No se me puede culpar de que no esperara más en aquella ocasión, pues permanecí tan firmemente plantada en el suelo como estremecida. ¿Existía un secreto en Bly… quizá un familiar inmencionable recluido en un insospechado confinamiento? No puedo decir cuánto tiempo permanecí en aquel lugar asaltada por una mezcla de curiosidad y temor; sólo recuerdo que cuando volví a la casa era ya noche cerrada. La agitación se había apoderado de mí, pues debí caminar cerca de tres millas dando vueltas alrededor. Pero más tarde la angustia me sobrecogería de tal manera, que aquel despertar de mis temores no fue, en comparación, sino un simple estremecimiento. Lo más singular del caso, ya todo él insólito, fue el papel que desempeñé en el vestíbulo al advertir la presencia de la señora Grose. Este cuadro vuelve a mi memoria dentro del relato general, con la impresión, tal como la recibía al volver, de aquel amplio espacio de paneles blancos, resplandeciente a la luz de la lámpara, con sus retratos y su alfombra roja, y la bondadosa y sorprendida mirada de mi amiga, quien inmediatamente me dijo que me había echado de menos. Me resultó absolutamente claro en aquel encuentro, ante la expresión de alivio de su rostro, que ella no tenía conocimiento de nada que se relacionara con el incidente que yo acababa de protagonizar. No había sospechado previamente que su apacible rostro pudiera obrar en mí de freno, y de alguna manera medí la importancia de lo que había visto con mis vacilaciones para mencionarlo. Pocas cosas en toda esta historia me resultan tan extrañas como el hecho de que el comienzo real de mi miedo se aunara, por así decirlo, con el instinto de ocultárselo a mi compañera. Por lo tanto, en aquel agradable vestíbulo y con su mirada fija en mi yo, por alguna razón que no podía entonces comprender, experimenté una revolución en mi interior. Di un vago pretexto por mi demora y, aludiendo a la belleza de la noche, al rocío y a mis pies mojados, me dirigí lo más pronto que pude hacia mi cuarto.
Aquello era algo nuevo; así que ahí, durante muchos días, tuve que ventilar aquel extraño asunto. Había horas, cada uno de aquellos días, o por lo menos había momentos, arrancados de los deberes diarios, en que tenía que encerrarme a meditar. No se trataba de que me sintiera más nerviosa de lo que pudiera soportar, sino de que temía que esto pudiera ocurrirme; la verdad a la que tenía que enfrentarme era, simple y llanamente, que no podía saber nada sobre aquel visitante con quien tan inexplicablemente y, sin embargo —al menos, eso me parecía—, tan íntimamente estaba yo relacionada. Pronto advertí que no podría llegar a ninguna parte sin interrogar a alguien y suscitar alguna complicación doméstica. La impresión recibida debió agudizar todos mis sentidos; al cabo de tres días, como resultado de la más sostenida atención, estaba segura de que no había sido objeto de ninguna broma por parte de los criados. Sólo podía inferir que alguien se había tomado una libertad indebida. Esa fue la conclusión a que llegué al encerrarme en mi habitación para meditar. Todos nosotros, colectivamente, habíamos sido víctimas de una intrusión: algún viajero inescrupuloso, interesado en los palacios antiguos, se había introducido en la casa sin que nadie lo observara y disfrutado del panorama desde el mejor punto de observación, y luego se marchó como había entrado. Y el que me mirase con tanta audacia no era sino una parte de su indiscreción. Lo bueno, después de todo, era que con seguridad no volveríamos a verle.
Pero esta deducción no era tan satisfactoria, debo admitirlo, como para hacerme olvidar que lo que esencialmente me ayudaba a superar aquella intranquilidad era mi agradable trabajo. Éste consistía, sencillamente, en mi vida con Miles y Flora, y nada podía serenarme tanto como sumergirme en esa labor. El atractivo de mis pequeños pupilos era una fuente constante de alegría que me llevaba a burlarme de mi antigua vanidad y absurdos temores, el disgusto con el que veía antes la gris perspectiva de mi oficio. No había, al parecer, ninguna perspectiva gris ni agobios de ninguna especie. ¿Cómo no iba a ser encantador un trabajo que se me ofrecía diariamente con tal belleza? En él se mezclaban la ternura de la niñera y la poesía del aula de clases. No quiero con esto decir que lo único que estudiásemos fueran novelas y poemas; lo que pasa es que no logro expresar de otra manera la clase de interés que mis compañeros me inspiraban. ¿Cómo describirlo, salvo diciendo que, en vez de acostumbrarme a ellos —¡y qué maravillosa puede resultar la profesión de institutriz: yo la llamo la hermandad de los testigos!—, hacía constantemente descubrimientos? Sólo había una dirección en que aquellos descubrimientos cesaban: una profunda oscuridad continuaba ocultando todo lo referente a la conducta del niño en la escuela. Advertí que muy pronto había logrado encarar ese misterio sin un latido doloroso del corazón. Tal vez sería más acertado decir que, sin pronunciar una palabra, él mismo había aclarado el asunto. Su sola presencia hacía que el cargo pareciera completamente absurdo. Mi conclusión floreció al contacto de su inocencia: Miles era demasiado fino y delicado para aquel pequeño, horrible y sucio mundo escolar, y había pagado un precio por ello. Reflexioné agudamente que el sentimiento de tales diferencias, de tal superioridad, provoca en la mayoría —la cual puede incluir a estúpidos y sordos directores—, de una manera infalible, un deseo de venganza.
Ambos niños poseían una delicadeza —su única falta, aunque no por ello podía decirse que Miles fuera un niño blandengue— que los mantenía, ¿cómo podría expresarlo?, en un nivel casi impersonal y, desde luego, ajeno a los castigos. Eran como los querubines de la anécdota, a quienes nada —por lo menos, moralmente— podía reprochárseles. Recuerdo que sentía, sobre todo cuando estaba con Miles, que no existía ninguna historia tras él. Esperamos de todo niño una historia minúscula, pero en aquel hermoso niño había algo extraordinariamente sensitivo, extraordinariamente feliz que, más que en ninguna otra criatura de esa edad que haya yo visto, me sorprendía como el comienzo de algo nuevo cada día. Nunca había sufrido un solo segundo. Consideré esto como una prueba directa de su inocencia. En el caso de ser malvado, hubiese sido sorprendido, y yo lo hubiera descubierto; sin duda alguna, habría descubierto las trazas. No logré encontrar nada; por consiguiente, era un ángel. Nunca hablaba de su escuela, nunca mencionaba a un camarada o un maestro; y yo, por mi parte, estaba demasiado disgustada para aludir a ellos. Por supuesto, vivía bajo los efectos del hechizo, y lo más sorprendente es que, aun en aquella misma época, yo era consciente de ello. Pero no me preocupaba; era un antídoto a cualquier dolor, y yo tenía más de uno: estaba recibiendo, precisamente aquellos días, unas cartas muy aflictivas de mi casa, donde las cosas no marchaban bien. Pero, estando con mis niños, ¿qué cosas en el mundo podían importarme? Esta pregunta me la hacía durante los momentos de retiro. Sí, estaba hechizada por el encanto de ambos.
Hubo un domingo, para ser precisos, que llovió con tal intensidad y por espacio de tantas horas, que no pudimos ir en grupo a la iglesia; en consecuencia, y como el día avanzaba, decidí que la señora Grose y yo asistiríamos al servicio vespertino si el tiempo mejoraba. La lluvia cesó, por fortuna, y me dispuse a hacer nuestro paseo, el cual, a través del parque y por el buen camino que conducía al pueblo, nos tomaría sólo unos veinte minutos. Cuando bajaba las escaleras para reunirme con mi compañera en el vestíbulo, me acordé de un par de guantes que habían necesitado tres puntadas y las habían recibido, quizá en un momento poco adecuado, mientras acompañaba a los niños en su té, servido los domingos, por excepción, en aquel frío y brillante templo de caoba y bronce que era el comedor de los adultos. Había dejado allí los guantes y decidí ir a recogerlos. El día era bastante oscuro, pero la luz de la tarde, al cruzar el umbral, me permitió no sólo reconocer, en una silla cerca de la amplia ventana, cerrada en ese momento, los objetos que buscaba, sino también distinguir a una persona que, desde el otro lado de los cristales, miraba hacia el interior de la estancia. Un sólo paso en el comedor había bastado, mi imaginación fue instantánea: era él. La persona que miraba por el ventanal era la misma que había visto en la torre. Aparecía una vez más, y no diré con una nitidez mayor, pues eso hubiera sido imposible, pero sí con una proximidad que representaba un adelanto en nuestro trato, y que hizo, en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, que contuviera la respiración mientras mi cuerpo se cubría de un sudor frío… Era el mismo… era el mismo; y visto esta vez, como en la anterior, de la cintura para arriba, enmarcado en la ventana. Tenía el rostro pegado al cristal, y el efecto de esta nueva visión fue, extrañamente, el de demostrarme qué intensa había sido la anterior. Permaneció allí sólo unos segundos, el tiempo suficiente para convencerme de que también él me había visto y reconocido; pero era como si lo hubiese estado viendo durante años enteros, como si lo hubiera conocido desde siempre. Esa vez, sin embargo, ocurrió algo que no había sucedido antes: la mirada que me dirigió a través del cristal y de la amplia habitación fue tan profunda y dura como la anterior, pero la apartó de mí, un momento durante el cual yo todavía lo observaba, para fijarse en otras varias cosas. Por lo que debí añadir, a mi natural sobresalto, la certidumbre de que no había ido por mí, sino por alguna otra persona.
El impacto de aquel nuevo conocimiento, al incidir en medio de mi temor, produjo en mí el más extraordinario de los efectos, inundándome, mientras permanecía en el lugar, de una repentina vibración de valor y sentido del deber. Hablo de valor porque fui, sin duda alguna, muy lejos. Crucé de nuevo el umbral del comedor, llegué al de la casa, salí a la terraza y eché a correr hasta que la ventana apareció ante mi vista. Pero delante de ella no había nadie… Mi visitante había desaparecido. Me detuve, casi me dejé caer, y experimenté un profundo alivio. Dirigí una mirada a mi alrededor dándole tiempo a reaparecer. Ahora bien, este tiempo, ¿cuánto duró? Hoy no puedo precisar la duración de aquellos periodos; ni estaba en condiciones de medirlos entonces. Lo que sí creo es que no pudieron ser tan largos como en aquella ocasión me parecieron. La terraza y todo el edificio, el prado y el jardín detrás de él, todo lo que podía ver del parque, eran lugares vacíos, como colmados de una gran vaciedad. Había arbustos y altos árboles, pero recuerdo que tuve la seguridad de que en ninguno de ellos se ocultaba el visitante. Estaba o no estaba allí; y si no podía verlo, era porque no estaba. Me aferré a esa idea y luego, instintivamente, me acerqué a la ventana en vez de regresar por dónde había llegado. Sentía, aunque de manera confusa, la necesidad de situarme en el mismo lugar donde él había estado; pegué mi rostro al cristal y miré, como él, al interior de la habitación. Y en ese preciso instante, como para que yo pudiera tener una imagen de lo que había ocurrido, entró en el comedor, procedente del vestíbulo, la señora Grose. Me vio de la misma manera que yo al visitante y se sobresaltó como debí de sobresaltarme antes. Se puso pálida y me pregunté si yo había palidecido tanto. Luego se retiró por el mismo camino que yo había tomado, por lo que tuve la convicción de que daría la vuelta para salir a la terraza y se encontraría conmigo. Permanecí inmóvil donde estaba y, mientras la esperaba me asaltaron numerosos pensamientos. Pero sólo vale la pena mencionar uno: me pregunté qué habría podido espantarla tanto.