—AH, YA ESTÁS levantado, hijito —pasa la noche sobresaltada, en su sueño una cucaracha es comida por un ratón que es comido por un gato que es comido por un lagarto que es comido por un jaguar que es crucificado y cuyos despojos devoran cucarachas, se levanta al amanecer, pasea por la sala a oscuras retorciéndose las manos, cuando oye seis campanadas toca el dormitorio de Panta la señora Leonor—. Cómo ¿te has puesto el uniforme otra vez?
—Todo Iquitos me ha visto uniformado, mamá —comprueba que la guerrera se ha desteñido y que le baila el pantalón, se mira en distintas poses en el espejo y se llena de melancolía Pantita—. No tiene sentido continuar con esta mentira del señor Pantoja.
—Eso tendría que decidirlo el Ejército, no tú —equivoca las llaves de la cocina, derrama la leche, recuerda que ha olvidado el pan, no puede impedir que la bandeja tiemble en sus manos la señora Leonor—. Ven, siquiera toma un poco de café. No salgas con el estomago vacío, no seas mula.
—Está bien, pero sólo media taza —va muy calmado al comedor, coloca quepí y guantes sobre la mesa, se sienta, bebe a sorbitos Panta—. Anda, dame un beso. No pongas esa cara, mamacita, me contagias tu angustia.
—Toda la noche he tenido pesadillas terribles —se derrumba en el sofá, se lleva la mano a la boca, tiene la voz griposa y torturada la señora Leonor—. ¿Y ahora qué te va a pasar, Panta? ¿Qué va a ser de nosotros?
—No va a pasar nada —saca unos soles de su billetera, los pone en la bata de la señora Leonor, abre una persiana, ve gente yendo al trabajo, al mendigo ciego de la esquina instalado ya con su platillo y su flauta Panta—. Y, además, si pasa, no me importa.
—¿Han oído la radio? —rebota de estupor en el asiento del taxi, oye exclamar al chofer y repite no es posible, que desgracia, paga, baja, entra a Pantilandia dando un portazo, aúlla Iris—. ¡Lo agarraron al Hermano Francisco! Estaba escondido por el río Napo, cerca de Mazán. Me da una pena, que le irán a hacer.
—No lamento nada de lo que he hecho —ve salir de su casa al fabricante de lápidas y al marido de Alicia, ve pasar autos, chiquillos con uniformes y libros, una viejita que ofrece loterías, se siente extraño, se abotona la guerrera Panta—. He actuado según mi conciencia y ése también es el deber de un soldado. Haré frente a lo que venga. Ten confianza en mí, mamá.
—Siempre la he tenido, hijito —lo escobilla, lo lustra, lo arregla, abre los brazos, lo besa, lo aprieta, mira a los bigotudos del viejo retrato la señora Leonor—. Una fe ciega en ti. Pero con este asunto ya no sé qué pensar. Te volviste loco, Panta. ¡Vestirse de militar para pronunciar un discurso en el entierro de una pe! ¿Tu padre, tu abuelo hubieran hecho una cosa así?
—Mamá, por favor, no vuelvas sobre lo mismo —ve saludarse a la vendedora de loterías y al ciego, ve a un hombre que camina leyendo un periódico, a un perro que orina caudalosamente, da media vuelta y avanza hacia la puerta Panta—. Creo haberte dicho que estaba terminantemente prohibido tocar nunca más ese tema.
—Está bien, me callo, yo sí sé obedecer a la superioridad —le da la bendición, lo despide en la vereda, regresa a su dormitorio, se echa en la cama sacudida por sollozos la señora Leonor—. Quiera Dios que no te arrepientas, Panta. Rezo para que no ocurra, pero la barbaridad que has hecho nos va a traer desgracias, estoy segura.
—Bueno, en cierto sentido si, al menos a mi —sonríe apenas, pasa entre los familiares agolpados a la puerta de la cárcel esperando la hora de visita, aparta a un niño que vocea tortugas, monitos el teniente Bacacorzo—. He perdido el ascenso que me tocaba este año, de eso no hay duda. Pero, en fin, la cosa está hecha y no se puede dar marcha atrás.
—Yo le ordené llevar la escolta, yo le ordené rendir honores a esa pobre mujer —se inclina para anudarse un zapato, distingue en la puerta del Banco Amazónico la divisa «El dinero de la selva para la selva» el capitán Pantoja—. Toda la responsabilidad es mía y solo mía. Así se lo recuerdo en esta carta al general Collazos y así se lo voy a decir personalmente a Scavino. Usted no tiene culpa ninguna, Bacacorzo; los reglamentos son muy claros.
—Lo encontraron durmiendo —se sienta en la hamaca de Sinforoso Caiguas, habla en el centro de un círculo de visitadoras Penélope—. Se había hecho una cuevita con ramas y hojas, se pasaba el día rezando, no comía nada de lo que le llevaban los apóstoles. Sólo raíces, yerbitas. Es un santo, es un santo.
—La verdad es que no debí hacerle caso —hunde las manos en los bolsillos, entra a la heladería «El Paraíso», pide un cafecito con leche, oye al capitán Pantoja preguntarle ¿no es ése el profesor, el brujo?, responde ese mismo el teniente Bacacorzo—. Entre nosotros, lo que me pidió era un soberano disparate. Una persona con cinco dedos de frente hubiera ido a contarle a Scavino lo que pretendía hacer, para que le aguantara la mano. Tal vez ahora me lo agradecería, capitán.
—Tarde para lamentarse —oye al profesor aconsejar a una señora si quieres que tu recién nacido no tarde en hablar le reventaras granos de maíz en la boca el capitán Pantoja—. Si pensaba así, por qué carajo no lo hizo, Bacacorzo. Me habría librado de los remordimientos que voy a tener si no le dan ese nuevo fideo por mi culpa.
—Porque sólo tengo cuatro dedos aquí —se toca la frente, bebe su café con leche, paga, escucha al profesor recomendar a su cliente y si a tu hijito le muerde la víbora, lo curas con mamaderas de hiel de majaz, sale a la calle el teniente Bacacorzo—. Me lo dice siempre mi mujer. Hablando en serio, lo vi tan afectado con la muerte de esa visitadora, que se me ablandó el corazón.
—El director de El Oriente se mata diciendo que él no delató al Hermano, jura y llora que no contó nada a la policía —llega la última a Pantilandia, anuncia traigo noticias, se sienta en la hamaca, se atropella Coca—. Es por gusto, ya le quemaron el auto y casi le queman su periódico. Si no se va de Iquitos, los hermanos lo matarán. ¿Ustedes creen que el señor Andoa sabía el escondite del Hermano Francisco?
—Además, esa idea de rendir honores a una puta, precisamente por lo demencial, resultaba tan fascinante —lanza una carcajada, camina entre los vendedores ambulantes y las tiendas atestadas del jirón Lima, advierte que el «Bazar Moderno» ha colgado un nuevo rótulo: «Artículos afamados por su durabilidad y aspecto memorable» el teniente Bacacorzo—. No sé qué me paso, me contagiaría usted su delirio.
—No hubo tal delirio, fue una decisión tomada con calma y raciocinio —patea una latita, cruza el asfalto, esquiva una camioneta, pisa la sombra de las pomarrosas de la Plaza de Armas el capitán Pantoja—. Pero esa es otra historia. Le prometo hacer lo imposible para evitar que esto lo perjudique, Bacacorzo.
—Una buena anécdota para contar a los nietos, aunque no me la creerán —sonríe, se apoya en la Columna de los Héroes, nota que los nombres están borrados o manchados por caca de pájaros el teniente Bacacorzo—. Aunque sí, para eso sirven los periódicos. ¿Sabe que no me acostumbro a verlo uniformado? Me parece otra persona.
—A mí me pasa lo mismo, me siento raro. Tres años es mucho tiempo —contornea el Banco de Crédito, escupe ante la Casa de Fierro, divisa al propietario del Hotel Imperial persiguiendo a una muchacha el capitán Pantoja—. ¿Ha visto ya a Scavino?
—No, no lo he visto —mira las ventanas de brillosos azulejos de la Comandancia, entra al Malecón Tarapacá, se detiene para ver salir del Hotel de Turistas a un grupo de extranjeros con cámaras fotográficas el teniente Bacacorzo—. Me mando decir que había terminado la misión especial, o sea mi trabajo con usted. Tengo que presentarme el lunes en su despacho.
—Le quedan cuatro días para tomar fuerzas y prepararse a la tormenta —pisa una cáscara de plátano, observa las paredes desconchadas del antiguo colegio San Agustín, la yerba que lo devora, pulveriza una familia de hormigas que arrastraban una hojita el capitán Pantoja—. De modo que ésta es nuestra última entrevista oficial.
—Le voy a contar un chisme que le va a dar risa —prende un cigarrillo junto al Monumento del Rotary Club, descubre en la explanada del Malecón a unas alumnas jugando volley el teniente Bacacorzo—. ¿Sabe que cuento corrió durante buen tiempo entre la gente que nos pescaba viéndonos a solas y en sitios apartados? Que éramos maricones, figúrese. Vaya, ni por ésas se ríe.
—Lo tienen en Mazan y han rodeado el pueblo de soldados —está con la oreja pegada a la radio, repite a gritos lo que oye, corre al embarcadero, señala el río Pichuza—. Toda la gente se va a Mazán a salvar al Hermano Francisco. ¿Han visto? Qué cantidad de lanchas, de deslizadores, de balsas. Miren, miren.
—En estos años de charlas medio secretas, he llegado a apreciarlo mucho, Bacacorzo —le pone la mano en el hombro, ve a las colegialas saltar, golpear la pelota, correr, siente cosquillas en la oreja, se rasca el capitán Pantoja—. Es el único amigo que he hecho aquí hasta ahora, por esta situación tan rara que tengo. Quería que lo supiera. Y, también, que le estoy muy agradecido.
—Usted lo mismo, me cayó bien desde el primer momento —consulta su reloj, para un taxi, abre la portezuela, sube, se va el teniente Bacacorzo—. Y tengo la impresión que soy el único que lo conoce tal como es. Buena suerte en la Comandancia, le espera algo bravo. Chóquese esos cinco, mi capitán.
—Adelante, lo estaba esperando —se pone de pie, va a su encuentro, no le da la mano, lo mira sin odio, sin rencor, inicia una caminata eléctrica en torno suyo el general Scavino—. Y con la impaciencia que se imaginará. A ver, comience a vomitar las justificaciones de su hazaña. Vamos, de una vez, empiece.
—Buenos días, mi general —choca los tacos, saluda, piensa no parece furioso, qué raro el capitán Pantoja—. Le ruego que eleve esta carta a la superioridad, después de leerla. En ella asumo yo solo la responsabilidad de lo ocurrido en el cementerio. Quiero decir, el teniente Bacacorzo no ha tenido la menor…
—Alto, no hable de ese sujeto que se me revuelve el hígado —queda inmóvil un segundo, levanta una mano, reanuda su paseo circular, enoja ligeramente la voz el general Scavino—. Le prohíbo mentarlo más en mi presencia. Lo creía un oficial de mi confianza. Él debía vigilarlo, frenarlo, y acabo siendo un adicto suyo. Pero le juro que va a lamentar haber llevado esa escolta al entierro de la puta.
—No hizo más que obedecer mis órdenes —sigue en posición de firmes, habla con suavidad, pronuncia despacio todas las letras el capitán Pantoja—. Lo explico con detalle en esta carta, mi general. Yo obligué al teniente Bacacorzo a presentar esa escolta en el cementerio.
—No se ponga a defender a nadie, es usted quien necesita que lo defiendan —se vuelve a sentar, lo considera con ojos lentos y triunfales, revuelve unos periódicos el general Scavino—. Supongo que ya ha visto los resultados de su gracia. Habrá leído estos recortes, claro. Pero todavía no conoce los de Lima, los editoriales de La Prensa, de El Comercio. Todo el mundo pone el grito en el cielo por el Servicio de Visitadoras.
—Si no me mandan refuerzos, puede pasar algo muy feo, mi coronel —coloca centinelas, ordena calar las bayonetas, previene a los forasteros un paso más y disparo, manipula el aparato de radio portátil, se asusta el teniente Santana—. Déjeme trasladar el chiflado a Iquitos. A cada momento desembarca más y más gente y aquí en Mazán estamos al descubierto, usted conoce. En cualquier momento intentarán asaltar la cabaña donde lo tengo.
—No piense que trato de quitarle el cuerpo a mis actos, mi general —se pone en descanso, siente que sus manos transpiran, no mira los ojos sino la calva con lunares pardos del general Scavino, murmura el capitán Pantoja—. Pero permítame recordarle que radios y periódicos habían hablado del Servicio de Visitadoras antes del episodio de Nauta. No he cometido ninguna indiscreción. Mi ida al cementerio no delató al Servicio. Su existencia era vox populi.
—De modo que aparecer vestido de oficial del Ejército, en un cortejo de meretrices y de cafiches es un incidente sin importancia —se muestra teatral, comprensivo, benevolente, hasta risueño el general Scavino—. De modo que rendir honores a una mujerzuela, como si se tratara…
—De un soldado caído en acción —alza la voz, hace un ademán, da un paso adelante el capitán Pantoja—. Lo siento, pero ese es ni más ni menos el caso de la visitadora Olga Arellano Rosaura.
—¡Cómo se atreve a gritarme! —ruge, enrojece, vibra en el asiento, desordena la mesa, se calma al instante el general Scavino—. Bájeme esa voz si no quiere que lo haga arrestar por insolente. Con quién carajo cree que esta hablando.
—Le ruego que me perdone —retrocede, se cuadra, hace sonar los tacos, baja los ojos, susurra el capitán Pantoja—. Lo siento mucho, mi general.
—La Comandancia quería tenerlo allá hasta recibir órdenes de Lima, pero si en Mazán la cosa se pone tan fea, sí, lo mejor será llevarlo a Iquitos —consulta con sus adjuntos, estudia el mapa, firma un vale para combustible aéreo el coronel Máximo Dávila—. De acuerdo, Santana, le mando un hidroavión para sacar de ahí al profeta. Mantenga la cabeza serena y procure que la sangre no llegue al río.
—De modo que las idioteces de su discurso, las piensa de veras —recobra la compostura, la sonrisa, la superioridad, silabea el general Scavino—. No, ya lo voy conociendo mejor. Es usted un gran cínico, Pantoja. ¿Acaso no sé que la ramera era su querida? Montó ese espectáculo en un momento de desesperación, de sentimentalismo, porque estaba encamotado de ella. Y ahora, que tal concha, viene a hablarme de soldados caídos en acción.
—Le juro que mis sentimientos personales por esa visitadora no han influido lo más mínimo en este asunto —enrojece, siente brasas en las mejillas, tartamudea, se hunde las uñas en la palma de las manos el capitán Pantoja—. Si en vez de ella, la víctima hubiera sido otra, habría procedido igual. Era mi obligación.
—¿Su obligación? —chilla con alegría, se levanta, pasea, se detiene ante la ventana, ve que llueve a cántaros, que la bruma oculta el río el general Scavino—. ¿Cubrir de ridículo al Ejército? ¿Hacer el papel de un fantoche? ¿Revelar que un oficial está actuando de alcahuete al por mayor? ¿Ésa era su obligación, Pantoja? ¿Qué enemigo le paga? Porque eso es puro sabotaje, pura quintacolumna.
—¿No ven? Qué les aposté, los «hermanos» lo salvaron —palmotea, clava una ranita en una cruz de cartón, se arrodilla, ríe Lalita—. Acabo de oírlo, el Sinchi lo contaba en la radio. Iban a meterlo a un avión para llevárselo a Lima, pero los «hermanos» se les echaron encima a los soldados, lo rescataron y huyeron a la selva. Ah, qué felicidad. ¡Viva el Hermano Francisco!
—Hace apenas un par de meses el Ejército rindió honores al médico Pedro Andrade, que murió al ser arrojado de un caballo, mi general —recuerda, ve los cristales de la ventana acribillados de gotitas, oye roncar el trueno el capitán Pantoja—. Usted mismo leyó un elogio fúnebre magnífico en el cementerio.
—¿Trata de insinuar que las putas del Servicio de Visitadoras están en la misma condición que los médicos asimilados al Ejército? —siente tocar la puerta, dice adelante, recibe un impreso que le alcanza un ordenanza, grita que no me interrumpan el general Scavino—. Pantoja, Pantoja, vuelva a la tierra.
—Las visitadoras prestan un servicio a las Fuerzas Armadas no menos importante que el de los médicos, los abogados o los sacerdotes asimilados —ve viborear al rayo entre nubes plomizas, espera y oye el estruendo del cielo el capitán Pantoja—. Con su perdón, mi general, pero es así y se lo puedo demostrar.
—Menos mal que el cura Beltrán no oye esto —se desmorona en un sofá, hojea el impreso, lo echa a la papelera, mira al capitán Pantoja entre consternado y temeroso el general Scavino—. Lo hubiera usted dejado tieso con lo que acaba de decir.
—Todos nuestros clases y soldados rinden más, son más eficientes y disciplinados y soportan mejor la vida de la selva desde que el Servicio de Visitadoras existe, mi general —piensa el lunes Gladycita cumplirá dos años, se emociona, se apena, suspira el capitán Pantoja—. Todos los estudios que hemos hecho lo prueban. Y a las mujeres que llevan a cabo esa tarea con verdadera abnegación, nunca se les ha reconocido lo que hacen.
—Entonces, esas siniestras patrañas se las cree de verdad —se pone súbitamente nervioso, camina de una a otra pared, habla solo haciendo muecas el general Scavino—. De verdad cree que el Ejército debe estar agradecido a las putas por dignarse cachar con los números.
—Lo creo con la mayor firmeza, mi general —ve las trombas de agua barriendo la calle desierta, lavando los techos, las ventanas y los muros, ve que aun los árboles más robustos se cimbran como papeles el capitán Pantoja—. Yo trabajo con ellas, soy testigo de lo que hacen. Sigo paso a paso su labor difícil, esforzada, mal retribuida y, como se ha visto, llena de peligros. Después de lo de Nauta, el Ejército tenía el deber de rendirles un pequeño homenaje. Había que levantarles la moral de algún modo.
—No puedo calentarme de puro asombrado que estoy —se toca las orejas, la frente, la calva, menea la cabeza, encoge los hombros, pone cara de víctima el general Scavino—. No me da la cólera para tanto. Tengo la sensación de estar soñando, Pantoja. Me hace usted sentir que todo es irreal, una pesadilla, que me he vuelto idiota, que no entiendo nada de lo que pasa.
—¿Han habido tiros, muertos? —se aterra, junta las manos, reza, congrega a las visitadoras, pide que la consuelen Pechuga—. Santa Ignacia, que no le haya pasado nada al Milcaras. Sí, está allá, se fue a Mazán como todo el mundo para ver al Hermano Francisco. No es que sea «hermano», él fue por curioso.
—Supuse que esta iniciativa no tendría el visto bueno de la superioridad y por eso procedí sin consultar a la vía jerárquica —ve cesar la lluvia, despejarse el cielo, ponerse muy verdes los árboles, llenarse la calle de gente el capitán Pantoja—. Sé que merezco una sanción, por supuesto. Pero no lo hice pensando en mí, sino en el Ejército. Sobre todo, en el futuro del Servicio. Lo ocurrido podía provocar una desbandada de visitadoras. Había que templarles el ánimo, inyectarles un poco de energía.
—El futuro del Servicio —deletrea, se le acerca mucho, lo observa con conmiseración y gloria, habla casi besándole la cara el general Scavino—. De modo que usted cree que el Servicio de Visitadoras tiene todavía futuro. Ya no existe, Pantoja, el maldito murió. Kaputt, finish.
—¿El Servicio de Visitadoras? —siente un ramalazo de frío, que el suelo se mueve, ve que ha brotado el arcoiris, tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos el capitán Pantoja—. ¿Ya murió?
—No sea ingenuo, hombre —sonríe, busca su mirada, habla con fruición el general Scavino—. ¿Creía que iba a sobrevivir a semejante escándalo? El mismo día de los sucesos de Nauta, la Naval nos retiró su barco, la FAP su avión, y Collazos y Victoria entendieron que había que acabar con ese absurdo.
—Ordené que dispararan pero no me obedecieron, mi coronel —pega dos tiros al aire, carajea a los soldados, ve desaparecer a los últimos hermanos, llama al radio operador el teniente Santana—. Había demasiados fanáticos, sobre todo fanáticas. Quizá fuera preferible, hubiera habido una masacre. No pueden andar lejos. Apenas lleguen los refuerzos, salgo tras ellos y les echo el guante, ya verá.
—Esa medida debe ser rectificada cuanto antes —balbucea sin convicción, siente un mareo, se apoya en el escritorio, ve que la gente saca a baldazos el agua de las casas el capitán Pantoja—. El Servicio de Visitadoras está en pleno auge, comienza a rendir frutos la labor de tres años, vamos a ampliarlo a suboficiales y oficiales.
—Muerto y enterrado para siempre, gracias a Dios —se pone de pie el general Scavino.
—Presentare estudios detallados, estadísticas —sigue balbuceando el capitán Pantoja.
—Ha sido la parte buena del asesinato de la puta y del escándalo del cementerio —contempla la ciudad iluminada por el sol pero todavía goteante el general Scavino—. El maldito Servicio de Visitadoras estuvo a punto de terminar conmigo. Pero se acabó, volveré a caminar tranquilo por las calles de Iquitos.
—Organigramas, encuestas —no emite sonidos, no mueve los labios, nota que se le velan las cosas el capitán Pantoja—. No puede ser una decisión irrevocable, aún hay tiempo de rectificarla.
—Moviliza a toda la Amazonía si es necesario, pero captúrame al Mesías en veinticuatro horas —es reprendido por el Ministro, reprende al jefe de la V Región el Tigre Collazos—. ¿Quieres que se rían de ti en Lima? ¿Qué clase de oficiales tienes que cuatro brujas les arrebatan un prisionero de las manos?
—Y a usted le recomiendo que pida su baja —ve aparecer en el río las primeras motoras, elevarse el humo de las cabañas de Padre Isla el general Scavino—. Es un consejo amistoso. Su carrera está terminada, profesionalmente se suicidó con la broma del cementerio. Si se queda en el Ejército, con ese manchon en la foja de servicios se pudrirá de capitán. Oiga, qué le pasa. ¿Está llorando? Más pantalones, Pantoja.
—Lo siento, mi general —se suena, solloza otra vez, se frota los ojos el capitán Pantoja—. La excesiva tensión de estos últimos días. No he podido contenerme, le ruego que excuse esta debilidad.
—Debe cerrar hoy mismo el local del Itaya y entregar las llaves en Intendencia antes del mediodía —hace un gesto de ha terminado la entrevista, ve a Pantoja ponerse en atención el general Scavino—. Parte a Lima en el avión Faucett de mañana. Collazos y Victoria lo esperan en el Ministerio a las seis de la tarde, para que les cuente su proeza. Y, si no ha perdido la razón, siga mi consejo. Pida su baja y búsquese algún trabajo en la vida civil.
—Eso nunca, mi general no abandonaré jamás el Ejército por mi propia voluntad —aún no recupera la voz, aún no alza la vista, aún sigue pálido y avergonzado el capitán Pantoja—. Ya le dije una vez que el Ejército era lo que más me importaba en la vida.
—Allá usted, entonces —condesciende a darle velozmente la mano, le abre la puerta, se queda mirándolo alejarse el general Scavino—. Antes de salir, límpiese otra vez los mocos y séquese los ojos. Caracho, nadie me va a creer que he visto llorar a un capitán del Ejército porque clausuraban una casa de putas. Puede retirarse, Pantoja.
—Con su permiso, mi capitán —sube corriendo al puesto de mando, blande un martillo, un desentornillador, se cuadra, tiene el overol cubierto de tierra Sinforoso Caiguas—. ¿Retiro también el mapa grande, el de las flechitas?
—También, pero ése no lo rompas —abre el escritorio, extrae un fajo de papeles, hojea, rasga, echa al suelo, ordena el capitán Pantoja—. Lo devolveremos a la oficina de Cartografía. ¿Terminaste con esos cuadros y organigramas, Palomino?
—Ay, Dios mío, arrodíllense, lloren, persígnense —agita los cabellos, forma una cruz con sus brazos Sandra—. Se murió, lo mataron, no se sabe. De veras, de veras. Dicen que el Hermano Francisco está clavado en las afueras de Indiana. ¡Ayyyyy!
—Sí, mi capitán, ya los descolgué —salta desde un banquillo, alza un cajón repleto, va hasta el camión estacionado en la puerta, deposita su carga, regresa a paso ligero, patea el suelo Palomino Rioalto—. Todavía queda este pocotón de fichas, libretas, cartapacios. ¿Qué se hace con esto?
—Romperlos, también —corta la luz, desconecta el aparato de transmisiones, lo envuelve en su funda, lo confía a Chino Porfirio el capitán Pantoja—. O, mejor, llévense ese alto de basura al descampado y hagan una buena fogata. Pero rápido, vamos, vivo, vivo. ¿Qué pasa, Chuchupe? ¿Otra vez pucheros?
—No, señor Pantoja, ya le he prometido que no —tiene un pañuelo floreado en la cabeza y un delantal blanco, hace paquetitos, dobla sábanas, apila almohadas en un baúl Chuchupe—. Pero no sabe cuánto me cuesta aguantarme.
—En unos segunditos se hacen polvo tantas horas de trabajo, señor Pantoja —emerge de un caos de biombos, cajas y maletas, señala las llamas, el humo del descampado Chupito—. Cuando pienso las noches que se ha pasado haciendo esos organigramas, esos ficheros.
—Yo también siento una pena que no se imagina, señol Pantoja —se echa una silla, un atado de hamacas y un rollo de afiches a la espalda el Chino Porfirio—. Estaba encaliñado con esto como si fuela mi casa, se lo julo.
—Al mal tiempo, buena cara —desenchufa una lámpara, empaqueta unos libros, desarma un estante, carga una pizarra Pantaleón Pantoja—. La vida es así. Apurémonos, ayúdenme a sacar todo esto, a botar lo que no sirve. Tengo que entregar el depósito a Intendencia antes del mediodía. A ver, carguen ustedes el escritorio.
—No, no fueron los soldados, fueron los mismos «hermanos» —llora, se abraza a Iris, coge la mano de Pichuza, mira a Sandra Peludita—, los que lo estaban salvando. Él se lo pidió, se lo ordenó: no dejen que me agarren de nuevo, clávenme, clávenme.
—Le voy a decil una cosa, señol Pantoja —se agacha, cuenta un, dos, ¡fuelza!, y levanta el Chino Porfirio—. Pa que sepa lo contento que he estado aquí. Nunca aguante un jefe ni siquiela un mes. ¿Y cuánto llevo con usted? Tles años. Y si pol mi fuela, toda la vida.
—Gracias, Chino, ya lo sé —coge un balde, borra a brochazos de yeso las divisas, refranes y consejos de la pared el señor Pantoja—. A ver, cuidadito con la escalera. Así, igualen los pasos. Yo también me había acostumbrado a esto, a ustedes.
—Le digo que durante mucho tiempo no voy a poner los pies por aquí, señor Pantoja, se me saltarían las lágrimas —mete irrigadores, bacinicas, toallas, batas, zapatos, calzones al baúl Chuchupe—. Qué idiotas, parece mentira que se les ocurra cerrar esto en su mejor momento. Con los planes tan bonitos que teníamos.
—El hombre propone y Dios dispone, Chuchupe, qué se le va a hacer —desengancha persianas, enrolla esteras, cuenta las cajas y bultos del camión, espanta a los curiosos que rodean la entrada del centro logístico—. A ver, Chupito, ¿te dan las fuerzas para sacar este archivo?
—La culpa ha sido de Teófilo Moley y sus compinches, si no es pol ellos nos dejaban en paz —trata de cerrar el baúl, no lo consigue, sienta encima a Chupito, asegura la armella el Chino Porfirio—. Malditos, ellos nos hundielon, ¿no, señol Pantoja?
—En parte sí —pasa una cuerda alrededor del baúl, hace nudos, ajusta Pantaleón Pantoja—. Pero tarde o temprano esto se iba a acabar. Teníamos enemigos muy poderosos dentro del propio Ejército. Veo que te quitaron las vendas, Chupito, ya mueves el brazo como si tal cosa.
—La yerba mala nunca muere —ve las venas saltadas de la frente del Chino Porfirio, el sudor del señor Pantoja Chupito—. Quién va a entender una cosa así. Enemigos por qué. Éramos la felicidad de tanta gente, los soldaditos se ponían tan contentos al vernos. Me hacían sentir un Rey Mago cuando llegaba a los cuarteles.
—El mismo escogió el árbol —junta las manos, cierra los ojos, bebe el cocimiento, se golpea el pecho Rita—, dijo éste, córtenlo y hagan la cruz de este tamaño. El mismo escogió el sitio, uno bonito, junto al río. Les dijo párenla, aquí ha de ser, aquí me lo manda el cielo.
—Los envidiosos que nunca faltan —trae y reparte coca-colas, ve a Sinforoso y Palomino alimentando la fogata con más papeles Chuchupe—. No podían tragarse lo bien que funcionaba esto, señor Pantoja, los progresos que hacíamos gracias a sus invenciones.
—Usted es un genio pa estas vainas —bebe a pico de botella, eructa, escupe el Chino Porfirio—. Todas las chicas lo dicen: encima del señol Pantoja, sólo el Hermano Francisco.
—¿Y esos casilleros, Sinforoso? —se quita el overol y lo arroja a las llamas, se limpia con kerosene la pintura de manos y brazos el señor Pantoja—. ¿Y el biombo de la enfermería, Palomino? Rápido, súbeme todo eso al camión. Vamos, muchachos, vivo.
—¿Por qué no acepta usted nuestra propuesta, señor Pantoja? —guarda bolsas de papel higiénico, frascos de alcohol y mercurio cromo, vendas y algodón Chupito—. Sálgase del Ejército, que le paga tan mal sus esfuerzos, y quédese con nosotros.
—Esas bancas también, Chino —comprueba que no queda nada en la enfermería, arranca la cruz roja del botiquín el señor Pantoja—. No, Chupito, ya les he dicho que no. Sólo dejaré el Ejército cuando el Ejército me deje a mí o me muera. También el cuadrito, por favor.
—Nos vamos a hacer ricos, señor Pantoja, no desperdicie la gran oportunidad —arrastra escobas, plumeros, ganchos de ropa, baldes Chuchupe—. Quédese. Será nuestro jefe y usted ya no tendrá jefes. Le obedeceremos en todo, fijará las comisiones, los sueldos, lo que le parezca.
—A ver, este caballete entre nosotros, ¡arriba, Chino! —resopla, ve que los curiosos han vuelto, se encoge de hombros Pantaleón Pantoja—. Ya te he explicado, Chuchupe, esto lo organicé por orden superior, como negocio no me interesa. Además, yo necesito tener jefes. Si no tuviera, no sabría qué hacer, el mundo se me vendría abajo.
—Y a los que llorábamos nos consolaba su voz de santo, no lloren, hermanos, no lloren, hermanos —se limpia las lágrimas, no ve a Pechuga abrazada por Mónica y Penélope, besa el suelo Milcaras—. Lo vi todo, yo estaba ahí, tome una gota de su sangre y se me quitó el cansancio de caminar horas y horas por el monte. Nunca más probare hombre ni mujer. Ay, otra vez siento que me llama, que subo, que soy ofrenda.
—No dé la espalda a la fotuna, señol —ve que los curiosos se acercan, coge un palo, oye al señor Pantoja decir déjalos, ya no hay nada que ocultar el Chino Porfirio—. Llevando visitadolas a soldados y civiles, vamos a ganal montones.
—Compraremos deslizadores, lanchas, y apenas podamos, un avioncito, señor Pantoja —pita como una sirena, ronca como una hélice, silba «La Raspa», marcha y saluda Chupito—. No necesita poner medio. Chuchupe y las chicas invierten sus ahorros y con eso alcanza de sobra para comenzar.
—Si hace falta nos empeñaremos, pediremos plata prestada a los bancos —se quita el delantal, el pañuelo de la cabeza, tiene el cabello erupcionado de ruleros Chuchupe—. Todas las chicas están de acuerdo. No le pediremos cuentas, usted podrá hacer y deshacer. Quédese y ayúdenos, no sea malo.
—Con nuestlo capitalito y su coco, levantalemos un impelio, señol Pantoja —se enjuaga las manos, la cara y los pies en el río el Chino Porfirio—. Ande, decídase.
—Está decidido y es no —examina las paredes desnudas, el espacio vacío, arrincona los últimos objetos inútiles junto a la puerta Pantaleón Pantoja—. Vamos, no pongan esas caras. Si están tan entusiastas, monten el negocio entre ustedes y ojalá les vaya bien, se lo deseo de veras. Yo vuelvo a mi trabajo de siempre.
—Tengo mucha fe y creo que la cosa saldrá bien, señor Pantoja —saca una medallita de su pecho y la besa Chuchupe—. Le he hecho una promesa al niño-mártir para que nos ayude. Pero, claro, nunca como si usted se quedara de jefazo.
—Y dicen que no dio ni un grito, ni soltó una lágrima ni sentía dolor ni nada —lleva al Arca a su hijo recién nacido, pide al apóstol que lo bautice, ve al niño lamer las gotitas de sangre que vierte el padrino Iris—. A los que clavaban les decía más fuerte, «hermanos», sin miedo, «hermanos», me están haciendo un bien, «hermanos».
—Tenemos que sacar adelante ese proyecto, mamá —tira una piedra a la calamina del techo y ve aletear y alejarse un gallinazo Chupito—. ¿Qué nos queda, si no? ¿Volver a abrir un bulín en Nanay? Iríamos muertos, ya no se le puede hacer la competencia a Moquitos, nos sacó mucha ventaja.
—¿Otra casa en Nanay, volver a las de antes? —toca madera, pone contra, se persigna Chuchupe—. ¿Otra vez enterrarse en una cueva, otra vez ese negocio tan aburrido, tan miserable? ¿Otra vez romperse los lomos para que nos chupen toda la sangre los soplones? Ni muerta, Chupon.
—Aquí nos hemos acostumbrado a trabajar a lo grande, como gente moderna —abraza el aire, el cielo, la ciudad, la selva Chupito—. A la luz del día, con la frente alta. Para mí, lo bacán de esto es que siempre me parecía estar haciendo una buena acción, como dar limosna, consolar a un tipo que ha tenido desgracias o curar un enfermo.
—Lo único que pedía era apúrense, claven, claven, antes de que vengan los soldados, quiero estar arriba cuando lleguen —levanta un cliente en la Plaza 28 de Julio, lo atiende en el Hotel Requena, le cobra 200 soles, lo despide Penélope—. Y a las «hermanas» que se revolcaban llorando, les decía pónganse contentas, más bien, allá he de seguir con ustedes, «hermanitas».
—Las chicas siempre lo repiten, señor Pantoja —abre la portezuela del camión, sube y se sienta Chuchupe—. Nos hace sentir útiles, orgullosas del oficio.
—Las dejó mueltas cuando les anunció que se iba —se pone la camisa, se instala en el volante, calienta el motor el Chino Porfirio—. Ojalá en el nuevo negocio podamos enchufales ese optimismo, ese espílitu. Es lo fundamental ¿no?
—¿Y dónde anda el equipo? Desaparecieron —cierra la puerta del embarcadero, asegura la tranca, echa un vistazo final al centro logístico Pantaleón Pantoja—. Quería darles un abrazo, agradecerles su colaboración.
—Se han ido a la «Casa Mori» a comprarle un regalito —susurra, señala Iquitos, sonríe, se pone sentimental Chuchupe—. Una esclava de plata, con su nombre en letras doradas, señor Pantoja. No les diga que le he contado, hágase el que no sabe, quieren darle una sorpresa. Se la llevarán al aeropuerto.
—Caramba, qué cosas —hace girar su llavero, asegura el portón principal, sube al camión Pantaleón Pantoja—: Van a acabar poniéndome tristón con estas ocurrencias. ¡Sinforoso, Palomino! Salgan o los dejo adentro, nos vamos. Adiós Pantilandia, hasta la vista río Itaya. Arranca, Chino.
—Y dicen que en el mismo momento que murió se apagó el cielo, eran sólo las cuatro, todo se puso tiniebla, comenzó a llover, la gente estaba ciega con los rayos y sorda con los truenos —atiende el bar del «Mao Mao», viaja en busca de clientes a campamentos madereros, se enamora de un afilador Coca—. Los animales del monte se pusieron a gruñir, a rugir, y los peces se salían del agua para despedir al Hermano Francisco que subía.
—Ya tengo hecho el equipaje, hijito —sortea bultos, paquetes, camas deshechas, hace el inventario, entrega la casa la señora Leonor—. He dejado fuera únicamente tu pijama, tus cosas de afeitar y la escobilla de dientes.
—Muy bien, mamá —lleva maletas a la oficina de Faucett, las despacha como equipaje no acompañado Panta—. ¿Pudiste hablar con Pocha?
—Costó un triunfo, pero lo conseguí —telegrafía a la pensión reserven habitaciones familia Pantoja la señora Leonor—. Se oía pésimo. Una buena noticia: viajara mañana a Lima, con Gladycita, para que la veamos.
—Iré para que Panta abrace a la bebé, pero le advierto que esta última perrada no se la perdonaré nunca a su hijito, señora Leonor —oye las radios, lee las revistas, escucha los chismes, siente que la señalan en las calles, cree ser la comidilla de Chiclayo Pochita—. Todos los periódicos siguen hablando aquí del cementerio y ¿sabe qué le dicen? ¡Cafiche! Sí, sí, CAFICHE. No me amistaré nunca con él, señora. Nunca, nunca.
—Me alegro, tengo tantas ganas de ver a la chiquita —recorre las tiendas del jirón Lima, compra juguetes, una muñeca, baberos, un vestido de organdí con una cinta celeste Panta—. Como habrá cambiado en un año ¿no, mamá?
—Dice que Gladycita está regia, gordita, sanísima. La oí jugando en el teléfono, ay mi nietecita linda —va al Arca de Moronacocha, abraza a los «hermanos», compra medallas del niño mártir, estampas de Santa Ignacia, cruces del Hermano Francisco la señora Leonor—. Pochita se alegró mucho al saber que te sacaban de Iquitos, Panta.
—¿Ah, sí? Bueno, era lógico —entra en la florería «Loreto», escoge una orquídea, la lleva al cementerio, la cuelga en el nicho de la Brasileña Panta—. Pero no se habrá alegrado tanto como tú. Has perdido veinte años desde que te di la noticia. Sólo te falta echarte a cantar y bailar por las calles.
—En cambio tú no pareces alegrarte nada —copia recetas de comidas amazónicas, compra collares de semillas, de escamas, de colmillos, flores de plumas de ave, arcos y flechas de hilos multicolores la señora Leonor—, y eso sí que no lo entiendo, hijito. Parece que te diera pena dejar ese trabajo sucio y volver a ser un militar de verdad.
—Y en eso llegaron los soldados y los bandidos se quedaron secos al verlo muerto en la cruz —juega a la lotería, se enferma del pulmón, trabaja como sirvienta pide limosna en las iglesias Pichuza—. Los judas, los herodes, los malditos. Qué han hecho, locos, qué han hecho, locos, se mataba diciendo ese de Horcones que ahora es teniente. Los «hermanos» ni le oían: de rodillas, con las manos en alto, rezaban y rezaban.
—No es que me dé pena —pasa la última noche en Iquitos deambulando solo y cabizbajo por las calles desiertas Pantita—. Después de todo, son tres años de mi vida. Me dieron una misión difícil y la saqué adelante. A pesar de las dificultades, de la incomprensión, hice un buen trabajo. Construí algo que ya tenía vida, que crecía, que era útil. Ahora lo echan abajo de un manotazo y ni siquiera me dan las gracias.
—¿No ves que te da pena? Te has acostumbrado a vivir entre bandidas y forajidos —regatea por una hamaca de shambira, decide llevarla en la mano junto con el maletín de viaje y la cartera la señora Leonor—. En lugar de estar feliz de salir de aquí, estás amargado.
—Por otra parte, no te hagas muchas ilusiones —llama al teniente Bacacorzo para despedirse, regala al ciego de la esquina la ropa vieja, contrata un taxi para que los recoja al mediodía y los lleve al aeropuerto Panta—. Dudo mucho que nos manden a un sitio mejor que Iquitos.
—Iré feliz a cualquier parte, con tal que no tengas que hacer las cochinadas de aquí —cuenta las horas, los minutos, los segundos que faltan para la partida la señora Leonor—. Aunque sea al fin del mundo, hijito.
—Está bien, mamá —se acuesta al amanecer pero no pega los ojos, se levanta, se ducha, piensa hoy estaré en Lima, no siente alegría Panta—. Salgo un momento, a despedirme de un amigo. ¿Quieres algo?
—Lo vi partir y se me ocurrió que era una buena ocasión, señora Leonor —le entrega una carta para Pocha y este regalito para Gladycita, la acompaña al aeropuerto, la besa y la abraza Alicia—. ¿La llevo rapidito al cementerio para que vea dónde está enterrada esa pe?
—Sí, Alicia, démonos una escapadita —se empolva la nariz, estrena sombrero, tiembla de cólera en el aeropuerto, sube al avión, se asusta en el despegue la señora Leonor—. Y después acompáñame al San Agustín, a despedirme del padre José María. El y tú son las únicas personas que voy a recordar con cariño de aquí.
—Tenía la cabeza sobre el corazón, los ojitos cerrados, se le habían afilado las facciones y estaba muy pálido —es aceptada por Moquitos, trabaja siete días a la semana, contrae dos purgaciones en un año, cambia tres veces de cafiche Rita—. Con la lluvia se había lavado la sangre de la cruz, pero los hermanos recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado.
—Entre el contento de unos y las lágrimas de otros, odiado y querido por la ciudadanía dividida —engola la voz, usa ronquido de aviones como fondo sonoro el Sinchi—, hoy a mediodía partió a Lima, por vía aérea, el discutido capitán Pantaleón Pantoja. Lo acompañaban su señora madre y las emociones controvertidas de la población loretana. Nosotros nos limitamos, con la proverbial cortesía iquiteña, a desearle ¡buen viaje y mejores costumbres, capitán!
—Qué vergüenza, qué vergüenza —ve una sabana verde, nubes espesas, los picos nevados de la Cordillera, los arenales de la costa, el mar, acantilados la señora Leonor—. Todas las pes de Iquitos en el aeropuerto, todas llorando, todas abrazándote. Hasta el último momento tenía que darme colerones esta ciudad. Todavía me arde la cara. Espero no ver nunca más en mi vida a nadie de Iquitos. Oye, fíjate, ya vamos a aterrizar.
—Perdone que la moleste de nuevo, señorita —toma un taxi hasta la pensión, hace planchar su uniforme, se presenta en la Jefatura de Administración, Intendencia y Servicios Varios del Ejército, se sienta en un sillón tres horas, se inclina el capitán Pantoja—. ¿Está segura que debo seguir esperando? Me citaron a las seis y son las nueve de la noche. ¿No habrá habido ninguna confusión?
—Ninguna confusión, capitán —deja de lustrarse las uñas la señorita—. Están reunidos ahí y han ordenado que espere. Un poquito de paciencia, ya lo van a llamar. ¿Le presto otra foto novela de Corín Tellado?
—No, muchas gracias —hojea todas las revistas, lee todos los periódicos, consulta mil veces su reloj, tiene calor, frío, sed, fiebre, hambre el capitán Pantoja—. La verdad es que no puedo leer, estoy un poco nervioso.
—Bueno, no es para menos —hace ojitos la señorita—. Lo que se está decidiendo ahí adentro es su futuro. Ojalá no le den un castigo muy fuerte, capitán.
—Gracias, pero no es sólo eso —se ruboriza, recuerda la fiesta donde conoció a Pochita, los años de noviazgo, el arco de sables que le hicieron sus compañeros de promoción el día del matrimonio el capitán Pantoja—. Estoy pensando en mi esposa y en mi hijita. Deben haber llegado hace rato ya, de Chiclayo. Un montón de tiempo que no las veo.
—Efectivamente, mi coronel —cruza y descruza la selva, llega a Indiana, pierde el habla, llama a sus superiores el teniente Santana—. Muerto hace un par de días y deshaciéndose como una mazamorra. Un espectáculo para ponerle los pelos de punta a cualquiera. ¿Dejo que se lo lleven los fanáticos? ¿Lo entierro aquí mismo? No está en condiciones de ser trasladado a ninguna parte, lleva dos o tres días ahí y la pestilencia da vómitos.
—¿No le importaría firmarme otro autógrafo? —le estira una libreta con tapas de cuero, una pluma fuente, le sonríe con admiración la señorita—. Me olvidaba de mi prima Charo, también colecciona celebridades.
—Con mucho gusto, si le he dado tres qué más da cuatro —escribe: Con mis respetuosos parabienes a Charo y firma el capitán Pantoja—. Pero le aseguro que se equivoca, no soy una celebridad. Sólo los cantantes dan autógrafos.
—Usted es más famoso que cualquier artista, con las cosas que ha hecho, jaja —saca un lápiz de labios, se pinta usando el vidrio del escritorio como espejo la señorita—. Nadie se lo creería, capitán, con la pinta de serio que tiene.
—¿Me presta su teléfono un momento? —mira una vez más al reloj, va hasta la ventana, ve los postes de luz, las casas borroneadas por la neblina, presiente la humedad de la calle el capitán Pantoja—. Quisiera llamar a la pensión.
—Deme el número y se lo marco —pulsa un botón, gira el disco la señorita—. ¿Con quién quiere hablar?
—¿La señora Leonor? Soy yo, mamacita —coge el auricular, habla muy bajo, mira de reojo a la señorita el capitán Pantoja—. No, todavía no me reciben. ¿Llegaron Pocha y bebé? ¿Cómo está la chiquita?
—¿Cierto que los soldados se abrieron campo hasta la cruz a culatazos? —opera en Belén, en Nanay, abre casa propia en la carretera a San Juan, tiene clientes a montones, prospera, ahorra Pechuga—. ¿Que la tiraron al suelo con un hacha? ¿Que botaron al río al Hermano Francisco con cruz y todo para que se lo comieran las pirañas? Cuenta, Milcaras, deja de rezar, qué viste.
—¿Aló? ¿Panta? —modula la voz como una cantante tropical, mira a su suegra sonriendo feliz, a Gladycita amurallada de juguetes Pocha—. Amor, cómo estás. Ay, señora Leonor, estoy tan emocionada que no sé ni qué decirle. Aquí tengo a mi lado a Gladycita. Está riquísima, Panta, ya vas a verla. Te digo que cada día se parece más a ti, Panta.
—Cómo estás, Pocha, amorcito —siente latir su corazón, piensa la quiero, es mi mujer, no nos separaremos nunca Panta—. Un beso a la bebé y otro para ti, muy fuerte. Estoy loco por verlas. No pude ir al aeropuerto, perdóname.
—Ya sé que estás en el Ministerio, tu mamá me explicó —canta, suelta unas lagrimas, cambia sonrisas cómplices con la señora Leonor Pochita—. No importa que no fueras, zonzo. ¿Qué te han dicho, amor, qué te van a hacer?
—No sé, ya veremos, todavía estoy en capilla —ve sombras tras los cristales, recobra la impaciencia, el miedo Panta—. Apenas salga, iré volando. Tengo que cortar, Pocha, se está abriendo la puerta.
—Pase, capitán Pantoja —no le da la mano, no le hace una venia, le vuelve la espalda, ordena el coronel López López.
—Buenas noches, mi coronel —entra, se muerde el labio, estrella los tacos, saluda el capitán Pantoja—. Buenas noches, mi general. Buenas noches, mi general.
—Creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas, Pantoja —mueve la cabeza detrás de una cortina de humo el Tigre Collazos—. ¿Sabe por qué tuvo que esperar tanto? Se lo explicamos ahorita. ¿Sabe quienes acaban de salir por esa puerta? Cuénteselo, coronel.
—El Ministro de Guerra y el jefe de Estado Mayor —echan chispas los ojos del coronel López López.
—Traer los restos a Iquitos era imposible porque ya apestaban y Santana y sus hombres podían pescar una infección de los mil diablos —pone visto bueno al informe, viaja a Iquitos en motora, se entrevista con el general Scavino, de regreso a su guarnición compra un chanchito el coronel Máximo Dávila—. Y, además, iban a seguirlo los chiflados, el entierro iba a ser monstruo. Creo que el río fue lo más sensato. No sé que piensa usted, mi general.
—¿Adivina para qué vinieron? —gruñe, disuelve una pastilla en un vaso de agua, bebe, hace ascos el general Victoria—. A amonestar al Servicio por el escándalo de Iquitos.
—A reñirnos como si fuéramos reclutas frescos, capitán, a echarnos interjecciones con las canas que tenemos —se expulga los bigotes, enciende un cigarrillo con el pucho del anterior el Tigre Collazos—. No es la primera vez que tenemos el gusto de recibir aquí a esos caballeros. ¿Cuántas veces se han tomado la molestia de venir a jalarnos las orejas, coronel?
—Es la cuarta vez que el Ministro de Guerra y el jefe de Estado Mayor nos honran con su visita —bota a la papelera las colillas del cenicero el coronel López López.
—Y cada vez que se aparecen por esta oficina, nos traen de regalo un nuevo paquete de periódicos, capitán —se escarba las orejas, la nariz, con un pañuelo azulino el general Victoria—. En los que se habla flores de usted, naturalmente.
—En estos momentos, el capitán Pantoja es uno de los hombres más populares del Perú —coge un recorte, señala el titular «Elogia Prostitución Capitán del Ejército: Rindió Homenaje a Polilla Loretana» el Tigre Collazos—. ¿De dónde se imagina que viene este pasquín? De Tumbes, qué le parece.
—Es el discurso más leído en la historia de este país, sin la menor duda —revuelve, baraja, desparrama los diarios en el escritorio el general Victoria—. La gente recita párrafos de memoria, se hacen chistes sobre él en las calles. Hasta en el extranjero se habla de usted.
—En fin, en fin, las dos pesadillas de la Amazonía terminaron de una vez por todas —se desabotona la bragueta el general Scavino—. Pantoja mutado, el profeta muerto, las visitadoras hechas humo, el Arca disolviéndose. Esto va a ser otra vez la tierra tranquila de los buenos tiempos. Unos cariñitos en premio, Peludita.
—Siento mucho haber causado inconvenientes a la superioridad con esa iniciativa, mi general —no mueve un cabello, no pestañea, aguanta la respiración, mira fijamente la foto del Presidente de la República el capitán Pantoja—. No fue esa mi intención, ni mucho menos. Hice una evaluación incorrecta de los pros y los contras. Reconozco mi responsabilidad. Aceptaré la sanción que se me dé por esa falta.
—El gran problema es que no hay castigo lo bastante grave para la monstruosidad que se le antojo hacer allá en Iquitos —cruza los brazos sobre el pecho el Tigre Collazos—. Hizo tanto daño al Ejército con este escándalo que ni fusilándolo le cobraríamos la revancha.
—Le he dado vueltas y más vueltas al asunto y cada vez sigo más lelo, Pantoja —apoya la cara en las manos, lo mira con malicia, sorpresa, envidia, recelo el general Victoria—. Sea sincero, díganos la verdad. ¿Por qué hizo semejante disparate? ¿Estaba loco de pena por la muerte de su querida?
—Le juro por Dios que mis sentimientos por esa visitadora no influyeron absolutamente en mi decisión, mi general —sigue rígido, no mueve los labios, cuenta seis, ocho, doce condecoraciones en el frac del Primer Mandatario el capitán Pantoja—. Lo que he escrito en el parte es la más estricta verdad: tomando esa iniciativa, creí servir al Ejército.
—Rindiendo honores militares a una puta, llamándola heroína, agradeciéndole los polvos prestados a las Fuerzas Armadas —arroja bocanadas de humo, tose, mira su cigarrillo con odio, murmura me estoy matando el Tigre Collazos—. No nos defiendas, compadre. Con otro servicio como éste, nos desprestigiaba para siempre.
—Me apresure, retirándome en vez de dar la última batalla —recuesta la cabeza en la hamaca, mira al cielo y suspira el padre Beltrán—. Te confieso que extraño los campamentos, las guardias, los galones. En estos meses he soñado a diario con espadas, con la corneta de la diana. Estoy tratando de volver a vestir el uniforme y parece que la cosa tiene arreglo. No olvides las bolitas, Peludita.
—Mis colaboradoras estaban profundamente afectadas por la muerte de esa visitadora —desvía un milímetro los ojos, distingue el mapa del Perú, la gran mancha verde de la selva el capitán Pantoja—. Mi objetivo era levantarles la moral, animarlas, pensando en el futuro. Yo no podía suponer que el Servicio de Visitadoras iba a ser clausurado. Precisamente ahora, cuando funcionaba mejor que nunca.
—¿No pensó que ese Servicio sólo podía existir en la clandestinidad más absoluta? —pasea por la habitación, bosteza, se rasca la cabeza, oye campanadas, dice es tardísimo el general Victoria—. Se le advirtió hasta el cansancio que la primera condición de su trabajo era el secreto.
—La existencia y las funciones del Servicio de Visitadoras eran conocidas de todo el mundo en Iquitos, mucho antes de mi iniciativa —mantiene los pies juntos, las manos pegadas al cuerpo, la cabeza inmóvil, trata de localizar Iquitos en el mapa de la pared, piensa es ese punto negro el capitán Pantoja—. Muy a pesar mío. Le aseguro que tomé todas las precauciones para evitarlo. Pero en una ciudad tan pequeña era imposible, al cabo de unos meses la noticia tenía que saberse.
—¿Era esa una razón para que convirtiera los rumores en una verdad apocalíptica? —abre la puerta, indica puede partir cuando quiera, Anita, yo cerraré el coronel López López—. Si quería discursear, por qué no lo hizo en nombre propio y vestido de civil.
—¿Así que todas lo extrañan mucho? Yo también, éramos buenos amigos, el pobre debe estar helándose de frío —se tiende boca arriba el teniente Bacacorzo. Pero al menos no lo sacaron del Ejército, se hubiera muerto de tristeza. Sí, hoy así. Manos a la cadera, cabeza echada para atrás y a moverse, Coca.
—Por una equivocada evaluación de las consecuencias, mi coronel —no ladea la cabeza, no mira de soslayo, piensa que lejos parece todo eso el capitán Pantoja—. Estaba atormentado con la idea de que hubiera una desbandada en el Servicio después de lo de Nauta. Y cada vez resultaba más difícil reclutar visitadoras, al menos de calidad. Quería retenerlas, reavivar su confianza y cariño por la institución. Siento mucho haber cometido ese error de cálculo.
—Su equivocación nos viene costando una semana de colerones y de malas noches —enciende un nuevo cigarrillo, chupa, bota humo por la boca y la nariz, tiene los cabellos alborotados, los ojos enrojecidos y fatigados el Tigre Collazos—. ¿Es verdad que pasaba personalmente por las armas a todas las candidatas al Servicio de Visitadoras?
—Era parte del examen de presencia, mi general —enrojece, enmudece, articula atorándose, tartamudea, se clava las uñas, se muerde la lengua el capitán Pantoja—. Para verificar las aptitudes. No podía fiarme de mis colaboradores. Había descubierto favoritismos, coimas.
—No sé cómo no acabó tuberculoso —aguanta la risa, ríe, se pone serio, vuelve a reír, tiene los ojos con lágrimas el Tigre Collazos—. Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta.
—El Servicio de Visitadoras al agua, el Arca al agua, ya no hay a quien defender y nadie me afloja ni medio —se golpea la barriga, se tuerce, retuerce, chasquea la lengua el Sinchi—. Hay una conspiración general para que me muera de hambre. Ésa es la razón de que no te responda y no tu falta de encantos, cara Penélope.
—Terminemos este asunto de una vez —da un golpecito en la mesa el general Victoria—. ¿Es cierto que se niega a pedir su baja?
—Me niego terminantemente, mi general —recobra la energía el capitán Pantoja—. Toda mi vida está en el Ejército.
—Le estábamos regalando una salida cómoda —abre un cartapacio, alcanza al capitán Pantoja un pliego escrito a máquina, espera que lo lea, lo guarda el general Victoria—. Porque podríamos someterlo a consejo de disciplina y ya supone la sentencia: degradación infamante, expulsión.
—Hemos decidido no hacerlo, porque ya está bien de escándalo y por sus antecedentes personales —humea, tose, va a la ventana, la abre, escupe a la calle el Tigre Collazos—. Si prefiere quedarse en el Ejército, allá usted. Se dará cuenta que con ese parte que hemos añadido a su hoja de servicios va a pasar una buena temporada sin que sus galones tengan crías.
—Haré todo lo posible para rehabilitarme, mi general —se alegran la voz, el corazón, los ojos del capitán Pantoja—. Ningún castigo será peor que el remordimiento de haber causado un daño involuntario al Ejército.
—Está bien, no vuelva a meter nunca más la pata de esa manera —mira su reloj, dice son las diez, yo me voy el general Victoria—. Le hemos encontrado un nuevo destino bien lejos de Iquitos.
—Se va usted allá mañana mismo y no se mueve de ese sitio lo menos un año, ni siquiera por veinticuatro horas —se pone la guerrera, se sube la corbata, se alisa el cabello el Tigre Collazos—. Si quiere seguir en el Ejército, es indispensable que la gente se olvide de la existencia del famoso capitán Pantoja. Después, cuando nadie se acuerde del asunto, ya veremos.
—Los brazos amarraditos así, las patitas así, la cabeza caída sobre esta tetita jadea, va, viene, decora, anuda, mide el teniente Santana—. Ahora ciérrame los ojos y hazte la muerta, Pichuza. Así mismo. Pobrecita mi visitadora, ay qué pena mi crucificada, mi «hermanita» del Arca tan rica.
—La guarnición de Pomata, están necesitando un Intendente —cierra las cortinas, echa llave a los armarios, ordena los escritorios, coge un maletín el coronel López López—. En vez del río Amazonas tendrá el lago Titicaca.
—Y en vez del calor de la selva, el frío de la puna —abre la puerta, deja pasar a los otros el general Victoria.
—Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas —se pone el quepí, apaga la luz, extiende una mano el Tigre Collazos—. Qué bicho raro me había resultado usted, Pantoja. Sí, ya puede retirarse.
—Brrrr, que frío, qué frío —se estremece Pochita—. Dónde están los fósforos, dónde la maldita vela, qué horrible vivir sin luz eléctrica. Panta, despierta, ya son las cinco. No sé por qué tienes que ir tú mismo a ver los desayunos de los soldados, maniático. Es muy temprano, me muero de frío. Ay, idiota, me arañaste otra vez con esa esclava, por qué no te la quitas en las noches. Te he dicho que son las cinco. Despierta, Panta.