Emisión de La Voz del Sinchi del 9 de febrero de 1958
por Radio Amazonas
Y dando las dieciocho horas exactas en el reloj Movado que orna la pared de nuestros estudios, Radio Amazonas se complace en presentar a sus queridos oyentes el más escuchado programa de su sintonía:
Compases del vals La Contamanina; suben, bajan y quedan como fondo sonoro.
¡LA VOZ DEL SINCHI!
Compases del vals La Contamanina; suben, bajan y quedan como fondo sonoro.
Media hora de comentarios, críticas, anécdotas, informaciones, siempre al servicio de la verdad y la justicia. La voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones populares de la Amazonía Peruana. Un programa vivo y sencillamente humano, escrito y radiado por el conocido periodista Germán Láudano Rosales, el Sinchi.
Compases del vals La Contamanina; suben, bajan y se cortan totalmente.
Muy buenas tardes, queridos y distinguidos radioescuchas. Aquí me tienen una vez más en las ondas de Radio Amazonas, la primera emisora del Oriente Peruano, para llevar al hombre de la urbe cosmopolita y a la mujer de la lejana tribu que da sus primeros pasos por las rutas de la civilización, al próspero comerciante y al humilde agricultor de la solitaria tahuampa, es decir, a todos los que luchan y trabajan por el progreso de nuestra indomable Amazonía, treinta minutos de amistad, de esparcimiento, de revelaciones confidenciales y alterados debates, reportajes que causan sensación y noticias que hacen historia, desde Iquitos, faro de peruanidad engastado en el inmenso verdor de nuestra selva. Pero antes de continuar, queridos oyentes, algunos consejos comerciales:
Avisos grabados en disco y cinta: 60 segundos.
Y, para comenzar, como todos los días, nuestra sección: UN POCO DE CULTURA. Nunca nos cansaremos de repetirlo, amables radioescuchas: es preciso que elevemos nuestro nivel intelectual y espiritual, que ahondemos nuestros conocimientos, sobre todo los que conciernen al medio que nos rodea, al terruño, a la ciudad que nos cobija. Conozcamos sus secretos, la tradición y las leyendas que engalanan sus calles, las vidas y hazañas de quienes les han prestado su nombre, la historia de las casas que habitamos, muchas de las cuales han sido cuna de grandes prohombres o escenario de episodios inmarcesibles que son orgullo de nuestra región. Conozcamos todo esto porque así, adentrándonos un poco en nuestro pueblo y nuestra ciudad, amaremos más a nuestra Patria y a nuestros compatriotas. Hoy vamos a contar la historia de una de las más famosas mansiones de Iquitos. Me refiero, ya lo han adivinado ustedes, a la conocidísima Casa de Fierro, como se la nombra popularmente, que se yergue, tan original, tan distinta y airosa, en nuestra Plaza de Armas y donde funciona en la actualidad el señorial y distinguido Club Social Iquitos. El Sinchi pregunta: ¿cuántos loretanos saben quién construyó esta Casa de Fierro que sorprende y encanta a los forasteros cuando pisan el suelo ubérrimo de Iquitos? ¿Cuántos sabían que esa hermosa casa de metal fue diseñada por uno de los más alabados arquitectos y constructores de Europa y del mundo? ¿Quiénes sabían, antes de esta tarde, que esa casa había salido del cerebro creador del genial francés que a comienzos de siglo levantó en la ciudad luz, París, la torre de fama universal que lleva su nombre? ¡La torre Eiffel! Si, queridos radioescuchas, como lo han oído: la Casa de Fierro de la Plaza de Armas es obra del audaz y muy renombrado inventor francés Eiffel, es decir un monumento histórico de primera magnitud en nuestro país y en cualquier parte del mundo. ¿Quiere decir esto que el famoso Eiffel estuvo alguna vez en la cálida Iquitos? No, nunca estuvo aquí. ¿Cómo se explica, entonces, que esa magna obra suya destelle en nuestra querida ciudad? Eso es lo que el Sinchi les va a revelar esta tarde en la sección UN POCO DE CULTURA de su programa…
Breves arpegios.
Corrían los años de la bonanza del caucho y los grandes pioneros loretanos, los mismos que surcaban del norte al sur y del este al oeste la espesura amazónica en busca del codiciado jebe, competían deportivamente, para beneficio de nuestra ciudad, en ver quién construía su casa con los materiales más artísticos y costosos de la época. Y así vieron la luz esas residencias de mármol, de adoquines y fachadas de azulejos, de labrados balcones que hermosean las calles de Iquitos y nos traen a la memoria los años dorados de la Amazonía y nos demuestran como el poeta de la Madre Patria tenía razón cuando dijo «cualquier tiempo pasado fue mejor». Pues bien, uno de estos pioneros, grandes señores del caucho y la aventura, fue el millonario y gran loretano Anselmo del Águila, quien, como muchos de sus iguales, acostumbraba hacer viajes a Europa para satisfacer su espíritu inquieto y su sed de cultura. Y aquí tenemos a nuestro charapa, don Anselmo del Águila, en un crudo invierno europeo —¿cómo temblaría el loretano, no?—, llegando a una ciudad alemana y alojándose en un hotelito que llamó poderosamente su atención y le encantó por su gran confort, por el atrevimiento de sus líneas y su belleza tan original, ya que estaba íntegramente construido de fierro. ¿Qué hizo entonces el charapita del Águila? Ni corto ni perezoso y con ese fervor por la patria chica que nos singulariza a la gente de esta tierra, se dijo: esta gran obra arquitectónica debería estar en mi ciudad, Iquitos la merece y la necesita para su galanura y prestancia. Y, sin más ni más, el manirroto loretano compró el hotelito alemán construido por el gran Eiffel, pagando por él lo que le pidieron sin regatear un céntimo. Lo hizo desmontar en piezas, lo embarcó y se lo trajo hasta Iquitos con tuercas y tornillos inclusive. La primera casa prefabricada de la historia, queridos oyentes. Aquí, la construcción fue montada con todo cuidado, bajo la amorosa dirección del propio del Águila. Ya saben la razón de la presencia en Iquitos de esta curiosa y sin igual obra artística.
Como anécdota postrera es preciso añadir que, en su gesto simpático y en su noble afán de enriquecer el acervo urbanístico de su tierra, don Anselmo del Águila cometió también una temeridad, al no percatarse que el material de la casa que compraba era muy adecuado para el frío polar de la culta Europa, pero algo muy distinto resultaba el caso de Iquitos, donde una mansión de metal, con las temperaturas que sabemos podía constituir un serio problema. Es lo que sucedió, fatalmente. La casa más cerca de Iquitos se reveló inhabitable porque el sol la convertía en una caldera y no se podían tocar sus paredes sin que a la gente se le ampollaran las manos. Del Águila no tuvo otro remedio que vender la casa a un amigo, el cauchero Ambrosio Morales, quien se creyó capaz de resistir la infernal atmósfera de la Casa de Fierro, pero tampoco lo consiguió. Y así estuvo cambiando de propietario año tras año, hasta que se encontró la solución ideal: convertirla en el Club Social Iquitos, institución que está deshabitada en horas del día, cuando la Casa de Fierro echa llamas, y se realza con la presencia de nuestras damitas más agraciadas y nuestros caballeros más distinguidos, en las tardes y noches, horas en que el fresco la hace acogedora y templada. Pero el Sinchi piensa que, teniendo en cuenta su ilustre progenitor, la Casa de Fierro debería ser expropiada por la Municipalidad y convertida en un museo o algo parecido, dedicado a los años áureos de Iquitos, el período del apogeo del caucho, cuando nuestro preciado oro negro convirtió a Loreto en la capital económica del país. Y con esto, amables oyentes, se cierra nuestra primera sección: ¡UN POCO DE CULTURA!
Breves arpegios. Avisos en disco y cinta, 60 segundos. Breves arpegios.
Y ahora nuestro COMENTARIO DEL DÍA. Ante todo, queridos radioescuchas, como el tema que tengo que tocar esta noche (muy a pesar mío y por exigírmelo mi deber de periodista íntegro, de loretano, de católico y de padre de familia) es sumamente grave y puedo ofender a vuestros oídos, yo les ruego que aparten de sus receptores a sus hijas e hijos menores, pues, con la franqueza que me caracteriza y que ha hecho de LA VOZ DEL SINCHI la ciudadela de la verdad defendida por todos los puños amazónicos, no tendré más remedio que referirme a hechos crudos y llamar a las cosas por su nombre, como siempre lo he sabido hacer. Y lo haré con la energía y la serenidad de quien sabe que habla con el respaldo de su pueblo y haciéndose eco del silencio pero recto pensamiento de la mayoría.
Breves arpegios.
En repetidas ocasiones, y con delicadeza, para no ofender a nadie, porque ése no es nuestro deseo, hemos aludido en este programa a un hecho que es motivo de escándalo y de indignación para todas las personas decentes y correctas, que viven y piensan moralmente y que son el mayor número de esta ciudad. Y no habíamos querido atacar directa y frontalmente este hecho vergonzoso porque confiábamos ingenuamente —lo reconocemos con hidalguía— en que el responsable del escarnio recapacitara, comprendiera de una vez por todas la magnitud del daño moral y material que está infligiendo a Iquitos, por su afán de lucro inmoderado, por su espíritu mercantil que no respeta barreras ni se para en miramientos para conseguir sus fines, que son atesorar, llenar las arcas, aunque sea con las armas prohibidas de la concupiscencia y de la corrupción, propias y ajenas. Hace algún tiempo, arrostrando la incomprensión de los simples, exponiendo nuestra integridad física, hicimos una campaña civilizadora por estas mismas ondas, en el sentido de que se pusiera fin en Loreto a la costumbre de azotar a los niños después del Sábado de Gloria para purificarlos. Y creo que hemos contribuido en parte, con nuestro granito de arena, para que esa mala costumbre que hacía llorar tanto a nuestros hijos, y a algunos los volvía psicológicamente incapacitados, vaya siendo erradicada de la Amazonía. En otras ocasiones hemos salido al frente de la sarna supersticiosa que, bajo disfraz de Hermandad del Arca, infecta a la Amazonía y salpica nuestra selva de inocentes animalitos crucificados por culpa de la estulticia y la ignorancia de un sector de nuestro pueblo, de las que abusan falsos mesías y seudo-jesucristos para llenarse los bolsillos y satisfacer sus enfermizos instintos de popularidad, de domesticación y manejo de muchedumbres y de sadismo anticristiano. Y lo hemos hecho sin amedrarnos ante la amenaza de ser crucificados nosotros mismos en la Plaza de Armas de Iquitos, como nos lo profetizan los cobardes anónimos que recibimos a diario llenos de faltas de ortografía de los valientes que tiran la piedra y esconden la mano y se atreven a insultar pero no dan la cara. Anteayer mismo tropezamos en la puerta de nuestro domicilio, cuando nos disponíamos a abandonar el hogar para dirigirnos a ganar decentemente el pan con el sudor de nuestra frente, un gatito crucificado, como bárbara y sangrienta advertencia. Pero se equivocan esos Herodes de nuestro tiempo si piensan que pueden taparle la boca al Sinchi con el espantajo de la intimidación. Por estas ondas seguiremos combatiendo el fanatismo demente y los crímenes religiosos de esa secta, y haciendo votos para que las autoridades capturen al llamado Hermano Francisco, ese Anticristo de la Amazonía, al que esperamos ver pronto pudriéndose en la cárcel como autor intelectual, consciente y contumaz del infanticidio de Moronacocha, de los varios intentos frustrados de asesinato por la cruz que se han registrado en los últimos meses en distintos villorrios de la selva fanatizados por el Arca, y de la abominable crucifixión ocurrida la semana pasada en el misionero pueblo de Santa María de Nieva del anciano Arévalo Benzas por obra de los criminales «hermanos».
Breves arpegios.
Hoy, con la misma firmeza y a costa de los riesgos que haya que correr, el Sinchi pregunta: ¿hasta cuándo vamos a seguir tolerando en nuestra querida ciudad, distinguidos radioescuchas, el bochornoso espectáculo que es la existencia del mal llamado Servicio de Visitadoras, conocido más plebeyamente con el mote de Pantilandia en irrisorio homenaje a su progenitor? El Sinchi pregunta: ¿hasta cuándo, padres y madres de familia de la civilizada Loreto, vamos a seguir sufriendo angustias para impedir que nuestros hijos corran, inocentes, inexpertos, ignorantes del peligro, a contemplar como si fuera una kermesse o un circo, el tráfico de hetairas, de mujerzuelas desvergonzadas, de PROSTITUTAS para no hablar con eufemismos, que impúdicamente llegan y parten de ese antro erigido en las puertas de nuestra ciudad por ese individuo sin ley y sin principios que responde al nombre y apellido de Pantaleón Pantoja? El Sinchi pregunta: ¿qué poderosos y turbios intereses amparan a este sujeto para que, durante dos largos años, haya podido dirigir en la total impunidad un negocio tan ilícito como próspero, tan denigrante como millonario, en las barbas de toda la ciudadanía sana? No nos atemorizan las amenazas, nadie puede sobornarnos, nada atajará nuestra cruzada por el progreso, la moralidad, la cultura y el patriotismo peruanista de la Amazonía. Ha llegado el momento de enfrentarse al monstruo y, como hizo el Apóstol con el dragón, cortarle la cabeza de un solo tajo. No queremos semejante forúnculo en Iquitos, a todos se nos cae la cara de vergüenza y vivimos en una constante zozobra y pesadilla con la existencia de ese complejo industrial de meretrices que preside, como moderno sultán babilónico, el tristemente célebre señor Pantoja, quien no vacila, por su afán de riqueza y explotación, en ofender y agraviar lo más santo que existe, como son la familia, la religión y los cuarteles de los defensores de nuestra integridad territorial y de la soberanía de la Patria.
Breves arpegios. Avisos comerciales en disco y cinta, 30 segundos. Breves arpegios.
La historia no es de ayer ni de anteayer, dura ya nada menos que año y medio, dieciocho meses, en el curso de los cuales hemos visto, incrédulos y estupefactos, crecer y multiplicarse la sensual Pantilandia. No hablamos por hablar, hemos investigado, auscultado, verificado todo hasta el cansancio, y ahora el Sinchi está en condiciones de revelar, en primicia exclusiva para vosotros, queridos radioescuchas, la impresionante verdad. Una verdad de las que hacen temblar paredes y producen síncopes. El Sinchi pregunta: ¿cuántas mujeres —si es que se puede otorgar ese digno nombre a quienes comercian indignamente con su cuerpo— creen ustedes que trabajan en la actualidad en el gigantesco harén del señor Pantaleón Pantoja? Cuarenta, cabalitas. Ni una más ni una menos: tenemos hasta sus nombres. Cuarenta meretrices constituyen la población femenina de ese lupanar motorizado, que, poniendo al servicio de los placeres inconfesables las técnicas de la era electrónica, moviliza por la Amazonía su mercadería humana en barcos y en hidroaviones.
Ninguna industria de esta progresista ciudad, que se ha distinguido siempre por el empuje de sus hombres de empresa, cuenta con los medios técnicos de Pantilandia. Y, si no, pruebas al canto, datos irrefutables: ¿es cierto o no es cierto que el mal llamado Servicio de Visitadoras dispone de una línea telefónica propia, de una camioneta pic-up marca Dodge placa número «Loreto 78-256», de un aparato de radio transmisor/receptor, con antena propia, que haría palidecer de envidia a cualquier radioemisora de Iquitos, de un hidroavión Catalina N. 37, que lleva el nombre, claro está, de una cortesana bíblica, Dalila, de un barco de 200 toneladas llamado cínicamente Eva, y de las comodidades más exigentes y codiciables en su local del río Itaya como ser, por ejemplo, aire acondicionado, que muy pocas oficinas honorables lo tienen en Iquitos? ¿Quién es este afortunado señor Pantoja, ese Farouk criollo, que en sólo año y medio ha conseguido construir tan formidable imperio? Para nadie es un secreto que los largos tentáculos de esta poderosa organización, cuyo centro de operaciones es Pantilandia, se proyectan en todas las direcciones de nuestra Amazonía, llevando su rebaño prostibulario: ¿ADÓNDE, estimados radioescuchas? ¿ADÓNDE, respetables oyentes? A LOS CUARTELES DE LA PATRIA. Sí, señoras y señores, éste es el pingue negocio del faraónico señor Pantoja: convertir a las guarniciones y campamentos de la selva, a las bases y puestos fronterizos, en pequeñas sodomas y gomorras, gracias a sus prostíbulos aéreos y fluviales. Así como lo oyen, así como lo estoy diciendo. No hay una sílaba de exageración en mis palabras, y si falseo la verdad, que el señor Pantoja venga aquí a desmentirme. Yo, democráticamente, le cedo todo el tiempo que haga falta, en mi programa de mañana o de pasado o de cuando él quiera, para que contradiga al Sinchi si es que el Sinchi miente. Pero no vendrá, claro que no vendrá, porque él sabe mejor que nadie que estoy diciendo la verdad y nada más que la aplastante verdad.
Pero ustedes no han oído todo, estimables radioescuchas. Todavía hay más cosas y aún más graves, si es que cabe. Este individuo sin frenos y sin escrúpulos, el Emperador del Vicio, no contento con llevar el comercio sexual a los cuarteles de la Patria, a los templos de la peruanidad, ¿en qué clase de artefactos piensan ustedes que moviliza a sus barraganas? ¿Qué clase de hidroavión es ese aparato mal llamado Dalila, pintado de verde y rojo, que tantas veces hemos visto, con el corazón henchido de rabia, surcar el cielo diáfano de Iquitos? Yo desafío al señor Pantoja a que venga aquí a decir ante este micrófono que el hidroavión Dalila no es el mismo hidro Catalina N. 37 en el que, el 3 de marzo de 1929, día glorioso de la Fuerza Aérea Peruana, el teniente Luis Pedraza Romero, de tan grata recordación en nuestra ciudad, voló por primera vez sin escalas entre Iquitos y Yurimaguas, llenando de felicidad y de entusiasmo progresista a todos los loretanos por la proeza realizada. Sí, señoras y señores, la verdad es amarga pero peor es la mentira. El señor Pantoja pisotea y denigra inicuamente un monumento histórico patrio, sagrado para todos los peruanos, utilizándolo como medio de locomoción de sus equipos viajeros de polillas. El Sinchi pregunta: ¿están al corriente de este sacrilegio nacional las autoridades militares de la Amazonía y del país? ¿Se han percatado de este peruanicidio los respetados jefes de la Fuerza Aérea Peruana, y, principalmente, los altos mandos del Grupo Aéreo N. 42 (Amazonía), quienes están llamados a ser celosos guardianes de la aeronave en que el teniente Pedraza cumplió su memorable hazaña? Nosotros nos negamos a creerlo. Conocemos a nuestros jefes militares y aeronáuticos, sabemos lo dignos que son, las abnegadas tareas que realizan. Creemos y queremos creer que el señor Pantoja ha burlado su vigilante atención, que los ha hecho víctimas de alguna burda maniobra para perpetrar semejante horror, cual es convertir, por arte de magia meretricia, un monumento histórico en una casa de citas transeúnte. Porque si no fuera así y, en vez de haber sido engañadas y sorprendidas por el Gran Macró de la Amazonía, hubiera entre estas autoridades y él alguna clase de contubernio, entonces, queridos radioescuchas, sería para echarse a llorar, sería, amables oyentes, para no creer nunca más en nadie y para no respetar nunca nada más. Pero no debe ni puede ser así. Y ese foco de abyección moral debe cerrar sus puertas y el Califa de Pantilandia debe ser expulsado de Iquitos y de la Amazonía con toda su caravana de odaliscas en subasta, porque aquí, los loretanos, que somos gente sana y sencilla, trabajadora y correcta, no los queremos ni los necesitamos.
Breves arpegios. Avisos comerciales grabados en disco y cinta, 60 segundos. Breves arpegios.
Y ahora, estimables radioescuchas, pasemos a nuestra sección: ¡EL SINCHI EN LA CALLE: ENTREVISTAS Y REPORTAJES! No nos vamos a apartar del tema en cuestión, que el Zar de Pantilandia no se duerma sobre sus laureles prostibularios. Ustedes conocen al Sinchi, respetables oyentes, y saben que cuando emprende una campaña en favor de la justicia, de la verdad, de la cultura o de la moral de Iquitos, no ceja en su empeño hasta llegar a la meta, que es contribuir, poniendo siquiera una pajita en la fogata, al progreso de la Amazonía. Pues bien, esta noche, y como complemento gráfico y directo, como testimonio vivo, dramático y cálidamente humano del mal que hemos denunciado en nuestro COMENTARIO DEL DÍA, el Sinchi va a ofrecerles dos grabaciones exclusivas, obtenidas a costa de esfuerzos y riesgos, que denuncian por sí solas la tenebrosa Pantilandia y la catadura del personaje que la ha creado y labra su fortuna a costa de ella, y quien, llevado por sus ansias crematísticas, no vacila en sacrificar lo más sagrado para un hombre, cual es su apellido, su familia, su digna esposa y su menor hijita. Son dos testimonios terribles en su verdad desnuda y rechinante, que el Sinchi pone en vuestros oídos, queridos radioescuchas, con el ánimo de que conozcan, en todos sus íntimos mecanismos maquiavélicos, el tráfico cotidiano de amores carnales en la inmoral Pantilandia.
Breves arpegios.
Aquí, frente a nosotros, sentada, con una expresión cohibida por su falta de familiaridad con el micrófono, tenemos a una mujer todavía joven y de buen parecer. Su nombre es MACLOVIA. Su apellido no tiene importancia y, por lo demás, ella prefiere que se ignore, pues, muy humanamente, desea que sus familiares no la identifiquen y no sufran la conocer su verdadera vida, que es, o, perdón, ha sido, fue hasta ahora, LA PROSTITUCIÓN. Que nadie eche la primera piedra, que nadie se arranque los cabellos. Nuestros oyentes saben muy bien que una mujer, por más bajo que haya caído, siempre puede redimirse, si se le dan las facilidades y la ayuda moral para ello, si se le tienden unas manos amigas. Lo primero para retornar a la vida decente es quererlo. Maclovia, ya lo van a comprobar ustedes en unos instantes, lo quiere. Ella fue «lavandera», «lavandera» entre comillas, claro, ejerció, sin duda por hambre, por necesidad, por fatalidad de la vida, ese oficio trágico: ir ofreciéndose al mejor postor por las calles de Iquitos. Pero luego, y es la parte que nos interesa, trabajó en la viciosa Pantilandia. Ella nos podrá revelar, por eso, lo que se esconde bajo ese nombre circense. Las desgracias de la vida empujaron a Maclovia hacia dicho antro para que un señor equis la explotara e hiciera pingües ganancias con su dignidad de mujer. Pero es preferible que ella misma nos lo diga todo, con su sencillez de mujer humilde, a la que no fue dado estudiar y culturizarse, pero sí adquirir una inmensa experiencia por los maltratos de la vida. Acércate un poquito, Maclovia, y habla aquí, eso mismo. Sin miedo y sin vergüenza, la verdad no ofende ni mata. El micro es suyo, Maclovia.
Breves arpegios.
—Gracias, Sinchi. Mira, eso de mi apellido no es tanto por mi familia, la verdad es que fuera de mi prima Rosita parientes no tengo, al menos cercanos. Mi mamá se murió antes de que yo trabajara en eso que has dicho, mi padre se ahogó en un viaje al Madre de Dios y mi único hermano se metió al monte hace cinco años para no hacer el servicio militar y todavía estoy esperando que vuelva. Es más bien porque, no sé cómo decirte, Sinchi, Maclovia va sólo con el trabajo, tampoco ése es mi nombre, y en cambio mi nombre de veras va con todo lo demás, por ejemplo mis amistades. Y aquí me has traído para que hable sólo de eso ¿no? Es como si yo fuera dos mujeres, cada una haciendo una cosa y cada una con nombre distinto. Así me he acostumbrado. Ya sé que no te lo explico bien. ¿Qué, cómo? Ah, sí, me estoy yendo por las ramas. Bueno, ahora hablo de eso, Sinchi.
Sí, pues, antes de entrar a Pantilandia estuve de «lavandera», como dijiste, y después donde Moquitos. Hay quienes se creen que las «lavanderas» ganan horrores y se pasan la gran vida. Una mentira de este tamaño, Sinchi. Es un trabajo jodidí, fregadísimo, caminar todo el día, se le ponen a una los pies así de hinchados y muchas veces por las puras, para regresar a la casa con los crespos hechos, sin haber levantado un cliente. Y encima tu caficho te muele porque no has traído ni cigarros. Tú dirás para qué un cafiche, entonces. Porque si no tienes, nadie te respeta, te asaltan, te roban, te sientes desamparada, y, además, Sinchi ¿a quién le gusta vivir sola, sin hombre? Sí, me desvié otra vez, ahora hablo de eso. Era para que sepas por qué, cuando de repente se corrió la voz que en Pantilandia daban contratos con sueldos fijos, domingos libres y hasta viajes, bueno, fue la locura entre las lavanderas. Era la lotería, Sinchi, ¿no te das cuenta? Un trabajo seguro, sin tener que buscar clientes porque había para arreglar, y encima tratadas con toda consideración. Nos parecía un sueño, pues. Fue la atropellada hacia el río Itaya. Pero aunque todas volamos, sólo había contratos para unas pocas y nosotras éramos un chuchonal, ay perdona. Y, además, con la Chuchupe de jefaza ahí, no había manera de entrar. El señor Pantoja le hacía caso a todos sus consejos y ella siempre prefería las que habían trabajado en su casa de Nanay. Por ejemplo, a las que venían de la competencia, lo bulines de Moquitos, las aguantaba y les ponía toda clase de peros y les cobraba una comisiones bárbaras. Y a las «lavanderas» todavía peor, nos desmoralizaba diciendo que al señor Pantoja no le gustan las que vienen de la calle, como las perritas, sino las que han trabajado en domicilio conocido. Quería decir Casa Chuchupe, claro. Desgraciada, me estuvo cerrando el paso lo menos cuatro meses. Se corría la voz, vacantes en el Itaya, yo volaba y cada vez me iba de bruces contra esa montaña, la Chuchupe. Por eso entré donde Moquitos, no a su viejo bulín, sino al que le compró a Chuchupe, en Nanay. Pero apenas llevaría ahí unos dos meses cuando hubo otra vez sitio en Pantilandia, corrí y el señor Pan Pan se me quedó mirando en el examen y dijo tienes presencia, muchacha, ponte en esa fila. Y me escogió por mi buen cuerpo. Así entré a Pantilandia, Sinchi. Me acuerdo clarito de la primera vez que fui al Itaya, ya contratada, para la revista médica. Estaba tan feliz como el día de la primera comunión, te juro. El señor Pantoja nos hizo un discurso a mí y a las cuatro que entraron conmigo. Nos hizo llorar, te digo, diciendo ahora ya tienen otra categoría, son visitadoras y no polillas, cumplen una misión, sirven a la Patria, colaboran con las Fuerzas Armadas y no sé cuántas cosas más. Habla tan bonito como tú, Sinchi, que una vez, me acuerdo, nos hiciste llorar a Sandra, a Peludita y a mí. Íbamos en Eva por el río Marañón y empezaste a hablar en la radio de los huerfanitos del Hogar de Menores y se nos aguaron los ojos.
—Gracias, Maclovia, por lo que nos toca. Nos emociona saber que llegamos a todos los ambientes y que LA VOZ DEL SINCHI es capaz de hacer vibrar las fibras íntimas de los seres más encallecidos por las circunstancias de la vida. Eso que me dices es una gran recompensa y vale más para nosotros que tantas ingratitudes. Bien, Maclovia, así fue como caíste en las redes del Cafiche de Pantilandia. ¿Qué pasó entonces?
—Yo feliz, Sinchi, imagínate. Me pasaba el día viajando, conociendo los cuarteles, las bases, los campamentos de toda la selva, yo que hasta entonces nunca había subido a un avión. La primera vez que me montaron en Dalila me dio un susto, cosquillas en la barriga, escalofríos y me vivieron náuseas. Pero después, al contrario, me encantaba, pedían ¡voluntarias para convoy aéreo! y siempre ¡yo, señor Pantoja, yo, a mí! Ahora que te voy a decir una cosa, Sinchi, volviendo a lo de enantes. Tus programas son tan bonitos, haces esas campañas regias como la de los huerfanitos, que nadie puede entender por qué atacas a los Hermanos del Arca, por qué los calumnias y los insultas todo el tiempo. Qué injusticia, Sinchi, nosotros sólo queremos que reine el bien y Dios esté contento. ¿Qué? Si, ya hablo de eso, perdóname pero tenía que decírtelo en nombre de la opinión pública. Íbamos, pues, a los cuarteles y los milicos nos recibían como reinas. Por ellos que nos quedáramos toda la vida allá, haciéndoles más soportable el servicio. Nos organizaban paseos, nos prestaban deslizadores para salir por el río, nos invitaban anticuchadas. Unas consideraciones que rara vez se ven en este oficio, Sinchi. Y, además, la tranquilidad de saber que el trabajo es legal, no vivir con el susto de la policía, de que los tiras te caigan encima y te saquen en un minuto lo que has ganado en un mes. Qué seguridad trabajar con los milicos, sentirse protegida por el Ejército ¿no es cierto? ¿Quién se iba a meter con nosotras? Hasta los cafiches andaban mansitos, la pensaban dos veces antes de levantar la mano, de miedo que nos fuéramos a quejar a los soldados y los metieran en chirona. ¿Cuántas éramos? En mi época, veinte. Pero ahora hay cuarenta, dichosas ellas que están en el paraíso. Hasta los oficiales se desvivían atendiéndonos, Sinchi, qué te figuras. Sí, era una felicidad, ay Señor, me da una tristeza cuando pienso que salí de Pantilandia de pura bruta.
La verdad es que fue mi culpa, el señor Pantoja me botó porque en un viaje a Borja me escapé y me case con un sargento. Hace pocos meses, para mí siglos. ¿Acaso es pecado casarse? Una de las malas cosas de ser visitadora, no se acepta a las casadas, el señor Pantoja dice que hay incompatibilidad. Eso a mí me parece un gran abuso. Ahora, te digo que en mala hora me fui a casar, Sinchi, porque Teófilo resultó medio tronado. Bueno, mejor no hablaré mal de él que está preso, y estará todavía tantos años. Hasta dicen que los pueden fusilar a él y a los otros «hermanos». ¿Tú crees que hagan eso? Mira que a mi pobre marido apenas lo he visto cuatro o cinco veces, sería para reírse si no fuera una gran tragedia. Pensar que yo lo hice «hermano». Él ni siquiera se había puesto nunca a pensar en el Arca, ni en el Hermano Francisco ni en la salvación por las cruces, hasta que me conoció. Yo le hablé del Arca, yo le hice ver que era cosa de gentes buenas, algo por el bien del prójimo y no las maldades que decían los tontos, esas que tú repites, Sinchi. Pero lo que acabó de convencerlo fue conocer a los hermanos de Santa María de Nieva, nos ayudaron tanto cuando nos escapamos. Nos dieron de comer, nos prestaron plata, nos abrieron su corazón y sus casas, Sinchi. Y después, cuando Teófilo estaba preso en el cuartel, lo iban a ver, le llevaban comida todos los días. Ahí le fueron enseñando las verdades. Pero yo nunca hubiera soñado que le iba a dar tan fuerte por la religión. Figúrate que cuando salió del calabozo, yo, que arando cielo y tierra para conseguir el pasaje había ido a juntarme con él a Borja, me encontré con otro hombre. Me recibió diciéndome no puedo tocarte nunca más, voy a ser apóstol. Que si yo quería podíamos vivir juntos, aunque sólo como «hermano» y «hermana», los apóstoles tienen que ser puros. Pero que eso sería un sufrimiento para los dos y mejor siguiera cada uno su camino, ya que eran tan distintos, él había escogido la santidad. Total, ya ves, Sinchi, me quedé sin Pantilandia y sin marido. Y apenas había regresado a Iquitos me entero que habían clavado a don Arévalo Benzas allá en Santa María de Nieva, y que Teófilo dirigió todo. Ay, Sinchi, qué impresión me hizo. Yo lo conocí al viejito, era jefe del arca del pueblo, el que más nos ayudó y nos dio tantos consejos. No creo ese cuento de los periódicos, ese que tú también repites, que Teófilo lo hizo crucificar para quedarse de jefe del arca de Santa María de Nieva. Mi marido se había vuelto santo, Sinchi, quería llegar a ser apóstol. Tiene que ser cierto lo que confesaron los «hermanos», estoy segura que el viejito sintiéndose morir los llamó y les pidió que lo clavaran para acabar como Cristo, que por darle gusto lo hicieron. Pobre Teófilo, espero que no lo fusilen, me sentiría responsable, ¿no ves que yo lo metí en eso, Sinchi? Quien se iba a imaginar que terminaría así, con la religión tan adentro de su sangre. Sí, ya hablo de eso.
En fin, como te estaba contando, el señor Pantoja no me perdonó nunca mi escapada con el pobre Teófilo, no me ha dejado volver a Pantilandia, por más que le rogué tanto, y me imagino que ahora, después de lo que te he contado, sanseacabó para siempre. Pero una tiene que vivir ¿no, Sinchi? Porque otra de las prohibiciones del señor Pan Pan es hablar de Pantilandia. A nadie, ni a la familia ni a los amigos, y si a una le preguntan, negar que existe. ¿No es otro absurdo? Como si hasta las piedras no supieran en Iquitos lo que es Pantilandia y quiénes son visitadoras. Pero, qué quieres, Sinchi, cada cual con sus manías, y al señor Pantoja le sobran. No, no es cierto eso que dijiste una vez, que lleva Pantilandia con salmuera y látigo, como un negrero. Hay que ser justos. Lo tiene todo muy organizadito, otra manía suya es el orden. Todas decíamos esto no parece bulín sino cuartel. Hace formar, pasa lista, hay que estar quietas y mudas cuando él habla. Sólo faltaba que nos tocaran corneta y nos hicieran desfilar, una gracia. Pero esas manías más bien eran chistosas y se las aguantábamos porque en lo demás era justo y buena gente. Sólo cuando se encamotó, se enamoró de la Brasileña, comenzaron las injusticias para favorecerla, por ejemplo hacía que le dieran el único camarote individual de Eva en los viajes. Lo tiene dominado, te juro. Oye, ¿vas a poner eso también? Mejor bórralo, no quiero líos con la Brasileña, es medio bruja y a lo mejor me echa mal de ojo. Además, ya tiene un par de cadáveres a la espalda, acuérdate. Borra lo que dije de ella y del señor Pantoja, al fin y al cabo cada cristiano tiene derecho de encamo, de enamorarse de quien más le guste y lo mismo cada cristiana ¿no te parece? Yo creo que el señor Pantoja me hubiera perdonado mi escapada con Teófilo, si no le hubiera escrito esa carta a su señora, que ni se la escribí yo, se la dicté a mi prima Rosita, la maestra. Ésa fue la peor metida de pata y por eso me fregué, Sinchi, yo misma me puse la puntilla. Qué quieres, estaba desesperada, muriéndome de hambre, hubiera hecho cualquier cosa para que me volviera a contratar el señor Pan-Pan. Y también quería ayudarlo a Teófilo, lo tenían al hambre en un calabozo de Borja. Es verdad que Rosita me advirtió: «Vas a hacer una locura, prima». En fin, a mí no me parecía. Se me ocurrió que podría tocarle las fibras del corazón a su esposa, que ella se compadecería, le hablaría a su marido y el señor Pantoja me recibiría de nuevo. Es la única vez que lo he visto tan furioso, parecía que me iba a matar. Yo, tonta, creyéndome que su señora le habría intercedido, que ya estaría blando, fui a verlo a Pantilandia segura que me iba a decir te perdono, una multa, a la revista médica y adentro de nuevo. Sólo le falto sacar revólver, Sinchi. Hasta lisuras me dijo, él que no acostumbra usar malas palabras. Tenía los ojos rojos, se le iba la voz, echaba espuma. Que yo le había destruido su matrimonio, que le había dado una puñalada en el corazón a su esposa, que se había desmayado su madre. Tuve que salir corriendo de Pantilandia porque creí que me iba a pegar. También, pobre ¿no, Sinchi? Su señora no sabía nada de nada, al señor Pan Pan se le descubrió el pastel con mi carta. Qué metida de pata, pero yo no soy adivina, como iba a pensar que su señora era tan inocente que no sabía haciendo qué cosa se ganaba los frejoles su marido. Hay gente cándida en el mundo ¿no? Parece que la mujer lo abandonó y se llevó la hijita a Lima. Mira qué tremenda pelotera se armó por mi culpa. Y aquí me tienes, pues, otra vez de «lavandera». El Moquitos no ha querido recibirme, porque lo dejé para irme a Pantilandia. Ha puesto esa ley, si no se quedaría sin mujeres en sus casas: la que entra a trabajar donde el señor Pan Pan no vuelve nunca más a los bulines de Moquitos. Así que aquí estoy otra vez como al principio, caminando para arriba y para abajo, sin siquiera poder pagar un cafiche. Todo estaría muy bien si encima no me hubieran salido várices, mira mis pies, ¿has visto algo más hinchado, Sinchi? Y a pesar del calor tengo que andar con medias gruesas para que no se vean las venas saltadas, si no jamás levantaría un cliente. En fin, ya no sé qué más contarte, Sinchi, ya se me acabó la historia.
—Bueno, muy bien, Maclovia, efectivamente, te agradecemos tu franqueza y espontaneidad, en nombre de los radioescuchas de LA VOZ DEL SINCHI, de Radio Amazonas, quienes, estamos seguros, comprenden tu drama y se apiadan de tu suerte. Te estamos muy reconocidos por tu valiente testimonio denunciando las escabrosas actividades del Barba Azul del río Itaya, aunque no te demos la razón en creer que todas tus calamidades vienen de tu salida de Pantilandia. Nosotros pensamos que el turbio señor Pantoja, al despedirte, te hizo un gran servicio, por supuesto que sin proponérselo, dándote la oportunidad de regenerarte y volver a la vida honrada y normal, lo que esperamos desees y logres pronto. Muy buenas tardes, Maclovia.
Breves arpegios. Avisos comerciales grabados en disco y cinta, 30 segundos. Breves arpegios.
Las últimas palabras de esta desgraciada mujer cuyo testimonio acabamos de llevar a vuestros oídos, queridos radioescuchas —me refiero a la ex visitadora Maclovia— han puesto dramáticamente el dedo en la llaga de un asunto trágico y doloroso que retrata, mejor que una fotografía o una película en technicolor, la idiosincrasia del personaje que luce en su prontuario la gris hazaña de haber creado en Iquitos la más insospechada y multitudinaria casa de perdición del país y, tal vez, de Sudamérica. Porque, en efecto, es cierto y fehaciente que el señor Pantaleón Pantoja tiene una familia, o mejor dicho tenía, y que ha venido llevando una doble vida, hundido por una parte de la ciénaga pestilencial del negocio del sexo y, por otra parte, aparentando una vida hogareña digna y respetable, al amparo de la ignorancia en que tenía a sus seres queridos, su esposa y su menor hijita, de sus verdaderas y pingües actividades. Por un día se hizo la luz de la verdad en el infeliz hogar y la ignorancia de su esposa siguió el espanto, la vergüenza y, con justísima razón, la ira. Dignamente, con toda la nobleza de madre ofendida, de esposa engañada en lo más sagrado de su honor, tomó esta honesta dama la determinación de abandonar el hogar mancillado por el escándalo. En el aeropuerto «Teniente Bergerí», de Iquitos, para dar testimonio de su dolor y para acompañarla hasta la escalerilla de la moderna aeronave Faucett que habría de alejarla por los aires de nuestra querida ciudad, ¡ESTABA EL SINCHI!:
Breves arpegios, sonido de motor de avión que be, baja y queda como fondo sonoro.
—Muy buenas tardes, distinguida señora. ¿Es usted la señora Pantoja, no es cierto? Encantado de saludarla.
—Sí, yo soy. ¿Quién es usted? ¿Y eso que tiene en la mano? Gladicyta, hijita, cállate, me rompes los nervios. Alicia, dale su chupón a ver si se calla esta criatura.
—El Sinchi, de radio Amazonas, a sus órdenes, respetable señora. ¿Me permite robarle unos segundos de su precioso tiempo para una entreviste de cuatro palabras?
— ¿Una entrevista? ¿A mí? Pero a cuento de qué.
—De su esposo, señora. Del celebérrimo y muy conocido Pantaleón Pantoja.
—Vaya a hacerle la entrevista a él mismo, señor, yo no quiero saber nada de esa personita ni de su celebridad, que me da risa, ni de esta ciudad asquerosa que espero no volver a ver ni en pintura. Un permisito, por favor. Retírese de ahí, señor, no ve que puede darle un pisotón a la bebita.
—Comprendo su dolor, señora, y nuestros oyentes lo comprenden y sepa que cuenta con toda nuestra simpatía. Sabemos que sólo el sufrimiento puede empujarla a referirse de esa manera ofensiva a la Perla del Amazonas, que no le ha hecho nada. Más bien su esposo le está haciendo mucho daño a esta tierra.
—Perdóname, Alicita, ya sé que tú eres loretana, pero te juro que he sufrido tanto en esta ciudad que la odio con toda mi alma y no volveré nunca, tendrás que venir tú a verme a Chiclayo. Mira, se me llenan otra vez los ojos de lágrimas y delante de todo el mundo, Alicia, ay qué vergüenza.
—No llores, Pochita linda, no llores, ten carácter. Y yo idiota que no traje pañuelo. Dame, pásame a Gladycita, yo te la tengo.
—Permítame ofrecerle mi pañuelo, distinguida señora. Tenga, por favor, le suplico. No se avergüence de llorar, el llanto es a una dama lo que el rocío a las flores, señora Pantoja.
—Pero qué quiere usted aquí todavía, oye Alicia, qué tipo tan cargoso. ¿No le he dicho que no le voy a dar ningún reportaje sobre mi marido? Que no lo será por mucho tiempo, además, porque te juro, Alicia, llegando a Lima voy donde el abogado y le planteo el divorcio. A ver si no me dan la custodia de Gladycita con las porquerías que está haciendo aquí ese desgraciado.
—Justamente, de eso mismo nos atrevíamos a esperar una declaración suya, aunque fuera muy breve, señor Pantoja. Porque usted no ignora, por lo visto, el insólito negocio en que…
—Váyase, váyase de una vez si no quiere que llame a la policía. Ya me está llegando a la coronilla, le advierto, no estoy de humor para aguantar malacrianzas en este momento.
—Mejor no lo insultes, Pochita, si te ataca en su programa qué va a decir la gente, más habladurías. Por favor, señor, compréndala, ella está muy mortificada, se está yendo de Iquitos, no tiene ánimos para hablar por radio de su viacrucis. Usted tiene que entenderlo.
—Por supuesto que lo entendemos, estimable señorita. Sabedores de que la señora Pantoja se disponía a partir debido a las actividades poco recomendables a que se dedica el señor Pantoja en esta ciudad y que han merecido la reprobación enérgica de la ciudadanía, nosotros…
—Ay que vergüenza, Alicia, si todo el mundo está enterado, si todo el mundo lo sabía menos yo, qué tal boba, qué tal idiota, lo odio a ese bandido, como ha podido hacerme eso. No le volveré a hablar nunca, te juro, no dejaré que vea a Gladycita para que no la manche.
—Cálmate, Pocha. Mira, ya están llamando, ya parte tu avión. Que pena que te vayas, Pochita. Pero tienes razón, hija, se ha portado tan mal ese hombre que no merece vivir contigo. Gladycita, amorosa, un besito a su tía Alicia, besito, besito.
—Te escribo llegando, Alicia. Mil gracias por todo, no sé qué hubiera hecho sin ti, has sido mi paño de lágrimas estas semanas tan horribles. Ya sabes, no le vayas a decir nada a Panta ni a la señora Leonor hasta dentro de dos o tres horas, no sea que llamen por radio y hagan regresar el avión. Chau, Alicia, chaucito.
—Muy buen viaje, señora Pantoja. Parta usted con los mejores deseos de nuestros oyentes y con nuestra comprensión generosa por su drama que es también, en cierto modo, el de todos nosotros y el de nuestra querida ciudad.
Breves arpegios. Avisos comerciales en disco y cinta, 30 segundos. Breves arpegios.
Y en vista de que el reloj Movado de nuestros estudios señala que son ya las 18 horas 30 minutos exactas de la tarde, debemos cerrar nuestro programa, con este impresionante documento radiofónico que patentiza como, en su negra odisea, el señor de Pantilandia no ha vacilado en llevar dolor y quebranto a su propia familia, igual que lo viene haciendo con esta tierra cuyo único delito ha sido recibirlo y darle hospitalidad. Muy buenas tardes, queridos oyentes. Han escuchado ustedes.
Compases del vals La Contamanina; suben, bajan y quedan como fondo sonoro.
¡LA VOZ DEL SINCHI!
Compases del vals La Contamanina; suben, bajan y quedan como fondo sonoro.
Media hora de comentarios, críticas, anécdotas, informaciones, siempre al servicio de la verdad y la justicia. La voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones de toda la Amazonía. Un programa vivo y sencillamente humano, escrito y radiado por el conocido periodista Germán Láudano Rosales, EL SINCHI, que propala diariamente, de lunes a sábado, entre 6 y 6 y 30 de la tarde, Radio Amazonas, la primera emisora del Oriente Peruano.
Compases del vals La Contamanina; suben, bajan y se cortan totalmente.
*
Noche del 13 al 14 de febrero de 1958
Resuena el gong, el eco queda vibrando en el aire y Pantaleón Pantoja piensa: «Se ha ido, te ha abandonado, se ha llevado a tu hija». Se halla en el puesto de mando, las manos apoyadas en la baranda, rígido y sombrío. Trata de olvidar a Pochita y a Gladys, se esfuerza por no llorar. Ahora, además, está sobrecogido de terror. Ha vuelto a resonar el gong y él piensa: «Otra vez, otra vez, el maldito desfile de los dobles otra vez». Transpira, tiembla, su corazón añora los veranos cuando podía correr a hundir la cara en las faldas de la señora Leonor. Piensa: «Te ha dejado, no veras crecer a tu hija, jamás volverán». Pero, haciendo de tripas corazón, se sobrepone y concentra en el espectáculo.
A primera vista, no hay motivo para alarmarse. El patio del centro logístico se ha extendido lo suficiente para hacer las veces de un coliseo o de un estadio, pero, fuera de sus proporciones magnificadas, es idéntico a sí mismo: ahí están los altos tabiques constelados de carteles con consignas, proverbios e instrucciones, las vigas pintadas con los colores simbólicos rojo y verde, las hamacas, los casilleros de las visitadoras, el biombo blanco de la Asistencia Sanitaria y los dos portones de madera con la tranquera caída. No hay nadie. Pero ese paisaje familiar y deshabitado no tranquiliza a Pantaleón Pantoja. Su recelo crece y un zumbido tenaz perturba sus oídos. Está derecho, asustado, esperando y repitiéndose: «Pobre Pochita, pobre Gladycita, pobre Pantita». Elástico y demorado, el sonido del gong lo hace brincar en el asiento: va a comenzar. Apela a toda su voluntad, a su sentido del ridículo, pide secretamente ayuda a Santa Rosa de Lima y al niño-mártir de Moronacocha para no levantarse, bajar la escalerilla a saltos y salir corriendo como alma que lleva el diablo del centro logístico.
Se acaba de abrir (suavemente) el portón del embarcadero y Pantaleón Pantoja divisa siluetas borrosas, en posición de atención, aguardando la orden de ingresar al centro logístico. «Los dobles, los dobles», piensa, con los pelos de punta, sintiendo que su cuerpo comienza a helarse de abajo a arriba: los pies, los tobillos, las rodillas. Pero el desfile se ha iniciado ya y nada justifica su pánico. Se trata sólo de cinco soldados que, en fila india, van avanzando desde el portón hacia el puesto de mando, cada uno tirando una cadena al extremo de la cual trota, brinca, se agita ¿qué? Presa de una ansiedad que empapa sus manos y entrechoca sus dientes, Pantaleón Pantoja adelanta la cabeza, aguza la mirada, escudriña con avidez: son perritos. Un suspiro de alivio hincha y deshincha su pecho: le vuelve el alma al cuerpo. No hay nada que temer, su aprensión era estúpida, no son los dobles sino diversos exponentes del mejor amigo del hombre. Los números se han acercado pero todavía siguen lejos del puesto de mando. Ahora Pantaleón Pantoja los distingue mejor: entre soldado y soldado hay varios metros de luz y los cinco animalitos están arreglados primorosamente, como para un concurso. Se advierte que han sido bañados, trasquilados, cepillados, peinados, perfumados. Todos llevan en el pescuezo, además del collar, cintas rojiverdes con coquetos rosetones y nudos mariposa. Los números marchan muy serios, mirando al frente, sin apurarse ni retrasarse, cada cual a poca distancia del animal a su cuidado. Los perritos se dejan llevar dócilmente. Son de distinto color, forma y tamaño: salchicha, danés, pastor, chihuahua y lobo. Pantaleón Pantoja piensa: «He perdido a mi esposa y a mi hija, pero, al menos, lo que va a ocurrir aquí no será tan atroz como otras veces». Ve acercarse a los números y se siente sucio, malvado, herido y tiene la impresión de que a lo largo y a lo ancho de su cuerpo se está propagando una erupción de sarna.
Cuando vuelve a resonar el gong —la vibración esta vez es ácida y como reptilinea— Pantaleón Pantoja sufre un sobresalto y se mueve intranquilo en el asiento. Piensa: «Cría cuervos y te sacarán los ojos». Hace un esfuerzo y mira: sus ojos saltan en las órbitas, su corazón late tan fuerte que podría estallar como bolsa de plástico. Se ha aferrado a la baranda y los dedos le duelen de tanto presionar la madera. Los números están ya muy cerca y podría reconocer sus facciones si los observara. Pero sólo tiene ojos para lo que tropieza, rueda y zangolotea al extremo de las cadenas: allí donde estaban los perros hay ahora unas formas grandes, animadas y horribles, unos seres que lo repelen y fascinan. Quisiera examinarlos uno por uno, al detalle, grabar sus abruptas imágenes antes que desaparezcan, pero no puede individualizarlos: su mirada salta de uno a otro o los abarca a la vez. Son enormes, entre humanos y simiescos, con colas que chicotean en el aire, muchos ojos, mamas que besan el suelo, cuernos color ceniza, escamas palpitantes, jorobadas pezuñas que chirrían como barrenos en la losa, trompas velludas, babas y lenguas aureoladas de moscas. Tienen labios leporinos, costras sanguinolentas, narices de las que penden hilachas de mocos y pies acorazados de callos, encrespados de uñeros y juanetes, y pelambres como púas donde piojos gigantes se balancean y saltan igual que monitos en el bosque. Pantaleón Pantoja decide echarse el alma a la espalda y huir. El terror le arranca los dientes que rebotan sobre sus rodillas como granos de maíz: han atado sus manos y pies a la baranda y no podrá moverse hasta que ellos pasen frente al puesto de mando. Está rogando que alguien dispare, le vuele la tapa de los sesos y acabe con este suplicio de una vez.
Pero ha vuelto a resonar el gong —su eco interminable vibra en cada uno de sus nervios— y ahora el primer número está pasando en cámara lenta frente al puesto de mando. Atado, afiebrado, amordazado, Pantaleón Pantoja ve: no es un perro ni un monstruo. La figura encadenada que le sonríe con picardía es una señora Leonor en cuyos rasgos se han injertado, sin sustituirlos, los de Leonor Curinchila, y a cuyo flaco esqueleto se han añadido —«una vez más», piensa, tragando hiel, Pantaleón Pantoja— las tetas, las nalgas, los rollos y el andar protuberante de Chuchupe. «No importa que Pocha se haya ido, hijito, yo te seguiré cuidando», dice la señora Leonor. Hace una reverencia y se aleja. No tiene tiempo de reflexionar pues ahí está el segundo número: la cara es la del Sinchi, y también la corpulencia, la desenvoltura animal y el micrófono que lleva en la mano. Pero el uniforme y las estrellas de general son del Tigre Collazos y asimismo la manera de bombear el pecho, de rascarse el bigote y el aplomo campechano de la sonrisa y el transparente don de mando. Se detiene un instante, justo el tiempo necesario para llevarse el micro a la boca y rugir: «Ánimo, capitán Pantoja: Pochita será la estrella del Servicio de Visitadoras de Chiclayo. En cuanto a Gladycita, la nombraremos mascota de nuestros convoyes». El número da un tirón a la cadena y el Sinchi Collazos se aleja saltando en un pie. Ahora está frente a él, calvo, diminuto en su uniforme verde, mostrándole la espada desenvainada que rutila menos que sus ojos sarcásticos, el general Chupito Scavino. Ladra: «¡Viudo, cornudo, cojudo! ¡Pantaleón, maricón, huevón!». Se aleja a paso ligero, moviendo airosamente la cabeza en su collar. Pero ahí está ya, admonitivo y severo en su sotana oscura, bendiciéndolo fríamente, un comandante Beltrán de ojos rasgados y voz amermelada: «En el nomble del máltil de Molonacocha lo condeno a quedase sin mujel y sin hijita pala siemple, señol Pantaleón». Tropezando en la orla de su sotana y sacudido de risa el padre Porfirio se aleja tras de los otros. Y ahí está la que cierra el desfile. Pantaleón Pantoja lucha, muerde, trata de zafarse las manos para pedir perdón, soltarse la mordaza para suplicar, pero sus esfuerzos son inútiles y la figura de graciosa silueta, negra cabellera, tez leonada y labios carmesí está allí abajo, nimbada de una inacabable tristeza. Piensa: «Te odio, Brasileña». La figurilla sonríe afligida y su voz se llena de melancolía: «¿Ya no reconoces a tu Pochita, Panta?». Da media vuelta y se aleja, arrastrada por el número, que tira de la cadena con fuerza. Se siente borracho de soledad, furor y espanto mientras el gong martilla estrepitosamente en sus oídos.