La guarida del león
Había pasado mucho tiempo desde que Luce se había mirado por última vez en el espejo. No solía darle mucha importancia a su reflejo… sus ojos claros y avellanados, los dientes pequeños y bien formados, unas pestañas tupidas y una melena morena y densa. Eso era todo. Antes del verano anterior.
Desde que su madre le había cortado el pelo, Luce había empezado a evitar los espejos. No era solo por el pelo corto; Luce pensaba que ya no se gustaba a sí misma, y decidió que ya no quería tener más pruebas. Empezó por mirarse fijamente las manos cuando se las lavaba y por mantener la vista al frente cuando caminaba delante de algún cristal ahumado, y evitaba las pequeñas polveras con espejo.
Pero veinte minutos antes de encontrarse con Cam, Luce se miró al espejo en el solitario baño de chicas del Agustine. No tenía muy mal aspecto. Por fin el cabello le estaba creciendo, y el peso empezaba a suavizar algunos de sus rizos. Se concentró en sus dientes, luego se irguió y se observó en el espejo como si estuviera mirando fijamente a Cam. Tenía que decirle algo, algo importante, y quería asegurarse de que podría lucir esa mirada que le obligaría a tomarla en serio.
Aquel día, Cam no había asistido a las clases. Tampoco lo había hecho Daniel, así que Luce supuso que el señor Cale los había castigado a ambos. O eso, o se estaban curando las heridas. Pero Luce estaba segura de que Cam la estaría esperando.
No quería verlo, no le apetecía en absoluto. Pensar que sus puños habían golpeado a Daniel hacía que se le revolviera el estómago. Pero, en primer lugar, se había peleado por su culpa. Ella había dejado que Cam la besara… y el hecho de que hubiera sucedido porque estaba confundida, o halagada, o porque Cam le gustaba un poquito, carecía de toda importancia. Lo más importante era que tenía que ser directa con él: no había nada entre ellos.
Respiró hondo, se bajó la camisa hasta los muslos y salió del baño.
Cuando se acercó a la verja, no lo vio. Pero, en cualquier caso, era difícil ver cualquier cosa más allá de la zona del aparcamiento en obras. Luce no había vuelto a la entrada de Espada & Cruz desde que habían empezado las reformas, y le sorprendió lo complicado que resultaba abrirse paso a través del aparcamiento destripado. Tuvo que sortear los baches e intentar no llamar la atención de los operarios, a la vez que agitaba las manos para intentar disipar los gases que emanaban del asfalto.
No había señal de Cam por ninguna parte. En un primer momento se sintió como una idiota, casi como si le hubieran gastado una broma pesada. La altas cancelas metálicas estaban muy oxidadas, ya través de sus rejas Luce contempló el bosquecillo de olmos centenarios que había al otro lado de la carretera. Se hizo crujir los dedos, y recordó el día que Daniel le dijo que odiaba que lo hiciera. Pero él no estaba allí para verlo; allí no había nadie. Entonces se dio cuenta de que había un papel doblado que llevaba su nombre escrito. Estaba clavado en el grueso magnolia de tronco grisáceo que había junto a la cabina rota.
Esta noche te libras del evento social. Mientras los demás ponen en escena una reconstrucción de la Guerra Civil —triste pero cierto—, nosotros nos iremos de juerga por la ciudad. Un sedán negro con una matrícula dorada te conducirá hasta mí. Pensé que no estaría mal que tomáramos un poco de aire fresco.
El alquitrán la hizo toser. El aire fresco era una cosa, pero ¿un sedán negro pasándola a recoger por el reformatorio? ¿Que la conduciría hasta él como si Cam fuera una especie de monarca que podía disponer de mujeres a su antojo? Y, en cualquier caso, ¿dónde estaba él?
Nada de lo que allí ponía entraba en los planes de Luce. Había consentido presentarse a la cita con Cam solo para decirle que él quería algo que ella no podía darle, porque —aunque no pensaba decírselo—, cada vez que había golpeado a Daniel la noche anterior, algo se había estremecido en su interior, como si la quemaran. Era evidente que tenía que cortar de raíz aquella historia con Cam. Por eso llevaba el collar dorado en el bolsillo; había llegado el momento de devolvérselo.
Solo que ahora se sentía estúpida por haber imaginado que lo único que quería Cam era hablar con ella. Por supuesto que guardaba otro as en la manga, era de esa clase de chicos.
Luce se volvió al oír las ruedas de un coche que aminoraba la marcha. Un sedán negro se detuvo frente a las cancelas. La ventana tintada del conductor descendió y una mano velluda descolgó el auricular de la cabina que había al lado de las puertas. Un momento después, colgó el auricular y empezó a hacer sonar la bocina con insistencia.
Al final, las grandes cancelas metálicas se abrieron, el coche avanzó y se detuvo frente a ella. Las puertas del coche se abrieron suavemente. ¿Sería capaz de entrar en aquel coche y dejarse conducir a quién-sabía-dónde para encontrarse con Cam?
La última vez que había estado de pie allí fue para decir adiós a sus padres. Ya los echaba de menos antes de que se fueran, y se despidió desde aquel mismo lugar, junto a la cabina rota que había dentro del patio… y, lo recordaba, allí había visto una de las cámaras más sofisticadas, una que tenía detector de movimientos y podía hacer zoom para ver todos los detalles. Cam no podía haber escogido un lugar peor para que el coche la recogiera.
De repente, tuvo la visión de una celda subterránea e incomunicada, con húmedas paredes de cemento y cucarachas subiéndole por las piernas. Sin luz natural. Por todo el reformatorio seguían propagándose los rumores sobre aquella pareja, Jules y Phillip, a los que nadie había vuelto a ver después de que los pillaran escapándose de Espada & Cruz. ¿Acaso Cam se había creído que a Luce le apetecía tanto verle: que se arriesgaría a salir tranquilamente del reformatorio delante mismo de las rojas?
El coche todavía ronroneaba frente a ella. Al cabo de un momento, el conductor —un hombre atlético con gafas de sol, cuello ancho y cabello ralo— extendió una mano que sostenía un pequeño sobre blanco. Luce vaciló un segundo antes de acercarse y cogerlo de entre sus dedos.
Artículos de papelería de la factoría Cam. Una tarjeta gruesa de color marfil oscuro con el nombre de él impreso con letras doradas y decadentes en la esquina inferior izquierda.
Tenía que habértelo dicho antes, la cámara está precintada; puedes comprobarlo tú misma. Me he preocupado de ese detalle, igual que me preocupo por ti. Nos vemos pronto, espero.
¿Precintada? ¿Se refería a que…? Se atrevió a mirar a la roja. Sí, lo había hecho, había puesto un círculo negro de cinta adhesiva sobre la lente de la cámara. Luce no sabía cómo funcionaban aquellas cosas o cuánto tiempo les llevaría a los profesores darse cuenta, pero sin saber muy bien por qué, le aliviaba que Cam hubiera pensado en ello. No podía imaginarse a Daniel siendo tan previsor.
Tanto Callie como sus padres estaban esperando su llamada esa tarde. Luce había leído la carta de diez páginas de Callie tres veces, y había memorizado todas las anécdotas divertidas de su viaje de aquel fin de semana con sus amigos a Nantucket, pero seguía sin saber qué responder a ninguna de las preguntas que Callie le hacía sobre la vida que llevaba en Espada & Cruz. Si se daba la vuelta, entraba en el edificio y los llamaba, no tenía ni idea de cómo iba a poner al corriente a Callie o a sus padres sobre el oscuro y siniestro giro que habían tomado los acontecimientos durante los últimos días. Lo más fácil era no decirles nada, al menos hasta que se hubiera aclarado las ideas.
Se acomodó en el asiento acolchado de piel beige y se abrochó el cinturón.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—A un pequeño sitio que hay río abajo. Al señor Briel le gusta el color local. Ponte cómoda y relájate, cielo. Ya lo verás.
¿El señor Briel? ¿Quién era ese? A Luce nunca le había gustado que le dijeran que se relajase, sobre todo cuando parecía una advertencia velada para que no hiciera más preguntas. No obstante, se cruzó de brazos, miró por la ventana e intentó olvidar el tono del conductor cuando la llamó «cielo».
A través de las ventanas tintadas, los árboles y el asfalto gris de la calzada se veían marrones. En el cruce cuya desviación hacia el oeste conducía a Thunderbolt, el sedán negro giró hacia el este, siguiendo el río hacia el mar. De vez en cuando, en los momentos en que el curso de la carretera y el río coincidían, Luce veía el agua marrón y salobre serpenteando allí abajo. Veinte minutos después de haber iniciado la marcha, el coche aminoró hasta detenerse frente a un bar destartalado en la orilla del río.
Era de madera gris y podrida, y en la puerta había un rótulo desconchado por la humedad en el que podía leerse STYX en letras rojas e irregulares, pintadas a mano. Habían grapado una franja de banderines que anunciaban cerveza en la viga de madera que sostenía el techo de cinc, un mediocre intento de convertir aquel antro en algo festivo. Luce observó las imágenes serigrafiadas de los triángulos de plástico —palmeras y chicas morenas en bikini con botellas de cerveza en sus labios sonrientes—, y se preguntó cuándo fue la última vez que una chica de verdad había pisado aquel lugar.
Dos punkis ya entrados en años estaban sentados en un banco, fumando de cara al agua. La cresta les caía sobre la frente arrugada, y las chaquetas de piel tenían el aspecto feo y sucio de algo que llevaban desde que nació el punk. La falta de expresión de sus caras curtidas y flácidas hacía que toda la escena resultase aún más desoladora.
La cercanía con el pantano había provocado que el asfalto de la carretera cediera a la acción de las malas hierbas y el fango. Luce nunca se había adentrado tanto en las marismas del río.
Allí sentada, sin saber qué iba a hacer cuando bajara del coche —si es que bajar del coche era una buena idea—, la puerta del Styx se abrió de golpe y Cam salió con aire despreocupado. Se apoyó con calma en la puerta mosquitera y cruzó las piernas. Luce sabía que no podía verla a través de los cristales tintados, pero levantó la mano como si la viera de verdad y le hizo un gesto para que saliera.
—Allá vamos —murmuró Luce antes de darle las gracias al conductor. Abrió la puerta y, cuando subía los tres escalones del porche de madera del bar, una ráfaga de aire salado le dio la bienvenida.
El pelo enmarañado de Cam le cubría parcialmente la cara, y sus ojos verdes transmitían sosiego. Tenía una manga de la camiseta recogida hasta el hombro, y Luce pudo observar su bíceps bien perfilado. Toqueteó la cadena de oro que tenía en el bolsillo. «Recuerda por qué estás aquí.»
En la cara de Cam no había ninguna marca de la pelea de la noche anterior, lo cual hizo que Luce se preguntase de inmediato si en la cara de Daniel habría quedado alguna señal.
Cam le dirigió una mirada inquisitiva, y se pasó la lengua por el labio inferior.
—Estaba calculando cuántas copas iba a necesitar para consolarme si me dejabas plantado —dijo mientras abría los brazos para abrazarla.
Luce se dejó envolver. Resultaba muy difícil decirle que no a alguien como Cam, incluso sin estar muy segura de lo que le estaba pidiendo exactamente.
—No te dejaría plantado —dijo, y al momento se sintió culpable, porque se dio cuenta de que esa respuesta se debía a su sentido del deber, no a un impulso romántico, como hubiera preferido Cam, porque había ido allí solo para decirle que no quería nada con él—. Bueno, ¿qué es este lugar? ¿Y desde cuándo tienes chófer?
—Quédate conmigo, nena —respondió, como si se tomara esas preguntas como cumplidos y pensara que a ella le gustaba que la llevaran a bares que olían como el interior de una tubería.
Se le daban tan mal esas cosas. Callie siempre decía que Luce no era capaz de expresarse con honestidad brutal, y que por esa razón se quedaba estancada en situaciones patéticas con chicos a los que tenía que haber rechazado claramente. Luce estaba temblando. Tenía que deshacerse de aquel peso. Hurgó en su bolsillo y sacó el colgante.
—Cam.
—Mira qué bien, lo has traído. —Cogió el collar y le dio a Luce la vuelta—. Déjame que te ayude a ponértelo.
—No, espera…
—Así —susurró—. Te queda perfecto. Mírate. —La condujo por un suelo de tablas de madera que crujían hasta la ventana del bar; varias bandas habían colgado carteles de sus actuaciones. LOS BEBÉS VIEJOS. CHORREANDO ODIO. LOS REVIENTACASAS. Luce habría preferido fijarse en los carteles a mirar su propio reflejo—. ¿Lo ves?
No podía distinguir muy bien sus rasgos en el ventanal salpicado de barro, pero el colgante de oro relucía sobre su piel. Lo cogió con la mano: era precioso. Y tan original, con la pequeña serpiente labrada a mano en medio. No era algo que pudieras encontrar en los mercadillos del paseo marítimo, donde vendían artesanías con el precio inflado para los turistas, recuerdos de Georgia hechos en Filipinas. Detrás de su reflejo en la ventana, el cielo mostraba una rica variación de naranjas, interrumpida solo por unas finas líneas de nubes rosadas.
—Respecto a lo que ocurrió anoche… —empezó a decirle Cam. Luce veía vagamente cómo los labios encarnados de Cam se movían sobre su hombro.
—Yo también quería hablar de lo de anoche —dijo Luce volviéndose hacia él. Podía ver las puntas del tatuaje solar que llevaba en el cuello.
—Vamos adentro —propuso él, llevándola a la puerta de malla metálica entreabierta—. Allí podremos hablar.
El interior del bar estaba recubierto de paneles de madera, y la única luz que había provenía de unas pocas lámparas color naranja. Había todo tipo de cornamentas colgadas en las paredes, y un guepardo disecado sobre la barra que parecía dispuesto a atacarte en cualquier momento. Una foto desgastada con las palabras CLUB DEL ALCE DEL CONDADO DE PULASKI 1964-65, que mostraba un centenar de caras ovaladas sonriendo sobre sus pajaritas de color pastel, completaba la decoración del local. En la máquina de discos sonaba Ziggy Stardust, y un tipo mayor con la cabeza rapada y pantalones de piel tarareaba, bailando solo en medio de una pequeña tarima. Era la única compañía que tenían en el bar.
Cam señaló dos taburetes. La piel verde que recubría el asiento estaba rasgada en el centro, y desde su interior salía una espuma beige en forma de enormes palomitas. Frente a uno de los taburetes ya había una copa medio llena con un líquido marrón aguado por el hielo.
—¿Qué tomas? —preguntó Luce.
—Un Georgia Moonshine —respondió, y le dio un sorbo—. No te lo recomiendo para empezar. —Ella lo miró entrecerrando un poco los ojos—. Es que llevo aquí todo el día.
—Me parece magnífico —afirmó Luce toqueteando el collar—. ¿Cuántos años tienes? ¿Setenta? ¿Sentado solo en un bar durante todo el día?
No parecía que estuviera borracho, pero no le gustaba la idea de haber ido hasta allí para dejarle las cosas claras y que él estuviera demasiado bebido para entenderlo. También empezó a preguntarse cómo se las iba a apañar para volver al reformatorio; en primer lugar, ni siquiera sabía dónde estaba.
—Au. —Cam se llevó la mano al corazón—. Lo bueno de que te castiguen sin clase, Luce, es que nadie te echa de menos en clase. Pensé que me merecía un descanso. —Ladeó la cabeza—. Pero ¿qué te preocupa? ¿Es este sitio? ¿O la pelea de ayer? ¿O el hecho de que no nos estén atendiendo?
Al decir esas últimas palabras alzó la voz, lo bastante para que un camarero fornido se asomara a la barra desde la puerta de la cocina. Llevaba el pelo largo, cortado en capas, y tatuajes que parecían cabello trenzado a lo largo de los brazos. Era todo músculos y debía de pesar como ciento cincuenta kilos.
Cam se volvió hacia ella y sonrió.
—¿Qué mejunje te apetece?
—Lo que sea —repuso Luce—. No tengo un mejunje favorito.
—En mi fiesta bebiste champán —dijo—. ¿Ves quién presta atención? —Le dio un empujón con el hombro—. Tráiganos el mejor champán que tenga —le pidió al camarero, que echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada sarcástica.
Sin pedirle el carnet, sin mirarla siquiera por encima para ver si tenía la edad suficiente para beber, se agachó y abrió la puerta corredera de una nevera pequeña. Las botellas tintinearon mientras buscaba entre ellas. Después de un buen rato, se levantó con una botella diminuta de Freixenet, en cuya base estaba creciendo algo naranja.
—No me hago responsable de esto —dijo dejándoles la botella en la barra.
Cam descorchó la botella y enarcó las cejas; con solemnidad, sirvió un poco de Freixenet en una copa de vino.
—Quería disculparme —empezó—. Sé que quizá he ido demasiado rápido contigo, y lo que pasó anoche con Daniel es algo de lo que no estoy orgulloso. —Esperó a que Luce asintiera para seguir—. En vez de volverme loco, debí haberte escuchado. Eres tú la que me interesa, no él.
Luce observó cómo subían las burbujas en su copa, pensando que si tenía que ser honesta debería decir que a ella era Daniel quien le interesaba, no Cam. Si de verdad se arrepentía por no haberla escuchado la noche anterior, quizá ahora empezaría a hacerlo. Se acercó la copa a los labios para darle un sorbo antes de empezar a hablar.
—Ah, espera. —Cam le puso la mano sobre el brazo—. No puedes beber hasta que brindemos por algo. —Levantó su copa y la miró a los ojos—. ¿Por qué brindamos? Decídelo tú.
La puerta metálica se abrió de golpe y los tipos que habían estado en el porche entraron. El más alto, de cabello negro y aceitoso, nariz respingona y uñas muy sucias, dio un repaso a Luce y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué estamos celebrando? —La miró con lascivia, y chocó su vaso con la copa alzada de Luce. Se acercó a ella, y a través de la camisa de franela Luce pudo sentir la carne de sus caderas—. ¿La primera noche de juerga de esta monada? ¿Cuándo es el toque de queda?
—Estamos celebrando que vas a sacar fuera tu apestoso culo ahora mismo —respondió Cam en tono cortés, como si acabara de decirle que era el cumpleaños de Luce. Clavó sus ojos verdes en aquel hombre, que a su vez le mostró unos dientes pequeños y afilados, y unas encías inflamadas.
—Fuera, ¿no? Solo si me la llevo conmigo.
Fue a cogerle la mano a Luce. A juzgar por cómo había empezado la pelea ayer con Daniel, Luce supuso que Cam no necesitaría muchas excusas para perder los estribos de nuevo. Sobre todo si había estado bebiendo allí todo el día. Sin embargo, Cam permaneció muy tranquilo.
Se limitó a apartar la mano del tipo de un golpe, con la rapidez, la gracia y la fuerza brutal de un león aplastando un ratoncillo.
Cam observó cómo el hombre retrocedía varios pasos, tambaleándose, y se sacudía la mano con una expresión de hastío en el rostro. Acarició la muñeca que aquel tipo había intentado sujetar.
—Disculpa. ¿Qué estabas diciendo de anoche?
—Te decía que…
Entonces Luce palideció. Justo sobre la cabeza de Cam se había abierto un enorme fragmento de oscuridad, se extendía y se desplegaba hasta convertirse en la sombra más grande y más negra que Luce había visto nunca. De su centro surgió un chorro de aire ártico, y Luce también sintió la escarcha de la sombra en los dedos de Cam, que estaban resiguiendo su piel.
—Oh Dios Mío —susurró Luce.
Se oyó un estrépito de cristales cuando el tipo reventó el vaso en la cabeza de Cam.
Lentamente, Cam se levantó del taburete y se sacudió algunos fragmentos de cristal del pelo. Se volvió para encararse a aquel hombre, que le doblaba la edad y era mucho más alto.
Luce se encogió de miedo en el taburete, e intentó mantenerse a distancia de lo que presentía que iba a ocurrir entre Cam y ese otro tipo, y de lo que temía que pudiera pasar con aquella sombra negra como la noche que se extendía sobre sus cabezas.
—Dejad eso —dijo taxativo el enorme camarero, pero sin molestarse siquiera en levantar los ojos del ejemplar de Fight que estaba leyendo.
Al instante el tipo empezó a golpear a Cam sin ton ni son, pero este encajó los puñetazos con indiferencia, como si fueran los manotazos de un niño.
Luce no era la única atónita ante la serenidad de Cam: el bailarín de los pantalones de piel se había escondido detrás de la máquina de discos. Y después de haber descargado algunos golpes inútiles sobre Cam, incluso el tipo del cabello grasiento retrocedió unos pasos, confundido.
Mientras tanto, la sombra se estaba arremolinando en el techo, formando lenguas oscuras que crecían como malas hierbas y que se aproximaban cada vez más a sus cabezas. Luce hizo una mueca y se agachó justo cuando Cam esquivaba un último golpe de aquel indeseable.
Y entonces decidió devolvérselo.
Fue apenas un chasquido, como si estuviera apartando una hoja muerta: el hombre estaba frente a Cam, pero cuando el dedo de Cam le tocó el pecho, salió volando completamente noqueado, destrozando a su paso varias botellas de cerveza vacías, hasta que golpeó con la espalda la pared del fondo, junto a la máquina de discos.
Se frotó la cabeza, gimiendo, y se puso en cuclillas.
—¿Cómo has hecho eso? —Luce tenía los ojos como platos.
Cam la ignoró, se volvió hacia el amigo más bajo y gordo del tipo, y le preguntó:
—¿Eres tú el siguiente?
—Yo en esto no me meto, tío —respondió retrocediendo.
Cam se encogió de hombros, caminó hacia el primer hombre y lo levantó del suelo sujetándolo por la parte de atrás de la camiseta. Sus extremidades quedaron colgando inertes como las de una marioneta. Entonces con un simple movimiento de muñeca lo arrojó contra la pared. Permaneció como si estuviera pegado allí mientras Cam se ensañaba con él golpeándolo mientras le decía una y otra vez:
—¡Te he dicho que te largaras!
—¡Ya basta! —gritó Luce, pero ninguno de ellos la oía ni le prestaba atención. Luce empezó a marearse. Quería apartar los ojos de la nariz y la boca ensangrentadas de aquel tipo que permanecía inmóvil en la pared, impotente ante la fuerza casi sobrehumana que exhibía Cam. Quería decirle que lo olvidara, que ya encontraría la forma de volver al reformatorio. Sobre todo, quería alejarse de la sombra horripilante que ya cubría todo el techo y empezaba a descender por las paredes. Cogió su bolso y echó a correr hacia la noche…
Y hacia los brazos de alguien.
—¿Estás bien?
Era Daniel.
—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó hundiendo sin disimulo la cabeza en su hombro. Las lágrimas pugnaban por salir.
—Vamos —dijo—. Salgamos de aquí.
Sin mirar atrás, lo cogió de la mano y sintió que el calor se extendía por su brazo y todo su cuerpo. Y entonces rompió a llorar. No parecía razonable sentirse a salvo cuando las sombras seguían estando tan cerca.
Incluso Daniel parecía tener los nervios de punta, pues la arrastraba con tanta rapidez que Luce casi tuvo que correr para poder seguir su ritmo.
No quiso mirar atrás cuando sintió que las sombras desbordaban la puerta del bar y empezaban a contaminar el aire; pero no fue necesario. Pero entonces, no tuvo que hacerlo: una espesa corriente de sombras se alzó sobre sus cabezas y oscureció todo a su alrededor, como si el mundo entero se estuviera desmoronado frente a sus ojos. Sintió un intenso hedor a azufre, el peor olor que había percibido en su vida.
Daniel también alzó la vista y frunció el ceño, aunque parecía que lo único que le preocupara fuera recordar dónde había aparcado. Y entonces ocurrió algo muy curioso: las sombras se retiraron, se esfumaron en forma de manchas negras que se unían y se disolvían.
Luce entrecerró los ojos con incredulidad. ¿Cómo lo había logrado Daniel? No lo había hecho él, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó Daniel distraído. Abrió la puerta del copiloto de una ranchera Taurus blanca—. ¿Ocurre algo?
—No hay tiempo para hacer una lista de las muchas, muchas cosas que han ocurrido —le dijo Luce mientras se acomodaba en el asiento—. Mira. —Señaló la entrada del bar; Cam estaba saliendo por la puerta mosquitera. Debía de haber noqueado al otro tipo, pero no parecía haber tenido suficiente pues aún tenía los puños cerrados.
Daniel sonrió con satisfacción y sacudió la cabeza. Luce intentó abrocharse el cinturón una y otra vez sin conseguirlo, hasta que él le apartó la mano. Luce contuvo la respiración mientras sus dedos le rozaban el estómago.
—Tiene truco —susurró, ajustando la hebilla a la base.
Arrancó el coche, luego dio marcha atrás con lentitud, tomándose su tiempo mientras pasaban frente a la puerta del bar. A Luce no se le ocurrió ni una sola palabra que dedicarle a Cam, pero le pareció perfecto que Daniel bajara la ventanilla y le dijera simplemente:
—Buenas noches, Cam.
—Luce —dijo Cam acercándose al coche— no hagas esto, no te vayas con él. Si no, todo acabará mal. —Ella no podía mirarlo a los ojos, sabía que le estaban suplicando que volviera—. Lo siento.
Daniel ignoró a Cam por completo y se limitó a conducir. El pantano adquiría un color turbio con el crepúsculo, y los bosques que tenían enfrente parecían incluso más turbios.
—Todavía no me has dicho cómo me has encontrado —dijo Luce—. O cómo sabías que estaba con Cam. O de dónde has sacado esta ranchera.
—Es de la señorita Sophia —le explicó Daniel, al tiempo que ponía las luces largas porque los árboles a ambos lados de la carretera oscurecían el camino.
—¿La señorita Sophia te ha prestado el coche?
—Después de vivir durante años en las calles de Los Ángeles —dijo con indiferencia— se podría decir que tengo un toque mágico en lo que se refiere a «tomar coches prestados».
—¿Le has robado el coche a la señora Sophia? —se burló Luce, mientras se preguntaba cómo explicaría ese incidente la bibliotecaria en sus fichas.
—Se lo devolveremos —dijo Daniel—. Además, estaba bastante ocupada con la reconstrucción de la Guerra Civil de esta noche. Algo me dice que ni siquiera se dará cuenta de que ha desaparecido.
Fue entonces cuando Luce se dio cuenta de cómo iba vestido Daniel. Llevaba el uniforme azul de los soldados de la Unión con la ridícula banda de piel marrón en diagonal sobre el pecho. La habían aterrorizado tanto las sombras, Cam y toda la espeluznante experiencia, que ni siquiera se había detenido a mirar bien a Daniel.
—No te rías —le replicó Daniel, aguantándose la risa—. Esta noche te has librado del que seguramente será el peor evento social del año.
Luce no pudo evitarlo, se acercó a Daniel y tocó uno de sus botones.
—Es una lástima —susurró con acento sureño—. Había mandado que me plancharan el vestido de reina de la fiesta.
Los labios de Daniel esbozaron una sonrisa, pero inmediatamente dejó escapar un suspiro.
—Luce, lo que has hecho esta noche… las cosas podían haberse puesto muy feas, ¿lo sabes?
Luce miró a la carretera, molesta porque el ambiente se hubiera vuelto sombrío de repente. Una lechuza le devolvió la mirada desde un árbol.
—No tenía intención de venir aquí —dijo, lo cual era verdad. Era como si Cam le hubiera hecho una jugada—. Ojalá no hubiera venido —añadió con tranquilidad, preguntándose dónde estaría la sombra en ese momento.
Daniel dio de pronto un puñetazo al volante, lo cual sobresaltó a Luce. Estaba apretando los dientes, y Luce detestaba ser el motivo de su enfado.
—Es que no me puedo creer que tengas algo con él —espetó al final.
—No hay nada entre nosotros —insistió ella—. La única razón por la que he venido ha sido para decirle que…
No tenía sentido. ¡Que tenía algo con Cam! Si Daniel supiera que Penn y ella se pasaban la mayor parte de su tiempo libre investigando su pasado familiar… Bueno, es posible que estuviera igual de molesto.
—No tienes por qué darme explicaciones —la interrumpió Daniel haciendo un gesto con la mano—. En cualquier caso es culpa mía.
—¿Culpa tuya?
Para entonces, Daniel había salido de la carretera y había llevado el coche hasta el final de un camino de arena. Apagó las luces y se quedaron observando el océano. El cielo había adquirido un color violáceo oscuro, y las crestas de las olas parecían casi plateadas, centelleantes. El viento azotaba la hierba de la playa produciendo un sonido sibilante, agudo y desolador. Una bandada de gaviotas reposaba en la barandilla del paseo, picoteándose las plumas.
—¿Estamos perdidos? —preguntó ella.
Daniel la ignoró. Salió del coche, cerró la puerta y echó a andar hacia la orilla. Luce esperó diez angustiosos segundos viendo cómo la silueta de Daniel se empequeñecía en el crepúsculo púrpura, antes de salir del coche para seguirlo.
El viento azotaba el cabello de Luce contra su cara. Las olas golpeaban la orilla llevándose conchas y algas con la resaca. Cerca del agua el aire era más frío. Todo tenía un aroma salado muy penetrante.
—¿Qué ocurre, Daniel? —preguntó mientras corría por la duna. Le costaba moverse por la arena—. ¿Dónde estamos? ¿Qué quieres decir con que es culpa tuya?
Daniel se volvió hacia ella. Parecía derrotado, con el uniforme arremangado y aquellos ojos grises cansados. El rugido de las olas casi se imponía sobre su voz.
—Solo necesito algo de tiempo para pensar.
Luce sintió de nuevo un nudo en el estómago. Al fin había dejado de llorar, pero Daniel le estaba poniendo las cosas muy difíciles.
—¿Por qué has venido a rescatarme, entonces? ¿Por qué has hecho todo este camino para venir a buscarme, si acabas gritándome, ignorándome? —Se secó los ojos con la manga de la camiseta negra, y la sal marina que se había impregnado en la camiseta hizo que le escocieran—. Claro que, tampoco es que me hayas tratado de un modo distinto al habitual, pero…
Daniel se giró y se llevó las manos a la frente.
—No lo entiendes, Luce. —Negó con la cabeza—. Esa es la cuestión… que nunca lo entiendes.
No había nada malicioso en su voz. De hecho, era casi demasiado dulce. Como si ella fuera demasiado tonta para entender algo que para él resultaba tan obvio, lo cual hizo que ella se enfureciera.
—¿Que no lo entiendo? —preguntó—. ¿Que no lo entiendo? Déjame que te diga algo sobre lo que entiendo. ¿Te piensas que eres muy listo? Me pasé tres años becada en el mejor instituto del país. Y cuando me echaron, tuve que presentar una demanda —¡una demanda!— para que no tiraran a la basura mi expediente con una media de excelente.
Daniel se apartó pero Luce lo siguió, dando un paso al frente por cada paso atrás que daba él. Con toda probabilidad lo estaba asustando, pero ¿y qué? Parecía pedírselo cada vez que le hablaba con condescendencia.
—Sé latín y francés, y en secundaria gané el concurso de ciencias tres años seguidos.
Le había acorralado contra la barandilla del paseo, y trató de contener las ganas de golpearle con el dedo en el pecho. No había acabado.
—También hago el crucigrama de los domingos, a veces en menos de una hora. Tengo un sentido de la orientación infalible… aunque no siempre en lo que se refiere a los tíos.
Tragó saliva e hizo una pausa para respirar.
—Y algún día seré psiquiatra, una que escuche de verdad a sus pacientes y les ayude. ¿Vale? Así que deja de hablarme como si fuera estúpida y deja de decirme que no entiendo nada solo porque yo no puedo descifrar tu imprevisible, excéntrica y terriblemente —lo miró y liberó el aire— dolorosa actitud de ahora-quiero-esto-y-ahora-quiero-lo-otro.
Se secó una lágrima solitaria, enfadada consigo misma por haberse acelerado tanto.
—Calla —dijo Daniel, pero lo dijo de un modo tan suave y tan tierno que Luce se sorprendió a sí misma y a Daniel cuando obedeció—. No creo que seas estúpida. —Cerró los ojos—. Creo que eres la persona más inteligente que conozco, y la más amable. Y —tragó saliva y abrió los ojos para mirarla directamente a los de Luce— la más hermosa.
—¿Perdona?
Él miró hacia el océano.
—Es solo que… estoy tan cansado de esto —dijo. Parecía exhausto.
—¿De qué?
Volvió la vista hacia ella, con una expresión tristísima en la cara, como si hubiera perdido algo precioso. Ese era el Daniel que conocía, aunque no podía explicarse cómo lo había conocido o de dónde lo conocía. Ese era el Daniel al que… ella amaba.
—Puedes enseñármelo —susurró Luce.
Él negó con la cabeza. Pero sus labios estaban todavía muy cerca de los de ella… y la mirada en sus ojos era muy atrayente. Era casi como si él quisiera que ella le enseñara primero.
Luce estaba tan nerviosa que le temblaba todo el cuerpo, y allí de puntillas se inclinó hacia él. Le puso la mano en la mejilla y él parpadeó, pero no se movió. Ella, en cambio, se movió muy poco a poco, como si tuviera miedo de sorprenderlo, y a cada segundo que pasaba ella misma se sentía petrificada. Y entonces, cuando sus ojos estaban tan cerca que casi bizqueaban, ella los cerró y unió sus labios a los de él.
Aquel suave contacto de sus labios, como de plumas, era lo único que los conectaba, pero Luce sintió que un fuego desconocido se apoderaba de su cuerpo, y supo que necesitaba más de todo cuanto pudiera darle Daniel. Sin duda era pedir demasiado que él la necesitara de la misma forma, que pudieran abrazarse como ella tantas veces había soñado y que le devolviera aquel beso anhelante con la misma intensidad.
Pero lo hizo.
Sus brazos musculados le rodearon la cintura. La atrajo hacia sí, y ella pudo sentir el nítido límite de sus cuerpos entrando en contacto: las piernas entrelazándose, las caderas apretadas contra las caderas, los pechos palpitando al mismo tiempo. Daniel la apoyó de espaldas a la barandilla del paseo, y la ciñó contra su cuerpo hasta que ella no pudo moverse, hasta que la tuvo exactamente donde quería. Lo hizo todo sin separar ni un instante sus labios imantados.
Luego empezó a besarla de verdad, muy suave al principio, con besos muy delicados en la oreja, y después siguió por la mandíbula, con besos largos, dulces y tiernos hasta llegar al cuello, haciendo que Luce gimiera y echara la cabeza hacia atrás. Le estiró un poco el pelo, y ella abrió los ojos y, durante un instante, vio las primeras estrellas que aparecían en la noche. Se sintió más cercana al cielo que nunca.
Al final, Daniel volvió a sus labios, y la besó con tanta intensidad… le mordió el labio inferior y a continuación le pasó la lengua por los dientes. Ella abrió más la boca, desesperada por aceptar a Daniel, ya sin temor a mostrar a las claras lo mucho que lo deseaba y equilibrar con su propia fuerza la fuerza de los besos de él.
Tenía arena en la boca y entre los dedos de los pies, el viento salobre le había puesto la piel de gallina y su corazón emanaba un sentimiento dulce y maravilloso.
En aquel momento, habría muerto por él.
Él la apartó y la miró, como si quisiera que ella dijera algo. Ella le sonrió y le dio un beso breve en los labios, disfrutando del contacto. No conocía otras palabras, ninguna forma mejor de comunicar lo que sentía, lo que quería.
—Todavía estás aquí —musitó él.
—No podrían apartarme de ti —contestó riéndose.
Daniel dio un paso atrás, la mirada se le tornó sombría y dejó de sonreír. Empezó a caminar frente a ella, frotándose la frente con la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó Luce con timidez, al tiempo que le tiraba de la manga para que volviera a besarla. Él le pasó los dedos por la cara, luego por el pelo y al final por el cuello. Como si estuviera asegurándose de que no era un sueño.
¿Aquel era el primer beso de verdad de Luce? Ella pensaba que no debía contar a Trevor, así que técnicamente sí lo era. Y todo parecía tan perfecto, como si Daniel y ella estuvieran predestinados. Su olor era… maravilloso. Su boca tenía un sabor dulce y cálido. Era alto y fuerte y…
Se estaba separando de ella.
—¿Adónde vas? —preguntó.
A Daniel se le doblaron las rodillas y se agachó unos centímetros; se apoyó en la barandilla de madera y miró el cielo. Parecía como si le doliera algo.
—Has dicho que nada te apartaría de mí —dijo en voz baja—. Pero ellos lo harán; quizá solo se hayan retrasado.
—Pero ¿quién? —dijo Luce, mirando a su alrededor en la playa desierta—. ¿Cam? Creo que lo hemos despistado.
—No. —Daniel empezó a caminar por el paseo. Estaba temblando—. Es imposible.
—Daniel.
—Vendrá —susurró.
—Me estás asustando.
Luce lo siguió, intentando mantener el ritmo; de repente, aun sin quererlo, tuvo el presentimiento de que sabía a qué se refería: no era a Cam, sino a otra cosa, otra amenaza.
Luce se sintió confusa. Las palabras de Daniel repiqueteaban en su cabeza, y sonaban inquietantemente ciertas, pero se le escapaba el razonamiento que pudiera haber detrás de todo aquello. Como el destello de un sueño del que no podía acordarse.
—Háblame —dijo—. Dime qué está ocurriendo.
Él se volvió, con la cara pálida como una peonia y las manos extendidas en señal de rendición.
—No sé cómo pararlo —susurró—. No sé qué hacer.