Manos ociosas
El martes llovió durante todo el día. Unos nubarrones negros llegaron del oeste y tronaron sobre el reformatorio, lo que no ayudó lo más mínimo a que Luce aclarara su mente. El chaparrón descargó de forma irregular —lloviznó, luego llovió a cántaros y al final granizó—, antes de que amainara para empezar todo de nuevo. A los alumnos no se les había permitido salir fuera durante los descansos, y hacia el final de la clase de Cálculo, Luce ya se estaba subiendo por las paredes.
Fue consciente de ello cuando sus anotaciones empezaron a apartarse del teorema del valor medio y adoptaron la siguiente apariencia:
15 de septiembre: D me hace un gesto obsceno con el dedo a modo de introducción.
16 de septiembre: Caída de la estatua, su mano en mi cabeza para protegerme (otra posibilidad: que solo intentase agarrarse a algo para salvarse); luego D se esfuma.
17 de septiembre: Posible malinterpretación de un movimiento de cabeza de D como sugerencia para que fuera a la fiesta de Cam. Descubrimiento perturbador de la relación entre D y G (¿error?).
Redactado en aquellos términos, parecía el principio de un buen catálogo de situaciones embarazosas. Daniel era tan imprevisible. Era posible que él pensara lo mismo de ella, aunque, en su defensa, Luce insistiría en que cualquier rareza por su parte era solo una respuesta a una rareza mayor por parte de Daniel.
No. Ese era el tipo de círculo vicioso en el que no quería entrar. Luce no quería jugar; solo quería estar con él, pero no sabía por qué, o cómo conseguirlo, o qué significaba realmente estar con él. Todo cuanto sabía era que, a pesar de todo, era en él en quien pensaba, era de él de quien se preocupaba.
Había pensado que, si analizaba cada vez que habían conectado y cada vez que él la había rechazado, podría encontrar alguna razón que explicase la conducta errática de Daniel. Pero la lista que había elaborado hasta el momento solo lograba deprimirla, así que hizo una bola con la hoja.
Cuando sonó el timbre que daba el día por acabado, Luce se apresuró a salir de clase. Normalmente, se esperaba para salir con Arriane o con Penn, y temía el momento en que se separarían, porque entonces Luce se quedaba sola con sus pensamientos. Pero aquel día, para variar, no tenía ganas de ver a nadie, necesitaba un poco de tiempo para sí misma. Solo se le ocurría una idea para sacarse a Daniel de la cabeza: un largo y extenuante baño solitario.
Mientras los demás estudiantes se dirigían hacia sus habitaciones, Luce se puso la capucha de su jersey y caminó a toda prisa bajo la lluvia, impaciente por llegar a la piscina. Cuando bajaba a saltos las escaleras del Agustine, se estrelló de lleno contra una figura alta y oscura: Cam. El choque hizo que la torre de libros que llevaba se tambaleara y cayera al suelo con una sucesión de ruidos secos. Cam también llevaba puesta la capucha negra y unos auriculares en los que retumbaba la música. Probablemente, él tampoco la habría visto. Ambos estaban en su mundo.
—¿Estás bien? —le preguntó Cam apoyando la mano en su espalda.
—Sí, no te preocupes —contestó Luce. Ella apenas se había tambaleado, y eran los libros de Cam los que se habían llevado la peor parte.
—Bueno, ahora que hemos chocado con los libros, ¿el próximo paso no sería tocarnos las manos por accidente mientras los recogemos?
Luce sonrió. Cuando ella le pasó uno de los libros, él le cogió la mano y se la apretó. La lluvia había empapado el cabello negro de Cam, y se le habían quedado prendidas algunas gotas en las largas pestañas. Estaba muy guapo.
—¿Cómo se dice «avergonzado» en francés? —preguntó.
—Eeeh… gêné —empezó a decir Luce, sintiéndose ella misma un poco gênée. Cam todavía le sostenía la mano—. Pero, espera… ¿no fuiste tú el que ayer sacó un excelente en el control de francés?
—¿Te diste cuenta? —preguntó. Tenía una voz extraña.
—Cam —dijo Luce—, ¿va todo bien?
Se acercó a ella y le secó una gota de agua que empezaba a descender por su nariz. El mero contacto del dedo de Cam hizo que Luce se estremeciera, y de repente no pudo evitar pensar lo bien que se sentiría si la abrazaba tal como había hecho en el funeral de Todd.
—He estado pensando en ti —afirmó—. Quería verte. Te esperé después del funeral, pero me dijeron que te habías ido.
Luce presentía que Cam sabía con quién se había ido. Y quería que ella lo supiera.
—Lo siento —dijo levantando la voz, porque en ese instante sonó un trueno. Para entonces los dos ya estaban totalmente empapados a causa de la tromba de agua.
—Vamos, resguardémonos de la lluvia. —Cam la cogió de la mano y la condujo bajo la cornisa de la entrada del Agustine.
Luce miró por encima del hombro, hacia el gimnasio, habría preferido estar allí, y no donde se encontraba, o en cualquier otro lugar con Cam. Al menos, no en ese preciso momento. En su cabeza bullían un montón de impulsos confusos, y necesitaba tiempo y espacio —lejos de todos— para aclararse.
—No puedo —dijo Luce.
—¿Y qué tal más tarde? ¿O esta noche?
—Claro, después nos vemos.
Él sonrió.
—Me pasaré por tu habitación.
Luce se quedó sorprendida cuando la atrajo hacia sí un instante y le plantó un tierno beso en la frente. Al momento Luce se sintió más tranquila, como si le hubieran puesto una inyección calmante. Y antes de que tuviera tiempo de sentir nada más, él ya se había separado de ella y caminaba con rapidez hacia la residencia.
Luce sacudió la cabeza y caminó chapoteando en dirección al gimnasio. Sin lugar a dudas, tenía más temas que aclarar aparte del de Daniel.
Cabía la posibilidad de que resultara agradable, e incluso divertido, pasar un rato con Cam esa noche. Si dejaba de llover, quizá la llevara a algún lugar secreto, y estaría carismático y guapísimo, de ese modo desconcertante y sosegado tan característico de él. La hacía sentir especial. Luce sonrió.
Desde la última vez que había puesto los pies en Nuestra Señora del Fitness (como Arriane había bautizado el gimnasio), el personal de mantenimiento del reformatorio había empezado a combatir el kudzu. Ya habían quitado gran parte del manto verde que cubría la fachada, pero se habían quedado a medias, y algunas cepas colgaban como tentáculos alrededor de las puertas. Luce tuvo que atravesar algunos zarcillos para poder entrar.
El gimnasio estaba vacío: comparado con la tormenta de fuera, allí dentro se podía oír el vuelo de una mosca. La mayoría de las luces estaban apagadas. No había preguntado si se podía usar el gimnasio durante las horas en que no había clase, pero la puerta estaba abierta y, bueno, allí no había nadie para impedírselo.
Al atravesar el pasillo en penumbra, pasó frente a los antiguos pergaminos latinos que había en las vitrinas, y por delante de la reproducción de mármol en miniatura de la Pietà. Se detuvo ante la puerta de la sala de pesas, donde había visto a Daniel saltar a la comba. Suspiró. Aquella sería otra entrada magnífica para su catálogo.
18 de septiembre: D me acusa de acosarlo.
Dos días después:
20 de septiembre: Penn me convence de empezar a acosarlo de verdad.
Acepto.
Arrrggg. Se encontraba sumida en un agujero negro de autodesprecio, y aun así no podía evitarlo. De repente, en medio del pasillo, se quedó helada… había comprendido por qué durante todo el día se había sentido aún más obsesionada con Daniel de lo que solía estarlo, y por qué se sentía incluso más confundida con respecto a lo que sentía por Cam: la noche anterior había soñado con ambos.
Estaba caminando por una niebla espesa, cogida de la mano de alguien. Se volvió hacia esa persona, pensando que se trataba de Daniel. Pero, a pesar de que los labios que acababa de besar eran suaves y delicados, no eran los suyos. Eran los de Cam. Este le dio a Luce un montón de delicados besos, y cada vez que Luce miraba sus ojos verdes, él los tenía abiertos, unos ojos que se introducían en su ser y le preguntaban algo para lo que ella no tenía respuesta.
Entonces Cam desaparecía, y también la niebla, y Luce estaba entre los brazos de Daniel, justo donde quería estar. Él se inclinaba la besaba con ferocidad, como si estuviera enfadado, y cada vez que separaba sus labios de los de ella, aunque solo fuera durante medio segundo, la sed más virulenta se apoderaba de ella y la hacía gritar. Esta vez sabía que se trataba de alas, y dejó que la envolvieran como si fueran una manta. Quería tocarlas, que la abrieran y les rodearan a ella y a Daniel por completo, pero al momento el roce del terciopelo iba retrayéndose y las alas se replegaban. Él dejó de besarla, la miró a la cara y esperó una reacción. Ella no entendía aquel miedo extraño y candente que crecía en la boca de su estómago; pero allí estaba, transmitiéndole primero un calor incómodo que a continuación pasaba a ser abrasador… hasta que ya no pudo aguantarlo. Entonces se despertó de un salto: en el último momento del sueño, Luce había sentido las quemaduras y ampollas, y luego había quedado reducida a meras cenizas.
Se había levantado empapada en sudor: el cabello, la almohada, el pijama… todo estaba mojado y de repente sintió mucho, mucho frío. Se quedó allí acostada, temblando, hasta que apareció la primera luz del día.
Se frotó las mangas mojadas para calentarse un poco. El sueño la había dejado fuego en el corazón y helor en los huesos, que no había sido capaz de conciliar en todo el día, por eso había ido a nadar, para intentar librarse de aquella sensación.
Esta vez, el Speedo negro le iba a la perfección y se había acordado de coger unas gafas. Abrió la puerta que daba a la piscina y se quedó de pie bajo el gran trampolín respirando el aire húmedo con su penetrante olor a cloro. Sin la distracción de los demás estudiantes, ni el pitido del silbato de la entrenadora Diante, Luce pudo sentir otra presencia en la iglesia. Algo casi sagrado. Quizá solo se debía a que la piscina se encontraba en un lugar tan impresionante, aunque la lluvia golpeara los vitrales agrietados, aunque todas las velas estuvieran apagadas en los altares. Luce intentó imaginarse cómo debía de ser el lugar antes de que la piscina reemplazara los bancos para los feligreses, y sonrió. Le gustó la idea de nadar debajo de todas aquellas cabezas que rezaban.
Se puso las gafas y se zambulló de un salto. El agua estaba caliente, mucho más caliente que la lluvia de fuera, y el estruendo de los truenos sonaba inofensivo y lejano cuando sumergió la cabeza en el agua.
Salió a la superficie y empezó a calentar al estilo crol.
Enseguida se le relajó el cuerpo, y unas vueltas después, Luce aceleró la marcha y empezó con el estilo mariposa. Podía sentir cómo le quemaban los brazos y las piernas, como si estuviera atravesando las llamas. Esa era exactamente la sensación que buscaba, la máxima concentración.
Si pudiera hablar con Daniel, hablar de verdad, sin que la interrumpiera o le dijera que cambiara de colegio, sin que se esfumara antes de que ella le dijera lo que le tenía que decir… Eso tal vez la ayudaría. Quizá sería necesario maniatarlo y amordazarlo para que la escuchara.
Pero ¿qué iba a decirle? En lo único en lo que podía basarse era en esa sensación que él le producía, y que, si lo pensaba bien, no provenía de nada que hubieran vivido juntos.
¿Y si pudiera llevarlo de nuevo al lago? Fue él quien dejó entrever que se había convertido en su lugar. Esta vez podría llevarlo ella, y tendría muchísimo cuidado de no decir nada que pudiera espantarlo…
No estaba funcionando.
Mierda, lo estaba haciendo otra vez. Se suponía que estaba nadando. Solo nadando. Iba a nadar hasta que estuviese lo bastante cansada para no poder pensar en nada más, sobre todo para no pensar en Daniel. Iba a nadar hasta que…
—¡Luce!
Hasta que la interrumpieron. Era Penn, que estaba de pie al borde de la piscina.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Luce escupiendo agua.
—¿Qué haces tú aquí? —le replicó Penn—. ¿Desde cuándo haces ejercicio por voluntad propia? No me gusta esta nueva faceta tuya.
—¿Cómo me has encontrado? —Luce no se dio cuenta de que sus palabras podían haber sonado un poco groseras hasta que las hubo pronunciado, como si estuviera intentando evitar a Penn.
—Me lo ha dicho Cam —contestó—. Hemos tenido toda una conversación. Ha sido un poco raro. Quería saber si estabas bien.
—Eso es raro —asintió Luce.
—No —repuso Penn—, lo que ha sido raro es que se haya acercado a mí y hayamos mantenido una conversación normal. El señor Popularidad… y yo. ¿Tengo que hacerte un mapa de por qué estoy sorprendida? La cuestión es que realmente ha estado muy agradable.
—Bueno, es simpático —Luce se sacó la gafas.
—Contigo —siguió diciendo Penn—. Es tan simpático contigo que salió del reformatorio para comprarte aquel collar… que, por cierto, no te pones nunca.
—Me lo puse una vez —dijo Luce, lo cual era verdad. Cinco noches antes, después de que Daniel la abandonara en el lago por segunda vez y se fuera dejando una estela luminosa en el bosque. No había podido sacarse aquella imagen de la mente, y se quedó insomne. Así que se probó el collar. Se quedó dormida sujetándolo con fuerza junto a su clavícula y cuando se despertó estaba caliente en su mano.
Penn estaba agitando tres dedos delante de Luce, como diciendo: «¿Hola? ¿Y a qué viene todo esto…?»
—Lo que quiero decir —dijo Luce al final— es que no soy tan superficial como para querer a un tío solo para que me compre cosas.
—No eres tan superficial, ¿verdad? —le replicó Penn—. Entonces te reto a que hagas una lista no superficial de por qué te gusta tanto Daniel, y no vale responder: «Tiene los ojitos grises más encantadores del mundo», «Oooh, cómo se le marcan los músculos a la luz del sol».
Luce no tuvo más remedio que partirse de risa ante la voz de falsete de Penn y la forma en que se llevaba las manos al corazón.
—Es inevitable, me chifla —dijo Luce, evitando la mirada de Penn—, y no puedo explicarlo.
—¿Y estás tan chiflada que mereces que te ignore? —Penn negó con la cabeza.
Luce nunca le había hablado a Penn de las veces que había estado a solas con Daniel, de las veces que había vislumbrado que se preocupaba por ella. De modo que Penn no podía entender sus sentimientos. Y eran demasiado íntimos y complicados para explicarlos.
Penn se agachó frente a Luce.
—Mira, la razón por la que te buscaba, en primer lugar, era para arrastrarte a la biblioteca en una misión relacionada con Daniel.
—¿Has encontrado el libro?
—No exactamente —contestó Penn, alargándole una mano para ayudarla a salir de la piscina—. La obra maestra del señor Grigori todavía se encuentra en paradero desconocido, pero quizá-tal-vez-es-posible que haya crackeado el buscador literario solo apto para subscriptores de la señorita Sophia, y han salido un par de cosas a la luz. Pensé que quizá te podría interesar.
—Gracias —dijo Luce saliendo de la piscina con la ayuda de Penn—. Intentaré no ponerme pesada con lo de Daniel.
—Lo que tú digas —dijo Penn—, pero date prisa y sécate. Ha dejado de llover un momento y no llevo paraguas.
Prácticamente seca y de nuevo con su uniforme, Luce siguió a Penn a la biblioteca. Parte de la entrada principal estaba bloqueada con la cinta amarilla de la policía, de modo que tuvieron que deslizarse por el estrecho paso existente entre los ficheros y la sección de referencia. Aún olía a hoguera, y ahora, además, gracias al sistema contra incendios y a la lluvia, cabía añadir un olor a rocío.
Luce miró el lugar donde estaba el mostrador de la señorita Sophia, que había dejado en el viejo suelo de baldosas del centro de la biblioteca un círculo carbonizado y casi perfecto. En un radio de cuatro metros y medio todo había desaparecido, pero el resto permanecía asombrosamente intacto.
La bibliotecaria no estaba, pero le habían colocado una mesa plegable justo al lado del lugar quemado. Sobre la mesa solo había una lámpara nueva, un bote para los lápices y un bloc con hojas de papel autoadhesivo, todo un poco deprimente.
Luce y Penn intercambiaron una mueca de aversión antes de continuar hacia la sección informática, que estaba en la parte trasera. Cuando pasaron por la sección de estudio, donde habían visto a Todd por última vez, Luce miró a su amiga. Penn mantuvo la mirada al frente, pero cuando Luce le cogió la mano y la apretó, Penn le devolvió el apretón con fuerza.
Pusieron dos sillas frente a un ordenador y Penn tecleó su nombre de usuario. Luce dio un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca.
En la pantalla apareció una advertencia de error en rojo.
Penn gruñó.
—¿Qué? —preguntó Luce.
—Después de las cuatro necesitas un permiso especial para entrar en la web.
—Por eso esto está tan vacío por las noches.
Penn hurgaba en su mochila.
—¿Dónde puse esa contraseña codificada? —murmuraba.
—Ahí viene la señorita Sophia —dijo Luce mientras le hacía señas a la bibliotecaria para que se acercara. Estaba cruzando el pasillo y vestía una blusa negra ajustada y unos pantalones cortos de un verde llamativo. Unos pendientes relucientes le rozaban los hombros, y llevaba un lápiz anudado a un lado del cabello—. ¡Aquí! —susurró Luce en voz alta.
La señorita Sophia entornó los ojos para enfocar hacia donde ellas se encontraban, pues se le habían escurrido las gafas y, como llevaba una pila de libros debajo de ambos brazos, no podía liberar una mano para subírselas.
—¿Quién es? —gritó mientras se acercaba—. Oh, Lucinda, Pennyweather —dijo con voz cansada—. Hola.
—Nos preguntábamos si nos podría dar la contraseña para usar los ordenadores —le explicó Luce mientras señalaba el mensaje de error en la pantalla.
—No estaréis metidas en una de esas redes sociales, ¿verdad? Son cosa del demonio.
—No, no; se trata de algo serio —dijo Penn—, a usted le parecería bien.
La señorita Sophia se inclinó por encima de las chicas para desbloquear el ordenador. Tecleó la contraseña más larga que Luce había visto nunca a toda velocidad.
—Tenéis veinte minutos —dijo tajante, y se fue.
—Eso nos debería bastar —musitó Penn—. Encontré un ensayo sobre los Vigilantes, así que hasta que lo consigamos, al menos podemos leer de qué trata.
Luce sintió que había alguien a sus espaldas y al volverse descubrió que la señorita Sophia había vuelto. Luce dio un respingo.
—Lo siento —dijo—. No sé por qué me he asustado.
—No, soy yo la que lo siente —repuso la señorita Sophia. Tenía una sonrisa que casi hacía desaparecer sus ojos—. Ha sido tan duro últimamente, desde el incendio. Pero no hay ninguna razón para que desahogue mi tristeza con dos de mis alumnas más prometedoras.
Ni Penn ni Luce sabían qué decir. Una cosa era consolarse la una a la otra después del incendio; otra muy distinta, y fuera de su alcance, era confortar a la bibliotecaria del colegio.
—He intentado mantenerme ocupada, pero… —dijo la señorita Sophia dejando la frase en el aire.
Penn le dirigió una mirada inquieta a Luce.
—Bueno, quizá necesitemos un poco de ayuda con nuestra búsqueda, es decir, si usted…
—¡Yo os ayudo! —La señorita Sophia cogió de inmediato una tercera silla—. Veo que buscáis algo sobre los Vigilantes —dijo mientras leía por encima de sus hombros—. Los Grigori eran un clan muy influyente. Y justo ahora acabo de enterarme de que existe una nueva base de datos papal. A ver qué podemos sacar de todo ello.
Luce casi se atraganta con el lápiz que estaba mordiendo.
—Perdone, ¿ha dicho los Grigori?
—Ah, sí, los historiadores, su existencia se remonta a la Edad Media. Eran… —Se interrumpió, buscando las palabras—. Una especie de grupo de investigación, por decirlo con palabras de ahora. Estaban especializados en un tipo de folclore relacionado con los ángeles caídos.
Tecleó entre las dos chicas, y Luce se maravilló ante la rapidez con la que movía los dedos. El buscador se afanaba en seguir su ritmo, haciendo aparecer artículo tras artículo, documento original tras documento original sobre los Grigori. El apellido de Daniel estaba por todas partes y llenaba la pantalla. Luce se sintió un poco mareada.
Volvió a recordar la imagen de su sueño: las alas desplegándose y su propio cuerpo ardiendo hasta convertirse en cenizas.
—¿Es que hay diferentes tipos de ángel en los que especializarse? —preguntó Penn.
—Oh, por supuesto… es un campo de investigación muy amplio —contestó la señorita Sophia mientras tecleaba—. Están los que se volvieron demonios, y aquellos que se quedaron con Dios. Y también los hay que llegaron a tener relaciones con mujeres mortales. —Por fin sus dedos se detuvieron—. Una costumbre muy peligrosa.
—¿Y esos tipos, los Vigilantes, tienen alguna relación con nuestro Daniel Grigori? —preguntó Penn.
La señorita Sophia juntó sus labios pintados de malva.
—Es posible. Yo también me lo he preguntado, pero creo que está fuera de lugar investigar sobre las cosas de otros estudiantes, ¿no? —Miró el reloj y frunció su pálido rostro—. Bueno, espero haberos ayudado un poco para empezar el proyecto, y no quiero robaros más tiempo. —Señaló el reloj de la pantalla—. Solo os quedan nueve minutos.
Mientras caminaba hacia la parte delantera de la biblioteca, Luce observó la postura perfecta de la señorita Sophia. Podría haber sostenido un libro sobre la cabeza. Parecía como si la hubiera animado realmente ayudar a las chicas en su investigación, pero también era cierto que Luce no tenía ni idea de qué hacer con la información que les acababa de dar sobre Daniel.
Pero Penn sí. Ya había empezado a tomar notas con frenesí.
—Ocho minutos y medio —informó a Luce, y le dio un bolígrafo y un trozo de papel—. Hay demasiada información para verla toda en ocho minutos y medio. Empieza a escribir.
Luce suspiró e hizo lo que le decía. Era una página académica aburridísima con un marco azul sobre un fondo beige. Arriba del todo, un titular con letras gruesas decía: EL CLAN GRIGORI.
Solo con leer el nombre a Luce se le encendía la piel.
Penn dio un golpecito al monitor con el bolígrafo para llamar la atención de Luce.
«Los Grigori no duermen.» Eso parecía posible; Daniel siempre parecía cansado. «En general, son discretos.» Confirmado. A veces hablar con él era como someterlo a un interrogatorio. «En un decreto del siglo XVIII…»
La pantalla se volvió negra; se les había acabado el tiempo.
—¿Cuánto has podido anotar? —preguntó Penn.
Luce le mostró su hoja de papel. Patético. Había algo que ni siquiera recordaba haber garabateado: los bordes de las plumas de unas alas.
Penn la miró de soslayo.
—Sí, por lo que veo vas a ser una ayudante de investigación excelente —dijo riendo—. Quizá puedas leerme las cartas. —Ella le enseñó su hoja llena de notas—. No te preocupes, tenemos suficiente para seguir investigando un poco.
Luce se metió el papel en el bolsillo, justo al lado de la lista arrugada con sus interacciones con Daniel. Empezaba a volverse como su padre, que no podía separarse de su trituradora de papel. Se agachó para ver si había una papelera de reciclaje y vio un par de piernas caminando hacia ellas por el pasillo.
Aquel modo de andar le resultaba muy familiar. Se reincorporó en la silla —o cuando menos lo intentó— y se golpeó la cabeza con la parte inferior de la mesa.
—Au —se quejó, frotándose el lugar donde se había golpeado durante el incendio.
Daniel se quedó quieto unos pasos más allá. Su expresión daba a entender claramente que la última cosa que en ese momento quería era encontrarse con ella. Al menos, había aparecido cuando el ordenador las había dejado colgadas. No había razón para que pensara que Luce lo estaba acosando más de lo que ya creía.
Pero Daniel parecía atravesarla con la mirada; sus ojos violeta grisáceos estaban fijos en algo o en alguien situado por encima del hombro de Luce.
Penn le dio un golpecito a Luce, y luego señaló con el pulgar a la persona que estaba detrás de ella. Cam estaba inclinando sobre la silla de Luce y le sonreía. Un trueno en el exterior hizo que Luce casi saltara en los brazos de Penn.
—Solo es una tormenta —dijo Cam ladeando la cabeza—. No durará mucho, lo cual es una pena, porque estás monísima cuando te asustas.
Cam extendió la mano y resiguió con los dedos el borde de su brazo, empezando por el hombro, hasta llegar a la mano. Luce entornó los ojos —era una sensación tan agradable— y cuando volvió a abrirlos, tenía una cajita de terciopelo rojo rubí en la mano. Cam la abrió, solo un segundo, y Luce vio un destello dorado.
—Ábrelo luego —dijo—, cuando estés sola.
—Cam…
—He pasado por tu habitación.
—¿Podemos…? —Luce miró a Penn, que observaba la escena con descaro, absorta como un cinéfilo en primera fila.
Cuando al fin salió del trance, agitó las manos.
—Lo pillo, lo pillo, queréis que me vaya.
—No, quédate —dijo Cam, con un tono más dulce de lo que esperaba Luce. Se volvió hacia Luce—. Me voy, pero luego… ¿me lo prometes?
—Claro —y sintió cómo se ruborizaba.
Cam le cogió la mano que sujetaba la cajita y la metió en el bolsillo izquierdo de los pantalones de Luce. Eran unos pantalones ajustados, y le entraron escalofríos cuando sintió el contacto de los dedos de Cam en su muslo. Él le guiñó un ojo y dio media vuelta.
Antes de que Luce pudiera respirar de nuevo, se volvió otra vez.
—Una cosa más —dijo, y le deslizó el brazo por detrás de la cabeza para atraerla hacia sí.
Luce echó la cabeza para atrás y Cam se acercó aún más, sus bocas entraron en contacto. Los labios de Cam eran tan turgentes como Luce había imaginado todas las veces que se había fijado en ellos.
No fue un beso apasionado, sino más bien un pico, pero a Luce le pareció mucho más. Sorprendida, se quedó sin aliento, en parte por la emoción y en parte por el público potencial que estaría contemplando aquel largo e inesperado…
—Pero ¿qué…?
Cam había apartado la cabeza de golpe, y Luce vio cómo se doblaba y apretaba los dientes.
Daniel estaba detrás de él, retorciéndole la muñeca.
—No le pongas las manos encima.
—No te he oído bien —respondió Cam incorporándose poco a poco.
¡Oh, Dios Mío! Se estaban peleando. En la biblioteca. Por ella.
Entonces, con un rápido movimiento, Cam se abalanzó sobre Luce, y ella gritó cuando empezó a rodearla con los brazos.
Pero las manos de Daniel eran más rápidas. Lo apartó propinándole un golpe y Cam cayó sobre la mesa del ordenador. Cam gruñó cuando Daniel lo agarró del pelo y le inmovilizó la cabeza contra la superficie de la mesa.
—He dicho que no le pongas tus asquerosas manos encima, maldito saco de mierda.
Penn chilló, cogió su estuche amarillo y se alejó de puntillas en dirección a la pared. Luce vio como Penn lanzaba su sucio estuche contra el techo, una, dos, tres veces. A la cuarta, alcanzó la cámara negra que había allí colgada y logró que esta enfocara hacia la izquierda, hacia una tranquila estantería de libros de no ficción.
Por entonces Cam ya se había zafado de Daniel y ambos estaban enzarzados dando círculos, haciendo chirriar sus zapatillas contra el suelo pulido.
Daniel empezó a esquivar los golpes antes de que Luce se diera cuenta de que Cam se había puesto hecho una furia. Pero Daniel no lograba esquivarlos con la suficiente rapidez. Cam acertó con lo que bien podría haber sido un golpe de KO justo debajo del ojo de Daniel, lo cual le hizo retroceder y empujar involuntariamente a Luce y a Penn contra la mesa del ordenador. Se volvió y murmuró una excusa ininteligible antes de darse la vuelta nuevamente.
—¡Por Dios, parad! —gritó Luce, justo antes de que Daniel se abalanzara sobre la cabeza de Cam.
Daniel le hizo un placaje a Cam y descargó una ráfaga de puñetazos en sus hombros y a ambos lados de su cara.
—Así, así me gusta —gruñía Cam, moviendo la cabeza de un lado a otro como un boxeador.
Sin soltar la presa, Daniel le puso las manos alrededor del cuello y empezó a apretar.
Cam reaccionó empujándolo contra una estantería de libros. El impacto resonó en la biblioteca con más fuerza que el trueno que habían oído antes.
Daniel gruñó y cayó al suelo con un golpe seco.
—¿Qué más me ofreces, Grigori?
Luce se tambaleó, pensaba que quizá no podría levantarse, pero Daniel se incorporó enseguida.
—Te lo voy a enseñar —dijo entre dientes—, fuera. —Primero caminó hacia Luce, pero al momento se dirigió hacia la salida—. Tú quédate aquí.
Ambos salieron de la biblioteca dando fuertes zancadas; tomaron la salida trasera, la misma que Luce había usado la noche del incendio. Tanto ella como Penn estaban heladas, y se miraron la una a la otra boquiabiertas.
—Vamos —le dijo Penn, arrastrando a Luce hacia una ventana que daba al patio. Pegaron las caras al cristal y limpiaron el vaho que dejaba su respiración.
Fuera llovía a cántaros y reinaba la oscuridad, solo interrumpida por la luz procedente de las ventanas de la biblioteca. El suelo era resbaladizo, estaba tapizado con una capa de barro, no se podía ver mucho.
Los dos chicos llegaron corriendo al centro del patio, empapados por completo.
Discutieron un momento, luego empezaron a moverse en círculos y volvieron a alzar los puños.
Luce se sujetó a la repisa de la ventana y vio cómo Cam tomaba la iniciativa corriendo hacia Daniel y golpeándolo en el hombro; luego le dio una patada rápida en las costillas.
Daniel se desplomó, agarrándose el costado. «Levántate.» Luce deseaba que se moviera, sentía como si la hubieran golpeado a ella misma, y cada vez que Cam iba a por Daniel, ella lo sentía en su propia carne.
No podía soportar mirar.
—Daniel se tambalea un instante —anunció Penn después de que Luce hubiera apartado la mirada—. Pero le ha colocado un gancho a Cam en plena cara, le ha dado de lleno. ¡Buena!
—¿Disfrutas con esto? —le preguntó Luce, horrorizada.
—Mi padre y yo solíamos mirar combates de lucha libre —dijo Penn—. Parece que estos dos tienen algunas nociones de artes marciales. ¡Un golpe cruzado perfecto, Daniel! —Penn dio un gritito—. Jo, tío.
—¿Qué? —Luce volvió a mirar—. ¿Se ha hecho daño?
—Tranquilízate —respondió Penn—. Alguien ha acudido a parar la pelea, justo cuando Daniel estaba repartiendo bien.
Penn tenía razón. Parecía que desde el otro lado del patio corría el señor Cole. Cuando llegó a donde estaban los chicos se detuvo un momento y los observó; parecía como hipnotizado contemplando con cuánta ferocidad peleaban.
—Haz algo —musitó una angustiada Luce. Al final, el señor Cole agarró a cada uno de los chicos por el pescuezo. Los tres siguieron enzarzados por un momento, hasta que Daniel soltó a Cam. Sacudió su brazo derecho, empezó a caminar en círculos y escupió un par de veces al barro.
—Qué atractivo, Daniel —dijo Luce con sarcasmo. Aunque era lo que pensaba en realidad.
Ahora el señor Cole les leería la cartilla. Agitó las manos como un loco mientras los dos permanecían cabizbajos. Cam fue el primero al que ordenó marcharse; salió del patio a paso ligero y desapareció en la penumbra de la residencia.
Entonces el señor Cole apoyó su mano en el hombro de Daniel, Luce se moría por saber de qué estaban hablando, y si iban a castigar a Daniel. Quería acudir junto a él, pero Penn se lo impidió.
—Y todo por una baratija de bisutería. En cualquier caso, ¿qué te ha regalado Cam?
El señor Cole se fue y Daniel se quedó solo, contemplando la lluvia bajo la luz de una farola.
—No lo sé —le respondió Luce apartándose de la ventana—. Sea lo que sea, no lo quiero. Sobre todo después de lo que ha pasado.
Regresó a la mesa del ordenador y se sacó la cajita del bolsillo.
—Si tú no lo quieres, dámelo —dijo Penn. Abrió la cajita y luego miró a Luce, confundida.
El resplandor dorado que habían visto no provenía de una joya. Solo había dos cosas en la cajita: otra de las púas de Cam y un papelito dorado.
Nos vemos mañana después de clase. Te esperaré en la verja.
C.