Estado de inocencia
El lunes por la tarde, la señorita Sophia, de pie tras la cátedra del aula más grande del Agustine, intentaba hacer sombras chinescas. Había organizado una sesión de estudio de última hora para los alumnos de su clase de Religión antes del examen parcial del día siguiente y, puesto que Luce ya se había perdido un mes entero de las clases, pensó que tendría que ponerse al día en muchas cosas.
Ello explicaba que fuera la única que cuando menos fingía que tomaba apuntes. Los demás estudiantes ni siquiera se dieron cuenta de que el sol de la tarde que entraba por las estrechas ventanas del lado oeste estaba echando a perder aquel escenario de sombras casero. Y Luce no quería evidenciar que estaba prestando atención levantándose para bajar las persianas. Cuando el sol empezó a calentarle la nuca, se sorprendió al comprobar cuánto tiempo llevaba sentada en aquella clase. Había visto resplandecer el sol matinal, como si se tratara de una melena alrededor del escaso cabello del señor Cole durante la clase de Historia Mundial. Había sufrido el calor sofocante de media tarde durante la clase de Biología con la Albatros. Y ahora estaba a punto de anochecer. El sol había cruzado el colegio de lado a lado, y Luce apenas se había levantado del pupitre. Sentía el cuerpo tan rígido como la silla metálica sobre laque se hallaba sentada, y su mente estaba tan embotada como su lápiz, que casi se había gastado de tanto tomar apuntes.
¿A qué venía lo de las sombras chinescas? ¿Acaso ella y los demás alumnos tenían cinco años?
Pero Luce se sentía culpable. Entre todos los profesores, la señorita Sophia era la más agradable con diferencia, e incluso no hacía mucho la había llamado aparte para interesarse por cómo iba el trabajo del árbol genealógico de Luce. Tuvo que fingir una gratitud sin límite cuando durante una hora le volvió a explicar con detenimiento cómo funcionaba la base de datos. Se sentía un poco avergonzada, pero era mucho mejor hacerse la tonta que tener que admitir que había estado demasiado obsesionada con cierto compañero para dedicarse a su investigación.
En ese momento la señorita Sophia, con su vestido negro de crespón, unía elegantemente sus pulgares al tiempo que levantaba las manos en el aire para preparar la siguiente postura. Fuera, una nube cubrió el sol. Luce volvió a prestar atención cuando se dio cuenta de que de repente había una sombra real y visible en la pared, detrás de la señorita Sophia.
—Como recordaréis de haber leído en El paraíso perdido el año pasado, cuando Dios dio a los ángeles voluntad propia —dijo la señorita Sophia a través del micrófono que llevaba en la solapa de color marfil, mientras batía sus finos dedos como si fueran alas de ángel perfectas—, hubo uno que traspasó los límites. —La señorita Sophia bajó la voz con dramatismo, y Luce observó cómo retorcía los dedos a fin de que las alas de ángel se transformasen en los cuernos del demonio.
Detrás de Luce, alguien murmuró:
—Pero si nos lo han explicado miles de veces …
Desde el momento que la señorita Sophia había empezado la clase, no hubo palabra que dijera que no suscitara comentarios entre los alumnos. Quizá era porque Luce no había tenido una educación religiosa como los demás, o quizá porque lo lamentaba por la señorita Sophia, pero cada vez sentía unas ganas más incontrolables de volverse y acallar a los charlatanes.
Estaba irritada, cansada y hambrienta. En lugar de ir con los de más a comer, habían informado a los veinte alumnos que estaban en la clase de Religión de la señorita Sophia de que, si iban a la sesión de estudio «opcional» —un adjetivo equívoco, la previno Penn—, les servirían la comida en la misma aula donde daban la clase, para ganar tiempo.
La comida —que no fue la del mediodía, ni siquiera el almuerzo, sino un tentempié genérico a última hora de la tarde— supuso una experiencia extraña para Luce, pues lo pasaba bastante mal para encontrar algo de comer en la cafetería, donde lo único que se consideraba alimento era la carne. Randy había pasado con el carrito lleno de deprimentes sándwiches y unas jarras de agua tibia.
Todos los sándwiches contenían misteriosos trozos fríos de algo indefinido con mayonesa y queso, y Luce había observado con envidia a Penn, que se comía uno tras otro y dejaba las cortezas con la marca de sus dientes. Luce se estaba ocupando de «desboloñesar» un sándwich cuando Cam se asomó por encima de su hombro. Abrió la mano y le enseñó unos higos frescos. La piel de vibrante color púrpura les daba el aspecto de piedras preciosas.
—¿Qué es esto? —preguntó Luce sonriendo.
—No vas a vivir de pan y agua, ¿no? —respondió.
—No los comas.
Era Gabbe, quien de inmediato le cogió los higos de la mano y los tiró a la basura. De nuevo había interrumpido una conversación privada; reemplazó los higos por un puñado de M&M's que había comprado en la máquina. Llevaba una cinta en el pelo con los colores del arco iris. Luce se imaginó a sí misma arrancándosela y tirándola a la basura.
—Tiene razón —dijo Arriane, que fulminó a Cam con la mirada—. ¿Quién sabe qué drogas puede haberles metido?
Luce se rió, porque supuso que Arriane estaba de broma, pero al ver que nadie más sonreía se calló de golpe y se guardó los M&M's en el bolsillo, justo en el momento en que la señorita Sophia les pedía que se sentaran.
Después de lo que le parecieron un montón de horas, todavía permanecían atrapados en el aula, y la señorita Sophía solo había explicado desde el principio de la Creación hasta la Guerra en el Cielo. Ni siquiera habían llegado a Adán y Eva. El estómago de Luce empezó a protestar con rugidos.
—¿Y alguien sabe quién fue el ángel malvado que se enfrentó a Dios? —preguntó la señorita Sophia, como si le estuviera leyendo un cuento a un grupo de niños en la biblioteca.
Luce casi esperaba que la clase le respondiera a coro con un infantil «Sí, señorita Sophia».
—¿Nadie lo sabe?
—¡Roland! —dijo Arriane con un grito ahogado.
—Exacto —respondió la señorita Sophia, asintiendo con aire angelical. Era un poco dura de oído—. Ahora lo llamamos Satán, pero en el pasado actuó bajo muchos nombres distintos: Mefistófeles, Belial e incluso, para algunos, Lucifer.
Molly, que había estado sentada delante de Luce meciéndose con la silla y dando golpecitos al pupitre de Luce durante la última hora con la única intención de volverla loca, al instante le pasó un papelito a Luce.
Luce… Lucifer… ¿No tienen algo que ver?
Su caligrafía era siniestra, impulsiva y frenética. Luce vio cómo sus pómulos se levantaban para componer una sonrisa sarcástica. En un momento de debilidad agudizada por el hambre, Luce, furiosa, empezó a garabatearle una respuesta: que la habían llamado así por Lucinda Williams, la mejor cantautora viva, en cuyo concierto (que casi cancelan por la lluvia) se conocieron sus padres. Y que después de resbalar con un vaso de plástico y desplomarse en los brazos de su padre, su madre ya no se había separado de ellos en los siguientes veinte años; su nombre tenía un significado y era romántico, ¿qué tenía que decir al respecto la bocazas de Molly? Y además, en todo caso, si en el colegio había alguien que se parecía a Satán, ese alguien no era quien había recibido la nota, sino quien la había escrito.
Los ojos de Luce perforaron la parte trasera del nuevo peinado pelirrojo de duendecillo de Molly. Luce estaba a punto de arrojarle el papel doblado para vérselas con ella si era necesario cuando la señorita Sophia le llamó la atención con nuevas figuras de sombras.
Alzó las manos sobre la cabeza, ahuecándolas, con las palmas hacia arriba. Al bajarlas, como por arte de magia, las sombras de sus dedos en la pared parecían piernas y brazos sacudiéndose, como los de alguien que hubiera saltado de un puente o de un edificio. La visión era tan impactante, tan oscura y a la vez tan bien conseguida que desconcertó a Luce. No podía dejar de mirarla.
—Durante nueve días y nueve noches —dijo la señorita Sophia—, Satán y sus ángeles cayeron sin parar del cielo.
Aquellas palabras le recordaron algo a Luce. Miró dos filas más allá, donde estaba Daniel, que le sostuvo la mirada medio segundo antes de hundir la cabeza en su cuaderno. Pero aquella mirada efímera había sido suficiente y, de golpe, le vino todo a la cabeza: el sueño que había tenido la noche anterior.
Había sido una recreación de lo que ocurrió entre Daniel y ella en el lago. Pero en el sueño, cuando Daniel decía adiós y se zambullía en el agua, Luce tenía el valor de ir tras él. El agua estaba caliente, tan agradable que ni siquiera se sentía mojada, y había bancos de peces violetas pululando a su alrededor. Nadaba todo lo rápido que podía, y al principio pensaba que los peces la empujaban hacia Daniel, a la orilla, pero pronto la masa de peces se oscurecía y le tapaba la vista, y dejaba de ver a Daniel. Los peces se volvían sombríos y adquirían un aspecto malvado, y se acercaban cada vez más hasta que ella no podía ver nada, y sentía que se hundía, que las profundidades arenosas del lago se la tragaban. Lo que la aterraba no era no poder respirar, sino no poder salir nunca más a la superficie. Perder a Daniel para siempre.
Luego, aparecía Daniel desde abajo, con los brazos extendidos como si fueran velas que ahuyentaban a los peces sombríos y envolvían a Luce, y entonces ambos regresaban a la superficie. Salían disparados del agua, y subían y subían por encima de la roca y del magnolio donde habían dejado los zapatos. Un instante después habían alcanzado tal altura que Luce no podía ver el suelo.
—Y al final aterrizaron —dijo la señorita Sophia apoyando las manos en la cátedra— en las fosas ardientes del Infierno.
Luce cerró los ojos y suspiró. Solo había sido un sueño. Por desgracia, la realidad era aquella. Volvió a suspirar y apoyó la barbilla en las manos, mientras recordaba la respuesta a la nota de Molly, que aún tenía doblada en la mano y que ahora le parecía estúpida y precipitada. Mejor no contestarle, para que Molly no supiera que le había molestado. Un avión de papel aterrizó sobre su antebrazo. Miró al otro lado de la clase, desde donde Arriane le guiñaba un ojo de forma exagerada.
Doy por sentado que no estás fantaseando con Satán. ¿Por dónde anduvisteis tú con DG el Sábado por la tarde?
Luce no había podido hablar con Arriane a solas en todo el día. Entonces, ¿cómo podía saber Arriane que Luce había estado con Daniel? Mientras la señorita Sophia estaba ocupada representando los nueve círculos del Infierno con sombras chinescas, Luce vio cómo Arriane lanzaba otro avión certeramente dirigido a su pupitre. Pero Molly también lo vio. Alzó los brazos justo a tiempo para atraparlo con sus uñas negras, pero Luce no estaba dispuesta a pasarle esa. A su vez, rescató el avión de entre las manos de Molly, rasgando sonoramente el ala por la mitad. Logró meterse la nota rasgadas en el bolsillo antes de que la señorita Sophia se volviera.
—Lucinda y Molly —dijo frunciendo los labios y posando las manos en la cátedra—. Espero que podáis compartir con el resto de la clase lo que sea que necesitéis discutir mediante ese irrespetuoso intercambio de notas.
Luce se puso a pensar a velocidad de vértigo, porque si no decía algo de inmediato lo haría Molly, y era imposible saber lo humillante que podría llegar a ser.
—M-Molly me estaba comentando —balbuceó— que no está de acuerdo con usted respecto a la visión del Infierno. Tiene una opinión personal sobre este tema.
—Bueno, pues, Molly, si tienes una visión alternativa del Submundo, sin duda me gustaría escucharla.
—Pero qué diablos… —murmuró Molly. Se aclaró la garganta y se levantó—. Usted ha descrito la boca de Lucifer como el lugar más inmundo del Averno, y por eso todos los traidores acaban allí. Pero yo pienso —prosiguió, como si lo tuviera ensayado— que el lugar más terrible del Infierno —y se volvió para mirar a Luce— no debería estar reservado a los traidores, sino a los cobardes, y a los débiles y endebles fracasados, pues opino que los traidores, cuando menos, tomaron una decisión. Pero ¿los cobardes? Solo vagan y se comen las uñas, demasiado aterrorizados para hacer nada. Lo cual, sin duda, es mucho peor. —Entonces tosió, y a continuación añadió—: ¡Lucinda! —Se aclaró la garganta—. Pero esa solo es mi opinión personal —y se sentó—.
—Gracias, Molly —dijo la señorita Sophia con delicadeza—. Estoy segura de que todos te agradecen que lo hayas compartido con nosotros.
Luce no lo agradecía. Había dejado de escuchar en medio de la perorata, pues había notado una sensación espeluznante que le atenazaba la boca del estómago.
Las sombras. Podía sentirlas antes de verlas, brotando a borbotones del suelo como si fuera alquitrán. Un tentáculo de oscuridad se enroscó en su muñeca, y Luce vio aterrorizada cómo intentaba abrirse paso hasta el bolsillo. Iba a por el avión de papel de Arriane. ¡Y Luce aún no lo había leído! Con la mano bien metida en el bolsillo y haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, la pellizcó con dos dedos. Y ocurrió algo increíble: la sombra retrocedió y huyó como un animal herido. Era la primera vez que Luce era capaz de hacer algo semejante.
Al otro lado del aula, cruzó su mirada con la de Arriane, que tenía la cabeza ladeada y la boca abierta.
La nota… todavía debía de estar esperando a que la leyera.
La señorita Sophia apagó la luz.
—Creo que mi artritis ha tenido suficiente Infierno por esta noche. —Se rió entre dientes, lo cual movió a los alumnos adormilados a imitarla—. Si releéis los siete ensayos que os he adjuntado sobre El paraíso perdido, creo que no tendréis ningún problema para el examen de mañana.
Mientras el resto de los alumnos recogían sus cosas con rapidez y salían disparados de la clase, Luce desplegó la nota de Arriane:
Dime que no te vino con esa excusa patética de «La última vez salí escaldado».
Vaya. Sin duda tenía que hablar con Arriane y averiguar qué sabía ella de Daniel. Pero antes… Estaba de pie frente a ella. La hebilla plateada de su cinturón se reflejó en los ojos de Luce. Respiró profundamente y lo miró. Los ojos de Daniel, grises con motas violetas, parecían tranquilos. No había hablado con él desde hacía dos días, desde que se había despedido de ella en el lago. Era como si el tiempo que habían estado separados lo hubiera rejuvenecido. Luce se dio cuenta de que había dejado la nota de Arriane abierta sobre el pupitre. Tragó saliva y se la metió en el bolsillo con disimulo.
—Quería disculparme por haberme ido de una manera tan repentina el otro día —dijo Daniel, y sonaba extrañamente formal. Luce no sabía si se suponía que debía aceptar sus disculpas, pero él no le dio tiempo de responder—. Me imagino que llegaste bien a tierra firme. —Ella intentó sonreír. Se le pasó por la cabeza contarle a Daniel el sueño que había tenido, pero por suerte concluyó que hacerlo habría estado fuera de lugar—. ¿Qué te ha parecido la clase de repaso? —Daniel parecía retraído, rígido, como si no hubieran hablado nunca. Quizá estaba bromeando.
—Ha sido una tortura —respondió Luce. A Luce siempre le había molestado que las chicas inteligentes fingiesen haberse aburrido como una ostra en clase, solo porque daban por sentado que eso era lo que un chico querría oír. Pero Luce no estaba fingiendo: había sido una auténtica tortura.
—Bueno —dijo Daniel, aparentemente complacido.
—¿También ha sido una lata para ti?
—No —respondió misterioso, y en ese momento Luce habría deseado haber mentido para parecer más interesada de lo que en verdad estaba.
—Entonces… te ha gustado —dijo ella; quería añadir algo, algo para que él no se fuera y siguiera allí hablando con ella—. ¿Y qué es lo que te ha gustado?
—«Gustar» quizá no sea la palabra adecuada. —Tras una larga pausa, añadió—: Estudiar estas cosas… me viene de familia. Supongo que no puedo evitar sentir una conexión. Luce tardó un poco en asimilar aquellas palabras. Su mente estaba viajando al sótano maloliente donde había visto la ficha de Daniel. La ficha que afirmaba que Daniel Grigori había pasado la mayor parte de su vida en el Orfanato del Condado de Los Ángeles.
—No sabía que tenías familia —dijo ella.
—¿Cómo ibas a saberlo?
—No sé… es decir, ¿tienes?
—La cuestión es por qué crees saber algo de mi familia o de mí. Luce sintió que el estómago le daba un vuelco. Vio en los ojos alarmados de Daniel el cartel de «Peligro: Alerta por acoso», y supo que había vuelto a fastidiarla.
—D —dijo Roland, que había aparecido detrás de Daniel y le había puesto la mano en el hombro—, ¿quieres quedarte por si dan la clase eterna, o nos movemos?
—Es verdad —respondió Daniel con voz tranquila, mientras miraba a Luce de reojo por última vez—, larguémonos de aquí.
Por supuesto, —era obvio— Luce tenía que haber desaparecido hacía varios minutos, al sentir el primer impulso de divulgar los de talles de la ficha de Daniel. Una persona normal e inteligente habría eludido el tema, o lo habría cambiado para hablar de algo más convencional o, como mínimo, habría cerrado su gran bocaza.
Pero… Luce estaba comprobando día tras día —sobre todo cuando estaba con Daniel— que era incapaz de hacer nada que entrara en la categoría de lo «normal» o de lo «inteligente». Observó a Daniel mientras se alejaba con Roland. No miró atrás, y cada paso que daba le hacía sentir más y más sola.