INTRODUCCIÓN

I

En un capítulo de Troteras y danzaderas, de Ramón Pérez de Ayala, Alberto le lee OTELO a Verónica. La lectura se ve interrumpida varias veces por esta, que, alarmada ante la inminente muerte de Desdémona, exclama: «¡Oh, por Dios, Alberto! Dile a ese hombre que está equivocado, que Desdémona es buena y le quiere». La historia teatral de OTELO registra reacciones semejantes. Es célebre la interrupción de un espectador que, viendo el efecto de las maquinaciones de Yago, le gritó a Otelo: «Pero, negrazo, ¿es que no tienes ojos?». Tal vez parezcan ingenuos estos impulsos, pero la obra alcanza su objetivo en la medida en que nos incita a detener una acción que parece inexorable.

OTELO es sin duda una de las piezas más populares de Shakespeare. Ya en 1610 un espectador ponderaba su excelencia dramática y destacaba el patetismo de la última escena, en que Desdémona, muerta a manos de Otelo, despertaba compasión con el semblante. Hacia 1655 un lector elogiaba la obra tanto por los versos como por la acción, «pero sobre todo por la acción», y la prefería con mucho a Hamlet. Sin embargo, hacia finales del siglo XVII el crítico Thomas Rymer le dedicó uno de los juicios más severos que haya recibido: paso a paso señalaba improbabilidades, absurdos y extravagancias para concluir llamándola «farsa brutal».

En nuestro siglo la división de opiniones parece haberse centrado en el protagonista. Frente a los defensores del «noble moro», los detractores han adoptado una postura antiheroica y antisentimental: T. S. Eliot dudaba de la sinceridad de Otelo en su último parlamento, en el que, más que expresar la grandeza derrotada de un personaje noble pero equivocado, Otelo estaba dándose ánimos en una actitud egocéntrica y teatral, más estética que ética, y, sobre todo, escapista. En esta línea crítica, Leavis advertía en Otelo un hábito de complaciente dramatización de sí mismo y rechazaba la visión del protagonista como mera víctima de Yago. Según él, la cuestión no es tan sencilla. Si Yago logra tentar a Otelo es porque representa algo que hay en este: el «essential traitor» está dentro, y Yago no es más que un personaje accesorio y auxiliar.

Habría que preguntarse si la cuestión es tan sencilla. Desde luego, sería un error rechazar a Eliot y Leavis sin más: ambos plantearon nuevas e importantes cuestiones sobre OTELO y no se les puede negar ese mérito. Sin embargo, su perspicacia no les impidió ver con los ojos de Yago y ofrecer una visión de la obra tan limitada como la que pretendían contrarrestar. Huelga comentar lo evidente: cada época encuentra en Shakespeare lo que busca.

II

La historia original del moro de Venecia ocupa la séptima novela de la tercera década de los Hecatommithi, de Gianbattista Giraldi Cinthio o Cinzio, publicada en Venecia en 1565. A no ser que hubiera alguna traducción inglesa hoy perdida, Shakespeare debió de basarse en el texto italiano, en la versión francesa de Chappuys (1584), o tal vez en ambos. Cinthio narra la historia de un «moro valoroso» y de una mujer virtuosa de «maravigliosa bellezza» llamada Disdemona, que es acusada de adulterio por el «alfieri» del moro y muerta entre ambos. Como no es muy conocida o accesible, convendrá ofrecer un resumen de la narración antes de seguir adelante.

El moro se ha distinguido como militar y es muy estimado por la Señoría de Venecia. Disdemona y él se enamoran y, venciendo la oposición de los padres de esta, se casan. La paz y concordia en que viven comienza a turbarse cuando el moro es nombrado comandante de la guarnición de Chipre, entonces dependiente de Venecia. Disdemona insiste en acompañarle y consigue convencer a su marido, que se resistía por los posibles peligros del viaje. Sin embargo, la travesía transcurre «con somma tranquilità del Mare».

En Chipre aparecen otros personajes que también pasarán a la tragedia de Shakespeare: el alférez (Yago), su mujer (Emilia) y un capitán o «Capo di squadra» (Casio). Cinthio destaca la buena presencia del alférez, pero también su naturaleza perversa, que encubre «coll’alte e superbe parole, e colla sua presenza». Su mujer es muy amiga de Disdemona y pasa gran parte del día con ella. El capitán es «carissimo al Moro» y va muchas veces a su casa, en la que con frecuencia se le invita a comer. Salvo Disdemona, en la historia de Cinthio ningún otro personaje tiene nombre.

Según Cinthio, el alférez deseaba ardientemente a la mujer del moro, pero no se atrevía a declarar sus sentimientos. Al no verse correspondido, llega a la conclusión de que está enamorada del capitán, y, para satisfacer el odio que le ha provocado la indiferencia de Disdemona, decide acusarla de infidelidad. Sin embargo, los riesgos que entraña su intención le aconsejan esperar la ocasión propicia.

Esta se presenta cuando el capitán hiere a un soldado de la guardia y, en consecuencia, es despedido por el moro. Disdemona se aflige y motu proprio se esfuerza una y otra vez por reconciliarlos. El alférez aprovecha la oportunidad para insinuarle al marido la posibilidad de razones ocultas que movieran a su esposa y acaba atribuyendo el interés de Disdemona a su atracción por el capitán y a la aversión que le causa el color de su marido. Enfurecido y angustiado, el moro le exige una prueba. El alférez la consigue poco después robándole a Disdemona un pañuelo que llevaba en la cintura, regalo de boda del moro, en un momento en que ella toma en brazos a la hija del alférez.

A la primera ocasión, el alférez entra en la casa del capitán y deja el pañuelo a la cabecera de su cama. El capitán reconoce el pañuelo y se dirige a casa de Disdemona para devolvérselo. Llama a la puerta trasera, pero huye al oír la voz del moro, con lo que despierta más sospechas. El moro corre a decírselo al alférez, quien a su vez le cuenta que el capitán visitaba a Disdemona en su ausencia y que la última vez ella le dio su pañuelo. Ante esta noticia, el moro le pide el pañuelo a su mujer, sin que esta, avergonzada por la pérdida, pueda complacerle. Más tarde, el alférez lleva al moro a la casa del capitán y, mirando desde fuera por una ventana, le muestra a una mujer haciendo una copia del pañuelo. Finalmente convencido, el moro decide matar al capitán y a Disdemona con la ayuda del alférez.

Este ataca al capitán de noche en una calle oscura sin ser reconocido. Primero le corta una pierna con la espada y le hace caer, pero cuando se dispone a rematarle, el capitán se defiende y grita, llamando la atención de algunos transeúntes y soldados, que acuden sin demora. Huye el alférez, aunque vuelve con el grupo, fingiendo haber oído los gritos. En cuanto a Disdemona, el moro y el alférez urden un plan para matarla y hacer que todo parezca un accidente: el alférez la matará golpeándola con una calza llena de arena y el moro hará caer una parte del techo sobre ella.

Después de su muerte, el moro empieza a afligirse por la pérdida de su esposa, culpa al alférez de su desgracia y le despide. Entonces este decide vengarse del moro haciendo que el capitán le acuse de lo ocurrido con él y con Disdemona, y sea detenido. Aunque torturado, el moro no confiesa, y es desterrado y finalmente muerto por los parientes de Disdemona, «com’egli meriteva». Por su parte, el alférez muere miserablemente tras ser torturado por su implicación en otra intriga. Y «tal fece Iddio vendetta della innocenza di Disdemona».

III

A primera vista, la farragosa historia de Cinthio no parece un material muy aprovechable. Sin embargo, la imaginación de Shakespeare debió de verse estimulada por los personajes centrales del relato: la dama veneciana que se casa con un extranjero de otra raza; el moro que ama y mata a su esposa; el malvado alférez, maestro de la simulación. Pero Shakespeare tenía que prescindir de las torpezas, la sordidez y el melodrama de la narración y su desenlace e introducir importantes alteraciones poéticas y dramáticas.

OTELO es la única de las «grandes tragedias» de Shakespeare que se basa en una obra de ficción. Además, el moro de Cinthio no es de sangre real, ni siquiera un noble, sino un militar competente y valeroso, a diferencia de los personajes históricos que inspiraron la composición de Hamlet, Macbeth o El rey Lear. En estas tragedias, la muerte del protagonista tiene repercusiones sociales y políticas. En cambio, la muerte de Otelo no afecta en nada a la política veneciana. En este sentido sí que puede hablarse de la obra como «tragedia doméstica».

Pero con una salvedad. Si se ha dicho que OTELO es la tragedia de un hombre que se metió en una casa es porque el protagonista es muy poco doméstico. Como el moro de Cinthio, Otelo es también un militar valiente y eficaz, pero, además, Shakespeare le convierte en personaje de regia cuna. De este modo reúne condiciones para ser el heroico general a quien Venecia confía la guerra contra el turco. Este dato es invención de Shakespeare, pero no el peligro otomano y el ataque a Chipre: a pesar de la victoria cristiana en Lepanto, los turcos siguieron siendo una seria preocupación para Europa occidental hasta finales del siglo XVII. Pues bien, lo que Shakespeare hace en las primeras escenas de OTELO es relacionar la guerra de Chipre con la histórica batalla, lo que permite situar la acción de la obra hacia 1571 (prescindiendo, claro está, de que, pese a Lepanto, Chipre continuaba tomada por los turcos en los años 1602-4, en que Shakespeare escribía OTELO). La inclusión de la amenaza turca tal vez fuera un cumplido del dramaturgo al nuevo rey Jacobo I, autor del poema «Lepanto», ya que la tragedia se representó en la corte en noviembre de 1604. No obstante, la presencia de los turcos proporciona a la obra un marco histórico, público y político que, al menos en su primera parte, la acerca a las demás grandes tragedias.

A la vez que hace del moro original un héroe noble y aristocrático, Shakespeare no le ahorra la más brutal expresión de su barbarie (si bien le evita la vileza de disponer la muerte de su esposa como lo hace el moro de Cinthio). Otelo coincide solo en parte con la imagen isabelina del «moro», que el propio Shakespeare había plasmado en Tito Andrónico (1593-94) en la figura de Aarón: un moro bárbaro, impío y perverso. Otelo es un converso o semiconverso, y la perversidad se ha transferido a Yago. El autor invierte, pues, las expectativas de su público, aunque, una vez más, solo en parte. El motor de la insidia es Yago, un italiano maquiavélico: para los isabelinos no había más que decir.

Es precisamente la metamorfosis de Otelo lo que hace más horrible su crimen. Para darle forma dramática Shakespeare necesitaba apoyarse en lo que hiciera más vulnerable al protagonista. Por lo pronto, la historia de Cinthio le ofrecía la disparidad de los amantes: la propia Disdemona, cuando no entiende qué le pasa a su marido, comenta que las italianas no debieran unirse a ningún hombre «cui la Natura, et il Cielo, et il modo della vita disgiunge da noi». La boda secreta de Otelo y Desdémona es a la vez causa y efecto de la actitud de Brabancio, cuya reacción es mucho más violenta que la resignada oposición de los padres de Disdemona en el relato de Cinthio. Conviene señalar a este respecto que, a diferencia de la Disdemona original, la Desdémona de Shakespeare nunca le reprocha a Otelo su color ni extranjería, ni directa ni indirectamente. Esto queda para Emilia, que no hará otra cosa al conocer la muerte de su ama.

Yago difiere considerablemente del alférez de Cinthio, empezando por el nombre significativo que recibe (Yago=(Sant-)Yago Matamoros). Su rango militar es el mismo que el del «alfieri», pero su relación con Otelo es de mayor subordinación (y su mujer es dama de compañía de Desdémona, no su amiga e igual, como en Cinthio). Desde el principio queda patente su odio al protagonista, suscitado aparentemente por la promoción de Casio. Los motivos del «alfieri» son claros y simples: la imposibilidad de gozar a Disdemona y su creencia de que el responsable de su fracaso es el capitán. En Yago hay algo del «alfieri», pero Shakespeare hace de él un personaje sumamente complejo, impulsado por móviles diversos y susceptible de distintas lecturas. Además, Yago es bastante más maquiavélico que su modelo: emborracha a Casio, hace a su mujer colaboradora inconsciente de su intriga y la mata al verse descubierto. Y no olvidemos que en la revelación del maquiavelismo de Yago desempeña un papel importante el personaje de Rodrigo (otro nombre español), inventado enteramente por Shakespeare.

Pero los cambios que introduce el autor en los móviles de los personajes se advierten en la acción, en la ironía estructural y dramática y, en general, en los procedimientos retóricos y poéticos que hacen de OTELO una de las tragedias más intensas del teatro universal.

IV

Si la caracterización es tan distinta respecto de Cinthio, la acción no lo es menos. La atención que Shakespeare dedica a la intriga distingue a OTELO de las demás «grandes tragedias» y la convierte en una obra eminentemente teatral. Las diferencias empiezan en el primer acto, que es invención del autor. Se desarrolla en Venecia y tiene un claro carácter introductorio. En el segundo, la acción se traslada a Chipre, donde continúa y concluye.

Las divisiones que puedan hacerse a partir de ahora dependerán del punto de vista adoptado. Si se atiende al desarrollo de la acción en relación al discurrir del tiempo, se advierte una parte que abarca desde el comienzo del acto II hasta el final de IV.i, es decir la llegada a Chipre, la destitución de Casio, la tentación de Otelo (escena central de la obra) y la agresión pública de este a Desdémona. Desde IV.ii (la «escena del burdel») hasta el final la acción transcurre por la noche sin interrupción y en correspondencia simétrica con el primer acto. Sin embargo, si se atiende más bien a la intriga de Yago, la división habría que hacerla al final de III.iii, en que Otelo ha sucumbido enteramente a la tentación de su alférez. La tercera parte, a partir de III.iv, estaría dedicada a las consecuencias de la tentación, que empiezan precisamente con la agresión pública de Otelo a Desdémona y terminan con la muerte de esta y el suicidio del protagonista.

Todo el primer acto, la primera parte del segundo, la «escena del burdel» (IV.ii), la escena de Desdémona y Emilia (IV.iii) y la escena final son invención de Shakespeare. Es a partir de II.iii cuando este empieza a seguir a Cinthio, concretamente cuando Casio hiere a Montano y es despedido por Otelo. Seguir a Cinthio significa sobre todo comprimir dramáticamente un material narrativo no muy compacto. Por lo general los espectadores admiran la compresión de la acción. Pero al leer o estudiar la obra se puede observar que Yago convence a Otelo de un adulterio para el cual no ha habido tiempo ni ocasión.

En efecto, Desdémona llega a Chipre después que Casio, a continuación llega Otelo y esa noche se consuma el matrimonio. A la mañana siguiente Yago logra convencer a Otelo de que su esposa le engaña con Casio. Desde luego, la «prueba» del pañuelo será decisiva, pero antes Yago ya ha logrado que Otelo llegue a dudar de Desdémona. ¿Cómo se explica esto?

Desde el siglo pasado se viene aceptando la explicación de John Wilson de que Shakespeare opera con dos relojes: uno da el «tiempo corto» o duración escénica, y el otro, el «tiempo largo» o duración «histórica» de la acción. Respecto a este último, se trata de dar al espectador la impresión subjetiva del transcurso de los días, semanas y aun meses. Shakespeare lo consigue mediante frecuentes referencias temporales que rebasan el tiempo escénico: Yago le ha pedido a Emilia «cien veces» que robe el pañuelo; si Casio ha hablado en sueños, no pudo hacerlo la noche anterior; hace una semana que Bianca no ve a Casio; Yago insinúa muchos actos de adulterio y Otelo dice al final que Desdémona cometió «mil veces» el acto indecente; Otelo tuvo un ataque de epilepsia ayer, etc.

Recientemente se ha dado al problema una explicación histórica. Según McGee, es erróneo creer que en tiempos de Shakespeare el «adulterio» de Desdémona se entendería como hoy, es decir como la infidelidad de una casada. Precisamente, el plan de Yago consistiría en sugerir que Desdémona había sido amante de Casio desde antes de su matrimonio. Lo que a primera vista parece un dislate deja de serlo si se tiene en cuenta el uso de los esponsales, que en Inglaterra (y también en España y otros países) tenían un carácter jurídico vinculante y en buena medida equiparable al matrimonio: la sociedad y el derecho consideraba adulterio la infidelidad durante el intervalo entre ambos. McGee aporta documentos según los cuales las parejas comprometidas ya se llamaban «marido» y «mujer», y pañuelos como el de Desdémona eran, al igual que los anillos, un regalo de esponsales. Sin embargo, como la validez jurídica de este uso tendía a desaparecer, se puede calcular que la visión «moderna» del adulterio de Desdémona empezaría hacia finales del siglo XVII.

Las diferencias de tiempo también se han explicado (Allen) como imperfecciones de composición, ya que la obra presenta dos partes diferenciadas y lo que se viene llamando tiempo doble es realmente el resultado de haberlas unido imperfectamente: Shakespeare habría escrito primero los actos III, IV y V, y después los dos primeros. El argumento general más convincente es que a partir del tercer acto el matrimonio de Otelo y Desdémona no parece un suceso reciente (consumado la noche anterior), sino un hecho del pasado.

La explicación de McGee es sin duda meritoria y verosímil, pero en una representación la rapidez de la acción no deja ver la posible incongruencia del adulterio. Además, la explicación histórica no invalida la teoría del tiempo doble, ya que, como hemos visto, este no afecta solamente al supuesto adulterio de Desdémona. Por otra parte, la idea de Allen es sugestiva, pero no llega a desplazar a la del tiempo doble, por la cual, además, se explica suficientemente la ilusión de tiempo transcurrido desde la celebración y consumación del matrimonio. Habría que insistir en la teatralidad de OTELO, con todo lo que lleva consigo de convención e ilusión dramática, y muy especialmente en su curiosa paradoja teatral: si la acción no es rápida, no es creíble, pero tampoco lo es si no «transcurre» bastante tiempo.

V

Pero la teatralidad que resulta del desarrollo de la acción en un doble esquema temporal depende esencialmente del elemento de conflicto. Este, a su vez, se apoya en una múltiple red de relaciones: Yago/Otelo, Yago/Rodrigo, Yago/Casio, Otelo/Desdémona, Brabancio/Otelo, Brabancio/Desdémona, Emilia/Yago. Recordemos el conflictivo comienzo: Rodrigo acusa a Yago de haberle ocultado algo importante que le atañe; y precisamente a él, de cuyo dinero Yago dispone a su antojo. Pero este desvía la hostilidad de Rodrigo hacia dos personajes con los que se muestra especialmente resentido: el primero, un oficial de alto rango (Otelo) que ha desestimado su solicitud para el puesto de teniente; el segundo, «un tal Miguel Casio», el elegido para el puesto. Según Yago, Casio es un teórico sin ninguna experiencia en el campo de batalla; en cambio, él, careciendo de «teoría libresca», se ha acreditado como soldado «en tierras cristianas y paganas» y tiene «antigüedad». Pero la queja de Yago no tarda en revelar la actitud personal y la óptica singular del personaje. Yago parte de una alta estimación de sí mismo y de sus méritos, e impone de tal modo su punto de vista que cabe preguntarse si no está mintiendo en todo o en parte (aunque a efectos dramáticos lo que más importa es la exposición de una actitud y unos sentimientos). No oculta su desprecio por Otelo, que, según él, se complace en su pompa y grandilocuencia. En cuanto al nuevo teniente, Yago le desdeña por sus estudios; por ser de Florencia, es decir por ser forastero y de la ciudad que inventó la contabilidad por partida doble (por lo tanto, «sacacuentas»); y, seguramente, por parecerle afeminado. Así, pues, Yago seguirá siendo el «alférez de Su Morería» y no tendrá motivos para estar a bien con «el moro». Por si Rodrigo no acaba de convencerse, Yago le aclara que sirve a Otelo para servirse de él, que desprecia por «honrado» al criado humilde y reverente, que finge obediencia por su propio interés y que «no es el que es».

Desde el comienzo, Shakespeare presenta un conflicto en el que una de las dos partes queda claramente definida por la vanidad, el resentimiento, la hipocresía y el maquiavelismo. Pero la presentación de Yago es claramente irónica, porque él también finge con Rodrigo y le sirve para servirse muy especialmente de él. Como quiere vengarse, utiliza a Rodrigo para provocar otro conflicto: se trata de despertar a Brabancio, padre de Desdémona, para contarle que su hija se ha fugado con Otelo. Una vez que han instigado al senador, Yago desaparecerá oportunamente, no sin antes recordar a Rodrigo que odia al moro «como a las penas del infierno» e informarle de su paradero para que Brabancio pueda sorprenderle con su hija.

La instigación vuelve a retratar a Yago, a la par que da cuenta de unos sentimientos colectivos que hoy día no dudaríamos en llamar xenófobos y racistas. Si Yago daba una versión despectiva de Casio, la imagen que se da de Otelo en esta escena es claramente degradante. Ninguno de los personajes le menciona por su nombre: él es «un moro», con todas las connotaciones negativas de tipo religioso, natural y cultural que solía tener el término para los contemporáneos de Shakespeare. Para Rodrigo, Otelo es «el Morros», «un moro lascivo» y, en el mejor de los casos, «un extranjero errátil y sin patria». Para Brabancio, un brujo capaz de corromper a su inocente hija. Para Yago, un diablo, pero, sobre todo, un animal lujurioso: un «carnero negro» que está «montando» a la blanca oveja Desdémona, un «caballo bereber» que puede convertir a Brabancio en abuelo de «jacos y rocines» si este no se apresura a impedirlo. Recordemos que poco antes Yago había comparado al criado servicial con un borrico, y pronto comprobaremos que su visión de la humanidad es indisociable de la zoología.

Tras esta versión reductora, la presencia de Otelo en las dos escenas siguientes dará una imagen opuesta del protagonista. Frente a las incitaciones de Yago, Otelo se muestra imperturbable, se presenta como aristócrata (aunque no lo proclamará porque sería jactancioso), declara su amor por «la noble Desdémona» y se niega a esconderse. Frente al ataque de Brabancio y sus hombres responde, dueño de sí mismo, con su célebre «Envainad las espadas brillantes, que el rocío / va a oxidarlas», y, cuando van a prenderle, se impone con firmeza advirtiendo que «Si mi papel me exigiese pelear, / no habría necesitado apuntador». Añadamos que los elementos visuales de una representación también pueden coadyuvar a esta imagen favorable del protagonista: el Otelo de Laurence Olivier entraba en escena luciendo una gran cruz sobre el pecho y acentuando su felicidad de recién casado con una rosa roja en la mano.

En la escena del Senado se expone abiertamente el conflicto entre Brabancio y Otelo, que se extenderá también a Desdémona. Brabancio necesita creer que Otelo ha hechizado a su hija para explicarse una unión tan antinatural (en sus acusaciones alude repetidamente a «la naturaleza»). Otelo, que excusa su falta de elocuencia, responde elocuentemente contando la historia de su vida, que cautivó a Desdémona. Una historia en que las realidades e infortunios de la guerra se mezclan con los recuerdos exóticos (tierras lejanas, hombres salvajes, seres monstruosos). Desdémona confirma su amor por Otelo, cuyo rostro ha visto «en su alma», se declara consciente de los riesgos a que se expone y solicita permiso para acompañar a su esposo a la guerra de Chipre.

El conflicto se resuelve claramente en favor de Otelo y Desdémona y contra sus oponentes (Yago, Rodrigo y, en otro sentido, Brabancio). Como comenta el Dux, el negro ha resultado ser blanco (el verdadero negro es el blanco Yago). Otelo es su pasado y, por tanto, un ser excepcional. En una obra en que la percepción de los protagonistas por parte de los demás cuenta tanto o más que la manera como ellos mismos se presentan, este cambio de visión es importante. La imagen de Otelo ya no es la de un negro salvaje y lascivo, sino más bien la de un príncipe árabe o un maharajá, admirado y respetado por los senadores. Desdémona no es tampoco la hija rebelde o desobediente, sino la esposa noblemente enamorada que antepone lo humano a los usos, conveniencias y convenciones sociales. Como en Romeo y Julieta, Troilo y Crésida y Antonio y Cleopatra, Shakespeare ha orientado la respuesta del espectador en favor de los amantes que se enfrentan a circunstancias adversas de orden familiar, social o nacional, y, al igual que en estas obras, el amor se nos muestra como una nueva experiencia, un sentimiento que enaltece y transforma a quien lo vive hasta el punto de exigir su propia vida.

VI

El triunfo del amor en la primera fase de la obra ha llevado a hablar de unos elementos de comedia que se manifestarían de manera diversa: OTELO es una comedia al revés, los personajes de OTELO se basan inicialmente en los de la comedia del arte, el cornudo es esencialmente un personaje cómico, etc. La cuestión sería saber qué función cumplen estos ingredientes. Si no nos dejamos llevar por el sentimentalismo, podemos ver que Shakespeare emplea las convenciones cómicas para invertirlas irónica y trágicamente. El mundo de comedia de OTELO opera de dos modos distintos: el triunfo de los amantes despierta unas expectativas que contrastan con la tragedia que va generándose; la presencia de la comedia en la tragedia permite el contraste entre la excepcionalidad del protagonista y la «realidad» cotidiana que se le opone.

Para decirlo de otro modo, la victoria del amor en esta primera parte es más bien precaria. El protagonista se ha visto obligado a defender su posición de una forma que a algunos les ha parecido una complaciente dramatización de su persona. Pero el relato de su historia ante el Senado es completamente natural para él, aunque a nosotros pueda parecernos efectista o exótico. Ahora bien, su triunfo no le asegura el terreno que pisa: él no deja de ser un extraño, un outsider, y su defensa ante los senadores no logra ocultar una sensación de inseguridad. La grandilocuencia que Yago le atribuye viene a ser una reacción de autodefensa, ya que en otras circunstancias Otelo no se expresa así. Tal vez no sea ocioso señalar que Shakespeare conocía el libro de Contarini sobre la República de Venecia (De Magistratibus et Republica Venetorum, de l543, traducido al inglés en 1599), según el cual la Serenísima tenía por norma defender sus dominios con soldados mercenarios extranjeros y no poner a la cabeza del ejército a ningún veneciano, sino a un capitán general extranjero. Ser respetado y admirado como tal es una cosa; casarse con una natural del país puede ser otra. Como observa Marienstras, Shakespeare no aclara si el Senado da a Otelo un veredicto favorable como acto de justicia o porque le necesita. Además, el aviso de Brabancio no puede ser más irónico: «Con ella, moro, siempre vigilante: / si a su padre engañó, puede engañarte». A lo que Otelo responderá con un no menos irónico: «¡Mi vida por su fidelidad!».

La presencia de Yago al final de la escena ofrece asimismo un marcado contraste con el triunfo amoroso de Otelo y Desdémona. Su plan ha fracasado, pero él volverá a atacar. Además, su tendencia a degradar se extiende ahora a toda la sociedad. Para él no hay virtud; el amor es lujuria; la nobleza, mera cuestión de superioridad; lo que cuenta es la fría voluntad; todo vínculo es frágil y vano; la bondad de la gente (incluida la de Otelo, que Yago reconoce) está para servirse de ella. Por lo tanto, el matrimonio de Otelo y Desdémona no puede durar y, desde luego, él se encargará de que no dure. El cambio de escena de Venecia a Chipre será una gran ayuda para Yago. En efecto, cuando en I.i Yago y Rodrigo informan a Brabancio del «robo» de su hija, este responde que están en Venecia, no en el campo. Venecia era célebre por su alto grado de civilización, y Shakespeare la convierte en la ciudad por antonomasia: un símbolo de orden, justicia y razón. En cambio, Chipre es una ciudadela situada en los confines de la civilización, y, aunque gobernada por Venecia, está más próxima a los turcos. Y es precisamente Otelo, el «moro salvaje», el converso, quien va a gobernarla y defenderla de los «infieles». Solo que, pasado este peligro, Chipre se torna caótica y los encargados del orden parecen «haberse vuelto turcos».

Yago es el artífice del caos. En su primer monólogo le cuenta al público su intención de coronar su voluntad con doble trampa, lo que consigue en Chipre. En cierto modo se puede decir que la primera es un ensayo de la segunda. En su triunfo sobre Casio ha podido ver que el impávido Otelo ha estado a punto de perder los estribos (y al comienzo del tercer acto hay claras indicaciones de que la expulsión de Casio fue una medida desproporcionada y de que Otelo quiere repararla). En la escena central, Yago no cejará en su acoso de Otelo hasta derribarle. Tal vez sea cierto que la reacción pasional del protagonista es más de lo que Yago esperaba; pero también es verdad que este se aprovecha de ella. Se inicia así un proceso que hace de OTELO la primera tragedia de Shakespeare, antes de El rey Lear, que explora y dramatiza sin reservas el sufrimiento de los personajes.

VII

«Qu’est-ce qu’Iago?», nos preguntamos con el Duque de Broglie. Pero, ¿hay una respuesta concluyente? El propio Yago se niega a darla. Sus últimas palabras parecen dirigidas a todos, personajes y público: «No me preguntéis. Lo que sabéis, sabéis. / Desde ahora no diré palabra». Pero si no podemos saber lo que es, al menos podemos saber lo que no es. Suele decirse que Yago es uno de los estudios más profundos del mal que haya hecho Shakespeare, acaso el más profundo. Aparte sus actos, que hablan por sí solos, Yago se complace en asociarse con el diablo y el infierno, y al final Otelo le llama semidiablo. De ahí que algunos críticos le vean como una personificación del mal, es decir como una encarnación alegórica. Se ha observado también la insistente presencia de imágenes y referencias diabólicas (si bien no todas aluden a Yago), cuyo número es curiosamente superior a las de una obra como Macbeth. Sin embargo, OTELO no es ninguna alegoría. La relación de Yago con el diablo es poética y retórica: en el teatro no actúa como personaje alegórico y en general el público no se indigna ni emociona ante abstracciones, sino ante personajes muy realistas. Wilson Knight, que definió las referencias «metafísicas» de la lengua de Otelo, previno contra el desastre dramático a que se exponía cualquier representación en la que lo alegórico se opusiera a lo íntimo y humano del drama. Lo alegórico o simbólico forma parte de un conjunto rico en imágenes sobrenaturales y teológicas que no se desarrollan dramáticamente más allá de su función expresiva.

En consecuencia, y por complejo que sea, Yago no deja de ser un personaje «humano» en el sentido de que actúa impulsado por motivos concretos. Otra cosa es que estos sean más o menos explícitos o coherentes. Ya hemos visto cuál es su móvil inicial y su filosofía de la vida. Pues bien, en su primer monólogo, es decir en la primera ocasión en que habla con absoluta sinceridad, el motivo de su exclusión para el puesto de teniente deja paso a otro, al parecer más grave: la sospecha de que su mujer le engaña con Otelo. Sobre ella volverá en su monólogo siguiente (al final de II.i). Como luego confirmará la misma Emilia en IV.ii, la sospecha carece de fundamento. Sin embargo, para Yago vale por un hecho: como él mismo dirá, la sola idea es como un veneno que le roe las entrañas. La explicación más probable es que Yago no puede soportar que nadie le compadezca o ridiculice por cornudo, puesto que rebajaría su imagen de sí mismo, sobre todo si quien le pone los cuernos es un superior al que odia y desprecia. Por otra parte, si la infidelidad de Emilia es imaginaria, el «amor» de Yago por Desdémona (II.i) es pura fantasía. Él mismo lo insinúa como un eventual motivo para saciar su venganza contra Otelo. Después ya no volverá a hablar de ello.

Lo que Yago revela en sus monólogos, en sus diálogos con Rodrigo y, en general, en su actuación más sincera, es un impulso egocéntrico y malsano que le lleva a negar, despreciar, odiar y, si es posible, aniquilar lo que no encaja en su concepción del mundo. La supuesta infidelidad de Emilia podría explicarse por la incapacidad de Yago de creer en los vínculos humanos y, por tanto, en la fidelidad de la mujer. Recuérdese su actuación (nunca mejor dicho) al llegar a Chipre mientras esperan a Otelo (II.i). Es un curioso episodio que a veces se suprime en el teatro y en el que presuntamente Shakespeare se propone mostrar el lado profano de la «divina Desdémona». Bastaría con decir que ella no es tan divina como la imagina Casio y que en esta escena entra en el juego de Yago con toda naturalidad y sin gazmoñería. Nada más. El centro de la reunión no es ella, sino Yago, quien entre bromas y veras va revelando su misoginia. Y si toda mujer es voluble e infiel, Emilia no es excepción. Seguramente es por esto por lo que Yago sospecha sin motivo que Casio también «se mete en su cama».

Además, el texto sugiere motivos ocultos, particularmente la preocupación de Yago por el concepto en que pueda ser tenido y su afán por mejorar su imagen social. En su detallado análisis, Bradley apuntaba su impresión de que Yago sería más bien de baja extracción social y que su falta de ciencia militar podría ser significativa. Sobre esta impresión elaboró Empson uno de sus estudios más agudos. Como ya he señalado, Yago se distingue del «alfieri» de Cinthio en su mayor subordinación respecto del moro, y Shakespeare refuerza esta relación haciendo a Emilia dama de compañía de Desdémona y no su igual como en Cinthio. Pues bien, Empson examina las connotaciones sociales de «honest» con que Otelo, Desdémona y Casio se dirigen a Yago, y especialmente el insulto social que encierra el epíteto. Y, aunque a veces lo alternan con «good Iago», el hecho es que le tratan con actitud condescendiente. Desde luego, Yago no racionaliza el sentimiento de insulto, pero hay indicios de que es sensible al tratamiento que recibe. En el monólogo que sigue a la destitución de Casio (II.iii), Yago ironiza varias veces con el adjetivo «honest». Y cuando Otelo y Desdémona se reúnen felizmente en Chipre (II.i), Yago, en un célebre aparte, anuncia su propósito de destemplar su armonía amorosa, añadiendo «as honest as I am» (que es como si dijera «y lo voy a hacer yo, a quien llamáis honrado y creéis un pobre hombre»).

Vista de este modo, la reacción de Yago contra Casio al comienzo de la obra parece dimanar de un resentimiento más hondo y no confesado: lo que hoy llamaríamos odio de clase. Shakespeare refuerza este contraste social haciendo de Casio el típico cortesano renacentista pródigo en galanterías y finuras que el vulgar Yago aborrece y repudia (recuérdese especialmente su grosero aparte en II.i, inmediatamente antes de anunciarse la llegada de Otelo a Chipre). Al mismo tiempo, se advierte que Yago se resiste a «quedarse atrás» y que aspira a no ser tratado como un inferior cuando la ocasión se presenta: una es hacia el final de IV.i, cuando, a juzgar por el texto, Yago se entromete en la conversación de Otelo, Desdémona y Ludovico; la otra, en V.i, la escena del ataque nocturno a Casio, en que Yago se dirige a Ludovico y Graciano con insólita familiaridad. Todo ello muestra a Yago como el otro outsider de la obra, extraño entre los suyos y semejante a Otelo en su deseo de integración y reconocimiento.

VIII

Cierta crítica simplista sintetizaba los personajes de Shakespeare en un solo concepto: Hamlet o la duda, Macbeth o la ambición, Otelo o los celos. De ser simplemente así, Shakespeare sería más fácil, pero también mucho menos interesante. En su sentido corriente, los celos podían ser un tema de comedia y, en todo caso, como simple drama de celos OTELO no pasaría de melodrama. Si hay tragedia es porque, más allá de los celos, Shakespeare expresa vigorosamente el sentido de una pérdida angustiosa, la ruina espiritual en la que cae Otelo y, sobre todo, el conflicto interno de quien cree que ha perdido a su amada y no puede dejar de quererla. Para llegar a situación tan extrema Shakespeare parte de otra no menos extrema, la del amor de Otelo y Desdémona. Recuérdese la exaltación de Otelo cuando encuentra a Desdémona en Chipre: sería muy feliz si muriese, pues teme que su gozo sea tan perfecto que ya nunca más pueda alcanzar una dicha semejante. Y en III.iii dice de Desdémona:

Que se pierda mi alma

si no te quisiera, y cuando ya no te quiera,

habrá vuelto el caos.

Para Otelo, su amor tiene una dimensión sobrehumana. Las imágenes cósmicas con que Otelo alude a la muerte de Desdémona acentúan la singularidad de su sentimiento:

Tendría que haber ahora un gran eclipse

de sol y de luna, y el orbe, horrorizado,

tendría que abrirse con esta alteración.

Se ha observado que la metamorfosis de Otelo se expresa especialmente en su adopción de la lengua de Yago, sobre todo en el uso de imágenes y referencias zoológicas. Pero lo más significativo de este cambio de expresión es que no excluye la anterior ni la sustituye del todo. Lo confirma el ejemplo citado, así como el monólogo de Otelo al comienzo de la última escena. Lo decisivo es que, al yuxtaponer el nuevo lenguaje con sus sentimientos más sinceros en la escena más sórdida y penosa (IV.ii), el sufrimiento de Otelo se expresa en toda su crudeza:

Mas del ser en que he depositado el corazón,

que me da vida y, si no, sería mi muerte,

del manantial de donde nace o se seca

mi corriente, ¡verme separado

o tenerlo como ciénaga de sapos inmundos

que se juntan y aparean…!

No es que Otelo no sea o esté celoso, sino que los celos no lo son todo. En esta tragedia de la incomprensión, Yago no puede entender la naturaleza de la relación entre Otelo y Desdémona. Queriendo desquitarse de Otelo por «meterse en su cama» (¿quién es el celoso?), se dispone a provocarle celos, pero no concibe que pueda causar algo más grave. Importa, pues, no adoptar su punto de vista (ni el de Emilia, que en esto es tan simple como él). En su último parlamento Otelo declara que no era dado a los celos. Ya en la escena de la tentación le había dicho a Yago que él no podría vivir una vida de celos: «No. Estar en la duda / es tomar la decisión». Shakespeare concibe a Otelo como hombre de acción, incapaz de reflexión y de matices, y, por tanto, hace que Yago aproveche la furia desatada para acelerar la «decisión». Entre tanto, Yago le irá atormentando la imaginación en un alarde de sadismo sexual que ya le vimos practicar con Brabancio en la primera escena.

IX

La naturaleza de su dolor no hace a Otelo menos culpable. Shakespeare nos ha mostrado sus puntos débiles: violencia y barbarie, al principio solo latente; irreflexión; inseguridad de extranjero de color, ignorante de «la realidad veneciana». Yago provoca y Otelo responde. De no ser así, la acción sería mecánica, es decir melodramática. Y no lo sería menos si Yago solo fuese un personaje subsidiario, un simple engranaje del mecanismo dramático, como quería Leavis. Pues si Yago representa algo que hay en Otelo, también en Otelo hay algo que representa Desdémona. Por otra parte, Otelo no es la única víctima de la intriga, pues Yago engaña a todos los demás, incluida su propia mujer. Importa, pues, distinguir entre el carácter de Otelo (los rasgos que le hacen vulnerable y le llevan a actuar salvajemente) y el agente exterior que lo provoca.

El efecto de la provocación es que Otelo se ve a sí mismo con los ojos de Yago y de Brabancio, y, si por un lado sufre la destrucción de su ideal, por otro se ve obligado a «hacer justicia». Pero, como dice Bruto en Julio César, desde el primer impulso hasta la comisión del acto el intervalo es como un delirio o una pesadilla. En Julio César Shakespeare no realiza la pesadilla. En OTELO la proyecta en la «escena del burdel» (IV.ii) y la lleva a término en la escena final: las emociones que se despiertan en el lector o espectador objetivan el estado de ánimo del protagonista. Ya he hablado de los rasgos que definen su estado. Ahora hay que añadir el conflicto, manifiesto en la última escena, entre justicia y amor, entre el sacrificio previsto y el inevitable crimen. Se advierte en las palabras de Otelo a Desdémona antes de matarla:

¡Ah, perjura! Me pones de piedra el corazón

y vuelves crimen mi propósito,

cuando yo lo creía sacrificio.

Como Bruto en Julio César, Otelo también se engaña a sí mismo creyendo que un crimen puede ser llamado sacrificio. Pero si lo cree es porque «sacrificio», aunque impropio, expresa mejor sus sentimientos y es la consecuencia de la «justicia» que piensa aplicar. Solo que acaba siendo justicia descarriada, fuerza bruta contra un ser inocente e indefenso.

Muerta Desdémona y desenmascarado Yago, Otelo ya sabe que ha llegado al «último puerto de su viaje». Pero Shakespeare no lo concluirá sin subrayar definitivamente la transformación del héroe trágico. Ya antes (IV.i) Ludovico se había referido al cambio de Otelo tras presenciar la humillación pública inferida a Desdémona:

¿Es este el noble moro a quien todo el Senado

creía tan entero? ¿Es este el ánimo

al que no conmovía la emoción,

la firmeza que no roza ni traspasa

la flecha o el disparo del azar?

Y al final le dirá al protagonista: «¡Ah, Otelo! Antes tan noble, / caído en la trampa de un maldito infame». El propio Otelo había sido más contundente: «Aquí está el que fue Otelo».

Esta transformación no es un elemento más de la tragedia. A diferencia de Bruto o de Hamlet, Otelo tendrá que escribir su propio epitafio. Es precisamente su condición fundamental de héroe trágico lo que le lleva a hacerlo. Para él no se trata de reivindicar una gloria irremisiblemente perdida, ni de darse ánimos en un rapto de teatralidad, como pensaba T.S. Eliot, sino de dejar constancia de su caso en sus justos términos, «sin atenuar, / sin rebajar adversamente». En su parlamento final se mezclan su antigua entereza y la angustia del héroe destrozado. La versión que deja de sí mismo demuestra que es consciente de su degradación y de su pérdida: Otelo se identifica con el indio salvaje que «tiró una perla / más valiosa que su tribu» y con el turco que «infamó a la República» y habrá de pagarlo con la muerte, con su propia muerte. Con ella se habrá completado el cuadro trágico, tan inquietante e incómodo que la autoridad veneciana mandará taparlo antes de abandonar el escenario.

ÁNGEL-LUIS PUJANTE