—DESPIERTA, Panta —dice Pochita—. Pantita, ya son las seis.
—¿Se ha movido el cadetito? —se frota los ojos Panta—. Deja tocal baliguita.
—No hables como idiota, que te ha dado por imitar a los chinos —hace un gesto de fastidio Pochita—. No, no se ha movido. Toca, ¿sientes algo?
—Estos locos de los «hermanos» resultaron cosa seria —agita El Oriente Bacacorzo—. ¿Vio lo que hicieron en Moronacocha? Para meterles bala, carajo.
Menos mal que la policía les está dando una batida en regla.
—Despierte, cadete Pantojita —pega la oreja al ombligo de Pochita Panta—. ¿No ha oído la diana? Qué espela, despiete, despiete.
—No me gusta que hables así, ¿no ves que estoy tan nerviosa con lo del niñito de Moronacocha? —reniega Pochita—. No me aprietes la barriga tan fuerte, vas a hacerle daño al bebe.
—Pero, amor, estoy bromeando —se estira los ojos con dos dedos Panta—. Se me pega la manera de hablar de uno de mis ayudantes. ¿Te vas a enojar por ese adefesio? Anda, dame un besito.
—Tengo miedo de que el cadete se haya muerto —se soba la barriga Pochita—. No se movió anoche, no se mueve esta mañana. Le pasa algo, Panta.
—Nunca he visto un embarazo tan normal, señora Pantoja —la tranquiliza el doctor Arizmendi—. Todo va muy bien, no se preocupe. Lo único, cuidar los nervios.
Y para eso, ya sabe, ni acordarse ni hablar de la tragedia de Moronacocha.
—Bueno, a levantase y hacel los ejecicios, señol Pantoja —salta de la cama Panta—. Aliba, aliba.
—Te odio, muérete, por qué no me das gusto —le tira una almohada Pochita—. No hables como chino, Panta.
—Es que estoy contento, chola, las cosas van marchando —abre y cierra los brazos, se levanta y se agacha Panta—. Nunca creí sacar adelante la misión que me dio el Ejército. Y en sólo seis meses he progresado tanto que yo mismo me asombro.
—Al principio te fastidiaba ser espía, tenías pesadillas y llorabas y gritabas de dormido —le saca la lengua Pochita—. Pero ahora estoy notando que el Servicio de Inteligencia te encanta.
—Claro que estoy enterado de ese horror —asiente el capitán Pantoja—. Imagínese que mi pobre madre alcanzó a ver el espectáculo, Bacacorzo. Se desmayó de la impresión, por supuesto, y ha pasado tres días en la clínica, bajo tratamiento médico, con los nervios hechos trizas.
—¿No tenías que salir a las seis y media, hijito? —asoma la cabeza la señora Leonor—. Ya está tu desayuno servido.
—Me ducho en un dos pol tles, mamacita —hace flexiones, boxea con su sombra, salta la cuerda Panta—. Buenos días, señola Leonol.
—Qué le pasa a tu marido que anda así —se sorprende la señora Leonor—. Tú y yo con el alma en un hilo por lo que ha pasado en esta ciudad y él más alegre que un canario.
—El sequeto es la Blasileña —murmura el Chino Porfirio—. Te lo julo, Chuchupe. La conoció anoche, donde Aladino Pandulo y quedó bizco. No podía disimulal, se le tocían los ojos de la admilación. Esta vez cayó, Chuchupe.
—¿Sigue tan bonita o ya se desmejoró algo? —dice Chuchupe—. No la veo desde antes que se fuera a Manaos. Entonces no se llamaba Brasileña, Olguita nomás.
—Tumba al suelo de buena moza, y además de ojos; tetitas y pienas, que toda la vida fuelon de escapalate, ha echado un magnífico culo —silba, manosea el aire el Chino Porfirio—. Se entiende que dos tipos se matalán pol ella.
—¿Dos? —niega con la cabeza Chuchupe—. Sólo el gringuito misionero, que yo sepa.
—¿Y el estudiante, mamy? —se hurga la nariz Chupito—. El hijo del Prefecto, el ahogado de Moronacocha. También se suicidó por ella.
—No, ése fue accidente —le aparta la mano de la nariz y le alcanza un pañuelo Chuchupe—. El mocoso ya se había consolado, venía otra vez a Casa Chuchupe y se ocupaba con las chicas de lo más bien.
—Pero en la cama las hacía llamarse a todas Olguita —se suena y devuelve el pañuelo Chupito—. ¿No te acuerdas cómo nos reíamos espiándolo, mamy? Se arrodillaba y les besaba los pies imaginándose que eran ella. Se mató por amor, estoy seguro.
—Yo sé pol qué dudas, mujel de hielo —se toca el pecho el Chino Porfirio—. Poque a ti te falta lo que a Chupón y a mí nos sobla: colazón.
—Pobre, la compadezco señora Leonor —se estremece Pochita—. Si yo, que sólo conozco el crimen de oídas y de leídas, tengo pesadillas y me despierto creyendo que están crucificando al cadetito, cómo no va a estar usted medio loca, habiendo visto a la criatura con sus propios ojos. Ay, señora Leonor, hablo de eso y se me escarapela el cuerpo, le digo.
—Vaya Olguita, se ha pasado la vida haciendo estragos —filosofa Chuchupe—. Y apenas regresa de Manaos me la pescan trabajando en plena vermouth del cine Bolognesi con un teniente de la Guardia Civil. ¡Las cosas que habrá hecho en el Brasil!
—Una mujer de rompe y raja, como a mí me gustan —se muerde los labios Chupito—. Bien servida de aquí y de acá, un álamo de alta y hasta parece que inteligente.
—¿Quieres que te ahogue en el río, feto de piojo? —le da un empujón Chuchupe.
—Era una broma para hacerte rabiar, mamy —brinca, la besa, suelta una carcajada Chupito—. Para mi corazoncito sólo tú existes. A las otras, las veo con los ojos de la profesión.
—¿Y el señor Pantoja ya la contrató? —dice Chuchupe—. Qué bueno sería verlo caer por fin en las redes de una mujer: los enamorados siempre se ponen blandos. Él es demasiado recto, le hace falta.
—Quiele, pelo no le alcanza la platita —bosteza el Chino Porfirio—. Ah, qué sueño, lo único que no me gusta del Sevicio son estas levantadas al alba. Ahí llegan las muchachas, Chupón.
—Pude darme cuenta desde que baje del taxi —se entrechocan los dientes de la señora Leonor—. Pero no me di, Pochita, pese a que noté el Arca más llena que otras veces y a que todo el mundo estaba, no sé, medio histérico. Rezaban, lloraban a gritos, había electricidad en el aire. Y, encima, esos truenos y relámpagos.
—Buenos días, visitadoras contentas y alegres —canta Chupito—. A ver, me van formado cola para la revista médica. Por orden de llegada y sin pelearse. Como en el cuartel, como le gusta a Pan-Pan.
—Que ojos de mala noche, Pichuza —la pellizca en la mejilla el Chino Porfirio—. Se nota que no te basta el Servicio.
—Si sigues trabajando por tu cuenta, no durarás mucho aquí —advierte Chuchupe—. Ya se lo has oído mil veces a Pan-Pan.
—Hay incompatibilidad entre visitadora y puta, con perdón de la expresión —sentencia el señor Pantoja—. Ustedes son funcionarias civiles del Ejército y no traficantes del sexo.
—Pero si no he hecho nada, Chuchupe —le muestra las uñas a Porfirio, se da una palmada en el trasero y zapatea Pichuza—. Tengo mala cara porque estoy con gripe y me desvelo en las noches.
—Ya no hable de eso, señora Leonor —la abraza Pochita—. El médico le ha recetado no pensar en ese niño y lo mismo a mí, acuérdese. Dios mío, pobre criatura. ¿Seguro que ya estaba muertecito cuando lo vio? ¿O agonizaba todavía?
—Juré que no pasaría más la revista médica y no la voy a pasar, Chupo —se coloca los puños en las caderas Pechuga—. Ese enfermero es un vivo, a mi no me pone nunca más la mano encima.
—Entonces te la pondré yo —grita Chupito—. ¿No has leído ese cartel? Lee, lee ¿qué mierda dice?
—«Las ordenes se obedecen sin dudas ni murmuraciones» —lee Chuchupe.
—¿No has leído este otlo? —grita el Chino Porfirio—. Ya tiene más de un mes colgado ahí.
—«Solo se puede alegar contra una orden después de cumplirla» —lee Chuchupe.
—No los he leído porque no sé leer —se ríe Pechuga—. Y a mucha honra.
—La Pechuga tiene razón, Chuchupe —se adelanta Peludita—. Ése es un abusivo, la revista médica es su gran viveza para aprovecharse. Con el cuento de buscar enfermedades, nos mete la mano hasta el cerebro.
—La última vez tuve que darle un sopapo —se rasca la espalda Coca—. Me mando un mordisco aquí, justo donde me dan esos calambres que usted sabe.
—A la cola, a la cola y no protesten que el enfermero también tiene su corazoncito —da palmadas, sonríe, las arrea Chuchupe—. No sean malagradecidas, qué más quieren que el Servicio las haga examinar y las tenga siempre sanitas.
—¡Formen cola y vayan pasando, chuchupitas! —ordena Chupito—. Pan-Pan quiere que los convoyes estén listos para la partida cuando él llegue.
—Sí, creo que ya estaba, ¿acaso no dicen que lo clavaron apenas comenzó el aguacero? —le tiembla la voz a la señora Leonor—. Por lo menos, cuando yo lo vi no se movía ni lloraba. Y mira que lo vi desde muy, muy cerca.
—¿Le transmitió al general Scavino mi solicitud? —apunta a una garza que se asolea en la rama de un árbol, dispara y falla el capitán Pantoja—. ¿Acepta recibirme?
—Lo espera en la Comandancia a las diez de la mañana —mira al animal alejarse aleteando frenético sobre los árboles el teniente Bacacorzo—. Pero aceptó a regañadientes, ya sabe que el Servicio de Visitadoras no ha contado nunca con su aprobación.
—Lo sé de sobra, en siete meses sólo he podido verlo una vez —vuelve a levantar la escopeta y dispara contra la caparazón vacía de una tortuga y la hace brincar con el polvo el capitán Pantoja—. ¿Cree que es justo, Bacacorzo? Encima de que se trata de una misión difícil, Scavino me tiene entre ojos, me cree un personaje tenebroso. Como si yo hubiera inventado el Servicio.
—No lo ha inventado, pero ha hecho maravillas con él, mi capitán —se tapa los oídos el teniente Bacacorzo—. El Servicio de Visitadoras es ya una realidad y en las guarniciones no sólo es aprobado sino aclamado. Debe sentirse satisfecho de su obra.
—Todavía no puedo, qué esperanza —arroja los cartuchos vacíos, se limpia la frente, vuelve a cargar la escopeta y se la pasa al teniente el capitán Pantoja—. ¿No se da cuenta? La situación es dramática. A costa de economías y de grandes esfuerzos, aseguramos 500 prestaciones semanales. Eso nos saca muelas, nos tiene boqueando. ¿Y sabe que demanda deberíamos cubrir? ¡Diez mil, Bacacorzo!
—Tiempo al tiempo —apunta apenas a un arbusto, dispara y mata una paloma el teniente Bacacorzo—. Estoy seguro de que con su tenacidad y su sistema de trabajo, conseguirá llegar a esos diez mil polvitos, mi capitán.
—¿Diez mil semanales? —arruga la frente el general Scavino—. Es una exageración delirante, Pantoja.
—No, mi general —se colorean las mejillas del capitán Pantoja—: una estadística científica. Mire estos organigramas. Se trata de un cálculo cuidadoso y, más bien, conservador. Aquí, vea: diez mil prestaciones semanales corresponden a la «necesidad psicológico biológica primaria». Si intentáramos cubrir la «plenitud viril» de clases y soldados, la cifra sería de 53 200 prestaciones semanales.
—¿Cierto que el pobre angelito sangraba todavía de sus manitos y de sus piecesitos, señora? —balbucea, abre mucho los ojos, la boca Pochita—. ¿Que todos los hermanos y hermanas se empapaban con la sangre que chorreaba del cuerpecito?
—Me va a dar un sincope —jadea el padre Beltrán—. ¿Quién le ha metido en la mollera esa aberración? ¿Quién le ha dicho que la plenitud viril sólo se alcanza fornicando?
—Los más destacados sexólogos, biólogos y psicólogos, Padre —baja los ojos el capitán Pantoja.
—¡Le he dicho que me llame comandante, carajo! —ruge el padre Beltrán.
—Perdón, mi comandante —choca los talones, se confunde, abre un maletín, saca papeles el capitán Pantoja—. Me he permitido traerle estos informes. Son extractos de obras de Freud, de Havelock Ellis, de Wilhelm Steckel, de Selecciones y del doctor Alberto Seguín, nuestro compatriota. Si prefiere consultar los libros, los tenemos en la biblioteca del centro logístico.
—Porque además de mujeres, también distribuye pornografía por los cuarteles —golpea la mesa el padre Beltrán—. Lo sé muy bien, capitán Pantoja. En la guarnición de Borja, su ayudante el enano repartió estas inmundicias: Dos noches de placer y Vida, pasión y amores de María la Tarántula.
—A fin de acelerar la erección de los números y ganar tiempo, mi comandante —explica el capitán Pantoja—. Lo hacemos de manera regular, ahora. El problema es que no tenemos suficiente material. Son ediciones fenicias, se deterioran al primer manoseo.
—Tenía sus ojitos cerrados, la cabecita caída sobre el corazón, como un Cristo chiquito —junta las manos la señora Leonor—. De lejos parecía un monito, pero el cuerpo tan blanco me llamó la atención. Me fui acercando, llegué al pie de la cruz y entonces me di cuenta. Ay, Pochita, me estaré muriendo y todavía veré al pobre angelito.
—O sea que no fue una vez, ni iniciativa de ese enano satánico —aceza, suda, se ahoga el padre Beltrán—. Es el mismísimo Servicio de Visitadoras quien regala esos folletos a los soldados.
—Los prestamos, no hay presupuesto para regalarlos —aclara el capitán Pantoja—. Un convoy de tres a cuatro visitadoras tiene que despachar en una jornada a cincuenta, sesenta, ochenta clientes. Las novelitas han dado buen resultado y por eso las usamos. El número que va leyendo estos folletos mientras hace la cola, termina la prestación dos y tres minutos antes que el que no. Está explicado en los partes del Servicio, mi comandante.
—Lo habré oído todo antes de morirme, Dios mío —manotea en el perchero, coge su quepí, se lo pone y se cuadra el padre Beltrán—. Nunca imaginé que el Ejército de mi Patria iba a caer en semejante podredumbre.
Esta reunión es muy lastimosa para mí. Permítame retirarme, mi general.
—Siga nomás, comandante —le hace una venia el general Scavino—. Ya ve en qué estado lo pone a Beltrán el maldito Servicio de Visitadoras, Pantoja. Y con razón, claro. Le ruego que en el futuro nos ahorre los detalles escabrosos de su trabajo.
—Cuánto siento lo de tu suegra, Pochita —destapa la olla, prueba con la punta de la cuchara, sonríe, apaga la cocina Alicia—. Habrá sido terrible para ella ver eso ¿Sigue siendo hermana? ¿No la han molestado? Parece que la policía está metiendo presa a toda la gente del Arca, en busca de los culpables.
—¿Para qué ha pedido esta audiencia? Ya sabe que no quiero verlo por aquí —consulta su reloj el general Scavino—. Cuanto más claro y más breve sea, mejor.
—Estamos totalmente desbordados —se angustia el capitán Pantoja—. Hacemos esfuerzos sobrehumanos para ponernos a la altura de nuestras responsabilidades. Pero es imposible. Por radio, por teléfono, por carta nos abruman con solicitudes que no estamos en condiciones de satisfacer.
—Qué mierda pasa, en tres semanas no ha llegado un solo convoy de visitadoras a Borja —se enfurece, sacude el auricular, grita el coronel Peter Casahuanqui—. Tiene usted a mis hombres melancólicos, capitán Pantoja, me voy a quejar a la superioridad.
—Pedí un convoy y me mandaron una muestra —mordisquea la uña del dedo meñique, escupe, se indigna el coronel Máximo Dávila—. ¿Se le ocurre que dos visitadoras pueden atender a ciento treinta números y a dieciocho clases?
—Y qué quieres que haga si no hay más chicas disponibles —mueve las manos, ensaliva el aparato de radio Chuchupe—. ¿Que ponga putas como las gallinas ponen huevos? Además, te mandamos sólo dos pero una era Pechuga, que vale diez. Y por último ¿desde cuándo me usteas tú, Cocodrilo?
—Voy a quejarme a la Comandancia de la V Región por sus discriminaciones y preferencias, punto seguido —dicta el coronel Augusto Valdés—. La guarnición del río Santiago recibe un convoy cada semana y yo uno cada mes, punto. Si cree que los artilleros son menos hombres que los infantes, coma, estoy dispuesto a demostrarle lo contrario, coma, capitán Pantoja.
—No, a mi suegra no la han molestado, pero Panta tuvo que ir a la Comisaría a explicar que la señora Leonor no tenía nada que ver con el crimen —Pochita prueba también la sopa y exclama te salió regia, Alicia—. Y un policía vino a la casa, a hacerle preguntas sobre lo que había visto. Qué va a seguir siendo «hermana», no quiere oír hablar del Arca y al Hermano Francisco lo crucificaría por el mal rato que pasó.
—Todo eso lo sé de sobra y me entristece —asiente el general Scavino—. Pero no me sorprende, cuando se juega con fuego uno se quema. La gente se ha enviciado y, naturalmente, quiere más y más. El error estuvo en comenzar. Ahora no se podrá parar la avalancha, cada día seguirán aumentando las solicitudes.
—Y cada día voy a poder servirlas menos, mi general —se aflige el capitán Pantoja—. Mis colaboradoras están exhaustas y no puedo exigirles más, corro el riesgo de perderlas. Es imprescindible que el Servicio crezca. Le pido autorización para ampliar la unidad a quince visitadoras.
—En lo que a mí concierne, denegado —respinga, agrava el rostro, se frota la calva el general Scavino—. Por desgracia, la última palabra la tienen los estrategas de Lima. Trasmitiré su pedido, pero con recomendación negativa. Diez meretrices a sueldo del Ejército son más que suficientes.
—Le he preparado estos informes, evaluaciones y organigramas sobre la ampliación —despliega cartulinas, señala, subraya, se afana el capitán Pantoja—. Es un estudio muy cuidadoso, me ha costado muchas noches de desvelo. Observe, mi general: con un aumento presupuestario del 22%, dinamizaríamos el volumen operacional en un 60%: de 500 a 800 prestaciones semanales.
—Concedido, Scavino —decide el Tigre Collazos—. La inversión vale la pena. Resulta más barato y más efectivo que el bromuro en los ranchos, que nunca dio resultado. Los partes hablan: desde que entró en funciones el SVGPFA han disminuido los incidentes en los pueblos y la tropa está más contenta. Déjalo que reclute esas cinco visitadoras.
—¿Pero y la Aviación, Tigre? —se revuelve en la silla, se levanta, se sienta el general Scavino—. ¿No ves que tenemos a toda la Fuerza Aérea en contra? Nos ha hecho saber varias veces que desaprueba el Servicio de Visitadoras. También hay oficiales del Ejército y de la Marina que lo piensan: ese organismo no congenia con las Fuerzas Armadas.
—Mi pobre vieja se había encariñado con esos locos del Arca, señor Comisario —cabecea avergonzado el capitán Pantoja—. Iba de cuando en cuando a Moronacocha a verlos y a llevarles ropita para sus niños. Una cosa rara, ¿sabe?, ella nunca había sido dada a las cosas de la religión. Pero esta experiencia la ha curado, le aseguro.
—Dale esa plata, cucufato, y no reniegues tanto —se ríe el Tigre Collazos—. Pantoja lo está haciendo bien y hay que apoyarlo. Y dile que a las nuevas reclutas las elija ricotonas, no te olvides.
—Me da usted una inmensa alegría con la noticia, Bacacorzo —respira hondo el capitán Pantoja—. Ese esfuerzo va a sacar al Servicio de un gran apuro, estábamos al borde del colapso por exceso de trabajo.
—Ya ve, salió con su gusto, puede contratar a cinco más —le entrega un comunicado, le hace firmar un recibo el teniente Bacacorzo—. Qué le importa tener en contra a Scavino y a Beltrán si los jefazos de Lima, como Collazos y Victoria, lo respaldan.
—Naturalmente que no molestaremos a su señora mamá, no se preocupe, capitán —lo toma del brazo, lo acompaña hasta la puerta, le da la mano, le hace adiós el Comisario—. Le confieso que va a ser difícil encontrar a los crucificadores. Hemos detenido a 150 «hermanas» y a 76 «hermanos» y todos lo mismo. ¿Sabes quién clavo al niño? Sí. ¿Quién? Yo. Uno para todos y todos para uno, como en Los tres mosqueteros, esa película de Cantinflas, ¿la vio?
—Además, me va a permitir dar un cambio cualitativo al Servicio —relee el comunicado, lo acaricia con la yema de los dedos, dilata la nariz el capitán Pantoja—. Hasta hoy elegía al personal por factores funcionales, era sólo cuestión de rendimiento. Ahora, por primera vez entrará en juego el factor estético artístico.
—Carambolas —aplaude el teniente Bacacorzo—. ¿Quiere decir que se ha encontrado una Venus de Milo aquí en Iquitos?
—Pero con los brazos completos y una carita de resucitar cadáveres —tose, pestañea, se toca la oreja el capitán Pantoja—. Discúlpeme, tengo que irme. Mi señora está donde el ginecólogo y quiero saber cómo la encuentra. Sólo faltan dos meses para que nazca el cadetito.
—¿Y si en vez de cadetito le nace una visitadorcita, señor Pantoja? —echa a reír, calla, se asusta Chuchupe—. No se moleste, no me mire así. Ah, nunca se le pueden hacer bromas, es usted demasiado serio para sus años.
—¿No has leído esa consigna, tú que debes dar aquí el ejemplo? —señala la pared el señor Pantoja.
—«Ni bromas ni juegos durante el servicio», mami —lee Chupito.
—¿Por qué no está lista la unidad para la inspección? —mira a derecha e izquierda, chasquea la lengua el señor Pantoja—. ¿Terminó la revista médica? Qué esperan para hacer formar y pasar lista.
— ¡Formen fila, visitadoras! —hace bocina con las manos Chupito.
— ¡Vuela volando, mamacitas! —corea el Chino Porfino.
—Y ahora nómbrense y numérense —taconea entre las visitadoras Chupito—. Vamos, vamos, de una vez.
—¡Uno, Rita!
—¡Dos, Penélope!
—¡Tres, Coca!
—¡Cuatro, Pichuza!
—¡Cinco, Pechuga!
—¡Seis, Lalita!
—¡Siete, Sandra!
—¡Ocho, Maclovia!
—¡Nueve, Iris!
—¡Diez, Peludita!
—Entelitas y completas, señol Pantoja —se dobla en una reverencia el Chino Porfirio.
—Se le ha quitado la superstición, pero se está volviendo beata, Panta —traza una cruz en el aire Pochita—. ¿Sabes adónde eran las escapadas de tu mamá que nos tenían tan intrigados? A la iglesia de San Agustín.
—Parte del servicio médico —ordena Pantaleón Pantoja.
—«Efectuada la revista, todas las visitadoras se hallan en condiciones de salir en operación» —descifra Chupito—. «La llamada Coca muestra algunos hematomas en la espalda y brazos, que tal vez perjudiquen su rendimiento en el trabajo. Firmado: Asistente Sanitario del SVGPFA».
—Mentira, ese degenerado me odia por el sopapo que le aventé, quiere vengarse —se baja el cierre, expone el hombro, el brazo, mira con odio a la Enfermería Coca—. Sólo tengo unos rasguñitos que me hizo mi gato, señor Pantoja.
—Bueno, en todo caso eso está mejor, chola —se encoge bajo las sábanas Panta—. Si con los años le ha dado por la religión, mejor que sea por la verdadera y no por creencias bárbaras.
—Un gato que se llama Juanito Marcano y es idéntico a Jorge Mistral —susurra Pechuga al oído de Rita.
—Que tú ya te lo quisieras aunque sea para Fiestas Patrias —zigzaguea como una víbora Coca—. Tetas de chancha.
—Diez soles de multa a Coca y Pechuga por hablar en filas —no pierde la calma, saca un lápiz, un cuaderno el señor Pantoja—. Si crees que estás en condiciones de salir en el convoy, puedes hacerlo, Coca, ya que te autoriza el servicio sanitario, así que no te pongas histérica. Y ahora, plan de trabajo de la jornada.
—Tres convoyes, dos de 48 horas y uno que regresa esta misma noche —emerge de detrás de la formación Chuchupe—. Ya hice el sorteo con los palitos, señor Pantoja. Un convoy de tres chicas al campamento de Puerto América, en el río Morona.
—Quién lo comanda y quiénes lo integran —moja la punta del lápiz en los labios y anota Pantaleón Pantoja.
—Lo comanda este cristiano y van conmigo Coca, Pichuza y Sandra —indica Chupito—. Loco ya está dándole su mamadera a Dalila, así que podemos partir en diez minutos.
—Que Loco se porte bien y no haga las travesuras de siempre, señor Pan-Pan —señala al hidroavión que se balancea en el río y a la figurita que lo cabalga Sandra—. Mire que si me mato, usted sale perdiendo. Le he dejado mis hijitas en herencia. Y tengo seis.
—Diez soles a Sandra, por el mismo motivo que a las otras —levanta el índice, escribe Pantaleón Pantoja—. Lleva tu convoy hacia el embarcadero, Chupito. Buen viaje y a trabajar con temperamento y convicción, muchachas.
—Convoy a Puerto América, nos fuimos —manda Chupito—. Cojan sus maletines. Y ahora, en dirección a Dalila, vuela volando, chuchupitas.
—Los convoyes dos y tres salen en Eva dentro de una hora —da parte Chuchupe—. En el dos, Bárbara, Peludita, Penélope y Lalita. Lo llevo yo, a la guarnición Bolognesi, en el río Mazan.
—¿Y si con tanto susto por el niñito crucificado, el cadete nace fenómeno? —hace pucheros Pochita—. Qué tragedia tan horrible sería, Panta.
—Y el tecelo sigue conmigo aguas aliba, hasta Campo Yavali —surca el aire con la mano el Chino Porfirio—. La vuelta el jueves a mediodía, señol Pantoja.
—Bien, vayan embarcando y a portarse como se pide chumbeque —hace adiós a las visitadoras Pantaleón Pantoja—. Ustedes vengan un momento a mi oficina, Chino y Chuchupe. Tengo que hablarles.
—¿Cinco chicas más? Qué buena noticia, señor Pantoja —se frota las manos Chuchupe—. Apenas regrese este convoy, se las consigo. No habrá ninguna dificultad, hay lluvia de solicitantes. Ya se lo he dicho, nos estamos haciendo famosos.
—Muy mal hecho, nosotros no debemos salir de la clandestinidad —muestra el cartel que dice «En boca cerrada no entran moscas» Pantaleón Pantoja—. Preferiría que me trajeras unas diez candidatas, para elegir yo a las cinco mejores. A cuatro, en realidad, porque la otra, he pensado…
—¡En Olguita la Blasileña! —esculpe senos, caderas, muslos el Chino Porfirio—. Una idea luminosa, señol Pan-Pan. Ese monumento nos da la fama. Vuelvo del viaje y con las mismas se la busco.
—Búscala ahorita y me la traes sin más —se ruboriza, cambia de voz Pantaleón Pantoja—. Antes de que Moquitos la enrole para sus bulines. Tienes todavía una hora, Chino.
—Vaya, qué apuradito, señor Pantoja —rezuma mermelada, azúcar, merengue Chuchupe—. Me están dando unas ganas de volver a verle la cara a la bella Olguita.
—Cálmate, amor, no pienses más en eso —se preocupa, recorta un cartón, lo pintarrajea, lo cuelga Panta—. Desde ahora, queda terminantemente prohibido hablar en esta casa del niño crucificado y de los locos del Arca. Y para que no se te olvide a ti tampoco, mamá, voy a clavar un cartel.
—Encantada de verlo de nuevo, señor Pantoja —se come todo con los ojos, se curva, perfuma el aire, pía la Brasileña—. Así que ésta es la famosa Pantilandia. Vaya, había oído hablar tanto y no podía imaginarme cómo sería.
—¿La famosa qué? —avanza la cabeza, acerca una silla Pantaleón Pantoja—. Siéntate, por favor.
—Pantilandia, así le llama la gente a esto —abre los brazos, luce las axilas depiladas, se ríe la Brasileña—. No sólo en Iquitos, por todas partes. Oí hablar de Pantilandia en Manaos. Qué nombrecito raro ¿vendrá de Disneylandia?
—Me temo que más bien venga de Panta —la observa de arriba abajo, de lado a lado, le sonríe, se pone serio, sonríe de nuevo, transpira el señor Pantoja—. Pero tú no eres brasileña sino peruana ¿no? Por tu manera de hablar, al menos.
—Nací aquí me pusieron eso porque he vivido en Manaos —se sienta, se sube la falda, saca una polvera, se empolva la nariz, los hoyuelos de las mejillas la Brasileña—. Pero, ya ve, todos vuelven a la tierra en que nacieron, como en el vals.
—Mejor sacas de ahí ese cartel, hijito —se tapa los ojos la señora Leonor—. Eso de estar leyendo «Prohibido hablar del mártir» hace que Pochita y yo no hablemos de otra cosa todo el santo día. Tienes unas ideas, Panta.
—¿Y qué cosas se dicen de Pantilandia? —tamborilea en el escritorio, se hamaca en el asiento, no sabe qué hacer con sus manos Pantaleón Pantoja—. ¿Qué has oído por ahí?
—Exageran mucho, no se le puede creer a la gente —cruza las piernas, los brazos, hace dengues, guiños, se humedece los labios mientras habla la Brasileña—. Figúrese que en Manaos decían que era una ciudad de varias manzanas y con centinelas armados.
—Bueno, no te decepciones, sólo estamos comenzando —sonríe, se muestra amable, sociable, conversador Pantaleón Pantoja—. Te advierto que, por lo pronto, ya tenemos un buco y un hidroavión. Pero esa publicidad internacional sí que no me gusta nada.
—Decían que había trabajo para todo el mundo en condiciones fabulosas —alza y baja los hombros, juega con sus dedos, agita las pestañas, cimbra el cuello, ondea los cabellos la Brasileña—. Por eso me ilusioné y tomé el barco. En Manaos dejé a ocho amigas de una casa buenísima haciendo maletas para venirse a Pantilandia. Se van a llevar la misma prendida que yo.
—Si no te importa, te ruego que llames a este lugar el centro logístico en vez de Pantilandia —se esfuerza por parecer serio, seguro y funcional el señor Pantoja—. ¿Te explicó Porfirio para qué te he hecho venir?
—Me adelantó algo —frunce la nariz, las pestañas, entorna los párpados, incendia las pupilas la Brasileña—. ¿Es verdad que hay posibilidades de trabajo para mí?
—Sí, vamos a ampliar el Servicio —se enorgullece, contempla un panel con gráficos Pantaleón Pantoja—. Empezamos con cuatro, luego aumentamos a seis, a ocho, a diez, y ahora habrá quince visitadoras. Quién sabe algún día seremos eso que se dice.
—Me alegro mucho, ya pensaba regresarme a Manaos porque veía aquí la cosa negra —se muerde los labios, se limpia la boca, se examina las uñas, sacude una mota de polvo de su falda la Brasileña—. Me pareció que no le había hecho buena impresión el día que nos conocimos en «La lámpara de Aladino Panduro».
—Te equivocas, me hiciste muy buena, muy buena —ordena lápices, cartapacios, abre y cierra los cajones del escritorio, tose Pantaleón Pantoja—. Te habría contratado antes, pero no lo permitía el presupuesto.
—¿Y se pueden saber el sueldo y las obligaciones, señor Pantoja? —estira el cuello, hace un ramillete con sus manos, trina la Brasileña.
—Tres convoyes semanales, dos por aire y uno por barco —enumera Pantaleón Pantoja—. Y diez prestaciones mínimas por convoy.
—¿Convoyes son los viajes a los cuarteles? —se asombra, palmotea, suelta una carcajada, hace un guiño pícaro, se disfuerza la Brasileña—. Y prestaciones deben ser, ay, qué risa.
—Ahora que déjame decirte una cosa, Alicia —besa la estampita del niño-mártir la señora Leonor—. Si, hicieron una monstruosidad sin nombre. Pero, en el fondo, no era maldad sino miedo. Estaban aterrados con tanta lluvia y creyeron que con el sacrificio Dios aplazaría el fin del mundo. No querían hacerle daño, pensaban que era mandarlo derechito al cielo. ¿No has visto cómo en todas las arcas que descubre la policía, le han levantado altares?
—En cuanto al porcentaje, es 50% de lo deducido a los clases y soldados por planilla —escribe en una hoja, se la entrega, puntualiza Pantaleón Pantoja—. El otro 50% se invierte en mantenimiento. Y ahora, aunque sé que contigo no es necesario, porque lo que vales, hmm, está a la vista, tengo que cumplir con la norma. Quítate el vestido un segundo, por favor.
—Ay, qué lástima —pone cara de duelo, se levanta ensaya unos pasos de maniquí, hace un mohín la Brasileña—. Estoy con mi cosa, señor Pantoja, me vino ayer justamente. ¿Le importaría entrar por la puerta falsa, esta vez? En el Brasil les encanta, incluso lo prefieren.
—Sólo quiero verte, darte el visto bueno —queda rígido, palidece, encrespa las cejas, articula Pantaleón Pantoja—. Es el examen de presencia que deben pasar todas. Tienes una imaginación calenturienta.
—Ah, bueno, ya decía yo dónde va a ser la cosa, si aquí no hay ni siquiera una alfombra —da un golpecito con el pie en el entarimado, sonríe aliviada, se desviste, dobla su ropa, posa la Brasileña—. ¿Le parezco bien? Estoy un poco flaquita, pero en una semana recupero mi peso. ¿Cree que tendré éxito con los soldaditos?
—Sin la menor duda —mira, asiente, se estremece, carraspea Pantaleón Pantoja—. Tendrás más que Pechuga, nuestra estrella. Bueno, aprobada, ya puedes vestirte.
—Y no sólo eso, señora Leonor —examina la imagen, se persigna Alicia—. Figúrese que, además de estampitas y oraciones, también han comenzado a aparecer estatuas del niñito-mártir. Y dicen que en vez de disminuir, ahora hay más hermanos del Arca que antes.
—¿Qué hacen ustedes ahí? —brinca del asiento, va a trancos hacia la escalerilla, acciona furioso Pantaleón Pantoja—. ¿Con qué permiso? ¿No saben que cuando tomo examen está terminantemente prohibido subir al puesto de mando?
—Es que lo busca un señor que se llama Sinchi, señor Pantoja —tartamudea, queda boquiabierto Sinforoso Caiguas.
—Que es urgente y muy importante, señor Panta —observa hipnotizado Palomino Rioalto.
—Fuera de aquí los dos —les obstruye la visión con su cuerpo, da un manazo en la baranda, estira el brazo Pantaleón Pantoja—. Que ese sujeto espere. Fuera, prohibido mirar.
—Bah, no se moleste, a mí no me importa, esto no se gasta —se va poniendo la enagua, la blusa, la falda la Brasileña—. ¿Así que usted se llama Panta? Ahora entiendo lo de Pantilandia. Ah, las ocurrencias de la gente.
—Mi nombre de pila es Pantaleón, como mi padre y mi abuelo, dos militares ilustres —se emociona, se acerca a la Brasileña, alarga dos dedos hacia los botones de su blusa el señor Pantoja—. Ten, deja que te ayude.
—¿No podrías aumentarme el porcentaje a 70%? —ronronea, retrocede hasta pegarse contra él, le echa su aliento a la cara, busca con la mano y aprieta la Brasileña—. La casa está haciendo una buena adquisición, te lo demostraré cuando se me pase la cosa. Sé comprensivo, Panta, no te arrepentirás.
—Suelta, suelta, no me agarres ahí —da un brinquito, se inflama, se avergüenza, se irrita Pantaleón Pantoja—. Tengo que advertirte dos cosas: no puedes tutearme sino tratarme de usted, como todas las visitadoras. Y nunca más esas confianzas conmigo.
—Pero si tenía la bragueta hinchadita, fue para hacerle un favor, no quise ofenderlo —se compunge, apena, asusta la Brasileña—. Perdóneme, señor Pantoja, le juro que nunca más.
—Por una excepción especialísima te daré el 60%, considerando que eres un aporte de categoría para el Servicio —se arrepiente, se serena, la acompaña hasta la escalerilla Pantaleón Pantoja—. Y, además, porque viniste desde tan lejos. Pero ni una palabra, me crearías un lío terrible con tus compañeras.
—Ni una, señor Pantoja, será un secretito entre los dos, un millón de gracias —recobra la risa, las gracias, las coqueterías, baja los peldaños la Brasileña—. Ahora me voy, ya veo que tiene visita. ¿Cuando nadie nos oiga podré decirle señor Pantita? Es más bonito que Pantaleón o que Pantoja. Adiós, hasta lueguito.
—Claro que me parece horrible lo que hicieron, Pochita —levanta el matamoscas, espera unos segundos, golpea y ve caer al suelo el cadáver la señora Leonor—. Pero si los conocieras como yo, te darías cuenta que no son malos de naturaleza. Ignorantes sí, no perversos. Yo los he visitado en sus casas, hablado con ellos: zapateros, carpinteros, albañiles. La mayoría ni siquiera saben leer. Desde que se hacen «hermanos» ya no se emborrachan ni engañan a sus mujeres ni comen carne ni arroz.
—Encantado, mucho gusto, choque esos cinco —hace una reverencia japonesa, cruza el puesto de mando como un emperador, chupa su puro y sopla humo el Sinchi—. A sus órdenes, para todo lo que se le ofrezca.
—Buenos días —olfatea la atmósfera, se desconcierta, tiene un acceso de tos Pantaleón Pantoja—. Tome asiento. ¿En qué puedo servirle?
—Ese portento de mujer que me encontré en la puerta me dio mareos —señala la escalera, silba, se entusiasma, fuma el Sinchi—. Caramba, me habían dicho que Pantilandia era el paraíso de las mujeres y veo que es cierto. Qué lindas flores crecen en su jardín, señor Pantoja.
—Tengo mucho trabajo y no puedo malgastar mi tiempo, así que apúrese —respinga, coge un cartapacio y trata de disipar la nube que lo envuelve Pantaleón Pantoja—. En cuanto a eso de Pantilandia, le prevengo que no me hace gracia. No tengo sentido del humor.
—El nombre no lo inventé yo, sino la fantasía popular —abre los brazos y discursea como ante una rugiente multitud el Sinchi—, la imaginación loretana, siempre tan buida y sápida, tan ingeniosa. No lo tome a mal, señor Pantoja, hay que ser sensitivo para con las creaciones populares.
—Me está usted dando miedo, señora Leonor —se toca la barriga Pochita—. Aunque se haya salido del Arca, en el fondo sigue siendo «hermana», con qué cariño habla de ellos. Ojalá nunca se le ocurra crucificar al cadetito.
—¿Usted no dirige un programa en Radio Amazonas? —tose, se ahoga, se seca los ojos llorosos Pantaleón Pantoja—. ¿A las seis de la tarde?
—Yo mismo, aquí tiene a la famosísima Voz del Sinchi en persona —engola la voz, empuña un micro invisible, declama el Sinchi—. Terror de autoridades corrompidas, azote de jueces venales, remolino de la injusticia, voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones populares.
—Sí, en alguna ocasión he oído su programa, ¿bastante popular, no? —se pone de pie, va en busca de aire puro, respira con fuerza Pantaleón Pantoja—. Muy honrado con su visita. Qué se le ofrece.
—Soy un hombre de mi tiempo, desprejuiciado, progresista, así que vengo a echarle una mano —se levanta, lo persigue, lo arrebosa de humo, le tiende unos dedos fláccidos el Sinchi—. Además, me cae usted simpático, señor Pantoja, y sé que podemos ser buenos amigos. Yo creo en las amistades a primera vista, mi olfato no me falla. Quiero servirlo.
—Muy agradecido —se deja sacudir, palmear los hombros, se resigna a volver al escritorio, a seguir tosiendo Pantaleón Pantoja—. Pero, la verdad, no necesito sus servicios. Al menos por el momento.
—Eso es lo que se cree, hombre cándido e inocente —abarca todo el espacio con un ademán, se escandaliza medio en serio medio en broma el Sinchi—. En este enclave erótico vive lejos del mundanal ruido y, por lo visto, no se entera de las cosas. No sabe lo que se anda diciendo por las calles, los peligros que lo rodean.
—Dispongo de muy poco tiempo, señor —mira la hora, se impacienta Pantaleón Pantoja—. O me indica de una vez lo que quiere o me hace el favor de irse.
—Si no le exiges que me pida disculpas, no pongo más los pies en esta casa —llora, se encierra en su cuarto, no quiere comer, amenaza la señora Leonor—. ¡Crucificar a mi futuro nieto! ¿Crees que voy a aguantarle una malacrianza así, por más nerviosa que esté con su embarazo?
—Estoy sometido a presiones irresistibles —aplasta el puro en el cenicero, lo despedaza, se aflige el Sinchi—. Amas de casa, padres de familia, colegios, instituciones culturales, iglesias de todo color y pelo, hasta brujas y ayahuasqueros. Soy humano, mi resistencia tiene un límite.
—Qué chanfaina es ésa, de qué me habla —sonríe viendo desvanecerse la última nubecilla de humo Pantaleón Pantoja—. No entiendo palabra, sea más explícito y vaya al grano de una vez.
—La ciudad quiere que hunda a Pantilandia en la ignominia y que lo mande a usted a la quiebra —sintetiza risueñamente el Sinchi—. ¿No sabía que Iquitos es una ciudad de corazón corrompido pero de fachada puritana? El Servicio de Visitadoras es un escándalo que sólo un tipo progresista y moderno como yo puede aceptar. El resto de la ciudad está espantado con esta vaina y, hablando en cristiano, quiere que lo hunda.
—¿Que me hunda? —se pone muy serio Pantaleón Pantoja—. ¿A mí? ¿Que hunda al Servicio de Visitadoras?
—No existe nada lo bastante sólido en toda la Amazonía que La Voz del Sinchi no pueda echar abajo —da un tincanazo en el vacío, resopla, se envanece el Sinchi—. Modestia aparte, si yo le pongo la puntería, el Servicio de Visitadoras no dura una semana y usted tendrá que salir pitando de Iquitos. Es la triste realidad, mi amigo.
—O sea que ha venido a amenazarme —se endereza Pantaleón Pantoja.
—Nada de eso, al contrario —da estocadas a fantasmas, se ciñe el corazón como un tenor, cuenta billetes que no existen el Sinchi—. Hasta ahora he resistido las presiones por espíritu combativo y por una cuestión de principios. Pero, en adelante, puesto que yo también tengo que vivir y el aire no alimenta, lo haré por una compensación mínima. ¿No le parece justo?
—O sea que ha venido a chantajearme —se pone de pie, se demacra, vuelca la papelera, corre hacia la escalerilla Pantaleón Pantoja.
—A ayudarlo, hombre, pregunte y verá la fuerza ciclónica de mi emisión —saca músculos, se levanta, se pasea, gesticula el Sinchi—. Tumba jueces, subprefectos matrimonios, lo que ataca se desintegra. Por unos cuantos miserables soles, estoy dispuesto a defender radialmente al Servicio de Visitadoras y a su cerebro creador. A dar la gran batalla por usted, señor Pantoja.
—Que me pida disculpas a mí esa vieja bruja que no entiende chistes —rompe tazas, se tira bocabajo en la cama, araña a Panta, solloza Pochita—. Entre tú y ella me van a hacer perder el bebe a punta de colerones. ¿Crees que se lo dije en serio, pedazo de idiota? Fue de mentiras, fue bromeando.
—¡Sinforoso! ¡Palomino! —da palmadas, grita Pantaleón Pantoja—. ¡Sanitario!
—Qué le pasa, nada de ponerse nervioso, cálmese —queda quieto, suaviza la voz, mira a su alrededor alarmado el Sinchi—. No necesita responderme de inmediato. Haga sus consultas, averigüe quién soy yo y discutimos la próxima semana.
—Sáquenme a este zamarro de aquí y zambúllanlo en el río —ordena a los hombres que aparecen corriendo en la boca de la escalera Pantaleón Pantoja—. Y no le vuelvan a permitir la entrada al centro logístico.
—Oiga, no se suicide, no sea inconsciente, yo soy un superhombre en Iquitos —manotea, empuja, se defiende, se resbala, se aleja, desaparece, se empapa el Sinchi—. Suéltenme, qué significa esto, oiga, se va a arrepentir, señor Pantoja, yo venía a ayudarlo. ¡Yo soy su amigoooo!
—Es un gran zamarro, sí, pero su programa lo oyen hasta las piedras —curiosea una revista abandonada en una mesa del «Lucho’s Bar» el teniente Bacacorzo—. Ojalá que ese remojón en el Itaya no le traiga problemas, mi capitán.
—Prefiero los problemas antes que ceder a un sucio chantaje —un titular que pregunta «¿Sabe quién es y qué hace el Yacuruna?» intriga al capitán Pantoja—. He dado parte al Tigre Collazos y estoy seguro que él comprenderá. Más bien, me preocupa otra cosa, Bacacorzo.
—¿Las diez mil prestaciones, mi capitán? —«Un príncipe o demonio de las aguas que provoca los remolinos o malos pasos de los ríos» se llega a leer entre los dedos del teniente Bacacorzo—. ¿Subieron a quince mil con el calorcito del verano?
—Las habladurías. —«Cabalga en el lomo de los caimanes o sobre la piel de las gigantescas boas del río» dice una ilustración sobre la que ha inclinado la cabeza el capitán Pantoja—. ¿Cierto que hay tantas? Aquí, en Iquitos. Sobre el Servicio, sobre mi persona.
—Anoche me soñé otra vez lo mismo, Panta —se toca la sien Pochita—. A ti y a mí nos crucificaban en la misma cruz, uno de cada lado. Y la señora Leonor venía y nos clavaba una lanza, a mí en la barriga y a ti en el pajarito. ¿Qué sueño más loco, no amor?
—Es usted el hombre más famoso de la ciudad, naturalmente. —«Calza sus pies con la caparazón de las tortugas» asegura una frase interrumpida por el codo del teniente Bacacorzo—. El más odiado por las mujeres, el más envidiado por los hombres. Y Pantilandia, con su perdón, el centro de todas las conversaciones. Pero como usted no ve a nadie y sólo vive para el Servicio de Visitadoras, qué le importa.
—No me importa por mí sino por la familia. —«Y en las noches duerme protegido por cortinas hechas con alas de mariposas» consigue leer por fin el capitán Pantoja—. Mi esposa es muy sensible y en su estado actual, si descubre esto, le haría una impresión tremenda. Y no se diga a mi madre.
—A propósito de habladurías —arroja la revista al suelo, se vuelve, recuerda el teniente Bacacorzo—. Tengo que contarle algo muy gracioso. Scavino ha recibido a una comisión de vecinos notables de Nauta, encabezados por el Alcalde. Venían a traerle un memorial, jajá.
—Consideramos un privilegio abusivo que el Servicio de Visitadoras sea exclusividad de los cuarteles y de las bases de la Naval —se cala los lentes, mira a sus compañeros, adopta una postura solemne y lee el alcalde Paiva Runhui—. Exigimos que los ciudadanos mayores de edad y con libreta militar de los abandonados pueblos amazónicos, tengan derecho a utilizar ese Servicio, y a las mismas tarifas reducidas que los soldados.
—Ese Servicio solo existe en sus mentes podridas, mis amigos —lo interrumpe, les sonríe, los mira con benevolencia, con afecto paternal el general Scavino—. ¿Cómo se les ocurre pedir audiencia para semejante disparate? Si la prensa se enterara de esta petición, no le duraría mucho la Alcaldía, señor Paiva Runhui.
—Estamos dando el mal ejemplo a los civiles, llevando tentaciones a pueblos que vivían en una pureza bíblica —se demuda el padre Beltrán—. Espero que cuando lean este memorial, se les tuerza la cara de vergüenza a los estrategas de Lima.
—Escucha esto y cáete de espaldas, Tigre —estruja el teléfono, lee el memorial con ira el general Scavino—. Ya empezó a circular la noticia por todas partes, mira lo que piden esos tipos de Nauta. Se nos viene encima el escándalo que tanto te advertí.
—Qué cuentas saca con los dedos —alza la presa de pollo y da un mordisco el teniente Bacacorzo—. Como dice Scavino, ustedes los de Intendencia terminan siempre con la locura matemática.
—Vaya conchudos, antes protestaban porque la tropa se tiraba a sus mujeres y ahora porque les hacen falta mujeres para tirarse —juguetea con un secante el Tigre Collazos—. No hay manera de tenerlos contentos, lo que les gusta es protestar. Ponlos de patitas en la calle y no les recibas solicitudes tan cojudas, Scavino.
—Horror de los horrores —se cuelga la servilleta en el pecho condimenta la ensalada con aceite y vinagre, empuña el tenedor y come el capitán Pantoja—. Si ampliaran el Servicio a los civiles, teniendo en cuenta la población masculina de la Amazonía la demanda subiría de diez mil a un millón de prestaciones mensuales cuando menos.
—Tendría que importar visitadoras del extranjero —liquida los últimos restos de carne, deja el hueso blanquísimo, bebe un trago de cerveza, se limpia la boca y las manos y delira el teniente Bacacorzo—. La selva se convertiría en un solo bulín y usted, en su oficinita del Itaya, tomaría el tiempo de ese diluvio de polvos con un millón de cronómetros. Confiese que le gustaría, mi capitán.
—No te imaginas lo que he visto, Pochita —pone la canasta en el repostero, saca un paquete y lo ofrece Alicia—. En la panadería de Abdón Laguna, que es «hermano», han comenzado a hacer panes del mártir de Moronacocha. Les llaman los panes-niño y la gente los compra a montones. Te traje uno, mira.
—Te pedí diez y me traes veinte —observa desde la baranda las cabezas lacias, crespas, morenas, pelirrojas, castañas Pantaleón Pantoja—. ¿Crees que voy a pasarme el día tomando examen a las candidatas, Chuchupe?
—No es mi culpa —va bajando la escalerilla prendida del pasamanos Chuchupe—. Se corrió la voz que había cuatro vacantes y empezaron a salir mujeres como moscas de todos los barrios. Hasta de San Juan de Munich y de Tamshiyaco vinieron. Qué quiere, señor Pantoja, a todas las chicas de Iquitos les gustaría trabajar con nosotros.
—La verdad es que no lo entiendo —baja tras ella mirando las rollizas espaldas, las gelatinosas nalgas, las tuberosas pantorrillas Pantaleón Pantoja—. Aquí ganan poco y les sobra trabajo. ¿Qué caramelo las atrae tanto? ¿El buen mozo de Porfirio?
—La seguridad, señor Pantoja —señala con la cabeza los vestidos multicolores, los grupos que zumban como enjambres de abejas Chuchupe—. En la calle no hay ninguna. Para las lavanderas, a un día bueno siguen tres malos, nunca vacaciones y no se descansa el domingo.
—Y el Mocos es un negrero en sus bulines —las hace callar con un silbido y les indica que se acerquen Chupito—. Las mata de hambre, las trata mal y a la primera quemada a su casa. No sabe lo que es consideración ni humanidad.
—Aquí es distinto —se endulza, se toca los bolsillos Chuchupe—. Siempre hay clientes, las jornadas son de ocho horas y usted lo tiene todo tan organizado que a ellas les encanta. ¿No ve que hasta las multas le aguantan sin chistar?
—Lo cierto es que el primer día me dio un poco de aprensión —corta, pone mantequilla, mermelada, prueba un bocado y mastica la señora Leonor—, pero que le vamos a hacer, el pan-niño es el más rico de Iquitos. ¿A ti no te parece, hijito?
—Bueno, vamos a seleccionar a esas cuatro —decide Pantaleón Pantoja—. Qué esperas, hazlas formar Chino.
—Sepálense un poco, muchachas, pa que se luzcan mejol —coge brazos, presiona espaldas, hace avanzar, retroceder, ladearse, coloca, mide el Chino Porfirio—. Las enanitas delante y las gigantas detlás.
—Aquí las tiene, señor Pantoja —brinca de un lado a otro, indica silencio, da ejemplo de seriedad, las alinea Chupito—. Ordenadas y formalitas. A ver, chicas, volteen a la derecha. Así, muy bien. Ahora a la izquierda, muestren su lindo perfil.
—¿Que suban una pol una a su oficina pal examen calatitas, señol? —se acerca y le susurra al oído el Chino Porfirio.
—Imposible, me demoraría toda la mañana —mira su reloj, reflexiona, se anima, da un paso al frente y las encara Pantaleón Pantoja—. Voy a pasar revista colectiva, para ganar tiempo. Escúchenme bien, todas: si alguna tiene reparos en desvestirse en público, salga de la fila y la veré después. ¿Ninguna? Tanto mejor.
—Todos los hombres afuera —abre el portón del embarcadero, los azuza, les da empellones, regresa Chuchupe—. Rápido, flojos ¿no han oído? Sinforoso, Palomino, enfermero, Chino. Tú también, Chupón. Cierra esa puerta, Pichuza.
—Abajo faldas, blusas y sostenes, me hacen el favor —se coge las manos a la espalda y camina muy grave escudriñando, sopesando, comparando Pantaleón Pantoja—. Pueden quedarse en calzón, las que llevan.
Ahora, media vuelta en el mismo sitio. Eso mismo. Bueno vamos a ver. Una pelirroja, tú. Una morena, tú. Una oriental tú. Una mulata, tú. Listo, cubiertas las vacantes. Las otras, déjenle la dirección a Chuchupe, tal vez haya una nueva oportunidad pronto. Muchas gracias y hasta la próxima.
—Las seleccionadas, aquí mañana a las nueve en punto, para la revista médica —anota calles y números, las acompaña hasta la salida, las despide Chuchupe—. Bien bañaditas, muchachas.
—A ver, a ver, sírvanse esto calientito que si no, no es rico —distribuye los platos de sopa humeante la señora Leonor—. El famoso timbuche loretano, por fin me animé a hacerlo. ¿Qué tal me salió, Pocha?
—Qué buen gusto ha tenido para elegirlas, señor Pan-Pan —sonríe con malicia, mira chispeando, canta la Brasileña—. De todos los colores y sabores. Sáqueme de la curiosidad ¿no tiene miedo que viendo tanta calata un día se acostumbre y ya no sienta nada con las mujeres? Dicen que les pasa a algunos médicos.
—Está riquísimo, señora Leonor —toma la temperatura con la punta de la lengua, sorbe una cucharada Pochita—. Se parece mucho a lo que en la costa llamamos chilcano.
—¿Estás tratando de tomarme el pelo, Brasileña? —arruga las cejas Pantaleón Pantoja—. Te advierto que ser un hombre serio no es ser un cojudo, no te equivoques.
—La diferencia es que todos los pescados de esta sopita son del Amazonas y no del Océano Pacífico —vuelve a llenar los platos la señora Leonor—. Paiche, palometa y gamitana. Uy, qué gustosa.
—Es usted el que se equivoca, no estoy tomándole el pelo sino haciéndole una broma —hace una caída de pestañas, quiebra la cadera, palpita los senos, modula la Brasileña—. ¿Por qué no me deja ser su amiga? Apenas le hablo se pone chúcaro, señor Pan-Pan. Cuidadito, mire que soy como los cangrejos, me encanta ir contra la corriente. Si me basurea tanto, me voy a enamorar de usted.
—Uf, pero qué calor da —se abanica con la servilleta, se toma el pulso Pochita—. Pásame el ventilador, Panta. Me ahogo.
—Ese calor no es del timbuche, sino del cadetito —le toca el vientre, le acaricia la mejilla Panta—. Debe estar bostezando, estirándose. A lo mejor es esta noche, chola. Buena fecha: 14 de marzo.
—Ojalá no sea antes del domingo —mira el calendario Pochita—. Que primero llegue la Chichi, quiero que esté aquí cuando el parto.
—Según mis cálculos todavía no has salido de cuentas —transpira, acerca la cara congestionada a las aspas susurrantes la señora Leonor—. Te falta lo menos una semana.
—Claro que sí, mamá ¿no has visto el organigrama de mi cuarto? Será entre hoy y el domingo —chupa las espinas de pescado, frota el plato con un pedazo de pan, toma agua Panta—. ¿Le hiciste caso al doctor, caminaste un poco hoy? ¿Con tu inseparable Alicia?
—Sí, fuimos hasta «La Favorita» a tomar un helado —resopla Pochita—. Oye, de veras ¿tú sabes qué es eso de Pantilandia, amor?
—¿Eso de qué? —se inmovilizan las manos, los ojos, la cara de Pantita—. ¿Cómo has dicho, amor?
—Algo cochino, se me ocurre —recibe el aire del ventilador suspirando Pochita—. Unos tipos hacían chistes colorados en «La Favorita» sobre las mujeres de, oye, qué gracioso, ¡Pantilandia es como si viniera de Panta!
—Achis, hmmm, pshhh —se atora, estornuda, lagrimea, tose Pantita.
—Toma un poco de agua —le coge la frente, le alcanza un pañuelo, le alza los brazos la señora Leonor—. Eso te pasa por comer tan rápido, siempre te lo digo. A ver, unos golpecitos en la espalda, otro trago de agüita.