A la mañana siguiente había que volver a dar clases ¡sin Timoteo debajo de la mesa! Jorge acariciaba la idea de no acudir, pero ¿es que iba a conseguir algo con ello? Tenía miedo a las personas mayores. Éstas podrían castigarla del mejor modo que les pareciera. En realidad, no es que le importara mucho que la castigaran a ella. Lo que no podía soportar era la idea de que también castigasen a Timoteo.
Pálida y sombría, la muchachita no tuvo otro remedio que sentarse a la mesa con los demás. Ana estaba muy contenta de volver a dar clases. En realidad, todo lo que representara agradar al señor Roland la ponía contenta: ¡éste le había regalado por fin la muñeca-hada que había en la parte más alta del árbol navideño! Para Ana era la muñeca más bonita que había visto en su vida.
Jorge se enfurruñó cuando Ana le enseñó la muñeca. No le gustaban nada las muñecas… ¡Y mucho menos la que el señor Roland había escogido para regalársela a Ana! Pero Ana estaba muy contenta y agradecida, y había decidido dar clases, como los demás, con todo su entusiasmo y aprender lo más que pudiera.
Jorge se aplicó en las clases lo menos que pudo. Sólo lo indispensable para que no la riñeran. El señor Roland no demostró gran interés hacia ella ni hacia su trabajo. Estaba ensimismado con las lecciones de los demás, y entregado en cuerpo y alma a enseñarle a Julián ciertos detalles que éste no acababa de comprender.
Durante las clases, los chicos podían oír los tristes lamentos que profería Timoteo desde el jardín. Esto los llenaba de congoja, pues a Timoteo lo consideraban un autentico camarada y lo querían tanto como se querían entre ellos. No podían soportar el pensamiento de saberlo en la perrera del jardín pasando frío. Cuando se suspendieron las clases para el almuerzo durante diez minutos y el señor Roland salió de la habitación, Julián le dijo a Jorge:
—¡Jorge! Es horrible para nosotros oír los lamentos de Timoteo con el frío que hace ahí fuera. Y estoy seguro de que de vez en cuando tose. Voy a hablar de ello al señor Roland. Tú debes de estar apenadísima.
—Sí, creo que yo también lo he oído toser —dijo Jorge abrumada—. A lo mejor se resfría. Y él no tiene la menor idea de por qué le hacemos eso. Debe de pensar que yo soy terriblemente mala.
La muchacha volvió la cabeza, temerosa de que afloraran lágrimas a sus ojos. Ella tenía a gala no llorar nunca, pero resultaba muy difícil contener las lágrimas sabiendo que Timoteo estaba a la intemperie pasando frío.
Dick le cogió el brazo.
—Escucha, Jorge: sé que odias al señor Roland y que desde luego no puedes evitarlo. Pero ninguno de nosotros podemos resistir el pensamiento de que Timoteo esté ahí fuera pasando frío, hoy precisamente que parece que va a nevar. Eso sería terrible para él. ¿No podrías portarte muy bien y ser muy simpática con el señor Roland? Entonces cuando tu padre le pregunte sobre tu comportamiento él le dirá que has sido buena, y así le podríamos pedir que dejara que Timoteo entrara en la casa. ¿Quieres?
Se oyó otra vez toser a Timoteo, y a Jorge casi le dolió el corazón. ¿Y si cogiera esa terrible enfermedad que era la pulmonía, sin que pudiera ella hacer nada para resguardarlo del frío, porque estaba castigado a vivir en la perrera? ¡Se moriría ella de pena! Se volvió a Julián y a Dick.
—Está bien —dijo—. Es verdad que odio mucho al preceptor, pero a Timoteo lo quiero con más fuerza que el odio que siento por él. Por eso, sólo por causa de Timoteo, voy a ser buena y agradable y a trabajar lo más que pueda. Entonces podréis pedir que Timoteo vuelva a entrar en la casa.
—¡Buena chica! —dijo Julián—. Ya viene. Pórtate bien de ahora en adelante.
Ante la enorme sorpresa del preceptor, Jorge le dirigió una sonrisa cuando éste regresó a la habitación. Era algo tan inesperado que lo dejó perplejo. También le desconcertó el notar que Jorge, a partir de entonces, se aplicaba en los ejercicios más que los demás y que le contestaba cortés y solícitamente cuando le dirigía la palabra. Tuvo una frase de elogio hacia ella.
—¡Muy bien, Jorgina! Veo que estás entrando en razón.
—Gracias —dijo Jorge dirigiéndole otra sonrisa; sonrisa, desde luego, fría y desangelada, comparada con las de sus primos, pero ¡sonrisa, al fin y al cabo!
A la hora de comer, Jorge estuvo muy amable con el señor Roland. Le sirvió la sal, le ofreció más pan ¡y hasta se levantó para llenarle el vaso de agua cuando ya lo tenía vacío! Los demás la miraban con admiración. La resolución que había tomado de ser simpática era patente. ¡Debía de ser terrible para ella comportarse de ese modo con el señor Roland, al que tanto odiaba!
El señor Roland parecía muy complacido y deseoso de ser amigo de Jorge. Le contó a ella un chiste y le prometió prestarle un libro que trataba de perros. La madre de Jorge estaba encantada, pensando que su difícil hijita había sentado cabeza y empezaba a portarse como una persona normal. Realmente, aquel día las cosas discurrían del modo más agradable.
—Jorge, márchate antes de que entre tu padre para preguntarle al señor Roland cómo te has portado hoy. Cuando él le diga que muy bien, entonces nosotros le pediremos que deje volver a casa a Timoteo. Creo que será mejor que tú no estés delante.
—Muy bien —asintió Jorge.
Estaba impaciente por resolver de una vez la situación. Le resultaba insoportable tener que mostrarse agradable y simpática con el preceptor cuando sus sentimientos la inclinaban a hacer todo lo contrario. ¡Si no fuera por Timoteo, nunca, nunca lo hubiera hecho!
Jorge se fue de la habitación poco antes de las seis, cuando oyó que su padre se acercaba. Éste entró en el cuarto y se dirigió al señor Roland.
—¿Qué tal? ¿Se han portado bien sus alumnos? —preguntó.
—Se han portado perfectamente —dijo el señor Roland—. Julián ha acabado por comprender, con las explicaciones que le he dado, un problema que para él era escabroso. Dick ha hecho bien su ejercicio de latín. Ana ha hecho su ejercicio de francés sin una equivocación.
—¿Y Jorge? —preguntó tío Quintín.
—Ahora le iba a hablar de Jorgina —dijo el señor Roland mirando a su alrededor y percatándose de que la muchachita se había marchado—. ¡Hoy se ha portado mejor que nunca! Realmente, estoy muy contento de ella. Ha trabajado de firme y todo el tiempo ha sido muy simpática y buena chica. Parece como si hubiera decidido mejorar su carácter.
—Se ha portado muy bien y ha estado muy simpática —dijo Julián acaloradamente—. Tío Quintín, si hubieras visto lo buena que ha sido… a pesar de lo que sufre…
—¿Por qué sufre? —preguntó tío Quintín.
—Por causa de Timoteo —dijo Julián—. Hace mucho frío y el pobre tiene que pasarse todo el tiempo en el jardín. Ha cogido una tos terrible.
—Oh, tío Quintín, por favor, deja que el pobre Timoteo pueda vivir en la casa —imploró Ana.
—Si, por favor —dijo Dick—. No sólo lo pedimos por Jorge, ya sabemos que ella adora al perro, sino también por nosotros. Es terrible oír sus lamentos. Y Jorge, con lo bien que se ha portado hoy, bien merece que le hagas ese favor.
—Bien —dijo tío Quintín mirando las ansiosas caras de los chicos con aire dubitativo—. En realidad, no sé qué decisión tomar. Si es que Jorge se ha vuelto razonable y el tiempo es muy frío, pues…
Miró al señor Roland, esperando una palabra de éste favorable a Timoteo. Pero el preceptor no dijo nada. Parecía molesto.
—¿Qué opina usted, Roland? —preguntó tío Quintín.
—Creo que lo mejor será que usted se mantenga firme en su decisión de tener el perro fuera de casa —dijo el preceptor—. Jorge, por ahora, necesita que la traten con mano firme. Debe usted ser duro con ella. No hay razón para que vuelva de su acuerdo por el hecho de que ella se haya portado bien un solo día.
Los tres chicos contemplaron al señor Roland, estupefactos y desilusionados. Les resultaba muy difícil creer que el preceptor se negara a que el perro volviera a casa.
—¡Señor Roland, es usted horrible! —gritó Ana—. ¡Oh, por favor! ¡Diga que no le importa que Timoteo vuelva a casa!
El preceptor ni siquiera miró a Ana. Contrajo los labios bajo su espeso bigote y enfiló su mirada hacia tío Quintín.
—Tal vez tenga usted razón —dijo tío Quintín—. Será mejor que comprobemos cómo se porta Jorge durante una semana entera. Al fin y al cabo, un día no significa gran cosa.
Los chicos miraron a su tío enormemente contrariados. Les pareció un hombre débil y cruel. El señor Roland movió la cabeza.
—Sí —dijo—. Una semana bastará para ver si Jorge ha mejorado realmente. Si durante ella Jorgina se porta bien, creo que cambiaré la opinión sobre el perro, señor. Pero, por ahora, entiendo que es mejor que siga viviendo fuera de la casa.
—Está bien —dijo tío Quintín dirigiéndose a la puerta. Se paró un momento volviéndose hacia el preceptor—. Venga luego un rato a mi despacho —dijo—. He descubierto cosas nuevas relativas a mi fórmula. Ya verá los progresos que he hecho.
Los tres chicos se miraron uno a otro sin pronunciar palabra. Parecía mentira que el preceptor hubiera podido convencer a tío Quintín para no dejar que el perro volviese a vivir en la casa. Se habían desengañado de él. El preceptor lo notó.
—Siento mucho defraudaros —dijo—. Pero creo que si os hubiera mordido a vosotros como me ha mordido a mí, y os hubiera tirado al suelo como también hizo conmigo, no tendríais muchas ganas de estar en su compañía.
Salió de la habitación. Los chicos empezaron a pensar cómo le dirían a Jorge lo que había sucedido. Ella regresó en seguida, impaciente y esperanzada. Pero cuando vio los cariacontecidos rostros de sus primos se le vino el alma a los pies.
—¿Es que no dejan que Timoteo vuelva a casa? —preguntó al momento—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Contádmelo!
Le contaron todo lo que había ocurrido. El rostro de la muchachita se tornó sombrío cuando oyó que el preceptor se había opuesto a la vuelta de Timoteo, aun cuando su propio padre había sugerido lo contrario.
—¡Oh! ¡Qué hombre más bestia! —gritó—. ¡Cómo le odio! ¡Me pagará lo que ha hecho! ¡Ya lo creo que me las pagará!
Salió rápidamente de la habitación. Sus primos oyeron como cruzaba el vestíbulo y después un enorme portazo resonó por toda la casa.
—Se ha marchado —dijo Julián—. Apuesto a que ha ido a ver a Timoteo. ¡Pobre Jorge! Está más alterada que nunca.
Aquella noche Jorge no podía dormir. Daba vueltas en la cama mientras oía las toses y los lamentos de Timoteo. El can tenía frío, ella estaba segura. Le había llenado de paja la perrera en la esperanza de que no sintiera tanto el fuerte viento norteño, pero el perro tenía que soportar a la fuerza la amarga y terrible noche, más aún, cuando estaba acostumbrado a dormir en su cesta, dentro de la casa y al abrigo de toda intemperie.
Timoteo volvió a toser, esta vez con voz cavernosa. Era algo que Jorge no podía soportar. Necesitaba ayudarlo.
«Lo meteré un rato en la casa y lo frotaré con la medicina que tiene mamá para los resfriados —pensó—. Quizás así se ponga bueno».
Se vistió sumariamente y bajó las escaleras. La casa estaba en el más absoluto silencio. Salió al jardín y soltó la cadena del perro. El can se puso a lamerla eufóricamente.
—Ven conmigo. Quiero que no pases frío durante un ratito —susurró Jorge—. Te voy a dar unas friegas en el pecho con aceite.
Timoteo corría alborozado tras ella mientras se dirigían a la casa. Lo llevó a la cocina, pero allí el fuego de la chimenea se había apagado ya y hacía mucho frío. Jorge, por tanto, decidió explorar otras habitaciones.
En el despacho de su padre vio que la chimenea aún no se había apagado. Por tanto, se metió allí con el perro. No había necesidad de encender la luz: la chimenea iluminaba suficientemente la habitación. Jorge llevaba un frasco de aceite que había cogido del cuarto de baño. Lo acercó al fuego para que se calentara.
Más tarde se puso a restregar con aceite la peluda garganta del perro, en la esperanza de que ello aliviara su resfriado.
—A ver si así dejas de toser —susurró al can—. Procura no hacerlo porque a lo mejor te oyen. Échate aquí junto al fuego, querido, y caliéntate. Verás qué pronto se te pasa el frío.
Timoteo, obediente, se echó en el suelo. Estaba muy contento de haber salido de su gélida perrera y estar en compañía de su amita querida. Apoyó la cabeza en la rodilla de Jorge. Ella lo acarició, mientras le susurraba palabras de consuelo.
Las llamas esparcían su luz sobre los curiosos instrumentos y tubos de cristal que llenaban las estanterías del despacho. Un trozo de leña restalló, llenándolo todo de chispas. Realmente se estaba bien allí. No se sentía frío y todo rezumaba tranquilidad.
La muchachita empezó a sentir la pesadez del sueño. El can cerró los ojos también, enteramente sosegado y tranquilo al calor del fuego. Jorge reclinó la cabeza sobre su cuello.
Se despertó cuando oyó que en el reloj del despacho daban las seis. La habitación estaba ahora fría y ella tiritaba. ¡Dios mío! ¡Las seis de la mañana! Juana, la cocinera, se levantaría en seguida. Había que evitar que los encontrara en el despacho a ella y a Timoteo.
—¡Tim, querido, despierta! Tienes que volver a la perrera —le dijo Jorge en voz muy baja—. Estoy segura de que ya estás mejor del resfriado, porque no has tosido ni una vez desde que entraste en la casa. Vámonos ya, y, sobre todo, no hagas ruido.
Timoteo se incorporó rápidamente y empezó a lamer la mano de su amita. Había entendido perfectamente que debía abstenerse de producir el menor ruido. Los dos salieron del despacho, cruzaron el vestíbulo y se dirigieron rápidamente a la puerta de la casa.
Al cabo de unos minutos Timoteo estaba ya otra vez en la perrera plácidamente acomodado sobre la paja. Jorge hubiera dado algo por poderse quedar allí con él, pero no podía ser, y se limitó a darle al can una palmadita cariñosa. En seguida volvió a la casa.
Se metió en la cama, muerta de frío y de sueño. Se olvidó completamente de que estaba casi vestida y no pensó en desnudarse. Inmediatamente se durmió.
A la mañana siguiente Ana quedó estupefacta al ver que su prima estaba en la cama con los calcetines puestos, la falda y el jersey.
—¡Anda! —dijo—. ¡Estás casi vestida! ¡Cuando te acostaste estabas en pijama!
—Tranquilízate —dijo Jorge—. He ido esta noche al jardín a buscar a Timoteo. Nos pusimos junto a la chimenea del despacho y le froté la garganta con un paño mojado en aceite caliente. ¡No se te ocurra decir de esto ni una palabra a nadie! ¡Promételo!
Ana lo prometió, comprometiendo en ello su palabra. ¡Qué niña más extraordinaria era Jorge, atreviéndose a hacer esas cosas!