Capítulo 4

La vieja señora Sanders y los chicos fueron corriendo al vestíbulo.

—¿Qué ocurre? —gritó Julián—. ¿Qué ha pasado?

—Timoteo empezó a perseguir al gato. El gato se subió en el reloj, y, al quererse subir en él también, se apoyó en un recuadro de la pared. ¡El recuadro se deslizó y ha dejado al descubierto una cavidad, fijaos!

—¡Es una cavidad secreta! —gritó Dick, lleno de excitación, metiendo la cabeza por la abertura—. ¡Caramba! ¿Sabía usted que existía aquí esta cavidad, señora Sanders?

—Oh, sí —dijo la señora—. Esta casa está llena de cosas extrañas como ésa. Siempre que limpio la pared procuro hacerlo con mucha suavidad para que no se mueva el recuadro.

—Y ¿qué habrá dentro? —preguntó Julián.

La boca de la cavidad era de una anchura aproximada a la de su cabeza. Se asomó al interior, pero sólo pudo ver oscuridad.

—¡Traed una vela! ¡Traed una vela! —dijo Ana, excitadísima—. ¿No tiene usted una linterna, señora Sanders?

—No —dijo la anciana—. Pero sí tenemos velas. Hay una en la despensa de la cocina.

Ana fue corriendo a cogerla. Cuando la trajo, Julián la encendió y la introdujo por la abertura que había dejado el recuadro. Los otros se agolparon junto a él, ansiosos de descubrir qué había allí dentro.

—¡Esperad! —dijo Julián, impaciente—. ¡Hay que hacerlo por turnos! Yo echaré un vistazo primero.

Escudriñó la cavidad detenidamente, pero no parecía que hubiera allí nada digno de verse. Al fondo, todo estaba oscuro. Le dio la vela a Dick, y sucesivamente todos los chicos metieron la cabeza por la abertura. La anciana señora Sanders había vuelto a la cocina. ¡Estaba acostumbrada al recuadro movible y no le daba importancia a la cosa!

—Ella dijo que esta casa está llena de cosas extrañas como ésa —dijo Ana—. ¿Qué otras cosas habrá? Podríamos preguntárselo.

Hicieron deslizarse el recuadro en sentido inverso, cerrando la abertura de la pared, y se dirigieron a la cocina.

—Señora Sanders: ¿qué otras cosas raras hay en esta casa? —preguntó Julián.

—Hay arriba un armario que tiene doble fondo —dijo la señora Sanders—. ¡No os excitéis tanto, que no es nada de particular! Y una de las piedras de la chimenea es movible y detrás hay como una cavidad oculta. Yo creo que antaño los habitantes de esta casa lo usarían para esconder cosas.

Los chicos al momento estuvieron ante la piedra de la chimenea. Tenía una argolla. Tiraron de ella y pudieron ver la cavidad a que se había referido la señora Sanders. Era de reducidas dimensiones, pero no dejaba de ser algo desacostumbrado y excitante.

—¿Dónde está el armario? —preguntó Julián.

—Mis piernas están esta mañana muy cansadas para subir escaleras —dijo la granjera—. Pero podéis ir vosotros solos. Cuando lleguéis arriba torced a la derecha y entrad por la segunda puerta que veáis. El armario está al final de todo. Abrid la puerta y palpad el fondo hasta que notéis un pequeño saliente. Cuando lo encontréis, apretad fuerte y veréis como aquello se abre.

Los cuatro y Timoteo echaron a correr escaleras arriba lo más aprisa que podían, mientras engullían rápidamente lo que les quedaba de los panecillos que les había dado la granjera. ¡Realmente, era una mañana muy interesante aquélla!

Por fin encontraron el armario y lo abrieron. Todos a la vez se pusieron a palpar el fondo. Ana encontró, por fin, el saliente.

—¡Lo he encontrado! —gritó.

Apretó con todas sus fuerzas, pero sus deditos no eran lo suficientemente vigorosos como para vencer la resistencia del mecanismo que abría la pared falsa. Julián tuvo que ayudarla.

Se oyó un crujido y los chicos pudieron ver en seguida que, efectivamente, la pared falsa se abría. Detrás se podía ver una especie de cuartucho diminuto, en el que, a lo sumo, podría caber una persona no muy gruesa.

—Es un escondite estupendo —dijo Julián—. Cualquiera encuentra a alguien que se esconda aquí.

—Voy a meterme dentro. Quiero probar. Podéis encerrarme —dijo Dick—. Tiene que ser muy divertido.

Se introdujo en el cuartucho que había tras la pared falsa. Julián cerró luego ésta herméticamente y dejó a su hermano sumido en las tinieblas.

—¡Esto sí que es una buena encerrona! —gritó Dick—. ¡Qué oscuridad más terrible! Abrid, que quiero salir ya.

Dick salió y los otros chicos, por turno, se metieron a su vez en el cuartucho y fueron sucesivamente encerrados. Ana no lo pasó muy bien.

Cuando todos hubieron probado la encerrona volvieron a la cocina.

—Es un armario muy curioso, señora Sanders —dijo Julián—. ¡Cómo me gustaría vivir en una casa que estuviera llena de cosas misteriosas y secretas como ésta!

—¿Podremos volver otro día a examinar el armario? —preguntó Jorge.

—No, creo que no podrá ser, «señorito Jorge» —dijo la señora Sanders—. Esa habitación donde está el armario la tengo destinada a uno de mis futuros huéspedes.

—¡Oh! —dijo Julián, defraudado—. Y ¿les dirá usted que el armario tiene una pared falsa, señora Sanders?

—No, no lo haré —dijo la anciana—. Esas cosas sólo interesan a chicos pequeños como vosotros. Los dos caballeros que han de venir aquí no querrán con seguridad oír hablar dos veces del asunto.

—¡Qué raras son las personas mayores! —dijo Ana, asombrada—. Yo estaría encantada de vivir en una casa con recuadros deslizables y puertas falsas aunque las hubiera a cientos.

—Yo igual —dijo Dick—. Señora Sanders, ¿me deja volver a registrar la cavidad secreta del vestíbulo? Me llevaré la vela.

Dick no hubiera podido explicarse nunca por qué había sentido el deseo de volver a manipular el recuadro deslizable. Pero, sencillamente, la idea le había venido a la cabeza. Los otros no quisieron acompañarle, pues sabían de sobra que en la cavidad no había nada digno de verse, salvo la pétrea pared.

Dick cogió la vela y se dirigió al vestíbulo. Empujó el recuadro hasta conseguir que se deslizara. Acercó la vela y echó una nueva ojeada al interior del hueco. Dentro no se veía nada de particular. Dick sacó la cabeza y metió el brazo, extendiéndolo lo más que pudo. Estaba a punto de retirarlo cuando sus dedos toparon con un agujero que había en el muro.

—¡Caramba! —dijo Dick—. ¿Por qué habrá un agujero en este sitio del muro?

Tanteó cuidadosamente el agujero y sus alrededores con el índice. A poco notó que había tocado algo que parecía una palanca pequeña. La movió con los dedos, pero nada ocurrió. Luego, con toda la mano, se puso a tirar fuertemente.

La piedra se apartó. Dick notó sorprendido cómo caía al suelo de la oscura cavidad produciendo un fuerte estrépito.

Al oír el ruido, los otros fueron corriendo al vestíbulo.

—¿Qué estás haciendo, Dick? —dijo Julián—. ¿Has roto algo?

—No —dijo Dick, con la cara roja de excitación—. Lo que ha ocurrido es que he metido el brazo en la cavidad y he encontrado una palanquita. Luego, al tirar de ella, la piedra donde estaba incrustada se ha caído al suelo. ¡Ese es el ruido que habéis oído!

—¡Caramba! —dijo Julián intentando apartar a Dick de la boca de la cavidad—. Déjame que mire.

—No, Julián —dijo Dick, conteniéndolo—. Esto lo he descubierto yo. Espérate a ver si yo puedo encontrar algo en el hueco que ha dejado la piedra. ¡No es tan fácil hacerlo!

Los otros esperaron pacientemente. Julián a duras penas podía contenerse, en su deseo de apartar a Dick y tomar él la iniciativa. Dick metió el brazo en toda su longitud y luego dobló la mano para meterla en el hueco que la piedra había dejado al descubierto. Rebuscó con los dedos y al final topó con algo que, al tacto, parecía un libro. Con gran cautela y cuidado sacó el objeto de su escondrijo.

—¡Un libro antiguo! —exclamó.

—¿De qué trata? —dijo Ana.

Empezaron a pasar las hojas con gran cuidado. Estaban tan resecas y quebradizas que poco faltaba a algunas de ellas para convertirse en polvo.

—Creo que es un libro de recetas —dijo Ana, con sus perspicaces ojos fijos en la vieja y complicada escritura de mano—. Vamos a llevárselo a la señora Sanders.

Los chicos llevaron el libro a la anciana señora. Esta se echó a reír al ver sus maravillados y excitados rostros. Cogió el libro y le echó una ojeada, sin dar muestra alguna de excitación.

—Sí —dijo—. Se trata de un libro de recetas, eso es todo. Fijaos en el nombre que hay en la portada: Alicia María Sanders. Debió de haber pertenecido a mi tatarabuela. Era muy famosa como curandera, lo sé. Tenía fama de curar toda clase de enfermedades a personas y animales.

—Qué lástima que apenas se entienda la escritura —dijo Julián, defraudado—. Además, el libro parece que va a pulverizarse de un momento a otro, de viejo que está. Debe de ser muy antiguo.

—A lo mejor hay aún más cosas en aquel agujero —dijo Ana—. Julián: deberías probar a meter tú el brazo, que lo tienes más largo que Dick.

—No creo que haya allí ninguna otra cosa —dijo Dick—. Es un hueco muy pequeño: no más grande que la piedra que cayó al suelo.

—Bueno, de todos modos, meteré el brazo para ver —dijo Julián.

Todos fueron otra vez al vestíbulo. Julián metió la mano en el hueco del muro que había dejado la piedra al descubierto.

Tanteó por todos sitios con sus largos dedos para comprobar si había allí escondida alguna otra cosa.

Sí: allí dentro había algo. Algo blando y liso que parecía como de cuero. Rápidamente asió el objeto con los dedos y después lo sacó cuidadosamente del escondrijo, temeroso de que pudiera estropearse, pues debía de ser una cosa muy antigua.

—¡He encontrado algo! —dijo, con los ojos brillantes de emoción—. ¡Fijaos! ¿Qué será esto?

Los otros se apiñaron a su alrededor.

—Parece la petaca de papá —dijo Ana—. Tiene la misma forma. ¿Hay algo dentro?

Era, efectivamente, una tabaquera blanda de cuero, de color oscuro y deteriorada por los años. Julián la abrió con gran cuidado, ensanchando la abertura del cuero.

Había en su interior un poco de polvo de tabaco negro, pero… ¡no era sólo eso lo que había dentro!

Al fondo de todo, fuertemente enrollada, había una pieza de tela. Julián la cogió y la desenrolló, extendiéndola sobre la mesa del vestíbulo.

Los chicos la contemplaron unos instantes. En el lienzo había signos, marcas y letras hechos con tinta negra, que a duras penas se conservaban a pesar de los estragos del tiempo. Pero todo ello resultaba ininteligible.

—No es un plano —dijo Julián—. Parece una especie de clave, o algo por el estilo. Me gustaría entender el significado de estos signos y letras. Podría tratarse de algún secreto.

Los chicos continuaron contemplando el trozo de lienzo embargados por la emoción. Era un lienzo muy antiguo y lo que en él había tenía a la fuerza que ser la indicación de algún secreto. ¿Cuál sería éste?

Fueron corriendo a enseñárselo a la señora Sanders. Esta estaba ojeando el viejo recetario y sus ojos brillaban de satisfacción cuando los levantó para mirar a los excitados chicos.

—¡Este libro es una maravilla! —exclamó—. Me cuesta mucho trabajo entender la escritura, pero acabo de leer una receta muy buena contra los dolores. La pienso probar. Me duele la cabeza muchas noches. Ahora, fijaos…

Pero los chicos no estaban dispuestos a escuchar recetas contra el dolor. Lo que hicieron inmediatamente fue poner el trozo de lienzo sobre la falda de la señora Sanders.

—Fíjese, ¿qué es esto, señora Sanders? ¿Lo había visto antes de ahora? Estaba metido en una petaca que había en la cavidad aquella del vestíbulo.

La señora Sanders se quitó las gafas, las limpió con el pañuelo y volvió a ponérselas. Luego examinó el lienzo atentamente. Movió la cabeza.

—No. No entiendo lo que esto pueda significar. No tiene sentido para mí. Y eso otro ¿qué es? Parece una petaca vieja. Oh, estoy segura de que le gustaría a mi Juan. Precisamente acaba de comprarse una, pero le cuesta mucho trabajo sacar el tabaco. Ésta parece vieja, pero en buen uso todavía.

—Señora Sanders, ¿se va a quedar también con este trozo de tela? —preguntó Julián ansiosamente.

Estaba deseoso de llevárselo a casa y estudiarlo al detalle. Estaba seguro de que en él se escondía un importante secreto y no podía soportar la idea de dejarlo en la granja.

—Puedes quedarte con él si es que te gusta, señorito Julián —dijo la señora Sanders echándose a reír—. Yo ya tengo mi recetario y Juan tendrá la petaca. Tú puedes quedarte con ese trapo viejo si es que tanto te gusta, aunque me pregunto para qué lo querrás, porque trapos viejos podrás encontrar siempre por cualquier sitio. Ah, aquí llega Juan.

Levantó la voz y le habló al viejo sordo:

—Eh, Juan, aquí tengo una petaca para ti. Los chicos la han encontrado dentro de la cavidad que hay en la pared del vestíbulo.

Juan cogió la petaca y la palpó.

—Es una petaca muy rara —dijo—. Pero mejor que la mía. Bien, chicos, no es que quiera echaros de aquí, pero ya ha dado la una, y lo mejor que podéis hacer es echar a correr para casa a ver si llegáis a la hora de comer.

—¡Tiene usted razón! —dijo Julián—. ¡Vamos a llegar tarde a la comida! Adiós, señora Sanders, y muchas gracias por los panecillos y también por el trapo este. Nosotros haremos lo posible por descifrar lo que hay escrito en él y contárselo en seguida. ¡Eh, muchachos! ¡Vámonos ya! ¿Dónde está Timoteo? ¡Ven aquí, Tim, que tenemos prisa!

Los cinco emprendieron el regreso a toda velocidad. Realmente se habían retrasado mucho. Andaban tan rápidos, que apenas se dirigían la palabra unos a otros. Jadeando, dijo Julián:

—Estoy deseando saber qué es lo que significan los signos que hay en el lienzo. No pararé hasta averiguarlo. Estoy seguro de que se trata de algún misterio.

—¿Y si se lo preguntamos a alguien? —preguntó Dick.

—¡No! —negó Jorge—. ¡Se trata de un secreto!

—Si a Ana se le ocurre meter la pata y hablar del asunto cuando estemos comiendo, ya lo sabéis: tendremos que darle puntapiés por debajo de la mesa como hacíamos el último verano —dijo Julián, de buen humor—. Pobre Ana: le cuesta la mar de trabajo guardar un secreto y siempre acaba recibiendo codazos y puntapiés.

—No pienso decir ni una palabra —dijo Ana, indignada—. Y no se os ocurra darme puntapiés por debajo de la mesa. En cuanto noten que grito, los mayores empezarán a sospechar y acabarán averiguándolo todo.

—Tenemos planteado un gran problema para resolver después de la comida, con este trozo de lienzo —dijo Julián—. ¡Apuesto a que descifraremos los signos y las palabras sí ponemos en ello toda nuestra inteligencia!

—Ya hemos llegado —dijo Jorge—. No es tan tarde como creíamos. ¡Hola, mamá! Espera unos minutos, que vamos a lavarnos las manos. Lo hemos pasado muy bien.