—Jorge, por favor, no te portes mal esta mañana —dijo Julián después del desayuno—. Ten en cuenta que el pobre Timoteo podrá sufrir las consecuencias.
—¿Es que crees que voy a poder portarme bien, sabiendo que el señor Roland está decidido a que Timoteo no esté conmigo durante todo el tiempo que duren las vacaciones? —dijo Jorge.
—Bueno: él dijo una semana. ¿No podrías intentarlo durante una semana?
—No. Cuando terminase la semana el señor Roland diría que había que probar otra semana —dijo Jorge—. No puede tragar al pobre Timoteo. Y a mí tampoco. En lo que a mí se refiere, no estoy sorprendida, porque cuando yo me propongo ser antipática lo soy de veras. Pero no veo la razón para que odie al pobre Timoteo.
—Oh, Jorge, nos vas a estropear todas las vacaciones si no te portas bien —dijo Ana.
—Pues bien: os las estropearé —dijo Jorge con gesto ceñudo.
—No veo la razón por la que debas estropearnos a nosotros las vacaciones además de estropeártelas tú a ti misma —dijo Julián.
—No te preocupes, que no creo que pueda estropeároslas —dijo Jorge—. Podréis pasarlo de lo mejor. Podéis ir a pasear con vuestro querido señor Roland, jugar con él por las tardes y reír y charlar todo lo que os dé la gana. Lo que haga yo no os tiene que importar.
—Eres una chica muy extraña —dijo Julián dando un suspiro—. Nosotros te apreciamos y no nos gusta que seas desgraciada. ¿Cómo vamos a pasarlo bien viendo que Timoteo y tú sois desgraciados?
—No os preocupéis por mí —dijo Jorge con voz áspera—. Ahora me voy a marchar con Timoteo. Hoy no pienso dar clases.
—¡Jorge! ¡Eso no lo puedes hacer! —dijeron a la vez Julián y Dick.
—Sí que lo haré —dijo Jorge—. No pienso ir a clase. No puedo soportar trabajar con el señor Roland desde que se opuso a que Timoteo volviera a vivir en la casa.
—Pero si haces eso te castigarán —dijo Dick.
—Si las cosas se ponen mal huiré de casa —dijo Jorge—. Huiré con Timoteo.
Salió de la habitación dando un portazo. Los otros quedaron estupefactos. ¿Qué iba a hacerse con una persona como Jorge? En cuanto le cogía odio a alguien se ponía fuera de sí, como un caballo desbocado.
El señor Roland entró en la habitación con los libros debajo del brazo. Sonrió a los chicos.
—¿Dispuestos para empezar? —preguntó—. ¿Dónde está Jorgina?
Nadie contestó. ¡Nadie quería delatarla!
—¿No sabéis dónde está? —volvió a preguntar el señor Roland, sorprendido. Miró a Julián.
—No, señor —dijo Julián sin mentir—. No tenemos la menor idea de dónde está.
—Bueno, a lo mejor se ha ausentado por pocos minutos —dijo el señor Roland—. Supongo que habrá ido a dar de comer a su perro.
Todos se sentaron alrededor de la mesa para empezar las clases. El tiempo pasaba y Jorge no volvía. El señor Roland echó una ojeada al reloj de pared y chasqueó la lengua con impaciencia…
—Realmente, Jorge es una fresca, llegando tan tarde. Ana, ve tú a buscarla, a ver si la encuentras por algún sitio.
Ana se marchó. Miró en el dormitorio. No estaba allí Jorge. Miró en la cocina. Allí sólo estaba Juana, atareada en la confección de pasteles. Le dio un trozo a Ana para que probara lo ricos que estaban. No tenía la menor idea de dónde se encontraba Jorge.
Ana no la pudo encontrar por ningún sitio. Volvió con los demás y se lo dijo así al señor Roland. Este parecía enfurecido.
—Tendré que decírselo a su padre —dijo—. Nunca hasta ahora había tratado a una niña tan rebelde. Enteramente parece que está empeñada en hacer lo que haga falta para salir perjudicada.
Siguieron las clases. Llegó la hora del almuerzo y Jorge no había aparecido aún. Julián fue al jardín y pudo comprobar que la perrera estaba vacía. ¡Seguro que Jorge se había marchado con Timoteo! ¡Menuda le esperaba a su regreso!
No hacía mucho rato que los chicos habían vuelto al cuarto de estar para proseguir las clases cuando ocurrió algo turbulento.
Tío Quintín irrumpió en la habitación hecho una fiera.
—¡Niños! ¿Alguno de vosotros ha entrado en mi despacho? —preguntó.
—No, tío Quintín —contestaron todos.
—Puedes estar seguro de que no —dijo Julián.
—¿Por qué lo pregunta, señor? ¿Es que le han roto o estropeado algo? —preguntó el señor Roland.
—Sí, me han roto los tubos de ensayo que ayer traje para hacer unos experimentos y, lo que es peor, han desaparecido las hojas más importantes de mi manuscrito —dijo tío Quintín—. Claro que puedo volver a escribirlas, pero para ello necesitaré mucho tiempo. No puedo entenderlo. ¿Estáis seguros, niños, de no haberos metido en mi despacho?
—Completamente seguros —contestaron los chicos.
Ana se puso encarnada. Se había acordado de repente de lo que Jorge le había contado. Jorge le había dicho que aquella noche había llevado a Timoteo al despacho de su padre y le había restregado la garganta con aceite. ¡Pero era imposible creer que Jorge hubiera roto los tubos de ensayo y se hubiera llevado varias hojas del manuscrito de su padre!
El señor Roland se dio cuenta de que Ana se había puesto encarnada.
—¿Sabes tú algo de lo que ha pasado? —le preguntó.
—No, señor Roland —dijo Ana poniéndose más encarnada todavía.
—¿Dónde está Jorge? —preguntó de pronto tío Quintín.
Los chicos no dijeron nada. Fue el señor Roland el que contestó por ellos.
—No lo sabemos. Esta mañana no ha aparecido por aquí para dar clase.
—¡No ha venido a dar clase! ¿Por qué? —preguntó tío Quintín empezando a enfurecerse.
—No nos ha dicho nada —contestó el señor Roland secamente—. Supongo que está contrariada porque hemos permanecido firmes con el asunto de Timoteo la última noche, señor, y se está tomando el desquite de esa manera.
—¡Qué niña más impertinente! —dijo el padre de Jorge grandemente irritado—. No comprendo qué es lo que le ha ocurrido últimamente. ¡Fanny! ¡Ven! ¿Sabías que Jorge ha desaparecido y no ha asistido a las clases?
Tía Fanny entró en la habitación. Parecía muy compungida. Llevaba en las manos un pequeño frasco. Los chicos se preguntaban qué sería aquello.
—¡No ha acudido a clase! —dijo tía Fanny—. ¡Qué cosa más rara! ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Dónde está?
—No se preocupe por ella —dijo el señor Roland tranquilamente—. Es probable que se haya marchado con Timoteo en un arrebato de furia. Eso no tiene gran importancia. Lo que sí es grave, señor, es que hayan robado parte de su manuscrito. Tengo la esperanza de que no haya sido Jorge, en venganza de la decisión que tomó usted con respecto al perro.
—¡Claro que no ha sido Jorge! —dijo Dick, irritado ante la idea de que alguien pudiera pensar tal cosa de su prima.
—Jorge no es capaz de hacer una cosa así —dijo Julián.
—Es verdad, nunca lo haría —dijo Ana defendiendo valientemente a su prima, aun cuando la atormentaba una horrible duda. ¡No podía olvidar que Jorge había pasado en el despacho de su tío gran parte de la noche!
—Quintín, estoy segura de que no ha sido Jorge —dijo tía Fanny—. Ya verás como acabarás encontrando las hojas que te faltan. Y los tubos de ensayo a lo mejor el viento empujó las cortinas y cayeron al suelo, o algo por el estilo. ¿Cuándo viste esas hojas la última vez?
—Esta noche —dijo tío Quintín—. Las estuve repasando y comprobando los dibujos para asegurarme de que todo iba bien. Esas hojas son la médula de mi descubrimiento. Si van a parar a manos extrañas acabarán descubriendo mi secreto. Es algo horrible para mí. Necesito saber dónde están o quién las tiene.
—He encontrado esto en tu despacho, Quintín —dijo tía Fanny enseñándole un frasco que llevaba en la mano—. ¿Lo pusiste tú allí? Estaba en la repisa de la chimenea.
Tío Quintín cogió el frasco y lo examinó.
—¡Aceite alcanforado! —dijo—. Desde luego, yo no lo he llevado al despacho. ¿Para qué lo iba a llevar?
—Entonces ¿quién lo habrá dejado allí? —preguntó tía Fanny, sorprendida—. Ninguno de los chicos está resfriado, y desde luego, aunque alguno lo estuviera, hubiera sido estúpido llevar el frasco a tu despacho. ¡Es algo extraordinario!
Todos estaban estupefactos. ¿Por qué razón tenía que haber aparecido el frasco de aceite alcanforado en la chimenea del despacho?
Nadie podía decir por qué. Pero, de pronto, se hizo la luz en la mente de Ana. ¡Jorge le había dicho que ella había estado en el despacho con Timoteo y que le había frotado la garganta con aceite! El perro tenía tos: eso lo explicaba todo. Y se había dejado el frasco de aceite en el despacho. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué iba a suceder ahora? ¡Qué mala pata que Jorge hubiera olvidado llevarse el frasco!
Ana, con estos pensamientos, se puso más encarnada todavía. El señor Roland, cuyos ojos parecían extraordinariamente perspicaces aquella mañana, miró fijamente a la muchachita.
—¡Ana! ¡Tú debes de saber algo sobre eso! —dijo de repente—. ¿Qué es lo que sabes? ¿Fuiste tú la que dejó allí el frasco?
—No —dijo Ana—. Yo no he entrado en el despacho. Le digo la verdad.
—¿Sabes algo de lo que ha pasado con el frasco de aceite? —preguntó otra vez el señor Roland—. Seguramente lo sabes.
Todos miraron a Ana. Ella agachó la cabeza. Era una situación horrible para ella. No podía delatar a Jorge. No debía hacerlo de ninguna manera. Jorge estaba ya metida en un atolladero y no sería bueno agravar las cosas. Contrajo los labios y no dijo nada.
—¡Ana! —dijo el señor Roland severamente—. Ten la bondad de contestar.
Ana no dijo nada. Los dos chicos la miraban, conjeturando que Jorge debía de tener algo que ver con el asunto, aunque no sabían que ella había metido aquella noche a Timoteo en la casa.
—Ana, querida —dijo su tía cariñosamente—. Si es que sabes algo, dínoslo. A lo mejor puedes ayudarnos en averiguar qué es lo que ha ocurrido con las hojas que han desaparecido a tu tío. Es una cosa muy importante.
Ana siguió sin decir nada. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Julián le apretó el brazo.
—No molestéis más a Ana —dijo a los mayores—. Si ella no quiere hablar, debe de ser por alguna buena razón.
—Me parece que está encubriendo a Jorge —dijo el señor Roland—. ¿Verdad que sí, Ana?
Ana rompió a llorar. Julián la rodeó con el brazo y volvió a hablar a los mayores.
—¡No la hagáis sufrir más! ¿No veis que está muy apenada?
—Será mejor que Jorge nos lo cuente todo cuando tenga a bien volver a casa —dijo el señor Roland—. Estoy convencido de que ella es la que ha puesto el frasco de aceite en el despacho, y si ella es la única persona que ha entrado allí, fácil será adivinar quién lo ha hecho todo.
Los chicos no podían creer de ninguna manera que hubiese sido Jorge la autora del latrocinio de los papeles de su padre. Pero Ana tenía sus dudas, y esto la trastornó más aún. Empezó a sollozar, apoyada en el brazo de su hermano.
—Cuando regrese Jorge, enviádmela en seguida a mi despacho —dijo tío Quintín muy irritado—. ¿Cómo va a poder trabajar un hombre si le ocurren estos contratiempos? ¡Nunca me gustó la idea de tener niños en casa!
Salió rápidamente de la habitación, furioso a más no poder. Los chicos lo vieron marchar, aterrorizados. El señor Roland cerró violentamente todos los libros que había en la mesa.
—Se terminaron las clases por hoy —dijo—. Coged vuestras cosas e iros a pasear hasta la hora de comer.
—Sí, es mejor que lo hagáis así —dijo tía Fanny, pálida y contrariada—. Es una buena idea.
El señor Roland y tía Fanny salieron de la habitación.
—No sé si el señor Roland querrá acompañarnos en el paseo —dijo Julián en voz baja—. Lo mejor que podemos nacer es eludirle y salir rápidamente de casa a ver si encontramos a Jorge y le advertimos de la situación.
—¡Exacto! —dijo Dick—. Sécate los ojos, Ana querida. Date prisa y coge tus cosas. Vamos a atravesar corriendo el jardín antes de que aparezca el señor Roland. Apostaría cualquier cosa a que Jorge ha ido a pasear por su lugar preferido: las rocas. ¡Seguro que la encontraremos!
Los tres chicos recogieron sus cosas y se dirigieron silenciosamente a la puerta del jardín. Querían evitar la compañía del señor Roland. Salieron sin ser vistos y se dirigieron directamente a las rocas, donde empezaron a buscar afanosamente a Jorge.
—¡Allí está, con Timoteo! —exclamó Julián señalando con el dedo—. ¡Jorge, Jorge, rápido! ¡Tenemos unas cuantas cosas que contarte!