A la mañana siguiente hacía un sol espléndido. La niebla marina de los dos últimos días había desaparecido y la isla Kirrin, que estaba situada a la entrada de la bahía, podía verse con toda limpieza. Los chicos se dedicaron a contemplar admirativamente el castillo que había en su parte más alta.
—¡Qué ganas tengo de volver a ir al castillo! —dijo Dick—. ¿No podríamos intentarlo? El mar parece que está en calma, Jorge.
—Por aquí, sí. Pero en las proximidades de la isla está bastante alborotado —dijo Jorge—. Siempre ocurre lo mismo en esta época del año. Estoy segura de que mamá no nos dejaría ir hasta allí.
—¡Es una isla maravillosa y nos pertenece a todos nosotros! —dijo Ana—. ¡Tú dijiste, Jorge, que la repartirías con nosotros y que todos seríamos los dueños para siempre!
—Sí, es cierto —asintió Jorge—. Y no sólo la isla, sino el castillo, con sus sótanos y todo lo demás. Vámonos ya. Montemos en la tartana. Acabaremos llegando tarde a la estación si nos pasamos aquí todo el día contemplando la isla.
Subieron todos a la tartana y el caballito empezó a trotar. A poco, la isla Kirrin había desaparecido.
—Todas estas tierras ¿pertenecieron a tus antepasados? —preguntó Julián.
—Sí, así es —contestó Jorge—. Pero ahora lo único que nos queda en propiedad es la isla Kirrin, nuestra casa y la granja Kirrin, que está algo más allá, en aquella dirección.
Señaló con el mango del látigo. Los chicos pudieron ver, sobre una colina, una casita-granja muy pulcra y agradable a la vista, rodeada de brezos.
—¿Vive alguien allí? —preguntó Julián.
—Oh, sí, un viejo granjero y su mujer —dijo Jorge—. Los conozco desde que yo era muy pequeña. Siempre se portaron muy bien conmigo. Además, durante el tiempo de vacaciones, buscan siempre algún huésped, porque ellos no quieren cobrar nada por cuidar la granja.
—¡Oíd! ¡El tren está a punto de salir del túnel! ¡Oigo el silbato! ¡Por Dios, Jorge, date prisa! ¡No vamos a llegar a tiempo!
Los cuatro chicos y Timoteo vieron como el tren salía del túnel, aminorando poco a poco la velocidad hasta llegar a la estación. El caballito empezó a trotar más aprisa. El tiempo apremiaba.
—¿Quién irá al andén a recibirlo? —preguntó Jorge cuando la tartana había llegado ya a la estación—. Yo no, desde luego. Tengo que quedarme al cuidado de Tim y del caballito.
—Yo tampoco quiero ir —dijo Ana—. Prefiero quedarme con Jorge.
—Está bien, iremos nosotros —dijo Julián.
Dick y él saltaron de la tartana y echaron a correr en dirección al andén, a donde llegaron cuando el tren estaba a punto de arrancar.
Muy pocas personas se habían apeado: una mujer que llevaba una cesta, un muchacho (el hijo del panadero del pueblo) y un anciano, que andaba con gran dificultad. ¡Ninguno de ellos podía ser el preceptor!
De pronto, de la parte delantera del tren salió un individuo de extraño aspecto. Era de corta estatura y más bien grueso y tenía una barba de marinero. Sus ojos eran penetrantes y azulados y su espesa cabellera tenía tonalidades grises. Echó una ojeada arriba y abajo del andén y luego hizo señas a un empleado.
—Ése debe de ser el señor Roland —dijo Julián a Dick—. Voy a preguntárselo. Sólo ése puede ser el preceptor.
Los muchachos se acercaron al hombre barbudo. Julián se quitó la gorra, cortésmente.
—¿Es usted el señor Roland, señor? —preguntó.
—Sí, yo soy —dijo el hombre—. Supongo que vosotros sois Julián y Dick.
—Sí, señor —contestaron a la vez los dos chicos—. Hemos traído una tartana para que usted pueda llevar cómodamente el equipaje.
—Oh, muy bien —dijo el señor Roland.
Sus azules y brillantes ojos recorrieron con la mirada a los dos muchachos. Luego empezó a sonreír. A Julián y a Dick les produjo una buena impresión.
—¿Y las demás? ¿No están por aquí? —preguntó el señor Roland mientras caminaba a lo largo del andén, seguido del empleado, que llevaba su equipaje.
—Sí, Jorge y Ana están fuera, esperando en la tartana —dijo Julián.
—Jorge y Ana —dijo el señor Roland con voz perpleja—. Yo tenía entendido que las otras dos eran chicas. No sabía que, además de ellas, había un chico.
—Oh, Jorge es una chica —dijo Dick riendo—. Su verdadero nombre es Jorgina.
—Un bonito nombre —dijo el señor Roland.
—Jorge no opina lo mismo —dijo Julián—. Nunca contesta cuando la llaman Jorgina. ¡Será mejor que la llame siempre Jorge, señor!
—¿Tú crees? —dijo el señor Roland fríamente. Julián lo miró de reojo.
«¡No es tan simpático como parecía al principio!», pensó el muchacho.
—Tim está fuera también, esperando —dijo Dick.
—Oh, y ¿es Tim un chico, o una chica? —inquirió el señor Roland con cautela.
—¡Es un perro, señor! —dijo Dick jocosamente.
El señor Roland parecía contrariado.
—¿Un perro? —dijo—. No sabía que hubiera un perro en la casa. Vuestro tío no me dijo nada.
—¿No le gustan a usted los perros? —preguntó Julián, sorprendido.
—No —dijo el señor Roland escuetamente—. Pero me atrevería a decir que vuestro perro no me molestará gran cosa. ¡Hola, hola! ¡Aquí están las muchachitas! ¿Qué tal? ¿Cómo estáis?
A Jorge no le gustó que la llamasen muchachita. Por un lado, no quería que la tuvieran por una persona pequeña, y por otro, ella quería siempre parecer un chico. Le dio la mano al señor Roland sin pronunciar palabra. Ana, sin embargo, dedicó una sonrisa al preceptor, y éste pensó en seguida que ella era la más simpática de las dos.
—¡Tim! ¡Dale la pata al señor Roland! —dijo Julián a Timoteo. Esta era una de las gracias del can. Siempre que se lo pedían, levantaba la pata derecha con aire muy cortés. El señor Roland bajó la vista para mirar al perro y éste la subió para mirar al señor Roland.
Entonces, muy despacio y deliberadamente, Timoteo volvió la espalda al señor Roland y montó en la tartana. Esta vez no había querido ofrecer su pata. Los chicos lo miraron, extrañados.
—¡Tim! ¿Qué te ocurre? —gritó Dick. El can bajó las orejas y no se movió.
—No le resulta usted simpático —dijo Jorge mirando al señor Roland— es una cosa muy rara. A él le gusta todo el mundo. Pero tal vez a usted no le gusten los perros.
—En realidad, no —dijo el señor Roland—. Una vez, cuando yo era muy joven, me mordió un perro, y, desde entonces, por una causa o por otra, siempre me han resultado antipáticos los perros. Sin embargo, me atrevería a decir que tu Tim y yo acabaremos siendo amigos.
Todos montaron en la tartana. Apenas cabían en ella. Iban apretujados en gran manera. Tim empezó a contemplar codiciosamente los tobillos del señor Roland, con aire de disponerse a morderlos. Ana se echó a reír.
—¡Tim se está comportando de un modo muy extraño! —dijo—. ¡Es una suerte que no tenga usted que darle clases a él también, señor Roland!
Contempló sonriente al preceptor y éste la miró con una sonrisa que mostraba sus dientes blancos y relucientes. Tenía los ojos de un azul brillante, como los de Jorge.
A Ana le resultó agradable. Bromeaba con los chicos todo el tiempo, y éstos empezaron a pensar que, a pesar de todo, el tío Quintín había tenido acierto en escogerle a él.
Únicamente Jorge permanecía callada. Ella notaba que al preceptor no le agradaba Timoteo, y Jorge no tenía fuerzas para simpatizar con alguien que no admirase a Timoteo a primera vista. También reflexionaba sobre el extraño comportamiento del perro, que no había querido levantar la pata para dársela al preceptor.
«Es un perro muy inteligente —pensó—. Se ha dado cuenta en seguida de que no le resulta simpático al señor Roland, y por eso no ha querido levantar la pata. No te preocupes, Tim, querido. ¡Yo no le daría nunca la mano a nadie que me tuviese antipatía!»
Al llegar a casa mostraron al señor Roland dónde estaba su habitación y éste se dirigió a ella. Tía Fanny, después de acompañarlo, volvió a donde estaban los chicos.
—¡Bien! Parece una persona muy agradable. Resulta gracioso ver a un hombre joven con esa barba.
—¡Un hombre joven! —exclamó Julián—. Pero ¡si es muy mayor! ¡Lo menos tiene cuarenta años!
Tía Fanny se echó a reír.
—¿Es que lo encuentras demasiado mayor para ti? —dijo—. Bien. Joven o viejo, estoy segura de que os resultará simpático.
—Tía Fanny, nosotros no quisiéramos dar clases hasta después de Navidad —dijo Julián ansiosamente.
—Naturalmente que tendréis que darlas —dijo su tía—. Falta todavía casi una semana para la Navidad, y supongo que no creerás que hemos contratado al señor Roland para que se esté todo ese tiempo sin hacer nada.
Los cinco suspiraron, descontentos.
—Nos hubiera gustado mucho ir de tiendas y ver los escaparates navideños —dijo Ana.
—Podéis ir por las tardes —dijo su tía—. Sólo daréis clases por las mañanas durante tres horas. ¡Eso no os privará de distraeros luego!
En aquel momento el nuevo preceptor bajaba por la escalera, y tía Fanny se lo llevó para que fuera a hablar con tío Quintín. Al cabo de poco volvió con la sonrisa en los labios.
—El señor Roland acabará siendo amigo íntimo de tu tío —dijo a Julián—. Estoy segura de que lo han de pasar muy bien juntos. El señor Roland, al parecer, entiende algo de la materia en que está trabajando tu tío.
—Ojalá se pasen la mayor parte del tiempo juntos —dijo Jorge en voz baja.
—Vamos a dar un paseo —dijo Dick—. Hace un día magnífico. Supongo que esta mañana no tendremos clases, ¿verdad, tía Fanny?
—Oh, no —dijo su tía—. Empezaréis mañana. Ahora será mejor que os vayáis a pasear por ahí. Pocas veces hace un sol tan espléndido como hoy.
—Podemos ir a visitar la granja Kirrin —dijo Julián—. Parece un sitio muy bonito. Tú, Jorge, indícanos el camino.
—Está bien —dijo Jorge.
Lanzó un silbido a Timoteo y éste se le acercó dando saltos. Los cinco emprendieron la marcha, primero por la carretera principal y luego por una escarpada senda que remontaba la colina en cuya cima se encontraba la casita de la granja.
Era muy agradable pasear bajo el sol decembrino. El suelo estaba casi helado y Timoteo producía singulares ruidos con sus zarpas mientras iba de un lado para otro alegremente, muy contento de estar de nuevo con sus cuatro amiguitos.
Después de caminar bastante rato por el sendero llegaron los cuatro a la granja. La casa estaba construida con piedras blancas y ofrecía un sólido y agradable aspecto, bien asentada en la parte más alta de la colina. Jorge abrió la puerta exterior y se introdujo en el corral, cogiendo por el collar a Timoteo, pues sabía que en la granja había dos perros guardianes sueltos.
Se oyó un ruido cercano. Era el granjero que salía del granero y cerraba la puerta. Jorge lo saludó con fuerte voz.
—¡Buenos días, señor Sanders! ¿Cómo está usted?
—¡Caramba, si es el «señorito Jorge»! —dijo el viejo amigo, con amplia sonrisa. Jorge sonrió también. Le gustaba mucho que la llamasen «señorito» en vez de «señorita».
—Éstos son mis primos —exclamó alegremente. Se volvió a ellos—: Es sordo. Si queréis que os entienda tendréis que hablarle a gritos.
—Yo soy Julián —dijo Julián con fuerte voz. Los otros se presentaron también.
El granjero los miró con una radiante y simpática sonrisa.
—Venid, que os presentaré a mi mujer —dijo—. Le gustará mucho conoceros. Nosotros conocemos al «señorito Jorge» desde que nació, y a su madre desde que era una chiquilla. También conocimos a su abuela.
—Usted debe de ser muy mayor —dijo Ana.
El granjero la miró, sonriente.
—¡Tan viejo como mi lengua y algo mayor que mis dientes! —dijo con una risotada—. Venid, muchachos. Entremos en la casa.
Todos entraron en la espaciosa y caldeada cocina de la casa. Había allí una mujer menuda y anciana, pero bulliciosa y ágil como un pájaro, que iba de un lado para otro desplegando energías a raudales. Quedó tan contenta como su marido de conocer a los chicos.
—¡Bien, otra vez aquí! —dijo—. Hace mucho tiempo que no te veíamos, «señorito Jorge». Según he oído, creo que vas ahora al colegio.
—Sí —dijo Jorge—. Pero nos han dado vacaciones estos días. ¿Le importaría que dejara suelto a Timoteo, señora Sanders? Es tan bueno y amigable como los perros que tiene usted aquí.
—Sí, puedes dejarlo suelto —dijo la anciana señora—. Estoy segura de que lo pasará muy bien en el corral con Ben y Rikky. Y ahora ¿qué os gustaría que os diera para beber? ¿Leche caliente? ¿Chocolate? ¿Café? Precisamente ayer traje unos panecillos riquísimos. También os daré de ellos.
—Ah, mi mujer está muy atareada esta semana —dijo el viejo granjero mientras ella buscaba algo bulliciosamente dentro de la despensa—. ¡Estas Navidades tendremos compañía!
—¿Tendrán ustedes compañía? —preguntó Jorge, sorprendida, puesto que sabía que el matrimonio no tenía hijos ni familiares cercanos—. ¿Quién ha de venir? ¿Alguien que yo conozca?
—¡Dos artistas de Londres! —dijo el granjero—. Nos escribieron preguntándonos si les podríamos hospedar estas Navidades, durante tres semanas, y ofreciéndonos buenos precios. Por eso mi vieja está trabajando como una endemoniada.
—Y ¿pintan cuadros? —preguntó Julián, que más de una vez había soñado con ser un artista pintor—. Me encantaría poder hablar un día con ellos. A mí también me gusta mucho pintar. Tal vez ellos puedan darme algunos consejos.
—Puedes hacer lo que gustes —dijo la anciana señora Sanders mientras iba llenando de chocolate una jarra enorme. Inmediatamente ofreció a todos en una bandeja una buena cantidad de panecillos calientes, que los chicos empezaron a consumir con avidez.
—Estoy pensando que esos artistas se encontrarán muy solos, aquí en el campo, durante las Navidades —dijo Jorge—. ¿Conocen, acaso, a alguien de por aquí?
—Según me han dicho, no conocen a nadie —dijo la señora Sanders—. Pero los artistas son gente muy rara. Los conozco algo. No es la primera vez que he tenido huéspedes de ese estilo. Les gusta la soledad. Estoy segura de que estos que han de venir lo pasarán bien aquí.
—Claro que lo pasarán bien, con los buenos platos que les harás —dijo su marido—. Bueno, ahora tengo que marcharme a vigilar el rebaño. Que lo paséis bien, jovencitos. A ver si venís a vernos con frecuencia.
Se marchó. La señora Sanders continuó hablando animadamente con los chicos mientras se removía por la cocina. Timoteo apareció de pronto, corriendo. Entró en la cocina y se acomodó junto al fuego.
De pronto vio un gato de atractiva piel moteada, que se deslizaba pegado a la pared, con los pelos erizados por el miedo que le producía aquel extraño perro. Éste lanzó un violento ladrido y acto seguido empezó a perseguir al pobre gato, el cual echó a correr y salió de la cocina, dirigiéndose al vestíbulo, seguido por el can, que no hacía el menor caso de los gritos que le daba Jorge.
El gato consiguió a duras penas trepar hasta la parte alta de un viejo reloj de pared que había en el vestíbulo. Ladrando animadamente, Timoteo emprendió a su vez la escalada. En su esfuerzo rozó violentamente el entrepaño de madera que había en la pared.
Entonces ocurrió algo extraordinario.
Un recuadro del entrepaño desapareció, dejando al descubierto una cavidad. Jorge, que había seguido a Timoteo todo el tiempo para reprenderle, lanzó un grito de sorpresa.
—¡Mirad! ¡Venga, señora Sanders, y vea esto!