Tocado de raíz
Luce podía oír las fuertes pisadas de sus Converse contra el suelo, podía sentir el viento fresco y húmedo tirando de su camiseta negra, casi podía saborear el alquitrán caliente de una plaza de aparcamiento que acababan de pavimentar. Pero cuando abrazó a aquellas dos figuras que aguardaban junto a la entrada de Espada & Cruz el sábado por la mañana, ya se había olvidado de todo aquello.
Jamás se había alegrado tanto de abrazar a sus padres.
Hacía días que se arrepentía de lo frío y distante que había sido su encuentro en el hospital, y hoy no pensaba cometer el mismo error de nuevo.
Ambos se tambalearon cuando se abalanzó sobre ellos. Su madre se echó a reír y su padre le dio una palmada en la espalda como hacen los tipos duros. Llevaba su enorme cámara colgada con una correa alrededor del cuello. Ambos recuperaron la compostura y la soltaron para mirarla bien a la cara. En cuanto lo hicieron, sus rostros se desencajaron. Luce estaba llorando.
—Cariño, ¿qué te pasa? —le preguntó su padre al tiempo que le acariciaba la cabeza.
Su madre empezó a revolver el bolso en busca de un paquete de pañuelos. Con los ojos muy abiertos le puso uno a Luce delante de la nariz y le preguntó:
—Ahora ya estamos aquí. Va todo bien, ¿no?
No, no iba todo bien.
—¿Por qué no me llevasteis a casa el otro día? —preguntó Luce, que volvía a sentirse enfadada y herida—. ¿Por qué dejasteis que me trajeran de nuevo aquí?
Su padre palideció.
—Cada vez que hablábamos con el director nos decía que te iba de fábula desde que habías vuelto a las clases, que eras la optimista redomada que nosotros siempre habíamos conocido. Solo que con el cuello reseco por el humo y un pequeño chichón en la cabeza; pensamos que eso era todo. Se relamió los labios.
—¿Había algo más? —le preguntó su madre.
La mirada que intercambiaron sus padres dejaba entrever que ya habían discutido sobre el tema. Su madre debía de haberle rogado que la visitaran antes, pero su padre, más cerebral, se habría negado. Era imposible explicarles lo que le había pasado aquella noche, o todo aquello por lo que había pasado desde entonces. Había vuelto directamente a las clases, pero no porque ella lo quisiera. Y físicamente estaba bien. Pero en todos los demás aspectos —emocional, psicológica y sentimentalmente— no podía sentirse más desorientada.
—Intentamos respetar las reglas —le explicó el padre de Luce, extendiendo su gran mano para darle un cariñoso apretón en el cuello. El peso de la mano la desestabilizó un poco y la puso en una postura incómoda, pero hacía tanto que no estaba así de cerca de la gente a la que quería que no se atrevió a moverse—. Porque solo queremos lo mejor para ti —añadió—. Tenemos que confiar en que estas personas —e hizo un gesto señalando los imponentes edificios del reformatorio, como si representaran a Randy y al director Udell y a todos los demás— saben de lo que están hablando.
—Pues no tienen ni idea —dijo Luce mientras observaba los edificios destartalados y el patio desierto. Hasta el momento, aquel reformatorio había sido un auténtico rompecabezas.
Un buen ejemplo de ello era lo que llamaban el Día de los Padres. Remarcaban tanto la suerte que tenían los estudiantes por tener el privilegio de ver a los de su propia sangre… Y, aun así, faltaban diez minutos para la hora del almuerzo y el coche de los padres de Luce era el único que había en el aparcamiento.
—Este lugar es un fraude total —sentenció, imprimiendo tal cinismo a sus palabras que sus padres se miraron preocupados.
—Luce, cielo —dijo su madre, acariciándole el cabello. Luce advirtió que no estaba acostumbrada a verlo tan corto. El instinto maternal de sus dedos seguía el fantasma de su anterior melena, que le caía por la espalda—. Solo queremos pasar un día agradable contigo. Papá te ha traído tu comida preferida.
Con cuidado, su padre sacó una manta colorida de punto y una especie de cesta de mimbre que Luce no había visto nunca. Cuando solían ir de picnic, todo era más informal, llevaban la comida en bolsas de papel y extendían una vieja tela ajada sobre la hierba del camino de canoas que había frente a su casa.
—¿Ocra en vinagre? —preguntó Luce con un tono que se parecía mucho al que empleaba cuando era una niña. No se podía decir que sus padres no se estuvieran esforzando.
Su padre asintió.
—Y té dulce, y panecillos con salsa, y gachas con cheddar y jalapeños extra, como a ti te gustan. Ah —se interrumpió—, y una cosa más.
La madre de Luce sacó del bolso un sobre cerrado rojo y grueso, y se lo entregó a Luce. Por un instante, Luce sintió una punzada de dolor en el estómago al recordar las cartas que solía recibir. «Psicópata. Asesina.»
Pero cuando vio la letra en el sobre, su cara se transformó en una enorme sonrisa.
Callie.
Rompió el sobre y sacó una postal con una foto en blanco y negro de dos señoras mayores en la peluquería; en el dorso, no había ni un solo centímetro que Callie no hubiera garabateado con su letra grande y redonda. Además, había varias hojas sueltas en las que Callie había continuado escribiendo porque se había quedado sin espacio en la postal.
Querida Luce:
Ya que el tiempo que nos dejan para hablar por teléfono es ridículamente insuficiente (¿Es que no puedes pedir, por favor, un poco más? Es una injusticia absoluta), he decidido comunicarme contigo a la antigua y escribirte una de esas cartas épicas, en la que vas a encontrar hasta el más mínimo detalle de lo que me ha pasado en las últimas dos semanas. Te guste o no…
Luce apretó el sobre contra su pecho, aún sonriente y con unas ganas locas de devorar la carta en cuanto sus padres se fueran a casa.
Su amiga Callie no la había abandonado, y tenía a sus padres sentados justo al lado. Había pasado mucho tiempo desde que Luce se había sentido querida. Extendió el brazo y le apretó la mano a su padre.
Un pitido estridente hizo que sus padres dieran un respingo.
—Solo es la sirena de la comida —explicó Luce lo cual pareció tranquilizarlos—. Venga, venid, hay alguien a quien quiero que conozcáis.
Mientras caminaban por el caluroso aparcamiento hacia el patio donde iban a desarrollarse todas las actividades del Día de los Padres, Luce empezó a ver el reformatorio a través de los ojos de sus padres. Advirtió el techo combado de la oficina principal, y el olor putrefacto y repugnante de los melocotones podridos al pie de los árboles que había junto al gimnasio; también el óxido naranja que cubría las puertas de hierro forjado del cementerio. Se dio cuenta de que solo en dos semanas se había acostumbrado por completo a los numerosos horrores de Espada & Cruz.
Sus padres, por el contrario, parecían horrorizados. Su padre señaló una vid agonizante que se enredaba en la cerca del patio.
—Esas cepas son de chardonnay —dijo con un gesto de dolor, porque cuando una planta sufría también sufría él.
Su madre sostenía el bolso contra el pecho con las dos manos, con los dos codos hacia fuera, en la postura que solía adoptar cuando se encontraba en un barrio peligroso. Y todavía no había visto las rojas. Sus padres, que estaban en contra de que Luce tuviera una webcam, se horrorizarían ante la vigilancia continua del reformatorio.
Luce quería evitar que vieran todas aquellas atrocidades, pues aún estaba buscando el modo de desenvolverse en aquel sistema… y a veces incluso de derrotarlo. Precisamente el otro día, Arriane la había guiado a través de lo que parecía una carrera de obstáculos por el reformatorio para mostrarle todas las «rojas muertas» cuyas baterías se habían gastado o habían sido «reemplazadas» furtivamente para crear los puntos ciegos de Espada & Cruz. No era necesario que sus padres supieran nada de todo eso. Lo que tenían que hacer era pasar un buen día con ella. Penn estaba en las gradas con las piernas colgando, habían acordado encontrarse allí por la tarde.
Sostenía una maceta con flores.
—Penn, mira, te presento a mis padres, Harry y Doreen Price —anunció Luce con un gesto—. Mamá, Papá, esta es…
—Pennyweather van Syckle-Lockwood —interrumpió Penn con gesto grave, al tiempo que les ofrecía la maceta—. Gracias por permitirme almorzar con ustedes.
Siempre educados, los padres de Luce sonrieron y no preguntaron nada sobre dónde estaba la familia de Penn, lo cual Luce aún no había tenido tiempo de explicarles.
Era otro de esos días cálidos y despejados. Los sauces verdes que había frente a la biblioteca se mecían suavemente con la brisa, y Luce llevó a sus padres hacia un lugar desde el que los sauces ocultaban las marcas de hollín y la ventana rota por el incendio. Mientras ellos extendía el mantel sobre una zona de hierba seca, Luce se llevó a Penn aparte.
—¿Cómo estás, Penn? —le preguntó, pues era consciente de que si ella tuviera que pasarse un día entero recibiendo y saludando a los padres de todo el mundo menos a los suyos, sin duda acabaría necesitando ayuda.
Pero, por el contrario, Penn balanceó la cabeza alegremente.
—¡Esto ya es mucho mejor que el año pasado! —dijo—. Y todo gracias a ti, hoy estaría sola si no hubieses aparecido tú.
El cumplido cogió a Luce por sorpresa, y la impulsó a mirar a su alrededor para ver cómo estaban pasando aquel día el resto de los alumnos. Aunque el aparcamiento aún estaba medio vacío, el Día de los Padres parecía estar animándose poco a poco.
Molly, sentada cerca de ellos, sobre una manta, entre un hombre y una mujer con cara 263 de dogo, roía con avidez un muslo de pavo. Arriane, en cuclillas, en una grada, le susurraba algo a un chica punki con el pelo teñido de un hipnótico tono fucsia. Tenía toda la pinta de ser su hermana mayor. Ambas cruzaron una mirada con Luce, Arriane le sonrió y la saludó, y luego se volvió hacia la otra chica y le dijo algo.
Roland estaba rodeado por un montón de gente que celebraba un picnic sobre una colcha enorme. Estaban riendo y bromeando, y algunos chicos más jóvenes se tiraban comida entre ellos. Parecían estar pasándoselo en grande hasta que una mazorca volante casi le acierta a Gabbe, que pasaba por allí. Miró con cara de pocos amigos a Roland mientras guiaba a un hombre lo bastante mayor para ser su abuelo a través de una hilera de sillas de jardín dispuestas en la hierba.
A los que no veía era a Daniel y a Cam, y Luce no podía imaginar cómo serían sus familias.
Aunque estaba enfadada y avergonzada porque Daniel la había dejado plantada por segunda vez en el lago, se moría por ver, aunque fuera de refilón, a cualquier miembro de su familia. Y entonces, al recordar la escueta ficha de Daniel que vio en el sótano, Luce se preguntó si aún mantendría contacto con algún familiar.
La madre de Luce sirvió gachas con cheddar en cuatro platos, y su padre pinchó los jalapeños cortados en pedacitos con unos palillos. Un mordisco y la boca de Luce fue puro fuego, lo cual le encantaba. Daba la impresión de que Penn no desconocía por completo la comida típica de Georgia con la que Luce había crecido, y parecía tener muchos reparos respecto a la ocra en vinagre, pero tras darle un bocado le dirigió a Luce una sonrisa que era medio de sorpresa y aprobación.
Los padres de Luce habían llevado todos sus platos preferidos, incluso las nueces con praliné del colmado que había debajo de su casa. Cada uno a un lado de la chica, sus padres masticaban con satisfacción, aparentemente felices de poder llenarse la boca con algo que no fuese una conversación sobre la muerte.
Luce tendría que haber disfrutado del tiempo que estaba pasando con ellos, regado con el adorado té dulce de Georgia, pero se sentía como una hija impostora al fingir que aquel idílico almuerzo formaba parte de la normalidad de Espada & Cruz. El día entero fue una farsa.
Al oír un breve y tímido aplauso, Luce miró hacia las gradas, donde Randy estaba de pie junto al director Udell, a quien Luce todavía no había visto en carne y hueso. Lo reconoció por un retrato muy oscuro que colgaba en la pared del vestíbulo principal, y ahora se daba cuenta de que el artista había sido benévolo. Penn ya le había contado que el director solo se dejaba ver un día al año —el Día de los Padres—, sin excepciones. Era un recluso que nunca salía de su mansión en Tybee Island, ni siquiera cuando fallecía un estudiante. La papada de aquel hombre parecía tragarse su barbilla, y sus ojos bovinos miraban a la gente sin detenerse en nada en concreto.
A su lado estaba Randy, con las piernas separadas y enfundadas en unas medias blancas. Forzaba una enorme sonrisa, mientras el director se secaba el sudor de la frente con una servilleta. Ambos mostraban su cara más alegre, pero aquello parecía suponerles un gran esfuerzo.
—Bienvenidos a la edición anual n.° 159 del Día de los Padres de Espada & Cruz —dijo el director Udell por el micrófono.
—¿Está de broma? —le susurró Luce a Penn. Resultaba difícil imaginar un Día de los Padres en la época de antes de la guerra.
Penn puso los ojos en blanco.
—Seguro que se ha equivocado. Ya les he dicho que necesita unas gafas nuevas.
—Hemos organizado para vosotros un día repleto de actividades familiares, empezando por este picnic relajado…
—Normalmente, solo nos dan diecinueve minutos —les comentó Penn a los padres de Luce, que se pusieron tensos de golpe.
Luce sonrió por encima de la cabeza de Penn y articuló un silencioso «Es broma».
—A continuación, les ofrecemos una selección de actividades. Nuestra querida bióloga, la señorita Yolanda Tross, dará una charla fascinante en la biblioteca sobre la flora local de Savannah que se puede encontrar en nuestros jardines. Por su parte, la entrenadora Diante supervisará una serie de carreras familiares en el césped. Y el señor Stanley Cole les ofrecerá un recorrido histórico por el cementerio, donde están enterrados los héroes de guerra. Vamos a estar muy ocupados. Y, sí —añadió el director Udell con una sonrisa de oreja a oreja—, luego os haremos un control sobre todo esto.
Era la típica broma insulsa y manida para ganarse algunas risas enlatadas de los familiares que visitaban el reformatorio. Luce miró a Penn y puso los ojos en blanco. Aquel deprimente intento de reírse con naturalidad mostraba a las claras que todo el mundo estaba allí para sentirse mejor por haber dejado a sus hijos en manos del profesorado de Espada & Cruz. Los Price también rieron, pero miraban a Luce para averiguar cómo debían comportarse.
Después del almuerzo, las familias que estaban en el patio recogieron sus cosas y se dispersaron. Luce tuvo la sensación de que en verdad muy poca gente iba a participar en las actividades que habían organizado. Nadie subió con la señorita Tross a la biblioteca y, por el momento, solo Gabbe y su abuelo se habían metido en un saco de patatas al otro lado del campo.
Luce no sabía adónde se habían escaqueado Molly, Arriane y Roland con sus familias, y aún no había visto a Daniel. Pero sabía que sus padres se decepcionarían si no les enseñaba las instalaciones y si no participaban en alguna actividad. Y, puesto que la visita guiada del señor Cole parecía el menor de los males, Luce sugirió que guardaran los restos de la comida y se reunieran con él en las puertas del cementerio.
De camino hacia allí, Arriane, que estaba balanceándose en una de las gradas más altas, cayó frente a los padres de Luce como si fuera una gimnasta saltando de las paralelas.
—Holaaa —canturreó, ofreciendo su mejor imagen de desquiciada—. Mamá y Papá —dijo Luce al tiempo que les daba un apretón en los hombros—, esta es mi buena amiga Arriane.
—Y esta —contestó Arriane señalando a la chica alta con el pelo color fucsia que bajaba poco a poco de las gradas— es mi hermana Annabelle.
Annabelle ignoró por completo la mano que le extendía Luce y le dio un abrazo largo e íntimo. Luce sintió cómo los huesos de ambas crujían. El intenso abrazo duró lo suficiente para que Luce se preguntara a qué se debía, pero justo cuando empezaba a sentirse incómoda, Annabelle la soltó.
—Me alegro tanto de conocerte —le dijo cogiéndole la mano.
—Igualmente —respondió Luce, mirando a Arriane de reojo—. ¿Vais a hacer la ruta con el señor Cole? —le preguntó a Arriane, que también estaba mirando a Annabelle como si estuviera loca.
Annabelle abrió la boca pero Arriane la cortó enseguida.
—Por Dios, no —repuso—. Estas actividades son para completos tarados. —Miró a los padres de Luce—. Sin ánimo de ofender.
Annabelle se encogió de hombros.
—¡Quizá tengamos oportunidad de vernos después! —le gritó a Luce antes de que Arriane se la llevara a rastras.
—Parecían simpáticas —dijo la madre de Luce con el tono intrigado que usaba cuando quería que Luce le explicara algo.
—Hummm, y esa chica, ¿por qué se ha puesto así contigo? —inquirió Penn.
Luce la miró, y luego miró a sus padres. ¿De verdad tenía que argumentar el hecho de que pudiera gustarle a alguien?
—¡Lucinda! —gritó el señor Cole, saludándoles desde el punto de encuentro (en el que por otra parte no había nadie más) a las puertas del cementerio—. ¡Por aquí!
El señor Cole les dio un cálido apretón de manos a los padres de Luce e incluso cogió a Penn del hombro un momento. Luce intentaba decidir si estaba molesta por que el señor Cole participara en el Día de los Padres o, más bien impresionada por aquella muestra exagerada de entusiasmo. Pero entonces el profesor empezó a hablar y Luce se sorprendió aún más.
—Me preparo para este día durante todo el año —susurró—. Es una oportunidad de llevar a los estudiantes al aire libre y explicarles las maravillas que esconde este lugar… oh, de verdad que me encanta. Es lo más cercano a una excursión en el campo que se puede conseguir siendo profesor de un reformatorio. Por supuesto, hasta hoy nadie ha participado en mis visitas guiadas, de modo que con ustedes haremos la visita inaugural…
—Vaya, es todo un honor —le respondió el padre de Luce dirigiéndole una gran sonrisa. Al instante, Luce se dio cuenta de que no se trataba solo de la afición de su padre por los cañones de la Guerra Civil, sino que de verdad sentía que el señor Cole era legal. Y para Luce, su padre era quien mejor juzgaba a las personas.
Los dos hombres empezaron a bajar por la pendiente empinada que conducía al cementerio. La madre de Luce dejó la cesta del picnic al lado de las cancelas y les dirigió una de sus manidas sonrisas a Luce y a Penn.
El señor Cole agitó la mano para reclamar su atención.
—En primer lugar, algunas trivialidades. ¿Cuál —enarcó las cejas— creéis que es el elemento más antiguo de este cementerio?
Mientras Luce y Penn se miraban los pies —evitando su mirada, tal como hacían en clase—, el padre de Luce se puso de puntillas para ver mejor algunas de las estatuas más grandes.
—¡Es una pregunta complicada! —exclamó el señor Cole, al tiempo que daba unos golpecitos a la cancela de hierro forjado—. Esta parte frontal de las puertas fue construida por el propietario original en 1831. Dicen que su mujer, Ellamena, tenía un jardín encantador y quería mantener a las gallinas alejadas de sus tomateras. —Se rió por lo bajo—. Eso fue antes de la guerra, y antes de que el terreno se hundiera. ¡Sigamos!
El señor Cole relató paso a paso la construcción del cementerio añadió datos sobre el contexto histórico y sobre el «artista» —aunque utilizaba la palabra con poco rigor— que había esculpido la estatua de la bestia alada que había sobre el monolito, en el centro del cementerio. El padre de Luce le iba haciendo preguntas aquí y allá mientras la madre pasaba la mano por algunas de las lápidas más bellas, dejando escapar un «Dios bendito» entre susurros cada vez que se detenía a leer las inscripciones. Penn arrastraba los pies tras la madre de Luce, probablemente arrepentida de no haber escogido otra familia con la que pasar el día. Luce iba la última y pensaba qué pasaría si ella les ofreciera a sus padres su visita personal del cementerio.
Aquí es donde cumplí mi primer castigo…
Y aquí es donde una estatua de mármol casi me decapita…
Y aquí es donde compartí el picnic más raro de mi vida con un chico del reformatorio que no os gustaría nada.
—Cam —llamó el señor Cole cuando el grupo llegó al monolito.
Cam se encontraba junto a un hombre alto, de cabello oscuro, vestido con un traje negro a medida. Ninguno de los dos había visto al señor Cole o al grupo que le seguía. Estaban hablando tranquilamente y hacían unos gestos enrevesados frente al roble, como los que Luce le había visto hacer a su profesora de teatro cuando los estudiantes no dejaban ver la escena de una obra.
—¿Acaso tú y tu padre os habéis apuntado a última hora a la visita guiada? —preguntó el señor Cole, subiendo esta vez un poco más la voz—. Os habéis perdido la mayor parte, pero todavía hay una o dos cuestiones que seguro que os interesan.
Cam giró la cabeza con lentitud, y luego volvió a mirar a su acompañante, que parecía divertirse. Luce pensó que aquel hombre alto, moreno, apuesto y con un enorme reloj de oro no parecía lo bastante mayor para ser el padre de Cam. Pero quizá el tiempo lo había tratado bien. Cam entrecerró los ojos al ver el cuello desnudo de Luce, y pareció un poco decepcionado. Luce se ruborizó, pues podía sentir que su madre se había dado cuenta de todo y se estaba preguntando qué pasaba.
Cam ignoró al señor Cole, se acercó a la madre de Luce y, antes de que nadie los presentara, ya se había llevado su mano a los labios.
—Tú debes de ser la hermana mayor de Luce —dijo con desenfado.
A la izquierda, Penn simuló que le entraba una arcada y le susurró a Luce, de modo que solo ella pudiese oírla:
—Por favor, dime que no soy la única que quiere vomitar.
Pero la madre de Luce parecía más bien encandilada, lo cual hizo que tanto Luce como, sin duda, su padre, se sintieran incómodos.
—No, no nos podemos quedar para la visita guiada —anunció Cam, guiñándole un ojo a Luce y retirándose justo cuando se acercaba su padre—. Pero ha sido fantástico —y los miró a los tres, ignorando a Penn— encontraros aquí. Vamos, papá.
—¿Quién era? —suspiró la madre de Luce cuando Cam y su padre, o quienquiera que fuese, desaparecieron hacia el otro lado del cementerio.
—Ah, uno de los admiradores de Luce —dijo Penn, que en su intento por quitarle hierro al asunto obtuvo justo el efecto contrario.
—¿Uno…? —inquirió el padre de Luce bajando la vista para mirarla.
A la luz de la última hora de la tarde, Luce vio por primera vez algunas canas en la barba de su padre. No quería pasar los últimos momentos del día convenciendo a su padre de que no había por qué preocuparse de los chicos del reformatorio.
—No es nada, papá. Penn solo está bromeando.
—Queremos que tengas cuidado, Lucinda —dijo.
Luce pensó en lo que Daniel había sugerido —con cierta insistencia—. El otro día, aquello de que quizá ella no debía estar en Espada & Cruz. Y, de repente, tuvo unas ganas terribles de contárselo a sus padres, de rogarles y suplicarles que se la llevaran lejos de allí.
Pero fue ese mismo recuerdo de Daniel lo que le impidió abrir la boca: el roce chispeante de su piel cuando le empujó en el lago, la forma en que a veces sus ojos eran lo más triste que había visto nunca. El hecho de que valiera la pena quedarse en aquel infierno de Espada & Cruz solo por estar un poco más con Daniel, a Luce le parecía algo totalmente cierto y totalmente loco a la vez. Aunque solo fuera para ver cómo acababa todo.
—Odio las despedidas —suspiró la madre de Luce, interrumpiendo sus pensamientos para darle un abrazo rápido.
Luce miró la hora y se le desencajó la cara. No se había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado ya, de cómo podía haber llegado la hora de que se marcharan.
—¿Nos llamarás el miércoles? —le preguntó su padre mientras le daba un beso en cada mejilla, tal y como hacían todos en la parte francesa de su familia.
Mientras caminaban de vuelta hacia el aparcamiento, los padres de Luce le cogieron las manos, y cada uno le dio otra serie de besos y un fuerte abrazo. Cuando le dieron la mano a Penn y le desearon lo mejor, Luce vio una cámara colgada del poste de cemento que tenía una cabina rota.
Debía de tener un detector de movimientos incorporado en las rojas, porque la cámara se movía siguiendo sus pasos. Esa no se la había enseñado Arriane en la visita, y sin duda no era una roja muerta. Los padres de Luce no se dieron cuenta de nada, y quizá fuera mejor así.
Mientras se alejaban, se volvieron dos veces para despedirse de las chicas, que estaban en la entrada del vestíbulo principal. El padre de Luce arrancó su viejo Chrysler New Yorker negro y bajó la ventanilla.
—¡Te queremos! —gritó tan fuerte que si no hubiera sido tan triste verlos partir, Luce se habría sentido un poco avergonzada.
Luce le devolvió el saludo con la mano.
—Gracias —susurró.
Por los pralinés y la ocra. Por pasar todo el día aquí. Por aceptar a Penn sin preguntar nada. Por seguir queriéndome a pesar de que os doy miedo.
Cuando tomaron la curva y las luces traseras desaparecieron, Penn palmeó la espalda de Luce.
—Estaba pensando que podría ir a ver a mi padre. —Dio un golpe en el suelo con la punta del pie y miró tímidamente a Luce—. ¿Te apetecería venir? Si no quieres, lo entenderé, puesto que hay que volver de nuevo al… —Y con el pulgar hacia atrás señaló hacia el fondo del cementerio.
—Claro que te acompaño —respondió Luce.
Caminaron por el perímetro del cementerio, bordeándolo por la parte alta hasta que llegaron a la zona que estaba más al este, donde Penn se detuvo frente a una tumba.
Era modesta, blanca, y se hallaba cubierta de una capa parda de agujas de pino. Penn se puso de rodillas y empezó a limpiarla.
«STANFORD LOCKWOOD, —decía la humilde lápida— EL MEJOR PADRE DEL MUNDO.»
Luce pudo oír el texto de la inscripción con la voz conmovedora de Penn, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. No quería que Penn la viera; después de todo, Luce todavía tenía a sus padres.
Si alguien tenía que llorar en ese momento, debía ser… Penn estaba llorando. Intentaba ocultarlo sorbiéndose la nariz con disimulo y secándose las lágrimas con el dobladillo deshilachado del jersey. Luce también se puso de rodillas, y la ayudó a retirar las agujas de pino. La rodeó con los brazos y la abrazó con tanta fuerza como pudo.
Cuando Penn se apartó y le dio las gracias a Luce, sacó de su bolsillo una carta.
—Normalmente le escribo algo —le explicó.
Luce pensó que lo mejor era dejar a Penn a solas, así que se levantó, retrocedió unos pasos y empezó a bajar la pendiente hacia el centro del cementerio. Aún tenía los ojos un poco vidriosos, pero le pareció ver a alguien sentado encima del monolito. Sí. Un chico que se abrazaba las rodillas. No lograba imaginarse cómo había podido subir hasta allí, pero la cuestión es que estaba en lo alto. Parecía taciturno y solitario, como si hubiera pasado allí todo el día. No había visto ni a Luce ni a Penn; de hecho, no parecía ver nada, y Luce no necesitaba estar muy cerca para saber de quién eral aquellos ojos violeta grisáceos.
Todo ese tiempo Luce se había estado preguntando por qué la ficha de Daniel era tan escueta, qué secretos guardaba el libro perdido de la biblioteca de uno de sus antepasados y adónde había viajado su mente cuando le preguntó por su familia aquella vez. Por qué con ella se había comportado de forma tan imprevisible, dándole una de cal y otra de arena… siempre.
Después de un día tan emotivo con sus padres, aquellos pensamientos hicieron que Luce casi se cayera de bruces al suelo. Daniel estaba solo en el mundo.