Capítulo 17

—¡Ana, por favor, ve más aprisa! —exclamó Dick, que estaba detrás de ella.

Para la pobre Ana resultaba verdaderamente difícil correr más. Arrastrada por Julián y empujada por Dick, estuvo dos o tres veces a punto de caer. Jadeaba pesadamente y parecía que iba a estallarle el corazón.

—¡Quiero descansar un poco! —jadeó.

¡Pero no había tiempo para ello! ¡Los dos hombres se les estaban acercando corriendo por detrás! Llegaron a la parte del camino más ancha, allí donde estaba el rocoso banco. Ana lo miró codiciosamente. Pero los chicos no la dejaron sentarse.

De pronto la muchachita tropezó con una piedra y cayó pesadamente al suelo, arrastrando, casi, a Julián. Intentó levantarle y empezó a gritar:

—¡Me he hecho daño en el pie! ¡Me lo he torcido! ¡Oh, Julián, no puedo andar!

—Lo siento, pequeña, pero tendrás que hacerlo —dijo Julián, que estaba apenado por lo que le había ocurrido a su hermanita, pero que, sin embargo, pensaba que todos ellos serían atrapados si no se mantenía firme—. Corre lo más que puedas.

Pero ahora le era imposible a Ana llegar muy lejos. Cada vez que apoyaba el pie en el suelo daba un grito de dolor. Andaba cojeando y tan despacio, que Dick por poco se le echa encima. Dick echó un vistazo detrás de él y vio la luz de la linterna de aquellos hombres acercándose más y más. ¿Qué hacer?

—Me quedaré aquí con Timoteo y los detendremos —dijo Jorge de pronto—. Toma esos papeles, Dick. Creo que son los que buscábamos, pero no estaré segura hasta que no los vea con buena luz. Los encontré en el bolsillo de un impermeable que había en el armario.

—¡Caramba! —dijo Dick, sorprendido. Cogió el paquete de papeles y lo guardó en el pecho, debajo del jersey, lo mismo que había hecho Jorge, pues el paquete era demasiado grande para que cupiera en el bolsillo del pantalón—. Yo me quedaré contigo, Jorge, y los otros dos que sigan adelante.

—No. Yo quiero que esos papeles, sin son los de mi padre, estén a buen seguro. ¡Vete, Dick! Yo tengo suficiente con Timoteo. Lo haré ladrar estrepitosamente. Ya verás cómo resuenan sus ladridos por estas curvas rocosas del pasadizo.

—Pero ¿y si los hombres llevan revólveres? —dijo Dick, dubitativo—. A lo mejor os disparan.

—Apuesto a que no llevan —dijo Jorge—. ¡Márchate ya, Dick! Los hombres están a punto de llegar. Fíjate en la luz de la linterna.

Dick fue a reunirse con Julián y Ana. Le contó a Julián la decisión que había tomado Jorge.

—¡Bien por Jorge! —dijo Julián—. Es una chica maravillosa. ¡No se asusta por nada! Entretendrá a los hombres hasta que yo haya conseguido llevar a casa a la pobre Ana.

Jorge se agazapó tras una roca que había en el pasadizo, esperando, con la mano puesta en el collar de Timoteo.

—¡Ahora, Tim! —susurró—. Ladra lo más fuerte que puedas. ¡Ahora!

Timoteo hasta entonces se había limitado a gruñir levemente, pero ante la orden de Jorge abrió el hocico y empezó a ladrar. ¡Cómo ladraba! Sencillamente, la voz de Timoteo era estruendosa y espantable, y producía multitud de ecos que los recovecos y curvas del oscuro y estrecho pasadizo. Los dos hombres, que estaban ya casi llegando a la roca de Jorge, se detuvieron.

—¡Si pasáis de esta roca, os echaré al perro! —gritó Jorge.

—Quien grita es una niña —dijo un hombre al otro—. Sólo una niña. ¡Sigamos!

Timoteo volvió a ladrar y a tirar del collar. Estaba deseando echarse encima de los hombres. La luz de su linterna iluminaba la roca. Jorge soltó a Timoteo y el gran can emprendió alegremente el camino por la curva que rodeaba a la roca para enfrentarse con sus enemigos.

Estos lo vieron de repente, a la luz de su linterna. Era para ellos una visión terrorífica. En primer lugar se trataba de un perro muy grande y, además, parecía irritado sobremanera, todo ello unido a que, al tener el pelo totalmente erizado a causa de la ira, parecía mucho más enorme. Además, enseñaba los dientes y éstos relucían a la luz de la linterna. En resumen, un espectáculo nada agradable para los dos hombres.

—¡Si dan ustedes un solo paso adelante, ordenaré al perro que les ataque! —gritó Jorge—. ¡Espera, Tim, espera! Quédate quieto hasta que yo te lo mande.

El perro quedó quieto, iluminado por la linterna, gruñendo por lo bajo. Tenía el aspecto de un animal extremadamente feroz. Los hombres lo miraron con la duda reflejada en sus rostros. Uno de ellos dio un paso y Jorge lo oyó. Rápidamente gritó a Timoteo:

—¡Atácalo, Tim, atácalo!

Timoteo, de un salto, se abalanzó sobre su garganta. Esto cogió al hombre de sorpresa, el cual cayó al suelo pesadamente, intentando apartar de sí al perro. El otro hombre fue a ayudarle.

—¡Dile a tu perro que nos deje, o le zurraremos! —gritó el segundo hombre.

—¡Es mucho más probable que les zurre él a ustedes! —dijo Jorge saliendo de detrás de la roca, con aire divertido—. Tim, déjalos.

Tim dejó a los hombres y empezó a mirar a su amita con ojos que parecían decir: «Lo estaba pasando muy bien. ¿Por qué no me dejas seguir?»

—¿Quién eres? —preguntó el hombre que todavía estaba en el suelo.

—No les contestaré a ninguna pregunta —dijo Jorge—. Y les recomiendo que vuelvan ustedes a la granja Kirrin. Si persisten en su intención de seguir adelante volveré a decir a mi perro que los ataque, y esta vez verán cómo les hace un poquitín más de daño.

Los hombres se volvieron y emprendieron el camino de regreso. Ninguno de ellos tenía la menor intención de enfrentarse otra vez con Timoteo.

Jorge esperó a que no se distinguiera ya la luz de la linterna y entonces se volvió y zarandeó cariñosamente a Timoteo.

—¡Perro bueno y valiente! —dijo—. ¡Cómo te quiero! ¡No puedes imaginarte lo orgullosa que estoy de ti! Vámonos ya, que tenemos que encontrarnos con los otros. Estoy segura de que esos hombres intentarán esta noche volver a explorar el pasadizo, pero ya verás lo que les pasa cuando vean dónde termina y quién les espera allí.

Jorge echó a correr por el largo pasadizo seguida de Timoteo. Llevaba la linterna de Dick y con ella no tardó en encontrar a los otros chicos. Pronto les contó todo lo que había ocurrido. Hasta la pobre Ana gritó de alegría cuando se enteró de cómo Timoteo había tirado al suelo al señor Wilton.

—Creo que hemos llegado —dijo Julián cuando llegaron al final del pasadizo, en la parte que estaba bajo el suelo del despacho—. Hola, ¿qué es esto?

Un rayo de luz llegaba hasta abajo y los chicos, sorprendidos, pudieron ver que la alfombra que tan cuidadosamente habían dejado cubriendo la abertura del suelo estaba otra vez levantada.

Allí, asomados al agujero, estaban tío Quintín y tía Fanny, los cuales, al ver a la luz de la linterna los rostros de los chicos, quedaron tan sorprendidos que por poco caen dentro.

—¡Julián! ¡Ana! ¿Qué diablos estáis haciendo ahí dentro? —gritó tío Quintín.

Ayudó a cada uno de ellos a subir, cogiéndolos por la mano. Pronto los cuatro chicos y Timoteo estuvieron a salvo dentro del caldeado despacho. ¡Qué agradable era sentir de nuevo el calor del fuego! Se acercaron todos a la chimenea lo más que pudieron.

—Niños, ¿qué significa todo esto? —preguntó tía Fanny. Estaba pálida y horrorizada—. Entré en el despacho para quitar algo de polvo cuando topé con un bulto que formaba la alfombra y que pareció ceder bajo mis pies. Levanté entonces la alfombra y vi este agujero del suelo y otro en la pared. Me di cuenta entonces de que todos vosotros habíais desaparecido y fui a buscar a vuestro tío. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Adónde lleva este pasadizo?

Dick sacó el paquete de papeles de su jersey y se lo entregó a Jorge. Esta lo cogió y se lo dio a su padre.

—¿Son éstos los papeles que perdiste? —preguntó.

Su padre se abalanzó sobre ellos con la misma ansiedad que si los valorase en cien veces su peso en oro.

—¡Sí, sí! Éstos son los papeles. ¡Gracias a Dios que los habéis recuperado! He tardado años en escribirlos y corregirlos y representan la médula de mi descubrimiento. Jorge: ¿dónde los has encontrado?

—Es una historia muy larga —dijo Jorge—. Cuéntasela tú, Julián, yo estoy muy cansada.

Julián empezó a contar la historia. No omitió ni un detalle. Contó como Jorge había visto al señor Roland registrando el despacho, y lo segura que ella estaba de que él no quería que el perro estuviera en la casa porque a la fuerza tenía que estorbar sus movimientos nocturnos, como Jorge lo había visto hablando con los dos artistas, aun cuando él había negado conocerlos. Cuando hubo terminado de hablar, tío Quintín y tía Fanny estaban estupefactos a más no poder. Sencillamente, no podían creer nada de lo que les habían contado.

Pero, a pesar de todo, allí estaban los importantes papeles rescatados por Jorge. Era algo maravilloso. Tío Quintín abrazó el paquete de hojas con el mismo cariño que si se tratara de un precioso bebé. No lo soltaba ni un momento. Jorge contó lo que Timoteo había hecho para amedrentar a los hombres y conseguir que los otros chicos pudieran escapar.

—Fíjate, papá: a pesar de que lo tienes viviendo a la intemperie con el frío que hace, no sólo nos ha salvado a todos, sino también ha cooperado en el rescate de los papeles —dijo a su padre, con sus azules y brillantes ojos fijos en él.

Su padre parecía incómodo. Se sentía culpable por haber castigado a Jorge y a Timoteo, Ellos tenían razón en lo que se refería al señor Roland, y él no: se había equivocado.

—Pobre Jorge —dijo—. Y pobre Timoteo. Cuánto siento lo que he hecho.

Jorge no podía guardar rencor a nadie que confesase que se había equivocado. Sonrió a su padre.

—No tiene importancia —dijo—. Pero ¿no crees que si yo he sido castigada injustamente, mucho más debe serlo el señor Roland? ¡Bien que se lo merece!

—Oh, seguro que las pagará, seguro —prometió su padre—. Ahora está en cama aquejado de un resfriado, como tú sabes. Espero que no haya oído nada de lo que hemos hablado, pues de lo contrario intentará escapar.

—No puede —dijo Jorge—. Estamos cercados por la nieve. Puedes llamar tranquilamente a la policía y pedirles que vengan aquí en cuanto la nieve empiece a desaparecer. Por otro lado, estoy convencida de que los otros dos hombres volverán al Camino Secreto en un intento desesperado de recuperar los papeles. ¿No estaría bien que los atrapásemos cuando lleguen?

—¡Magnífico! —dijo tío Quintín muy contento, aun cuando tía Fanny parecía no tener ganas de más aventuras—. Ahora será mejor que os vayáis a calentaros a la chimenea del comedor. Estáis muertos de frío y debéis de tener hambre. Es casi la hora de comer. Luego hablaremos de lo que hay que hacer.

Por supuesto, nadie dijo una palabra de nada al señor Roland. Este estaba en cama, tosiendo a cada momento. Jorge fue arriba y cerró por fuera la puerta de su cuarto. No tenía intención de que a lo mejor el preceptor saliera de él y oyese algo de todo lo que tenían que hablar.

Una vez hubieron comido, pronto les pasó a todos el frío. Era muy agradable estar todos reunidos hablando de la aventura que habían corrido y haciendo planes sobre cómo resolver mejor el asunto y darle fin.

—Desde luego, llamaré a la policía —dijo tío Quintín—. Y esta noche meteremos a Timoteo en el despacho para que les dé a los dos artistas la adecuada bienvenida cuando lleguen.

Aquella tarde el señor Roland quedó estupefacto y muy irritado cuando vio que la puerta de su cuarto no podía abrirse, una vez que decidió salir de allí e ir al piso de abajo. La golpeó indignadamente durante un buen rato. Jorge, sonriente, fue al piso de arriba. Les había contado ya a los otros chicos cómo había cerrado la puerta del dormitorio del señor Roland.

—¿Qué es lo que pasa, señor Roland? —preguntó con toda cortesía.

—Oh, ¿eres tú, Jorge? —dijo el preceptor—. Procura averiguar qué ha pasado. No puedo abrir la puerta.

Jorge se había guardado en el bolsillo la llave de la puerta del dormitorio del señor Roland. Le contestó con acento simpático:

—Oh, señor Roland, resulta que no hay llave en la cerradura de la puerta de su cuarto. No puedo abrirla. ¡Haré lo posible por encontrarla!

El señor Roland estaba irritado y estupefacto. No podía entender cómo podía haber desaparecido la llave de la puerta de su cuarto. No tenía, por supuesto, la menor idea de lo que habían descubierto los de la casa sobre sus actividades. Tío Quintín se echó a reír, satisfecho, cuando Jorge le contó el incidente.

—Está a buen recaudo —dijo—. Ahora sí que no podrá escapar.

Aquella noche todos fueron temprano a la cama. Timoteo quedó en el despacho, guardando la entrada del Camino Secreto. El señor Roland había llegado al grado supremo de la irritación: seguía sin poder abrir la puerta de su cuarto. Había llamado a voces a tío Quintín. Pero sólo había acudido Jorge a su llamada. Eso no lo podía entender. Ella había mandado al perro que ladrase a la puerta del cuarto de él. Esto lo dejó más sorprendido aún. Creía que el can no podría entrar en la casa hasta pasados unos días, según había dicho el dueño de la casa. Cruzaron su cabeza los pensamientos más dispares y desaforados. ¿Acaso Jorge, esa fiera de niña, había encerrado a sus padres y a la cocinera lo mismo que lo había encerrado a él? Desde luego, no tenía la menor idea de lo que realmente había ocurrido.

A eso de la medianoche, Timoteo despertó a todo el mundo con locos ladridos. Tío Quintín y los chicos corrieron escaleras abajo, seguidos por tía Fanny y la perpleja Juana. ¡Un singular espectáculo apareció ante su vista!

El señor Wilton y el señor Thomas estaban en el despacho agazapados detrás del sofá, aterrorizados por Timoteo, que profería espantosos ladridos. Timoteo estaba junto al agujero del suelo y por eso los hombres no podían escapar por allí. ¡Astuto Timoteo! Había esperado silenciosamente a que los hombres se metieran en el despacho y empezaran a explorarlo preguntándose dónde se encontraban y acto seguido se había puesto en guardia junto al agujero, evitando la escapada de los intrusos.

—Buenas noches, señor Wilton. Buenas noches, señor Thomas —dijo Jorge con acento muy cortés—. ¿Han venido ustedes a ver a nuestro preceptor, el señor Roland?

—¡Así es aquí donde él vive! —dijo el señor Wilton—. ¿Eres tú la que estaba este mediodía en el pasadizo?

—Sí, y mis primos también —dijo Jorge—. ¿Han venido a buscar los papeles que le robaron a mi padre?

Los dos hombres permanecieron silenciosos. Comprendían que los habían atrapado. Después de una pausa habló el señor Wilton.

—¿Dónde está Roland?

—¿Los llevamos con el señor Roland? —preguntó Julián guiñándole un ojo a Jorge—. Aunque es medianoche, estoy seguro de que se alegrará de verlos.

—Sí —dijo su tío dándose cuenta de lo que el chico quería hacer en realidad—. Lleváoslos arriba. Timoteo, ve tú también.

Los hombres siguieron a Julián escaleras arriba con Timoteo pisándoles los talones. Jorge también iba detrás, sonriendo. Le dio a Julián la llave. Abrió la puerta del cuarto y los hombres entraron en él justo mientras Julián encendía la luz.

El señor Roland estaba despierto y profirió una exclamación de sorpresa cuando vio a sus amigos.

Antes de que tuvieran tiempo de intercambiar palabras, Julián cerró la puerta de nuevo y le entregó a Jorge la llave.

—Una bonita colección de presos —dijo—. Pondremos al viejo Timoteo a la puerta para que vigile. Es imposible que se puedan escapar por la ventana, y aunque así fuera no podrían salir de la casa: estamos bloqueados por la nieve.

Todos volvieron a acostarse, pero los chicos difícilmente podían dormir después de los últimos excitantes acontecimientos. Ana y Jorge hablaban en voz baja y lo mismo hacían Julián y Dick. Había muchas cosas de que hablar.

Al día siguiente se llevaron todos una sorpresa. ¡Había llegado la policía! La nieve no les había estorbado el paso, pues se habían provisto de esquís. Fue una gran emoción para todos.

—No queremos sacar de la casa a los hombres hasta que no se haya retirado la nieve, señor —dijo el inspector—. Pero los esposaremos, no vaya a ser que nos gasten una jugarreta. Luego cerraremos la puerta y dejaremos al perro fuera. Tendrán que estar en el cuarto uno o dos días aún. Les hemos procurado suficientes alimentos. Y si encuentran que es poco, no les sentará mal ayunar algo.

La nieve se derritió dos días más tarde y la policía se llevó al señor Roland y a los otros. Los chicos los contemplaban mientras se iban.

—¡Se acabaron las clases estas vacaciones! —exclamó Ana alborozadamente.

—¡Y se acabó eso de que Timoteo viva fuera de casa! —dijo Jorge.

—Tú tenías razón y nosotros estábamos equivocados, Jorge —dijo Julián—. Estabas todo el tiempo hecha una fierecilla, pero una fierecilla muy agradable.

—Es una fierecilla, ¿verdad? —dijo Dick dándole a la chica un repentino abrazo—. Pero ¿verdad que está encantadora cuando se pone rabiosa, Julián? ¡Oh, Jorge, qué maravillosas aventuras hemos pasado juntos! ¿Nos ocurrirá alguna nueva?

—Desde luego que sí. ¡No cabe la menor duda!