Después de aquello, fui en busca de la señora Grose tan pronto como pude hacerlo; y me resultaba imposible relatar cómo pasé el intervalo. Todavía me parece oírme gritar, en cuanto me arrojé en sus brazos:
—¡Lo saben! ¡Oh, es demasiado monstruoso! ¡Ellos lo saben, lo saben!
—¿Qué es lo que saben…?
Advertí su incredulidad mientras me sostenía en sus brazos.
—Bueno, lo que nosotras sabemos… ¡Y sólo el cielo podría decirnos qué más!
Luego, soltándome de su abrazo y luchando por recobrar la coherencia, añadí:
—¡Hace un par de horas, en el jardín… —apenas podía articular las palabras—, Flora lo vio!
La señora Grose recibió la noticia como si le hubieran dado un golpe en el estómago.
—¿Se lo dijo ella? —gimió.
—Ni una palabra… Esto es lo monstruoso. ¡Se lo ha reservado! ¡Una niña de ocho años! ¡Esa niña!
Aún no salía de la estupefacción que aquello me había producido.
La señora Grose, por supuesto, se sorprendió aún más.
—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?
—Yo estaba allí… Lo vi con mis propios ojos: vi que ella era perfectamente consciente de su presencia.
—¿Consciente de la presencia de él?
—No… de ella.
Y, mientras hablaba, me di cuenta de que estaba asomándome a cosas prodigiosas, pues obtuve un tenue reflejo de ellas en el rostro de mi compañera.
—Esta vez era otra persona…, una figura de inconfundible maldad: una mujer vestida de negro, pálida y horrible… ¡Oh, qué aire el suyo, qué cara…! Estaba del otro lado del lago. Yo estaba allí con la niña, muy tranquila en ese momento, cuando de repente apareció.
—¿Apareció? ¿De dónde?
—¡De donde ellos aparecen! El hecho es que apareció y permaneció allí…, pero no muy cerca.
—¿Y no se aproximó un poco?
—¡Oh, por el efecto y la sensación producida, podía haber estado tan cerca como está usted!
Mi amiga dio un paso atrás con un extraño impulso.
—¿Era alguien a quien usted había visto antes?
—Nunca. Pero la niña sí. Y usted también —entonces expresé todo lo que había concebido—: Era mi predecesora…, la que murió.
—¿La señorita Jessel?
—La señorita Jessel. ¿No me cree usted? —la apremié.
La señora Grose se volvía de derecha a izquierda presa del desconcierto.
—¿Cómo puede estar usted tan segura?
Por el estado de mis nervios, aquella respuesta provocó un estallido de impaciencia.
—Pregúnteselo a Flora…, ella está segura —pero no bien hube dicho eso cuando logré recuperarme—. ¡No, por el amor de Dios, no lo haga! Diría que no vio nada… mentiría.
La señora Grose no estaba tan perturbada como para que instintivamente no protestara.
—¡Oh!, ¿cómo puede…?
—Estoy segura. Flora no quiere que yo sepa nada.
—¿Trata, pues, de ahorrarle…?
—¡No, no… esto es algo más profundo, más profundo! Mientras más ahondo, más lo veo así; y mientras más veo, más temo. ¡No sé qué es lo que no temo!
La señora Grose hizo un esfuerzo por comprenderme.
—¿Quiere decir que teme volver a verla?
—¡Oh, no… eso ahora no es nada! —luego expliqué—: Lo que temería sería no verla.
Pero mi compañera me miró vacuamente.
—No la comprendo.
—Mire: lo que temo es que la niña pueda verla, y que logre hacerlo sin que yo lo sepa.
Ante la idea de aquella posibilidad, la señora Grose pareció por un momento anonadada; sin embargo, logró recuperarse una vez más, como si tuviera conciencia de que, si cedíamos una pulgada, estábamos perdidas.
—Querida, querida…, ¡no debemos perder la cabeza! Después de todo, si a ella no le importa… —su boca se torció en una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Tal vez a ella le gusta.
—¡Gustar esas cosas… a una niña tan pequeña!
—¿No es ello una prueba de su bendita inocencia? —inquirió valientemente mi amiga.
Por un instante, me dejó casi sin aliento.
—¡Ay! Debemos aferrarnos a eso… Si no es una prueba de lo que usted dice… es entonces una prueba de… ¡Sólo Dios sabe de qué! Porque aquella mujer es el horror de los horrores.
La señora Grose clavó entonces la mirada en el suelo; después de unos instantes la levantó para pedirme:
—Dígame cómo lo supo.
—Entonces, ¿admite usted que lo era? —grité.
—Dígame cómo lo supo —repitió sencillamente mi compañera.
—¿Cómo lo supe? ¡Sólo con verla! Por la manera como miraba.
—¿Por la manera como la miraba a usted? ¿Malévolamente?
—No, no, querida… Eso lo hubiera podido soportar. No me dirigió siquiera una mirada. Tenía la vista fijada en la niña.
—¿Fijada en ella?
—¡Oh, sí, y con qué espantosos ojos!
La señora Grose contempló los míos como si realmente pudieran parecerse a los de la aparición.
—¿De disgusto, quiere usted decir?
—¡No, santo cielo, no! De algo mucho peor.
—¿Peor que el disgusto?
Aquello dejó completamente desorientada a la buena mujer.
—Con una determinación indescriptible; con una especie de furia en la intención…
Palideció ante mis palabras.
—¿En la intención?
—Sí, de apoderarse de ella.
Los ojos de la señora Grose se desorbitaron al contemplarme… Se estremeció y caminó hacia la ventana; y, mientras permanecía allí mirando hacia el exterior, yo terminé mi declaración:
—Y eso es lo que Flora sabe.
Al cabo de un rato dio media vuelta.
—¿Dice usted que esa persona vestía de negro?
—De luto… Bastante pobremente, casi de harapos. Pero, eso sí, su belleza era extraordinaria.
Reconozco ahora que, después de tantos golpes, debí de haber convencido a la víctima de mis confidencias, pues en esos momentos sopesaba ya visiblemente sus palabras.
—¡Oh, sí, era muy hermosa! —insistí—. Maravillosamente hermosa. Pero infame.
La señora Grose se me acercó lentamente.
—La señorita Jessel… era una mujer infame.
Una vez más tomó mi mano entre las suyas estrechándola con fuerza, como si quisiera fortalecerme contra el aumento de inquietud que podía producirme su discurso.
—Ambos eran infames —dijo finalmente.
Así, durante un rato, volvimos a contemplar juntas la situación; y sentí que con su valiosa ayuda podía ahora verla con mayor claridad.
—Aprecio su pudor al no hablarme hasta ahora de ellos; pero creo que ha llegado el momento de que me cuente todo —ella pareció asentir a mi petición, pero se mantuvo en silencio, por lo cual agregué—: Debo saberlo. ¿De qué murió? Dígame, ¿había algo entre ellos?
—Había todo lo que podía haber.
—¿A pesar de las diferencias…?
—A pesar de todo, de su rango, de su condición —exclamó—. Ella era una dama.
Creí comprender.
—Sí…, era una dama.
—Y él era atrozmente plebeyo —dijo la señora Grose.
Sentí que, indudablemente, no necesitaba precisar demasiado ante mi compañera el lugar de un sirviente en la escala social; pero no había nada que me impidiera aceptar por buena la opinión expresada por ella respecto al rebajamiento de mi predecesora. Había un medio de enfrentarse a la situación y yo la adopté; lo hice instantáneamente, pues tenía una completa visión, basada en pruebas del difunto hombre «de confianza» de mi patrón: un individuo astuto, bien parecido, impúdico, seguro de sí mismo, vicioso, depravado.
—Aquel individuo era un sinvergüenza.
La señora Grose consideró mi afirmación y luego, aceptándola, añadió:
—No he conocido a ninguno como él. Hacía lo que quería.
—¿Con ella?
—Con todos ellos.
Fue como si ante los ojos de mi amiga hubiera vuelto a aparecer la señorita Jessel. Por un instante, me pareció que la evocaba tan claramente como yo la había visto en el estanque; y entonces afirmé con decisión:
—¡Debió de ser también lo que ella deseaba!
El rostro de la señora Grose reveló que, en efecto, así había sido, pero al mismo tiempo dijo:
—¡Pobre mujer… ya lo ha pagado!
—Entonces, ¿sabe usted de qué murió? —le pregunté.
—No… no sé nada. No quise saberlo. Me alegraba mucho no saberlo; y di gracias al cielo cuando se marchó de aquí.
—Sin embargo, alguna idea habrá tenido…
—¿Del verdadero motivo por el cual se marchó? ¡Oh, sí… eso sí! Ella no podía quedarse. Piense en su situación… ¡como institutriz! Y más tarde imaginé…, y continúo imaginando. Y lo que imagino es horroroso.
—No tan horroroso como lo que imagino yo —repliqué.
Con aquellas palabras quise mostrarle, de una manera enteramente consciente, mi sentimiento de derrota. Y ello desencadenó de nuevo toda su compasión por mí, y ante el renovado flujo de su bondad, mi poder de resistencia se vino abajo. Me eché a llorar, como en otra ocasión la había hecho llorar a ella; mi compañera me cobijó en su seno maternal y en él vertí todos mis lamentos.
—No logro hacerlo —sollocé desesperadamente— no logro salvarlos ni protegerlos. Es mucho peor de lo que había imaginado… ¡Están perdidos!