Lo que había dicho a la señora Grose era bastante cierto: existían, en el asunto que habíamos analizado, profundidades y posibilidades que me sentía incapaz de hurgar; de modo que, cuando volvimos a encontrarnos, estuvimos de acuerdo en que debíamos resistirnos a toda fantasía extravagante. Debíamos mantener nuestras mentes serenas, si queríamos pisar terreno firme, lo que era difícil en medio de nuestras prodigiosas experiencias. Más tarde, esa misma noche, mientras todos los de la casa dormían, sostuvimos otra conversación en mi cuarto; cuando ella se marchó, las dos estábamos convencidas, sin lugar a dudas, de que yo había visto exactamente lo que había dicho. La mejor prueba que encontré fue preguntarle tan sólo si había cometido algún error al describirle a cada una de las personas que se me aparecieron, proporcionándole, en un retrato detallado, hasta los rasgos más insignificantes, un retrato ante el cual ella reconoció y nombró instantáneamente a los originales. Por supuesto, lo que ella deseaba, ¡y no se la podía culpar del todo por ello!, era olvidar por entero el asunto; y yo me apresuré a asegurarle que mi interés en éste había cambiado violentamente en el sentido de que ahora se cifraba en la búsqueda de un medio para escapar de él. La tranquilicé al asegurarle que, con la repetición del fenómeno —pues dábamos por descontado que se repetiría—, yo me acostumbraría al peligro; y claramente le manifesté que mi riesgo personal se había convertido de pronto en la menor de mis preocupaciones. Lo intolerable, en cambio, era mi nueva sospecha; y aun para esta complicación, esas últimas horas del día habían aportado cierto alivio.
Al separarme de ella, después de un primer derrumbamiento, tuve que volver, por supuesto, al lado de mis alumnos, hallando así el adecuado alivio con aquel encanto que ya antes había reconocido como un recurso que podía cultivar positivamente y que hasta el momento no me había fallado. Me había sumergido, en otras palabras, en la peculiar compañía de Flora, con lo que me di cuenta de que ella podía poner su manita, de una manera consciente, precisamente en el lugar que dolía. Me contempló con expresión dulce e interrogadora y luego me acusó abiertamente de haber llorado. Suponía yo que había logrado desaparecer las feas señales del llanto, pero, por lo visto, aquéllas no se habían borrado del todo. Contemplar la profundidad azul de los ojos de la niña y juzgar que su amabilidad no era sino una prueba de prematura astucia, me hubiera hecho sentirme culpable de cinismo, por lo que preferí abjurar de mi criterio y, en la medida de lo posible, de mi agitación. No podía abjurar por el mero hecho de desearlo, pero sí repetir a la señora Grose —como lo hice, una y otra vez, durante las horas que compartíamos juntas— que, con las voces de los niños en el aire, la presión que ejercían sobre nuestro corazón y sus fragantes mejillas sobre nuestros rostros, todo se venía abajo, menos su aire de inocencia y su belleza. Fue una lástima que, para dejar sentado esto de una manera definitiva, tuviera que evocar las sutilezas con que, aquella tarde en el lago, pude conservar milagrosamente mi capacidad de autodominio. Fue una lástima que me viera obligada a investigar una vez más la certeza de aquel momento y repetir cómo había tenido la revelación de que la inconcebible comunicación que acababa yo de sorprender era una cuestión de hábito para las otras dos partes. Fue una lástima que tuviera que enumerar de nuevo los motivos que me llevaron a suponer que la niña estaba viendo a la aparecida de la misma manera como yo podía en ese instante ver a la propia señora Grose, y que aquélla deseaba hacerme creer que no veía nada y, a la vez, conocer hasta dónde yo sabía. Fue una lástima que necesitara describir otra vez la portentosa actividad mediante la cual la niña trató de distraer mi atención… el perceptible aumento de movimientos, la mayor intensidad en el juego, los cantos, la conversación y su invitación a retozar.
Sin embargo, aunque no me mostré indulgente en aquella revisión, debí omitir los dos o tres vagos elementos de consuelo que aún me quedaban. Por ejemplo, no debía decir a mi amiga que estaba segura de no haberme engañado a mí misma. No debí haberla forzado, por desesperación —apenas sé qué término emplear—, a evocar todo lo que conocía, por el procedimiento de colocar a mi colega entre la espada y la pared. Me dijo poco a poco, aunque la mayor parte de las veces bajo presión, muchas cosas; pero había algo que no acababa de ajustar y que a veces me rozaba las sienes como si fuera el aletazo de un murciélago. Recuerdo que en una ocasión —porque la casa dormida y la concentración que surgía de nuestro común peligro y común vigilia parecían ayudar a ello— sentí la tentación de dar un último tirón a la cortina.
—No creo esto tan horrible —recuerdo que dije—. No, querida, definitivamente no lo creo. Pero, ¿sabe usted?, hay en todo esto algo que me preocupa y quiero que usted, ¡sí, usted, no se evada!, que usted me lo explique. ¿En qué pensaba usted cuando en nuestra aflicción, antes de que llegara Miles y hablando de la carta del director de la escuela, dijo, bajo mi insistencia, que no pretendía afirmar que Miles no había sido nunca malo? No lo ha sido durante estas semanas que he vivido con él, vigilándolo estrechamente; ha sido un pequeño prodigio de imperturbable y adorable bondad. De manera que usted no habría hecho esa declaración si no hubiese habido una excepción. ¿Cuál es esa excepción, y a qué episodio, observado personalmente por usted, se refería aquella vez?
Era una pregunta tremendamente grave, pero la ligereza no era nuestro fuerte; así que, antes de que el gris amanecer nos obligara a separarnos, yo ya tenía la respuesta. Lo que la señora Grose había pensado en aquella ocasión encajaba perfectamente en el cuadro. Era nada menos la circunstancia de que, por un periodo de varios meses, Quint y el muchacho habían estado constantemente juntos. Debo decir, para hacer honor a la verdad, que ella se había permitido criticar aquella alianza tan estrecha y señalar su incongruencia, y hasta expresar abiertamente su oposición a la señorita Jessel. Ésta le respondió, con el mayor descaro, que se ocupara de sus propios asuntos; y fue entonces cuando la buena mujer apeló directamente al pequeño Miles. Cuando la presioné un poco más, me enteré de que había dicho al joven caballero que a ella le agradaría que no olvidara su condición social.
Tuve que volver a presionarla.
—¿Le recordó usted que Quint era un criado vulgar?
—¡Por supuesto! Y fue su respuesta, por una parte, lo que me hizo saber que era malo.
—¿Qué fue lo otro? —esperé—. ¿Repitió Miles a Quint las palabras de usted?
—No, no fue eso; no lo hizo —sus palabras seguían impresionándome—. De cualquier modo, estaba convencida de que no lo haría. Pero ocultaba ciertas cosas.
—¿Cuáles?
—Que habían estado juntos, como si Quint fuera su tutor y la señorita Jessel fuera la institutriz sólo de la niña. Quiero decir que ocultaba que salía con aquel hombre y pasaba horas enteras a su lado.
—¿Negaba, entonces…? ¿Decía que no había estado? —su asentamiento era tan visible, que me vi impulsada a añadir, un momento después—: Comprendo, Miles mentía.
—¡Oh…! —murmuró la señora Grose, sugiriendo que aquello no era lo que importaba; y apoyó la sugerencia con una observación posterior—: Verá, después de todo, a la señorita Jessel no le importaba. Ella no se lo prohibía.
Reflexioné un momento.
—¿Fue ésta la justificación que Miles dio a usted?
Ella seguía estando reticente.
—No, nunca me dijo esto.
—¿Nunca mencionó a la señorita Jessel en relación con Quint?
La señora Grose advirtió qué era lo que me proponía saber, y enrojeció violentamente:
—Bueno, nunca mostró saber nada. Negaba —repitió—. ¡Negaba!
¡Dios mío, cómo la apremié en esa ocasión!
—¿De modo que pudo ver que estaba enterado de lo existente entre aquellos dos bribones?
—No lo sé… ¡No lo sé! —gimió la pobre mujer.
—¡Claro que lo sabe, querida! —repliqué—, sólo que nunca ha tenido la suficiente audacia para confesárselo, y lo ha mantenido oculto, por timidez, por modestia y por delicadeza, a pesar de que en el pasado, cuando tenía usted que navegar sin mi ayuda, en silencio, todo esto debe de haberla hecho muy infeliz. Pero yo necesito saberlo y usted me lo va a decir. ¿Había algo en el niño que hiciese creer que él ocultaba y protegía esas relaciones?
—¡Oh, él no podía impedir…!
—Que usted se enterase de la verdad, ¿no es así? ¡Santo cielo! —exclamé con vehemencia—. ¡Eso demuestra hasta qué grado lo dominaban! ¿Qué hicieron con él?
—Cualquier cosa que hayan hecho, no le impide ser ahora un niño agradable —adujo la señora Grose lúgubremente.
—Ahora no me extraña que se portara usted de un modo tan raro —persistí— cuando le mencioné la carta que recibí de la escuela.
—Dudo que me haya portado más raramente que usted —me respondió con fiero orgullo—. Si era tan malo entonces, como parece usted insinuar, ¿por qué es ahora un ángel?
—En efecto, así es… Si era un demonio en la escuela, ¿cómo, cómo, cómo…? Bien —dije atormentada—, vuelva a decirme esto y le aseguro que no la molestaré en varios días. ¡Pero dígamelo de nuevo! —grité de un modo que hizo estremecer a mi amiga—. Hay ciertas direcciones que, por el momento, creo más prudente no seguir.
Entretanto, volví a su primer ejemplo, aquel al que anteriormente se había referido, sobre la capacidad del niño para moverse furtivamente cuando le era preciso.
—Si Quint era un criado vulgar, como señaló usted al tratar con el niño este asunto, una de las cosas que Miles debe haberle dicho, me imagino, es que usted era otra… —nuevamente su asentimiento fue tan total, que proseguí—: ¿Y le perdonó usted esa respuesta?
—¿No lo habría hecho usted?
—¡Oh, sí, por supuesto! —y al llegar aquí, en el silencio de la noche, intercambiamos signos de profunda comprensión; luego continué:
—De todos modos, mientras él estaba con el hombre…
—¡La señorita Flora estaba con la mujer! ¡Y todos tan contentos!
También yo lo estaba, y bastante; con lo cual quiero decir que aquello encajaba perfectamente en el monstruoso cuadro que yo estaba a punto de prohibirme concebir. Pero mayor luz pudo ofrecer mi comentario final a la señora Grose:
—Confieso que los cargos de que haya mentido y mostrado su impudicia me parecen menos graves de los que esperaba que hubiera descubierto usted en nuestro joven. Sin embargo —murmuré—, existen; y más que nunca me hacen sentir que debo permanecer alerta.
Me ruboricé al siguiente momento, al ver en la cara de mi compañera cuán sin reservas había ya perdonado a Miles; sentí que mi propia ternura esperaba sólo la ocasión para manifestarse. Ésta se presentó cuando, ya en la puerta del salón de las clases, mi amiga murmuró al despedirse:
—No irá usted a acusarlo…
—¿De sostener una relación que me oculta? ¡Ah!, recuerde que mientras no tenga pruebas más concluyentes, no puedo acusar a nadie —luego, antes de que ella tomase otro corredor para dirigirse a sus habitaciones, añadí—: No me queda sino esperar.