menos llamativo, pero Ydeon no se sentía cómodo trabajando con cosas pequeñas. De todas formas, poco a poco el amuleto empezaba a hacer efecto, porque se notaba más despierto y perceptivo, a pesar de que llevaba tanto tiempo sin dormir.

Viajaron durante todo el día, deteniéndose sólo para comer. La pierna de Shail no dio ningún problema. Y cuando hicieron un alto para descansar por la noche, en una grieta de las montañas, el joven mago cayó rendido de cansancio, y durmió de un tirón hasta el primer amanecer, sin preocuparse por nada más. Mientras tanto, su amuleto de mantenimiento brillaba tenuemente en la semioscuridad, con una suave luz violeta, conservando su magia tan activa como cuando estaba despierto.

Al levantarse por la mañana y comprobar que todo estaba en orden, Shail se sintió contento y optimista por primera vez en mucho tiempo. Deseó que Zaisei estuviera allí para poder compartir su alegría con ella. Si todo iba bien, pronto volverían a encontrarse.

Zaisei recorría las calles de Rhyrr sin apenas fijarse en lo que sucedía a su alrededor. Era cierto que había echado de menos la Ciudad Celeste, llena de luminosas plazas y amplias calles, bordeadas de edificios de paredes blancas y tejados de cúpulas azules, salpicada de las altas torres-mirador que se elevaban hacia el claro cielo de Celestia y que tanto gustaban a los celestes, porque subiendo a su cúspide se sentían más cerca de su elemento. Había echado de menos la sensación de estar rodeada de su gente, la paz que ello suponía, sin mentiras, sin engaños, sin malos deseos. Convivir con otras razas, especialmente con humanos, resultaba agotador para cualquier celeste, y Zaisei, pese a haber pasado casi toda su vida lejos de Celestia, no era una excepción.

Sin embargo, aquel día deseaba con toda su alma estar en otra parte.

Llegó casi sin aliento a la Biblioteca, uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, con un cuerpo central cubierto por tres cúpulas, una sobre otra, y dos amplios cuerpos laterales que se extendían como las alas de una mariposa. Zaisei había admirado a menudo la delicada y equilibrada belleza de aquel lugar, pero en aquella ocasión no se detuvo a contemplar las enormes paredes acristaladas ni las altas columnas blancas. Subió por las escaleras a toda prisa y recorrió las estancias, en busca de la Venerable Gaedalu.

Tenía una idea bastante aproximada de dónde encontrarla. La Madre y su cortejo habían llegado allí varias semanas atrás, y se habían alojado en una de las grandes casas de Rhyrr, que el alcalde de la ciudad les había cedido con mucho gusto cuando Gaedalu había expresado su deseo de pasar un tiempo allí, consultando los archivos de la biblioteca. La varu solía pasar los días, y a veces también las noches, encerrada en una de las salas más restringidas, aquella en la que se guardaban los documentos más antiguos. Zaisei no sabía qué estaba buscando Gaedalu con tanto afán, pero sí estaba al tanto de que la mayor parte de los textos que examinaba trataban sobre mitología, historia y religión. Aquello, en principio, no tenía nada de particular. Los Oráculos estaban sumidos en el caos, el último unicornio se debatía entre la vida y la muerte y el último dragón había anunciado que se avecinaba una guerra de dioses, una guerra que podría arrasar el continente. Si Gaedalu buscaba respuestas en los textos antiguos, la Biblioteca de Rhyrr era el lugar más indicado. No obstante, había dos cosas que preocupaban a Zaisei. La primera era que ella y Gaedalu llevaban ya mucho tiempo allí, y que las sacerdotisas del Oráculo necesitaban a la Madre en Gantadd. Y la segunda, y más inquietante aún, tenía que ver con los sentimientos de Gaedalu.

Zaisei sacudió la cabeza y trató de no pensar en ello. Además, las noticias que había recibido aquella misma mañana lo cambiaban todo y daban un nuevo giro a las pesquisas de la varu.

Al llegar a la estancia halló a la Madre Venerable inclinada, como siempre, ante un enorme volumen que había sacado de una de las estanterías del fondo. Estaba tan concentrada en su estudio que no se había dado cuenta de que su piel empezaba a resecarse.

Zaisei frunció el ceño, inquieta, pero no por el estado de la piel de la Madre. En los últimos tiempos no resultaba agradable acercarse a ella. Cuando lo hacía, Zaisei experimentaba en su interior ecos de un sentimiento sombrío y violento, un rastro de dolor, odio y deseo de venganza que la turbaban y le revolvían el estómago. Aquella sensación era más intensa cuando se reunía con Gaedalu en la biblioteca. Lo que estaba buscando en aquellos documentos antiguos alimentaba aquel odio en el corazón de la varu, eso parecía claro; pero Zaisei no podía deducir nada más, y tampoco se atrevía a preguntar.

Se quedó en el umbral, por tanto, y carraspeó con delicadeza para hacerse notar. Gaedalu alzó la cabeza. Inmediatamente, la sensación desagradable disminuyó, y Zaisei detectó, como de costumbre, el cariño y el orgullo que teñían los sentimientos de la Madre cada vez que la miraba. Zaisei se sentía abrumada y agradecida ante aquel cariño: sabía que Gaedalu la trataba más como a una hija que como a una pupila, porque había sido buena amiga de su madre, y porque al protegerla a ella, de alguna manera, recordaba a Deeva, la hija que había perdido tiempo atrás. Zaisei no había llegado a conocer a Deeva. Ella era una niña de poco más de cinco años en la época de la conjunción astral, cuando Deeva, por aquel entonces una poderosa hechicera, había partido al exilio para no volver.

Zaisei, en cambio, se sentía demasiado intimidada por Gaedalu como para poder tratarla con la misma confianza que a una madre, aunque la admiraba y hacía lo posible por no decepcionarla.

«Zaisei», sonrió Gaedalu. «¿Qué pasa? ¿A qué vienen tantas prisas?».

La joven trató de olvidar el rastro de odio que había percibido en la Madre Venerable. Los celestes nunca ocultaban sus sentimientos entre ellos, porque no podían hacerlo, pero eran muy conscientes de que otras razas no poseían esa capacidad de leer en los corazones de los demás y que por eso escondían o disimulaban sus emociones, temerosos de que otros pudieran descubrirlas. Por una cuestión de respeto, los celestes habían aprendido a ser discretos en ese aspecto, y por norma general se guardaban para sí lo que sabían sobre los sentimientos ajenos.

—Ha llegado un mensaje desde Nanhai, Madre Venerable —anunció, y sonrió sin poder evitarlo—. Es de Shail, el hechicero.

Cualquier celeste habría notado sin ninguna dificultad que el corazón de Zaisei se henchía de emoción cada vez que pronunciaba su nombre. Pero Gaedalu no necesitaba ser celeste para saber muy bien, a aquellas alturas, cuál era la relación existente entre los dos jóvenes. Le dirigió una mirada severa.

«No me gusta ese muchacho, Zaisei», decretó. «Dice cosas extrañas y ha estado aliado con el hijo de Ashran».

Cuando Gaedalu mencionó a Kirtash, Zaisei volvió a percibir aquella huella de ira y odio en su alma. Retrocedió un paso, intranquila, pero se obligó a centrarse en el tema que estaban tratando.

—Existe un lazo, Madre Venerable —le recordó con tacto.

«Lazos», repitió Gaedalu. «Los celestes concedéis demasiada importancia a los lazos».

Zaisei sonrió. Había mantenido aquella discusión con muchas personas no celestes.

—Al final resulta —dijo— que los lazos son siempre lo único que importa.

«Lo único que puede hacer cambiar el curso de la historia, o incluso malograr una profecía; la diferencia entre la victoria o la derrota de un dios», se dijo, con un ligero estremecimiento, al recordar la extraña relación entre Jack, Christian y Victoria.

«Bien, existe un lazo entre Shail y tú», suspiró Gaedalu. «De acuerdo. Supongo que ya eres mayorcita para saber lo que estás haciendo».

Zaisei inclinó la cabeza.

—Gracias, Madre Venerable. Pero no os he molestado para hablar de lazos, ni de mi relación con Shail. La carta contiene información importante, que debéis conocer de inmediato.

Una parte del mensaje de Shail también era personal. El mago no había podido resistir la tentación de decirle en la carta lo mucho que la quería y cuánto la echaba de menos. Zaisei sonrió para sus adentros. A Shail le había costado mucho sincerarse con ella en su día, pero, una vez lo había hecho, solía reiterar sus sentimientos muy a menudo, sin tener en cuenta que Zaisei ya los conocía. «Supongo que es difícil para él, para todos los humanos en general», pensaba la joven a veces, «puesto que no son capaces de ver los lazos que existen entre las personas y van a ciegas en cualquier relación».

Se saltó aquellos párrafos y leyó en voz alta la parte referente a los descubrimientos de Shail en Nanhai. Como la primera vez que sus ojos habían paseado sobre aquellas líneas, Zaisei no pudo evitar que se le encogiera el corazón de angustia al imaginar la cordillera sacudida por una fuerza destructora que Shail asociaba con el dios Karevan.

«¿Cómo se atreve a insinuar semejante cosa?», dijo Gaedalu, perpleja, y hasta Zaisei llegó una pequeña oleada de disgusto.

—El sacerdote Ymur parecía estar de acuerdo con esta teoría, Madre Venerable.

«Pasemos eso por alto. Sigue leyendo, por favor».

—«Lo que más me preocupa es que, si este extraño fenómeno se debe a la acción del dios Karevan, puede que algo semejante suceda en otros lugares de Idhún. Y, si los otros dioses son tan destructivos como este, tendremos que encontrar la manera de detenerlos o de evacuar a los habitantes de los lugares donde se manifiesten, si es que se manifiestan todos de forma similar. Ymur ya ha escrito al Venerable Ha-Din para contarle todo lo que estamos viendo estos días en Nanhai. Yo voy a quedarme un poco más para ver si averiguo más cosas, pero no veo la hora de regresar y…». —Zaisei se saltó lo que seguía, ligeramente ruborizada—. «Los magos también estarán sobre aviso. Parece ser que Victoria ha despertado de su trance, aunque esto no he podido comprobarlo por mí mismo, y por tanto te agradecería que averiguaras si es verdad. Lo he sabido a través de Kirtash, que en estos momentos viaja hacia Kazlunn…».

«¿Kirtash?», estalló Gaedalu. La palabra sonó con tanta fuerza en la mente de Zaisei que la muchacha dejó escapar un grito y se llevó las manos a las sienes. «¿Insinúas que tu mago ha estado con ese monstruo todo este tiempo? ¿Cómo te atreves a venir a contarme esas historias de dioses destructores, sabiendo que han salido de la lengua envenenada de un shek?».

Zaisei retrocedió un par de pasos, asustada por la violencia de los sentimientos que percibía en Gaedalu. Se irguió, no obstante, para responder con firmeza:

—Lo que se cuenta en esta carta lo vio Shail con sus propios ojos, y varios gigantes corroboran sus palabras, entre ellos el sacerdote Ymur, del Gran Oráculo.

«Es evidente que ese shek los ha engañado a todos», gruñó Gaedalu. «Vete con tu carta, hija, y reza a Irial para que ilumine tu entendimiento y te haga ver que todas estas mentiras no son sino otra artimaña de las serpientes para hacernos dudar de nuestros dioses».

—Entonces, ¿por qué los Oráculos nos hablan a gritos, Madre?

Gaedalu dejó escapar una suave risa gutural.

«Puede que se hayan dado cuenta de que últimamente nos hemos vuelto un poco sordos. Vete en paz, hija, y no dejes que te confundan con esas historias».

Zaisei no discutió. Salió de la habitación, aún con la carta de Shail entre las manos, y después abandonó la biblioteca, pensativa y muy preocupada. No dudaba de las palabras del mago, pero estaba de acuerdo con Gaedalu en que Kirtash era un ser retorcido e imprevisible, con una inteligencia perversa. Sin embargo, otras personas, entre ellas Jack, habían corroborado la historia de la próxima llegada de los dioses. A Gaedalu la cegaba el odio hacia Kirtash, y tal vez eso podía impedirle ver la verdad.

La tranquilizaba saber que al menos Ha-Din estaba sobre aviso. Tal vez él sí se tomara en serio la alerta que llegaba desde Nanhai; tal vez lograra convencer a Gaedalu…

Pero, entretanto, ¿qué podía hacer ella? ¿Qué debía hacer? ¿Acudir a Kazlunn para comprobar cuál era el estado de Victoria? ¿Regresar al Oráculo? ¿Ir al encuentro de Ha-Din? ¿O permanecer con Gaedalu? Estaba empezando a pensar que había algo extraño en todo aquello, en el modo en que la Madre Venerable bebía de aquellos antiguos libros, con ansia, como si estuviera buscando algo que fuera más allá de una información teórica o un conocimiento olvidado.

Reprimió un estremecimiento. Comprendía que Gaedalu odiase a Kirtash, porque el shek se había ganado muchos enemigos y era difícil sentir aprecio hacia él, después de todo lo que había hecho.

«Pero al final», se recordó a sí misma, oprimiendo con fuerza la carta de Shail entre los dedos, «son los lazos los que cuentan, los que hacen cambiar las cosas. Al final, los lazos son lo único que queda».

Lenta, muy lentamente, Victoria fue recuperando fuerzas.

Al principio resultaba frustrante para Jack, que era quien seguía pasando la mayor parte del tiempo con ella. Victoria no tenía fuerzas para moverse, y no era capaz de pronunciar más de dos o tres frases cada día. Jack cuidaba de ella, con paciencia y con cariño, pero empezaba a darse cuenta de que algo no marchaba del todo bien.

Entendió de qué se trataba un día que le estaba dando de cenar, incorporándola con sumo cuidado y tratando de hacerle tragar más de dos cucharadas de sopa.

—No… voy a ponerme bien… ¿verdad? —preguntó ella con esfuerzo.

—Claro que sí —repuso él—. Y antes de lo que crees, ya lo verás.

Ella negó con la cabeza.

—No lo piensas… de verdad… —dijo—. Lo dices… sólo… para que me sienta… mejor.

Jack la miró un momento y entendió que no iba a poder animarla con palabras vacías. Dejó a un lado la bandeja y la abrazó con cariño.

—Ten paciencia —le dijo al oído—. Esto llevará un poco de tiempo, pero recuperarás tus fuerzas. Volverás a moverte, y a hablar como solías. Eres muy fuerte, Victoria, has luchado contra serpientes y nigromantes; saldrás de esta, como has salido de todos los retos que se te han puesto por delante. Te he visto hacer cosas increíbles… y sigues haciéndolas: la última de ellas fue abrir los ojos el otro día.

Ella había abierto la boca, como si fuera hablar, pero, o bien no encontró palabras, o bien ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlas. Lo había mirado entonces, con aquellos ojos que le producían tanta tristeza. Porque no solo habían perdido la luz, sino que tampoco irradiaban oscuridad. Eran los ojos de una muchacha humana… como otra cualquiera.

Después giró la cabeza y cerró los ojos, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Y ya no hizo ni dijo nada más en todo el día.

Jack no supo qué decirle. La dejó sola un rato, para que descansara, pero también porque necesitaba pensar. Subió a la terraza y se asomó al mirador, con las sienes ardiéndole.

Victoria no parecía ella misma. No se trataba tan sólo de que la luz de sus ojos se hubiese extinguido. Era que aquella criatura débil y temblorosa no recordaba a la mujer fuerte y valiente que él amaba. Cuando la miraba, tan frágil, tan… humana, Jack se sorprendía a sí mismo sintiendo lástima, tal vez ternura, pero no el amor y la pasión que ella le había inspirado. «Pero yo la quiero», pensó. «La quiero». Cerró los ojos y enterró el rostro entre las manos, cansado. La llama se estaba apagando en su interior con cada día que pasaba, y lo peor era que Victoria se estaba dando cuenta. «Es una fase», pensó Jack. «Es solo que no estoy acostumbrado a verla así». Victoria lo había pasado mal en otras ocasiones, había estado enferma, o en peligro, pero siempre había brillado en ella aquella luz interior, aquella fuerza que hacía pensar a Jack que valía la pena luchar y morir por ella. En cambio, aquella nueva Victoria parecía tan poca cosa, tan perdida y asustada… e incluso parecía temerle a él.

«¿Por qué me tiene miedo?», se preguntó. «¿Precisamente a mí?». Siempre había sentido cierto temor hacia Christian; teniendo en cuenta que él había sido su enemigo, y que su misión había sido matarla, no era de extrañar. Sin embargo, Victoria se había enfrentado a aquel miedo para defender contra viento y marea su relación con el shek. Nunca se había sentido intimidada por Jack, sin embargo. Nunca había tenido motivos. Era su mejor amigo… entre otras cosas.

Eso le llevó a plantearse algo importante. A lo largo de aquellos días, Victoria había preguntado por todo el mundo. Había preguntado por Shail, por Allegra, —y Jack le había hablado del sacrificio del hada, había tenido que explicarle que había muerto en la batalla de Awa—, por Alexander, incluso por Kimara. Pero no había preguntado por Christian. «No es posible que lo haya olvidado», pensó Jack. ¿Y el shek? ¿Sabía que Victoria había despertado ya? La joven todavía llevaba puesto su anillo. ¿Podía la joya transmitirle aquel cambio en su estado? «¿Y qué dirás cuando la veas, Christian? ¿Dónde buscarás ahora la luz que hallabas en ella?».

Victoria se había vuelto muy humana. Demasiado humana para él. «Y yo me he vuelto demasiado dragón para ella», comprendió de pronto. Era eso lo que a Victoria la amedrentaba de él. Lo había mirado de la misma forma en que lo miraban otras personas: como a alguien demasiado grande, poderoso o importante como para osar dirigirse a él. Como si no supieran si era mejor trabar relación con él o apartarse de su camino. «Tan humanos», solía pensar Jack. El tiempo pasado con Christian y con Victoria, y también con Sheziss, lo había apartado de las personas normales y corrientes. Lo había notado al volver a reunirse con lo que quedaba de la Resistencia. El era diferente. Y eso al principio lo había preocupado. Pero al fin había llegado a pensar que, teniendo a Victoria, y a Christian, de alguna manera, no necesitaba a nadie más. Porque ningún humano, ni feérico, ni celeste, ningún semiyan como Kimara, podía llegar a conocerle y a comprenderle bien. Solo su amada y su enemigo. Su compañera y su némesis. Su contrario y su complementario.

Y ahora, Victoria se había vuelto una de ellos. Tan humana…

Con un suspiro, se separó de la balaustrada y volvió a entrar en la torre. Podía soportar el hecho de que su némesis se volviera más humano y abandonara la tríada. Pero perder a Victoria suponía que ya solo le quedaría su enemigo, y esa no era una perspectiva muy halagüeña.

Un día, Jack la sorprendió tratando de levantarse de la cama. La recogió justo antes de que cayera al suelo.

—¿Qué haces? —le reprochó—. Todavía no tienes fuerzas para esto.

—Ya lo sé… Pero es que no soporto… estar tan débil…

—Ya te lo he explicado, cariño. Eres una fusión de dos esencias, de dos criaturas. Una de ellas está moribunda, por lo que la otra tiene que mantener con vida esas dos esencias a la vez. Es como si trataras de hacer funcionar dos aparatos de radio con una sola pila, ¿entiendes? Demasiado estás haciendo ya.

Lo reconfortó ver que su comparación la había hecho sonreír. En Idhún, las personas capaces de comprender aquellas referencias podían contarse con los dedos de una mano. Y Victoria era una de ellas. «Qué diferentes eran las cosas cuando vivíamos en la Tierra».

—Pero… no es suficiente —suspiró ella. Alzó la cabeza hacia él y lo miró con aquellos ojos tan expresivos, tan humanos—. No es suficiente…, ¿verdad?

Jack no supo qué decir. «Lo sabe, lo sabe todo», pensó. «Se ha dado cuenta de lo que ha cambiado entre los dos, de mis dudas, de que lo nuestro se ha enfriado. Y sabe porque». Podía haber perdido la luz y el poder del unicornio, pero, por lo visto, seguía conservando su intuición. Ella sentía que él ya no la quería como antes, y eso la hacía sufrir. De pronto, no lo consideró justo. La joven había dado su vida por él, y Jack era lo bastante canalla como para dudar de su amor por ella.

—Victoria, Victoria, con todo lo que hemos pasado juntos —murmuró, conmovido—. Y que a estas alturas todavía nos pasen estas cosas…

—Pero tú…

—Pero yo te quiero —completó Jack, y se dio cuenta de que era verdad.

Acercó su rostro al de ella y la besó, primero de forma delicada, luego con pasión. Era la primera vez que lo hacía desde la noche del Triple Plenilunio. Victoria gimió suavemente, pero se dejó llevar. Cuando se separaron, ella bajó la cabeza, ruborizada.

—¿Qué? —le preguntó él en voz baja.

—Ha sido tan… —suspiró ella—, tan intenso… que me ha dado hasta miedo.

Jack sonrió.

—Sí, me temo que eso puede ser un problema. Pero no es culpa tuya. Soy yo, ya sabes: el fuego del dragón y todo eso. Puede que con Christian te pase al contrario —bromeó—. El hombre de hielo que da besos de hielo.

Se calló al ver que ella se había puesto seria.

—¿Qué te pasa? ¿No quieres que mencione a Christian? ¿No… no lo echas de menos?

Victoria meditó la respuesta.

—No estoy… segura —dijo en voz baja—. Tengo recuerdos… recuerdos de los dos. Recuerdos hermosos… y recuerdos horribles. —Hizo una pausa para descansar; Jack aguardó pacientemente a que recuperara el aliento—. Me acuerdo… de sus ojos. De su mirada. Hubo un tiempo… en que me gustaban esos ojos… la forma en que me miraba. Pero ahora, a veces… sueño con ellos… y me producen pesadillas.

«Demasiado humana», se dijo Jack.

—El nunca te haría daño, Victoria.

«No es verdad», pensó enseguida. «Le ha hecho daño muchas veces, pero ella siempre ha estado dispuesta a correr el riesgo. Ahora ya no tiene fuerzas, ya no sabe si vale la pena».

Ella respiró hondo y cerró los ojos un momento, y Jack vio que estaba cansada.

—Ya has tenido demasiadas emociones por hoy, señorita. Ha llegado la hora de descansar hasta mañana. ¿Ves? Ya ha pasado el segundo atardecer. Las niñas buenas se van a dormir cuando cae el primer sol.

La alzó en brazos y la llevó de nuevo hasta la cama. Victoria se dejó arropar y le dedicó una cálida sonrisa.

—Gracias, Jack.

El le sonrió a su vez.

—De nada. Me gusta cuidar de mi chica.

Ella cerró los párpados, exhausta. Menos de dos minutos después ya dormía profundamente.

Era ya de noche, pero en el campamento reinaba una gran actividad. Siempre había cosas que hacer, planes que trazar, gente a la que entrenar. Gerde paseaba por entre las chozas de los szish, sonriendo para sí. Se detuvo para observar de lejos a un grupo que atendía a las indicaciones de uno de los iniciados. Eran los jóvenes que había pedido, seleccionados entre todos los clanes; habían superado las primeras pruebas, pero aún les quedaban algunas más, que tendrían lugar en los próximos días. De allí saldría el elegido. Aquel que ocuparía un lugar muy importante en los planes futuros de Gerde.

Descubrió en el grupo a un szish muy jovencito, casi un niño. Frunció el ceño. Era extraño que alguien así hubiera llegado hasta allí, teniendo en cuenta lo dura que debía de ser la competencia. Gerde percibió que el muchacho szish se había percatado de su presencia y la miraba a su vez, haciendo caso omiso de la charla del iniciado, y arriesgándose, por tanto, a recibir una reprimenda. No parecía importarle, sin embargo. Su rostro de serpiente permanecía inalterable y, no obstante, Gerde detectó en sus ojos un brillo de adoración, sincero y profundo. Le sonrió al chico alentadoramente.

Una sombra se deslizó entonces hasta ella.

—Señora —susurró; le costaba hablar, como si cada palabra le provocara un dolor agónico—. Han llegado unos rumores preocupantes desde Kazlunn.

—¿Sí? —sonrió ella, desinteresada en apariencia.

—Acerca del unicornio —dijo la sombra, y su voz sonó extraña, anhelante y a la vez llena de odio—. Dicen que ha despertado.

Gerde se volvió hacia su acompañante. Su rostro quedaba oculto por la capucha de su capa. Era humano y, como tal, no era bien recibido en el campamento szish. Gerde podía haberle dicho que, por mucho que se tapara, los hombres-serpiente seguirían reconociéndolo. Podían detectar el calor que emitía su cuerpo de sangrecaliente.

—He oído los rumores —asintió Gerde—. No harás nada al respecto.

—Pero…

—He dicho que no harás nada al respecto. ¿Queda claro?

La sombra calló un momento; después asintió, lentamente. Hizo ante ella una profunda reverencia, tomó su mano y la besó con devoción. Gerde sonrió.

—Todo llega —le dijo con cierta dulzura—. Ten paciencia.

El encapuchado volvió a inclinarse y, momentos después, se perdió entre las sombras. Gerde detectó que, desde el grupo de los jóvenes, el chico szish seguía mirándola. Sabía que había estado observando con atención a su acompañante, devorado por los celos. Sonrió para sí.