Los chicos llegaron al día siguiente. Ana, Jorge y Tim fueron a esperarlos a la estación. Jorge conducía la tartana con Timoteo sentado tras ella. Cuando llegó el tren, Ana no tuvo paciencia para esperar a que se parase del todo. Echó a correr por el andén, buscando a Julián y a Dick por todos los vagones que pasaban ante su vista.
Por fin los vio. Estaban asomados a una ventanilla del último vagón, gritando y gesticulando.
—¡Ana, Ana! ¡Estamos aquí! ¡Hola, Jorge! ¡Oh, fíjate, allí está Tim!
—¡Julián! ¡Dick! —gritó Ana.
Timoteo empezó a ladrar y a dar saltos. Estaba muy emocionado.
—¡Oh, Julián, qué alegría volveros a ver a los dos! —dijo Ana dando un abrazo a cada uno.
Timoteo, de un salto, se abalanzó sobre los chicos y empezó a lamerlos. Estaba enormemente satisfecho. Ahora iba a disfrutar de la compañía de todos ellos, y esto era lo que más le gustaba. Los tres chicos hablaban alborozadamente mientras un empleado iba sacando el equipaje. Ana se acordó de pronto de Jorge. No la veía por ningún sitio, aun cuando la había acompañado hasta el andén.
—¿Dónde está Jorge? —preguntó Julián—. Cuando el tren iba parando la vi aquí desde la ventanilla.
—Habrá vuelto a la tartana —dijo Ana—. Dile al empleado que se apresure en sacar el equipaje, Julián. ¡Vámonos ya! Quiero ir a ver qué está naciendo Jorge.
Jorge estaba quieta, de pie, con el codo apoyado en el caballito de la tartana y la mano en la frente. Tenía cierto aire de melancolía, según pensó Ana. Los chicos se le acercaron.
—¡Hola, Jorge, vieja amiga! —gritó Julián dándole un abrazo. Dick hizo lo mismo.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Ana, al ver que Jorge no pronunciaba palabra.
—¡Parece que está muy enfadada! —dijo Julián haciendo una mueca burlona—. ¡Animo, Jorgina!
—¡No me llames Jorgina! —dijo la muchachita fieramente. Los chicos se echaron a reír.
—Ah, estupendo, está hecha la misma fierecilla de siempre —dijo Dick dando a su prima un amistoso palmetazo en el hombro—. Oh, Jorge, qué alegría volverte a ver. ¿Te acuerdas de las maravillosas aventuras de este verano?
Jorge empezó a pensar que se había portado un poco ariscamente. Cierto que se había enfadado un poquitín al ver la magnífica bienvenida que Julián y Dick habían dispensado a su hermanita, pero los enfados no podían durar mucho con sus simpáticos primos. Con ellos nadie podía nunca sentirse ofendido o resentido.
Los cuatro chicos montaron en la tartana. El empleado de la estación había metido allí las dos maletas. Apenas quedaba sitio para ellos. Timoteo se sentó encima del equipaje, moviendo el rabo a gran velocidad y con la lengua fuera, pues estaba jadeando de felicidad.
—Chicas, sí que tenéis suerte al poder llevaros a Timoteo al colegio —dijo Dick dándole al enorme can unas cariñosas palmaditas—. En el nuestro no nos dejarían hacerlo. Hay que ver lo mal que lo pasan mis compañeros cuando se llevan al colegio animalitos de los que no quieren separarse.
—El hijo del señor Thompson tenía una rata blanca —dijo Julián—. Y una vez se le escapó y echó a correr por el pasillo hasta topar con una profesora. Ella salió huyendo dando enormes gritos.
Las chicas se echaron a reír. Los chicos tenían siempre cosas divertidas que contar cuando volvían a casa.
—Y Kennedy se llevó caracoles al colegio —dijo Dick—. Ya sabéis que los caracoles duermen durante todo el invierno, porque hace mucho frío. Pero Kennedy les procuró una caja muy calentita, y, una vez, empezaron a subir por los bordes y se escaparon unos cuantos. No os podéis imaginar cómo nos reíamos cuando Thompson, el profesor de Geografía, nos indicó con el puntero dónde estaba la Ciudad del Cabo, en el mapa, y vimos que en el mismo sitio se había instalado uno de los caracoles de Kennedy.
Todos volvieron a reír. Era delicioso estar juntos otra vez. Tenían una edad parecida: Julián, doce años; Jorge y Dick, once, y Ana, diez. La perspectiva de pasar juntos las vacaciones navideñas era maravillosa. ¡No era extraño que se rieran por cualquier cosa, aun por el chiste o la broma más simple!
—Qué bien que mamá esté ya casi curada, ¿verdad? —dijo Dick mientras el caballito que tiraba de la tartana emprendía un alegre trote por el camino—. Me disgusté mucho cuando me enteré de que no podíamos ir a casa, quiero decir, de que no podría ver a Aladino y su lámpara, ni ir al circo y otros sitios, pero, de todos modos, estoy muy contento de volver a «Villa Kirrin». No sabéis las ganas que tengo de que nos ocurran nuevas aventuras. Pero supongo que esta vez no será como el verano. No creo que pase nada de particular.
—Estas vacaciones tendremos un molesto obstáculo para pasarlo bien —dijo Julián—. Me refiero al preceptor. Por lo que he oído, nos lo pondrán a causa de que Dick y yo hemos faltado bastante al colegio durante lo que va de curso y tenemos que estar hechos unos perfectos sabihondos cuando nos examinemos este verano.
—Sí —dijo Ana—. Me pregunto cómo será el preceptor. Tengo la esperanza de que resulte simpático. Tío Quintín ha ido hoy a contratarlo.
Dick y Julián se miraron el uno al otro. Ambos estaban convencidos de que ningún preceptor escogido por tío Quintín habría de tener nada de simpático. La idea que tenía tío Quintín de los preceptores era que éstos debían ser severos, ceñudos y antipáticos.
Pero ¿por qué preocuparse? Todavía tardaría en venir un día o dos. Y siempre cabía la posibilidad de que resultara simpático y agradable. Los chicos se reanimaron en seguida y empezaron a frotar animosamente el espeso pelo de la piel de Tim. Éste aparentaba estar muy enfadado ante la perspectiva del preceptor y parecía prometer que le iba a morder en cuanto lo viera. Pero ¡dichoso Tim! El can nunca había padecido hasta entonces las furias de un profesor.
Por fin llegaron a «Villa Kirrin». Los chicos se pusieron muy contentos de volver a ver a su tía y se sintieron bastante aliviados cuando ella dijo que el tío no había regresado todavía.
—Ha ido a hablar con dos o tres señores que han contestado a nuestro anuncio de que precisábamos un preceptor —dijo—. No creo que tarde en volver.
—Mamá, supongo que no tendremos que estudiar ni dar clases durante estas vacaciones, ¿verdad? —preguntó Jorge. Hasta entonces nadie le había dicho con seguridad que esto iba a ocurrir, y estaba ansiosa de enterarse.
—Oh, sí, Jorge —dijo su madre—. Tu padre ha visto las notas que te han dado en el colegio, y, aunque no son del todo malas (no esperábamos de ningún modo que fueran excelentes), demuestran, sin embargo, que a tu edad estás todavía un poco retrasada. Unos estudios extras te pondrán pronto al corriente.
A Jorge se le ensombreció el rostro. Claro que había esperado que le dijeran una cosa parecida, pero, de todos modos, era fastidioso.
—Ana es la única que no tendrá que dar clases —dijo.
—Algunas sí que daré —prometió Ana—. Quizá no todas, Jorge, sobre todo cuando haga buen tiempo, pero a menudo sí, aunque no sea más que para hacerte compañía.
—Gracias —dijo Jorge—. Pero no te preocupes, no te necesitaré. Estará conmigo Tim.
La madre de Jorge no parecía muy convencida de esto último.
—Primero tendremos que saber qué es lo que opina el preceptor sobre eso —dijo.
—¡Mamá! ¡Si el preceptor no deja que Tim me acompañe durante las clases, no daré una sola estas vacaciones! —dijo Jorge, hecha una fiera.
Su madre se echó a reír.
—Caramba, caramba, ¡la misma fierecilla de siempre! —dijo—. Bueno, chicos —añadió—. Id a lavaros las manos y a peinaros un poco. Dais la impresión de que toda la tizne del tren se os ha pegado.
Los chicos y Timoteo empezaron a subir la escalera. Era maravilloso estar los cinco reunidos. Ellos, por supuesto, consideraban a Timoteo como uno más de la pandilla. Siempre los acompañaba en todas las aventuras y parecía entender todas las cosas que entre ellos se decían.
—Me gustaría saber qué especie de preceptor ha escogido tío Quintín —dijo Dick mientras se limpiaba las uñas en el lavabo—. Con tal que nos traiga uno bueno, que sea alegre y simpático y que se haga cargo de que las clases en tiempo de vacaciones tienen que ser molestas a la fuerza y procure que durante ellas lo pasemos lo mejor posible… Porque supongo que tendremos clases todas las mañanas.
—Bueno, rápido. Quiero tomar el té ya —dijo Julián— vámonos abajo, Dick. No te preocupes, que muy pronto vamos a saber cómo es el preceptor.
Bajaron todos y se sentaron alrededor de la mesa del comedor. Juana, la cocinera, había preparado una buena porción de dulces riquísimos y un gran pastel. ¡Apenas quedaba nada cuando los chicos terminaron de merendar!
Justamente entonces llegó tío Quintín. Parecía muy satisfecho de sí mismo. Estrechó las manos a los dos chicos y les preguntó si lo habían pasado bien en el colegio.
—¿Has encontrado ya al preceptor, tío Quintín? —preguntó Ana, que había notado que los demás iban a estallar de ganas de preguntar lo mismo.
—Sí, ya lo he contratado —dijo su tío. Se sentó en una silla mientras tía Fanny le servía el té—. Me he entrevistado con tres aspirantes, y estaba a punto de decidirme por el último de ellos, cuando un compañero suyo entró precipitadamente en la habitación. Dijo que acababa de leer el anuncio y que esperaba no haber llegado demasiado tarde.
—¿Y lo contrataste a él? —preguntó Dick.
—Sí, efectivamente —contestó su tío—. Parecía muy inteligente. ¡Hasta sabía detalles de mi vida y de mi trabajo! Y, además, tenía muy buenas cartas de recomendación.
—No creo que los niños necesiten saber todos esos detalles —dijo tía Fanny—. En resumen: ¿le dijiste que viniese aquí, al final?
—Oh, sí —dijo tío Quintín—. Es bastante mayor que los otros, que, a mi parecer, eran demasiado jóvenes. Y parece muy sensato e inteligente. Estoy seguro de que te agradará, Fanny. Es el que más nos conviene. Creo que me gustará charlar con él algunos ratos por la noche.
Los chicos no pudieron impedir el sentirse algo alarmados con lo que habían oído sobre el preceptor. Su tío observó, sonriendo, sus cariacontecidos rostros.
—Os gustará el señor Roland —dijo—. Sabe cómo hay que entrar a los jovencitos y piensa emplear todas sus fuerzas para que cuando terminen las vacaciones sepáis muchas más cosas que cuando empezaron.
Los chicos, al oír esto, se alarmaron más todavía. ¡Cuánto mejor hubiera sido que, en vez de tío Quintín, hubiese sido tía Fanny la que escogiera al preceptor!
—¿Cuándo llegará? —preguntó Jorge.
—Mañana —contestó su padre—. Podéis ir todos a esperarlo a la estación. Eso le gustará mucho.
—Nosotros habíamos pensado ir mañana al pueblo a ver los escaparates y comprar cosas de Navidad —dijo Julián viendo la cara de disgusto que había puesto Ana.
—No, no. Iréis a la estación, como os he dicho —dijo su tío—. Yo le dije que iríais. Y tened presente los cuatro: ¡nada de portarse mal con él! Seréis buenos chicos y estudiaréis a fondo: tened en cuenta que vuestro padre dará al preceptor un fuerte estipendio. Yo contribuiré con la tercera parte porque quiero que Jorge también dé clases. Ya lo sabes, Jorge: a portarte bien y a estudiar.
—Lo intentaré —dijo Jorge—. Si me resulta simpático, lo haré lo mejor posible.
—¡Te portarás bien tanto si te es simpático como si no! —dijo su padre frunciendo el ceño—. Llegará en el tren en número trece. Procurad estar a tiempo en la estación.
—Espero que no sea muy severo con nosotros —dijo Dick, por la noche, aprovechando unos minutos en que estaban solos—. Nos va a hacer polvo las vacaciones si se pasa el tiempo vigilándonos y reprendiéndonos. Y espero también que le resulte agradable Tim.
Jorge levantó rápidamente la vista y miró a su primo.
—¡Claro que le gustará Timoteo! —exclamó—. ¿Por qué no iba a ser así?
—Pues tu padre no simpatizaba demasiado con Timoteo este último verano —dijo Dick—. Yo, desde luego, no puedo comprender cómo puede haber alguien a quien no le guste Timoteo. Pero, Jorge, sabes muy bien que hay mucha gente que no ama a los perros.
—¡Si al señor Roland no le gusta Timoteo, no pienso hacerle el más mínimo caso! —dijo Jorge—. ¡Ni el más mínimo caso!
—Ya está aquí otra vez la fierecilla —dijo Dick, echándose a reír—. A fe que habrá tormenta si resulta que al señor Roland no le agrada nuestro simpático Tim.