A la mañana siguiente los chicos estaban algo desanimados. ¡Clases! ¡Qué horrible sonaba esa palabra en tiempo de Navidad! Desde luego, el señor Roland parecía una persona agradable. La noche anterior no lo habían visto porque se la había pasado hablando con el padre de Jorge. Los chicos aprovecharon la oportunidad para descifrar, o, al menos, intentarlo, el significado de las raras palabras que estaban escritas en el lienzo.
Pero no consiguieron nada. Ninguno de ellos pudo resolver el enigma.
¡Un camino secreto! ¿Qué querría decir eso? ¿Por dónde había que ir a ese supuesto «camino secreto»? Y ¿dónde estaba? Y ¿por qué tenía que ser secreto? Era desesperante no poder contestar a ninguna de estas preguntas.
—En realidad, lo mejor que podemos hacer es preguntarle a alguien que pueda entender este galimatías —dijo Julián—. Yo no puedo descifrar esta escritura.
Se había pasado la noche pensando en el asunto. No había conseguido averiguar nada; y había llegado la mañana de un nuevo día, en la que tendría que dedicarse a los estudios y clases. Se puso a pensar qué asignatura elegiría el señor Roland. A lo mejor les daría clases de latín, y entonces tendrían la oportunidad de preguntarle qué significaba la frase «VIA OCCULTA».
El señor Roland había visto ya las notas que había obtenido cada uno en el colegio y se había hecho cargo en seguida de cuáles eran los puntos flacos de los chicos en sus estudios. Estaban flojos en latín y también en francés. Jorge y Dick estaban flojísimos en matemáticas. Necesitaban un impulso. Y a Julián no le había entrado aún la geometría. Ana era la única que no necesitaba tomar lecciones.
—Pero si quieres estar con nosotros durante las clases puedes ponerte a pintar; te daré algunos modelos —dijo el señor Roland con sus brillantes ojos fijos en Ana. La muchachita resultaba simpática al preceptor. No era tan molesta como Jorge.
—Oh, sí —dijo Ana, muy contenta—. A mí me gusta mucho pintar. Puedo pintar flores, señor Roland. Pintaré flores para usted, y, sobre todo, amapolas rojas: creo que eso lo hago bien.
—Empezaremos a las nueve y media —dijo el señor Roland—. Daremos las clases en el cuarto de estar. Llevaos allí los libros y procurad ser puntuales.
A las nueve y media estaban todos los chicos en el cuarto de estar, sentados alrededor de la mesa y con sus libros escolares delante. Ana había llevado su caja de pintura y un tarrito con agua. Los otros la miraban envidiosamente. ¡Dichosa Ana, que podía dedicarse a pintar, mientras ellos tenían que fatigarse estudiando cosas tan arduas como el latín y las matemáticas!
—¿Dónde está Timoteo? —preguntó Julián en voz baja, mientras esperaban la llegada del preceptor.
—Está debajo de la mesa —dijo Jorge desafiante—. Estoy completamente segura de que no molestará. Que nadie hable de él durante la clase. Quiero que esté cerca de mí. No pienso dar ninguna clase sin Timoteo conmigo.
—No comprendo por qué razón no va a poder estar contigo —dijo Dick—. Es un perro muy bueno. ¡Chitón! Ya viene el señor Roland.
El preceptor llegó. Su negra barba parecía más espesa que nunca. Sus ojos se destacaban a la pálida luz del sol invernal que penetraba en la habitación. Ordenó a los chicos que se sentaran.
—Primero quiero echar una ojeada a vuestros cuadernos de deberes, y ver por dónde vais —dijo—. Tú primero, Julián.
Pronto estuvieron todos sumidos en el trabajo. Ana dedicaba toda su atención a la pintura de amapolas. El señor Roland miraba el cuadro con admiración a medida que lo iba completando. Ana pensó una vez más que el preceptor era muy simpático.
De pronto se oyó un tremendo suspiro que, al parecer, salía de debajo de la mesa. Era Timoteo, que estaba ya cansado de estarse quieto. El señor Roland levantó la vista, sorprendido. Jorge, al momento, lanzó por su cuenta un suspiro desgarrado, con la esperanza de que el señor Roland creyese que era ella la que había suspirado la primera vez.
—Pareces cansada, Jorgina —dijo el señor Roland—. A las once suspenderemos las clases un rato.
Jorge frunció el ceño. Odiaba que la llamasen Jorgina. Con gran cautela, tocó suavemente con el pie a Timoteo, advirtiéndole que no volviera a suspirar ni a hacer ruido de ninguna clase. Timoteo empezó a lamerle los pies.
Al cabo de un rato, cuando estaba en el más profundo silencio, Timoteo empezó a sentir enormes deseos de rascarse violentamente la barriga. Se puso en pie. Luego volvió a sentarse con gran alboroto y empezó a rascarse con gran furia. Los chicos todos empezaron a hacer ruidos raros para que no se oyeran los del perro.
Jorge golpeó repetidamente el suelo con el pie. Julián se puso a toser y dejó caer al suelo un libro. Dick se dedicó a zarandear la mesa y a hablar con el señor Roland.
—Oh, señor, este problema es muy difícil. ¡Realmente es muy difícil! ¡No hago más que pensar y pensar, y no consigo entenderlo!
—¿Por qué habéis empezado todos de pronto a hacer ruido? —dijo el señor Roland, altamente sorprendido—. Deja ya de patear el suelo, Jorgina.
Timoteo, al fin, se recostó, quedándose otra vez quieto. Los chicos suspiraron todos de alivio. Cesaron los ruidos y el señor Roland pidió a Dick que le dejara el libro de matemáticas.
El preceptor cogió el libro y estiró las piernas por debajo de la mesa apoyándose en ellas para inclinarse hacia Dick y explicarle lo que éste deseaba saber. Con gran pasmo, notó que sus pies habían topado con algo blando y lleno de vida que se aferraba ávidamente a sus tobillos. Encogió las piernas, mientras daba un grito, lleno de pánico.
Los chicos lo miraron. El preceptor se inclinó y miró debajo de la mesa.
—Ah, es el perro —dijo contrariado—. El muy bestia me ha mordido los tobillos. Me ha agujereado los calcetines. Llévatelo de aquí, Jorgina.
Jorgina no dijo nada. Miraba para otro sitio, como si no hubiera oído lo que había dicho el preceptor.
—Nunca contesta cuando la llaman Jorgina —dijo Julián.
—Pues me ha de contestar la llame como la llame —dijo el señor Roland con voz profunda y agria—. No estoy dispuesto a aguantar aquí a este perro. Jorgina: como no lo saques de aquí en seguida iré a hablar con tu padre.
Jorge lo miró. Ella sabía perfectamente que si no sacaba al perro de allí y el señor Roland iba a hablar con su padre, éste hubiera mandado que Timoteo no volviera a entrar en la casa y que se pasara las horas del día en el jardín, cosa que sería horrible, con el frío que hacía. Lo único que podía hacer era obedecer. Con la cara enrojecida y el ceño fruncido que casi le ocultaba los ojos, le ordenó a Timoteo:
—¡Sal de ahí, Tim! No me extraña que lo hayas mordido. ¡Yo también lo hubiera hecho si fuese un perro!
—No es necesario que digas groserías —dijo el señor Roland agriamente.
Los demás miraron estupefactos a Jorge. No comprendían cómo se había atrevido a hablar de esa manera. Cuando se enfadaba de verdad le traía todo sin cuidado.
—Vuelve aquí en cuanto saques el perro —dijo el señor Roland.
Jorge frunció el ceño todavía más. Al cabo de unos segundos estaba ya de vuelta. Sabía que era imposible hacer nada. Su padre, al parecer, congeniaba mucho con el señor Roland y era muy amigo suyo, y seguramente le diría las dificultades que tenía con ella. Si diera rienda suelta a los sentimientos que albergaba su corazón no cabía la menor duda de que el pobre Timoteo sería el que lo había de pagar, pues le prohibirían volver a entrar en la casa. Por eso obedeció. Pero en el fondo de su alma empezó a odiar con todas sus fuerzas al señor Roland.
Los demás chicos estaban apesadumbrados por lo que le había ocurrido a su prima. Pero no compartían con ella el odio que sentía hacia el preceptor. Éste era un hombre simpático, que a menudo les hacía reír y, además, era paciente y comprensivo con las equivocaciones que cometían a menudo en los ejercicios. A veces les enseñaba incluso a hacer figuritas de papel, sobre todo barcos, y tomaba a broma sus pequeñas travesuras. Julián y Dick lo pasaban en grande y acumulaban en su memoria anécdotas de las vacaciones para contárselas a sus compañeros cuando volvieran al colegio.
Después de terminada la clase, los chicos salieron al jardín para tomar el tibio sol invernal durante media hora. Jorge llamó a Timoteo.
—¡Pobrecito mío! —exclamó—. ¡Qué afrenta para ti haberte echado de la habitación! ¿Por qué se te ocurrió morder al señor Roland? Desde luego, fue una gran idea; pero realmente no consigo llegar hasta el fondo de tus pensamientos.
—Jorge, no deberías comportarte de esa manera con el señor Roland —dijo Julián—. Tú eres la única que le hace enfadar. Él es muy orgulloso. Acabará dejándonos. Estoy seguro de que si no fuera por las cosas que has hecho, su trato con nosotros hubiera sido de lo más agradable.
—Pues no os portéis con él como lo hago yo, si es que os gusta —dijo Jorge, con cierto tono de mofa en la voz—. Yo no pienso cambiar mi comportamiento. Cuando a mí no me gusta una persona, pues no me gusta y ya está.
—¿Por qué no te es simpático el señor Roland? ¿Tal vez porque no congenia con Timoteo? —preguntó Dick.
—En gran parte, sí. Pero también porque me da mala espina. No me gusta nada su repugnante boca.
—¿Por qué dices eso si nunca la has podido ver? Está completamente tapada con el bigote y la barba —dijo Julián.
—Sí, pero a veces le he visto los labios a través del pelo —dijo Jorge, obstinada—. Son finos y crueles. Si no, fijaos cuando podáis. A mí no me gustan las personas que tienen los labios finos. Son malvadas y de duro corazón. Y tampoco me gustan sus ojos, con esa mirada fría que tienen. Vosotros podéis intimar con él todo lo que queráis, pero yo no pienso hacerlo, desde luego.
Julián no quiso enfadarse con su terca primita; en vez de eso se echó a reír.
—Nosotros no pensamos intimar con él —dijo—. Se trata sencillamente de que queremos comportarnos como es debido, eso es todo. Y tú, vieja amiga, deberías hacer lo mismo.
Julián habló, desde luego, en vano. Cuando a Jorge se le metía algo en la cabeza era imposible hacerla cambiar de opinión. Sólo se sintió contenta cuando se enteró de que aquella tarde iba a ir, en el autobús, al pueblo con sus primos, a ver los escaparates navideños y hacer compras… ¡sin el señor Roland! Éste había preferido quedarse en la casa para que su padre le hablase de su invento.
—Os llevaré al pueblo para que os hartéis de ver escaparates —dijo tía Fanny a los chicos—. Tomaremos el té en cualquier establecimiento. Regresaremos en el autobús de las seis.
Era una idea muy agradable. Tomaron el primer autobús de la tarde, que los llevó velozmente al pueblo, a través de los campos, donde empezaba a asomar la oscuridad vespertina. Los escaparates eran preciosos y estaban muy bien iluminados. Los chicos habían llevado consigo todo su dinero y lo gastaron con largueza comprando cosas bonitas. ¡Había que hacer muchos regalos!
—¿No estaría bien que comprásemos algo al señor Roland? —preguntó Julián.
—Yo le pienso comprar un paquete de cigarrillos —dijo Ana—. Sé la marca que a él le gusta.
—¡Sólo faltaba que le llevásemos un regalo al señor Roland! —exclamó Jorge con voz desdeñosa.
—¿Y por qué no, Jorge? —dijo su madre, sorprendida—. Oh, querida, yo tengo la esperanza de que seas agradable con él y de que no le tomes mucha antipatía, pobre hombre. Y también espero que no tenga que quejarse de ti a tu padre.
—¿Qué le vas a comprar a Timoteo, Jorge? —dijo Julián cambiando rápidamente de conversación.
—Voy a ir a una carnicería a comprarle el hueso más grande que haya —dijo Jorge—. Y tú, ¿qué le vas a comprar?
—Yo estoy segura de que si Timoteo tuviera dinero nos haría un regalo a cada uno —dijo Ana, cogiendo al can por el collar y alzándolo cariñosamente—. ¡Es el perro más bueno del mundo!
Jorge perdonó inmediatamente a Ana su deseo de comprarle algo al señor Roland en cuanto oyó lo que acababa de decir sobre Timoteo. Se animó en seguida y empezó a conjeturar con los otros qué regalos querría hacerles Timoteo a cada uno de ellos.
Tomaron el té en un establecimiento y, poco después, estaban ya dentro del autobús de las seis, que los llevaba rápidamente a Kirrin.
En cuanto llegaron, lo primero que hizo tía Fanny fue averiguar si la cocinera había servido al señor Roland y a su marido el té tal como le había encargado que lo hiciera.
Volvió del despacho con los ojos brillantes de alegría.
—Realmente nunca había visto a vuestro tío tan contento —dijo a Julián y a Dick—. ¡Cómo se compenetra con el señor Roland! Le está explicando todos sus descubrimientos. A él le gusta mucho poder hablar con alguien que entienda de sus cosas.
Aquella noche el señor Roland se dedicó a enseñar juegos y pasatiempos a los chicos. Timoteo estaba con ellos en la habitación, y el preceptor todavía intentó hacer buenas amigas con él, pero el can se negó a todo entendimiento amistoso.
—¡Tan arisco como su amita! —dijo el preceptor lanzando una mirada burlona a Jorge, la cual había estado observando con gran satisfacción cómo su perro se negaba a trabar amistad con el preceptor. No le contestó nada, limitándose a fruncir el ceño.
—¿Te parece que le preguntemos mañana qué significa «VIA OCCULTA»? —dijo Julián a Dick cuando al fin estuvieron solos—. Yo estoy deseando hacerlo. ¿Qué opinas del señor Roland, Dick?
—En realidad, todavía no lo conozco bien —dijo Dick—. Tiene muchos detalles que me agradan, pero, a veces, sin saber por qué, pierdo toda la simpatía que le tengo. No me gustan sus ojos. Y Jorge tiene razón en lo que dice de los labios. Los tiene demasiado finos. Eso quiere decir que algo malo hay en él.
—Pues yo no lo pienso así —dijo Julián—. Lo único que le pasa es que no le gustan las estupideces, eso es todo. Estoy pensando en enseñarle la tela y preguntarle qué significan aquellas palabras y signos.
—Tengo entendido que se trataba de un secreto —dijo Dick.
—Sí, ya lo sé, pero ¿qué vamos a sacar en limpio de tener un secreto que lo es para nosotros mismos? —dijo Julián—. Quizá lo mejor que podemos hacer sea preguntarle al señor Roland qué significa todo aquello, pero sin enseñarle la tela.
—Eso no nos serviría gran cosa. Algunas de las palabras ni siquiera las podemos leer, de tan estropeada como está. Si es que estás decidido a consultar con el preceptor, lo mejor que puedes hacer es enseñarle la tela.
—Bien, ya lo pensaré —dijo Julián mientras se metía en la cama.
Al día siguiente los chicos tuvieron ciase desde las nueve y media hasta las doce y media. Jorge acudió sin Timoteo. Estaba muy molesta, pero no hubiera sido bueno ponerse en actitud desafiante y negarse a ir a clase sin el perro. Ahora que el can le había negado definitivamente la amistad al preceptor, la cosa ya no tenía gran importancia. El animalito había demostrado a las claras que no le interesaba verlo y, por la misma razón, el señor Roland hacía bien en no admitirlo en su presencia; sin embargo, Jorge estaba muy irritada.
Durante la clase de latín, Julián encontró la oportunidad de preguntar aquello que deseaba saber.
—Por favor, señor Roland —dijo—. ¿Podría decirme qué significan las palabras «VIA OCCULTA»?
—¿«VIA OCCULTA»? —dijo el señor Roland contrayendo la frente—. Sí, significa «camino secreto» o «vía secreta». Un camino oculto, o algo por el estilo. ¿Por qué lo quieres saber?
Todos los chicos estaban oído atento. Sus corazones latían apresuradamente. Julián tenía razón. Aquello significaba que había un camino secreto en algún sitio.
Pero ¿dónde? Y ¿dónde empezaba? Y ¿dónde terminaba?
—Oh, sólo era una curiosidad —dijo Julián—. Gracias, señor.
Les hizo un guiño a los demás. Estaba tan excitado como ellos. Con sólo que pudieran descifrar el resto de los extraños signos, acabarían resolviendo el misterio. Bien, lo mejor sería volverle a preguntar al señor Roland dentro de unos días. El misterio acabaría resolviéndose de una manera o de otra.
«¡El “camino secreto”! —se dijo Julián a sí mismo, mientras intentaba resolver un problema de geometría—. El “camino secreto”. Seguro que acabaremos descubriendo dónde está».