Amanecer
Alba. Empezaba el último día que Luce vería Espada & Cruz hasta… bueno, no sabía hasta cuándo. El arrullo de una paloma salvaje sonó en el cielo de color azafrán cuando Luce salió por las puertas cubiertas de kudzu del gimnasio. Se dirigió lentamente hacia el cementerio, cogida de la mano de Daniel. Permanecieron en silencio mientras cruzaban el césped del patio.
Justo antes de que dejaran la capilla, de uno en uno, los demás habían replegado las alas. Era un proceso laborioso y solemne que los sumió en una especie de somnolencia cuando volvieron a adoptar forma humana. Al observar la transformación, Luce no podía creerse que aquellas alas brillantes y enormes pudieran volverse tan pequeñas y frágiles, hasta desaparecer en la piel de los ángeles.
Cuando acabaron, pasó la mano por la espalda de Daniel. Por primera vez, se mostró pudoroso y sensible al tacto de Luce. Pero su piel era tan suave e impecable como la de un bebé. En su cara, y en la de todos los demás, Luce aún podía ver los destello de esa luz plateada que resplandecía en todas direcciones.
Después trasladaron el cuerpo de Penn escaleras arriba, hasta la capilla, limpiaron los cristales que quedaban en el altar y colocaron allí su cuerpo. Era imposible enterrarla esa mañana, no con el cementerio atestado de mortales, como Daniel aseguró que estaría.
A Luce le resultó terrible aceptar que tendría que conformarse con susurrarle unas palabras de despedida a su amiga dentro de la capilla. Todo cuanto se le ocurría decir era: «Ahora estás con tu padre. Sé que él está feliz por tenerte a su lado de nuevo».
Daniel enterraría a Penn como era debido tan pronto como las cosas se calmaran en la escuela, y Luce le enseñaría dónde estaba la tumba del padre de Penn para que pudiera ponerla a su lado. Era lo mínimo que podía hacer.
Se sentía apesadumbrada mientras cruzaban el patio. Llevaba los vaqueros y la camiseta sucios y arrugados. Necesitaba limpiarse las uñas y se alegraba de que no hubiera espejos cerca para no ver cómo llevaba el pelo. Deseaba poder rebobinar la parte oscura de la noche —sobre todo, haber podido salvar a Penn— y quedarse con las partes buenas. La emoción de descubrir la verdadera identidad de Daniel, el momento en que apareció frente a ella en toda su gloria, ver cómo les crecían las alas a Gabbe y a Arriane. Había tantas cosas que habían sido maravillosas.
Y otras muchas habían acabado en una destrucción terrible.
Podía sentirlo en el ambiente, como una epidemia. Podía leerlo en las caras de los numerosos alumnos que vagaban por el patio. Era demasiado pronto para que ninguno de ellos estuviera despierto por voluntad propia, lo cual significaba que debían de haber visto u oído algo de la batalla que se había librado la noche anterior. ¿Qué podían saber? ¿Ya habría alguien buscando a Penn? ¿A la señorita Sophia? ¿Qué pensarían que había ocurrido? Todos se habían reunido en pequeños grupos y hablaban en voz baja. Luce habría querido quedarse por allí y escuchar a hurtadillas.
—No te preocupes. —Daniel le apretó la mano—. Imita una de esas miradas perplejas que ponen y nadie se dará cuenta de nada.
Aunque Luce tenía la sensación de que todos la miraban, Daniel tenía razón.
Ninguno de los demás estudiantes se fijó especialmente en ellos.
En las puertas del cementerio parpadeaban las luces azules y blancas de la policía, reflejándose en las hojas de los robles. La entrada estaba bloqueada por una cinta amarilla.
Luce vio la silueta de Randy a contraluz. Caminaba de un lado para otro frente a la entrada del cementerio y gritaba por un Bluetooth que llevaba enganchado en el cuello de su polo sin forma.
—¡Creo que deberías despertarlo! —bramaba a través del dispositivo—. Ha ocurrido algo en la escuela. Te lo repito… No lo sé.
—Tengo que advertírtelo —le dijo Daniel mientras la alejaba de Randy y de las luces parpadeantes de los coches de policía tomando el robledal que bordeaba el cementerio—. Puede que lo de allí abajo te parezca extraño. El estilo de guerra de Cam es más sucio que el nuestro. No es sangriento, es… es diferente.
Luce pensaba que a esas alturas ya no había demasiadas cosas que pudieran escandalizarla. Algunas estatuas por el suelo sin duda no iban a escandalizada. Anduvieron por el bosque haciendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Luce pensó en que la noche anterior aquellos árboles se habían visto ocupados por la atronadora nube de sombras con apariencia de langostas. Sin embargo, no quedaba ni una sola señal.
Poco después, Daniel señaló un segmento de la valla de hierro del cementerio que estaba retorcido.
—Podemos entrar por aquí sin que nos vean, pero tenemos que hacerlo rápido.
Al abandonar la protección que brindaban los árboles, Luce fue comprendiendo lentamente a qué se refería Daniel con lo de que el cementerio había cambiado. Se encontraban de pie en el límite, no muy lejos de la tumba del padre de Penn, pero era imposible ver unos metros más allá. El aire era tan turbio que quizá no debía calificarse como aire. Era denso, gris y arenoso, y Luce tuvo que abanicarlo con sus manos para poder ver lo que tenía enfrente.
Se frotó los dedos.
—Esto es…
—Polvo —dijo Daniel cogiéndole la mano para guiarla. Él podía ver a través del polvo, y no se asfixiaba ni tosía como Luce—. En la guerra, los ángeles no mueren, pero sus batallas dejan esta alfombra de polvo a su paso.
—¿Y qué efectos tiene?
—No demasiados, aparte de dejar perplejos a los mortales. Más tarde se disipará y vendrá un montón de gente a estudiar lo que ha pasado. Hay un científico loco en Pasadena que piensa que es a causa de los ovnis.
A Luce le entró un escalofrío al recordar aquella nube negra voladora no identificada. Aquel científico no andaba muy desencaminado.
—El padre de Penn estaba enterrado por aquí —dijo señalando la esquina del cementerio.
Aunque el polvo resultaba espeluznante, le alivió que las lápidas, las estatuas y los árboles del cementerio siguieran en pie. Se puso de rodillas y limpió la capa de polvo que cubría la tumba que había supuesto que era la del padre de Penn. Sus dedos temblorosos frotaron aquella inscripción que casi le hizo llorar.
STANFORD LOCKWOOD
EL MEJOR PADRE DEL MUNDO
El espacio que había al lado de la tumba del señor Lockwood estaba vacío. Luce se puso en pie y pisó el suelo con tristeza, detestaba la idea de que su amiga tuviera que acompañarlo en aquel lugar. Detestaba no poder estar presente siquiera para ofrecerle a Penn un funeral decente.
La gente siempre hablaba del Cielo cuando alguien moría, de lo seguros que estaba de que los muertos irían allí. Luce nunca había acabado de comprender todo eso, y ahora se sentía menos todavía menos cualificada para hablar de lo que podía ocurrir después de la muerte.
Se volvió hacia Daniel con lágrimas en los ojos. A él se le desencajó la cara al verla tan triste.
—Me ocuparé de ella, Luce —dijo—. Sé que no será como querías, pero haremos todo lo que podamos.
Rompió a llorar desconsolada. Se sorbió la nariz, sollozaba y deseaba que Penn volviera con tanta fuerza que pensaba que iba a desmayarse.
—No puedo dejarla, Daniel. ¿Cómo podría hacerlo?
Daniel le secó las lágrimas con delicadeza con el dorso de la mano.
—Lo que le ha ocurrido a Penn es terrible, un grandísimo error. Pero cuando hoy te vayas no la habrás abandonado. —Le puso una mano en el corazón—. Ella está contigo.
—Aun así no puedo…
—Sí que puedes, Luce. —Su voz era firme—. Créeme. No tienes ni idea de cuántas cosas valientes e increíbles puedes hacer. —Apartó la mirada y la dirigió a los árboles—. Si queda algo bueno en este mundo, lo sabrás muy pronto.
Les sobresaltó un único pitido de la sirena de un coche de policía. Una puerta del coche se cerró de un portazo, y no muy lejos de donde estaban oyeron el crujir de unas botas sobre la grava.
—Pero ¿qué diablos…? Ronnie, llama a comisaría y dile al sheriff que venga aquí.
—Vámonos —murmuró Daniel cogiéndole la mano.
Luce pasó la mano con tristeza por la lápida del señor Lockwood, y luego regresó con Daniel por la zona de tumbas que había en la parte este del cementerio. Llegaron a la zona maltrecha de la valla de hierro y regresaron rápidamente al robledal.
A Luce la alcanzó una ráfaga de viento frío. En las ramas que había sobre sus cabezas distinguió tres sombras pequeñas pero furiosas colgando boca bajo como murciélagos.
—Date prisa —le ordenó Daniel.
Al pasar, las sombras se retrajeron y silbaron, como si supieran que no debían meterse con Luce cuando Daniel estaba a su lado.
—Y, ahora, ¿hacia dónde? —le preguntó Luce cuando estuvieron en el límite del robledal.
—Cierra los ojos.
Lo hizo. Los brazos de Daniel le rodearon la cintura desde atrás y sintió cómo le apretaba su pecho robusto contra la espalda. La estaba elevando del suelo. Quizá un palmo, después algo más alto, hasta que las hojas suaves de las copas de los árboles le rozaron los hombros y le hicieron cosquillas en el cuello mientras Daniel la transportaba. Y luego más alto aún, hasta que pudo sentir que ambos habían dejado atrás el bosque y les iluminaba la luz del sol matinal.
Tuvo la tentación de abrir los ojos, pero intuyó que sería demasiado. No estaba segura de estar preparada. Y, además, la sensación del aire fresco en la cara y el viento haciendo ondear su cabello era suficiente. Más que suficiente, era divino. Como la sensación que experimentó cuando la rescataron de la biblioteca, como surfear sobre una ola en el océano. Ahora sabía con seguridad que Daniel también había estado detrás de eso.
—Ya puedes abrir los ojos —le dijo en voz baja.
Luce sintió el suelo bajo sus pies y vio que estaban en el único lugar en que quería estar: bajo el magnolio, en la orilla del lago. Daniel la atrajo hacia sí.
—Te quería traer aquí porque este es uno de los lugares, uno de los muchos lugares, donde de verdad he querido besarte estas últimas semanas. El otro día, cuando te zambulliste en el agua, me costó contenerme.
Luce se puso de puntillas e inclinó la cabeza hacia atrás para besar a Daniel. Aquel día también ella había deseado besarle, y ahora necesitaba hacerlo. Era el momento perfecto para el beso, y era lo único que podía aliviar a Luce, recordarle que había una buena razón para seguir adelante, aunque Penn ya no estuviera. La suave presión de los labios de Daniel la apaciguó, como una bebida caliente en pleno invierno, cuando todas las partes de su cuerpo se sentían tan frías. Él la apartó demasiado pronto, y la miró con unos ojos que reflejaban mucha tristeza.
—Hay otra razón por la que te he traído aquí. Esta roca conduce al camino que debemos tomar para llevarte a un lugar seguro.
Luce bajó la vista.
—Oh.
—No es un adiós para siempre, Luce. Espero que ni siquiera sea por mucho tiempo. Tendremos que ver cómo evolucionan… las cosas —le acarició el cabello—. Por favor, no te preocupes, siempre iré a buscarte. No voy a dejar que te vayas hasta que esté seguro de que lo entiendas.
—Entonces me niego a entenderlo —repuso.
Daniel se rió en voz baja.
—¿Ves aquel claro de allí? —Señaló más allá del lago, a una media milla: había un montículo con hierba que sobresalía del bosque. Luce no se había fijado en él antes, pero en ese momento vio un avioncito blanco con luces rojas que parpadeaban en las alas.
—¿Es para mí? —preguntó. Después de todo lo que había pasado, la visión de un avión apenas la sorprendió—. ¿Adónde voy?
No podía creer que iba a dejar aquel lugar que odiaba pero en el que había vivido tantas experiencias intensas en tan solo unas semanas. ¿En qué se iba a convertir Espada & Cruz?
—¿Qué va a pasar con este lugar? ¿Y qué les voy a contar a mis padres?
—Por el momento, intenta no preocuparte. Tan pronto como estés a salvo, nos ocuparemos de todo lo que sea necesario. El señor Cole puede llamar a tus padres.
—¿El señor Cale?
—Está de nuestro lado, Luce, puedes confiar en él. Pero ya había confiado en la señorita Sophia; y apenas conocía al señor Cole. Era tan… profesor, y con aquel bigote… ¿Se suponía que tenía que separarse de Daniel y subirse al avión con su profe de historia? La cabeza le empezó a palpitar.
—Hay un sendero que bordea el agua —continuó diciéndole Daniel—. Podemos tomarlo por allí. —Le rodeó la cintura con su brazo—. O bien —propuso— podemos nadar.
Cogidos de la mano fueron hasta el filo de la roca. Dejaron los zapatos bajo el magnolio… aunque esa vez no fueran a volver. Luce no pensaba que zambullirse en el agua fría del lago con la camiseta y los vaqueros fuera una idea tan buena, pero con Daniel sonriendo a su lado, todo lo que hacía parecía lo único que se podía hacer.
Levantaron los brazos por encima de sus cabezas y Daniel contó hasta tres. Sus pies despegaron del suelo en el mismo momento, sus cuerpos se arquearon en el aire de la misma forma, pero en lugar de descender, como Luce esperaba que sucediera instintivamente, Daniel la elevó usando solo la punta de sus dedos.
Estaban volando. Luce iba de la mano de un ángel y estaba volando. Las copas de los árboles parecían inclinarse ante ellos, y su cuerpo parecía más ligero que el aire. Por encima del horizonte de árboles podía verse la luna, que se sumergía cada vez más cerca, como si Daniel y Luce fueran la marea. El agua se movía bajo ellos, plateada y tentadora.
—¿Estás preparada? —le preguntó Daniel.
—Sí.
Luce y Daniel empezaron a descender hacia el lago fresco y profundo. Se sumergieron en el agua con las puntas de los dedos, completando el salto del ángel más largo que jamás hubiera realizado nadie. Luce dio un grito ahogado al salir a la superficie, el agua estaba fría, pero al momento se echó a reír.
Daniel volvió a cogerle las manos y le hizo un gesto para que se uniera con él en la roca. Primero subió él, y luego la ayudó. El musgo formaba una alfombra fina y suave sobre la cual se tendieron. La camiseta negra de Daniel se le pegaba al pecho. Ambos se colocaron de lado, mirándose, apoyados en los codos.
Daniel posó la mano en la curva de su cintura.
—El señor Cole estará esperando cuando lleguemos al avión —dijo—. Esta es nuestra última oportunidad para estar solos. Creo que podríamos despedirnos de verdad aquí. Además —añadió—, quiero darte algo. —Se sacó un medallón de plata que Luce le había visto llevar en el reformatorio. Lo puso en la palma y Luce descubrió que se trataba de un guardapelos, una rosa gravada en una de las caras.
—Te pertenecía —le dijo—. Hace mucho tiempo. Luce lo abrió, y en su interior halló una foto diminuta, protegida por un pequeño cristal. Era una foto de ellos dos; no miraban a cámara: se miraban a los ojos y reían. Luce tenía el pelo corto, como ahora, y Daniel llevaba pajarita.
—¿De cuándo es? —preguntó levantando el medallón—. ¿Dónde estamos?
—Te lo diré la próxima vez que nos veamos —respondió.
Alzó la cadena por encima de la cabeza de Luce y se la puso alrededor del cuello. Cuando el medallón rozó su clavícula, sintió que desprendía un calor intenso que le calentó la piel fría y mojada.
—Me encanta —susurró tocando la cadena.
—Sé que Cam también te dio aquel collar de oro —dijo Daniel.
Luce no había pensado en ello desde que Cam le había obligado a ponérselo en el bar. No se podía creer que aquello hubiera ocurrido el día anterior. Solo de pensar que lo había llevado le entraban ganas de vomitar. Ni siquiera sabía dónde estaba el collar, y tampoco quería saberlo.
—Me lo puso —dijo, se sentía culpable—. Yo no…
—Lo sé —le interrumpió Daniel—. Pasara lo que pasara entre Cam y tú, no fue culpa tuya. De alguna manera conservó gran parte de su encanto angelical cuando cayó. Es muy engañoso.
—Espero no volver a verlo nunca. —Se estremeció.
—Me temo que quizá no sea así. Y hay muchos más como Cam ahí fuera. Tendrás que confiar en tu instinto. No sé cuánto tiempo te llevará ponerte al día de todo lo que nos ha ocurrido en el pasado. Pero, mientras tanto, si tienes un presentimiento, incluso sobre algo que piensas que no conoces, deberías confiar en él. Seguramente estarás en lo cierto.
—¿Así que debo confiar en mí misma incluso cuando no puedo confiar en los que tengo alrededor? —preguntó, intuyendo que aquello era parte de lo que Daniel quería decir.
—Intentaré estar ahí para ayudarte, y cuando estemos separados siempre que pueda te daré noticias mías —dijo Daniel—. Luce, la memoria de todo lo que has vivido sigue en ti, aunque no puedas recordarlo todavía. Si algo te da mala espina, aléjate.
—¿Adónde vas?
Daniel miró el cielo.
—A buscar a Cam —respondió—. Tenemos que ocuparnos de algunas cosas. El tono taciturno de sus palabras inquietó a Luce. Se acordó de la gruesa capa de polvo que Cam había dejado en el cementerio.
—Pero luego volverás conmigo —dijo—, cuando lo hayas solucionado. ¿Lo prometes?
—No… no puedo vivir sin ti, Luce. Te amo. No depende solo de mí, pero… —Vaciló, y finalmente negó con la cabeza—. No te preocupes de todo eso ahora. Solo tienes que saber que volveré a por ti.
Poco a poco, contra su voluntad, ambos se levantaron. El sol empezaba a asomar por encima de los árboles, y emitía destellos parecidos a estrellas en la superficie del agua. No había que nadar mucha distancia para llegar a la orilla embarrada que conducía al avión.
Luce deseó que estuviera a millas de distancia. Habría nadado con Daniel hasta el anochecer, y durante todos los amaneceres y atardeceres que habrían de venir.
Volvieron a zambullirse en el agua y empezaron a nadar. Luce se aseguró de que el medallón quedaba por dentro de su camiseta. Si era importante que confiara en sus instintos, estos le decían que nunca se separara de su collar.
Observó a Daniel cuando empezaba a nadar lenta y elegante mente, y aquella imagen volvió a impresionarla. Esta vez, a plena luz del sol, sabía que las alas iridiscentes que había visto delineadas por las gotas de agua no eran producto de su imaginación: eran reales.
Ella iba detrás, cortando el agua brazada tras brazada. Demasiado pronto, tocó la orilla con los dedos. Odió poder oír el zumbido del motor del avión allá arriba, en el claro. Iban a llegar al lugar donde debían separarse, y Daniel casi tuvo que arrastrarla fuera del agua.
Había pasado de sentirse fresca y feliz a estar empapada y muerta de frío. Caminaron hacia el avión, Daniel apoyaba su mano sobre su espalda.
Luce se sorprendió al ver que el señor Cole bajaba de un salto de la cabina con una gran toalla blanca.
—Un pajarito me ha dicho que quizá necesitase esto —dijo extendiéndola ante Luce, que se envolvió en ella, agradecida.
—¿A qué llamas pajarito? —Arriane surgió de detrás de un árbol, seguida de Gabbe, que traía consigo el libro de los Vigilante.
—Venimos a decir bon voyage —anunció Gabbe, y le entregó el libro—. Toma —se limitó a decirle, pero la sonrisa que le brindó parecía más bien una mueca.
—Dale lo bueno —dijo Arriane dándole un codazo a Gabbe.
Gabbe sacó un termo de su mochila y se lo entregó a Luce. Al desenroscar la tapa pudo comprobar que era chocolate caliente, y olía de maravilla. Luce sostuvo el libro y el termo con los brazos envueltos en la toalla y de pronto se sintió rica con tantos regalos. Pero sabía que en cuanto se subiera a ese avión se sentiría vacía y sola. Se apoyó en el hombro de Daniel, quería disfrutar de su cercanía mientras pudiera.
La mirada de Gabbe era clara y firme.
—Bueno, nos vemos pronto, ¿vale?
Pero Arriane desvió los ojos, como si no quisiera mirar a Luce.
—No cometas ninguna estupidez, como por ejemplo convertirte en un montoncito de ceniza. —Arrastró los pies—. Te necesitamos.
—¿Vosotros me necesitáis a mí? —preguntó Luce. Necesitó a Arriane para que la introdujera en Espada & Cruz. Necesitó a Gabbe aquel día en la enfermería. Pero ¿por qué iban a necesitarla a ella?
Las dos chicas solo sonrieron más bien con tristeza antes de regresar al bosque. Luce se volvió hacia Daniel, intentando olvidar que el señor Cole se encontraba a solo unos pasos.
—Os dejaré un momento a solas —dijo el señor Cole captando la indirecta—. Luce, cuando encienda el motor, quedarán tres minutos para despegar. Nos vemos en la cabina.
Daniel la levantó del suelo y apoyó su frente en la de Luce. Cuando sus labios se tocaron, ella intentó aprovechar cada instante de aquel momento. Iba a necesitar ese recuerdo como necesitaba el aire.
Porque ¿y si cuando Daniel se fuera, todo volvía a parecer un sueño? Un sueño en parte terrible, pero un sueño a pesar de todo. ¿Cómo podía sentir lo que creía que sentía por alguien que ni si quiera era humano?
—Bueno —dijo Daniel—. Ten cuidado. Déjate guiar por el señor Cole hasta que yo vuelva.
El avión emitió un silbido: el señor Cole les indicaba que había llegado el momento de despegar.
—Intenta recordar lo que te he dicho —le susurró Daniel.
—¿Qué parte? —preguntó Luce, un poco asustada.
—Todo lo que puedas pero, sobre todo, que te quiero.
Luce empezó a sollozar. Su voz se quebraría si intentaba decir cualquier cosa. Era hora de irse.
Corrió hasta la puerta abierta de la cabina, y las ráfagas de aire caliente de las hélices, casi la tiran al suelo. Había una escalerilla de tres peldaños y el señor Cole le tendió la mano para ayudarla a subir. Pulsó un botón y la escalera se introdujo en el avión. La puerta se cerró.
Miró el abigarrado tablero de mandos. Nunca había estado un avión tan pequeño, ni en una cabina. Había luces parpadeantes y botones por todas partes. Observó al señor Cale.
—¿Sabe cómo pilotar esto? —le preguntó al tiempo que se secaba los ojos con la toalla.
—Ejército del Aire de Estados Unidos, División Cincuenta y nueve, a su servicio —le respondió saludándola marcialmente.
Luce le devolvió el saludo con torpeza.
—Mi mujer siempre le dice a la gente que no me saque el tema de mis días como aviador en Nam —dijo mientras empujaba hacia atrás una palanca de cambios ancha y plateada. El avión empezó a temblar y a moverse—. Pero tenemos un largo viaje por delante y cuento con un público entregado.
—Un público al que han entregado, querrá decir —dejó escapar Luce.
—Muy buena. —El señor Cole le dio un codazo—. Estaba bromeando —añadió riendo con ganas—. No te torturaría con eso.
A Luce, la forma en que se volvió hacia ella mientras reía le recordó a su padre, que hacía lo mismo cuando veían una comedia, y le hizo sentir un poco mejor. Las ruedas iban a toda velocidad y ahora la «pista» que tenían ante ellos parecía corta. Debían emprender el vuelo pronto o acabarían en el lago.
—¡Sé lo que estás pensando! —gritó el profesor por encima del ruido del motor—. ¡No te preocupes, hago esto todo el tiempo!
Y justo antes de que se acabara la orilla, tiró con fuerza de una barra situada entre ambos, y el morro del avión se alzó hacia el cielo. Perdieron de vista el horizonte por un momento, y a Luce se le revolvió el estómago. Pero un segundo después, el avión se estabilizó y la vista que tenían enfrente se redujo a los árboles y el cielo lleno de estrellas. Debajo quedaba el lago centelleante, que se alejaba más a cada segundo. Habían despegado hacia el oeste, pero el avión estaba virando y pronto, en la ventana de Luce, apareció el bosque que Daniel y ella acababan de sobrevolar. Lo contempló pegando la cabeza al cristal y, antes de que el avión volviera a tomar un rumbo estable, le pareció ver un leve reflejo violeta. Cogió el medallón y se lo llevó a los labios.
A continuación vieron el reformatorio, y al lado el brumoso cementerio. El lugar donde pronto iban a enterrar a Penn. Cuanto más alto volaban, mejor podía ver Luce la escuela en la que se había revelado su mayor secreto, aunque nunca habría imaginado que lo haría de ese modo.
—Han montado un buen espectáculo ahí abajo —dijo el señor Cole negando con la cabeza.
Luce no tenía ni idea de hasta qué punto él sabía lo que había ocurrido la noche anterior. Parecía un tipo tan normal, y aun así se tomaba todo aquello como si nada.
—¿Adónde vamos?
—A una pequeña isla apartada de la costa —dijo señalando hacia el mar, donde el horizonte se oscurecía—. No está muy lejos.
—Señor Cole —le dijo Luce—, conoce a mis padres.
—Buena gente.
—¿Cree que sería posible…? Me gustaría hablar con ellos.
—Claro, ya pensaremos en algo.
—Jamás podrán creerse nada de esto.
—¿Puedes tú? —le preguntó dirigiéndole una sonrisa irónica mientras el avión tomaba altura y se estabilizaba en el aire.
Esa era la cuestión. Ella tenía que creerlo, todo… desde el primer parpadeo de las sombras, pasando por el momento en que los labios de Daniel rozaron los suyos, hasta la imagen de Penn muerta en el altar de la capilla. Todo aquello tenía que ser real.
¿Cómo, si no, podría soportarlo hasta que viera de nuevo a Daniel? Sujetó el guardapelo que llevaba alrededor del cuello, ya que atesoraba en su interior toda una vida de recuerdos. Sus recuerdos, le había dicho Daniel, que ella misma tenía que redescubrir.
El contenido de aquellos recuerdos era algo que Luce no sabía, como tampoco sabía adónde la llevaba el señor Cole. Pero aquella mañana se había sentido parte de algo en la capilla, de pie al lado de Arriane, Gabbe y Daniel. Ni perdida, ni atemorizada, ni displicente… se había sentido importante, y no solo para Daniel, sino también para todos ellos.
Miró por el parabrisas. Por entonces ya debían de haber dejado atrás las marismas, y la carretera por la que la habían llevado hasta aquel terrible bar donde se encontró con Cam, y la larga franja de playa donde besó a Daniel por primera vez. Ya estaban sobre mar abierto; allí, en algún lugar, se hallaba su próximo destino.
Nadie le había dicho que iba a haber más batallas que librar, pero Luce sintió en su interior que aquello era el principio de algo largo, importante y duro.
Juntos.
Y, tanto si se trataba de batallas truculentas como de contiendas redentoras, Luce no quería seguir siendo un peón. Un sentimiento extraño se iba abriendo paso a través de su cuerpo, algo que se había ido acumulando durante todas sus vidas anteriores, que se había alimentado de todo el amor que había sentido por Daniel y que en el pasado se había visto malogrado demasiadas veces.
Aquel sentimiento impulsaba a Luce a desear resistir junto a él, y a luchar, luchar por mantenerse viva y tener suficiente tiempo para vivir con Daniel. Luchar por lo único que sabía qué era lo bastante bueno, lo bastante noble y poderoso para arriesgarlo todo.
Luchar por amor.