El día de Navidad empezó del modo más agradable. Los chicos despertaron muy temprano y saltaron rápidamente de la cama para coger los regalos que les habían dejado amontonados sobre las sillas de sus dormitorios. Pronto quedó todo inundado de gritos de felicidad y alegría.
—¡Oh! ¡Una estación de ferrocarril! ¡Justo lo que yo quería! ¿Quién me habrá regalado esta estación tan maravillosa?
—¡Una muñeca que abre y cierra los ojos! Se llamará Betsy-May.
—Vaya, qué libro más enorme. Trata de aeroplanos. Me lo regala tía Fanny. ¡Qué acierto ha tenido!
—¡Timoteo, fíjate lo que te ha regalado Julián! Un collar rodeado de púas. ¡Quedarás magnífico con él! ¡Ve en seguida a darle las gracias!
—¿De quién es este regalo? ¿Dónde está la esquela? Oh, es del señor Roland. ¡Qué acierto ha tenido! Fíjate, Julián, un cortaplumas de tres hojas.
Entre gritos y exclamaciones pasaron todos alegremente una hora abriendo paquetes y disfrutando de los regalos.
Cuando los chicos salieron del dormitorio, ¡ciertamente que estaba todo alborotado y en desorden!
—¿Quién te ha regalado ese libro sobre perros, Jorge? —dijo Julián al ver un magnífico libro dedicado a los canes entre el montón de regalos de Jorge.
—El señor Roland —dijo Jorge brevemente.
Julián sentía curiosidad por saber si su prima aceptaría el regalo. Opinaba que no. Pero la muchachita había decidido no estropear a los demás el día de Navidad y no quería ser «difícil». Por eso, cuando todos empezaron a darle al preceptor las gracias por sus regalos, ella se unió a los demás, aunque su agradecimiento fue expresado torpemente y en voz baja.
Jorge no le había regalado nada al preceptor, pero los otros sí, y éste les había dado las gracias muy sincera y efusivamente, dando la impresión de estar muy contento. Le dijo a Ana que su postal navideña era la más bonita que hasta entonces le habían regalado, y ella estaba radiante de contento.
—¡Bien! ¡Es magnífico estar juntos en Navidad! —dijo el preceptor cuando todos estuvieron sentados alrededor de la mesa dispuestos a tomar la suculenta comida navideña—. ¿Quiere que le sirva, señor Quintín? Me gusta mucho hacerlo.
Tío Quintín le dio el cuchillo y el tenedor muy satisfecho.
—Es una suerte que esté usted con nosotros —dijo efusivamente—. Todos hemos congeniado mucho con usted. ¡Para nosotros es como un amigo de toda la vida!
Realmente, el día de Navidad se presentaba muy bien. No habría que dar clases, desde luego, y al día siguiente tampoco. A la alegría de los chicos contribuía no poco el magnífico festín que se estaban dando, saboreando ricos dulces y en la ansiosa espera de que encendieran el árbol de Navidad.
El árbol, una vez encendido, resultaba magnífico. Las luces refulgían en medio de la oscuridad del vestíbulo, lo mismo que los brillantes adornos. Timoteo se sentó ante él y empezó a contemplarlo extasiado.
—Le gusta tanto como a nosotros —dijo Jorge. En realidad, Timoteo estaba disfrutando aquel día más que los propios chicos.
Estaban totalmente exhaustos cuando llegó la hora de irse a la cama.
—Me voy a dormir en un santiamén —dijo Ana dando un bostezo—. Oh, Jorge, qué bien ha resultado todo, ¿verdad? ¡Qué bonito es el árbol de Navidad!
—Sí, todo ha quedado muy bien —dijo Jorge metiéndose en la cama—. Ya llega mamá para darnos las buenas noches. ¡Timoteo! ¡Métete en la cesta!
Timoteo se metió en su cesta, que estaba bajo la ventana. Siempre se metía en ella cuando la madre de Jorge se acercaba para dar las buenas noches a las chicas, pero en cuanto ésta se marchaba, el can, de un salto, subía a la cama de Jorge. Allí era donde dormía siempre, con la cabeza apoyada en los pies de su amita.
—¿No crees que Timoteo debería dormir esta noche abajo? —dijo la madre de Jorge—. Juana dice que se ha hinchado a comer en la cocina, y que debe estar ahíto.
—Oh, no, mamá —dijo Jorge al momento—. ¿Cómo va a dormir Timoteo abajo esta noche? ¡Se llevaría un disgusto enorme!
—Oh, muy bien —dijo su madre riendo—. Sólo era una sugerencia. Ahora, a dormir mucho, Ana y Jorge. Es muy tarde y debéis de estar muy cansadas.
Acto seguido se dirigió al dormitorio de los chicos y les dio también las buenas noches. Estaban ya casi dormidos.
Dos horas después todos los de la casa estaban ya en la cama. La casa quedó silenciosa y oscura. Jorge y Ana dormían plácidamente, lo mismo que Timoteo.
De pronto, Jorge despertó sobresaltada. ¡Timoteo estaba lanzando ligeros gruñidos! Tenía enderezada su enorme y peluda cabeza, por lo que Jorge dedujo que estaba escuchando algo.
—¿Qué te pasa, Tim? —le susurró. Ana no se había despertado. Timoteo continuaba con sus gruñidos. Jorge se incorporó y lo sujetó por el collar para indicarle que se callara. Hubiera sido terrible que despertara a su padre.
Timoteo dejó de gruñir una vez vio despierta a Jorge. La chica estaba indecisa: no sabía qué determinación tomar. No quería despertar a Ana. Se hubiera asustado enormemente. ¿Por qué gruñía Timoteo? ¡Nunca lo hacía por la noche!
«Quizá sea mejor que eche una ojeada por ahí a ver si todo está normalmente», pensó Jorge. Era una muchachita muy valiente, y el pensamiento de tener que deslizarse por entre la silenciosa oscuridad de la casa no la alteraba lo más mínimo. ¡Además tenía a Timoteo! ¿Quién iba a sentir miedo estando con Timoteo?
Se puso su pequeña bata.
«Tal vez haya saltado un ascua de alguna chimenea y se esté quemando algo —pensó, aspirando fuerte por la nariz mientras empezaba a bajar por la escalera—. Seguramente Timoteo lo ha olido y ha querido avisarme».
Sujetando al can por el collar para advertirle que no se alborotara, Jorge atravesó sigilosamente el vestíbulo y llegó al cuarto de estar. El fuego de la chimenea estaba casi apagado y en la cocina todo estaba también en orden. Las patas de Timoteo resonaban con singular ruido al apoyarse contra el linóleo.
Un leve sonido se oyó, que provenía de la otra parte de la casa. Timoteo empezó a gruñir fuertemente. El pelo de la nuca se le erizó. Jorge quedó petrificada. ¿Sería posible que hubiera en la casa un ladrón? De repente Timoteo se empinó y, dando un salto, echó a correr, cruzando el vestíbulo y desapareciendo por el pasillo que conducía al despacho. Entonces se oyó una fuerte exclamación y un ruido como de alguien que caía al suelo.
—¡Es un ladrón! —exclamó Jorge echando a correr hacia el despacho.
Pudo ver una linterna encendida en el suelo, que seguramente había tenido que abandonar precipitadamente alguien que en aquel momento estaba luchando con Timoteo.
Jorge encendió la luz. La escena que vio la dejó estupefacta. El señor Roland estaba allí, en bata, tirado en el suelo e intentando desembarazarse de Timoteo, quien, aunque no le mordía, lo tenía fuertemente sujeto por la bata.
—¡Oh, eres tú, Jorge! ¡Dile a esta bestia que me deje en paz! —dijo el señor Roland con voz agria y más bien baja—. ¿No ves que va a despertar a toda la casa?
—¿Qué estaba haciendo usted aquí con una linterna? —preguntó Jorge.
—Oí un ruido aquí abajo y vine a ver lo que pasaba —dijo el señor Roland sentándose en el suelo y persistiendo en sus tentativas de separarse del irritado can—. ¡Por Dios bendito! ¡Dile a esta bestia que se marche!
—¿Por qué no encendió usted la luz? —dijo Jorge, sin decidirse a decirle nada a Timoteo. Era algo agradable y desusado lo que tenía ante la vista: el señor Roland, rabioso y asustadísimo.
—No pude encontrar el interruptor —dijo el preceptor.
No tenía nada de particular. El interruptor de la luz estaba en un sitio tan raro, detrás de la puerta, que difícilmente podría encontrarlo de noche alguien que no supiera de antes dónde se encontraba. El señor Roland intentó otra vez desembarazarse de Timoteo. Éste, de pronto, empezó a ladrar.
—¡Va a despertar a todo el mundo! —dijo el preceptor—. No quiero que nadie se despierte. Yo me basto solo si es que aquí hay un ladrón. ¡Ahí viene tu padre!
El padre de Jorge llegó con un atizador en la mano. Quedó petrificado cuando vio en el suelo al señor Roland, bien sujeto por Timoteo.
—¿Qué pasa aquí? —exclamó.
El señor Roland quiso levantarse, pero Timoteo no lo dejó. El padre de Jorge le increpó severamente:
—¡Tim! ¡Haz el favor de venir aquí!
Timoteo miró a Jorge para ver si estaba conforme con la orden que le había dado su padre. Ella no dijo nada. Timoteo, por tanto, hizo caso omiso de la orden y se limitó simplemente a morder los tobillos del señor Roland.
—¡Este perro está loco! —dijo el preceptor desde el suelo—. ¡No es la primera vez que me muerde!
—¡Tim! ¡Ven aquí inmediatamente! —dijo el padre de Jorge con fuerte voz—. Jorge, este perro es un desobediente. Llámalo tú en seguida.
—Ven aquí, Tim —dijo Jorge con voz no muy alta.
Al momento, el perro dejó al señor Roland y se fue con Jorge, con los pelos de la nuca erizados todavía. Gruñía en voz baja, como diciendo: «Ándese con cuidado, señor Roland, ándese con cuidado».
El preceptor se levantó. Estaba furioso. Se dirigió al padre de Jorge.
—Oí un ruido raro y bajé a ver qué pasaba —dijo—. Me pareció que el ruido venía del despacho y, como sé cuántas cosas de valor hay en él, pensé que a lo mejor había entrado un ladrón en la casa. Pero en cuanto llegué al despacho apareció ese perro y me tiró al suelo. Jorge llegó en seguida, pero no quiso decirle al perro que dejara de molestarme.
—No comprendo tu conducta, Jorge. Realmente, no la puedo entender —dijo su padre con tono irritado—. Espero que no acabes volviéndote tan estúpida como lo eras antes de que tus primos vinieran aquí este verano. Y ¿qué significa eso de que Timoteo ha mordido otra vez al señor Roland?
—Jorge metió al perro debajo de la mesa donde damos las clases —dijo el señor Roland—. Yo no lo sabía, y en una ocasión en que estiré las piernas, noté que había algo allí debajo: era Timoteo, que empezó a morderme. No se lo había dicho antes, señor, porque no había querido ocasionarle preocupaciones. Pero Jorge y su perro no han hecho más que molestarme desde que llegué a esta casa.
—Bien. Timoteo, de ahora en adelante, vivirá en la perrera del jardín y no entrará en casa —dijo tío Quintín—. No quiero que esté con nosotros. Ése será su castigo; y también el tuyo, Jorge. No estoy satisfecho de tu comportamiento. El señor Roland ha sido benévolo contigo.
—Yo no quiero que Timoteo se vaya a vivir a la perrera —dijo Jorge furiosamente—. El tiempo es muy frío y se pondrá enfermo.
—Me es indiferente si se pone enfermo o no —dijo su padre—. Desde que admití al perro en esta casa para que pasara aquí las vacaciones de Navidad, puse como condición, y tú lo sabes, que te portaras bien. Todos los días me he informado de tu comportamiento con el señor Roland. Y como, por lo que veo, no es nada ejemplar, he decidido que Timoteo viva fuera de la casa. ¡Ahora, ya lo sabes! ¡Vuélvete a la cama, pero antes pide perdón al señor Roland!
—¡No quiero! —dijo Jorge conteniendo a duras penas la ira que la embargaba, mientras salía de la habitación con dirección a la escalera. Los dos hombres empezaron a seguirla.
—Déjela ya —dijo el señor Roland—. Es una niña muy complicada y está claro que se le ha metido en la cabeza no congeniar conmigo. Pero yo estaría muy contento, señor, si supiera que este perro no iba a volver a pisar esta casa. No estoy seguro de que cualquier día Jorgina le mandara que se me echara encima.
—Siento mucho todo esto —dijo el padre de Jorge—. Me pregunto de dónde habrá venido ese ruido que usted oyó. Supongo que será un trozo de leña que cayó al suelo. Pero ¿qué haré esta noche con ese fastidioso perro? Tendré que echarlo de casa ahora mismo.
—Déjelo por esta noche —dijo el señor Roland—. Oigo ruidos arriba. Todo el mundo se ha despertado. Más vale que por esta noche no armemos más jaleo.
—Quizá tenga usted razón —dijo el padre de Jorge, agradecido. Al fin y al cabo no tenía demasiadas ganas de enfrentarse en plena noche con una niña arisca y rebelde y con un perro irritado a todas luces.
Los dos hombres volvieron a la cama. Jorge no dormía. Los otros se habían despertado mientras ella subía las escaleras y les había contado todo lo sucedido.
—¡Jorge! ¡En verdad eres idiota! —dijo Dick—. A fin de cuentas, ¿por qué el señor Roland no iba a bajar si oyó un ruido extraño? ¡Tú misma bajaste! Todo lo que has conseguido es que el simpático Timoteo se separe de nosotros y tenga que vivir a la intemperie.
Ana empezó a gritar. Por un lado no le gustaba que al preceptor, que ella tanto estimaba, lo hubiera arrojado al suelo Timoteo; y por otra, odiaba oír que a Timoteo lo iban a castigar.
—No seas criatura —dijo Jorge—. El perro es mío y yo no grito.
Sin embargo, cuando ya todos habían vuelto a dormirse plácidamente, la almohada de la cama de Jorge estaba enteramente húmeda. Timoteo subió a la cama y empezó a lamerle a su amita las húmedas y saladas mejillas, mientras gimoteaba calladamente. Timoteo se sentía siempre muy desgraciado cuando Jorge estaba triste.