Brusco despertar
—¿Tienes miedo? —le preguntó Daniel. Tenía la cabeza ladeada y la suave brisa le había alborotado el cabello. La tenía cogida de la cintura, sosteniéndola con firmeza pero, al mismo tiempo, con el tacto de la seda. Luce tenía las manos entrelazadas alrededor de su cuello.
¿Tenía miedo? Por supuesto que no. Estaba con Daniel. Al fin. En sus brazos. Pero la verdadera pregunta que resonaba en su cabeza era: ¿debería tener miedo? No podía estar segura. Ni siquiera sabía dónde estaba.
Podía oler a lluvia en el aire, no muy lejos, pero tanto Daniel como ella, que llevaba un largo vestido blanco hasta los tobillos, estaban secos. Las últimas luces del día se extinguían, y sintió una punzada de remordimiento por el derroche de la puesta del sol, como si estuviera en sus manos detenerla. De algún modo sabía que aquellos postreros rayos de luz eran tan preciosos como las últimas gotas de un tarro de miel.
—¿Te quedarás conmigo? —le preguntó a Daniel.
Su voz fue apenas un susurro casi ahogado por el estruendo de un trueno. Una ráfaga de viento sopló a su alrededor y el pelo se le metió en los ojos. Daniel la estrechó aún más entre sus brazos, hasta que ella pudo acompasar su respiración a la de él y oler su piel en la suya.
—Siempre —le susurró a modo de respuesta. El suave sonido de su voz la colmó de felicidad.
Tenía un pequeño rasguño en la parte izquierda de la frente, pero lo olvidó cuando Daniel le cogió el mentón y lo acercó a su rostro. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y sintió cómo todo su cuerpo se destensaba expectante.
Al final, por fin, la besó con tal ímpetu que la dejó sin aliento. La besó como si ella le perteneciese, de forma completamente natural, como si ella fuera una parte que él hubiera perdido y que por fin pudiera recuperar.
Entonces empezó a llover. El agua les empapó el cabello y se deslizó por sus rostros hasta su boca. La lluvia era cálida y embriagadora, como sus besos.
Luce le pasó los brazos por la espalda para atraerlo hacia sí y sus manos se deslizaron por algo aterciopelado. Lo palpó con una mano, luego con la otra, para ver dónde acababa, y entonces miró más allá del rostro resplandeciente de Daniel.
Algo se estaba desplegando a su espalda.
Unas alas. Lustrosas e iridiscentes, batiendo con lentitud, sin esfuerzo, relucientes bajo la lluvia. Quizá ya las había visto antes, o algo parecido en alguna parte.
—Daniel —dijo con voz entrecortada. Las alas acaparaban toda su visión y su mente. Parecían irradiar miles de colores, Luce no podía asimilarlos. Intentó mirar hacia otro lado, a cualquier parte, pero mirase donde mirase lo único que podía ver, además de a Daniel, eran los azules y rosas interminables del cielo del atardecer. Y entonces miró hacia abajo y reparó en un último detalle.
El suelo.
Se encontraba miles de metros por debajo.
Cuando abrió los ojos había demasiada luz, tenía la piel demasiado seca y un dolor terrible en la parte de atrás de la cabeza. El cielo había desaparecido, igual que Daniel.
Otro sueño.
Solo que este le había dejado una sensación casi irreprimible de deseo.
Estaba en una habitación de paredes blancas, tendida en una cama de hospital. A su izquierda, una cortina finísima la separaba del otro lado de la habitación, donde parecía que alguien andaba de aquí para allá.
Luce se llevó la mano con cuidado al cuello y gimoteó.
Trató de orientarse. No sabía dónde estaba, pero tenía la clara sensación de que ya no se encontraba en Espada & Cruz. Su ondeante vestido blanco se había convertido —se palpó los costados— en un camisón holgado de hospital. Podía sentir cómo se iba desvaneciendo cada fragmento de aquel sueño… todo excepto las alas. Habían sido tan reales, tenían un tacto tan aterciopelado y suave. Se le hizo un nudo en el estómago. Abrió y cerró los puños, demasiado consciente de que no había nada a lo que asirse.
Alguien le cogió la mano derecha y le dio un apretón. Luce volvió la cabeza con rapidez e hizo una mueca de dolor. Pensaba que estaba sola. Gabbe se hallaba sentada al borde de una silla giratoria de color azul ajado que parecía realzar de un modo irritante el color de sus ojos.
Luce quería apartar la mano —o, cuando menos, esperaba querer apartarla— pero en ese momento Gabbe le sonrió, fue una sonrisa muy cálida, que de algún modo hizo que Luce se sintiera a salvo, se dio cuenta de que se alegraba de no estar sola.
—¿Hasta qué punto ha sido un sueño? —murmuró. Gabbe se rió. Tenía un bote de crema para las cutículas en la mesilla de al lado, y empezó a untar las uñas de Luce con la crema blanca con olor a limón.
—Eso depende —dijo Gabbe mientras le masajeaba los dedos—. Pero no hagas caso de los sueños. A mí, cuando el mundo parece patas arriba, nada me tranquilice más que una buena manicura.
Luce miró hacia abajo. Nunca le habían gustado demasiado las uñas pintadas, pero las palabras de Gabbe le recordaron a su madre, que siempre le proponía que fueran a hacerse la manicura cuando Luce tenía un mal día. Mientras Gabbe le frotaba los dedos lentamente Luce se dio cuenta de lo que se había perdido esos últimos años.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el hospital Lullwater.
La primera vez que salía del reformatorio y había acabado en un hospital a cinco minutos de la casa de sus padres. La última vez que estuvo allí fue para que le pusieran tres puntos en el codo porque se había caído de la bici. Su padre no se había movido de su lado. En ese momento no lo veía por ninguna parte.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —inquirió.
Gabbe miró un reloj blanco que había en la puerta y dijo:
—Anoche, hacia las once, te encontraron inconsciente por inhalación de humo. El procedimiento habitual en caso de hallar a un alumno en ese estado siempre consiste en avisar a los servicios de urgencias, pero no te preocupes, Randy ha dicho que saldrás de aquí pronto. Tan pronto como tus padres den el consentimiento…
—¿Mis padres están aquí?
—Preocupadísimos por su hija, hasta las mismísimas puntas abiertas del pelo de tu madre. Están en el pasillo, ahogándose en un mar de papeleo. Les he dicho que yo me ocuparía de ti.
Luce gimió y hundió la cabeza en la almohada, con lo que despertó aquel dolor de cabeza otra vez.
—Si no quieres verlos…
Pero Luce no gemía por sus padres. Se moría por verlos. Se acordaba de la biblioteca, del fuego y de la nueva horda de sombras, que eran cada vez más terroríficas. Siempre habían sido oscuras y feas, siempre la habían puesto nerviosa, pero la noche anterior fue como si quisieran algo de ella. Y además estaba aquel otro misterio, la fuerza que los había hecho levitar y los había liberado.
—¿Por qué tienes esa mirada? —preguntó Gabbe ladeando la cabeza y pasando una mano por delante de la cara de Luce—. ¿En qué estás pensando? Luce no sabía cómo reaccionar ante la repentina amabilidad de Gabbe. Gabbe no parecía de las que se ofrecen voluntarias como enfermeras, y tampoco había ningún chico alrededor cuya atención pudiera monopolizar. Ni siquiera tenía la impresión de caerle bien a Gabbe. No se había presentado allí por propia voluntad y ya está, ¿no?
No podía explicarse ni lo atenta que se estaba mostrando Gabbe, ni lo ocurrido la noche anterior: el espeluznante y atroz encuentro que habían tenido en el pasillo, la sensación irreal de verse propulsada a través del vacío, el extraño e irresistible cuerpo de luz.
—¿Dónde está Todd? —preguntó Luce al acordarse de los ojos aterrorizados del chico. Se habían soltado, empezaron a volar y entonces…
Alguien descorrió la cortina de pronto, y allí estaba Arriane, con unos patines en línea y un uniforme de rayas rojas y blancas, como si fuera un caramelo. Llevaba el pelo corto y negro recogido en una especie de nudos. Se acercó patinando, con una bandeja sobre la cual había tres cáscaras de coco con unas pajitas con sombrillas de colores fluorescentes.
—A ver, os voy a dejar esto claro —dijo con una voz ronca y nasal—. Hay que poner la lima en el coco y beber… buaaa, caras largas. ¿Interrumpo algo?
Arriane paró de rodar a los pies de la cama de Luce y le ofreció un coco con una sombrilla rosa que se balanceaba.
Gabbe se levantó de un salto, cogió el coco y olisqueó el contenido.
—Arriane, acaba de pasar un trauma —la reprendió—. Y, para tu información, nos has interrumpido cuando empezábamos a hablar de Todd.
Arriane echó los hombros hacia atrás.
—Precisamente por eso necesita algo que la anime —arguyó, mientras sostenía la bandeja con determinación sin dejar de sostenerle la mirada a Gabbe—. De acuerdo —dijo al final, apartando los ojos—. Le daré a ella tu aburrida bebida. —Y le dio a Luce el coco con la sombrilla azul.
Luce debía de estar sufriendo alguna especie de delirio postraumático. ¿De dónde habían sacado todo aquello? ¿Cáscaras de coco? ¿Pajitas con forma de sombrilla? Era como si se hubiera quedado dormida en el reformatorio y se hubiese despertado en el Club Med.
—¿De dónde habéis sacado todo esto? —preguntó—. Quiero decir, gracias, pero…
—Tenemos nuestros recursos cuando los necesitamos —respondió Arriane—. Roland nos ha ayudado.
Las tres permanecieron sentadas sorbiendo la bebida dulce y helada durante un momento, hasta que Luce ya no pudo aguantarse.
—Bueno, ¿y volviendo a Todd…?
—Todd —dijo Gabbe, y se aclaró la garganta—, el tema es que… inhaló mucho más humo que tú, cielo…
—No, no fue eso —espetó Arriane—. Se rompió el cuello.
Luce dio un grito ahogado, y Gabbe le tiró la sombrilla de su bebida a Arriane.
—¿Qué? —dijo Arriane—. Luce puede soportarlo, si va a averiguarlo de todas formas, ¿por qué endulzarlo?
—Las pruebas aún no son concluyentes —respondió Gabbe, remarcando las palabras.
Arriane se encogió de hombros.
—Luce estaba allí, debió de ver…
—No vi qué le ocurrió —la interrumpió Luce—. Estábamos juntos y luego, de golpe, nos separamos. Tenía un mal presentimiento, pero no estaba segura —susurró—. Entonces él…
—Se ha ido de este mundo —acabó Gabbe con suavidad.
Luce cerró los ojos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y no tenía nada que ver con la bebida. Recordó los golpes frenéticos de Todd contra las paredes, su mano sudorosa apretando la de ella cuando las sombras rugían sobre sus cabezas, el terrible momento en que se separaron y ella se sintió demasiado abrumada para ir hacia él.
Todd había visto las sombras, ahora estaba segura. Y había muerto.
Desde la muerte de Trevor, no había pasado una semana sin que recibiera una carta llena de odio. Sus padres habían empezado a velar el correo antes de que ella pudiera leer aquellos mensajes ponzoñosos, pero aun así seguían llegando un montón. Algunas cartas estaban escritas a mano, otras a máquina, una incluso la habían escrito con las letras recortadas de una revista, tipo nota de rescate. «Asesina». «Bruja». La habían llamado de tantas formas crueles que podría llenar un álbum de recortes, un verdadero suplicio que la obligó a encerrarse en casa durante todo el verano. Pensó que había hecho todo lo posible para dejar atrás aquella pesadilla: intentar superar su pasado ingresando en Espada & Cruz, concentrándose en las clases, haciendo amigos… Oh, Dios. Contuvo la respiración.
—¿Y Penn? —preguntó mordiéndose el labio.
—Penn está bien —dijo Arriane—. No para de explicar la historia, como testigo ocular del incendio. Tanto ella como la señorita Sophia salieron de allí oliendo como una barbacoa del este de Georgia, pero, aparte de la ropa, nada grave.
Luce suspiró. Al menos había una buena noticia. Pero bajo las sábanas finísimas de la enfermería estaba temblando. Sin duda, pronto aparecería el mismo tipo de gente que la había acosado tras la muerte de Trevor. Y no solo los que le escribían las cartas. El doctor Sanford, el supervisor de la libertad condicional, la policía…
Y, al igual que la vez anterior, esperarían que les explicara todo de forma coherente, que recordara hasta el más mínimo detalle. Pero claro, tal como sucedió la vez anterior, ella no sería capaz de hacerlo. Un momento antes él estaba a su lado, los dos solos. Y luego…
—¡Luce! —Penn entró de sopetón en la habitación, con un gran globo de helio de color marrón. Tenía la forma de una tirita y llevaba escrito «Ánimo» con letras azules en cursiva—. ¿Qué es esto? —preguntó a las otras chicas lanzándoles una mirada de desaprobación—. ¿Una fiesta de pijamas?
Arriane se había desatado los patines y se subió a la diminuta cama, al lado de Luce. Tenía un coco en cada mano y apoyaba la cabeza en el hombro de Luce, a quien Gabbe le estaba poniendo esmalte de uñas en la mano que tenía libre.
—Sí —Arriane rió socarronamente—. Únete a nosotras, Penn perezosa, estamos jugando a Verdad o Atrevimiento. Te dejaremos preguntar a ti primero.
Gabbe intentó disimular su risa con un débil estornudo falso.
Penn puso los brazos en jarras. Luce lo sentía por Penn, y además tenía un poco de miedo, pues ahora Penn parecía furibunda.
—Uno de nuestros compañeros murió anoche —dijo Penn pronunciando cuidadosamente las palabras—. Y Luce pudo haberse hecho mucho daño. —Negó con la cabeza—. ¿Cómo podéis poneros a jugar en un momento así? —Olisqueó el aire—. ¿Eso es alcohol?
—Ohhh —dijo Arriane mirando a Penn con expresión grave—. Te gustaba Todd, ¿eh?
Penn cogió una almohada de la silla que tenía detrás y se la tiró a Arriane. Y la verdad era que Penn tenía razón. Resultaba extraño que Arriane y Gabbe se tomaran la muerte de Todd… casi a la ligera. Como si aquello ocurriera todos los días, como si no les afectara de la misma forma que a Luce. Pero ellas tampoco podían saber lo que Luce sabía sobre los últimos momentos de Todd, no podían saber por qué ella se sentía tan mal en ese momento. Dio una palmadita a la cama para que Penn se acercara y le tendió lo que guardaba de su coco helado.
—Nos dirigimos a la salida de atrás y luego… —Luce ni siquiera podía articular las palabras—. ¿Qué hicisteis tú y la señorita Sophia?
Penn miró dubitativa a Arriane y Gabbe pero no pareció ninguna de ellas fuera a ponerse odiosa. Penn cedió y se sentó al borde de la cama.
—Fui a preguntarle… —miró de nuevo a las otras e intercambió una mirada de complicidad con Luce— …aquello. No supo qué decirme, pero quería enseñarme otro libro.
Luce se había olvidado de la búsqueda en que andaban enfrascadas la noche anterior. Parecía tan lejana, casi insignificante después de lo que había pasado.
—Cuando nos habíamos alejado un par de pasos del mostrador —prosiguió— hubo un tremendo estallido de luz, que yo solo pude ver de reojo. Vaya, había oído hablar de la combustión espontánea, pero aquello fue…
Al llegar a ese punto del relato, las tres chicas ya se habían inclinado hacia delante. La historia de Penn era digna de una primera plana.
—Algo tuvo que haberlo provocado —dijo Luce, intentando visualizar el mostrador de la señorita Sophia—. Pero no pensé que hubiera nadie más en la biblioteca.
Penn negó con la cabeza.
—No, no había nadie. La señorita Sophia dijo que el cable de la lámpara debió de sufrir un cortocircuito. Fuera lo que fuera, el fuego se propagó enseguida. Todos sus documentos se desvanecieron. Chasqueó los dedos.
—Pero ¿ella está bien? —preguntó Luce toqueteándose el dobladillo del camisón de hospital.
—Angustiada, pero bien —respondió Penn—. Al final se activó el sistema contra incendios, pero supongo que perdió un montón de cosas. Cuando le dijeron lo que le había pasado a Todd, parecía demasiado aturdida para comprenderlo siquiera.
—Quizá todos estamos demasiado aturdidos para comprenderlo —dijo Luce. Esta vez Arriane y Gabbe asintieron desde ambos lados de la cama—. ¿Lo… lo saben los padres de Todd? —inquirió, preguntándose cómo diablos iba a explicar lo que había pasado a sus propios padres.
Se los imaginó rellenando el papeleo en el vestíbulo. ¿Tendrían ganas de verla? ¿Conectarían la muerte de Todd con la de Trevor… y llegarían hasta ella?
—He oído a Randy hablando por teléfono con los padres de Todd —dijo Penn—. Me parece que van a poner una demanda. Enviarán el cuerpo de vuelta a Florida más tarde.
¿Eso era todo? Luce tragó saliva.
—El jueves Espada & Cruz celebrará unas honras fúnebres —dijo Gabbe en voz baja—. Daniel y yo vamos a ayudar a organizarlo.
—¿Daniel? —repitió Luce antes de poder controlarse. Miró a Gabbe. Incluso en aquel estado, no pudo evitar pensar en su primera impresión de ella: la de una seductora rubia con los labios pintados de color rosa.
—Fue él quien os encontró a los dos anoche —dijo Gabbe—. Te llevó desde la biblioteca hasta el despacho de Randy.
¿Daniel la había llevado? Como en el… ¿Rodeándola con sus brazos? El recuerdo del sueño la invadió de nuevo y la sensación de volar —no, de flotar— la abrumó. Se sintió atada a la cama. Se moría por volver a estar en aquel cielo, con la lluvia, con la boca de Daniel y sus labios y su lengua fundiéndose con la suya otra vez. Notó cómo se sonrojaba por el deseo, pero también por la atroz imposibilidad de que todo eso sucediera mientras estaba despierta. Aquellas alas gloriosas y cegadoras no eran la única nota de fantasía del sueño. El Daniel de la vida real solo la llevaría a la enfermería; nunca la querría, ni la tomaría en brazos, no así.
—Eh, Luce, ¿estás bien? —le preguntó Penn. Estaba abanicando las ruborizadas mejillas de Luce con la sombrillita.
—Sí —respondió Luce. Le resultaba imposible quitarse aquellas alas de la cabeza, olvidarse de la sensación de la cara de Daniel con la suya—. Supongo que todavía estoy recuperándome.
Gabbe le dio una palmadita en la mano.
—Cuando nos dijeron lo que había pasado, engatusamos a Randy para que nos dejara visitarte —dijo poniendo los ojos en blanco—. No queríamos que te despertaras sola.
Alguien llamó a la puerta. Luce esperaba ver las caras nerviosas de sus padres, pero no entró nadie. Gabbe se puso de pie y miró a Arriane, que no hizo ademán de levantarse.
—No os preocupéis. Yo me encargo de esto.
Luce todavía estaba trastocada por lo que le habían dicho de Daniel. Aunque sabía que no tenía ningún sentido, deseó que fuera él quien estuviera detrás de la puerta.
—¿Cómo está? —susurró una voz. Pero Luce lo oyó: era él. Gabbe murmuró unas palabras a modo de respuesta.
—¿Qué hace aquí tanta gente? —gruñó Randy desde fuera. A Luce le dio un vuelco el corazón, aquello significaba el final de las horas de visita—. Voy a castigar al que me haya convencido de dejaros entrar, panda de gamberros. Y no, Grigori, no aceptaré flores como soborno. Todos vosotros, a la furgoneta.
Al oír la voz de la guarda, Arriane y Penn se encogieron y se apresuraron a esconder los cocos debajo de la cama. Penn metió las sombrillitas en su estuche y Arriane roció un poco de perfume de vainilla y le pasó a Luce un trozo de chicle de menta.
La nube de perfume hizo que a Penn le entraran arcadas, luego se inclinó sobre Luce y le susurró:
—Cuando te pongas bien, encontraremos el libro. Será bueno que tengamos algo en qué ocuparnos, algo que nos distraiga.
Luce apretó la mano en señal de agradecimiento y sonrió a Arriane, que parecía demasiado ocupada atándose los cordones de los patines para haber escuchado algo.
Entonces Randy entró de golpe por la puerta.
—¡Todavía seguís aquí! —gritó—. Increíble.
—Solo estábamos… —empezó a decir Penn.
—Saliendo —acabó Randy por ella. Llevaba un ramo de peonias salvajes en la mano. Eso era raro. Eran las flores preferidas de Luce y muy difíciles de encontrar por los alrededores.
Randy abrió un armario que había bajo el lavamanos, rebuscó un momento en su interior y sacó un jarrón pequeño y polvoriento. Lo llenó con agua turbia del grifo, metió las peonias dentro toscamente y lo puso sobre la mesa, al lado de Luce.
—Son de parte de tus amigos —dijo—, que ahora mismo tendrán que irse.
La puerta estaba abierta de par en par, y Luce vio a Daniel apoyado en el marco. Tenía la barbilla levantada y sus ojos grises parecían ensombrecidos por la preocupación. Sus miradas se encontraron y él le dirigió una leve sonrisa. Cuando se apartó el pelo de los ojos, Luce vio que tenía un corte, pequeño pero profundo, en la frente.
Randy se llevó a Penn, a Arriane y a Gabbe afuera, pero Luce no podía apartar los ojos de Daniel. Él levantó una mano y movió los labios en lo que a ella le pareció un «Lo siento», justo antes de que Randy los echara a todos.
—Espero que no te hayan agotado —dijo Randy, que se había quedado en la puerta con el ceño fruncido.
—¡Ah, no! —Luce negó con la cabeza, consciente de lo mucho que la aliviaban la lealtad de Penn y la estrafalaria forma en que Arriane podía alegrar el momento más serio. Gabbe también había sido realmente amable con ella. Y Daniel, aunque casi no lo había visto, había hecho mucho más de lo que él podría imaginarse para devolverle la tranquilidad mental a Luce. Había ido para asegurarse de que se encontraba bien. Había estado pensando en ella.
—Bien —dijo Randy—, porque aún no se han acabado las horas de visita.
De nuevo, a Luce se le aceleró el corazón ante la expectativa de ver a sus padres. Pero entonces oyó unos pasos rápidos en el suelo y al momento apareció la figura menuda de la señorita Sophia. Llevaba una colorida pashmina otoñal sobre los hombros, y los labios pintados de un rojo intenso a juego. Detrás de ella caminaban un hombrecito calvo con traje y dos agentes de policía, uno regordete y el otro delgado, ambos con una calvicie incipiente y con los brazos cruzados.
El agente regordete era el más joven. Se sentó en la silla al lado de Luce y al momento —consciente de que nadie más hacía ademán de sentarse— se levantó de nuevo y volvió a cruzarse de brazos.
El hombre calvo dio un paso al frente y le tendió la mano a Luce.
—Soy el señor Schultz, el abogado de Espada & Cruz. —Luce le estrechó la mano con rigidez—. Estos agentes sólo van a hacerte un par de preguntas. No es nada que vaya a ser utilizado en un juicio, solo intentan corroborar los detalles del accidente…
—Y yo he insistido en estar presente durante el interrogatorio, Lucinda —añadió la señorita Sophia, al tiempo que se acercaba a ella y le pasaba la mano por el pelo—. ¿Cómo estás, cariño? —susurró—. ¿En un estado de shock amnésico?
—Estoy bien…
Luce se interrumpió al ver dos figuras más en la puerta. Casi rompió a llorar cuando reconoció el cabello rizado y oscuro de su madre y las enormes gafas de carey de su padre.
—Mamá —musitó, tan bajo que nadie pudo oírlo—. Papá.
Fueron corriendo hasta la cama, la abrazaron y le cogieron las manos. Tenía unas ganas locas de abrazarlos pero se sentía demasiado débil, así que se quedó quieta y se conformó con su tacto familiar y reconfortante. La miraban asustados, tan asustados como ella misma.
—Mi amor, ¿qué ha pasado? —le preguntó su madre.
Ella no podía articular ninguna palabra.
—Les he dicho que eras inocente —interrumpió la señorita Sophia, devolviendo la atención a los policías—. Al carajo con las extrañas coincidencias.
Por descontado, tenían el informe del accidente de Trevor, y por descontado los policías lo encontrarían… extraordinario, a la luz de la muerte de Todd. Luce ya tenía suficiente experiencia con la policía para saber que saldrían de allí frustrados y enfadados.
El agente más delgado tenía unas patillas largas en las que empezaban a asomar canas. El informe abierto que sostenía entre las manos parecía absorber toda su atención, puesto que no alzó la vista ni una sola vez para mirarla.
—Señorita Price —le dijo con acento sureño—. ¿Por qué estaban usted y el señor Hammond solos en la biblioteca tan tarde cuando todos los demás estudiantes se encontraban en una fiesta?
Luce miró a sus padres. Su madre se mordía tanto el labio que estaba haciendo desaparecer el pintalabios, y su padre estaba lívido.
—No estaba con Todd —dijo, sin entender qué pretendían con aquella pregunta—, sino con Penn, mi amiga; y la señorita Sophia también estaba allí. Todd leía por su cuenta y cuando empezó el incendio, perdí de vista a Penn, y Todd fue la única persona que encontré.
—La única persona que encontraste… ¿para hacer qué?
—Espere un momento. —El señor Schultz dio un paso adelante para interrumpir al policía—. Lo ocurrido fue un accidente, ¿me permite que se lo recuerde? Usted no está interrogando a una sospechosa.
—No, no, quiero responder —interrumpió Luce. Había tanta gente en aquella habitación tan pequeña que no sabía adónde mirar. Miró fijamente al policía—. ¿Qué quiere decir?
—¿Es usted una persona agresiva? —Cogió el archivo—. ¿Se describiría a sí misma como una persona solitaria?
—Ya es suficiente —cortó su padre.
—Sí, Lucinda es una estudiante ejemplar —añadió la señorita Sophia—. No tenía ninguna mala intención respecto a Todd Hammond. Lo que ocurrió fue sencillamente n accidente.
El agente miró hacia la puerta abierta, como si deseara que la señorita Sophia pudiera volver fuera.
—Claro, señora, pero en los casos de reformatorio, otorgar el beneficio de la duda no siempre es lo más responsable…
—Les voy a contar todo lo que sé —dijo Luce sujetándose a sábana—. No tengo nada que ocultar.
Les explicó lo mejor que pudo todo lo que había pasado, hablando poco a poco y con claridad, de forma que a sus padres no les asaltaran nuevas dudas y los policías pudieran tomar todas las notas que quisieran. No se dejó llevar por la emoción, que era lo que al parecer todos estaban esperando. Por lo demás —dejando a un lado la aparición de las sombras— la historia que expuso tenía bastante sentido.
Corrieron hacia la puerta de atrás. Encontraron la salida al final del largo pasillo. La escalera era muy empinada y de difícil acceso, y ambos habían corrido con tanto ímpetu que no pudieron evitar abalanzarse y caerse por ella. Luego no supo nada más de él, se había dado un golpe en la cabeza lo bastante fuerte para despertarse doce horas después en el hospital. Eso era todo lo que ella recordaba.
Les dejó pocas cosas que cuestionar. Solo ella podía lidiar con lo que recordaba realmente.
Cuando acabaron, el señor Schultz hizo un gesto con la cabeza a los agentes, como diciéndoles «¿ya estáis satisfechos?», y la señorita Sophia sonrió a Luce con complicidad, como si juntas hubieran superado una prueba muy difícil. Su madre dejó escapar un largo inspiro.
—Reflexionaremos sobre todo esto en la comisaría —dijo el policía delgado mientras cerraba el informe de Luce con tal resignación que parecía querer que le agradecieran sus servicios.
Luego los cuatro se fueron de la habitación, y Luce se quedó a solas con sus padres.
Les imploró con la mirada que la llevaran a casa. Los labios de su madre temblaban, su padre tragó saliva.
—Randy te llevará de vuelta a Espada & Cruz esta tarde —dijo—. No pongas esa cara, cariño, el doctor ha dicho que estás bien.
—Más que bien —añadió su madre, pero sonaba insegura.
Su padre le palmeó el brazo.
—Nos veremos el sábado, dentro de muy pocos días.
Sábado. Cerró los ojos. El Día de los Padres. Lo había estado esperando desde que llegó a Espada & Cruz, pero ahora, con la muerte de Todd, todo había cambiado. Sus padres parecían tener prisa por irse, como si no quisieran enfrentarse a la realidad de tener a una hija que estaba en un reformatorio. Eran tan convencionales. No podía reprochárselo.
—Ahora descansa, Luce —le dijo su padre, inclinándose para besarle la frente—. Has tenido una noche larga y complicada.
—Pero…
Estaba exhausta. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió sus padres ya se estaban despidiendo desde la puerta.
Cogió una flor blanca del jarrón y se la acercó lentamente a la cara, admiró las hojas lobuladas, los frágiles pétalos y las gotas de néctar aún húmedo que conservaban en su interior. Inhaló el perfume suave y un poco picante de la flor.
Intentó imaginarse qué aspecto habría tenido en las manos de Daniel, dónde las habría conseguido y por qué lo había hecho.
Era una elección muy inusual. Las peonias salvajes no crecían en los pantanos de Georgia. Ni siquiera podrían llegar a plantarse en el jardín de su padre en Thunderbolt. Lo más sorprendente era que aquellas peonias no se parecían a ninguna de las que Luce había visto antes: los capullos eran tan grandes que no podía abarcarlos con las dos manos, y el olor le recordaba algo que era incapaz de determinar.
«Lo siento», había dicho Daniel. Solo que Luce no podía imaginarse a qué se refería.