19

Fuera de la vista

Al final de la escalera había un muro de ladrillo. A Luce siempre le había provocado claustrofobia cualquier tipo de callejón sin salida, y esto era incluso peor, pues tenía un puñal apuntándole al cuello. Se atrevió a mirar atrás, a la inclinada pendiente de escaleras por la que habían subido, y desde allí la caída parecía muy larga y dolorosa.

La señorita Sophia volvía a hablar en lenguas desconocidas, murmurando algo en voz baja mientras con destreza abría otra puerta secreta. Empujó a Luce hacia una capilla diminuta y cerró la puerta tras de sí. Dentro hacía un frío de muerte y apestaba a tiza. Luce respiraba con dificultad, intentando tragar la saliva biliosa que se le acumulaba en la boca.

Penn no podía estar muerta. Todo aquello no podía ser cierto. La señorita Sophia no podía ser tan malvada.

Daniel le había dicho que confiara en la señorita Sophia, le había dicho que se quedara con ella hasta que él pudiera ir a buscarla…

La señorita Sophia no prestaba la menor atención a Luce, solo se movía por la sala encendiendo todas las velas, haciendo una genuflexión ante cada una de las que prendía y cantando en aquella lengua desconocida para Luce. Las velas centelleantes revelaron una capilla, limpia y bien conservada, lo cual quería decir que no hacía mucho alguien debía de haber estado allí. Pero seguramente la señorita Sophia era la única que tenía una llave para la puerta secreta. ¿Quién más podría saber que ese lugar existía siquiera?

El suelo de baldosas rojas tenía tramos inclinados e irregulares. Tapices gruesos y gastados cubrían las paredes con imágenes espeluznantes de criaturas mitad pez, mitad hombre, luchando en un mar embravecido. Había un pequeño altar blanco y elevado al fondo, y algunas hileras de banquetas de madera sobre el suelo de piedra gris. Luce, nerviosa, recorrió la sala con la vista en busca de una salida, pero no había ninguna otra puerta ni ventana.

Le temblaban las piernas de ira y miedo. Se sentía atormentada por Penn, que yacía traicionada y abandonada al pie de las escaleras.

—¿Por qué está haciendo esto? —le preguntó a la señorita Sophia mientras caminaba de espaldas hacia las puertas de la capilla—. Yo confiaba en usted.

—Ese es tu problema, cielo —contestó la señorita Sophia retorciéndole con fuerza el brazo. Volvió a ponerle el cuchillo en el cuello y la arrastró hasta la nave lateral de la capilla—. En el mejor de los casos, confiar en las personas es una actividad inútil; en el peor, es una buena forma de que te maten.

La señorita Sophia siguió conduciéndola hacia el altar.

—Ahora, sé buena y tiéndete aquí, ¿quieres?

Puesto que el puñal todavía estaba muy cerca de su cuello, Luce hizo lo que le ordenaba. Sintió una punzada fría en el cuello y se palpó con la mano. Sus dedos se mancharon de gotitas de sangre y la señorita Sophia le apartó la mano de un golpe.

—Si crees que eso es malo, entonces deberías ver lo que te estás perdiendo ahí fuera —le dijo, y Luce tembló: Daniel estaba ahí fuera.

El altar era una plataforma cuadrada y blanca, una losa de piedra no más grande que Luce. Hacía frío, y se sintió desesperadamente expuesta allí arriba, imaginando las banquetas llenas de adeptos oscuros a la espera de que se consumase el sacrificio.

Al mirar hacia arriba, Luce descubrió que la capilla tenebrosa tenía una ventana en la parte superior, un rosetón enorme con vidrios ahumados, como si fuera un tragaluz. Tenía un estampado de flores geométricas, muy elaborado, con rosas rojas y púrpura sobre un fondo azul marino, pero a Luce le hubiera gustado mucho más haber podido ver a través de ella lo que ocurría fuera.

—A ver, ¿dónde…? ¡Ah, sí! —La señorita Sophia se agachó y cogió una cuerda gruesa debajo del altar—. No te muevas —le dijo, amenazándola con el cuchillo. A continuación se dispuso a inmovilizar a Luce en el altar pasando la cuerda por cuatro agujeros que había en la superficie, primero los tobillos y luego las muñecas. Luce intentó no retorcerse mientras era atada como una especie de ofrenda de sacrifico—. Perfecto —concluyó la señorita Sophia tras dar un fuerte tirón a los nudos.

—Usted planeó todo esto —afirmó Luce, aterrada.

La señorita Sophia sonrió con tanta delicadeza como la primera vez que Luce entró en la biblioteca.

—Podría decirte que no es nada personal, Lucinda, pero de hecho lo es —dijo riendo—. He esperado mucho tiempo a que llegara el momento en que pudiéramos estar a solas.

—¿Por qué? —preguntó Luce—. ¿Qué quiere de mí?

—De ti, solo quiero que desaparezcas —contestó—. Es a Daniel a quien quiero liberar.

Dejó a Luce en el altar y se fue hasta un atril que había a los pies de Luce. Dejó el libro de Grigori sobre el atril y empezó a pasar las páginas con rapidez. Luce recordó el momento en que lo abrió y vio su rostro al lado del de Daniel por primera vez. Cómo al fin se dio cuenta de que Daniel era un ángel. En aquel momento no sabía casi nada, pero estaba segura de que la fotografía significaba que ella y Daniel podían estar juntos.

Ahora aquello le pareció imposible.

—Estás ahí tendida derritiéndote por él, ¿no? —inquirió la señorita Sophia. Cerró el libro de golpe y golpeó la tapa con el puño—. Ese es justamente el problema.

—Pero ¿qué le pasa? —Luce forcejeó con las cuerdas que la ataban al altar—. ¿Qué le importa a usted lo que Daniel y yo sintamos el uno por el otro, o con quién salgamos? —Aquella psicópata no tenía nada que ver con ellos.

—Debería tener una charla con el que pensó que poner el destino de todas nuestras almas eternas en manos de un par de mocosos enamorados era una buena idea. —Levantó el puño y lo agitó en el aire—. ¿Quieren que se incline la balanza? Yo les enseñaré cómo se inclina.

La punta del puñal resplandeció a la luz de las velas.

Luce apartó los ojos del filo.

—Está usted loca.

—Si querer que se acabe la batalla más larga y grandiosa que nunca se ha librado es estar loca —el tono de la señorita Sophia daba por sentado que Luce era tonta por no saber todo eso—, entonces lo estoy.

Luce pensaba que no tenía sentido que la señorita Sophia pudiera hacer algo para detener aquella guerra. Daniel estaba fuera luchando. Lo que ocurría allí dentro no se podía comparar con lo que estaba sucediendo en el exterior, y tampoco tenía importancia que la señorita Sophia se hubiese pasado al otro bando.

—Dicen que será el infierno en la tierra —susurró Luce—. El fin del mundo.

La señorita Sophia se echó a reír.

—Eso es lo que te parece ahora. ¿Te sorprende mucho que yo sea uno de los buenos, Lucinda?

—Si tú eres de los buenos —le escupió Luce—, no merece la pena luchar en esta guerra.

La señorita Sophia sonrió, como si hubiera esperado que Luce pronunciara esas mismas palabras.

—Tu muerte puede que sea el empujoncito que Daniel necesita, un empujoncito en la dirección adecuada.

Luce se retorció en el altar.

—Us-usted no se atrevería a hacerme daño.

La señorita Sophia regresó a su lado y se acercó a su cara. El perfume artificial de polvos para bebé que emanaba aquella mujer le provocó náuseas.

—Por supuesto que lo haría —dijo la señorita Sophia, atusándose el alborotado cabello plateado—. Eres el equivalente humano de una migraña.

—Pero volveré. Me lo dijo Daniel. —Tragó saliva. «Cada diecisiete años.»

—Oh, no, no lo harás. Esta vez no —repuso la señorita Sophia—. El primer día que entraste en la biblioteca, vi algo distinto en tus ojos, pero no podía poner la mano en el fuego —le explicó sonriente—. Te he conocido muchas veces antes, Lucinda, y casi siempre eras aburridísima.

Luce se puso tensa, se sentía expuesta, como si se hallara desnuda sobre aquel altar. Una cosa era que Daniel hubiera compartido vidas pasadas con ella… pero ¿acaso había más gente que la había conocido?

—Esta vez, sin embargo —prosiguió la bibliotecaria—, tenías algo especial, una auténtica chispa. Pero hasta esta noche, cuando has cometido ese hermoso desliz confesándome que tus padres son agnósticos, no he estado segura.

—¿Qué pasa con mis padres? —Luce preguntó entre dientes.

—Bueno, cariño, la razón por la que volvías una y otra vez era porque todas las otras veces te habían educado religiosamente. Esta vez, cuando tus padres decidieron no bautizarte, dejaron tu pequeña alma indefensa. —Se encogió exageradamente de hombros—. Sin ritual de bienvenida a la religión, no hay reencarnación para Luce. Una laguna pequeña pero esencial en tu ciclo.

¿Era eso lo que Arriane y Gabbe habían estado sugiriendo en el cementerio? La cabeza le empezó a palpitar, un velo de puntitos rojos le nubló la vista y un pitido le llenó los oídos. Parpadeó con lentitud, y cada vez que sus pestañas se cerraban sentía como si una explosión le recorriera toda la cabeza. En el fondo era una suerte que ya estuviera tendida. Si no, quizá se habría desmayado.

Si de verdad aquello era el final… no, no podía serlo.

La señorita Sophia se inclinó sobre la cara de Luce, y le escupió ligeramente al hablar.

—Cuando mueras esta noche, morirás de verdad. Se acabó. Kaput. En esta vida no eres más que lo que aparentas: un niñita estúpida, egoísta, ignorante y malcriada que piensa que el mundo sigue o se acaba en función de si ella liga con algún chico guapo en el colegio. Incluso si tu muerte no constituye la culminación de algo grandioso, glorioso y largo tiempo esperado, disfrutaré de este momento, el de matarte.

Observó que la señorita Sophia levantaba el puñal y pasaba el dedo por el filo.

A Luce le daba vueltas la cabeza. Durante todo el día había tenido que asimilar muchísimas cosas, con un montón de gente diciéndole tantas cosas distintas. Ahora el puñal se hallaba suspendido sobre su corazón y de nuevo no veía con claridad. Sintió la presión de la punta del puñal en su pecho. Sintió a la señorita Sophia sondeando su esternón en busca del espacio entre las costillas, y pensó que había algo de verdad en el discurso desquiciado de la señorita Sophia. ¿Depositar tantas esperanzas en el poder del verdadero amor —que ella apenas empezaba a conocer— era una ingenuidad? Después de todo, el verdadero amor no podía ganar la guerra que se estaba librando fuera, y puede que ni siquiera lograse evitar que ella muriera en ese altar.

Pero tenía que ser capaz. Su corazón todavía latía por Daniel, y hasta que eso no cambiara, algo en lo más profundo de Luce creía en aquel amor, en su poder para hacerla mejor, para lograr que Daniel y ella se convirtieran en algo bueno y maravilloso…

Luce gritó cuando el cuchillo empezó a penetrar en su piel, pero al momento se quedó petrificada: el rosetón del techo se hizo añicos con gran estrépito y el aire que la rodeaba se llenó de luz y de ruido.

Un zumbido vacío y maravilloso. Un resplandor cegador.

Así pues, había muerto.

El puñal se había hundido más de lo que ella pensaba. Luce se estaba moviendo hacia el lugar siguiente. ¿Cómo si no podría explicar la aparición de aquellas figuras resplandecientes y translúcidas que flotaban sobre su cabeza y descendían desde el cielo, aquella cascada de destellos, de resplandor celestial? Resultaba difícil distinguir algo con claridad en medio de aquella luz cálida y plateada. Se deslizaba sobre su piel, y tenía el tacto del terciopelo más suave, como la capa de merengue sobre un pastel. Las cuerdas que le sujetaban pies y manos se estaban aflojando, y por fin se soltaron del todo, y su cuerpo —o quizá se trataba del alma— se liberó para poder flotar hacia el cielo.

Y entonces oyó a la señorita Sophia, que gimoteaba:

—¡No! ¡Todavía no! ¡Es demasiado pronto!

La mujer apartó el puñal del pecho de Luce.

Esta parpadeó con rapidez. Sus muñecas: desatadas. Sus tobillos liberados. Había pequeños fragmentos de cristal rojo, verde, azul y dorado sobre su piel, sobre el altar y en el suelo. Le produjeron algunos cortes superficiales cuando los apartó, y le quedaron algunas marcas de sangre en los brazos. Entornó los ojos para mirar hacia el agujero que había en el techo.

De modo que no estaba muerta, la habían salvado. Los ángeles.

Daniel había ido a buscarla.

¿Dónde estaba? Apenas podía ver nada. Quería caminar por la luz hasta que sus dedos lo encontraran y se entrelazaran alrededor de su cuello para nunca, nunca, nunca más soltarlo.

Pero solo estaban aquellas figuras translúcidas que flotaban alrededor de Luce, como en una habitación llena de plumas brillantes. Cayeron como copos de nieve sobre su cuerpo, restañando las heridas que le habían producido los cristales. Franjas de luz que de alguna extraña manera parecían limpiar la sangre de sus brazos y del corte que tenía en el pecho, hasta que estuvo completamente curada.

La señorita Sophia había corrido hasta el otro extremo de la capilla y estaba manoseando la pared frenéticamente en busca de la puerta secreta. Luce quería detenerla —para que respondiera por lo que había hecho y por lo que había estado a punto de hacer—, pero, entonces parte de la luz plateada adquirió un leve tono violeta y empezó a formar la silueta de una figura.

Una fuerte vibración sacudió la sala y una luz tan espléndida como la que desprendía el sol hizo que las paredes retumbaran y que las velas temblaran y parpadearan en los candelabros de bronce. Los escalofriantes tapices ondearon sobre las paredes de piedra. La señorita Sophia se encogió de miedo, pero aquel resplandor titileante era como un masaje que en Luce penetraba hasta los mismos huesos. Y cuando la luz se condensó, dotando la sala de calidez, adoptó una forma que Luce reconocía y adoraba.

Daniel estaba frente a ella, delante del altar. Iba descalzo y sin camiseta, solo llevaba unos pantalones de lino blanco. Le sonrió, cerró los ojos y abrió los brazos. Entonces, con cautela, muy lentamente, para que Luce no se asustara, exhaló profundamente, y sus alas empezaron a desplegarse.

Se abrieron gradualmente, primero desde la base de sus hombros, dos brotes blancos que nacían de su espalda y se hacían más anchos, gruesos y largos a medida que se extendían hacia atrás, hacia arriba y hacia fuera. Luce observó las curvaturas de los bordes, deseaba acariciarlas con sus manos, con sus mejillas, con sus labios. La parte interna de sus alas empezó a resplandecer con una iridiscencia aterciopelada. Exactamente como en su sueño. Solo que ahora, cuando al final se hacía realidad, pudo contemplar sus alas por primera vez sin marearse y sin tener que forzar la vista. Pudo admirar toda la gloria de Daniel.

Él seguía brillando, como si poseyera una luz en su interior. Luce podía ver con claridad sus ojos violetas y grisáceos, y todos los detalles de su boca, sus manos fuertes, sus anchas espaldas. Podía alargar la mano y dejarse envolver por la luz de su mano.

Él alargó los brazos para abrazarla. Luce cerró los ojos al sentir el contacto, esperaba un contacto demasiado sobrehumano para que su cuerpo pudiera soportarlo. Pero no; solo era el tranquilizador contacto de Daniel.

Ella le pasó las manos por la espalda para tocarle las alas; lo hizo con nerviosismo, como si pudieran quemar, pero se deslizaron por sus dedos más suaves que el terciopelo más fino. La sensación que ella se imaginaba que proporcionaría una nube suave, esponjosa y cálida por el sol si la pudiera coger entre sus manos.

—Eres tan… hermoso —susurró en su pecho—. Quiero decir, siempre lo has sido, pero esto es…

—¿No te da miedo? —musitó—. ¿No te duele mirar?

Ella negó con la cabeza.

—Pensé que podría suceder —dijo, recordando sus sueños—. Pero no me duele.

Él suspiró, aliviado.

—Quiero que te sientas segura conmigo. —La luz centelleante caía como confeti a su alrededor, y Daniel atrajo a Luce hacia sí—. Es mucho lo que tienes que asimilar.

Ella echó la cabeza hacia atrás y separó los labios, anhelante.

Los interrumpió un portazo. La señorita Sophia había dado con las escaleras. Daniel hizo un leve gesto de cabeza y una figura resplandeciente se lanzó hacia la puerta secreta para seguir a la mujer.

—¿Qué era eso? —preguntó Luce mirando la estela de luz que desaparecía por la puerta abierta.

—Un ayudante. —Daniel la atrajo de nuevo hacia sí, sosteniéndole la barbilla.

Y entonces, a pesar de que Daniel estaba con ella y Luce se sentía amada, protegida y salvada, también sintió una punzada de incertidumbre al recordar a todos aquellos seres oscuros que había visto en el cementerio, y a Cam y a sus negros subordinados. Todavía tenía muchas preguntas sin respuesta en la cabeza, muchos acontecimientos terribles que pensaba que nunca entendería. Como la muerte de Penn, la pobre e inocente Penn, su final violento y absurdo. Aquel recuerdo la abrumaba, le temblaba el labio inferior.

—Penn se ha ido, Daniel —le dijo—. La señorita Sophia la ha matado y, por un momento pensé que también iba a matarme a mí.

—Nunca dejaría que eso ocurriera.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? ¿Cómo logras salvarme siempre? —Negó con la cabeza—. Oh, Dios mío —le susurró consciente de que por fin la verdad se revelaba—. Daniel, eres mi ángel de la guarda.

—No exactamente. —Daniel rió entre dientes—. Aunque me lo tomaré como un cumplido.

Luce se sonrojó.

—Entonces, ¿qué tipo de ángel eres?

—Ahora mismo estoy viviendo una especie de transición —dijo Daniel.

Detrás de él, lo que quedaba de la luz plateada en la sala se unió y luego se dividió en dos. Luce se volvió para observarla, y sintió palpitar su corazón cuando el resplandor se arremolinó, igual que había sucedido con Daniel, alrededor de dos figuras.

Arriane y Gabbe.

Las alas de Gabbe ya estaban desplegadas, eran anchas, afelpadas y de un tamaño tres veces superior al de su cuerpo. Plumosas, con bordes suaves y curvados, como las alas de ángel que pueden verse en las películas y en las tarjetas de felicitación, y con un matiz rosa pálido en las puntas. Luce se dio cuenta de que estaban batiendo ligeramente… y de que los pies de Gabbe se hallaban unos centímetros por encima del suelo.

Las alas de Arriane eran más tersas, más brillantes y con unos bordes más marcados, como las de una mariposa gigante. Translúcidas en parte, resplandecían y proyectaban prismas de luz opalina sobre el suelo de piedra. Como Arriane misma, eran extrañas, atrayentes y rebeldes.

—Tenía que habérmelo imaginado —dijo Luce, y en su rostro se esbozó una sonrisa. Gabbe sonrió a su vez y Arriane hizo una pequeña reverencia.

—¿Qué ocurre allí fuera? —preguntó Daniel al percibir la expresión preocupada de Gabbe.

—Tenemos que sacar a Luce de aquí.

La batalla. ¿Aún no se había acabado? Si Daniel, Gabbe y Arriane estaban allí, entonces es que habían ganado… ¿no? Luce miró inmediatamente a Daniel, pero su expresión no delataba nada.

—Y alguien tiene que ir tras Sophia —dijo Arriane—. No podría haber estado trabajando sola.

Luce tragó saliva.

—¿Está del lado de Cam? ¿Es alguna especie de… demonio? ¿Un ángel caído? —Era uno de los pocos términos que recordaba de la clase de la señorita Sophia.

Daniel apretaba los dientes. Incluso sus alas parecían tensas de ira.

—No es un demonio —musitó—, pero a duras penas puede ser un ángel. Pensábamos que estaba con nosotros. Nunca debimos permitir que se nos acercara tanto.

—Era uno de los veinticuatro miembros del consejo —añadió Gabbe. Dejó de levitar y replegó sus alas color rosa pálido en la espalda para poder sentarse en el altar—. Una posición muy respetable. Tenía muy bien escondido su lado oscuro.

—Tan pronto como subimos, fue como si se hubiera vuelto loca —dijo Luce. Se pasó la mano por el cuello, donde le había cortado con el puñal.

—Es que están locos —dijo Gabbe—. Pero son muy ambiciosos. Ella forma parte de una secta secreta. Debí darme cuenta antes, pero los signos ahora resultan mucho más claros. Se autodenominan los Zhsmaelim. Todos visten igual y poseen cierta… elegancia. Siempre pensé que hacían más ruido que otra cosa. Nadie se los tomaba muy en serio en el Cielo —le explicó a Luce—, pero ahora lo harán. Su acción de esta noche le valdrá el exilio, y puede que vaya a ver a Cam y a Molly más de lo que tenía previsto.

—Así que Molly también es un ángel caído —dijo Luce con lentitud. De todo lo que le habían dicho ese día, aquello era lo que más sentido tenía.

—Luce, todos somos ángeles caídos —explicó Daniel—. Lo que sucede es que unos estamos en un bando… y otros en otro.

—¿Hay alguien más —tragó saliva— en el otro bando?

—Roland —respondió Gabbe.

—¿Roland? —Luce estaba asombradas—. Pero si erais amigos, y él era tan carismático, tan genial.

Daniel se limitó a encogerse de hombros, pero era Arriane quien parecía más preocupada. Batió las alas con tristeza, desacompasadamente, y levantó una nube de polvo.

—Algún día lo recuperaremos —dijo en voz baja.

—¿Y qué hay de Penn? —preguntó Luce sin poder evitar que las lágrimas se le agolparan en la garganta.

Pero Daniel negó con la cabeza, al tiempo que le apretaba la mano.

—Penn era mortal. Una víctima inocente en una guerra larga y sin sentido. Lo siento, Luce.

—¿De modo que la lucha de ahí fuera…? —preguntó Luce. Su voz sonaba ahogada. Aún no estaba preparada para hablar sobre Penn.

—Una de las muchas batallas que libramos contra los demonios —repuso Gabbe.

—¿Y quién ganó?

—Nadie —contestó Daniel con amargura. Cogió uno de los grandes trozos de cristal que había caído del techo y lo arrojó al otro lado de la capilla. Se fragmentó en cientos de pedacitos, pero no parecía que aquello le hubiera desahogado lo más mínimo—. Nunca gana nadie. Es casi imposible que un ángel aniquile a otro. Todo consiste en darnos un montón de mamporrazos hasta que nos cansamos, y lo damos por terminado.

Luce se asustó cuando una imagen cruzó su mente: era Daniel alcanzado en el hombro por uno de aquellos largos rayos oscuros que habían alcanzado a Penn. Abrió los ojos y examinó su hombro derecho. Tenía sangre en el pecho.

—Estás herido —le susurró.

—No —respondió él.

—No le pueden herir, él es…

—¿Qué es eso que tienes en el brazo, Daniel? —preguntó Arriane señalando su pecho—. ¿Es sangre?

—Es de Penn —dijo Daniel con brusquedad—. La he encontrado al pie de las escaleras.

A Luce se le encogió el corazón.

—Tenemos que enterrar a Penn —dijo—. Al lado de su padre.

—Luce, cariño —dijo Gabbe al tiempo que se incorporaba—. Ojalá tuviéramos tiempo para hacerlo, pero ahora mismo tenemos que irnos.

—No voy a abandonarla. No tiene a nadie más.

—Luce —dijo Daniel frotándose la frente.

—Ha muerto en mis brazos, Daniel, porque no he sabido hacer nada mejor que seguir a la señorita Sophia hasta esta sala de tortura. —Luce los miró a los tres—. Porque ninguno de vosotros me advirtió de nada.

—Vale —concluyó Daniel—. Haremos las cosas como es debido con Penn. Pero luego tenemos que sacarte de aquí.

Una ráfaga de viento que se coló por el agujero del techo hizo que las velas parpadearan y que algunos cristales que aún colgaban de la ventana rota se balancearan. Un segundo después, cayeron en una lluvia de esquirlas cortantes.

Pero Gabbe se deslizó a tiempo desde el altar y se situó junto a Luce para protegerla. No pareció inmutarse.

—Daniel tiene razón —afirmó—. La tregua solo se aplica a los ángeles, y ahora que hay muchos más que saben lo del —se aclaró la garganta—, hummm, cambio en tu estatus de mortalidad, seguro que muchos indeseables de ahí fuera se van a interesar por ti.

—Y muchos otros —añadió Arriane mientras las alas la elevaban del suelo— aparecerán para evitarlo —dicho lo cual, se posó al otro lado de Luce.

—Sigo sin entenderlo —dijo Luce—. ¿Por qué eso importa tanto? ¿Por qué importo yo tanto? ¿Solo porque Daniel me ama?

Daniel suspiró.

—En parte sí, por muy inocente que suene.

—Ya sabes que a todo el mundo le encanta odiar a un par de tortolitos felices —dijo Arriane.

—Cariño, es una historia muy larga —añadió Gabbe, la voz de la razón.

—Solo te podemos contar un capítulo cada vez.

—Y como con mis alas —remató Daniel—, en gran medida lo tendrás que averiguar por ti misma.

—Pero ¿por qué? —preguntó Luce. Aquella conversación resultaba tan frustrante: se sentía como una niña a la que decían que ya lo entendería cuando fuera mayor—. ¿Por qué no podéis simplemente ayudarme a comprenderlo?

—Podemos ayudarte —le respondió Arriane—, pero no podemos soltártelo todo de golpe, igual que no se puede despertar a un sonámbulo de golpe. Es demasiado peligroso.

Luce se abrazó a sí misma.

—Me mataría —dijo Luce al final, unas palabras que los demás trataban de evitar.

Daniel le pasó el brazo por la cintura.

—En el pasado lo hizo. Y por esta noche ya has tenido suficientes encuentros con la muerte.

—Entonces, ¿qué? ¿Ahora solo tengo que dejar el colegio? —Se volvió hacia Daniel—. ¿Adónde me vas a llevar?

Frunció el ceño y apartó la mirada.

—Yo no puedo llevarte a ninguna parte; llamaría demasiado la atención. Tendremos que confiar en otra persona. Hay un mortal con quien podemos contar.

Miró a Arriane.

—Iré a por él —dijo Arriane elevándose.

—No me separaré de ti —le dijo Luce a Daniel. Le temblaba el labio—. Justo acabo de recuperarte. Daniel le besó la frente, con lo que encendió una sensación de calor en Luce que se extendió por todo su cuerpo.

—Por suerte, aún nos queda un poco de tiempo.