Después de comer, los cuatro fueron corriendo escaleras arriba al dormitorio de los chicos y desplegaron el lienzo sobre una mesilla. En varios sitios de la tela había palabras escritas toscamente. Había también una señal marcada con compás, con una letra E, que a las claras indicaba la dirección Este. También había dibujados ocho cuadrados y en la misma mitad de uno de ellos, una cruz. Era algo realmente misterioso.
—Casi diría que estas palabras están escritas en latín —dijo Julián mientras se esforzaba en hallar su significado—. Pero no sé qué quieren decir. Y me parece que aunque pudiera traducirlas no podría descifrar el sentido de la frase. Ojalá conociera a alguien que pudiera traducir frases latinas.
—¿No podría traducirlas tu padre, Jorge? —preguntó Ana.
—Supongo que sí —dijo Jorge.
Pero ninguno de ellos era partidario de contar nada al padre de Jorge. Hubiera echado el lienzo a la basura, o hubiera mandado quemarlo: desde luego, prohibiría que se volviera a hablar del asunto. Los hombres de ciencia son así de raros.
—¿Y si se lo preguntásemos al señor Roland? —dijo Dick—. Él es profesor. A la fuerza tiene que saber latín.
—Me parece que será mejor que no le preguntemos nada hasta que no lo conozcamos mejor —dijo Julián, cautelosamente—. Desde luego, parece un señor simpático y alegre, pero nunca se puede saber. Caramba. ¿Por qué no podríamos nosotros descifrar estas palabras sin ayuda de nadie?
—Hay dos palabras al principio —dijo Dick empezando a deletrearlas—. «VIA OCCULTA». ¿Qué crees que puede significar eso, Julián?
—Yo creo que eso quiere decir «camino secreto» o algo parecido —dijo éste arrugando la frente.
—¡Camino secreto! —dijo Ana, con los ojos brillantes—. ¡Oh, seguro que significa eso! ¡Un camino secreto! Qué interesante. Y ¿qué clase de camino secreto es, Julián?
—No seas tonta, ¡qué voy a saber yo! —dijo Julián—. Ni siquiera estoy del todo seguro que esas palabras quieran decir «camino secreto». Es sólo una suposición mía.
—Bueno, pero suponiendo que tengas razón, o sea, que esas palabras signifiquen «camino secreto», esas líneas rectas que hay dibujadas en la tela significarán la explicación de por dónde se va al camino secreto o dónde está —dijo Dick—. Oh Julián, ¿verdad que es desesperante no poderlo saber seguro? Estúdialo bien. Tú sabes más latín que yo.
—Es muy difícil entender estas letras antiguas —dijo Julián mientras intentaba otra vez descifrar su significado—. No puede ser. No comprendo nada.
Se oyeron unos pasos que provenían de la escalera. La puerta se abrió de pronto. El señor Roland apareció y observó a los chicos.
—Vaya, vaya —dijo—. Me estaba preguntando dónde os habríais metido—. ¿Qué os parece si fuésemos a dar un paseo por entre las rocas?
—Muy bien. Vamos —dijo Julián enrollando el lienzo precipitadamente.
—¿Qué es eso? ¿Algo importante? —preguntó el señor Roland, observándolo.
—Es una… —empezó a decir Ana; pero de pronto todos los demás empezaron a hablar alborotadamente, temerosos de que Ana fuese a revelar el secreto.
—Hace una tarde espléndida para pasear.
—¡Vámonos ya! ¡Cojamos nuestras cosas!
—¡Tim, Tim! ¿Dónde estás?
Jorge lanzó un fuerte silbido. Timoteo estaba debajo de la cama y al oír la llamada de su amita apareció dando saltos enormes. Ana estaba roja de vergüenza, considerando con qué razón los otros la habían tenido que interrumpir tan alborotadamente.
—Pareces idiota —le dijo Julián en voz baja—. No eres más que una criatura.
Afortunadamente, el señor Roland no volvió a hacer mención del trozo de lienzo que Julián había arrollado tan rápidamente. Estaba dedicado a observar a Timoteo.
—Supongo que no molestará si viene con nosotros —dijo. Jorge miró al preceptor, indignada.
—¡Claro que no molestará! —contestó—. Nosotros nunca, nunca, vamos a ningún sitio sin Timoteo.
El señor Roland empezó a bajar la escalera. Los chicos estuvieron pronto preparados para el paseo. Jorge seguía enfurruñada. El solo pensamiento de que no la dejaran pasear con el perro la llenaba de ira.
—Has estado a punto de revelar nuestro secreto, tonta —dijo Dick a Ana.
—Ha sido sin querer —dijo la muchachita, avergonzada—. De todas formas, el señor Roland parece simpático. Estoy segura de que no pasará nada si le preguntamos el significado de esas extrañas palabras.
—Deja ese asunto en mis manos —dijo Julián firmemente—. Y no se te ocurra volver a hablar de ello.
Todos, con Timoteo, salieron de la casa. El can no molestaba por el momento al señor Roland, porque había decidido caminar lo más lejos posible de él. Era algo muy extraño, ciertamente. Ignoró la presencia del preceptor con supino desprecio, incluso en las contadas ocasiones en que éste le dirigió la palabra.
—Normalmente no se porta así —dijo Dick—. Es, en realidad, un perro muy cariñoso.
—Bueno, si yo viviera con él en la misma casa durante mucho tiempo, seguro que acabaría tomándome cariño. ¡Eh, Tim! ¡Ven aquí! ¡Tengo una galleta en el bolsillo para dártela!
Al oír la palabra «galleta», Timoteo no pudo evitar el empinar las orejas, pero en vez de acercarse al señor Roland, se fue junto a Jorge. Esta le dio unas palmaditas.
—Si no le es simpática una persona, no se le acerca aunque le ofrezca galletas o huesos —dijo Jorge.
El señor Roland se dio por vencido. Volvió a meter la galleta en el bolsillo.
—Es un perro muy extraño, ¿verdad? —dijo—. Es un mestizo horrible. Me gustan más los perros de pura raza.
A Jorge se le puso la cara púrpura.
—¡No es ningún perro raro! —balbució—. ¡No es ni la mitad de raro que usted! No es ningún mestizo horrible. ¡Es el mejor perro que hay en el mundo!
—Creo que eres algo arisca —dijo el señor Roland secamente—. Yo no tolero que mis alumnos sean insolentes, Jorgina.
El que la llamara Jorgina puso a Jorge mucho más enfurecida. Se rezagó, con su perro, mostrando un rostro que presagiaba tormenta. Los otros chicos se sintieron molestos. Claro que conocían al dedillo el temperamento de Jorge, y lo muy difícil que se ponía muchas veces. A partir del verano último, parecía haber sosegado su carácter, entusiasmada con la compañía de sus primos. Y éstos aún tenían la esperanza de que no volviera a las andadas, porque si empezaba a ponerse furiosa por cualquier cosa acabaría estropeando las vacaciones a todos.
El señor Roland no se preocupó más de Jorge. No volvió a dirigirle la palabra. Siguió delante con los demás charlando amigablemente y haciendo todo lo posible para resultar simpático. En realidad lo era, y los chicos acabaron riendo de buena gana sus ocurrencias. Cogió a Ana de la mano. La muchachita brincaba alegremente a su lado, entusiasmada con el paseo.
Julián se sintió apenado por Jorge. Tenía que ser muy desagradable ir separado de los demás y él sabía cómo Jorge odiaba estas situaciones. Pensó en hacer algo por ella: algo que, al menos, suavizara la tirantez.
—Señor Roland —dijo—. Usted nos haría un gran favor si llamase a nuestra prima con el nombre que a ella le gusta, o sea Jorge. No puede soportar que la llamen Jorgina. Además, quiere mucho a Timoteo. Tampoco le gusta que digan de él cosas desagradables.
El señor Roland pareció sorprenderse.
—Muchacho, quizá tengas razón —dijo secamente—. Pero yo no necesito que me den consejos sobre el modo como tengo que tratar a mis alumnos. Ese asunto lo tengo que decidir yo, no vosotros. Desde luego, quiero que todos seamos amigos. Pero Jorgina todavía tiene que aprender a portarse juiciosamente.
Julián se sintió apabullado. Con la cara enrojecida, miró a Dick. Éste le apretó el brazo cordialmente. Todos sabían que Jorge era huraña y malhumorada, sobre todo con los que no apreciaban a su adorado perro, pero, de todos modos, pensaban que el señor Roland podía ser un poco más comprensivo. Dick se fue atrás con Jorge.
—No tengo ninguna necesidad de que me acompañes —dijo ésta con ojos relampagueantes—. Puedes volverte con tu amigo el señor Roland.
—No seas así —dijo Dick—. El señor Roland no es amigo mío.
—Yo no soy de ninguna manera —dijo Jorge con voz tensa—. He visto perfectamente cómo os reíais y os divertíais con él. Más vale que te marches y vuelvas a su compañía: te seguirás divirtiendo y riendo. Yo no necesito a nadie: tengo suficiente con Timoteo.
—Jorge, estamos en Navidad. Estamos de vacaciones. Por favor, no te enfades con nosotros, no nos estropees las fiestas.
—A mí no me gusta tratar con personas que no quieren a Timoteo —dijo Jorge, obstinada.
—Pues, al fin y al cabo, el señor Roland le quiso dar una galleta, e hizo lo posible para hacerse amigo de él.
Jorge no dijo nada. Su menudo rostro mostraba a las claras que estaba hecha una fiera. Dick todavía intentó apaciguarla.
—¡Jorge! Por lo menos, promete no enfadarte hasta que haya pasado el día de Navidad. Por favor, no nos estropees las vacaciones. Vámonos con los demás.
—Está bien —dijo Jorge después de dudar unos instantes—. Lo intentaré.
Jorge se reunió con los demás, haciendo esfuerzos por no parecer enfadada. El señor Roland supuso que Dick había conseguido apaciguarla y, hablando con todos, se dirigió a ella también. Jorge no rió ninguno de sus chistes, pero, sin embargo, contestó con toda cortesía a las preguntas que le hizo el preceptor.
—¿Es aquélla la granja Kirrin? —preguntó el señor Roland cuando pasaban cerca de la casita de la colina.
—Sí. ¿Es que usted la conocía? —preguntó Julián, sorprendido.
—No, no —dijo el señor Roland con rapidez—. Solamente había oído hablar de ella, y me estaba preguntando si podía ser aquella casita.
—Esta mañana hemos estado allí —dijo Ana—. Es un sitio muy interesante. —Entonces empezó a mirar a los otros, temerosa de que no quisieran que contase nada de lo que habían visto en la granja aquella mañana.
Julián dudó unos instantes. Pero al fin y al cabo, no tenía ninguna importancia hablar de la piedra movible de la chimenea y del armario de doble fondo. La señora Sanders habría contado con seguridad a otras personas la existencia de tales rarezas en la granja. Podrían muy bien contarle al señor Roland el descubrimiento que habían hecho del recuadro deslizable del vestíbulo y lo del antiguo recetario que habían encontrado en la cavidad. Claro que no diría una sola palabra sobre el viejo lienzo de los misteriosos signos y letras.
En consecuencia, le contó al preceptor los interesantes descubrimientos que habían hecho en la casita de la granja. El señor Roland escuchó con el mayor interés.
—Es algo muy interesante —dijo—. Verdaderamente interesante. ¿Dices que el matrimonio vive solo allá arriba?
—Sí, aunque ahora, en Navidad, van a tener dos huéspedes —dijo Dick—. Dos artistas. A Julián le gustaría mucho conocerlos y hablar con ellos. A él le gusta mucho pintar cuadros.
—¿Sabe pintar realmente? —dijo el señor Roland—. Pues que me enseñe algunas de sus pinturas. Pero quizá no sea adecuado que moleste a los artistas esos. Tal vez no les agrade su amistad.
Esta observación hizo que Julián se sintiera más obstinado en sus designios. Decidió que, pasara lo que pasara, él trabaría amistad con los dos artistas en cuanto encontrara la primera oportunidad.
El paseo discurría agradable, en general, aunque la actitud de Jorge no contribuía a ello. Iba muy callada, y, por su parte, Timoteo no se acercaba en ningún momento al señor Roland. Al llegar a un estanque helado Dick empezó a tirar piedras para que Timoteo las fuese a buscar. Resultaba muy divertido ver al can resbalar a cada momento, en su intento de correr como si estuviera en tierra firme.
Todos tiraron piedras y Timoteo las recogió todas, salvo la del señor Roland. Cuando éste lanzó una, el perro le dirigió una mirada inefable y se quedó como si tal cosa.
Parecía como si quisiese decir: «¿Ahí?, conque ¿también usted tira piedrecitas? Pues bien: muchas gracias. No pienso recogerlas».
—Será mejor que nos volvamos a casa —dijo el señor Roland haciendo ver que la actitud del can no le había molestado—. ¡Tenemos el tiempo justo para llegar a la hora del té!