Capítulo 7

En los días que siguieron, los chicos apenas tuvieron tiempo de preocuparse por el camino secreto, porque el día de Navidad se acercaba y había muchas cosas que hacer.

Había que escribir muchas felicitaciones y pintarlas, para enviárselas a sus padres y amigos. Había además que engalanar la casa. Fueron con el señor Roland a coger ramas de acebo y volvieron cargados a casa.

—Parecéis postales navideñas —dijo tía Fanny al verlos atravesar la puerta del jardín con los brazos repletos de ramas y coloreadas frutas. El señor Roland había encontrado un grupo de árboles que en la parte más alta de las ramas tenían grandes cantidades de muérdago, y los chicos habían aprovechado la ocasión para coger una buena parte. Los frutos parecían perlas verdes.

—El señor Roland ha trepado a varios árboles para cogerlos —dijo Ana—. Es un magnífico trepador. Lo hace mejor que un mono.

Todos rieron menos Jorge. Ella no reía con nada que se refiriese al preceptor. Depositaron su carga en el pórtico del jardín y fueron a lavarse. Aquella tarde tenían que engalanar la casa.

—¿Querrás, tío, que te adornemos el despacho también? —preguntó Ana.

Tío Quintín tenía su despacho lleno de extraños instrumentos y tubos de cristal y los chicos casi nunca se atrevían a meterse allí.

—No. No quiero que me revuelvan las cosas del despacho —dijo rápidamente tío Quintín—. No se hable más del asunto.

—Tío, ¿por qué tienes esas cosas tan raras en el despacho? —preguntó Ana mientras echaba un vistazo por todo el rededor.

Tío Quintín se echó a reír.

—Estoy trabajando en una fórmula secreta —dijo.

—¿Qué fórmula es esa? —dijo Ana.

—Aunque te lo dijera, no lo entenderías —dijo su tío—. Todas esas cosas que tú llamas «extrañas» me ayudan una enormidad en mis investigaciones, y todo lo que averiguo gracias a ellas lo pongo en mi libro; y de todo lo que voy aprendiendo y estudiando sacaré una fórmula secreta que será un invento de gran utilidad cuando haya terminado el trabajo.

—Tú quieres encontrar una fórmula secreta y nosotros, por nuestra parte, queremos averiguar dónde está un camino secreto —dijo Ana olvidándose completamente de que no debía hablar a nadie del tema.

Julián estaba parado en la puerta del despacho. Miró ceñudamente a Ana. Por fortuna, tío Quintín no pareció prestar ninguna atención a lo que su hermanita acababa de decir. Julián la cogió por el brazo y la sacó de la habitación.

—Ana, estoy pensando que el mejor método para que no reveles nuestros secretos es coserte la boca, como aquel conejito quiso hacer con el perro —dijo.

Juana, la cocinera, estaba muy atareada preparando pasteles navideños. En la despensa estaba colgado un enorme pavo que habían traído de la granja Kirrin. A Timoteo empezó a parecerle que se trataba de un manjar exquisito y a partir de entonces Juana tenía a cada momento que echarlo de la cocina.

En el gabinete había muchas cajas de galletas y paquetes misteriosos repartidos por todos sitios. ¡Se presentaba una Navidad magnífica! Los chicos se sentían enormemente excitados y felices.

El señor Roland había traído un elegante abeto que había cortado él mismo.

—¡Tendremos también nuestro árbol de Navidad! —exclamó—. Muchachos, ¿tenéis con qué adornarlo?

—No, señor —dijo Julián viendo que Jorge sacudía la cabeza significativamente.

—Esta tarde iré al pueblo a comprar cosas para el árbol —prometió el preceptor—. Quedará estupendamente bien. Lo pondremos en el vestíbulo y, después del té, lo iluminaremos. ¿Quién quiere venir conmigo a comprar luminarias y los otros adornos?

—¡Yo! —gritaron tres voces.

Pero una persona no dijo nada. Ésta no podía ser otra que Jorge. En su obstinación, no quería acompañar al señor Roland ni siquiera a comprar adornos para el árbol de Navidad. Hasta entonces no había celebrado una Navidad con árbol en su casa, y a ella en el fondo le gustaba mucho, pero lo que lo estropeaba todo era que fuese el señor Roland el encargado de traer el árbol y comprar los adornos.

El árbol navideño estaba ya dispuesto en el vestíbulo adornado con luminarias coloreadas y toda suerte de regalos colgando de las ramas. Hileras de plateadas cuerdecillas colgaban como carámbanos y los trozos de blanco algodón que por todos sitios había puesto Ana le daban una enorme semejanza a un árbol auténticamente nevado. Había quedado de lo mejor.

—¡Vaya! ¡Muy bonito! —dijo tío Quintín mientras atravesaba rápidamente el vestíbulo y observaba como el señor Roland daba los últimos toques al árbol—. Caramba, y esa hada que hay encima de todo, ¿para quién es? ¿Para alguna niña buena?

Ana en secreto tenía la esperanza de que el señor Roland le regalase la muñeca-hada. Estaba segura de que no se la regalaría a Jorge y, de todos modos, su primita no la habría aceptado. Era una muñeca muy bonita, con vestido de gasa y alas de plata.

Julián, Dick y Ana consideraban ya al preceptor como un verdadero amigo. De hecho, todos habían intimado ya con él: no sólo los padres de Jorge, sino también Juana, la cocinera. En ello, Jorge constituía la única excepción, por supuesto. Ella y su perro seguían mostrándose ariscos con el preceptor en todas las ocasiones que podían.

—¡Nunca hubiera pensado que un perro pudiera llegar a ser tan arisco! —dijo Julián observando a Timoteo—. Realmente, está siempre tan enfurruñado como Jorge.

—Y a veces Jorge produce la impresión de que tiene un rabo, como Timoteo, y lo abate cada vez que llega el señor Roland —rió Ana.

—Podéis reíros, si os parece bien —dijo Jorge con tono resentido—. No os estáis portando bien conmigo. Yo sé que tengo razón en comportarme así con el señor Roland. Desde el principio me causó mala impresión. Y lo mismo le ocurrió a Timoteo.

—Eres tonta Jorge —dijo Dick—. Lo único que te ha ocurrido es que te ha dado rabia que el señor Roland te llame Jorgina y de que no le haya resultado simpático Timoteo. Me atrevería a decir que no puede evitar el sentir antipatía hacia los perros. Al fin y al cabo, hubo un hombre famoso, que se llamaba lord Roberts, que no podía soportar a los gatos.

—Oh, los gatos son distintos —dijo Jorge—. Pero si a una persona no le gustan los perros, sobre todo si no le gusta un perro como Timoteo, a la fuerza tiene que tener malos sentimientos.

—Es inútil discutir con Jorge —dijo Julián—. ¡Cuando se le mete algo en la cabeza, cualquiera la hace cambiar de opinión!

Jorge salió de la habitación con un gesto de altivez. Los otros pensaron que se estaba portando algo estúpidamente.

—Estoy realmente sorprendida —dijo Ana—. Con lo agradable que era en el colegio. Ahora se ha vuelto lo mismo de rara que cuando la conocimos este verano.

—Yo entiendo que el señor Roland se ha portado muy bien preparando el árbol y todo lo demás —dijo Dick—. A veces no me resulta del todo simpático; pero tengo que reconocer que es divertido. En realidad, creo que deberíamos pedirle que nos tradujera aquellas misteriosas palabras de la tela antigua; claro que eso no quiere decir que tengamos que revelarle nuestro secreto.

—A mí me gustaría una enormidad que él compartiera con nosotros el secreto —dijo Ana, que estaba muy atareada confeccionando una maravillosa felicitación navideña para el preceptor—. Es un hombre terriblemente inteligente. Estoy segura de que podrá decirnos en seguida dónde está el camino secreto. Es mejor que le preguntemos lo que significan todas aquellas palabras y signos.

—Está bien —dijo Julián—. Le enseñaré el trozo de tela. Ésta es la noche de Navidad y estoy seguro de que él pasará a solas con nosotros mucho rato, pues tía Fanny estará muy atareada preparando nuestros regalos.

Aquella noche, antes de que apareciera el señor Roland, Julián sacó el trozo de tela antigua, lo desenvolvió y lo extendió sobre la mesa. Jorge quedó estupefacta.

—El señor Roland vendrá en seguida —dijo—. Es mejor que guardes la tela cuanto antes.

—Es que vamos a pedirle que nos traduzca estas palabras latinas —dijo Julián.

—¡No, eso no lo podemos hacer! —gimió Jorge—. ¡No podemos revelarle nuestro secreto! ¿Eres capaz de hacer una cosa así?

—Bien. Lo que nos interesa a nosotros es averiguar en qué consiste el secreto, ¿no es así? —dijo Julián—. No tenemos necesidad de contarle cómo y dónde hemos encontrado esta tela, sino simplemente pedirle que nos traduzca las palabras y nos descifre las señales. El que le pidamos que use su inteligencia en descifrar esos enigmas no quiere decir que le revelemos el secreto.

—Nunca creí que fueses capaz de enseñarle la tela —dijo Jorge—. Y estoy segura de que él, una vez le hayas preguntado qué significado tienen esas palabras y esos signos, no parará hasta enterarse de todo, ¡ya lo verás! Es un individuo muy entrometido.

—¿Por qué dices eso? Yo no he notado que sea ni un tanto así de entrometido.

—Pues yo le vi ayer registrando el despacho cuando no había nadie —dijo Jorge—. Él no me vio. Pero yo estaba agazapada en la ventana con Timoteo. Estaba fisgoneando por todo lo alto.

—Ya sabes lo interesado que está en el trabajo de tu padre —dijo Julián—. ¿Qué importancia tiene que estuviera echando una ojeada al despacho? Tu padre es muy amigo suyo. Lo que te pasa es que no sabes hacer otra cosa que inventar cosas desagradables contra el señor Roland.

—Oh, haced el favor de dejar de discutir —dijo Dick—. Es Nochebuena. Basta ya de chillar y decir cosas desagradables.

Justo en aquel momento entró el preceptor en la habitación.

—¡Hola! ¡Veo que estáis muy atareados! —dijo, con labios que aparecían sonrientes bajo el bigote—. ¿Acaso encontráis muy complicado redactar felicitaciones de Navidad?

—Señor Roland —empezó a decir Julián—. Quisiéramos que nos ayudara usted a resolver un enigma. Hemos descubierto un trozo de tela antigua donde hay marcados unos signos que no podemos entender. Hay también unas palabras que, al parecer, están escritas en latín, pero tampoco podemos interpretar su significado.

Jorge no pudo evitar una exclamación de disgusto cuando vio a Julián extender la vieja tela sobre la mesa ante la vista del señor Roland. Se levantó y salió de la habitación dando un portazo.

—Nuestra simpática Jorgina no parece estar esta noche de muy buen humor —dijo el señor Roland, acercándose a la tela—. ¿De dónde habéis sacado esto? Parece una cosa muy antigua.

Nadie contestó. El señor Roland estudió detenidamente las letras y señales que había en la tela y después profirió una exclamación.

—¡Ah!, ahora comprendo por qué el otro día me preguntasteis el significado de aquellas palabras latinas, aquellas que significaban «camino secreto». Están escritas aquí, al principio de todo.

—Sí —dijo Dick.

Todos estaban agrupados en torno del señor Roland, esperando que éste pudiera descifrar por lo menos algo del misterio.

—Sólo queremos saber qué significan esas palabras, señor —dijo Julián.

—Esto es en realidad muy interesante —dijo el preceptor mientras seguía examinado la vieja tela—. Al parecer se trata de una clave para hallar la entrada de un camino secreto.

—¡Eso es lo que nosotros habíamos supuesto! —dijo Julián con excitación—. Exactamente lo que habíamos pensado. Oh, señor, por favor, tradúzcanos la clave.

—Pues bien: estos ocho cuadrados representan los recuadros de un entrepaño de madera, a lo que parece —dijo el preceptor, señalando los toscos cuadrados que había dibujados en la tela—. Esperad un poco, que no es tan fácil traducir esto. Es algo fascinante. Solum lapideum parles ligneus. Y esto ¿qué significa?; cellula. ¡Ah, sí!, ¡cellula!

Los chicos estaban todos pendientes de las palabras del preceptor. ¡Un entrepaño de madera! Seguramente se trataba de los recuadros que había en el vestíbulo de la granja Kirrin.

El señor Roland siguió examinando la tela con el ceño fruncido. Luego encargó a Ana que fuera a pedirle prestada a su tío una gran lupa que éste tenía en su despacho. A poco, estaba ya de vuelta con la enorme lupa y los chicos pudieron observar las palabras a su través.

—Bien —dijo el preceptor al fin—. En lo que está a mi alcance, esto quiere decir: «Una habitación orientada al Este; ocho recuadros de madera, uno de ellos deslizable, que es este que está señalado con una cruz; un suelo de piedra…». Sí, creo que es eso: un suelo de piedra, y un armario. Todo suena a cosa extraordinaria y fantástica. ¿De dónde habéis sacado esto?

—Oh, nos la encontramos —dijo Julián después de una pausa—. Señor Roland, muchísimas gracias. Nosotros nunca hubiéramos podido descifrar el significado de esas letras y signos. O sea que, según parece, la entrada del camino secreto está en una habitación orientada al Este.

—Eso parece —dijo el señor Roland, volviendo a examinar la tela—. ¿Dónde decís que la habéis encontrado?

—No podemos decírselo —contestó Dick—. Se trata de un secreto.

—No os preocupéis. A mí podéis decírmelo —dijo el señor Roland fijando sus azules y brillantes ojos en Dick—. Yo sé guardar muy bien los secretos. No podéis haceros idea de cuántos de ellos me confían.

—Bien —dijo Julián—. En realidad, no vemos por qué no vamos a poder decirle dónde hemos encontrado la tela. La hemos encontrado en la granja Kirrin, dentro de una vieja petaca. Supongo que el camino secreto no estará muy lejos de allí, pero ¿dónde, exactamente? Y ¿a dónde llevará?

—¡Habéis encontrado la tela en la granja Kirrin! —exclamó el señor Roland—. Caramba, caramba, aquello parece un lugar antiguo y muy interesante. Me gustaría ir un día allí para verla de cerca.

Julián enrolló la tela y la guardó en el bolsillo del pantalón.

—Muy bien, muchas gracias, señor —dijo—. Usted nos ha ayudado a resolver una parte del misterio, pero nos queda todavía encontrar el camino secreto. Un día, después de Navidad, lo intentaremos.

—Yo iré con vosotros a la granja Kirrin —dijo el señor Roland—. Seguramente os podré ayudar en algo. Claro que eso será si no os importa que participe de vuestro fascinante secreto.

—Está bien. Usted nos ha hecho un gran favor traduciéndonos esas misteriosas palabras —dijo Julián—. A nosotros nos gustaría que usted nos acompañase, si es que quiere, señor.

—Sí. Nos gustaría mucho —dijo Ana.

—Está bien. Entonces iremos todos a averiguar dónde está el camino secreto —le dijo el señor Roland—. Será muy interesante empezar a palpar la pared hasta que aparezca la misteriosa abertura…

—No creo que Jorge quiera que vayamos allí con el señor Roland —murmuró Dick a Julián—. No le hemos consultado sobre eso. Seguramente no querrá: ya sabes cómo le odia.

—Sí, lo sé —dijo Julián, molesto—. Pero no debemos preocuparnos por eso. Jorge cambiará seguramente después de Navidad. ¡No va a pasarse enfurruñada todas las vacaciones!