Un libro abierto
Luce se desplomó sobre la cama y los muelles rechinaron. Después de irse del cementerio —y de separarse de Daniel— prácticamente había corrido hasta su habitación. Ni siquiera se había molestado en encender la luz, y por consiguiente tropezó con la silla y se dio un buen golpe en el dedo gordo de pie. Se hizo un ovillo mientras se sujetaba el pie dolorido. Al menos aquel dolor era algo real que podía comprender, algo inteligible y de este mundo. Se alegraba de estar sola al fin.
Alguien llamó a la puerta.
No le daban un respiro.
Luce lo ignoró. No quería ver a nadie, y quienquiera que fuese pillaría la indirecta. Otro golpe. Oyó una respiración pesada y alguien aclarándose la garganta.
Penn.
No podría ver a Penn en ese momento. O bien parecía una loca si intentaba explicar todo lo que le había ocurrido en las últimas veinticuatro horas, o bien se volvería loca intentando disimular sin decir palabra.
Al fin, Luce oyó los pasos de Penn alejándose por el pasillo. Dejó escapar un suspiro de alivio, que se convirtió en un largo y desamparado gemido.
Quería culpar a Daniel por despertar aquel sentimiento incontrolado en su pecho y, por un segundo, intentó imaginarse la vida sin él. Pero resultaba imposible, era como intentar recordar la primera impresión que se ha tenido de una casa después de haber vivido allí durante años. Así de hondo había calado en ella. Y ahora tenía que encontrar una forma de asimilar todas las cosas raras que le había contado.
Pero en una parte recóndita de su mente no podía dejar de dar vueltas a lo que Daniel había dicho sobre las veces que habían coincidido en el pasado. Quizá Luce no podía recordar los momentos que él le había descrito o los lugares que había mencionado, pero de una forma extraña, sus palabras no la sorprendieron en absoluto.
Todo le resultaba de algún modo familiar.
Por ejemplo, inexplicablemente siempre había odiado los dátiles. Solo con verlos le entraban náuseas. Empezó a decir que era alérgica para que su madre dejara de incluirlos en las comidas. Y prácticamente llevaba toda su vida suplicándoles a sus padres que la llevaran a Brasil, aunque no sabía exactamente por qué. Las peonias blancas. Daniel le había dado un ramo después del incendio en la biblioteca. En cierto modo siempre habían tenido algo de inusuales pero, a la vez, le resultaban muy familiares.
En el exterior, el cielo era del color del carbón, levemente manchado de nubes blancas. La habitación estaba a oscuras, pero las flores pálidas que tenía en el alféizar resaltaban en la penumbra. Ya llevaban en el jarrón una semana, y ni un solo pétalo se había marchitado.
Luce se levantó y olió su dulce perfume.
No podía culparlo. Sí, parecía una locura, pero en algunas cosas también tenía razón… fue ella quién lo persiguió una y otra vez insinuando que tenían algún tipo de conexión. Y no era solo eso. Era ella la que veía las sombras, la que acababa involucrada en las muertes de gente inocente. Había estado intentando no pensar en Trevor y en Todd cuando Daniel empezó a hablarle de su propia muerte, y de cómo él la había visto morir tantas veces. Si hubiera intentado entenderlo, a Luce le habría gustado preguntarle a Daniel si alguna vez se sentía responsable. Si su realidad se parecía en algo a ese inconfesable, desagradable e imponente sentimiento de culpa con el que ella tenía que vivir cada día.
Se desplomó en la silla del escritorio, que de algún modo se había desplazado hasta el centro de la habitación. Ay. Cuando tanteó con los dedos para averiguar sobre qué se había sentado, dio con un libro grueso.
Se fue hasta la pared y encendió la lámpara, y tuvo que entornar los ojos a causa de la molesta luz del fluorescente. No había visto nunca el libro que tenía entre las manos. Estaba forrado con una tela gris muy clara y deshilachada en las esquinas, y había un exceso de color marrón en la parte inferior del lomo.
Los vigilantes: el mito en la Europa Medieval.
El libro de los antepasados de Daniel.
Era pesado y olía ligeramente a humo. Cogió la nota que alguien había introducido en la primera página.
Sí, he encontrado una llave de repuesto y he entrado en tu habitación ilegalmente. Lo siento, ¡pero esto es URGENTE! Y no podía encontrarte por ningún lado. ¿Dónde estás? Tienes que echarle un vistazo a esto, y después tenemos que vernos. Volveré a pasar dentro de una hora. Sé prudente.
Besos,
Penn.
Luce dejó la nota junto a las flores y volvió a la cama con el libro. Se sentó con las piernas colgando. El mero hecho de sostener aquel libro le produjo un hormigueo extraño y cálido bajo la piel. El libro parecía tener vida propia entre sus manos.
Lo abrió con un crujido y esperó tener que descifrar un denso índice académico o sumergirse en el sumario al final del libro, antes de poder encontrar algo remotamente relacionado con Daniel.
Pero pasó de la primera página.
Pegada en la parte interior de la cubierta había una fotografía en tonos sepia. Era una foto estilo carte de visite muy vieja, impresa en papel amarillento. En la parte inferior alguien había escrito: «Helston, 1854».
Una ola de calor recorrió todo su cuerpo. Se quitó el jersey negro, pero incluso en camiseta tenía calor.
Oía la voz apagada de Daniel en su cabeza. «Tengo que vivir eternamente», había dicho «Tú vienes cada diecisiete años. Te enamoras de mí, y yo de ti. Y eso te mata».
Le palpitaba el corazón.
«Tú eres mi amor, Lucinda. Para mí eres lo único que existe».
Resiguió con los dedos el contorno de la foto pegada en el libro. El padre de Luce, que aspiraba a ser un gurú de la fotografía, se había maravillado de lo bien conservada que estaba la imagen, y de lo valioso que debía de ser.
Luce, por otro lado, solo prestaba atención a las personas que aparecían en la fotografía. Porque, a menos que todo cuanto había dicho Daniel fuera cierto, aquello no tenía ningún sentido.
Un hombre joven, con el cabello corto y claro y ojos aún más claros posaba con elegancia con un abrigo negro. La barbilla levantada y las mejillas bien formadas hacían que su vestimenta pareciera aún más distinguida, pero fueron sus labios los que sorprendieron de verdad a Luce. La forma exacta de sonrisa, combinada con la mirada de aquellos ojos… conformaba una expresión que Luce había visto en todos sus sueños de las últimas semanas. Y, durante los dos últimos días, en persona.
Aquel joven era la viva imagen de Daniel. El Daniel que le acababa de decir que la amaba, y que ella se había reencarnado decena de veces. El Daniel que le había dicho tantas cosas que Luce había tenido que escapar para no oírlas. El Daniel al que había abandonado bajo los melocotoneros en el cementerio.
Podía haberse tratado solo de un parecido sorprendente. Algún pariente lejano, quizá el autor del libro, que había transmitido cada uno de sus genes directamente hasta Daniel.
Pero en la foto el hombre parecía posado junto a una mujer joven que también le resultaba alarmantemente familiar.
Luce se acercó al libro a apenas unos centímetros de la cara y estudió con detenimiento la imagen de la mujer. Llevaba un vestido de seda negro ceñido hasta la cintura desde donde descendía amplias capas superpuestas. Unos brazaletes negros le cubrían las manos, dejando al descubierto sus blancos dedos. Los labios entreabiertos componían una sonrisa que dejaba entrever unos dientes pequeños. Tenía la piel clara, más clara que la del hombre, los ojos hundidos, perfilados por unas espesas pestañas, y una larga melena ondulada que le llegaba hasta la cintura.
Por un momento, Luce se olvidó de respirar y, aun después, no podía apartar sus cansados ojos del libro. ¿La mujer de la fotografía? Ella era.
O bien Luce tenía razón, y Daniel le sonaba de un viaje que había olvidado al centro comercial de Savannah, donde habían pasado para hacerse unas fotos vestidos de época que tampoco podría recordar… o Daniel le había dicho la verdad.
Luce y Daniel se conocían.
De un tiempo totalmente diferente.
Siguió respirando de forma entrecortada. Su vida entera se vio arrojada al tempestuoso mar de su mente, todo quedaba en tela de juicio… las molestas sombras negras, la truculenta muerte de Trevor, los sueños…
Tenía que ver a Penn. Si alguien podía llegar a explicar algo tan inverosímil, esa era Penn. Con el libro viejo e inescrutable bajo el brazo, Luce salió de la habitación y se apresuró hacia la biblioteca.
En la biblioteca hacía calor y no había nadie, pero algo en los techos altos y en las interminables hileras de libros tensó los nervios de Luce. Pasó a toda prisa frente al nuevo mostrador, que tenía un aspecto vació y estéril. También pasó frente al enorme fichero de la biblioteca y por la interminable sección de obras de referencia, hasta que llegó a las mesas largas de la sección de estudio.
En vez de a Penn, Luce se encontró con Arriane que jugaba al ajedrez con Roland. Ella tenía los pies sobre la mesa y llevaba una gorra de revisor listada. Llevaba el cabello recogido en ella, y Luce volvió a reparar, por primera vez desde que se cortó el pelo, en la cicatriz brillante y desigual que tenía a lo largo del cuello.
Arriane estaba concentrada en el juego. Entre sus labios balanceaba un cigarro de chocolate y reflexionaba sobre su próximo movimiento. Roland se había recogido las rastas en la coronilla con dos gruesos nudos. Observaba atentamente a Arriane mientras golpeaba uno de sus peones con el meñique.
—Jaque mate, tío —espetó Arriane con aire triunfal, al tiempo que tiraba el rey de Roland. En ese preciso momento Luce se detuvo de golpe frente a su mesa—. Lululucinda —dijo con voz cantarina cuando alzó la vista—. Parece que te estás escondiendo de mí.
—No.
—He oído cosas sobre ti —dijo Arriane, a lo que Roland respondió inclinando la cabeza con atención—. Ring, ring. Eso significa siéntate y desembucha, ahora mismo.
Luce abrazó el libro sobre su pecho. No quería sentarse. Tenía que encontrar a Penn. No podía decirle cuatro tonterías a Arriane… sobre todo con Roland delante, que ya estaba apartando sus cosas para hacerle un sitio.
—Siéntate con nosotros —propuso Roland.
Luce se sentó a regañadientes en el borde de la silla. Se quedaría sólo unos minutos. Era verdad que no había visto a Arriane desde hacía días y, en circunstancias normales, sin duda habría echado de menos la estrambótica conducta de su amiga.
Pero aquellas no eran ni de lejos unas circunstancias normales, y Luce solo podía pensar en la fotografía.
—Puesto que ya he limpiado el tablero de ajedrez con el trasero de Roland, juguemos a otra cosa. ¿Qué tal a «Quién vio una foto comprometedora de Luce el otro día»? —preguntó Arriane cruzando los brazos sobre la mesa.
—¿Qué? —exclamó Luce dando un respigo. Apretó con fuerza la cubierta del libro, segura de que su expresión tensa la estaba delatando. No debía haber llevado el libro allí.
—Te daré tres pistas —dijo Arriane con los ojos en blanco—. Molly te sacó una foto ayer metiéndote en un cochazo negro después de clase.
—Ah —suspiró Luce.
—Iba a entregárselas a Randy —prosiguió Arriane—. Hasta que le di lo suyo. —Chasqueó los dedos—. Ahora para mostrarme tu gratitud, dime… ¿te están sacando de aquí para ver a un psiquiatra de fuera? —Bajó la voz para convertirla en un susurro y golpeó la mesa con las uñas—. ¿O tienes un amante?
Luce observó a Roland, que la estaba mirando fijamente.
—Ninguna de las dos cosas —contestó—. Me fui un momento para charlar un poco con Cam. No fui…
—¡Bingo! Apoquina, Arri —dijo Roland riéndose—. Me debes diez dólares.
Luce se quedó boquiabierta.
Arriane le dio una palmadita en la mano.
—No te lo tomes así, apostamos un poco para que no decayera el interés. Yo supuse que te habías ido con Daniel, y Roland se decidió por Cam. Me estás arruinando, Luce, y eso no me gusta.
—Estuve con Daniel —prosiguió Luce, sin saber muy bien por qué sentía la necesidad de corregirlos. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer con sus vidas que sentarse y divagar sobre qué hacía ella en su tiempo libre?
—Ah —dijo Roland un poco decepcionado—. La cosa se complica.
—Roland —dijo Luce volviéndose hacia el chico—, he de pedirte una cosa.
—Dime. —Sacó un boli y una libreta de su blazer de rayas negras y blancas. Sostuvo el boli sobre el papel, como un camarero preparado para tomar nota—. ¿Qué quieres? ¿Café? ¿Alcohol? Lo bueno-bueno me llega los viernes. ¿Revistas guarras?
—¿Sigarrillos? —añadió Arriane, que seseaba por el cigarrillo de chocolate.
—No. —Luce negó con la cabeza—. Nada de eso.
—De acuerdo, pedido especial. Pero he dejado el catálogo arriba —dijo Roland con indiferencia—. Pásate luego por mi habitación…
—No necesito que me consigas nada, solo quiero saber… —Luce tragó saliva—. Tú eres amigo de Daniel ¿no?
Roland se encogió de hombros.
—No es alguien a quien deteste.
—Pero ¿confías en él? —inquirió—. Quiero decir que si él te contara algo que pareciera una locura, te lo creerías?
Roland la miró entrecerrando los ojos, un poco perplejo, y Arriane bajó los pies al lado de Luce.
—¿De qué estamos hablando exactamente? —preguntó.
Luce se puso de pie.
—Olvídalo. —No tenía que haber sacado el tema. Todos los detalles desordenados se agolparon de nuevo en su mente. Cogió el libro de la mesa—. Tengo que irme —dijo—. Disculpadme.
Apartó la silla y se fue. Sintió las sillas pesadas y torpes, y la cabeza espesa. Una ráfaga de viento le levantó el cabello de la nuca y movió la cabeza en busca de las sombras. Nada. Solo una ventana abierta cerca de las vigas de la biblioteca. Solo un pequeño nido de pájaros en la esquina de la ventana. Luce escrutó la biblioteca de nuevo y le costó creer lo que veía. No había ni una señal de ellas, no había lenguas colgantes negras como la tinta, ni nubes escalofriantes y grises moviéndose por el techo… pero Luce podía sentir su cercanía con claridad, casi podía percibir aquel olor salado y sulfúrico en el aire. ¿Dónde se metían cuando no la acechaban? Siempre había pensado que solo se ocupan de ella. Nunca había imaginado que podían ir a otros lugares, hacer otras cosas… atormentar a otras personas. ¿También Daniel las veía?
Al rebasar la esquina de camino a los ordenadores, en la puerta trasera de la biblioteca, donde pensó que podría estar Penn, Luce se topó con la señorita Sophia. Ambas se tambalearon tras el choque, y la bibliotecaria Sophia se agarró a Luce para mantener el equilibrio. Llevaba unos vaqueros a la moda y una blusa larga blanca, con una rebeca roja bordada sobre los hombros. Las gafas metálicas verdes colgaban sobre su pecho sujetas por una cadena multicolor. A Luce le sorprendió la firmeza con que la había sujetado.
—Lo siento —balbució Luce.
—Pero ¿por qué, Lucinda? ¿Qué pasa? —La señorita Sophia posó su mano sobre la frente de Luce. Sus manos olían a talco para bebé—. No tienes buen aspecto.
Luce tragó saliva, intentando no echarse a llorar solo porque la bibliotecaria sintiera lástima por ella.
—No estoy bien.
—Lo sabía —dijo la señorita Sophia—. Hoy no has venido a clase y anoche tampoco asististe al evento social. ¿Quieres ver a un médico? Si no se hubiera quemado el botiquín en el incendio, te tomaría la temperatura ahora mismo.
—No, bueno, no sé. —Luce tenía el libro en las manos y sopesó la posibilidad de contárselo todo a la señorita Sophia, empezando desde el principio… que fue… ¿cuándo?
Pero no hubo necesidad. La señorita Sophia le echó un vistazo al libro, suspiró e intercambió una mirada cómplice con Luce.
—Al final lo has encontrado, ¿eh? Venga vamos a charlar un poco.
Incluso la bibliotecaria sabía más cosas que Luce de su propia vida. ¿O vidas? No podría imaginarse que significaba nada de todo aquello, o cómo era posible siquiera.
Siguió a la señorita Sophia hasta la mesa apartada de la sección de estudio. Todavía podía ver a Arriane y a Roland de soslayo, pero cuando menos parecían demasiado lejos para oír nada.
—¿Cómo has llegado hasta este libro? —La señorita Sophia le palmeó la mano y se subió las gafas. Sus ojos pequeños como perlas negras parpadearon detrás de la montura con bifocales—. No te preocupes, no te has metido en ningún problema, cariño.
—No lo sé. Penn y yo habíamos estado buscándolo, fue algo estúpido. Pensamos que quizá el autor estaba relacionado con Daniel, pero no lo sabíamos con seguridad. Siempre que veníamos a buscarlo, parecía que alguien ya lo había cogido. Y entonces ayer, cuando volví a mi habitación, Penn me lo había dejado allí…
—¿Así que Pennyweather también sabe lo que hay en este libro?
—No lo sé —dijo Luce sacudiendo la cabeza. Sabía que se estaba yendo de las ramas, pero no conseguía mantener la boca cerrada. La señorita Sophia era como la abuela simpática y chiflada que nunca había tenido. Su verdadera abuela pensaba que un gran viaje para ir de compras era bajar al colmado. Además, sentaba tan bien el mero hecho de poder hablar con alguien—. Todavía no he podido hablar con ella, porque he estado con Daniel, y normalmente siempre está muy raro conmigo, pero anoche me besó y estuvimos fuera hasta…
—Perdona, cielo —la interrumpió la señorita Sophia, de forma algo brusca—, pero ¿acabas de decir que Daniel Grigori te besó?
Luce se tapó la boca con las dos manos, no podía creer que se le hubiera escapado aquello delante de la señorita Sophia. Estaba perdiendo el control.
—Lo siento, es completamente irrelevante, y embarazoso. No sé por qué se lo he contado.
Se abanicó las mejillas, que estaban ardiendo, pero ya era demasiado tarde. Al otro lado de la sección de estudio, Arriane le gritó a Luce:
—¡Gracias por contármelo a mí! —Su rostro reflejaba perplejidad.
Pero la señorita Sophia recuperó la atención de Luce cuando le escamoteó el libro de entre las manos.
—Un beso entre Daniel y tú no es irrelevante, cielo, por regla general es imposible. —Acarició su mejilla y miró al techo—. Lo cual significaba… mejor dicho, no podría significar…
Los dedos de la señorita Sophia empezaron a pasar las páginas del libro con rapidez, resiguiendo de arriba abajo cada una de ellas.
—¿Qué quiere decir con eso de «por regla general»? —Luce nunca se había sentido tan descolocada en su vida.
—Olvida el beso. —La señorita Sophia agitó la mano, con lo que Luce se echó hacia atrás—. Eso no es lo importante. El beso no significa nada a menos que… —Murmuró algo entre dientes y hojeó de nuevo algunas páginas atrás.
¿Qué sabía la señorita Sophia? El beso de Daniel lo significaba todo. Luce observó los dedos voladores de la señorita Sophia hasta que se detuvieron en una de las páginas que le llamó la atención.
—Un momento, vuelva atrás —le dijo Luce, cogiéndole la mano para frenarla.
La señorita Sophia se echó lentamente hacia atrás mientras Luce pasaba las páginas finas y translúcidas. Allí. Se llevó una mano al pecho. En el margen había una serie de esbozos en tinta negra. Hecho de forma apresurada pero con una técnica elegante y precisa por alguien con algo de talento. Luce pasó los dedos por encima de los dibujos, para asimilarlos. El contorno del hombro de la mujer, visto desde atrás, el cabello recogido en un moño bajo. Las rodillas suaves y desnudas cruzadas la una sobre lo otra conducían a una cintura difuminada. Una muñeca larga y fina desembocaba en una palma abierta sobre la que reposaba una gran peonia.
Los dedos de Luce empezaron a temblar. Se le hizo un nudo en la garganta. No sabía por qué precisamente aquello, después de todo lo que había visto y oído aquel día, era lo bastante hermoso —lo bastante trágico— para que al final le hiciera saltar las lágrimas. El hombro, las rodillas, la muñeca… todo era suyo. Y lo sabía: era Daniel quien los había dibujado.
—Lucinda —la señorita Sophia parecía nerviosa, se paró poco a poco su silla de la mesa—, ¿te encuentras bien?
—Oh, Daniel —musitó, deseando desesperada estar de nuevo a su lado. Se secó una lágrima.
—Está condenado, Lucida —dijo la señorita Sophia con una voz cuya frialdad sorprendió a la muchacha—. Ambos lo estáis.
«Condenado». Daniel había dicho que estaba condenado. Esa era la palabra que había usado para describir lo que estaba ocurriendo. Pero se había referido a él, no a ella.
—¿Condenados? —repitió Luce. Pero no quería oír nada más; lo único que necesitaba era encontrarlo.
La señorita Sophia chasqueó los dedos ante la cara de Luce. Luce la miró, con lentitud, ausente, sonriendo como una boba.
—Todavía no estás despierta —murmuró la señorita Sophia. Cerró el libro de golpe, volviendo a captar la atención de Luce, y puso las manos sobre la mesa—. ¿Te ha explicado algo? ¿Después del beso, tal vez?
—Me ha dicho que… —empezó a decir Luce—. Parece una locura.
—Estas cosas a menudo lo parecen.
—Dijo que éramos… qué éramos una especie de amantes malditos. —Luce cerró los ojos al recordar el largo catálogo de vidas pasadas. Al principio la idea le había parecido completamente extraña, pero ahora que se estaba acostumbrando, pensaba que era la cosa más romántica que había pasado en la historia de la humanidad—. Me habló de todas las veces que nos habíamos enamorado, en Río, en Jerusalén, en Tahití…
—Sí, eso parece una locura —dijo la señorita Sophia—. Así qué, ¿supongo que no lo creíste?
—Bueno, al principio no —respondió Luce, y recordó la acalorada discusión bajo los melocotoneros—. Empezó a sacar el tema de la Biblia, que por instinto no me interesaba nada… —Se mordió la lengua—. Sin ofender, quiero decir que su clase es muy interesante.
—No te preocupes. Las personas a menudo rehúyen de su educación religiosa a tu edad, no es nada nuevo.
—Ah. —Luce hizo crujir sus dedos—. Pero es que yo no recibí una educación religiosa. Mis padres no eran creyentes, así qué…
—Todo el mundo cree en algo. ¿Supongo que te bautizaron?
—No, a no ser que cuente la piscina que hay en la iglesia —dijo Luce con timidez, señalando el gimnasio de Espada & Cruz con el pulgar.
Sí, celebrada la Navidad, y había estado en la iglesia algunas veces, e incluso cuando sentía que su vida y lo que le rodeaban eran deprimentes, se renovaba su fe en que había algo o alguien allá arriba en quién valía la pena creer. Eso le había bastado hasta el momento.
Al otro lado de la sala se oyó un estrépito. Luce alzó la vista y vio que Roland se había caído de la silla. La última vez que lo había mirado se estaba balanceando sobre las dos patas de atrás, parecía que la gravedad le había ganado la partida.
Mientras se levantaba con torpeza, Arriane fue a ayudarlo. Miró hacia donde estaban ellas y les hizo un gesto para tranquilizarlas.
—¡Está bien! —gritó alegre—. ¡Arriba! —le susurró a Roland.
La señorita Sophia estaba sentada muy quieta, con las manos sobre el regazo, bajo la mesa. Se aclaró la garganta varias veces, volteó la cubierta del libro y pasó los dedos por encima de la fotografía. Luego dijo:
—¿Te reveló algo más? ¿Sabes quién es Daniel? Luce se incorporó con lentitud en la silla y preguntó:
—¿Lo sabe usted?
La bibliotecaria se tensó.
—Yo estudio esos temas. Soy una investigadora. No me interesan los asuntos triviales del corazón.
Estas fueron las palabras que utilizó… pero todo su cuerpo, desde la palpitante vena que recorría su cuello hasta la casi imperceptible pátina de sudor que brillaba en su frente le indicó a Luce que la respuesta a su pregunta era sí.
Sobre sus cabezas, el antiguo enorme reloj negro dio las once. El minutero aún temblaba después de haber dado la hora, y todo el artilugio sonó durante tanto tiempo que interrumpió la conversación. Cada campanada le provocaba una punzada de dolor: llevaba demasiado tiempo separada de Daniel.
—Daniel pensaba… —empezó a decir Luce—. Anoche, cuando nos besamos por primera vez, pensaba que yo iba a morir. —La señorita Sophia no pareció tan sorprendida como Luce esperaba. Luce volvió hacer crujir sus dedos—. Pero, eso no tiene sentido, ¿verdad? Yo no me voy a ninguna parte.
La señorita Sophia se quitó las gafas y se frotó los diminutos ojos.
—Por ahora.
—Oh, Dios —musitó Luce, y sintió la misma oleada de calor que la había impulsado a marcharse del cementerio. Pero ¿por qué? Había algo que él no le había dicho… algo que ella sabía que tenía el poder de aterrorizarla o, por el contrario, de sosegarla. Algo que ella ya sabía, pero que todavía no podía creerse. No hasta que viera su cara otra vez.
El libro seguía abierto en la página de la fotografía. Del revés, la sonrisa de Daniel parecía preocupada, como si supiera —como decía que siempre sabía— lo que estaba a punto de ocurrir. No podía imaginarse por lo que debía estar pasando en ese preciso instante. Haberle explicado la estrafalaria historia que los unía… para que ella lo despreciara sin miramientos. Tenía que encontrarlo.
Cerró el libro y se lo puso bajo el brazo. Se levantó y colocó bien la silla.
—¿A dónde vas? —le preguntó nerviosa la señorita Sophia.
—A buscar a Daniel.
—Te acompaño.
—No. —Luce negó con la cabeza, pues se imaginó a sí misma echándose en los brazos de Daniel con la bibliotecaria de remolque—. No tiene por qué, de verdad.
La señorita Sophia parecía completamente decidida cuando se agachó para hacer un nudo doble en sus cómodos zapatos. Se levantó y posó una mano en el hombro de Luce.
—Confía en mí —dijo—. Es mejor que vaya. Espada & Cruz tiene una reputación que mantener. No creerás que dejamos que los alumnos correteen de cualquier manera por la noche, ¿verdad?
Luce evitó poner a la señorita Sophia al corriente de su reciente fuga del colegio. Refunfuñó para sus adentros. ¿Por qué no llevar a todo el alumnado para que pudieran disfrutar del drama? Molly podría sacar unas fotos, Cam podría pelearse de nuevo. ¿Por qué no empezar desde allí mismo, con Arriane y Roland…? Los cuales, por cierto, ya habían desaparecido.
La señorita Sophia, con el libro en la mano, ya caminaba hacia la salida. Luce tuvo que correr un poco la alcanzarla, y posó frente a los ficheros, la alfombra persa que había delante del mostrador y las urnas de cristal llenas de reliquias de la Guerra Civil que había en las colecciones especiales del ala este, donde vio a Daniel dibujar el cementerio el primer día que estuvo allí.
Salieron a la noche húmeda. Una nube pasó por delante de la luna y todo el reformatorio quedó sumido en una oscuridad negra como la tinta. Entonces, como si hubiera puesto una brújula en la mano de Luce, la chica se sintió guiada hacia las sombras. Sabía exactamente dónde estaban: no en la biblioteca, pero tampoco muy lejos de allí.
Aún no podía verlas, pero podía sentirlas, lo cual era mucho peor. Sintió un picor terrible y devorador por toda la piel, que se filtraba en su sangre y en sus huesos como si fuera ácido. Las sombras se reunían, se espesaban, y hacían que el cementerio —y más allá— apestara a azufre. En ese momento eran mucho más grandes. Parecía que todo el patio estuviera impregnado de un aire que hedía a descomposición.
—¿Dónde está Daniel? —preguntó la señorita Sophia.
Luce comprendió que, aunque la bibliotecaria debía de saber bastantes cosas del pasado, no percibía las sombras. Aquella evidencia aterrorizó a Luce y la hizo sentirse sola, responsable de cualquier cosa que pudiera ocurrir a partir de ese momento.
—No lo sé —dijo, sintiendo que no podía absorber suficiente oxígeno en aquella atmósfera nocturna, pesada y húmeda. No quería pronunciar las palabras que la acercarían, que la acercarían demasiado, a todo aquello que tanto pavor le inspiraba. Pero tenía que encontrar a Daniel.
«Lo dejé en el cementerio».
Se apresuraron a cruzar el patio, esquivando los charcos de barro que había dejado el chaparrón del día anterior. A su derecha solo había algunas luces encendidas en la residencia. A través de una de las ventanas con barrotes, Luce vio a una chica que apenas conocía leyendo un libro. Iban juntas a la clase de la mañana. Era una chica de aspecto duro, con un piercing en la nariz y una forma de estornudar muy discreta… pero Luce nunca había intercambiado una sola palabra con ella. No sabía si era infeliz, o si estaba contenta con su vida, pero en aquel momento Luce se preguntó que si pudiera cambiarse de lugar con ella, con una chica que no tenía que preocuparse de vidas pasadas, o de sombras apocalípticas, o de la muerte de dos chicos inocentes… ¿lo haría?
El rostro de Daniel —bañado en luz violeta como por la mañana, de camino a su habitación— se apareció ante sus ojos: su cabello dorado y brillante, sus ojos inteligentes y tiernos, la forma en que el contacto de sus labios la alejaba de cualquier oscuridad. Por él, Luce sufriría todo eso y más.
Si al menos supiera cuánto más había…
La señorita Sophia y Luce avanzaron a paso ligero, más allá de las gradas que chirriaban, y más allá del campo de fútbol. La señorita Sophia estaba realmente en forma. A Luce le habría preocupado aquel ritmo tan rápido de no ser porque la mujer le llevaba varios pasos de ventaja.
Luce se dejaba llevar a rastras. El temor a tener que enfrentarse a las sombras ralentizaba su paso, como si tuviera que vencer la fuerza de un huracán. Y, aun así, siguió adelante. Unas náuseas abrumadoras le hicieron comprender que apenas tenía idea de lo que aquellos entes oscuros eran capaces de hacer.
Se detuvieron ante las puertas del cementerio. Luce estaba temblando, y se abrazaba a sí misma en un desesperado intento por ocultarlo. Había una chica de espaldas a ella, mirando hacia el cementerio, más abajo.
—¡Penn! —gritó Luce, contenta de ver a su amiga.
Cuando Penn se volvió tenía el rostro pálido. Llevaba una cazadora negra, a pesar del calor que hacía, y sus gafas estaban empañadas por la humedad. Temblaba tanto como Luce.
Luce soltó un gritito.
—¿Qué ha pasado?
—He venido a buscarte —contestó Penn—, y luego un grupo de chavales ha pasado por aquí y se ha bajado corriendo en esa dirección. —Señalo las puertas—. Pero yo no p-p-podía.
—¿Y qué hay allí? —inquirió Luce—. ¿Qué hay allí abajo?
Pero cuando lo preguntaba, Luce supo qué era lo que había allí abajo, algo que Penn nunca sería capaz de ver. Una sombra negra y fría atraía de forma irremediable a Luce, solo a Luce.
Penn pestañeó sin parar. Parecía aterrada.
—No sé —respondió al fin—. Al principio, pensé que eran fuegos artificiales, pero no ha salido disparado nada hacia el cielo. —Le entró un escalofrío—. Algo malo está a punto de suceder, y no sé qué es.
Luce inhaló, y el olor a azufre la hizo toser.
—¿De qué se trata, Penn? ¿Cómo lo sabes?
Penn señaló con un brazo tembloroso el profundo desnivel que había en el centro del cementerio.
—¿Ves aquella zona allí? —dijo—. Hay algo que parpadea.