12

Y en polvo te convertirás

Al anochecer, un buitre sobrevolaba en círculos el cementerio neblinoso. Ya habían pasado dos días desde la muerte de Todd, y Luce no había sido capaz de comer o dormir. Estaba de pie con un vestido negro sin mangas en el cementerio, donde todo Espada & Cruz se había reunido para presentar sus respetos a Todd. Como si una apática ceremonia de una hora fuera suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que la única capilla del reformatorio se había convertido en una piscina cubierta, y la ceremonia debía llevarse a cabo en la lúgubre ciénaga del cementerio.

Desde el accidente, el reformatorio había cerrado las puertas y ningún profesor había abierto la boca. Luce había pasado los últimos dos días esquivando las miradas de los demás estudiantes, que se fijaban en ella y sospechaban en mayor o menor medida. Aquellos a los que no conocía muy bien parecían mirarla con un leve matiz de miedo. Otros, como Roland y Molly, se la comían con los ojos sin reparos, como si hubiera algo fascinante y oscuro en el hecho de que hubiera sobrevivido. Durante las clases, sobrellevaba todas aquellas miradas reprobadoras como podía y por la noche se alegraba cuando Penn se pasaba por su habitación para llevarle una taza humeante de té de jengibre, o cuando Arriane deslizaba bajo la puerta algún chiste picante.

Buscaba con desesperación cualquier cosa que le sacara de la cabeza aquella sensación de incomodidad, de expectación ante la siguiente tormenta. Porque sabía que estaba por llegar, ya fuera bajo la forma de una segunda visita de la policía, o de las sombras… o de ambas.

Aquella mañana les informaron de que el evento social de la tarde se había cancelado por respeto a la defunción de Todd, y que las clases acabarían una hora antes para que los alumnos tuvieran tiempo de cambiarse y llegar al cementerio a las tres en punto. Como si toda la escuela no fuera ya vestida para un funeral.

Luce nunca había visto a tanta gente congregada en un lugar del reformatorio. Randy estaba en el centro del grupo y llevaba una falda gris plisada que le llegaba por debajo de la rodilla y unos zapatos negros con la suela de goma. La señorita Sophia, con los ojos llorosos, y el señor Cole con un pañuelo en la mano, se encontraban detrás de ella, vestidos de luto. La señorita Toss y la entrenadora Diante, también denegro, estaban junto con otros profesores y empleados a los que Luce no había visto nunca.

Los alumnos estaban sentados en filas por orden alfabético. Delante, Luce vio a Joel Bland, el chico que había ganado la carrera de natación la semana anterior, sonándose la nariz con un pañuelo sucio. Luce estaba en la tierra de nadie de las pes, pero podía ver a Daniel, que por desgracia se encontraba dos filas por delante, en la zona de las ges, justo al lado de Gabbe. Vestía impecablemente, llevaba un blazer negro de raya diplomática, pero su cabeza parecía más baja que todas las que había a su alrededor. Incluso desde atrás, Daniel se las arreglaba para parecer abrumadoramente sombrío.

Luce pensó en las peonias blancas que le había regalado. Randy no le había dejado coger el jarrón cuando se fue del hospital, pero Luce sí se había llevado las flores a su habitación y, con bastante imaginación, había cortado la parte superior de una botella de plástico con unas tijeras de manicura.

Las flores eran aromáticas y relajantes, pero no estaba muy claro qué significaban. Por regla general, cuando un chico te regalaba flores no te costaba saber lo que sentía.

Pero, con Daniel, tales suposiciones nunca eran buena idea. Resultaba mucho más seguro pensar que se las había llevado porque eso era lo que se hacía cuando alguien había sufrido un trauma.

Pero, aun así: ¡le había llevado flores! Si se inclinaba un poco hacia delante en la silla plegable y alzaba la vista hacia la residencia, a través de las barras metálicas de la tercera ventana a la izquierda, casi podía verlas.

—Te ganarás el pan con el sudor de tu frente —decía un párroco que cobraba por horas frente a la congregación—, hasta que vuelvas a la misma tierra de la que fuiste sacado. Pues polvo eres y en polvo te convertirás.

Era un hombre delgado de unos setenta años, perdido en una enorme chaqueta negra. Llevaba unas zapatillas viejas con los cordones deshilachados. Tenía el rostro irregular y quemado por el sol. Hablaba por un micrófono enchufado a un altavoz que parecía de los años ochenta. El sonido llegaba distorsionado y se acoplaba, de forma que los oyentes apenas le oían.

Aquel servicio era totalmente inapropiado y deficiente.

Nadie presentaba ningún respeto a Todd por estar allí. Todo el funeral parecía más bien un intento de enseñar a los estudiantes cuán injusta podía ser la vida. Que el cuerpo de Todd ni siquiera estuviera presente decía mucho de la relación de la escuela —o, justamente, de su falta de relación— con el chico fallecido. Ninguno de ellos lo había conocido, y ninguno iba a hacerlo ya. Había algo falso en el hecho de estar allí, una sensación acrecentada por los pocos que lloraban. A Luce le hizo sentir que Todd era aún más desconocido de lo que lo fue en realidad.

Que Todd descanse en paz. Que el resto prosiga su camino.

Una lechuza con unas plumas blancas que parecían cuernos ululaba en la rama más alta de un roble que había sobre sus cabezas. Luce sabía que había un nido por allí cerca con una familia de crías de lechuza. Durante la semana había estado oyendo el canto temeroso de la madre noche tras noche, seguido del batir frenético de las alas del padre al volver al nido después de una noche de caza.

Y al fin terminó. Luce se levantó de la silla; se sentía débil por la injusticia de todo aquello. Todd había sido tan inocente como ella culpable, aunque no supiera de qué.

Mientras seguía a los demás estudiantes en fila india hacia la supuesta recepción, alguien le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí.

¿Daniel?

No, era Cam.

Sus ojos verdes buscaron los suyos y pareció vislumbrar su decepción, lo cual hizo que Luce se sintiera aún peor. Se mordió el labio para evitar romper a llorar. Ver a Cam no tendría que hacerle llorar… pero estaba emocionalmente agotada, haciendo equilibrios al borde del abismo. Se mordió con tanta fuerza que se hizo sangre, y tuvo que secarse la boca con la mano.

Eh. —Cam le acarició la cabeza. Y ella compuso una mueca de dolor. Todavía tenía un chichón, justo donde se había golpeado contra las escaleras—. ¿Quieres que vayamos a algún sitio para hablar?

Caminaban con los demás por el césped hacia la recepción, bajo la sombra de uno de los robles. Habían colocado un montón de sillas, casi una encima de otra, y al lado había una mesa plegable llena de galletas de aspecto rancio, las habían sacado de las cajas pero todavía estaban dentro de sus envases de plástico. Habían llenado una ponchera de plástico barato con un líquido rojo y viscoso que atrajo varias moscas, como lo haría un cadáver. Aquella recepción era tan patética que muy pocos estudiantes le prestaban atención. Luce observó a Penn vestida con un traje de falda negra mientras le estrechaba la mano al párroco. Daniel miraba a lo lejos y le susurraba algo a Gabbe.

Cuando Luce se volvió hacia Cam, este le acarició levemente la clavícula con el dedo, dejándolo descansar en el hueco de su cuello. Ella tomó aire; y se le puso la carne de gallina.

—Si no te gusta el collar —le dijo inclinándose hacia ella—, puedo buscarte otra cosa.

Cam se acercó tanto que sus labios estuvieron a punto de rozarle el cuello, así que Luce le puso la mano en el hombro y retrocedió un paso.

—Sí me gusta —dijo pensando en la cajita que estaba sobre su escritorio. Había acabado justo al lado de las flores de Daniel, y Luce se había pasado la mitad de la noche anterior mirando aquellos regalos, calibrando su valor en las intenciones que escondían. Cam era mucho más claro, era fácil saber qué se proponía. Como si él fuera el álgebra y Daniel el cálculo. Y a Luce siempre le había encantado el cálculo, que a veces exigía una hora entera para resolver un solo problema.

—El collar me parece precioso —le dijo a Cam—, pero todavía no he encontrado el momento de ponérmelo.

—Lo siento —contestó él, y apretó los labios—. No quería agobiarte.

Llevaba el pelo peinado hacia atrás, por lo que la cara se le veía más que de costumbre. Parecía mayor, más maduro. Y la forma en que la miraba era tan intensa, con aquellos grandes ojos penetrando en ella, como si todo lo que había en su interior fuera de su agrado.

—La señorita Sophia insistió en que te dejáramos espacio un par de días. Sé que tiene razón, has pasado por un montón de cosas, pero quiero que sepas lo mucho que he pensado en ti. Todo el tiempo. Quería verte.

Le acarició la mejilla con el dorso de la mano, y Luce sintió que empezaban a brotarle las lágrimas. Había pasado por tantas cosas. Y se sentía fatal por el hecho de estar allí a punto de llorar, y de que no fuera por Todd —cuya muerte sí importaba, y debería haber importado más—, sino por razones egoístas. Porque los últimos dos días la habían devuelto al sufrimiento del pasado por Trevor y por su vida anterior a Espada & Cruz, cosas que ya creía superadas, cosas que nunca podría explicarle a nadie. Más sombras de las que esconderse.

Fue como si Cam sintiera todo eso, o cuando menos una parte, porque la abrazó, estrechó la cabeza de Luce contra su pecho ancho y fuerte, y la meció delicadamente.

—No pasa nada —dijo—. Todo se arreglará.

Y quizá no era necesario explicarle nada. Era como si cuanto más trastornada se sentía, más disponible estaba Cam. ¿Por qué no se limitaba a quedarse allí, entre los brazos de alguien que se preocupaba por ella, y dejaba que las sencillas atenciones de Cam la tranquilizasen un momento? Se sentía tan bien entre sus brazos.

Luce no sabía cómo apartarse de Cam. Siempre había sido muy amable, y a ella le gustaba pero, aun así, aunque ello la hiciera sentirse culpable, estaba empezando a cansarse de él. Era tan perfecto, tan atento, justo lo que ella habría necesitado en ese preciso instante. Solo que… no era Daniel.

Un pastelito apareció de pronto sobre su hombro. Luce reconoció la manicura de los dedos que lo sostenían.

—Allí hay ponche, y alguien tiene que bebérselo —dijo Gabbe mientras le ofrecía otro pastelito a Cam, que se quedó mirando la superficie glaseada—. ¿Estás bien? —le preguntó a Luce.

Luce asintió. Por primera vez, Gabbe se había entrometido justo cuando Luce necesitaba que la salvaran. Intercambiaron una sonrisa y Luce alzó el pastelito en señal de agradecimiento. Le dio un mordisco pequeño y delicado.

—Lo del ponche suena genial —dijo Cam apretando los dientes—. ¿Por qué no vas a buscarnos un par de vasos, Gabbe?

Gabbe puso los ojos en blanco hacia Luce.

—Hazle un favor a un hombre y te tratará como una esclava.

Luce sonrió. Cam se había pasado un poco de la raya, pero Luce tenía muy claras sus intenciones.

—Iré yo a buscar las bebidas —dijo Luce, dispuesta a tomarse un respiro. Se dirigió hacia la mesa plegable donde estaba la ponchera.

Cuando espantaba una mosca que había sobre el ponche, alguien le susurró al oído:

—¿Quieres salir de aquí?

Luce se volvió preparando una excusa para decirle a Cam que no, que no podía largarse de allí, no en ese momento y tampoco con él. Pero no había sido Cam quien le había tocado el interior de la muñeca con el pulgar.

Era Daniel.

Se derritió ligeramente. Su turno de teléfono de los miércoles era dentro de diez minutos y tenía unas ganas locas de oír la voz de Callie, o la voz de sus padres, y hablar de lo que ocurría fuera de aquellas cancelas de hierro forjado, de otra cosa que no fuera lo sombrío de los últimos dos días. Pero ¿salir de allí? ¿Con Daniel? Se vio asintiendo con la cabeza.

Cam iba a odiarla si veía cómo se iba, y sin duda la vería. Ya debía de estar mirándola, podía sentir cómo sus ojos verdes se le clavaban en la nuca. Pero tenía que ir con él. Deslizó su mano en la de Daniel.

—Por favor.

Las otras veces que se habían tocado, o bien había sido por accidente o bien uno de los dos se había apartado con un movimiento brusco —por lo general, Daniel— antes de que aquella chispa de calidez que Luce siempre sentía diera paso a un crescendo imparable de calor. Pero en esa ocasión fue diferente. Luce bajó la vista hacia la mano de Daniel, que sujetaba la suya con fuerza, y todo su cuerpo pidió más. Más calor, más hormigueo, más Daniel. Era —no del todo— como se había sentido en el sueño. Apenas notaba cómo se movían sus pies, solo la energía del tacto de Daniel apoderándose de ella.

En lo que a Luce le pareció un parpadeo, llegaron a las puertas del cementerio. Abajo, el funeral se difuminaba a medida que se iban alejando.

Daniel se detuvo de golpe y, sin previo aviso, le soltó la mano. Ella tembló, volvía a sentir frío.

—Cam y tú —dijo, dejando las palabras suspendidas en el aire, como si fueran una pregunta—. ¿Pasáis mucho tiempo juntos?

—Parece como si no te gustara mucho esa idea —le replicó, pero al instante se sintió estúpida por hacer el papel de coquetona. Solo quería burlarse de él porque la pregunta había sonado un poco a celos, pero su cara y el tono de su voz eran muy serios.

—Él no es… —empezó a decir. Se quedó mirando un halcón de cola roja que acababa de posarse sobre la rama de un roble cercano—. No es lo bastante bueno para ti.

Luce había oído esa misma frase cientos de veces. Era lo que todo el mundo decía. «No es lo bastante bueno». Pero cuando esas palabras salieron de los labios de Daniel, parecieron importantes, incluso verdaderas y pertinentes, no vagas y desdeñosas como siempre le habían parecido.

—Bueno, entonces —respondió ella tranquila—, ¿quién lo es? Daniel puso los brazos en jarras, y sonrió para sus adentros.

—No lo sé —dijo al final—. Es una pregunta buenísima.

No fue precisamente la respuesta que esperaba Luce.

—A ver, no es que sea tan difícil —empezó ella mientras se metía las manos en los bolsillos para reprimir las ganas que sentía de abrazarle— ser lo bastante bueno para mí.

Daniel la miró como si estuviera cayéndose por un abismo, y todo el color violeta que coloreaba sus ojos un momento antes se convirtió en gris muy oscuro.

—Sí —respondió—, sí lo es.

Se frotó la frente, y al hacerlo apartó un poco el pelo, solo un segundo. Pero fue suficiente. Luce vio la herida. Ya estaba cicatrizando, pero Luce comprobó que era reciente.

—¿Qué te ha pasado en la frente? —le preguntó extendiendo la mano hacia él.

—No lo sé —dijo bruscamente, al tiempo que le apartaba la mano con tanta fuerza que la hizo tambalearse—. No sé cómo me lo he hecho.

Pareció más nervioso que la propia Luce, y eso la sorprendió. Era un simple rasguño.

A sus espaldas oyeron pasos avanzando por la grava. Ambos se volvieron de golpe.

—Ya te he dicho que no la he visto —decía Molly al tiempo que apartaba la mano de Cam de su hombro mientras subían por la colina del cementerio.

—Vámonos —dijo Daniel, adivinándole el pensamiento (Luce estaba casi segura de que podía), incluso antes de que ella le lanzara una mirada de inquietud.

Luce supo adónde se dirigían tan pronto como empezó a seguirlo, por detrás de la iglesia-gimnasio y hacia el bosque; de la misma forma que sabía la postura que adoptaría al saltar la comba aunque no le hubiese visto nunca hacerlos, igual que conocía la existencia de aquel corte en la frente antes de verlo.

Caminaban al mismo ritmo, dando largas zancadas. Pisaban la hierba a la vez, paso a paso, hasta que llegaron al bosque.

—Si vienes con alguien al mismo lugar más de una vez —dijo Daniel, como si hablara consigo mismo—, supongo que ya no es solo tuyo.

Luce sonrió, halagada al darse cuenta de lo que Daniel quería decir: que no había estado nunca en el lago con otra persona. Solo con ella.

Mientras caminaban entre los árboles, Luce sintió algo de frío por la sombra de los árboles en sus hombros desnudos. Olía como siempre, como la mayoría de los bosques costeros de Georgia: un aroma a mantillo de roble que Luce solía asociar a las sombras, pero que ahora cada vez asociaba más a Daniel. No debería sentirse segura en ningún lugar después de lo que le había ocurrido a Todd, pero junto a Daniel, Luce tuvo la sensación de que empezaba a respirar tranquila por primera vez en varios días. Quería creer que la estaba llevando de vuelta a aquel lugar para enmendar la forma brusca en que se había ido la última vez, como si necesitaran una segunda oportunidad para hacerlo bien. Lo que había empezado como su primera casi-cita había acabado con Luce allí de pie, penosamente plantada. Daniel tenía que saberlo y debía de sentirse mal por haberse largado de aquel modo tan intempestivo.

Alcanzaron el magnolio desde el que se contemplaba todo el lago. El sol dejaba una estela dorada en el agua mientras se ponía detrás del bosque del oeste. Todo tenía un aspecto muy distinto por la tarde. El mundo entero parecía resplandecer.

Daniel se apoyó en el árbol y la observó mientras Luce contemplaba el agua. Ella se acercó para ponerse a su lado, bajo las hojas y las flores, que en esa época del año deberían de estar muertas en el suelo, pero que tenían un aspecto tan puro y fresco como las flores de primavera. Luce inhaló el aroma a almizcle, y se sintió más cerca de Daniel sin ninguna razón aparente… y le encantaba que aquella sensación pareciera provenir de ninguna parte.

—Esta vez no vamos vestidos para bañarnos, precisamente —dijo Daniel, señalando el vestido negro de Luce.

Ella toqueteó el bordado que tenía a la altura de las rodillas, y pensó en el horror de su madre si echaba a perder un buen vestido por querer bañarse en el lago con un chico.

—¿Quizá podamos meter los pies?

Daniel se dirigió hacia el camino empinado de piedra rojizas que descendía hasta el agua. Bajaron a través de los juncos pardos y de la hierba del lago, agarrándose a las ramas de los robles para mantener el equilibrio. Después, la orilla del lago era toda de guijarros. El agua estaba tan calmada que Luce pensó que casi podría caminar sobre ella. Se quitó las manoletinas negras y con los dedos de los pies rozó la superficie del agua repleta de lirios. El agua estaba más fría que el otro día. Daniel cogió unas briznas de la hierba que crecía en el lago y empezó a trenzarlas. Miró a Luce.

—¿Alguna vez has pensado en salir de aquí…?

—A todas horas —dijo con un gruñido, dando por descontado que él pensaba lo mismo. Por supuesto, quería largarse de Espada & Cruz cuanto antes, cualquiera querría lo mismo, pero intentaba que su cabeza no se fuera por las nubes fantaseando con una posible escapada junto a Daniel.

—No —repuso Daniel—. Me refiero a si has pensado de verdad en ir a otro lugar. ¿Les has pedido a tus padres que te trasladen? Porque… Espada & Cruz no parece una lugar muy apropiado para ti.

Luce se sentó en una roca, frente a Daniel, y se abrazó las rodillas. Si lo que estaba sugiriendo era que ella era una marginada en medio de un alumnado repleto de marginados, no podía evitar sentirse un poco insultada. Se aclaró la garganta.

—No puedo permitirme el lujo de pensar seriamente en otro lugar. Espada & Cruz es —hizo una pausa— prácticamente mi último intento desesperado.

—Vamos —dijo Daniel.

—No tienes ni idea…

—La tengo. —Suspiró—. Siempre hay otra parada, Luce.

—Muy profético, Daniel —le espetó. Notaba que cada vez le hallaba más alto—. Pero si tantas ganas tienes de librarte de mí, ¿qué estamos haciendo? Nadie te ha pedido que me arrastres hasta aquí.

—No —dijo—. Es cierto. Me refiero a que tú no eres como los demás que estamos aquí. Tiene que haber un lugar mejor para ti.

El corazón de Luce latía muy deprisa, lo cual solía ocurrir cuando Daniel estaba cerca. Pero en ese momento era distinto. Aquella situación la estaba haciendo sudar.

—Cuando vine aquí —le explicó Luce—, me prometí a mí misma que no hablaría con nadie de mi pasado, o de lo que había hecho para acabar en este lugar.

Daniel apoyó la cabeza entre las manos.

—Lo que estoy diciendo no tiene nada que ver con lo que le pasó a ese tipo…

—¿Qué sabes de él? —Luce hizo una mueca. No. ¿Cómo podía saberlo Daniel?—. Sea lo que sea lo que te haya dicho Molly…

Pero Luce sabía que ya era demasiado tarde. Era Daniel quien la había encontrado con Todd. Si Molly le había contado que Luce también se había visto involucrada en otra muerte misteriosa a causa del fuego, no sabría ni cómo empezar a explicárselo.

—Escucha —le dijo cogiéndole las manos—, lo que te estoy diciendo no tiene nada que ver con esa parte de tu pasado.

A ella le costaba creérselo.

—Entonces, ¿tiene que ver con Todd?

Él negó con la cabeza.

—Tiene que ver con este lugar, y con otras cosas…

Cuando Daniel la tocó, despertó algo en su mente. Empezó a pensar en las sombras furiosas que había visto aquella noche, en lo mucho que habían cambiado desde que había llegado al reformatorio: habían pasado de ser una amenaza desconcertante y furtiva a convertirse en unas figuras terroríficas y reales, casi omnipresentes.

Estaba loca… Sin duda, eso era lo que Daniel debía de pensar de ella. Quizá también pensara que era guapa, pero en el fondo sabía que estaba seriamente perturbada. Seguramente, esa era la razón por la que quería que se fuera, para que no tuviera la tentación de mezclarse con alguien como ella. Si eso era lo que Daniel pensaba, no sabía ni la mitad.

—¿Tal vez tiene que ver con las sombras negras y extrañas que vi la noche en que Todd murió? —le preguntó con la intención de asustarlo. Pero en cuanto pronunció aquellas palabras supo que no estaba tratando de asustar aún más a Daniel… estaba intentando decírselo por fin a alguien.

Tampoco tenía mucho que perder.

—¿Qué has dicho? —le preguntó lentamente.

—Bueno, ya sabes —dijo encogiéndose de hombros e intentando restarle importancia a lo que acababa de decir—. Una vez al día o así, me visitan unos invitados oscuros a los que llamo «sombras».

—No me vaciles —le espetó Daniel. Y aunque el tono de su voz sonara punzante, Luce sabía que tenía razón.

Odiaba oírse hablar a sí misma con aquella falsa de indiferencia, cuando en realidad estaba muy nerviosa. Pero ¿debía decírselo? ¿Podría? Daniel asentía, animándola a que siguiera hablando, y parecía que sus ojos penetrantes le extrajesen las palabras de su interior.

—Me pasa desde hace unos doce años —acabó confesando con un estremecimiento—. Solía ser por las noches, cuando me acercaba al agua o a los árboles, pero ahora… —Le temblaban las manos—. Es algo constante.

—¿Qué hacen?

Habría pensado que quería burlarse de ella, o que la iba a dejar seguir para luego gastarle una broma y reírse a su costa, pero su voz se había vuelta ronca, y estaba lívido.

—En general empiezan a flotar justo por aquí. —Y le hizo cosquillas en la nuca para enseñárselo.

Por una vez, no estaba intentando acercarse físicamente a él, sino que aquella era la única forma que se le ocurría de explicarlo, sobre todo desde que las sombras habían empezado a agredirla de un modo palpable, físico. Daniel no dijo nada, así que continuó hablando.

—Además, en ocasiones son muy atrevidas —prosiguió, poniéndose de rodillas y llevándose las manos al pecho—. Y se abalanzan sobre mí. —Ahora estaban frente a frente. El labio de Daniel tembló un poco; en realidad, ella no acababa de creerse que pudiera estar explicándole a alguien (y mucho menos a Daniel) las cosas horribles que veía. Bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro—: Últimamente, no parecen satisfechas hasta que —tragó saliva— se llevan la vida de alguien y me dejan en el suelo inconsciente.

Le propinó un levísimo empujón en los hombros, sin ninguna intención de desestabilizarlo, pero el contacto mínimo de las puntas de sus dedos bastó para tumbar a Daniel.

Al verlo en el suelo, Luce se quedó tan sorprendida que también perdió accidentalmente el equilibrio y cayó sobre él. Daniel estaba de espaldas al suelo y la miraba con los ojos muy abiertos.

No debería habérselo contado. Allí estaba ella, encima de él, y acababa de confesarle su secreto más íntimo, aquello que en verdad la convertía en una lunática.

¿Cómo era posible que, a pesar de todo, siguiera teniendo tantas ganas de besarlo?

El corazón le latía a una velocidad imposible. Más tarde lo comprendió: estaba sintiendo su propio corazón y el de Daniel, que parecían competir en una carrera. Una especie de conversación desesperada que no era capaz de mantener con palabras.

—¿De verdad las ves? —le susurró Daniel.

—Sí —respondió, aunque en realidad quería levantarse y negarlo todo, pero era totalmente incapaz de despegarse del pecho de Daniel. Intentó leerle el pensamiento: ¿qué pensaría cualquier persona normal de una confesión como aquella?—. Déjame adivinar —dijo abatida—: ahora estás seguro de que necesito un traslado, pero a un psiquiátrico.

Él se zafó de ella, dejándola prácticamente boca abajo. Ella miró primero sus pies, a continuación sus piernas, su torso y por último alzó la vista hasta la cara de Daniel, que estaba de pie mirando fijamente el bosque.

—Eso no había ocurrido nunca antes —dijo.

Luce se puso de pie, pues resultaba humillante quedarse tendida allí sola. Además, era como si él ni siquiera hubiera escuchado lo que le había dicho.

—¿Qué es lo que nunca ha ocurrido? ¿Antes de qué?

Daniel se volvió hacia ella y le puso una mano en cada mejilla. Luce contuvo la respiración. Estaba tan cerca, tenía sus labios tan cerca. Luce se pellizcó el muslo para asegurarse de que esta vez no estaba soñando, de que estaba completamente despierta.

Después, casi por la fuerza, Daniel se apartó de ella. Se quedó de pie, enfrente, respirando con rapidez y con los brazos rígidos a los costados.

—Dime otra vez lo que viste.

Luce se volvió para mirar el lago. El agua cristalina y azul llegaba en suaves olas a la orilla, y consideró bañarse. Eso fue lo que Daniel había hecho cuando la situación se volvió demasiado comprometida para él. ¿Por qué no podía hacer ella lo mismo?

—Puede que esto te sorprenda —dijo Luce—, pero no me hace mucha ilusión sentarme aquí y explicar lo loca que llego a estar.

«Sobre todo a ti.»

Daniel no respondió, pero Luce podía sentir su intensa mirada sobre ella. Cuando por fin se atrevió a mirarlo, él la estaba contemplando de una manera extraña, inquietante, de profunda tristeza… el gris característico de sus ojos era lo más triste que Luce había visto en su vida. Tenía la impresión de haberlo defraudado de alguna forma, pero era Luce quien había hecho su terrible confesión.

¿Por qué era Daniel el que parecía destrozado?

Él se acercó un paso y se inclinó hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura. Luce apenas podía sostenerle la mirada, pero tampoco fue capaz de hacer un solo movimiento. Fuera lo que fuera lo que rompiera aquel trance, sería cosa de Daniel que se estaba acercando cada vez más, inclinando la cabeza y cerrando los ojos, separando los labios… Luce se quedó sin respiración.

Ella también cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia Daniel y separó los labios.

Y esperó.

Pero el beso por el que se moría no llegó. Abrió los ojos al comprobar que no había pasado nada, excepto el sonido susurrante de una rama. Daniel había desaparecido. Luce suspiró, descorazonada, pero no sorprendida.

Lo más extraño era que casi podía ver el camino que había tomado para volver por el bosque, como si ella fuera algún tipo de cazadora capaz de percibir la rotación de una hoja y saber por dónde había pasado Daniel. Pero Luce no tenía nada de cazadora, de alguna forma el tipo de huella que Daniel había dejado tras de sí era más perceptible, más clara y, al mismo tiempo, más difícil de concretar. Era como si un resplandor violeta iluminara el camino que había emprendido a través del bosque.

Como el resplandor violeta que había visto durante el incendio de la biblioteca. Estaba viendo cosas. Se apoyó en la roca para recomponerse y miró a su alrededor un momento, frotándose los ojos. Pero cuando volvió a mirar, seguía viendo lo mismo: en un plano de su visión —como si estuviera mirando a través de unas gafas con una graduación descabellada—, los robles y el mantillo que había debajo, e incluso las canciones de los pájaros en las ramas, todo parecía temblar desenfocado. Y no solo temblaba, bañado en aquella suave luz violeta, sino que además parecía emitir un zumbido grave apenas perceptible.

Se dio la vuelta completamente, enfrentarse a ello la aterrorizaba, lo que significaba la aterrorizaba. Le estaba ocurriendo algo, y no podía decírselo a nadie. Intentó concentrarse en el lago, pero incluso este se estaba volviendo cada vez más oscuro y difícil de ver.

Estaba sola. Daniel la había dejado, y en su lugar había quedado aquel sendero por el que ella no podía —o no quería— adentrarse. Cuando el sol se puso detrás de las montañas y el lago se volvió de color gris marengo, Luce se atrevió a mirar otra vez hacia el bosque. Respiró hondo sin saber si se sentía decepcionada o aliviada. Era un bosque como cualquier otro, sin luces parpadeantes ni zumbidos violeta. Ninguna señal de que Daniel hubiera estado allí jamás.