ACTO PRIMERO

ESCENA I

Entran RODRIGO y YAGO.

RODRIGO

¡Calla, no sigas! Me disgusta muchísimo

que tú, Yago, que manejas mi bolsa

como si fuera tuya, no me lo hayas dicho.

YAGO

Voto a Dios, ¡si no me escuchas!

Aborréceme si yo he soñado

nada semejante.

RODRIGO

Me decías que le odiabas.

YAGO

Despréciame si es falso. Tres magnates

de Venecia se descubren ante él

y le piden que me nombre su teniente;

y te juro que menos no merezco,

que yo sé lo que valgo. Mas él, enamorado

de su propia majestad y de su verbo,

los evade con rodeos ampulosos

hinchados de términos marciales

y acaba denegándoles la súplica.

Les dice: «Ya he nombrado a mi oficial».

Y, ¿quién es él?

Pardiez, todo un matemático[1],

un tal Miguel Casio, un florentino,

ya casi condenado a mujercita,

que jamás puso una escuadra sobre el campo

ni sabe disponer un batallón

mejor que una hilandera…si no es con teoría

libresca, de la cual también saben hablar

los cónsules togados. Mera plática sin práctica

es toda su milicia. Mas le ha dado el puesto,

y a mí, a quien ha visto dar pruebas en Rodas,

en Chipre y en tierras cristianas y paganas,

me deja a la zaga y a la sombra

del debe y el haber. Y este sacacuentas

es, en buena hora, su teniente, y yo,

vaya por Dios, el alférez de Su Morería[2].

RODRIGO

¡El colmo! Yo antes sería su verdugo.

YAGO

Pues ya lo ves. Son los gajes del soldado:

los ascensos se rigen por el libro y el afecto,

no según antigüedad, por la cual el segundo

siempre sucede al primero. Conque juzga

si tengo algún motivo para estar

a bien con el moro.

RODRIGO

Yo no le serviría.

YAGO

Pierde cuidado.

Le sirvo para servirme de él.

Ni todos podemos ser amos, ni a todos

los amos podemos fielmente servir.

Ahí tienes al criado humilde y reverente,

prendado de su propio servilismo,

que, como el burro de la casa, solo vive

para el pienso; y de viejo, lo licencian.

¡Qué lo cuelguen por honrado! Otros,

revestidos de aparente sumisión,

por dentro solo cuidan de sí mismos

y, dando muestras de servicio a sus señores,

medran a su costa; hecha su jugada,

se sirven a sí mismos. En estos sí que hay alma,

y yo me cuento entre ellos.

Pues, tan verdad como que tú eres Rodrigo,

si yo fuera el moro, no habría ningún Yago.

Sirviéndole a él, me sirvo a mí mismo.

Dios sabe que no actúo por afecto ni obediencia,

sino que aparento por mi propio interés.

Pues el día en que mis actos manifiesten

la índole y verdad de mi ánimo

en exterior correspondencia, ya verás

qué pronto llevo el corazón en la mano

para que piquen los bobos. Yo no soy el que soy[3].

RODRIGO

Si todo le sale bien,

¡vaya suerte la del Morros!

YAGO

Llama al padre. Al moro despiértalo,

acósalo, envenena su placer, denúncialo

en las calles, irrita a los parientes de ella,

y, si vive en un mundo delicioso,

inféstalo de moscas; si grande es su dicha,

inventa ocasiones de amargársela

y dejarla deslucida.

RODRIGO

Aquí vive el padre. Voy a dar voces.

YAGO

Tú grita en un tono de miedo y horror,

como cuando, en el descuido de la noche,

estalla un incendio en ciudad populosa.

RODRIGO

¡Eh, Brabancio! ¡Signor Brabancio, eh!

YAGO

¡Despertad! ¡Eh, Brabancio! ¡Ladrones, ladrones!

¡Cuidad de vuestra casa, vuestra hija

y vuestras bolsas! ¡Ladrones, ladrones!

BRABANCIO [se asoma] a una ventana.

BRABANCIO

¿A qué se deben esos gritos de espanto?

¿Qué os trae aquí?

RODRIGO

Señor, ¿vuestra familia está en casa?

YAGO

¿Y las puertas bien cerradas?

BRABANCIO

¿Por qué lo preguntáis?

YAGO

¡Demonios, señor, que os roban! ¡Vamos, vestíos!

¡El corazón se os ha roto, se os ha partido el alma!

Ahora, ahora, ahora mismo un viejo carnero negro

está montando a vuestra blanca ovejita. ¡Arriba!

Despertad con la campana a los que roncan,

si no queréis que el diablo os haga abuelo.

¡Vamos, arriba!

BRABANCIO

¡Cómo! ¿Habéis perdido el juicio?

RODRIGO

Honorable señor, ¿me conocéis por la voz?

BRABANCIO

No. ¿Quién sois?

RODRIGO

Me llamo Rodrigo.

BRABANCIO

¡Mal hallado seas! Te he prohibido

que rondes mi casa; te he dicho

con toda claridad que para ti no es mi hija,

y ahora, frenético, lleno de comida

y bebidas embriagantes, vienes

de malévolo alboroto turbando mi reposo.

RODRIGO

Señor, señor…

BRABANCIO

No te quepa duda

de que mi ánimo y mi puesto tienen fuerza

para hacerte pagar esto.

RODRIGO

Calmaos, señor.

BRABANCIO

¿Qué me cuentas de robos? Estamos en Venecia;

yo no vivo en el campo.

RODRIGO

Muy respetable Brabancio, acudo a vos

con lealtad y buena fe.

YAGO

BRABANCIO

YAGO

BRABANCIO

YAGO

BRABANCIO

RODRIGO

Y de cualquier cosa, señor. Mas atendedme:

si por vuestro deseo y sabia decisión,

como en parte lo parece, vuestra bella hija,

a esta hora soñolienta de la noche,

no es llevada, sin otra custodia

que la de un gondolero de alquiler,

a los brazos groseros de un moro lascivo…

Si todo esto lo sabéis y autorizáis,

llamadnos con razón atrevidos e insolentes.

Si no, faltáis a las buenas costumbres

con vuestra injusta condena. No penséis

que, adverso a las normas de cortesanía,

he venido a burlarme de Vuestra Excelencia.

Lo repito: vuestra hija, si no le disteis

permiso, se rebela contra vos entregando

belleza, obediencia, razón y ventura

a un extranjero errátil y sin patria.

Comprobadlo vos mismo:

si está en su aposento o en la casa,

caiga sobre mí toda la justicia

por haberos engañado.

BRABANCIO

¡Encended luces! ¡Traedme una vela!

¡Despertad a toda mi gente!

He soñado una desgracia como esta

y me angustia pensar que es real.

¡Luces! ¡Luces!

Sale.

YAGO

Adiós, te dejo. En mi puesto

no es prudente ni oportuno ser llamado

a declarar contra el moro y, si me quedo,

habré de hacerlo. Sé que el Estado,

aunque por esto le lea la cartilla,

no puede despedirle: le han confiado

con muy clara razón la guerra de Chipre,

que ya es inminente, pues, si quieren salvarse,

de su calibre no tienen a nadie

capaz de llevarla. Por todo lo cual,

aunque le odio como a las penas del infierno,

las necesidades del momento me obligan

a mostrar la enseña y bandera del afecto,

que no es sino apariencia. Si quieres encontrarle,

lleva la cuadrilla al Sagitario[5],

que allí estaré con él. Adiós.

Sale.

Entran BRABANCIO y criados con antorchas.

BRABANCIO

La desgracia era cierta. No está,

y el resto de mi vida miserable

será una amargura.— Dime, Rodrigo,

¿dónde la has visto? — ¡Ah, desdichada! —

¿Dices que con el moro? — ¡Ser padre para esto! —

¿Cómo sabes que era ella? — ¡Quién lo iba a pensar! —

¿Qué te dijo? — ¡Más luces! ¡Despertad a toda

mi familia! — Y, ¿crees que se han casado?

RODRIGO

Yo creo que sí.

BRABANCIO

¡Santo Dios! ¿Cómo salió? ¡Ah, sangre traidora!

Padres, desde ahora no os fiéis del corazón

de vuestras hijas por meras apariencias.

¿No hay encantamientos que puedan corromper

a muchachas inocentes? Rodrigo,

¿tú has leído algo de esto?

RODRIGO

Sí, señor, lo he leído.

BRABANCIO

¡Despertad a mi hermano! — ¡Ojalá fuera tuya! —

Unos por un lado, otros por otro.— ¿Sabes

dónde podemos capturarla con el moro?

RODRIGO

A él creo que puedo hallarle, si os hacéis

con una buena escolta y me seguís.

BRABANCIO

Pues abre la marcha. Llamaré en todas las casas;

me darán ayuda en muchas.— ¡Armas!

¡Y traed a la guardia nocturna! —

Vamos, buen Rodrigo; serás recompensado.

Salen.