18

La guerra enterrada

Luce se concentró en la luz que parpadeaba en medio del cementerio y echó a correr en aquella dirección. Pasó a toda velocidad por las lápidas rotas, y dejó a Penn y a la señorita Sophia atrás. No le importó que las ramas retorcidas y afiladas de los robles le arañaran los brazos y la cara mientras corría, o que las matas de malas hierbas se le enredaran en los pies.

Tenía que llegar allá abajo.

La luna menguante no daba mucha luz, pero había otra fuente de luz en la parte baja del cementerio, adonde se dirigía. Parecía una monstruosa tormenta eléctrica, solo que se estaba produciendo a ras de suelo.

Las sombras la habían estado avisando, ahora se daba cuenta, desde hacía días. Había llegado el momento de convertir su espectáculo oscuro en algo que incluso Penn pudiese ver, al igual que todos los demás alumnos que habían ido corriendo hacia allí. Luce no tenía ni idea de qué podría tratarse, pero sabía que si Daniel estaba allí abajo en medio de aquel relampagueo siniestro… la culpa solo era de ella.

Los pulmones le ardían, pero la imagen de Daniel, de pie de bajo de los melocotoneros, la impulsó a seguir. No iba a parar hasta encontrarlo para encontrar aquella historia incomprensible. Le diría que no iba a permitir que el miedo la intimidara, ni esta vez ni nunca más, porque ahora sabía algo, había comprendido algo que le había llevado demasiado tiempo resolver. Algo salvaje y extraño que hacía que todo lo que había pasado se volviera más y menos creíble a la vez.

Sabía quién, pero no «que» era Daniel. Una parte de ella se había dado cuenta por sí sola de que podía haber vivido antes y haberlo amado antes. Pero Luce no había comprendido qué significaba, a qué conducía todo aquello —la atracción que sentía hacia él, los sueños— hasta ahora.

Pero nada de todo aquello tenía importancia si no podía llegar a tiempo y enfrentarse a las sombras. Nada de aquello importaba si las sombras llegaban a Daniel antes que Luce. Atajó por la pendiente donde estaban las tumbas, pero el centro del cementerio todavía quedaba muy lejos.

Detrás de ella, oyó ruido de pasos. Y a continuación una voz aguda:

—¡Pennyweather! —Era la señorita Sophia. Estaba alcanzando a Luce y gritaba hacia atrás, por encima del hombro. Luce pudo ver a Penn intentando superar una lápida caída—. ¡Eres más lenta que una tortuga!

—¡No! —gritó Luce—. ¡Penn, señorita Sophia, no vengáis aquí!

No quería que nadie más se expusiera a las sombras por su culpa.

La señorita Sophia se quedó inmóvil sobre una lápida caída y miró en dirección al cielo como si no hubiera oído a Luce. Alzó sus delgados brazos al aire, como si se protegiese. Luce miró en esa dirección con los ojos entornados y se quedó sin aliento. Algo se desplazaba hacia ellas, con la fuerza del viento helado.

Al principio pensó que se trataba de las sombras, pero aquello era otra cosa, distinta y más aterradora, una especie de velo dentado e irregular lleno de agujeros negros que dejaban entrever el cielo.

Aquella sombra estaba hecha de un millón de pequeños fragmentos negros. Una tormenta indómita y palpitante de oscuridad que se extendía por todas partes.

—¿Langostas? —gritó Penn.

Luce se estremeció. El denso enjambre aún estaba lejos, pero el estruendo era más insoportable cada segundo que pasaba, como si oyesen el batir de alas de mil pájaros, como si una oscuridad inconmensurable y hostil estuviera sobrevolando la tierra. Se estaba acercando. Iba arremeter contra ellas, quizá contra todos ellos, esa misma noche.

—¡Eso no está bien! —bramó la señorita Sophia hacia el cielo—. ¡Se supone que hay un orden en las cosas!

Penn llegó jadeando junto a Luce y ambas intercambiaron una mira perpleja. El sudor brillaba en el labio superior de Penn, y las gafas le resbalaban continuamente a causa del calor húmedo que lo impregnaba todo.

—Se le está yendo la olla —susurró Penn al tiempo que señalaba a la señorita Sophia con el pulgar.

—No. —Luce negó con la cabeza—. Sabe cosas; y si la señorita Sophia tiene miedo, no deberías estar aquí, Penn.

—¿Yo? —preguntó Penn, desconcertada, seguramente porque desde el primer día había sido ella quien había guiado a Luce—. No creo que ninguna de nosotras deba estar aquí.

Luce sintió una punzada en el pecho, como la que notó cuando tuvo que despedirse de Callie. Apartó la mirada de Penn. Ahora existía una separación entre ellas, una escisión profunda que las distanciaba, debido al pasado de Luce. Odiaba recordarlo, y odiaba que tener que decírselo a Penn, pero sabía que lo mejor, lo más seguro, era que a partir de ese momento se separaban.

—Yo tengo que quedarme —dijo respirando profundamente—. Tengo que encontrar a Daniel. Y tú deberías regresar a la residencia, Penn. Por favor.

—Pero tú y yo —replicó Penn con la voz ronca—, nosotras éramos las únicas…

Antes de que Penn acabara de decir la frase, Luce salió corriendo hacia el centro del cementerio, en dirección al mausoleo donde había visto a Daniel meditando el Día de los Padres. Se dirigió a las últimas lápidas, y luego bajo resbalando una pendiente recubierta de mantillo podrido y frío hasta llegar a un terreno llano. Se detuvo frente al roble gigante que había en el centro del cementerio.

Acalorada, frustrada y aterrada a la vez, se apoyó en el tronco.

Entonces, a través de las ramas, lo vio.

Daniel.

Dejó salir el aire de sus pulmones y sintió que sus rodillas se le aflojaban. Con una sola mirada a su figura oscura y distante, bella y majestuosa, Luce supo que todo lo que Daniel había dado a entender —incluso aquel gran secreto que ella había averiguado por su cuenta—, todo, era verdad.

Daniel se hallaba encima del mausoleo, con los brazos cruzados, mirando hacia arriba, al lugar por donde acababa de pasar la turbulenta nube de langosta. La leve luz de la luna proyectaba la sombra de Daniel, que iba creciendo hasta ocultarse en el techo plano y ancho de la cripta. Corrió hacia él, serpenteando entre el musgo y las viejas estatuas inclinadas.

—¡Luce! —La vio cuando se estaba acercando a la base del mausoleo—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Su voz no detonaba felicidad por verla… sino más bien sorpresa y horror.

«Es culpa mía», quería gritar cuando se acercaba a la base del mausoleo. «Creo, creo nuestra historia. Perdóname por haberte dejado antes, no volveré a hacerlo». Había algo más que quería decirle, pero aún les separaba mucha distancia, y el ruido de las sombras era terrible, y el aire demasiado denso para intentar hacerse oír desde donde se encontraba.

La tumba era de mármol macizo. Pero había un hueco en una de las esculturas en bajo relieve de un pavo real, y Luce lo usó para meter el pie. La piedra, que normalmente era fría, estaba caliente. Sus manos sudosas resbalaron varias veces antes de que lograra sujetarse para intentar llegar arriba. Para intentar llegar a Daniel, que tenía que perdonarla.

Apenas había escalado medio metro cuando alguien le dio un golpecito en el hombro.

Se dio la vuelta, y al ver que era Daniel se quedó sin aliento y se soltó. Él la cogió en el aire, rodeándole la cintura con los brazos antes de que cayera al suelo. Y hacía apenas un segundo aún se encontraba allá arriba.

Ella hundió la cara en su pecho. Y aunque la verdad seguía atemorizándola, hallarse entre sus brazos la hacía sentir como el mar al encuentro de la orilla, como un viajero que vuelve por fin a casa después de un largo, duro y lejano viaje.

—Has escogido un buen momento para volver —dijo. Sonrió, pero su sonrisa estaba teñida de preocupación. Sus ojos siguieron mirando más allá de ella, hacia el cielo.

—¿Tú también lo ves? —le preguntó Luce.

Daniel se limitó a mirarla, incapaz de responder. Le temblaba el labio.

—Claro que lo ves —susurró, porque todo empezaba a encajar. La sombras, su historia, su pasado. Dio un grito ahogado—. ¿Cómo puedes amarme? —sollozó—. ¿Cómo puedes soportarme siquiera?

Él le tomó el rostro entre sus manos.

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo puedes decir eso?

A Luce se le había acelerado tanto el corazón que casi le quemaba.

—Porque… —tragó saliva— porque eres un ángel.

Dejó de estrecharla entre sus brazos.

—¿Qué has dicho?

—Eres un ángel, Daniel, lo sé —dijo, y notó que en su interior se abrían unas compuertas que lo dejaron salir todo a borbotones—. No me digas que estoy loca. Sueño contigo, y son sueños demasiado reales para olvidarlos, sueños que hicieron que te amara antes de que me dijeras una sola palabra. —Daniel mantuvo la mirada impasible—. Sueños en los que tú tienes alas y me llevas volando por cielos que yo no reconozco, pero aun así sé que ya he estado allí antes, exactamente igual, entre tus brazos. —Apoyó se frente en la de él—. Eso explica tantas cosas: tu elegancia al moverte, y el libro que escribió tu antepasado, por qué nadie vino a visitarte el Día de los Padres, la forma en que tu cuerpo parece flotar cuando nadas y por qué, cuando me besas, me siento como si estuviera en el cielo. —Se interrumpió para coger aliento—. Y por qué puedes vivir para siempre. Lo único que no queda claro es qué haces conmigo. Porque yo solo soy… yo. —Alzó la vista al cielo otra vez, y percibió el negro hechizo negro de las sombras—. Y soy culpable de muchas cosas.

Daniel se había quedado lívido. Y Luce pudo sacar una conclusión.

—Tú tampoco lo entiendes.

—Lo que no entiendo es qué haces todavía aquí.

Ella parpadeó, negó con tristeza y empezó a marcharse.

—¡No! —Él la detuvo—. No te vayas. Lo que sucede es que tú nunca… nosotros nunca… hemos llegado tan lejos. —Cerró los ojos—. ¿Puedes decirlo otra vez? —preguntó, casi con timidez—. ¿Puedes decirme… qué soy?

—Eres un ángel —repitió ella lentamente, sorprendida de ver a Daniel cerrar los ojos y dejar escapar un gemido de placer, casi como se estuvieran besando—. Estoy enamorada de un ángel. —Y entonces era ella la que quería cerrar los ojos y gemir. Echó la cabeza hacia atrás—. Pero en mis sueños, tus alas…

Una ráfaga de viento cálido y silbante les alcanzó, y casi apartó a Luce de los brazos de Daniel. Él la escudó con su cuerpo. La nube de langostas-sombras se había detenido sobre un árbol más allá del cementerio y había estado emitiendo sonidos chisporroteantes en las ramas. Justo en ese momento se alzó como una masa ingente y compacta.

—Oh, Dios —musitó Luce—. Tengo que hacer algo, tengo que pararlo…

—Luce. —Daniel le acarició la mejilla—. Mírame: tú no has hecho nada malo. Y no hay nada que puedas hacer contra eso. —Señaló hacia la plaga y negó con la cabeza—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que eres culpable?

—Porque —contestó— durante toda mi vida he estado viendo estas sombras…

—Tenía que hacer algo al respecto cuando me di cuenta de lo que sucedía, la semana pasada en el lago. Es la primera de tus vidas en que ves las sombras… y eso me asustó.

—¿Cómo puedes saber que no es culpa mía? —preguntó, pensando en Todd y en Trevor. Las sombras siempre aparecían antes de que ocurriera algo espantoso.

Él le besó el pelo.

—Las sombras que ves se llaman Anunciadoras. Tienen mala pinta, pero no pueden hacerte daño, todo lo que hacen es registrar situaciones y transmitirlas a otros seres. Rumores. La versión demoníaca de una pandilla de chicas de instituto.

—Pero ¿y esas de allí?

Señaló los árboles que cercaban el perímetro del cementerio. Las ramas oscilaban saturadas por aquella espesa negritud.

Daniel miró hacia allí sin alterarse.

—Esas son las sombras a las que han llamado las Anunciadoras. Para luchar.

Los brazos y las piernas de Luce se helaron de terror.

—¿Qué… hummm… qué tipo de batalla es esa?

—La gran batalla —respondió Daniel sin más, alzando la barbilla—. Pero por el momento solo están alardeando. Todavía tenemos tiempo.

Detrás de ellos, una tos discreta sobresaltó a Luce. Daniel se inclinó para saludar a la señorita Sophia, que estaba de pie en la sombra que proyectaba el mausoleo. Llevaba el cabello suelto, rebelde y desordenado, como sus ojos. Entonces, alguien más dio un paso detrás de la señorita Sophia. Penn. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, aún tenía la cara roja y su pelo estaba húmedo por el sudor.

Miró a Luce como diciendo «No sé qué diablos está pasando, pero no podía abandonarte así como así». Luce no pudo evitar sonreírle.

La señorita Sophia se acercó y alzó el libro.

—Nuestra Lucinda ha estado investigando.

Daniel se frotó la mandíbula.

—¿Has estado leyendo ese libro viejo? No tenía que haberlo escrito nunca. Lo dijo casi con timidez… pero Luce pudo añadir una pieza más a su rompecabezas.

—Tú lo escribiste —recapituló—. Y dibujaste en el margen. Y pegaste la fotografía.

—Has encontrado la fotografía —dijo Daniel sonriendo, y se acercó aún más, como si el hecho de mencionar la foto le trajera un torrente de recuerdos—. Claro.

—Me ha llevado un rato entenderlo, pero cuando he visto lo felices que éramos, algo se ha iluminado dentro de mí. Y entonces lo he sabido.

Luce le pasó la mano por el cuello y atrajo su cara hacia sí sin importarle que la señorita Sophia y Penn siguieran allí. Cuando los labios de Daniel entraron en contacto con los suyos, todo aquel cementerio pavoroso y oscuro desapareció: las tumbas deterioradas, los grupos de sombras que pululaban entre los árboles, e incluso la luna y las estrellas.

La primera vez que había visto la foto de Helston, se asustó. La idea de que existieran todas aquellas versiones de Luce en el pasado… era difícil de asimilar. Pero ahora, en los brazos de Daniel, de alguna manera podía sentirlas a todas ellas viendo a la vez, un vasto consorcio de Luces que amaban al mismo Daniel una y otra vez. Había tanto amor que este desbordó su corazón y su alma, rebasó su cuerpo y llenó todo el espacio que había entre ellos.

Y al fin había escuchado lo que le había dicho cuando estaban mirando las sombras: que ella no había hecho nada malo, que no había razón para que se sintiera culpable. ¿Era verdad? ¿Era inocente de la muerte de Trevor, de la muerte de Todd, como siempre había creído? En el momento en que se lo preguntó, supo que Daniel le había dicho la verdad, y sintió como si se despertara de un largo sueño. Ya no se sintió como la chica del pelo rapado y la ropa ancha y negra, ya no era la eterna fracasada, temerosa de aquel cementerio pútrido, y encerrada en un reformatorio con razón.

—Daniel —dijo, empujándole levemente los hombros hacia atrás para poder verlo mejor—, ¿por qué no me has dicho antes que eras un ángel? ¿A qué venía toda esa historia de que estabas condenado?

Daniel la miró nervioso.

—No estoy enfadada —le aseguró ella—. Solo siento curiosidad.

—No podía —respondió—. Todo está interrelacionado. Hasta ahora, ni siquiera sabía que pudieras descubrirlo por ti misma. Si te lo decía demasiado pronto o en el momento equivocado, y ya he esperado mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—No lo suficiente para olvidar que merece la pena hacerlo por ti, todos los sacrificios, todo el sufrimiento.

Daniel cerró los ojos un momento; después miró a Penn y a la señorita Sophia.

Penn estaba sentada con la espalda apoyada en una lápida negra cubierta de musgo. Tenía las rodillas dobladas hasta la barbilla y se mordía las uñas, presa del nerviosismo. La señorita Sophia tenía los brazos en jarras, y parecía tener algo que decir.

Daniel retrocedió un paso y Luce sintió una bocanada de aire frió entre ambos.

—Todavía tengo miedo de que en cualquier minuto puedas…

—Daniel… —lo interrumpió la señorita Sophia con voz reprobadora.

Pero él le hizo un gesto con la mano para que se callara.

—Estar juntos no va a ser tan fácil como te gustaría que fuera.

—Claro que no —repuso Luce—, quiero decir, tú eres un ángel, pero ahora que lo sé…

—Lucinda Price. —Esta vez era a Luce a quien se dirigía la voz airada de la señorita Sophia—. Lo que él tiene que decirte no quieres saberlo —le advirtió—. Y Daniel, no tienes ningún derecho a hacerlo. Eso la mataría…

Luce sacudió la cabeza, confundida por lo que decía la señorita Sophia.

—Creo que podría sobrevivir a un poco de verdad.

—No es un poco de verdad —dijo la señorita Sophia, dando un paso para interponerse entre ellos—. Y no la sobrevivirías, igual que no las has sobrevivido en los miles de años que han transcurrido desde la Caída.

—Daniel, ¿de qué está hablando? —Luce intentó esquivarla para cogerle la mano a Daniel, pero la bibliotecaria se lo impidió—. Puedo soportarlo —insistió Luce, que notaba cómo los nervios le retorcían el estómago—. No quiero más secretos. Lo amo.

Era la primera vez que le decía a alguien esas palabras en voz alta. De lo único que se arrepentía era de haber dirigido las dos palabras más importantes que conocía a la señorita Sophia en lugar de a Daniel. Se volvió hacia él. Los ojos de Daniel brillaban.

—Es verdad —le dijo—. Te amo.

Plas.

Plas. Plas.

Plas. Plas. Plas. Plas.

Oyeron a alguien aplaudir lentamente detrás de los árboles. Daniel se apartó y miró hacia el bosquecillo; todo su cuerpo se puso en tensión. En ese instante, Luce sintió que la embargaba un viejo temor, y se quedó paralizada al imaginar lo que iba a ver en las sombras, aterrorizada por lo que iba a ver, antes de que pasara.

—¡Oh, bravo, bravo! De verdad, estoy emocionado, me habéis llegado al alma… y no hay muchas cosas que me lleguen tan hondo últimamente, me entristece decirlo.

Cam salió de entre los árboles. Se había pintado los ojos con una reluciente sombra de color dorado que la luz de la luna había resplandecer en su cara, confiriéndole el aspecto salvaje de un gato montés.

—Es increíblemente tierno —dijo—. Y él también te quiere, ¿verdad, lover boy? ¿Verdad, Daniel?

—Cam —le advirtió—, no lo hagas.

—¿Hacer qué? —preguntó Cam, levantando el brazo izquierdo. Chasqueó los dedos una vez y una pequeña llama, como la de una cerilla, apareció sobre su mano—. ¿Te refieres a esto?

El eco del chasquido de sus dedos pareció retumbar por encima de las lápidas del cementerio, crecer y multiplicarse, rebotando de un lado a otro. Al principio, Luce pensó que aquel sonido era más aplausos, como si un auditorio demoníaco lleno de oscuridad aplaudiera con sorna el amor de Luce y Daniel, igual que había hecho Cam. Y entonces se acordó de aquel batir atronador que había oído antes. Contuvo la respiración y el sonido adquirió la apariencia de miles de fragmentos de oscuridad revoloteando: era el enjambre de sombras con forma de langostas que se había desvanecido en el bosque y ahora reaparecía de nuevo.

El redoble era tan estridente que Luce tuvo que taparse los oídos. Penn estaba en el suelo, con la cabeza oculta entre las piernas. Pero Daniel y la señorita Sophia observaban el cielo estoicamente mientras la cacofonía aumentaba y se metamorfoseaba. Empezó a sonar como si se tratase de enormes aspersores apagándose… o como siseo de miles de serpientes.

—¿O a esto? —volvió a preguntar Cam y se encogió de hombros mientras aquella oscuridad espantosa y deforme se asentaba a su alrededor.

Los insectos empezaron a crecer y a desplegarse, convirtiéndose en ejemplares enormes de cuerpos negros y segmentados recubiertos con una especie de sustancia pegajosa. Entonces, como si estuvieran aprendiendo a usar sus extremidades de sombra al tiempo que se iban desarrollando, se apoyaron sobre sus numerosas patas y avanzaron, como si fuesen mantis de tamaño humano.

Cam les dio la bienvenida cuando se reunieron a su alrededor. En poco tiempo, detrás de Cam se había formado un enorme ejército que encarnaba el poder de la noche.

—Lo siento —dijo dándose una palmada en la frente—. ¿Te referías a que no hiciera esto?

—Daniel —susurró Luce—, ¿qué pasa?

—¿Por qué has puesto fin a la tregua? —le gritó Daniel a Cam.

—Ah, bueno, ya sabes lo que dicen sobre los momentos de desesperación —hizo una mueca de desprecio—. Y verte cubriendo su cuerpo de esos besos angelicales y perfectos tuyos… me hizo sentir tan desesperado.

—¡Cállate, Cam! —gritó Luce, odiándose por haber dejado que la tocara alguna vez.

—Todo a su debido tiempo. —Los ojos de Cam se dirigieron a ella—. Sí, cariño, nos vamos a pelear por ti, otra vez. —Se acarició la barbilla y entrecerró los ojos verdes—. Esta vez creo que va a ser más espectacular, con algunas bajas más, pero qué le vamos a hacer.

Daniel estrechó a Luce entre sus brazos.

—Al menos dime por qué, Cam, eso me lo debes.

—Ya sabes por qué —le espetó Cam, señalando a Luce—. Ella todavía está aquí. Pero no por mucho tiempo.

Puso los brazos en jarras, y varias sombras negras, ahora con forma de gruesas serpientes de increíble longitud, reptaron por su cuerpo hasta llegar a sus brazos y se le enroscaron como si fueran brazaletes. Acarició la cabeza de la más grande con aire maternal.

—Y esta vez, cuando tu amor se convierta en ese trágico puñado de ceniza, será para siempre. ¿Ves? Todo es diferente esta vez.

Cam sonrió, y por un momento a Luce le pareció que Daniel temblaba.

—Ah, todo salvo una cosa… y es algo que puedo percibir fácilmente, Grigori. —Cam avanzó un paso, y su legión de sobras le siguió, obligando a Luce, Daniel, Penn y la señorita Sophia a retroceder—. Tú tienes miedo —dijo señalando de manera teatral a Daniel—, y yo no.

—Eso es porque tú no tienes nada que perder —le espetó Daniel—. Jamás me cambiaría por ti.

—Hummm —dijo Cam, dándose golpecitos en la barbilla—. Eso ya lo veremos. —Miró a su alrededor sonriendo—. ¿Tengo que decírtelo más claro? Sí. He oído que tal vez tú tengas algo más importante que perder esta vez, algo que hará que el hecho de aniquilarla resulte bastante más placentero.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Daniel.

A la izquierda de Luce, la señorita Sophia abrió la boca y empezó a proferir una serie de alaridos y sonidos salvajes. Agitó las manos sobre su cabeza desenfrenadamente y empezó a moverse como si bailara, con los ojos casi translúcidos, como si estuviera poseída. Movió los labios espasmódicamente, y Luce se sorprendió al darse cuenta de que estaba en trance y hablaba lenguas desconocidas.

Daniel tiró del brazo de la señorita Sophia.

—No, usted tiene toda la razón: no tiene ningún sentido —le susurró, y entonces Luce supo que entendía el extraño lenguaje de la señorita Sophia.

—¿Comprendes lo que está diciendo? —le preguntó Luce.

—Permítenos traducir —gritó una voz familiar desde el techo del mausoleo. Era Arriane, y a su lado estaba Gabbe. Parecía como si las iluminaran a contraluz, y estaban envueltas en una extraña aura plateada. Bajaron de un salto sin hacer ruido y se unieron a Luce.

—Cam tiene razón —dijo Gabbe con rapidez—. Esta vez hay algo diferente… algo que tiene que ver con Luce. El ciclo podría haberse roto, y no de la forma que nos hubiera gustado. Quiero decir que… podría acabarse.

—Que alguien me diga de qué estáis hablando —interrumpió Luce—. ¿Qué es diferente? ¿Qué se ha roto? Y, además, ¿qué hay en juego en toda esta guerra?

Daniel, Arriane y Gabbe la miraron un momento, como si intentara recordarla, como si la conocieran de algún otro lugar pero hubiera cambiado tanto en un instante que ya no pudiera reconocer su cara.

Al final Arriane habló.

—¿En juego? —Se frotó la cicatriz del cuello—. Si ellos ganan… es el infierno en la tierra. El fin del mundo tal y como todos lo conocemos.

Las figuras negras chillaban alrededor de Cam, luchando y devorándose entre sí, en una especie de precalentamiento enfermizo y diabólico.

—¿Y si ganamos nosotros? —dijo Luce sin apenas poder articular las palabras.

Gabbe tragó saliva, y respondió con el semblante grave:

—Aún no lo sabemos.

De repente, Daniel se tambaleó hacia atrás y se apartó de Luce, señalándola.

—A-a… ella no la han… —balbució cubriéndose la boca—. El beso —dijo al fin, acercándose a Luce y cogiéndola del brazo—. El libro. Por eso puedes…

—Daniel, ve al grano —apuntó Arriane—. Piensa rápido. La paciencia es una virtud, y ya sabes lo que piensa Cam de las virtudes.

Daniel estrechó la mano de Luce.

—Tienes que irte. Tienes que salir de aquí. —¿Qué? ¿Por qué? Miró a Arriane y a Gabbe en busca de ayuda, y al momento retrocedió, pues del techo del mausoleo empezó a surgir una multitud de destellos plateados. Como un torrente infinito de luciérnagas saliendo disparado de un tarro enorme. Cayeron como una lluvia sobre Arriane y Gabbe, e hicieron que les brillaran los ojos. A Luce le recordó los fuegos artificiales y un 4 de Julio en que la luz era perfecta y pudo contemplar los fuegos reflejados en el iris de su madre, un deslumbrante fogonazo de luz plateada, como si los ojos de su madre fueran un espejo. Pero aquellos destellos no se esfumaban como los fuegos artificiales. Cuando caían en el césped del cementerio, se transformaban en unos seres hermosos e iridiscentes. No eran exactamente figuras humanas, pero tenían un aire similar. Rayos de luz espléndidos y resplandecientes, criaturas tan deslumbrantes que Luce supo de inmediato que era un ejército de fuerzas angelicales, igual en tamaño y número que els seres oscuros que se replegaban detrás de Cam. Aquella era la verdadera apariencia de la belleza y la bondad: un conjunto de seres espectrales y luminiscentes tan puros que herían la vista, como el eclipse más espectacular, o quizá como el cielo mismo. Luce debería haberse sentido aliviada por estar en el lado que tenía que imponerse en aquella batalla. Pero empezaba a sentirse mareada.

Daniel le puso el dorso de la mano en la mejilla.

—Tiene fiebre.

Gabbe le dio unas palmaditas en el brazo a Luce y sonrió.

—No te preocupes, cielo —dijo apartando la mano de Daniel. El tono de su voz resultaba tranquilizador—. A partir de ahora nos ocupamos nosotros; tú debes irte. —Miró por encima de su hombro a toda aquella horda de negritud concentrada detrás de Cam—. Ahora.

Daniel tomó a Luce para abrazarla por última vez.

—Yo me ocuparé de ella —dijo la señorita Sophia. Todavía llevaba el libro bajo el brazo—. Conozco un lugar seguro.

—Vete —le dijo Daniel—. Iré a buscarte tan pronto como sea posible; quiero que me prometas que te irás de aquí y que no mirarás en ningún momento atrás.

Luce todavía tenía un montón de preguntas.

—No quiero separarme de ti.

Arriane se interpuso entre ellos y le propinó un empujón brusco y definitivo que la encaminó hacia las puertas del cementerio.

—Lo siento, Luce —dijo—. Ya es hora de que nosotros nos encarguemos de esta guerra. Somos bastante profesionales.

Luce sintió que Penn le cogía la mano, y un instante después ya estaban corriendo hacia las cancelas tan rápido como había descendido en busca de Daniel. De vuelta por la resbaladiza pendiente de mantillo, a través de las ramas puntiagudas del roble, por entre las destartaladas pilas de lapidas rotas. Sortearon las piedras y corrieron cuesta arriba en dirección al lejano arco de hierro forjado de la entrada. El viento caliente le hacía ondear el cabello, y el aire pegajoso se le seguía agarrando en el fondo de los pulmones. No podían guiarse por la luna porque no la encontraban, y la luz que emanaba del centro del cementerio se había extinguido. No comprendía qué estaba pasando. En absoluto. Y no le gustaba nada que todos los demás sí lo comprendieran.

Un clavo de oscuridad cayó en el suelo frente a ellas, adentrándose en la tierra y abriendo una zanja irregular. Por suerte, Luce y Penn se detuvieron a tiempo. La grieta era tan ancha como la altura de Luce, y tan profunda como… bueno, no se veía el fondo. Los bordes chisporroteaban y rezumaban espuma.

Penn dio un grito ahogado.

—Luce, tengo miedo.

—¡Seguidme, chicas! —gritó la señorita Sophia. Las guió hacia la derecha, y serpentearon entre las tumbas negras mientras a sus espaldas se sucedían las explosiones—. No es más que el fragor de la batalla —dijo entre jadeos, como si fuera una especia de guía turística—. Me temo que seguirá así durante un rato.

Luce hacía una mueca con cada estruendo, pero siguió avanzando hasta que le ardieron las pantorrillas, hasta que, detrás de ella, Penn profirió un gemido. Luce se volvió y vio a su amiga tambaleándose, con los ojos en blanco.

—¡Penn! —gritó Luce mientras extendía los brazos para cogerla antes de que se cayera. Con cuidado, Luce la ayudó a tenderse en el suelo y le dio la vuelta. Casi deseó no haberlo hecho. Algo negro y dentado había hecho un tajo a Penn en el hombro. Le había hendido la piel y había dejado una línea de carne viva carbonizada que olía a carne quemada.

—¿Es grave? —susurró Penn con la voz ronca. Parpadeó con rapidez, frustrada por ser incapaz de levantar la cabeza y verlo por sí misma.

—No —le mintió Luce negando con la cabeza—. Es solo un corte. —Tragó saliva, y al hacerlo también procuró tragarse la náusea que le ascendía hasta la garganta mientras tiraba de la manga negra y deshilachada de Penn—. ¿Te hago daño?

—No lo sé —respirando con dificultad—. No siento nada.

—Chicas, ¿por qué os retrasáis?

La señorita Sophia había vuelto sobre sus talones.

Luce miró a la señorita Sophia deseando que no dijera nada sobre el mal aspecto de la herida.

No lo hizo. Asintió con rapidez, cogió a Penn y la cargó en sus brazos, como una madre que lleva a su hija a la cama.

—Te tengo —dijo—. No te preocupes, no tardaremos mucho.

—Eh. —Luce siguió a la señorita Sophia, que acarreaba a Penn como so se tratara de un saco de plumas—. ¿Cómo ha…?

—Nada de preguntas hasta que estemos muy lejos de aquí —contestó la señorita Sophia.

Muy lejos. Lo último que quería Luce era estar lejos de Daniel. Y algo más tarde, cuando ya había cruzado el umbral del cementerio y estaba de pie en el patio del reformatorio, no pudo controlarse y miró hacia atrás. Y entendió de inmediato por qué Daniel le había dicho que no lo hiciera.

Una columna de fuego como un tornado plateado y dorado se alzaba desde el oscuro centro del cementerio. Era tan ancho, como el cementerio mismo, una trenza de luz que se elevaba cientos de metros y se abría paso entre las nubes. Las sombras negras picoteaban la luz, y a veces arrancaban fragmentos y se los llevaban, entre alaridos, hacia la noche. Mientras las hebras en espiral cambiaban de color, unas veces más plateadas, otras, más doradas, el aire empezó a llenarse con un único acorde, omnipresente e interminable, y atronador como una descomunal cascada. Se oían notas graves retumbando en la noche, y notas agudas repicando aquí y allá. Era la armonía celestial más perfecta, equilibrada y magnífica que jamás se había oído en la tierra. Resultaba hermoso y aterrador a un tiempo, y todo apestaba a azufre.

Cualquiera en varios kilómetros a la redonda, sin duda pensaría que se trataba del fin del mundo. Luce no sabía qué pensar, estaba paralizada.

Daniel le había dicho que no mirara atrás porque sabía que la visión de todo aquello la incitaría a ir en su busca.

—Oh, no de ninguna manera —dijo la señorita Sophia cogiéndola por el pescuezo y arrastrándola a través del patio. Cuando llegaron al gimnasio, Luce se dio cuenta de que la señorita Sophia había cargado con Penn todo el rato con un solo brazo.

—¿Qué es usted? —le preguntó Luce mientras la bibliotecaria abría las puertas dobles.

La señorita Sophia sacó una llave larga del bolsillo de su rebeca roja y la introdujo en un lugar de la pared de ladrillos frente al vestíbulo que ni siquiera parecía una puerta. Era la entrada a una larga escalera, y la señorita Sophia le hizo un gesto a Luce para que la precediera escaleras arriba.

Penn tenía los ojos cerrados. O bien estaba inconsciente, o sentía demasiado dolor para abrirlos. Fuera como fuese, estaba sorprendentemente quieta.

—¿A dónde vamos? —preguntó Luce—. Tenemos que salir de aquí. ¿Dónde está su coche?

No quería asustar a Penn, pero necesitaban un médico. Deprisa.

—Tranquilízate, será lo mejor. —La señorita Sophia miró la herida de Penn y suspiró—. Vamos a la única habitación de este lugar que no ha sido profanada con material deportivo; allí estaremos a solas.

En ese momento, Penn empezó a gemir entre los brazos de la señorita Sophia. La sangre negra y espesa de la herida caía sobre el suelo de mármol.

Luce observó la empinada escalera: ni siquiera podía ver el final.

—Creo que por el bien de Penn lo mejor sería que nos quedásemos aquí abajo. Vamos a necesitar ayuda muy pronto.

La señorita Sophia suspiró, dejó a Penn en el suelo y se volvió para cerrar con llave la puerta que acababan de cruzar. Luce se puso de rodillas delante de su amiga, que parecía muy pequeña y frágil. La débil luz que despedía un candelabro de hierro forjado le permitió a Luce ver hasta qué punto era grave la herida.

Penn era la única amiga con la que Luce podía identificarse en Espada & Cruz, la única con quien no se sentía intimidada. Después de ver lo que Arriane, Gabbe y Cam podían hacer, había muchas cosas que Luce no entendía, pero lo que sí sabía era que Penn era la única chica como ella en Espada & Cruz.

Aunque Penn era más fuerte que Luce, más lista, más feliz y de trato mucho más fácil. Gracias a ella Luce había superado aquellas primeras semanas en Espada & Cruz. Sin Penn, ¿dónde estaría ahora?

—Oh, Penn —suspiró—. Te pondrás bien. Vamos a curarte.

Penn balbuceó algo incomprensible, que puso aún más nerviosa a Luce. Luce se volvió hacia la señorita Sophia, que estaba cerrando una por una todas las ventanas del vestíbulo.

—Se desvanece —dijo Luce—. Llamemos a un médico.

—Sí, sí —contesto la señorita Sophia, pero había un matiz de preocupación en su voz. A lo único que prestaba atención era a cerrar bien todas las ventanas, como si las sombras del cementerio estuvieran de camino hacia ellas en el mismo momento.

—¿Luce? —susurró Penn—. Tengo miedo.

—No tienes por qué. —Luce le apretó la mano—. Eres muy valiente. Durante todos estos días has sido un pilar de fortaleza.

—Por favor… —les espetó la señorita Sophia desde detrás, con un tono de voz implacable que Luce nunca le había oído—. Es un pilar de sal.

—¿Qué? —preguntó Luce, confundida—. ¿Qué quiere decir?

Los ojitos redondos y brillantes de la señorita Sophia se estrecharon hasta convertirse en pequeñas ranuras negras. Arrugó la cara por completo y sacudió la cabeza con amargura. Y entonces, lentamente, sacó de la manga de su rebeca un puñal largo y plateado.

—Esta chica solo nos hace perder tiempo.

Luce abrió los ojos de par en par cuando vio a la señorita Sophia levantar el puñal sobre la cabeza de Penn, que estaba tan aturdida que no comprendía lo que estaba ocurriendo.

—¡No! —gritó, al tiempo que se abalanzaba sobre la señorita Sophia para desviar el puñal.

Pero la señorita Sophia sabía muy bien qué estaba haciendo: con destreza, bloqueó los brazos de Luce con la mano que tenía libre mientras hundía el puñal en el cuello de Penn.

Penn gruño y tosió, y su respiración se volvió entrecortada, puso los ojos en blanco, igual que cuando pensaba; pero esta vez no estaba pensando, sino que se estaba muriendo. Al final miró a Luce; sus ojos se apagaron lentamente y dejó de respirar.

—Desagradable pero necesario —dijo la señorita Sophia, mientras limpiaba el puñal en el suéter negro de Penn.

Luce retrocedió tambaleándose, con la mano en la boca, incapaz de gritar e incapaz de apartar la mirada de su amiga muerta, incapaz de mirar a la mujer a quien consideraba de su bando. De repente, comprendió por qué la señorita Sophia había cerrado a cal y canto todas las puertas y ventanas del vestíbulo. No era para evitar que alguien entrara, era para evitar que ella escapara.