Al día siguiente no hubo clases. Jorge estaba pálida y se portaba muy comedidamente. A Timoteo lo habían encerrado ya en la perrera del jardín y los chicos podían oír sus tristes lamentos.
—¡Oh, Jorge, cuánto siento lo que ha pasado! —dijo Dick—. Lo que daría yo porque no te portaras siempre tan violentamente. Lo único que consigues es llevarte disgustos y que se los lleve también el pobre Timoteo.
Jorge estaba llena de sentimientos contradictorios. Odiaba tanto al señor Roland, que a duras penas podía soportar verlo, aun cuando cuidaba mucho de no ser arisca ni rebelde, porque tenía miedo de que si mostraba sus sentimientos, el preceptor le daría malas notas y entonces quizás hasta le prohibieran ver a Timoteo. Era realmente muy difícil para una naturaleza tan tempestuosa como la de Jorge tener que comportarse dócilmente.
El señor Roland no le hacía el menor caso. Los chicos intentaban meter a Jorge en sus charlas, pero ella permanecía comedida e indiferente.
—¡Jorge! ¡Hoy vamos a ir a la granja Kirrin! —dijo Dick—. ¡Ven con nosotros! Vamos a buscar la entrada del camino secreto. Tiene que estar en algún sitio de la casa.
Los chicos le habían contado a Jorge lo que el señor Roland había dicho sobre el significado de las palabras y los signos del viejo lienzo. Todos se sentían enormemente interesados por la cuestión, aunque, debido a los sucesos del día de Navidad, su interés había disminuido momentáneamente.
—Desde luego, iremos todos —dijo Jorge con aire repentinamente alegre—. Timoteo también irá. Quiere dar un paseo.
Pero cuando la muchachita se enteró de que el señor Roland iba a ir también, cambió en seguida de pensamiento. Por nada del mundo quería ir de paseo con el preceptor. Saldría sola con Timoteo.
—Pero, Jorge, piensa en lo que vamos a disfrutar buscando el camino secreto —le dijo Julián cogiéndola por el brazo. Jorge se desasió al momento.
—Si va el señor Roland, no iré yo —dijo obstinadamente. Los otros pensaron que sería mejor no insistir—. Voy a ir a pasear sola con Timoteo —dijo Jorge—. ¡Vosotros podéis ir con vuestro querido señor Roland!
Se alejó de ellos, junto con el perro. Los otros la miraron pesarosos. Era algo horrible lo que sucedía. Jorge se volvía cada vez más insociable, pero ¿qué iban a hacerle?
—Bueno, muchachos, ¿estáis preparados? —preguntó el señor Roland—. Podéis ir solos a la granja. Yo me reuniré con vosotros más tarde. Antes tengo que hacer algo en el pueblo.
Los tres chicos se dispusieron, pues, a partir solos. Pensaron en llamar a Jorge, pero a ésta no se la veía ya por ningún sitio. El viejo matrimonio Sanders recibió efusivamente a los tres chicos, a los que introdujeron en la cocina, invitándoles a tomar dulce de jengibre y leche caliente.
—Vaya, ¿conque estáis decididos a encontrar nuevas cosas secretas? —dijo la señora Sanders con una sonrisa.
—¿Nos deja intentarlo? —preguntó Julián—. Queremos encontrar una habitación orientada al Este, que tenga el suelo de piedra y entrepaños de madera en las paredes.
—Todas las habitaciones de la planta baja tienen el suelo de piedra —dijo la señora Sanders—. Podéis registrarlas todas cuanto queráis, queridos. Supongo que no estropearéis nada. Pero no vayáis a la habitación de arriba, aquélla con el armario de doble fondo, ni a la de al lado. Son las habitaciones que tengo preparadas para los artistas.
—Está bien —dijo Julián, algo disgustado de no poder registrar el fascinante armario—. ¿Han llegado ya los artistas, señora Sanders? Me gustaría hablar con ellos de pintura. Yo tengo la esperanza de llegar un día a ser un artista.
—¿Ah, sí? ¡Caramba! —dijo la señora Sanders—. Bien, bien. Siempre he encontrado maravilloso que la gente pueda ganar dinero pintando cuadros.
—Los artistas no lo hacen por el dinero, sino por el gusto de pintar —dijo Julián con aire de persona entendida. Esto sorprendió todavía más a la señora Sanders. Movió la cabeza y empezó a reír.
—¡Son unas personas muy extrañas! —dijo—. Bueno, chicos. Podéis empezar vuestras investigaciones, aunque, Julián, hoy no podrás hablar con los artistas. Están fuera.
Los chicos acabaron los pasteles y la leche y se levantaron, pensando por qué sitio comenzarían el registro. Lo mejor era empezar por todas las habitaciones que estuvieran orientadas al Este.
—¿Qué parte de la casa da al Este, señora Sanders? —preguntó Julián—. ¿Lo sabe usted?
—La cocina está orientada exactamente al Norte —dijo la señora Sanders—. El Este debe de estar por allí. —Señaló con la mano hacia la derecha.
—Gracias —dijo Julián—. ¡Vamos todos!
Los tres chicos salieron de la cocina y torcieron hacia la derecha. Había en esa dirección tres habitaciones: una especie de fregadero abandonado, una habitación pequeñísima que parecía un cuarto de guardar trastos viejos y una tercera habitación que en sus tiempos debió de utilizarse como comedor accesorio, pero que ahora estaba también fría y abandonada.
—Todas tienen el suelo de piedra —dijo Julián.
—Tendremos que registrarlas todas —sugirió Ana.
—No, todas no —dijo Julián—. No creo que en ese fregadero encontremos nada.
—Y ¿por qué no? —preguntó Ana.
—Porque las paredes son de piedra, tontina, y lo que tiene que haber son entrepaños de madera —dijo Julián—. Usa la cabeza, Ana.
—Bien, entonces no tenemos que molestarnos en registrarla —dijo Dick—. Fijaos, las otras dos sí tienen entrepaños. Las registraremos.
—Seguramente pintaron ocho cuadros en el lienzo por alguna razón —dijo Julián mirando otra vez la vieja tela—. Creo que es una buena idea averiguar qué habitación tiene sólo ocho recuadros en el entrepaño, ya sabéis, debajo de la ventana o en cualquier lugar determinado.
Era tremendamente emocionante la tarea de inspeccionar las dos habitaciones. Los chicos empezaron por la más pequeña. Tenía las paredes cubiertas de madera de roble oscuro, pero no había ningún sitio donde hubiera exactamente ocho recuadros. Por tanto, los chicos se metieron en la segunda habitación.
Allí, la cubierta de madera de las paredes era distinta. No era tan oscura, no estaba tan vieja. Los recuadros también eran de tamaño distinto. Los chicos empezaron a golpearlos y a comprimirlos, en la esperanza de que alguno de ellos cediera y dejara al descubierto una cavidad, como había ocurrido en el vestíbulo el otro día.
Pero quedaron defraudados. No ocurrió nada de particular. Estaban todavía enfrascados en su investigadora tarea cuando oyeron pisadas y voces que provenían del vestíbulo. Alguien se asomó por la puerta y echó un vistazo al interior de la habitación. Era un hombre alto y delgado, con gran nariz que servía de soporte a unas gafas.
—Hola —dijo—. La señora Sanders me ha dicho que estáis buscando un tesoro o algo así. ¿Cómo os va?
—No muy bien —dijo Julián cortésmente. Miró al hombre y vio que tras él había otro, más joven, que tenía una gran boca y cierta dureza en la mirada—. Supongo que ustedes son los dos artistas —dijo.
—Sí, lo somos —dijo el primer hombre mientras se introducía en la habitación—. Y vosotros ¿qué es lo que estáis buscando, exactamente?
Julián no tenía ningunas ganas de decir nada acerca de lo que estaban haciendo, pero resultaba difícil no contestar a la pregunta del hombre.
—Pues, en realidad, estamos intentando encontrar un recuadro de la pared que sea deslizable —dijo al final—. En el vestíbulo hay uno así. Y resulta muy divertido mirar a ver si hay otro en cualquier sitio.
—¿Queréis que os ayude? —dijo el otro artista metiéndose a su vez en la habitación—. ¿Cómo os llamáis? Yo me llamo Thomas, y mi amigo, Wilton.
Los chicos charlaron amigablemente con los hombres durante unos minutos, pero no tenían el menor deseo de que les ayudaran en su búsqueda. Lo que fuera, querían encontrarlo ellos. Era desconsolador pensar que tal vez los mayores podrían resolver el misterio por su cuenta.
A poco, mayores y pequeños estaban todos dedicados a sondear y golpear los recuadros de la pared. De pronto se oyó una voz que los saludaba.
—¡Hola! ¡A fe que debéis de estar muy atareados!
Los chicos se volvieron y pudieron ver en la puerta del cuarto al preceptor, que les sonreía. Los dos artistas también dirigieron a él sus miradas.
—¿Es amigo vuestro? —preguntó el señor Thomas.
—Sí, es nuestro preceptor y es muy simpático —dijo Ana acercándosele a toda prisa y tomándole la mano.
—Deberías presentarme a estos señores, Ana —dijo el preceptor, siempre sonriente.
Ana sabía presentar a las personas. Estaba acostumbrada a ver cómo lo hacía su madre.
—El señor Roland —dijo a los dos artistas. Luego se volvió al preceptor—. El señor Thomas —le dijo, señalando a este último con la mano—. Y —añadió— el señor Wilton.
Los hombres se inclinaron cortésmente y se dieron la mano.
—¿Viven ustedes aquí? —preguntó el señor Roland—. Es una granja muy antigua e interesante, ¿verdad?
—¿Es ya hora de volver a casa? —dijo Julián al oír las campanadas del reloj.
—Temo que sí —dijo el señor Roland—. He venido más tarde de lo que había previsto. Podemos estar aquí unos cinco minutos, pero nada más. Los aprovecharemos para echaros una mano en la búsqueda que habéis emprendido para encontrar el camino secreto.
Pero, por más que todos golpearon, palparon y comprimieron los recuadros de la pared, nada nuevo ocurrió. Era algo decepcionante.
—Lo mejor será que nos vayamos ya —dijo el señor Roland—. Id a despediros de los Sanders.
Todos se dirigieron a la caldeada cocina, en donde la señora Sanders estaba dedicada a preparar algo que aparentaba ser delicioso.
—¿Está preparando la merienda, señora Sanders? —dijo el señor Wilton—. A fe que es usted la mejor cocinera que he conocido.
La señora Sanders sonrió. Se volvió a los chicos.
—Queridos: ¿habéis encontrado lo que buscabais? —preguntó.
—No —dijo el señor Roland, contestando por ellos—. Al final no hemos conseguido encontrar el camino secreto.
—¿El camino secreto? —dijo la señora Sanders, sorprendida—. ¿Sabéis algo de eso? ¡Yo creí que era un asunto olvidado! Hace muchos años que no pienso en ello.
—Oh, señora Sanders —gritó Julián—. ¿Sabe usted algo de ese camino? ¿Sabe dónde está?
—No lo sé, querido. El secreto acabó perdiéndose hace ya muchos años —dijo la anciana señora—. Yo recuerdo que mi abuela me hablaba de él cuando yo era todavía más pequeña que vosotros. Pero a mí no me interesaba. Me atraían más las vacas, las gallinas y las ovejas.
—Oh, señora Sanders, por favor, intente recordar algo —imploró Dick—. ¿Qué era el camino secreto?
—Pues creo que se trata de un camino oculto que sale de aquí y no sé dónde termina —dijo la señora Sanders—. Pero no puedo recordar nada más. Lo usaban hace muchos años, cuando la gente tenía que esconderse.
Era desconsolador que la señora Sanders supiera tan poca cosa del secreto que anhelaban descubrir. Los chicos se despidieron de ella y fueron junto al preceptor, con la sensación de que habían desperdiciado la mañana.
Jorge estaba aguardándolos en la puerta de «Villa Kirrin» cuando regresaron. Tenía la cara de mejor color y los saludó festivamente.
—¿Descubristeis algo por fin? ¡Contádmelo todo! —dijo.
—No hay nada que contar —dijo Dick tristemente—. Había tres habitaciones orientadas al Este, pero sólo dos de ellas tenían las paredes de madera. Las examinamos a fondo y no pudimos descubrir nada de particular.
—Hemos conocido a los dos artistas —dijo Ana—. Uno de ellos es alto y delgado y tiene gafas y una nariz muy grande. Se llama Thomas. El otro es más joven y tiene los ojos muy pequeños pero la boca muy grande.
—Yo los he visto esta mañana —dijo Jorge—. Estoy segura de que eran ellos… Estaban hablando con el señor Roland. A mí no me vieron.
—Oh, no puede ser que hayas visto a los artistas —dijo Ana rápidamente—. El señor Roland no los conocía. Yo tuve que presentárselos.
—Pues estoy segura de que el señor Roland llamaba Wilton a uno de ellos —dijo Jorge, sorprendida—. Tiene que conocerlo a la fuerza.
—Esos hombres que tú viste no podían ser los artistas —dijo Ana otra vez—. No conocían de nada al señor Roland. El señor Thomas me preguntó si era amigo nuestro.
—Estoy segura de que no me equivoco —dijo Jorge obstinadamente—. Si el señor Roland dice que no conoce a los dos artistas es que miente.
—Oh, siempre te las arreglas para decir cosas horribles del señor Roland —dijo Ana, indignada—. Siempre estás inventando cosas desagradables de él.
—¡Chitón! —dijo Julián—. Aquí llega.
Abrióse la puerta y entró el preceptor en la habitación.
—Bien —dijo—. Es decepcionante no haber podido encontrar el camino secreto, ¿verdad? Pero, de todos modos, era una utopía pretender encontrarlo en una habitación donde los revestimientos de madera son bastante recientes. Si fuesen muy antiguos quizá podríamos esperar encontrar algo.
—Desde luego. No creo que haya necesidad de volver a buscar la entrada del camino secreto —dijo Julián, decepcionado—. En ninguna de las habitaciones encontraremos nada. Es una verdadera lástima.
—Sí que lo es —dijo el señor Roland—. Bien, Julián, ¿qué te han parecido los dos artistas? A mí a primera vista me han resultado muy simpáticos. Me gustará mucho conocerlos más a fondo.
Jorge miró al preceptor. ¿Sería posible que pudiera mentir tan descaradamente con esa tranquilidad? La muchachita estaba perpleja. No le cabía la menor duda de que había visto a los dos artistas hablando con él. Quizá se había equivocado. Pero, aun así, había algo en todo ello que no acababa de gustarle. Estaba decidida a averiguar la verdad fuera como fuese.