16

En la cuerda floja

Luce estaba de pie en el cruce de caminos entre el cementerio, en la zona norte del reformatorio, y el sendero que llevaba al lago, al sur. Estaba atardeciendo, y los operarios ya se habían ido a casa. La luz se filtraba por las ramas de los robles que había detrás del gimnasio, y proyectaba sombras en el camino al lago. Luce se sentía tentada de ir hacia allí. No sabía qué dirección tomar. Tenía dos cartas en las manos.

En la primera, Cam se disculpaba por lo que había ocurrido —algo que Luce ya se esperaba— y le rogaba que se encontraran después de clase para hablar de ello. En la segunda, Daniel se limitaba a decir «Quedamos en el lago». Y ella estaba impaciente por ir. Todavía sentía un cosquilleo en los labios por los besos de la noche anterior. No podía dejar de pensar en sus dedos acariciándole el pelo, o en sus labios besándole el cuello.

Otros fragmentos de la noche eran más confusos, como lo que había ocurrido después de que se sentaran en la playa. Comparado con la forma en que las manos de Daniel habían recorrido su cuerpo diez minutos antes, parecía tener miedo de tocarla.

Nada pudo hacerle volver en sí. No dejó de murmurar las mismas palabras una y otra vez: «Tiene que haber pasado algo. Algo ha cambiado». Sus ojos reflejaban dolor, como si ella tuviera la respuesta, como si ella tuviera alguna idea de lo que significaban aquellas palabras. Al final se quedó dormida en su hombro mientras contemplaba el etéreo mar.

Cuando se despertó unas horas después, la estaba llevando escaleras arriba, hacia su habitación. Se sorprendió al darse cuenta de que había dormido durante todo el camino de vuelta… y todavía se sorprendió más al ver aquel extraño resplandor en el pasillo. Otra vez, la luz de Daniel, y ni siquiera sabía si él podía verla.

Todo a su alrededor estaba bañado en aquella tenue luz violeta. Las puertas blancas y llenas de pegatinas de los demás estudiantes adquirieron un tono neón. Las baldosas mate parecían resplandecer. El ventanal que daba al cementerio proyectaba un brillo violeta sobre los primeros rayos de luz amarilla del exterior. Y todo ello bajo la atenta mirada de las rojas.

—Nos van a pillar —susurró ella, nerviosa y aún medio dormida.

—No me preocupan las rojas —dijo Daniel sin perderla serenidad siguiendo la mirada de Luce hacia las cámaras. Al principio, sus palabras la tranquilizaron, pero luego empezó a preguntarse por qué había algo incómodo en el tono de su voz: si Daniel no estaba preocupado por las rojas, entonces es que estaba preocupado por otra cosa.

Cuando la dejó en la cama, la besó con suavidad en la frente y luego respiró hondo.

—No desaparezcas —dijo él.

—No hay ninguna posibilidad.

—Lo digo en serio. —Cerró los ojos un momento largo—. Ahora descansa un poco… pero mañana búscame antes de clase. Quiero hablar contigo. ¿Me lo prometes?

Ella le apretó la mano y lo atrajo hacia sí para darle un último beso. Le sostuvo la cara entre las manos y se fundió con él. Cada vez que abría los ojos, él la estaba mirando. Y a Luce le encantaba. Al final Daniel se retiró y la contempló desde el quicio de la puerta, y solo su mirada hizo que a Luce se le acelerara el corazón como antes lo habían hecho sus besos. Cuando salió al pasillo sigilosamente y cerró la puerta, Luce cayó de inmediato en un sueño profundo.

Durmió durante todas las clases de la mañana y se despertó a primera hora de la tarde, llena de vida, como si acabara de nacer. No le importaba que no tuviera excusa por haberse saltado las clases, solo le preocupaba no haber acudido a la cita con Daniel. Iba a encontrarlo tan pronto como pudiera, y él lo entendería.

Hacia las dos, cuando pensó en que debería comer algo, o quizá aparecer por la clase de Religión de la señorita Sophia, salió a regañadientes de la cama. Fue entonces cuando vio los dos sobres que habían deslizado por debajo de la puerta, lo cual la decidió por fin a salir de la habitación.

Antes que nada tenía que dejarle las cosas claras a Cam, porque si iba primero al lago sabía que luego sería incapaz de separarse de Daniel. Si iba primero al cementerio, el deseo de ver a Daniel le infundiría las fuerzas suficientes para decirle a Cam lo que el día anterior, con los nervios, no le pudo decir, pues todo degeneró espantosamente y se descontroló.

Superando sus miedos, Luce empezó a caminar hacia el cementerio. La tarde era cálida, y el aire, pegajoso a causa de la humedad. Iba a ser una de esas noches sofocantes en las que la brisa del mar lejano no era lo bastante intensa para enfriar el ambiente. No había nadie en el patio, y las hojas de los árboles estaban quietas. De hecho, Luce podía ser lo único en movimiento en todo Espada & Cruz. Todos los demás habrían acabado las clases y estarían apelotonados en el comedor; y Penn —y probablemente más gente— se estaría preguntando por Luce.

Cuando llegó al cementerio, Cam estaba reclinado en las cancelas moteadas de liquen. Tenía los codos apoyados en los postes de hierro labrado y los hombros encorvados. Estaba jugando con un diente de león con la punta de acero de su bota negra. Luce no recordaba haberlo visto tan ensimismado: la mayor parte del tiempo Cam parecía sentir un enorme interés por el mundo que le rodeaba. Pero ahora ni siquiera llegó a mirarla hasta que estuvo delante de él, y cuando lo hizo Luce vio que tenía la cara pálida. Tenía el pelo aplastado contra la cabeza y Luce se sorprendió al pensar que tal vez se la había afeitado. La miró con expresión cansada, como si concentrarse en sus rasgos requiriera un gran esfuerzo. Parecía hecho polvo, no por la pelea de la noche anterior: tenía aspecto de no haber dormido en días.

—Has venido.

Tenía la voz ronca, pero acabó la frase con una leve sonrisa. Luce se hizo crujir los dedos, y pensó que no sonreiría por mucho tiempo. Ella asintió y le mostró la nota.

Él intentó cogerle la mano, pero ella apartó el brazo simulando que necesitaba apartarse el pelo de los ojos.

—Supuse que estarías muy enfadada por lo de anoche —dijo apartándose de la cancela.

Dio algunos pasos adentrándose en el cementerio, y luego se sentó con las piernas cruzadas en un banco pequeño de mármol gris que se hallaba entre la primera fila de tumbas. Lo limpió, apartó algunas hojas secas y dio una palmadita a su lado.

—¿Enfadada? —preguntó ella.

—Normalmente es por lo que alguien sale disparado de los bares.

Ella se sentó de cara a él, también con las piernas cruzadas. Desde allí arriba podía ver las ramas superiores del enorme y viejo roble que había en el centro del cementerio, donde Cam y ella celebraron aquel picnic que ahora parecía tan lejano en el tiempo.

—No sé —dijo Luce—. Estoy más bien perpleja, puede que confundida.

Decepcionada. —Se estremeció al recordar los ojos de aquel tipo cuando la agarró, el aluvión desquiciado de golpes de Cam, el techo oscuro y lleno de sombras…—. ¿Por qué me llevaste allí? Ya sabes lo que les pasó a Jules y a Phillip cuando se escaparon.

—Jules y Phillips fueron unos idiotas. Sus movimientos estaban controlados por pulseras de localización. Estaba claro que iban a pillarles. —Cam sonrió sombríamente, pero su sonrisa no iba dirigida a Luce—. Nosotros no somos como ellos, Luce. Créeme. Y, además, yo no pretendía meterme en otra pelea. —Se frotó las sienes, y la piel de alrededor formó un pliegue que le confirió una apariencia correosa y demasiado fina—. Pero no pude soportar la forma en que aquel tipo te habló, te tocó. Mereces que te traten con el máximo cuidado. —Sus ojos verdes se abrieron mucho—. Y yo quiero ser quien lo haga. El único.

Ella se apartó el cabello detrás de la oreja y respiró hondo.

—Cam, pareces un chico fantástico…

—Oh, no. —Se cubrió la cara con la mano—. No me vengas con la típica charla de ruptura fácil. Espero que no vayas a decir que deberíamos ser amigos.

—¿No quieres ser mi amigo?

—Sabes que quiero ser mucho más que tu amigo —dijo, y al decir «amigo» lo hizo escupiendo, como si fuera una palabra sucia—. Es por Grigori, ¿no?

Luce sintió que se le encogía el estómago. Supuso que no era tan difícil imaginárselo, pero había estado tan concentrada en sus propios sentimientos que apenas había tenido tiempo de considerar qué pensaría Cam de Daniel y ella.

—En realidad, no nos conoces a ninguno de los dos —dijo Cam levantándose y alejándose unos pasos—, pero crees que estás preparada para escoger a uno de nosotros ahora mismo, ¿no?

Era un poco presuntuoso por su parte pensar que todavía tenía alguna posibilidad —sobre todo después de lo que había ocurrido la noche anterior—, o que creyera que había algún tipo de competición entre Daniel y él.

Cam se agachó ante ella. Tenía una expresión diferente —suplicante, seria— cuando la cogió de las manos.

A Luce le sorprendió verlo tan demacrado.

—Lo siento —dijo ella apartando las manos—. Sencillamente ha pasado.

—¡Tú lo has dicho! Sencillamente ha pasado. ¿Qué fue?, déjame adivinar… anoche te miró de un modo romántico, desconocido para ti. Luce, te estás precipitando al tomar una decisión sin ni siquiera saber lo que está en juego. Podría haber muchas cosas en juego. —La mirada confundida de Luce le arrancó un suspiro—. Yo podría hacerte feliz.

—Daniel me hace feliz.

—¿Cómo puedes decir eso? Ni siquiera se atreve a tocarte.

Luce cerró los ojos y recordó cómo la noche anterior sus labios se habían unido en la playa, los brazos de Daniel envolviéndola. El mundo entero parecía tan en orden, tan armónico y seguro.

Pero ahora, cuando abría los ojos Daniel no estaba por ninguna parte.

Solo estaba Cam.

Luce se aclaró la garganta.

—Sí, sí que se atreve. Lo hace.

Sintió que se le sonrojaban las mejillas. Luce las presionó con su mano fría, pero Cam no se dio cuenta. Cerró los puños.

—Explícate.

—La forma en que Daniel me besa no es asunto tuyo.

Luce se mordió el labio, furiosa porque Cam se burlaba de ella.

Cam se rió entre dientes.

—Ah, ¿sí? Yo puedo hacerlo tan bien como Grigori —dijo, sujetándole la mano y besándole el dorso antes de dejarla caer bruscamente.

—No fue nada parecido —dijo Luce al tiempo que se volvía.

—¿Y qué tal así?

Los labios de Cam rozaron la mejilla de Luce antes de que ella pudiera evitarlo.

—Nada que ver.

Cam se lamió los labios.

—¿Me estás diciendo que Daniel Grigori te besó de la forma que mereces que te besen?

La expresión de sus ojos empezaba a adquirir un aire torvo.

—Sí —contestó—. El mejor beso que me han dado nunca.

Y aunque había sido su único beso real, Luce sabía que si le volvían a preguntar en sesenta años, en cien años, respondería lo mismo.

—Y, a pesar de todo, sigues aquí —dijo Cam, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

A Luce no le gustaba lo que estaba insinuando.

—Estoy aquí solo para decirte la verdad sobre Daniel y yo. Para hacerte saber que tú y yo…

Cam estalló en carcajadas, una risa sonora y vacía que expandió su eco por todo el cementerio. Se rió tan fuerte y durante tanto tiempo que tuvo que sujetarse la barriga y secarse una lágrima.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le preguntó Luce.

—Ni te lo imaginas —contestó sin dejar de reír.

Aquel tono en plan no-lo-entenderías que había empleado Cam no era muy distinto del que usó Daniel la noche anterior cuando, inconsolable, le repetía aquellas dos palabras: «Es imposible». Pero con Cam, Luce reaccionó de un modo completamente distinto. Cuando Daniel no le explicó nada, ella se sintió incluso más atraída hacia él. Hasta cuando discutían, ella deseaba estar con Daniel más de lo que nunca había querido estar con Cam. Pero cuando Cam la trató como una ignorante, en realidad se sintió aliviada. No quería sentirse cerca de él.

De hecho, en ese preciso instante, se sentía demasiado cerca de él.

Y ya tenía suficiente. Apretó los dientes, se levantó y se marchó ofendida en dirección a las cancelas, enfadada consigo misma por haber perdido tanto tiempo con aquella historia.

Pero Cam la alcanzó, se puso delante de ella y le cerró el paso. Todavía se estaba riendo de ella, aunque intentaba reprimirse mordiéndose los labios.

—No te vayas —musitó, riéndose entre dientes.

—Déjame en paz.

—Aún no.

Antes de que pudiera zafarse, Cam la estrechó entre sus brazos, la levantó y la inclinó hacia atrás, de forma que los pies de Luce dejaron de tocar el suelo. Luce gritó y opuso resistencia, pero él sonrió.

—¡Suéltame!

—Hasta el momento la lucha entre Grigori y yo ha sido bastante equitativa, ¿no te parece?

Ella lo fulminó con la mirada mientras intentaba zafarse empujándolo con las manos.

—Vete al infierno.

—Te estás confundiendo —dijo al tiempo que le acercaba la cara. Sus ojos verdes la tenían dominada, y odió que una parte de ella todavía se sintiera atraída por su mirada.

»Escucha, sé que las cosas se han descontrolado un poco durante estos últimos días —dijo en un susurro—, pero tú me gustas, Luce, me gustas mucho. No te vayas con él sin antes dejarme que te dé un beso.

Ella sintió que sus brazos habían aumentado la presión y, de repente, tuvo miedo. Se hallaban en un lugar apartado y nadie sabía dónde estaba ella.

—No cambiaría nada —le dijo, intentando mantener la calma.

—Sígueme el juego: finjamos que soy un soldado y que tú cumples mi último deseo.

Lo prometo, solo un beso.

Luce pensó en Daniel: se lo imaginó esperándola en el lago, manteniéndose ocupado haciendo saltar piedras sobre el agua cuando debería tenerla entre sus brazos. No quería darle un beso a Cam, pero ¿y si él no la soltaba? El beso podría ser la cosa más nimia e insignificante, el camino más fácil para que la dejara tranquila, y entonces estaría libre para volver con Daniel. Cam se lo había prometido.

—Solo un beso… —empezó a decir, y un instante después sus labios ya se habían unido.

Su segundo beso en dos días. Mientras que el beso de Daniel había sido hambriento, casi desesperado, el de Cam fue suave, rozando en exceso la perfección, como si hubiera practicado con un centenal de chicas antes de ella.

Pero, aun así, notó que algo dentro de ella se despertaba, que algo dentro de ella quería que reaccionara, y se apoderaba del enfado que había sentido solo unos segundos antes, haciéndolo desaparecer. Cam todavía la sostenía hacia atrás y Luce se sintió segura entre sus brazos fuertes y diestros. Y necesitaba sentirse segura. Aquello suponía un cambio tremendo con respecto a, bueno, a todo lo que había vivido con Cam antes de besarlo. Sabía que se estaba olvidando de algo, de alguien… ¿de quién? No podía recordarlo. Solo estaban el beso, los labios de Cam y…

De repente, sintió que se caía. Se golpeó contra el suelo con tanta fuerza que se quedó sin respiración. Al levantarse, apoyándose en los brazos, observó que, unos centímetros más allá, la cara de Cam estaba tocando el suelo. Luce hizo una mueca involuntaria.

El sol de la primera hora de la tarde proyectaba una luz turbia sobre las dos figuras que acababan de llegar al cementerio.

—¿Cuántas veces te has propuesto echar a perder a esta chica? —Luce oyó que alguien con acento sureño pronunciaba aquella frase.

«¿Gabbe?» Alzó la vista, parpadeando por la luz del sol.

Eran Gabbe y Daniel.

Gabbe se apresuró a ayudarla a levantarse, pero Daniel ni siquiera se dignó a mirarla.

Luce se maldijo en voz baja. No sabía qué era peor: que Daniel la hubiera visto besando a Cam o que Daniel —estaba segura de ello— fuera a pelearse de nuevo con Cam.

Cam se levantó y se encaró a ellos, ignorando por completo a Luce.

—De acuerdo, ¿a quién de vosotros dos le toca esta vez? —gruñó.

¿Esta vez?

—A mí —dijo Gabbe dando un paso al frente con los brazos en jarras—. Ese primer azote cariñoso te lo he dado yo, cariño. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Luce negó con la cabeza; Gabbe tenía que estar de broma. Sin duda, aquello debía de ser algún tipo de juego, pero no parecía que Cam se estuviera divirtiendo. Enseñó los dientes y se arremangó la camisa, al tiempo que levantaba los puños y se acercaba a Gabbe.

—¿Otra vez, Cam? —le regañó Luce—. ¿Es que no has tenido ya suficientes peleas esta semana?

Y por si fuera poco, esta vez iba a pegar a una chica. Él le dirigió una sonrisa sesgada.

—A la tercera va la vencida —contestó en un tono más bien malicioso. Se volvió justo cuando Gabbe le encajó una patada en la mandíbula.

Luce se echó hacia atrás cuando Cam cayó al suelo. Tenía los ojos cerrados por el dolor y las manos en la cara. De pie a su lado, Gabbe parecía impasible, como si acabara de sacar una tarta de melocotón del horno. Se miró las uñas y suspiró.

—Es una pena tener que pegarte una paliza cuando acabo de hacerme la manicura. Pero qué se le va a hacer… —dijo, y se puso a patear a Cam en el estómago, deleitándose con cada patada igual que un niño que va ganando partidas en la consola.

Tambaleándose, Cam logró ponerse en cuclillas. Luce no podía ver su cara —la tenía oculta entre las rodillas—, pero estaba gimiendo de dolor y respiraba con dificultad.

Luce se quedó quieta y miró primero a Gabbe y después a Cam, y viceversa, incapaz de entender lo que estaba viendo. Cam era dos veces más grande que ella, pero era Gabbe la que parecía tener la sartén por el mango. El día anterior Luce había visto cómo Cam le daba una paliza a un tipo enorme en el bar. Y la otra noche, fuera de la biblioteca, Daniel y Cam parecían luchar en igualdad de condiciones. Por eso Luce estaba alucinando con Gabbe, con su pelo recogido en una coleta sujeta con una cinta multicolor, que ahora tenía a Cam inmovilizado en el suelo mientras le retorcía el brazo por la espalda.

—¿Te rindes? —le preguntó en tono burlón—. Di la palabra mágica, cielo, y te dejaré ir.

—Nunca —Cam escupió en el suelo.

—Estaba deseando que dijeras eso —dijo, empujándole la cabeza con fuerza contra la tierra.

Daniel puso la mano en el cuello de Luce, y ella se relajó y lo miró, pero tenía miedo de ver su expresión. Debía de odiarla.

—Lo siento tanto —musitó—. Cam…

—¿Por qué has venido aquí a encontrarte con él?

En su voz había dolor e indignación al mismo tiempo. Le sujetó la barbilla para que lo mirara, y Luce notó que tenía los dedos helados. Los ojos de Daniel ya no eran grises, sino completamente violetas.

A Luce le tembló el labio.

—Pensaba que podía controlar la situación; ser honesta con Cam de forma que tú y yo pudiéramos estar juntos sin problemas, sin tener que preocuparnos por nada.

Daniel resopló, y Luce se dio cuenta de lo estúpido que sonaba lo que había dicho.

—Ese beso… —prosiguió Luce retorciéndose las manos. Le habría gustado poder escupirlo sin más— ha sido un enorme error.

Daniel cerró los ojos y se volvió. Abrió la boca dos veces para decir algo, pero se lo pensó mejor.

Se pasó las manos por el pelo y se balanceó. Por su actitud, Luce pensó que iba a echarse a llorar pero, al final, la rodeó entre sus brazos.

—¿Estás enfadado conmigo? —Hundió la cabeza en su pecho y respiró el dulce olor de su piel.

—Solo me alegro de haber llegado a tiempo.

Los quejidos de Cam reclamaron la atención de ambos, y cuando lo miraron, hicieron una mueca.

Daniel la tomó de la mano e intentó llevársela de allí, pero Luce no podía dejar de mirar a Gabbe, que acababa de hacerle una llave a Cam sin inmutarse. Cam estaba magullado y tenía un aspecto patético. Luce no entendía nada.

—¿Qué está pasando, Daniel? —musitó Luce—. ¿Cómo le puede estar dando esa paliza a Cam? ¿Y por qué se deja él?

Daniel suspiró a medias y esbozó una media sonrisa.

—No se está dejando. Lo que ves es solo un ejemplo de lo que puede hacer una chica.

Ella negó con la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Cómo…?

Daniel le acarició la mejilla.

—¿Vamos a dar un paseo? —le preguntó—. Intentaré explicarte algunas cosas, pero creo que deberías estar sentada.

Luce también tenía algunas cosas que aclarar con Daniel. Bien, si no aclararlas exactamente, al menos sí conversar sobre ellas, para ver si él la consideraba completa y oficialmente loca. Aquello de la luz violeta, por ejemplo. Y los sueños que no podía (que no quería) dejar de tener.

Daniel la condujo hacia una zona del cementerio que Luce no había visto nunca, un lugar llano y despejado donde dos melocotoneros crecían juntos. Los troncos se inclinaban el uno sobre el otro, de forma que ambos dibujaban la forma de un corazón.

La llevó justo debajo de donde se entrelazaban las ramas y le cogió las manos para entrelazar sus dedos.

El silencio de la tarde solo se veía interrumpido por el canto de los grillos, y Luce se imaginó a los demás estudiantes en el comedor. Comiendo puré de patatas de las bandejas o sorbiendo leche a temperatura ambiente a través de unas pajitas. Era como si, de repente, Daniel y ella estuvieran en otro plano de la realidad, ajenos al resto de la escuela. Todo lo demás —excepto sus manos enlazadas, el cabello de Daniel brillando a la luz del sol de la tarde, sus ojos grises y cálidos—, todo lo demás parecía muy, muy lejano.

—No sé por dónde empezar —dijo, ejerciendo más presión en sus dedos mientras se los masajeaba, como si pudiera obtener la respuesta al hacerlo—. Tengo tanto que decirte, y no debo equivocarme.

Por mucho que Luce deseara que lo que Daniel tenía que decirle fuera una simple declaración de amor, sabía que se trataba de otra cosa. Era algo difícil de decir, algo que iba a explicar muchas cosas de él, pero que quizá también resultaría complicado de asimilar para Luce.

—¿Y si empiezas por eso de «tengo una buena noticia y otra mala»?

—Buena idea. ¿Cuál quieres primero?

—La mayoría de la gente quiere la buena primero.

—Quizá sí —dijo—. Pero tú no tienes nada que ver con la mayoría de la gente.

—Vale, dime la mala primero.

Daniel se mordió el labio.

—Entonces prométeme que no te irás sin haber oído antes la buena noticia.

No tenía ninguna intención de irse; no justo ahora, que él no intentaba evitarla y que parecía estar dispuesto a responder algunas de las muchas preguntas que habían obsesionado a Luce durante las últimas semanas.

Daniel se llevó las manos de Luce al pecho y las apretó contra su corazón.

—Voy a decirte la verdad —dijo—. No me vas a creer, pero mereces saberla. Aunque pueda matarte.

—De acuerdo.

A Luce se le hizo un nudo en el estómago, y sintió que le empezaban a temblar las rodillas. Se alegró de que la hubiera hecho sentarse.

Daniel caminaba de un lado para otro, y finalmente respiró hondo.

—En la Biblia… Luce refunfuñó, no pudo evitarlo, fue una especie de acto reflejo como reacción a las charlas de catequesis. Además, quería que hablaran de ellos, no que le contara una parábola moralista. En la Biblia no iba a encontrar respuesta a ninguna de las preguntas que tenía sobre Daniel.

—Escucha —le dijo, mirándola fijamente—. ¿Sabes que en la Biblia Dios da mucha importancia a la idea de que todo el mundo debe amarlo con toda su alma? ¿Y a que tiene que ser un amor incondicional, incomparable?

Luce se encogió de hombros.

—Supongo.

—Vale… —Daniel parecía estar buscando las palabras adecuadas—. Esa obligación no atañe solo a las personas.

—¿Qué quieres decir? ¿A quién más? ¿A los animales?

—Sí, sin duda a veces también —dijo Daniel—. Como con la serpiente, que fue condenada a reptar para siempre después de haber tentado a Eva.

Luce tembló al pensar de nuevo en Cam. La serpiente. El picnic. El collar. Se pasó la mano por el cuello desnudo, contenta de no llevarlo.

Él le pasó los dedos por el pelo, recorrió su mandíbula y los dejó descansar en el hueco de su cuello.

Ella suspiró, en la gloria.

—Lo que intento decirte es… supongo que yo también podría decir que estoy condenado, Luce. He estado condenado durante mucho, mucho tiempo. —Hablaba como si las palabras tuvieran un sabor amargo—. Una vez tomé una decisión, una decisión en la que creía… en la que todavía creo, aunque…

—No entiendo nada —Luce lo interrumpió sacudiendo la cabeza.

—Claro que no lo entiendes —dijo agachándose a su lado—. Y yo nunca he tenido demasiado éxito explicándotelo. —Se rascó la cabeza y bajó la voz, como si estuviera hablando consigo mismo—. Pero he de intentarlo. Así que ahí va.

—De acuerdo —contestó Luce. La estaba confundiendo, y apenas había dicho nada todavía, pero intentó fingir que estaba menos perdida de lo que en realidad estaba.

—Me enamoro —explicó cogiéndole las manos con fuerza—. Una y otra vez. Y siempre acaba de manera catastrófica.

«Una y otra vez.»

Esas palabras la pusieron enferma. Luce cerró los ojos y apartó las manos. Eso ya se lo había dicho, aquel día que estuvieron en el lago. Había vivido rupturas, había salido escaldado. ¿Qué razón había para que le viniera ahora con lo de esas chicas? Le había dolido entonces, e incluso le dolía más ahora, como un punzón agudo en las costillas. Él le estrechó los dedos.

—Mírame —le suplicó—. Aquí es cuando las cosas se ponen difíciles.

Ella abrió los ojos.

—La chica de la que me enamoro cada vez eres tú.

Luce había estado conteniendo la respiración, y quiso liberar el aire, pero lo que salió de su boca fue una risa aguda y cortante.

—Claro, Daniel —dijo, haciendo ademán de levantarse—. Guau, de verdad estás condenado, eso que dices suena terrible.

—Escucha. —La sentó de golpe con tal fuerza que le dolió el hombro. Sus ojos desprendieron un destello violeta, por lo que Luce dedujo que estaba enfadado. Pues bien, ella también lo estaba.

Daniel miró hacia arriba, hacia el dosel que formaban los melocotoneros, como si pidiera ayuda.

—Te lo ruego, déjame explicarme. —Le tembló la voz—. El problema no es que te quiera.

Ella respiró profundamente.

—Entonces, ¿cuál es?

Intentó escuchar, intentó ser fuerte y no sentirse herida. Daniel ya parecía suficientemente destrozado por los dos.

—Yo vivo eternamente —dijo.

Los árboles susurraron a su alrededor, y Luce vio un atisbo de sombra por el rabillo del ojo. No aquel remolino de oscuridad enfermizo y omnipresente de la noche anterior, sino un aviso. La sombra mantenía las distancias y bullía impasible en la esquina, pero estaba esperando.

Esperándola a ella. Luce sintió un profundo escalofrío que le heló los huesos. No pudo sustraerse a la sensación de que algo ominoso, negro como la noche, algo definitivo estaba preparándose.

—Lo siento —dijo mirando de nuevo a Daniel—. ¿Podrías… hummm, repetirlo?

—Tengo que vivir eternamente —repitió. Luce todavía estaba perdida, pero él siguió hablando, de sus labios brotaba un torrente de palabras—. Tengo que vivir, y ver a los niños nacer, crecer y enamorarse. Veo cómo ellos mismos tienen hijos y envejecen. Veo cómo mueren. Luce, estoy condenado a verlos una y otra vez. A todos, menos a ti. —Tenía los ojos vidriosos, y su voz se convirtió en un susurro—. Tú no puedes enamorarte…

—Pero… —lo interrumpió susurrando a su vez—. Yo… me he enamorado.

—No puedes tener hijos y envejecer, Luce.

—¿Por qué no?

—Apareces de nuevo cada diecisiete años.

—Por favor…

—Y nos encontramos. Siempre nos encontramos, de alguna forma siempre acabamos juntos, no importa adónde vaya, no importa cuánto intente alejarme de ti. No importa. Tú siempre me encuentras.

Había bajado la vista hasta sus puños cerrados, como si quisiera golpear algo, incapaz de levantar los ojos.

—Y cada vez que nos encontramos, te enamoras de mí…

—Daniel…

—Puedo intentar resistirme, o alejarme, o tratar con todas mis fuerzas de no responderte, pero eso no cambia nada. Tú te enamoras de mí y yo me enamoro de ti.

—¿Y es que eso es tan terrible?

—Te mata.

—¡Basta! —gritó—. ¿Qué te propones? ¿Asustarme para que me vaya?

—No —resopló—. De todas formas, no funcionaría.

—Si no quieres estar conmigo… —dijo ella deseando que todo fuera una broma pesada, un discurso de ruptura para acabar ton todos los discursos de ruptura, pero no la verdad. Aquello no podía ser la verdad— …seguramente habrá alguna historia más verosímil.

—Sé que no puedes creerme. Y esa es la razón por la que no te lo podía decir hasta ahora, cuando debo decírtelo. Porque pensaba que entendía las reglas y… nos besamos, y ahora no entiendo nada.

Las palabras que pronunció la noche anterior le vinieron de golpe a la cabeza: «No sé cómo pararlo. No sé qué hacer».

—Porque me besaste.

Él asintió.

—Me besaste y, después de hacerlo, estabas sorprendido.

Daniel asintió de nuevo, un poco avergonzado.

—Me besaste —prosiguió Luce, buscando la forma de atar todos los cabos—, ¿y pensaste que no iba a sobrevivir?

—Sí, basándome en experiencias previas —dijo con voz ronca.

—Eso es una locura.

—Pero no tiene que ver con el beso de esta vez, sino con lo que significa. En algunas vidas podemos besarnos, pero en la mayoría no —le acarició la mejilla, y Luce no pudo evitar que le gustara—. He de decir que prefiero las vidas en las que podemos besarnos. —Miró al suelo—. Aunque luego, el hecho de perderte sea mucho más duro.

Luce quería enfadarse con él, por inventarse aquella historia tan rocambolesca cuando deberían estar abrazados como lapas. Pero había algo, una especie de comezón, que le decía que no se apartara de Daniel ahora, que se quedara allí e intentara escuchar todo cuanto pudiera.

—Cuando me «pierdes» —dijo ella, notando el peso de aquella palabra cuando salió de sus labios—, ¿de qué forma sucede? ¿Y por qué?

—Depende de ti, de cuánto puedes ver de nuestro pasado, de lo bien que me hayas llegado a conocer. —Movió las manos con las palmas hacia arriba—. Sé que esto suena muy…

—¿Increíble?

Él sonrió.

—Iba a decir vago. Pero intento no esconderte nada. Es un tema muy, muy delicado. A veces, en el pasado, el mero hecho de contarte esto…

Luce esperó con atención a que Daniel dijera algo, pero no lo hizo.

—¿Me ha matado?

—Iba a decir «me ha roto el corazón».

Era evidente que todo aquello le causaba dolor, y Luce quería consolarlo. Se sintió atraída hacia él, había algo en su interior que la empujaba hacia delante, pero no pudo. Fue entonces cuando tuvo la certeza de que Daniel sabía lo del resplandor violeta, y que no era ajeno al fenómeno.

—¿Qué eres? —preguntó—. Algún tipo de…

—Vago por la tierra, y en el fondo siempre sé que voy a encontrarte. Solía buscarte, pero luego, cuando empecé a esconderme de ti, del desengaño que era inevitable, fuiste tú la que comenzó a buscarme. No tardé en darme cuenta de que siempre volvías cada diecisiete años.

Luce había cumplido los diecisiete a finales de agosto, dos semanas antes de ingresar en Espada & Cruz. Había sido una celebración triste, solo Luce, sus padres y un pastel precocinado. No hubo velas, por si acaso. ¿Y qué ocurría con su familia? ¿También aparecían cada diecisiete años?

—No es tiempo suficiente para que superara la última vez —dijo—. Pero sí que basta para que baje la guardia de nuevo.

—¿Así que sabías que yo iba a llegar? —inquirió dubitativa.

Él estaba muy serio, pero Luce aún no podía creerlo. No quería creerlo.

Daniel negó con la cabeza.

—No sé qué día apareces, no funciona así. ¿No te acuerdas de cómo reaccioné el día en que nos vimos? —Él miró hacia arriba, como si él mismo estuviera recordando—. Cada vez, durante los primeros segundos, me siento eufórico y me olvido de todo. Luego lo recuerdo.

—Sí —dijo ella lentamente—. Me sonreíste y luego… ¿es por eso por lo que me hiciste aquel gesto con el dedo?

Él frunció el ceño.

—Pero si eso ocurre cada diecisiete años, como dices, tú sabías que yo iba a venir. De alguna forma, lo sabías.

—No es fácil, Luce.

—Te vi ese día antes de que tú me vieras. Estabas fuera del Agustine, riéndote con Roland, y os estabais riendo tanto que a mí me entraron celos. Si tú sabes todo eso, Daniel, si eres tan listo que puedes predecir cuándo voy a venir y cuándo voy a morir, y lo difícil que esa va a ser para ti, ¿cómo podías reírte así? No te creo —dijo con un temblor en la voz—. No me creo nada de todo esto.

Daniel le secó con suavidad una lágrima con el pulgar.

—Es una pregunta estupenda, Luce. Me encanta que me la hagas, y ojalá pudiera responderla. Solo puedo decirte esto: la única forma de sobrevivir a la eternidad es siendo capaz de valorar cada momento. Eso era lo único que estaba haciendo.

—Eternidad —repitió Luce—. Otra cosa que no puedo entender.

—No importa. Ya no podría reír más de esa forma. Tan pronto como apareces, me siento abrumado.

—Lo que dices no tiene ningún sentido —repuso.

Sentía la necesidad de irse antes de que oscureciera demasiado. Pero la historia de Daniel era tan absurda. Durante todo el tiempo que había pasada en Espada & Cruz, Luce casi llegó a creer que estaba loca, pero su demencia no era nada comparada con la de Daniel.

—No hay un manual para explicarle todo este… asunto a la chica a la que amas —se quejó pasándose la mano por el pelo—. Lo hago lo mejor que puedo. Quiero que me creas, Luce. ¿Qué más puedo hacer?

—Explícame otra cosa —repuso con amargura—. Invéntate una excusa más creíble.

—Tú misma dijiste que sentías como si ya me conocieras. Intenté negarlo mientras pude porque sabía que iba a pasar esto.

—Sí, sentía que te conocía de alguna parte, claro —dijo, y su voz expresaba un atisbo de miedo—. Del centro comercial, o del campamento de verano o algo así. No de una vida anterior. —Negó con la cabeza—. No, no puedo creerlo.

Se tapó los oídos.

Daniel le retiró las manos.

—Y, aun así, en el fondo sabes que es verdad. —Le estrechó las rodillas y la miró fijamente a los ojos—. Lo sabías cuando subí contigo hasta la cima del Corcovado en Rio porque querías ver de cerca la estatua. Lo sabías cuando te llevé durante tres calurosos kilómetros hasta el río Jordán, después de que enfermaras a las afueras de Jerusalén. Te advertí de que no comieras todos aquellos dátiles. Lo sabías cuando fuiste mi enfermera en aquel hospital italiano durante la Primera Guerra Mundial y, antes de eso, cuando me escondí en tu sótano durante la purga que el Zar llevó a cabo en San Petersburgo. Cuando escalé la torreta de tu castillo en Escocia durante la Reforma, y cuando te hice bailar sin parar durante la celebración de la coronación del rey en Versalles. Eras la única mujer vestida de negro. También hubo lo de aquella colonia de artistas en Quintana Roo, y aquella marcha de protesta en Ciudad del Cabo, en la que pasamos la noche en comisaría. La apertura del Globe Theatre en Londres, donde tuvimos las mejores butacas. Y cuando mi barco se fue a pique en Tahití, tú estabas allí, igual que cuando estuve preso en Melbourne, cuando fui carterista en el Nîmes del siglo XVIII, y monje en el Tíbet. Aparecías en cualquier lugar, siempre, y tarde o temprano sentías las cosas que acabo de explicarte. Pero no vas a aceptar que lo que sientes pueda ser verdad.

Daniel se detuvo para tomar aire y miró más allá de ella, sin ver. Entonces extendió la mano, le apretó la rodilla y ella volvió a sentir de nuevo que le transmitía aquel fuego.

Luce cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos Daniel le tendía una peonia blanca perfecta. Casi resplandecía. Se volvió para ver de dónde la había cogido, cómo podía no haberse dado cuenta antes, pues por allí solo había malas hierbas y frutos podridos. Sostuvieron juntos la flor.

—Lo sabías cuando cogiste peonias blancas todos los días durante un mes aquel verano en Helston. ¿Te acuerdas de eso? —La miró, como si intentara ver en su interior—. No. —Suspiró—. Claro que no. Te envidio por eso.

Pero a medida que hablaba, Luce empezó a sentir calor por toda su piel, como si respondiera a unas palabras que su cerebro no podía reconocer. Había una parte en ella que ya no estaba segura de nada.

—Hago todas estas cosas —dijo Daniel acercándose a ella hasta que sus frentes se tocaron— porque tú eres mi amor, Lucinda. Para mí eres lo único que existe.

A Luce le temblaba el labio inferior y sus manos se quedaron flácidas entre las de Daniel. Los pétalos de la flor se deslizaron entra sus dedos y cayeron al suelo.

—Entonces, ¿por qué estás tan triste?

Todo aquello era demasiado, ni siquiera podía empezar a pensar en ello. Se apartó de Daniel, se levantó y se sacudió las hojas y la hierba de los tejanos. La cabeza le daba vueltas. ¿Había vivido… antes?

—Luce.

Ella se despidió con la mano.

—Creo que necesito ir a alguna parte sola y descansar.

Se apoyó en el melocotonero; se sentía débil.

—¿No te encuentras bien? —le preguntó Daniel, levantándose y cogiéndole la mano.

—No.

—Lo siento —Daniel suspiró—. No sé qué esperaba que pudiera suceder cuando te lo dijera. No debería…

Nunca habría dicho que alguna vez iba a necesitar un respiro de Daniel, pero en ese momento sentía que tenía que irse. La forma en que la estaba mirando, sabía que él esperaba que le dijera que se encontrarían más tarde, que hablarían largo y tendido, pero ya no estaba muy segura de que fuera una buena idea. Cuantas más cosas decía, más sentía que algo se despertaba en su interior… algo para lo que no sabía si estaba preparada. Ya no pensaba que estaba loca… y tampoco estaba segura de que Daniel lo estuviese. Para cualquier otra persona, su historia habría resultado cada vez más increíble a medida que avanzaba. Pero para Luce… no estaba segura, pero ¿y si las palabras de Daniel fueran respuestas que pudieran dar sentido a toda su vida? No podía saberlo, y sintió más miedo del que había sentido nunca.

Apartó la mano de Daniel y caminó hacia la residencia. Unos pocos pasos después, se detuvo y se volvió lentamente.

Daniel no se había movido.

—¿Qué pasa? —le preguntó alzando la barbilla.

Ella se quedó allí, a cierta distancia.

—Te prometí quedarme hasta escuchar la buena noticia.

Daniel relajó la cara y esbozó una leve sonrisa, aunque en su expresión había una nota de desconcierto.

—La buena noticia —hizo una pausa para escoger bien sus palabras— es que te besé y sigues aquí.