Capítulo 12

—¿Qué es lo que hay? —preguntó Jorge cuando estaban todos reunidos—. ¿Ha ocurrido algo de particular?

—Sí, Jorge. ¡Alguien ha robado las tres hojas más importantes del libro que tu padre está escribiendo! —dijo Julián, jadeante—. Y han roto también los tubos de ensayo con los que tu padre estaba haciendo experimentos. ¡El señor Roland cree que tú tienes algo que ver con eso!

—¡El muy bestia! —exclamó Jorge, con sus azules ojos rezumando ira—. ¡Como si yo fuera capaz de hacer una cosa así! ¿Por qué dice que he sido yo?

—Es que dejaste un frasco de aceite en la chimenea del despacho —dijo Ana—. Yo no le he dicho a nadie lo que tú me contaste que hiciste esta noche, pero, de todos modos, el señor Roland ha adivinado que fuiste tú la que dejó allí el frasco.

—¿No les has dicho a tus hermanos lo que hice esta noche? —preguntó Jorge—. Bien, de todos modos, no hay mucho que contar, Julián. Se trata de que oí al pobre Timoteo tosiendo fuerte por la noche y, a medio vestir, fui a recogerlo y lo metí en el despacho, donde había todavía fuego en la chimenea. Mamá tiene siempre en el cuarto de baño un frasco con aceite para los resfriados, y yo se lo apliqué a Timoteo en la garganta pensando que él también se curaría. Nos dormimos los dos y nos despertamos alrededor de las seis. Yo tenía mucha prisa, estaba medio dormida y olvidé recoger el frasco. Eso es todo.

—Y ¿no cogiste ninguna hoja del libro que está escribiendo tu padre, ni rompiste nada? —preguntó Ana.

—Claro que no, tonta —repuso Jorge, indignada—. ¿Cómo puedes preguntarme una cosa así?

Jorge nunca mentía y los chicos la creían siempre a rajatabla, dijese lo que dijese. La miraron todos, y ella les devolvió la mirada.

—Me pregunto quién habrá robado esas hojas, entonces —dijo Julián—. Si lo supiésemos, tu padre dejaría de estar reñido contigo. A lo mejor es que las ha guardado en un sitio seguro para no perderlas y luego lo ha olvidado. Y los tubos de ensayo deben de haberse roto por cualquier causa. Siempre noté que eran muy frágiles.

—Veréis la regañina que me voy a ganar por haber metido a Timoteo en el despacho —dijo Jorge.

—Y también por no haber ido a las clases esta mañana —dijo Dick—. En realidad, has metido la pata, Jorge. Enteramente parece que te has propuesto que te castiguen.

—¿No será mejor que no entres en seguida en casa, sino que esperes el tiempo suficiente hasta que los ánimos contra ti se hayan calmado? —dijo Ana.

—No —dijo Jorge rápidamente—. Si me han de reñir y castigar, pues bien: ¡que me riñan y castiguen cuanto antes! ¡No tengo ni chispa de miedo!

Reemprendió el camino por la rocosa senda, con Timoteo correteando alrededor de ella, como siempre. Los demás la siguieron. Estaban preocupados. No les agradaba nada la idea de saber que Jorge estaba a punto de llevarse una reprimenda mayúscula.

Por fin llegaron a la casa. El señor Roland los vio desde la ventana y corrió a abrir la puerta. Miró a Jorge con los ojos brillantes de ira.

—Tu padre quiere que vayas inmediatamente al despacho —dijo el preceptor. Luego miró a los otros con aire enojado—. ¿Por qué habéis salido sin mí? Yo pensaba acompañaros.

—¿Quería acompañarnos, señor? ¡Cuánto lo siento! —dijo Julián cortésmente, pero sin mirar al preceptor—. Hemos dado un corto paseo por entre las rocas.

—Jorgina, ¿has estado tú esta noche en el despacho de tu padre? —preguntó el señor Roland mirando a Jorge mientras ésta se quitaba el sombrero y la gabardina.

—Lo que tenga que decir se lo diré a mi padre, no a usted —dijo Jorge.

—Lo que te pasa a ti es que estás empeñada en que te den una buena azotaina. ¡Y si yo fuera tu padre no dudaría un momento en propinártela!

—Usted no es mi padre —contestó Jorge.

Se dirigió a la puerta del despacho y la abrió. No había nadie allí.

—Papá no está aquí —dijo Jorge.

—Estará dentro de un minuto —dijo el señor Roland—. Métete ahí y espera. Y vosotros, id arriba a lavaros para la merienda.

Los otros chicos se sentían algo culpables de dejar sola a Jorge en esas circunstancias. Pudieron oír a Timoteo que emitía desde el jardín lastimeros aullidos. Él sabía que su amita estaba en un grave aprieto y deseaba sobremanera estar con ella.

Jorge se sentó en una silla y empezó a contemplar el fuego, recordando la última noche cuando se sentó sobre la alfombra y empezó a dar friegas en la garganta de Timoteo. ¡Qué tonta había sido olvidándose el frasco!

Su padre entró poco después en la habitación, con el ceño fruncido y la cara agria. Miró severamente a Jorge.

—¿Has entrado en el despacho esta noche? —preguntó.

—Sí, he entrado —contestó Jorge rápidamente.

—¿Qué es lo que has hecho aquí? —preguntó su padre—. Sabes muy bien que tengo prohibido que ningún niño entre en mi despacho.

—Sí, lo sé —dijo Jorge—. Pero es que estaba toda la noche oyendo cómo tosía Timoteo y llegué a no poder soportarlo. Por eso, alrededor de la una, salí al jardín y lo traje aquí. Ésta era la única habitación que tenía fuego en la chimenea. Acomodé al perro en el suelo y le di unas friegas en la garganta con el aceite que tiene mamá para los resfriados.

—¡Le has dado friegas al perro con aceite alcanforado! —exclamó su padre, sorprendido—. ¡Qué locura! ¡Como si eso pudiera hacerle algún bien!

—Yo no estoy loca —dijo Jorge—. Al contrario, me he portado con mucho juicio. Timoteo está hoy mucho mejor de la tos. Siento haberme metido en el despacho. Y, por supuesto, no he tocado nada de lo que hay aquí.

—Jorge, ha ocurrido algo muy serio —dijo su padre mirándola gravemente—. Han roto unos cuantos tubos de ensayo que yo estaba utilizando para hacer unos importantes experimentos. Y, lo que es peor, han desaparecido las hojas más importantes del libro que estoy escribiendo. Prométeme por tu honor que no sabes nada de todo eso.

—No sé nada de todo eso —dijo Jorge mirando a su padre directa y serenamente, con ojos más brillantes y azules que nunca.

Él se convenció en seguida de que Jorge decía la verdad. Ella no tenía la menor idea de nada que se relacionase con el percance ocurrido aquella noche. Entonces, ¿dónde estaban las hojas desaparecidas?

—Jorge: esta noche, a las once, antes de irme a la cama, todo estaba en orden —dijo el padre—. Repasé mi trabajo y lo leí, sobre todo, las hojas esas que son tan importantes para mí. Pero esta mañana habían desaparecido.

—Entonces seguro que las han robado entre las once y la una —dijo Jorge—. Yo estuve aquí desde la una hasta las seis.

—Pero ¿quién puede haberlas robado? —dijo su padre—. La ventana está bien cerrada y segura. Y nadie, salvo yo, podía saber que esas hojas contenían un trabajo de lo más importante para mí. Es algo muy extraordinario.

—El señor Roland sí lo sabía, seguramente —dijo Jorge despacio.

—No pienses cosas raras —dijo su padre—. Aunque hubiera sabido que se trataba de algo muy importante, él nunca hubiera robado nada. Es muy buen amigo mío. Por cierto, esto me recuerda algo que te concierne a ti: ¿por qué no has ido a clase hoy, Jorge?

—Porque no quiero volver a dar clases nunca más con el señor Roland —dijo Jorge—. Se trata, simplemente, de que le odio.

—¡Jorge, no quiero que hables así! —dijo su padre—. ¿Es que quieres que te obligue para siempre a separarte de Timoteo?

—No —dijo Jorge sintiendo cómo le temblaban las piernas—. Y yo pienso que no es nada noble obligarme a hacer cosas con la amenaza de separarme de Timoteo. Si… si lo haces así, creo que me escaparé de casa con él.

No había lágrimas en los ojos de Jorge. Estaba quieta y serena en la silla mirando a su padre con ojos desafiantes. ¡Era, en verdad, una chica muy difícil y complicada! Su padre suspiró, recordando que él, en su niñez, también había sido calificado de «difícil y complicado». Seguramente Jorge había heredado su carácter. ¡Ella, que, si quisiera, podría ser una chica agradable y simpática, se estaba volviendo de lo más imposible!

El padre no sabía qué resolución tomar con ella. Decidió llamar a su mujer. Se dirigió a la puerta del despacho.

—Quédate ahí. Volveré en seguida. Quiero hablarle de ti a tu madre.

—Por favor, no le cuentes todo esto al señor Roland —dijo Jorge, que tenía la convicción de que el preceptor estaba dispuesto a urdir los más terribles castigos para ella y para Timoteo—. Oh, papá, ten en cuenta que si Timoteo hubiese podido estar en casa toda la noche, durmiendo en mi cuarto como siempre lo hacía, hubiera oído en seguida que alguien había entrado en tu despacho para descubrir tu secreto y habría ladrado fuerte hasta despertar a toda la casa.

Su padre no respondió. Pero sabía perfectamente que lo que decía Jorge era verdad. Timoteo no hubiera permitido que nadie entrase en el despacho. Hubiera sido muy raro que no ladrara si alguien intentase entrar en la casa por la ventana. Pero su perrera la tenía al otro lado de la casa. Era muy posible que no hubiera oído nada.

La puerta se cerró. Jorge quedó tranquilamente sentada en la silla contemplando la repisa de la chimenea donde había un reloj emitiendo su tictac. Se sentía muy desgraciada. ¡Hacía mucho tiempo que todas las cosas le salían mal!

Miró un poco más arriba y pudo ver el entrepaño de madera que había en la pared. Contó los recuadros. Eran ocho. ¿Cuándo había oído ella hablar de ocho recuadros? Ah, claro, cuando intentaban encontrar el camino secreto. Había ocho recuadros dibujados en la vieja tela. ¡Qué lástima que no hubiera en la granja Kirrin ocho recuadros de madera agrupados en cualquier sitio!

Jorge echó una ojeada a la ventana y empezó a considerar la posibilidad de que estuviera orientada al Este. Se acercó para mirar dónde estaba el sol, que ya no entraba en la habitación, aunque sí por la mañana temprano. Seguramente la habitación estaba orientada al Este. Caramba, caramba, era aquélla una habitación que daba al Este y que tenía ocho recuadros en la pared. ¿Y el suelo? ¿Era de piedra?

El suelo estaba cubierto por una espesa alfombra. Jorge fue a un rincón del despacho. Allí levantó la alfombra por el pico. Pudo ver que el suelo estaba construido con grandes piedras lisas. ¡El suelo del despacho era también de piedra!

Volvió a sentarse en la silla y a contemplar los recuadros de madera, haciendo esfuerzos por recordar cuál de ellos era el que estaba señalado con una cruz en la tela. Pero era tarea inútil. La entrada del camino secreto tenía a la fuerza que estar en la granja Kirrin.

Pero ¿no podía estar, a lo mejor, en «Villa Kirrin»? Cierto que el lienzo que contenía la clave se había encontrado en la granja, pero eso no quería decir que precisamente allí tenía que estar la boca del camino secreto, aun cuando la señora Sanders así lo creía.

Jorge empezó a sentirse excitada.

«Puedo palpar los ocho recuadros hasta topar con el que está señalado en el lienzo con una cruz —pensó—. Seguramente uno de ellos es deslizable».

Cuando empezaba a probar suerte se volvió a abrir la puerta y su padre entró en el despacho. Estaba muy serio.

—He estado hablando con tu madre —dijo—. Está conforme conmigo en que te has comportado muy mal, muy arisca y rebelde. No podemos tolerar que seas así. Debes ser castigada, Jorge.

Jorge miró ansiosamente a su padre. ¡Con tal que no castigasen también a Timoteo…! Pero, por supuesto, no fue así.

—Te irás a la cama ahora mismo para pasarte allí el resto del día, y al perro no lo verás durante tres días —dijo su padre—. Encargaré a Julián que le lleve la comida y que le dé los paseos durante este tiempo. Y si persistes en ser tan rebelde, Timoteo se irá de casa para siempre. En realidad, tengo el temor de que ese perro ejerza sobre ti una mala influencia.

—¡Eso no es verdad, no lo es! —gritó Jorge—. ¡Oh, qué desgraciado va a sentirse sí no me ve durante tres días enteros!

—No tengo nada más que decir —dijo su padre—. Vete en seguida a la cama y reflexiona sobre lo que te he dicho, Jorge. Estoy muy disgustado por tu comportamiento durante estas vacaciones. Realmente, había creído que el trato con tus primos te había hecho cambiar, pero, por lo que veo, sigues siendo la chica extraña de siempre.

El padre abrió la puerta y Jorge la atravesó muy erguida, con la cabeza enhiesta. Oyó los murmullos de los demás que estaban comiendo. Subió la escalera y se desnudó, metiéndose en seguida en la cama. ¡Qué desgracia más terrible no poder ver a Timoteo durante tres días! ¡Era algo que no podía soportar! Nadie tenía la menor idea de lo que ella quería a Timoteo.

Juana subió al dormitorio con una bandeja y un plato.

—Vaya, señorita, ¡qué pena que tenga que quedarse en la cama! —dijo cariñosamente—. Pero si se porta bien, muy pronto la veremos andar por casa.

Jorge empezó a probar la comida. No tenía nada de apetito. Se echó en la cama y empezó a pensar intensamente en Timoteo y en los ocho recuadros del despacho. ¿Sería posible que los signos del lienzo se refirieran a ellos? Se puso a contemplar la ventana, llena de profundas ideas.

—¡Vaya! ¡Está nevando! —dijo de pronto, incorporándose—. Lo supuse cuando vi esta mañana el cielo tan plomizo. ¡Y nieva fuerte! ¡Seguramente por la noche nevará mucho más todavía! ¡Oh, pobre Timoteo! Espero que Julián se dé cuenta de que la perrera está totalmente desguarnecida contra la nieve y haga algo.

Jorge, en la cama, no hacía más que pensar. Juana volvió y se llevó la bandeja. Nadie más fue a verla. Jorge estaba segura de que a sus primos les habían prohibido subir a verla y hablar con ella. Se sentía sola y desamparada.

Empezó a pensar en las hojas de manuscrito que había perdido su padre. ¿Las habría robado el señor Roland? Al fin y al cabo, él estaba muy interesado con el trabajo de su padre y parecía entender de ello. El ladrón tenía que haber sido alguien que conociera perfectamente dónde estaban aquellas importantes hojas del manuscrito. Era casi seguro que Timoteo habría ladrado si alguien hubiese entrado en el despacho por la ventana, aunque, también era verdad, el can estaba en el extremo opuesto de la casa. Timoteo tenía un oído muy fino.

—Estoy segura de que ha sido alguien que vive en esta casa —dijo Jorge—. De los chicos nadie ha sido, eso es seguro. Y tampoco mamá ni Juana. Sólo puede haber sido el señor Roland. Y, además, yo lo descubrí la otra noche en el despacho cuando Timoteo me despertó con sus gruñidos.

Se sentó de pronto en la cama.

«¡Claro! El señor Roland se empeña en que el perro no viva en la casa porque piensa volver a hacer una incursión por el despacho y tiene miedo de que despierte a todo el mundo con sus ladridos —pensó—. No quiso de ninguna manera que volviera a entrar, aun cuando mi padre y todos compartían mi deseo. ¡Estoy segura de que el señor Roland es el ladrón! ¡Ya lo creo que estoy segura!»

La muchachita se sentía muy excitada. ¿Era posible que el señor Roland hubiera robado las hojas del manuscrito y roto los tubos de ensayo? ¡Cómo echaba de menos a sus primos! ¡Cuántas ganas tenía de hablar con ellos un rato sobre todas estas cosas!