No pude saber cómo recibió aquellas palabras, porque mi atención sufrió durante un minuto algo que sólo puedo describir como un brutal mazazo, y que me hizo saltar ciegamente para abrazarlo, mientras buscaba a la vez apoyo en el mueble más próximo, tratando instintivamente de mantenerlo de espaldas a la ventana: Peter Quint había aparecido y se erguía como un centinela delante de una cárcel. La siguiente cosa que vi fue que se había acercado a la ventana, pegaba su rostro a los cristales y miraba hacia el interior, ofreciendo a nuestra contemplación su lívido rostro de condenado. Decir que un segundo después había formado ya un propósito, sería expresar de una manera muy burda lo que ocurrió en mi interior a la vista de aquella figura. No creo que ninguna mujer sobrecogida de aquella manera pudiera recobrar en tan poco tiempo el sentido de la acción. Tuve la intuición, en medio del horror de aquella presencia inmediata, de que mi objetivo debía consistir —viendo y enfrentándome a lo que tenía que ver y enfrentar— en evitar que el niño se diera cuenta de su presencia. La inspiración —no puedo emplear otro término— estribó en que comprendiera que eso era precisamente lo que debía hacer. Era como combatir contra un demonio por el rescate de un alma humana. El rostro que estaba junto al mío aparecía tan pálido como aquel otro pegado a la ventana, y súbitamente surgió de él un sonido, ni bajo ni débil, sino como llegado de muy lejos, que yo sorbí ávidamente.
—Sí… la cogí.
Proferí entonces una exclamación de alegría y lo estreché con más fuerza contra mi cuerpo, donde pude sentir, en la fiebre repentina que hizo presa de su cuerpo, los acelerados latidos de un pequeño corazón. No aparté los ojos de la ventana y vi que el monstruoso ser se movía y cambiaba de posición. Lo había comparado con un centinela, pero lo furtivo de sus movimientos me recordó en ese instante a una fiera al acecho. Mi valor era tal, que lo sentí surgir de mí como una llama. Entretanto, el brillo de aquel rostro aparecía nuevamente en la ventana; aquel ser vil estaba decidido a permanecer y esperar. Estaba tan segura de que podía desafiarlo, así como de la falta de reservas del niño para esos momentos, que proseguí.
—¿Por qué la cogiste?
—Para ver que decía de mí.
—¿Abriste la carta?
—Sí, la abrí.
Mi mirada estaba elevada de nuevo a la cara de Miles, cuya expresión burlona había desaparecido para ser sustituida por otra de gran inquietud. Me parecía que lo asombroso era que, finalmente, gracias a mi éxito, sus sentidos estaban cerrados y la extraña comunicación había cesado. Miles sabía que estaba en presencia de algo, pero ignoraba qué era; y aún más ignoraba que yo también estaba en presencia de algo y sí sabía qué era. ¿Qué decir de la emoción que me invadió cuando dirigí de nuevo los ojos a la ventana y comprendí que el abominable ser había desaparecido, que el aire era nítido de nuevo y que aquello se debía a mi triunfo personal? No había nadie allí. Sentí que había ganado y que seguramente me enteraría de todo.
—¡Y no encontraste nada! —exclamé en tono jubiloso. Miles sacudió tristemente la cabeza.
—Nada.
—¡Nada, nada! —casi grité, llena de alegría.
—Nada, nada —volvió a decir entristecido.
Besé su frente. Estaba empapada.
—¿Qué hiciste entonces con ella?
—La quemé.
—¿La quemaste? —pensé que debía decirlo entonces o nunca—. ¿Era eso lo que hacías en la escuela?
¡Oh, que expresión la suya!
—¿En la escuela?
—¿Cogías cartas… u otras cosas?
—¿Otras cosas? —parecía estar pensando en algo muy remoto que sólo alcanzaba a través del peso de su ansiedad. De cualquier manera, lo alcanzaba—. ¿Quiere decir si robaba?
Sentí que se me enrojecían hasta las raíces del cabello, mientras me preguntaba si sería más raro formular aquella pregunta a un caballero o verlo aceptarla con una naturalidad tal que sugería la profundidad en que había caído.
—¿Fue por eso que te prohibieron volver a la escuela?
Ante aquella pregunta, manifestó una leve sorpresa.
—¿Sabía que no podía volver?
—Lo sé todo.
Me dirigió entonces la más larga y más extraña de todas sus miradas.
—¿Todo?
—Todo. Por lo tanto, quiero que me digas si…
No pude repetir la pregunta.
—No, no robé nada.
Mi rostro debió de revelarle que le creía de un modo incondicional; sin embargo, mis manos —aunque era sólo por ternura— lo sacudieron como para preguntarle por qué, si no había hecho nada, me había condenado a todos aquellos meses de tormento.
—¿Qué hiciste entonces?
Miró la parte superior del salón con una vaga expresión de pena y retuvo el aliento dos o tres veces como si no pudiera respirar. Parecía que estuviera en el fondo del océano y elevara la mirada a algún delicado y verdusco rayo de luz.
—Bueno… dije cosas.
—¿Y sólo por eso…?
—Ellos opinaron que era más que suficiente.
—¿Para expulsarte?
Nunca, en verdad, había explicado una persona expulsada tan poco del hecho como aquella personita. Pareció sopesar mi pregunta, pero de un modo casi desinteresado.
—Bueno, supongo que no debí decirlas.
—Pero ¿a quién dijiste esas cosas?
Trataba de recordar, evidentemente, pero sin lograrlo.
—No lo sé.
Casi me sonrió en medio de la desolación de su derrota; en aquel momento tan completa, que debí detenerme allí. Pero yo estaba aturdida por mi victoria, y pregunté:
—¿Se las dijiste a todo el mundo?
—No, únicamente a… —pero volvió a sacudir tristemente la cabeza—. No puedo recordar sus nombres.
—¿Fueron muchos?
—No… sólo unos cuantos. Los que me gustaban.
¿Los que le gustaban? La cosa, en vez de aclararse, se volvía más oscura, y al cabo de unos instantes mi propia piedad me llevó a pensar con alarma que tal vez el niño era inocente. Aquella idea me confundió y turbó un instante, ya que si él era inocente, ¿qué era yo? Paralizada por el simple aleteo de esa pregunta, lo dejé en libertad, de manera que, con un profundo suspiro, volvió a alejarse de mí. Lo vi observar la ventana amargamente, sintiendo que ya no tenía nada que ocultar allí de él.
—Y ellos, ¿repitieron lo que tú dijiste? —continué al cabo de unos instantes.
Se hallaba entonces a cierta distancia de mí y volvía a respirar con dificultad, mostrando su contrariedad, aunque ahora sin enojo, por haber sido aprisionado contra su voluntad. Una vez más, como antes, miró hacia afuera como si, de todo lo que hasta el momento lo había sostenido, no quedara sino una ansiedad inenarrable.
—¡Oh, sí! —respondió, no obstante—. Debieron haberlo repetido. A quienes les gustaban —añadió.
De cualquier manera, allí había mucho menos de lo que yo había esperado, por lo que insistí.
—Y, esas cosas, ¿llegaron a oídos de…?
—¿De los maestros? Sí, así fue —respondió sencillamente—. Pero yo no sabía que ellos las hubieran dicho.
—¿Los maestros? No, no lo hicieron… Nunca dijeron nada al respecto. Por eso te estoy preguntando a ti.
Volvió nuevamente hacia mí su hermosa carita enfebrecida.
—Sí, eran cosas demasiado malas.
—¿Demasiado malas?
—Las que decía yo a veces. No era posible escribirlas a la familia.
No puedo describir el exquisito pathos de contradicción que presentaban aquel discurso y aquel orador; sólo sé que un instante después me oí decir vigorosamente:
—¡Qué soberana tontería! —para, un instante después, preguntar con voz más humilde—: ¿Qué eran esas cosas?
Mi tono, vigoroso y duro, se dirigía a su juez, a su ejecutor; sin embargo, hizo que la odiosa presencia volviera a mostrarse en la ventana; la lívida cara de una condenación. Convencida neciamente de lo absoluto de mi victoria, decidí volver a la batalla, pero lo desmedido de mis movimientos sólo lograría acelerar el desastre final. Advertí, en medio de mi acción, que el niño había dejado de ver, y que, aunque la ventana estaba frente a sus ojos, él ya sólo podía adivinar. Dejé entonces que la llama de mi impulso se elevara para convertir la crisis de su derrota en la auténtica prueba de su liberación:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! Todo lo que intentes será inútil —grité al visitante.
—¿Está ella aquí? —jadeó Miles, mientras seguía con ojos ciegos la dirección de mis palabras.
Luego, como su extraño ella me llamó la atención, comencé a mofarme.
—¿La señorita Jessel? ¿La señorita Jessel?
Y él, con repentina furia, me dio la espalda.
Yo había quedado estupefacta ante su suposición; pensé que aludía a lo que había ocurrido con Flora, y eso sólo me llevó a desear demostrarle que se trataba de algo mejor.
—¡No es la señorita Jessel! Mira: está en la ventana… exactamente frente a nosotros. ¡Mira allí…, a ese desalmado, por última vez!
Ante eso, después de un segundo en que su cabeza hizo los movimientos de un sabueso que olfateara una pista y dando luego un frenético salto como en busca de aire y luz, se situó ante mí, lívido de rabia, atónito, mirando vanamente en torno a la habitación, sin poder ver la aparición, que yo sentía llenar el cuarto como el aroma de un veneno.
—¿Es él?
Estaba tan decidida a reunir todas las pruebas, que me volví de hielo para desafiarlo.
—¿A quién te refieres?
—¡A Peter Quint… malvada! —miró a su alrededor con su hermoso rostro contraído en una muda súplica—. ¿Dónde?
Me parece oír todavía aquellas palabras, con las que se había rendido; eran el supremo tributo a mi devoción.
—¿Qué importa ahora, querido? Ya no tendrá ninguna importancia. Estás conmigo —me volví hacia la bestia y dije—: En cambio, él te ha perdido para siempre —luego, como una demostración suprema de mi obra, añadí—: ¡Allí, allí!
Pero él había vuelto ya a la ventana, y miró una y otra vez sin ver absolutamente nada. La impresión de aquella pérdida de la que yo me sentía tan orgullosa, le hizo proferir un grito igual al de una criatura que se lanzara al abismo, y el ademán con que lo acogí fue el necesario para salvarlo de la caída. Lo cogí, sí, y es fácil imaginar con qué pasión; pero al cabo de un minuto comencé a darme cuenta de lo que en realidad tenía entre mis brazos. Estábamos solos, el día era apacible, y su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir.