10

Señales de humo

—¿A qué estás esperando? —le espetó Penn un segundo después de que Daniel se fuera con Roland—. Vámonos. —Y tiró a Luce de la mano.

—¿Adónde? —preguntó Luce. Todavía le palpitaba el corazón por la conversación con Daniel, y por verlo marcharse. La sombra que proyectaban los esculturales hombros de Daniel en el vestíbulo parecía más grande que él mismo.

Penn le dio un golpecito en la cabeza.

—¿Hay alguien ahí? A la biblioteca, como te he dicho en la nota. —Entonces se percató de la cara inexpresiva de Luce—. ¿No has recibido ninguna de mis notas? —Se dio una palmada en la pierna—. Pero si se las di a Todd para que se las diera a Cam para que te las diera a ti…

—Pony Express. —Cam se puso delante de Penn y le mostró a Luce dos trozos de papel doblados que sostenía entre el índice y el dedo corazón.

—A ver si me lo aclaras. ¿Acaso tu caballo se ha muerto de cansancio por el camino? —le dijo Penn en tono desabrido, y cogió las notas—. Te las he dado hace como una hora. ¿Por qué has tardado tanto? ¿No las habrás leído…?

—Claro que no. —Cam se llevó una mano al pecho, ofendido. Llevaba un anillo grueso de color negro en el dedo corazón—. Por si no te acuerdas, han reñido a Luce por pasarse notas con Molly…

—Yo no me estaba pasando notas con Molly…

—Lo que sea —replicó Cam; le quitó las notas a Penn y se las dio, finalmente, a Luce—. Solo he intentado hacer lo mejor para vosotras, a la espera de que surgiera la oportunidad idónea.

—Bueno, pues gracias.

Luce se guardó las notas en el bolsillo y se encogió de hombros, como diciendo «qué-se-le-va-a-hacer».

—Hablando de esperar el momento adecuado —dijo Cam—, el otro día estaba dando una vuelta y me encontré esto.

Les mostró un caja roja de terciopelo y la abrió para que Luce pudiera verla.

Penn se asomó por encima del hombro de Luce a fin de poder echarle un vistazo.

Dentro había una fina cadena de oro con un colgante circular que tenía grabada una línea en el centro y una cabeza de serpiente en la punta.

Luce lo miró. ¿Se estaba burlando de ella?

Él tocó el colgante.

—Pensé que después de lo del otro día… Quería ayudarte a que te enfrentaras a tu miedo —dijo, en un tono que denotaba cierto nerviosismo, pues temía que ella no lo aceptara. ¿Iba a aceptarlo?—. No, es broma. Simplemente me gustó. Es especial y me recordó a ti.

Era especial. Y muy bonito, y a Luce le pareció que no se lo merecía.

—¿Lo has comprado? —preguntó, pues prefería hablar de cómo había logrado salir del campus a preguntarle «¿Por qué a mí?»—. Pensaba que el quid de los reformatorios era que nadie podía salir de ellos.

Cam levantó ligeramente la barbilla y sonrió con los ojos.

—Hay formas de salir —contestó con tranquilidad—. Algún día te las enseñaré, o mejor, podría enseñártelas… ¿esta noche?

—Cam, cariño —dijo una voz a sus espaldas. Era Gabbe, que le había dado un golpecito en el hombro; llevaba una trenza francesa sujeta detrás de la oreja, como si fuera una impecable cinta para el pelo. Luce la miró, celosa—. Necesito que me ayudes a montarlo todo —ronroneó.

Luce miró a su alrededor y se dio cuenta de que eran los únicos cuatro alumnos que quedaban en el aula.

—Más tarde daré una fiestecita en mi habitación —dijo Gabbe, apoyando la barbilla en el hombro de Cam para dirigirse a Luce y a Penn—. Vais a venir, ¿no?

Gabbe, cuyos labios siempre tenían aspecto pegajoso debido a la gran cantidad de brillo que se ponía, y cuyo cabello rubio siempre aparecía en el preciso instante en que un chico empezaba a hablar con Luce. Incluso aunque Daniel le hubiera dicho que no había nada entre ellos, Luce sabía que nunca serían amigas.

En cualquier caso, no tienes por qué llevarte bien con alguien para ir a su fiesta, sobre todo cuando ciertas personas que sí te gustan seguramente estarán allí…

¿O debía aceptar la oferta de Cam? ¿Realmente sugería salir del internado? El día anterior, corrió un rumor por la clase cuando Jules y Phillip, la pareja del piercing en la lengua, no asistieron a la clase de la señorita Sophia. Al parecer, habían intentado salir del campus en medio de la noche, una cita secreta que se fue al garete, y los habían confinado por separado en algún lugar del que ni siquiera Penn sabía nada.

Lo más raro era que la señorita Sophia —que no solía tolerar los cuchicheos— durante la clase no acalló los rumores descabellados que se extendían entre los estudiantes. Era casi como si el profesorado quisiera que los estudiantes se imaginaran los peores castigos para quienes osaran infringir aquellas normas dictatoriales.

Luce tragó saliva y miró a Cam. Él le ofreció el brazo, ignorando por completo a Gabbe y a Penn.

—¿Qué te parece, pequeña? —le preguntó, y sonó tan encantador como los clásicos de Hollywood, lo cual hizo que Luce se olvidara de lo que les había pasado a Jules y a Phillip.

—Lo siento —interrumpió Penn dirigiéndose a ambos mientras apartaba a Luce cogiéndola del codo—, pero tenemos otros planes.

Cam miró a Penn como si no supiera de dónde había salido. Aquel chico sabía hacer que Luce se sintiera una versión mejorada y más enrollada de sí misma, y tenía la virtud de cruzarse en su camino justo cuando Daniel le había hecho sentir exactamente lo contrario. Pero Gabbe seguía junto a él, y Penn tiró de Luce con más insistencia, así que les dijo adiós con la mano, que aún sostenía el regalo de Cam.

—Eh… ¡quizá la próxima vez! ¡Gracias por el collar!

Tras dejar atrás a Cam y a Gabbe desconcertados en el aula vacía, Penn y Luce salieron del Augustine. Daba un poco de miedo quedarse a solas en el edificio oscuro a aquella hora tan avanzada, y a juzgar por el paso apresurado de Penn al bajar las escaleras supo que ella también se sentía igual.

Fuera hacía viento. Un búho ululaba en una palmera. Cuando pasaron bajo los robles que había junto al edifico, unos desordenados zarcillos de musgo español acariciaron sus pies como si fueran mechones de cabello enredados.

—«¿Quizá la próxima vez?» —dijo Penn imitando la voz de Luce—. ¿De qué iba eso?

—De nada… no sé. —Luce quería cambiar de tema—. Y no lo he dicho con ese tono de pija —se quejó sonriente mientras caminaban—. Otros planes… pensaba que te lo habías pasado bien en la fiesta la semana pasada.

—Si por casualidad leyeras la correspondencia reciente, verías que nos esperan cosas más importantes.

Luce se vació los bolsillos, descubrió que aún tenía los M&M's y los compartió con su amiga, que puso una pega muy propia de ella —esperaba que provinieran de un lugar que cumpliese las medidas de higiene básicas—, aunque se los comió sin rechistar.

Luce desplegó la primera de las notas de Penn, que parecía una página fotocopiada de alguna de las fichas del archivo subterráneo.

Gabrielle Givens

Cameron Briel

Lucinda Price

Todd Hammond

EMPLAZAMIENTOS ANTERIORES: Todos en el noreste, excepto T. Hammond (Orlando, Florida)

Arriane Alter

Daniel Grigori

Mary Margaret Zane

EMPLAZAMIENTOS ANTERIORES:

Los Ángeles, California

La llegada a Espada & Cruz del grupo de Lucinda estaba registrada el 15 de septiembre de ese año. La del segundo grupo el 15 de marzo de tres años antes.

—¿Quién es Mary Margaret Zane? —preguntó Luce.

—La mismísima virtuosa Molly —respondió Penn.

¿El nombre de Molly era Mary Margaret?

—No me extraña que la tenga tomada con el mundo —dijo Luce—. ¿De dónde has sacado todo esto?

—Lo encontré en una de las cajas que la señorita Sophia bajó el otro día —explicó Penn—. Esa es la letra de la señorita Sophia.

Luce miró a Penn.

—¿Qué quiere decir? ¿Por qué tendría que registrar todo esto? Pensaba que tenían nuestras fechas de llegada por separado en cada ficha.

—Así es. Yo tampoco me lo explico —añadió Penn—. Y, además, aunque ingresaras en el mismo momento que los demás, no parece que tengas nada en común con ellos.

—No podría tener menos en común con ellos —dijo Luce, recordando las miradas evasivas que siempre le dedicaba Gabbe.

Penn se rascó la barbilla.

—Pero cuando Arriane, Molly y Daniel llegaron, ya se conocían de antes. Supongo que venían del mismo centro de Los Ángeles.

Allí, en alguna parte, estaba la clave del secreto de Daniel. Tenía que haber algo más que un centro para menores en California. Pero al pensar de nuevo en la reacción de Daniel —aquel terror que le hizo palidecer cuando Luce se mostró interesada en saber algo de él—, en fin, tuvo la sensación de que todo cuanto Penn y ella estaban haciendo resultaba fútil e inmaduro.

—¿Qué quiere decir todo esto? —preguntó Luce, repentinamente malhumorada.

—No sé por qué la señorita Sophia recopilaría toda esta información. Aunque, ahora que lo recuerdo, llegó a Espada & Cruz el mismo día que Arriane, Daniel y Molly… ¿Quién sabe? Quizá no signifique nada. Hay tan poca cosa de Daniel en los archivos, que pensé que lo mejor era enseñarte todo lo que he encontrado. De ahí e1 anexo B.

Señaló la segunda nota que Luce tenía en la mano.

Luce suspiró. Parte de ella quería parar aquella investigación y dejar de sentirse avergonzada con respecto a Daniel. Pero su parte más lanzada todavía ansiaba saber más cosas de él… lo cual, paradójicamente, resultaba mucho más fácil de conseguir cuando él no estaba presente con aquellos argumentos que hacían que se sintiera avergonzada.

Bajó la vista a la nota, la fotocopia de una ficha antigua del catálogo de una biblioteca.

Grigori, D., Los vigilantes: El mito en la Europa medieval, Seraphim Press, Roma, 1755.

Registro n.°: R999.3 18 GRI.

—Parece que uno de los ascendientes de Daniel era un erudito —dijo Penn, leyendo por encima del hombro de Luce.

—A eso era a lo que debía de referirse —le susurró Luce. Miró a Penn—. Me dijo que el estudio de la religión le venía de familia. Debía de referirse a esto.

—Pensaba que era huérfano…

—No preguntes —dijo Luce haciendo un gesto con la mano—. Es un tema delicado. —Señaló el título del libro con el dedo—. ¿Qué es un vigilante?

—Solo hay una forma de saberlo —dijo Penn—. Aunque puede que nos arrepintamos, porque tiene pinta de ser el libro más aburrido de la historia. Aun así —añadió frotándose los nudillos en la camiseta—, me tomé la libertad de comprobar el catálogo y debería de estar en la biblioteca. Ya me darás las gracias.

—Eres buena. —Luce sonrió de oreja a oreja. Estaba impaciente por ir a la biblioteca. Si algún familiar de Daniel había escrito un libro era imposible que fuera aburrido. O, cuando menos para Luce, no podía serlo. Entonces miró aquel otro objeto que todavía tenía en la mano: la caja de terciopelo de Cam.

»¿Qué crees que significa esto? —le preguntó a Penn mientras subían las escaleras de mosaico hacia la biblioteca.

Penn se encogió de hombros.

—Las serpientes te provocan…

—Odio, angustia, paranoia extrema y repugnancia —enumeró Luce.

—Quizá es como… bueno, a mí me solían dar terror los cactus. No podía ni verlos… no, no te rías. ¿Alguna vez te has pinchado con uno? Las espinas se te quedan en la piel durante días. Bueno, da igual, la cuestión es que un año, por mi cumpleaños, mi padre me regaló como once cactus. Al principio quería tirárselos a la cabeza, pero luego, mira por dónde, me acostumbré y dejé de ponerme de los nervios cuando tenía uno cerca. A mí me funcionó de maravilla.

—Así que, según tú, el regalo de Cam —dijo Luce— es en verdad muy tierno.

—Supongo —respondió Penn—. Aunque, si hubiera sabido que estaba por ti, no le habría confiado nuestra correspondencia privada. Lo siento.

—No está por mí —empezó a decir Luce, toqueteando la cadena de oro que había en la cajita e imaginándose cómo le quedaría. A Penn no le había contado nada del picnic con Cam porque… bueno, en realidad no sabía muy bien por qué. Tenía que ver con Daniel y con el hecho de que Luce aún no sabía muy bien en qué posición estaba, o más bien quería estar, con respecto a los dos chicos.

—Ja. —Penn se rió socarronamente—. Eso significa que te gusta un poco y, por lo tanto, estás engañando a Daniel. No puedo seguir tu ritmo con los hombres.

—Como si tuviera algo con alguno de ellos —objetó Luce sin demasiada convicción—. ¿Crees que Cam ha leído las notas?

—Si lo ha hecho, y aun así te ha dado el collar —respondió Penn—, entonces es que de verdad le gustas, chica.

Entraron en la biblioteca, y las gruesas puertas dobles se cerraron tras ellas con un ruido sordo que el eco propagó por la sala. La señorita Sophia alzó la vista por encima de los montones de papeles que cubrían su escritorio, alumbrado por una lámpara.

—Ah, hola, chicas. —Las saludó con una sonrisa tan grande que Luce volvió a sentirse culpable por haber estado en las nubes durante su clase—. ¡Espero que disfrutarais de la breve sesión de repaso! —exclamó con voz cantarina.

—Muchísimo —asintió Luce, aunque de breve no hubiera tenido nada—. Hemos venido a repasar algunos detalles más antes del examen.

—Exacto —intervino Penn—. Nos ha inspirado usted.

—¡Eso es maravilloso! —la señorita Sophia rebuscó entre los papeles—. Tengo una lista de lecturas complementarias por alguna parte, y estaré encantada de haceros una copia.

—Genial —mintió Penn, mientras empujaba a Luce hacia los pasillos—. La avisaremos si la necesitamos.

Más allá del escritorio de la señorita Sophia, la biblioteca estaba en completo silencio. Luce y Penn se fijaron en los números de referencia de los libros que había en las estanterías de camino a la sección de religión. Las luces de bajo consumo tenían detectores de movimiento y, en principio, debían encenderse cuando ellas pasaban por cada pasillo, pero solo funcionaban la mitad. Luce reparó en que Penn seguía cogiéndola del brazo, y entonces fue consciente de que no quería que la soltara. Las chicas llegaron a la sala de estudio, que solía estar llena, bien en ese momento solo había una lámpara encendida. Todos debían de estar en la fiesta de Gabbe. Todos excepto Todd. Tenía los pies apoyados en la silla de enfrente y parecía estar leyendo un atlas mundial del tamaño de una mesa de café. Cuando las chicas se acercaron, alzó la vista con una expresión lánguida que podía ser de extrema soledad o bien de leve disgusto por la interrupción.

—¿No es un poco tarde para que estéis por aquí? —preguntó.

—¿Y tú? —le replicó Penn, sacándole la lengua de forma exagerada.

Cuando les separaron algunas estanterías de él, Luce enarcó una ceja y miró a Penn.

—¿Qué ha sido eso?

—¿El qué? —refunfuñó Penn—. Coquetea conmigo. —Se cruzó de brazos y resopló para apartarse un mechón que le caía sobre los ojos—. O algo parecido.

—¿Qué te pasa? ¿Estás en primaria? —se burló Luce. Penn levantó el dedo índice ante Luce con tal intensidad que Luce se habría asustado si no hubiera sido porque no paraba de reírse.

—¿Conoces a alguien que quiera hurgar en la historia familiar de Daniel Grigori contigo? No creo, así que déjame en paz.

Ya habían llegado al extremo más alejado de la biblioteca, donde los 999 libros estaban alineados en una sola estantería de color peltre. Penn se agachó y resiguió los lomos de los volúmenes con el dedo, y Luce sintió un temblor, como si alguien le pasara un dedo por el cuello. Miró a su alrededor y vio una voluta gris; no era negra, como solían ser las sombras, sino más difuminada, más ligera. Pero igual de inoportuna.

La observó, con los ojos como platos, mientras la sombra se alargaba en una línea larga y ondulada sobre la cabeza de Penn. Descendía lentamente, como una aguja de coser, y Luce no quería pensar qué podía ocurrir si tocaba a su amiga. El otro día, en el gimnasio, fue la primera vez que las sombras la tocaron a ella, y aún se sentía como si la hubieran violado, casi sucia. No sabía qué más podían hacer.

Nerviosa, y sin saber muy bien lo que estaba haciendo, Luce estiró el brazo como si fuera un bate de béisbol, respiró hondo y bateó. Se le erizó la piel al golpear la sombra helada y la apartó de golpe. También golpeó a Penn en la cabeza.

Esta se llevó las manos a la cabeza y miró a Luce con los ojos desorbitados.

—Pero ¿qué pasa contigo?

Luce se agachó de inmediato junto a Penn y le acarició la cabeza.

—Lo siento, había una… me ha parecido ver una avispa en tu pelo. Me ha entrado miedo, no quería que te picara.

Era consciente de que aquella excusa había sido muy mala, y espera que su amiga le dijera que estaba loca… ¿qué iba a hacer una avispa en la biblioteca? Sabía que Penn la dejaría allí tirada.

Pero la cara redonda de Penn se relajó, tomó la mano de Luce entre las suyas y le dio un apretón.

—A mí también me dan pánico las avispas —dijo—. Soy alérgica y podría morir si me picaran, así que básicamente me has salvado la vida.

Era como si estuvieran viviendo uno de esos momentos que estrechan los vínculos… o no, porque a Luce le estaban consumiendo las sombras. Si hubiera alguna forma de apartarlas de su mente, sin tener que apartar también a Penn… Aquella última sombra de color gris claro le había dejado una sensación incómoda. La uniformidad de las sombras nunca había sido un tema que la reconfortara especialmente, pero esas últimas variaciones la desconcertaban. ¿Aquello significaba que había más sombras distintas abriéndose camino para llegar hasta ella? ¿O quizá tenía cada vez más capacidad para distinguirlas? ¿Y cómo explicar aquel extraño suceso durante la clase de la señorita Sophia, cuando pellizcó a una sombra antes de que pudiera meterse en su bolsillo? Lo había hecho sin pensarlo, y no tenía ninguna razón para pensar que con dos dedos podía ahuyentar a las sombras, pero lo había logrado —miró las estanterías que la rodeaban— al menos durante un rato.

Se preguntaba si había sentado algún tipo de precedente para futuros contactos con las sombras. Sin embargo, llamar «contacto» a lo que le había hecho a la sombra que flotaba sobre la cabeza de Penn… incluso Luce sabía que se trataba de un eufemismo. Tuvo un desagradable presentimiento al comprender que lo que había empezado a hacer con las sombras era algo así como… luchar.

—Qué raro —dijo Penn desde el suelo—. Tendría que estar justo aquí, entre El diccionario de los ángeles y este terrible libro del fuego y el azufre de Billy Graham. —Alzó la vista hacia Luce—. Pero no está.

—Pensaba que habías dicho que…

—Lo sé. El ordenador lo ha listado como disponible cuando lo he mirado esta tarde, pero ahora es demasiado tarde para consultarlo de nuevo.

—Pregúntale a Todd —sugirió Luce—. Quizá lo está usando para camuflar sus Playboys.

—Qué asco. —Penn le golpeó la pierna.

Luce sabía que solo había bromeado para intentar apaciguar su decepción. Resultaba de lo más frustrante. No podía averiguar nada de Daniel sin toparse con un muro. No sabía qué podría hallar en las páginas de aquel libro «super-lo-que-fuera», pero cuando menos le diría algo acerca de Daniel. Lo cual era mejor que nada.

—Espera un momento —le dijo Penn incorporándose—. Voy preguntarle a la señorita Sophia si alguien lo ha consultado hoy.

Luce observó a Penn retroceder por el largo pasillo hasta el mostrador principal, y sonrió al ver que aceleraba la marcha al pasar por donde Todd estaba sentado.

En cuanto estuvo sola, Luce toqueteó algunos libros de las estanterías. Hizo un rápido repaso mental de los alumnos de Espada & Cruz, pero no se le ocurrió ninguno que pudiera consultar un viejo libro religioso. Quizá lo había usado la señorita Sophia como material de referencia en la sesión de repaso de antes. Luce se preguntó qué habría sentido Daniel estando allí sentado mientras escuchaba a la bibliotecaria hablar sobre asuntos que probablemente habían sido temas de sobremesa durante su infancia. Quería saber cómo había sido la niñez de Daniel. ¿Qué le había ocurrido a su familia? ¿Había tenido una educación religiosa en el orfanato? ¿O su infancia se parecía en algo a la suya, en la cual solo se perseguían religiosamente las buenas notas y la excelencia académica? Quería saber si Daniel había leído ese libro de su antepasado y qué pensaba de él, y si a él mismo le gustaba escribir. Quería saber qué estaba haciendo en ese preciso momento en 1a fiesta de Gabbe, cuándo era su cumpleaños, qué pie calzaba y si alguna vez dedicaba un solo segundo de su tiempo a pensar en ella.

Luce sacudió la cabeza. Aquella cadena de pensamientos la conducía directamente a la Ciudad de la Pena, y no quería seguir ese camino. Cogió el primer libro que vio en la estantería —el aburridísimo Diccionario de los ángeles con cubierta de tela— y decidió distraerse un poco hasta que volviera Penn.

Estaba leyendo la historia del ángel caído Abbadon, que se arrepentía de haber apoyado a Satán y se lamentaba todo el tiempo de su decisión —bostezo—, cuando oyó un sonido estridente sobre su cabeza. Luce vio el parpadeo rojo de la alarma de incendios.

—Alerta. Alerta —anunciaba una voz monótona por el altavoz—. Se ha activado la alarma de incendios. Evacuen el edificio.

Luce dejó el libro en la estantería y se puso de pie. En Dover también hacían cosas así cada dos por tres. Cuando ya lo habían repetido un montón de veces, se llegó al extremo de que ni siquiera los profesores prestaban atención a las simulaciones de incendio mensuales, de modo que el departamento de bomberos empezó a activar alarmas reales para que la gente reaccionara. Luce comprendió que los administradores de Espada & Cruz utilizaban el mismo truco. Pero cuando empezó a caminar hacia la salida, para su sorpresa comenzó a toser. En esta ocasión había humo de verdad en la biblioteca.

—¿Penn? —gritó; su propia voz le retumbaba en los oídos, era consciente de que el sonido punzante de la alarma no iba a permitir que la oyera.

El olor acre del humo le recordó de inmediato la noche del incendio con Trevor. Empezaron a inundarle la mente imágenes y sonidos, detalles que había sepultado tan profundamente en su memoria que casi se habían borrado. Hasta ese instante.

Trevor, con los ojos en blanco, en medio del resplandor naranja. Las lenguas de fuego que se propagaban por cada uno de sus dedos. El grito ensordecedor e interminable que resonó en su cabeza como una sirena después de que Trevor cayera abatido. Y durante todo el tiempo, ella había permanecido de pie, mirando, no podía dejar de mirar, helada en medio de aquel calor. No pudo moverse, no había podido hacer nada para ayudarlo; y él murió.

Notó que una mano la sujetaba por la muñeca y se volvió pensando que era Penn. Pero era Todd. Tenía los ojos como platos y también estaba tosiendo.

—Tenemos que salir de aquí —le dijo jadeando—. Creo que hay una salida en la parte de atrás.

—¿Y qué hay de Penn, y de la señorita Sophia? —preguntó Luce. Se sentía débil y mareada. Se frotó los ojos—. Estaban por allí.

Al señalar el pasillo que daba a la entrada, Luce descubrió que el humo en esa dirección era mucho más denso.

Todd pareció dudar por un instante, pero al final asintió con 1a cabeza.

—Vale —concluyó, sujetándola de la muñeca al tiempo que se agachaban y corrían hacia las puertas principales de la biblioteca.

Doblaron a la derecha al ver que uno de los pasillos estaba especialmente lleno de humo, y entonces se encontraron ante un muro lleno de libros y no supieran hacia dónde ir. Se detuvieron para recuperar el aliento. El humo que solo un momento antes flotaba sobre sus cabezas se acercaba ya a la altura de sus hombros.

Incluso agachados, estaban empezando a asfixiarse. No podían ver más allá de unos pocos metros. Luce se aferró a Todd y giró sobre sí misma, de repente no distinguió por dónde habían venido. Estiró los brazos y sintió el metal caliente de una de las estanterías. Ni siquiera podía ver las letras de los lomos. ¿Estaban en la sección D o en la O?

No había forma de saber dónde se hallaba Penn o la señorita Sophia, ni dónde se hallaba la salida. Luce sintió que una oleada de pánico recorría todo su cuerpo dificultándole aún más la respiración.

—¡Ya deben de haber salido por las puertas principales! —gritó Todd sin mucho convencimiento—. ¡Tenemos que volver!

Luce se mordió el labio. Si le ocurría algo a Penn…

Apenas podía ver a Todd, que estaba justo delante de ella. De acuerdo, tenía razón, pero… ¿cómo iban a volver? Luce asintió sin decir una palabra, y notó que Todd le tiraba de la mano.

Estuvieron un largo rato caminando deprisa, sin saber hacia dónde, y entonces el humo empezó a dispersarse poco a poco, hasta que al final apareció el resplandor rojo de una señal de salida de emergencia. Luce respiró aliviada cuando Todd tanteó la puerta en busca de la barra y la abrió de un empujón.

Daba a un pasillo que Luce no había visto nunca. Todd cerró de un portazo en cuanto hubieron salido y por fin se llenaron los pulmones de aire limpio. Era tan bueno que Luce quería hincarle el diente, tragárselo todo, beber litros y litros, bañarse en él. Ambos tosieron para expulsar el humo de los pulmones y se echaron a reír, pero era una risa incómoda que no acababa de aliviarlos. Rieron hasta que Luce se echó a llorar, e incluso cuando ya había acabado de llorar y de toser, aún seguían cayendo lágrimas de sus ojos.

¿Cómo podía estar respirando aquel aire tan limpio cuando aún no sabía si Penn estaba a salvo? Si no había logrado salir —si se había desmayado en algún lugar allí dentro— entonces Luce le habría fallado otra vez a alguien que le importaba. Solo que esta vez iba a ser mucho peor. Se secó los ojos y observó una nube de humo ascendiendo en remolinos desde el resquicio que había en la parte baja de la puerta. Todavía no se encontraban a salvo. Al final del pasillo había otra puerta, a través de cuyo cristal podía verse una rama agitándose en la noche. Luce exhaló. Estarían fuera enseguida, lejos de aquel humo asfixiante.

Si iban lo bastante rápido podrían llegar a la entrada principal para asegurarse de que Penn y la señorita Sophia habían salido sin problemas.

—Vamos. —Luce animó a Todd, que estaba doblado y jadeando—. Tenemos que seguir.

Todo se irguió, pero Luce vio que estaba desbordado: tenía la cara roja, y los ojos llorosos y desorbitados. Prácticamente tuvo que arrastrarlo hacia la puerta. Estaba tan concentrada en salir que tardó demasiado tiempo en procesar aquel otro sonido grave y susurrante que se había cernido sobre ellos y que en esos momentos estaba ahogando el ruido de las alarmas.

Alzó la vista y descubrió una vorágine de sombras. Abarcaban todas las tonalidades, desde el gris al negro más profundo. En principio, Luce solo debería haber podido ver hasta el techo, pero de alguna manera las sombras parecían extenderse más allá, hacia un cielo extraño y oculto. Formaban un amasijo y, sin embargo, se distinguían unas de las otras.

Entre ellas se encontraba la sombra grisácea y más ligera que había visto antes. Su forma ya no recordaba una aguja, ahora parecía la llama de una cerilla. Se balanceaba por encima de ellos. ¿Cómo había podido esquivarla cuando amenazó con tocar la cabeza de Penn? Solo con recordarlo sentía una comezón en las manos y se le agarrotaban los dedos de los pies.

Todd empezó a golpear furiosamente las paredes, como si el pasillo se estuviera estrechando. Luce supo que estaban muy alejados de la puerta. Cogió a Todd de la mano, pero sus palmas sudorosas resbalaron, así que le sujetó con fuerza por la muñeca. Todd estaba lívido, hecho un ovillo en el suelo. De pronto dejó escapar un grito aterrador.

¿Porque el humo estaba llenando el pasillo?

¿O porque él también percibía las sombras?

Imposible.

Pero había una mueca de horror en su cara, que se había crispado aún más ahora que las sombras flotaban por encima de sus cabezas.

—¿Luce? —Le temblaba la voz.

Otra horda de sombras apareció justo enfrente de ellos. Un manto de completa oscuridad se esparció por las paredes, impidiendo que Luce viera la puerta. Miró a Todd… ¿podía verlo?

—¡Corre! —le gritó.

¿Podría correr siquiera? Tenía la cara tiznada y los ojos cerrados. Estaba a punto de desmayarse. Pero, de repente, Luce tuvo la sensación de que era él quien la estaba llevando.

O de que algo los estaba llevando a los dos…

—Pero ¿qué diablos…? —gritó Todd.

Sus pies rozaron el suelo por un minuto, como si estuvieran surfeando sobre una ola, era como si deslizaran sobre su suave cresta, que a su vez los elevaba progresivamente y llenaba sus cuerpos de aire.

Luce no sabía adónde se dirigía, ni siquiera podía ver la puerta, solo podía distinguir una maraña de sombras negras que flotaban a su alrededor sin tocarla. Debería haberse sentido aterrorizada, pero de algún modo se sentía protegida de las sombras, como si algo la estuviera escudando… una textura fluida pero impenetrable, algo extrañamente familiar, algo fuerte pero delicado, algo… Casi sin darse cuenta, Todd y ella se encontraron en la puerta. Sus pies tocaron de nuevo el suelo y Luce consiguió abrir la puerta de emergencia de un empujón.

Y entonces respiró. Y tosió. Y jadeó. Y le dieron arcadas.

Se oía otra alarma, pero a lo lejos.

El viento le azotó el cuello. ¡Estaban fuera! Solo tenían que bajar las escaleras que llevaban al patio, y aunque en su cabeza todo seguía estando nublado y lleno de humo, a Luce le pareció oír voces en algún lugar cercano.

Se dio la vuelta para intentar comprender lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo habían conseguido atravesar aquella sombra, negra, densa e impenetrable? ¿Y qué era lo que les había salvado? Luce podía sentir su ausencia.

Casi deseó volver a buscarla.

Pero el pasillo estaba oscuro, todavía le lloraban los ojos, y ya no quedaba rastro de aquellas formas oscuras. Quizá se habían ido.

Entonces surgió una columna de luz irregular, algo parecido al tronco de un árbol, con ramas… no, más bien se asemejaba a un torso con las extremidades largas y anchas. Una columna de luz casi violeta se sostenía en el aire sobre ellos. No tenía sentido, pero a Luce le hizo pensar en Daniel. Estaba viendo cosas. Respiró profundamente e intentó parpadear para librarse de las lágrimas que aún enturbiaban sus ojos, pero la luz seguía allí. Más que oírla, sintió su llamada, tranquilizadora, una canción de cuna en medio del campo de batalla.

No vio venir la sombra.

Los embistió a ambos con tanta fuerza que sus manos se separaron y Luce salió disparada por los aires.

Cayó desplomada al pie de la escalera. Un quejido desesperado escapó de sus labios. Durante un larguísimo instante pareció que la cabeza iba a estallarle. Nunca había experimentado un dolor tan intenso y abrasador. Profirió un grito desgarrador en medio de la noche, gritó a la luz y a las sombras en lo alto.

Aquello fue demasiado para ella: cerró los ojos y se dejó vencer.