Sin salvación
La soleada mañana del jueves, temprano, un altavoz empezó a crepitar en el pasillo, justo al lado de la habitación de Luce:
—¡Atención, residentes de Espada & Cruz!
Luce se revolvió en la cama gruñendo, pero, por muy fuerte que apretara la almohada contra sus oídos, no podía evitar oír el vozarrón de Randy por megafonía:
—Tenéis exactamente nueve minutos para presentaros en el gimnasio para el examen físico anual. Como sabéis, no aprobamos los retrasos, así que sed puntuales y preparaos para la evaluación corporal.
¿Examen físico? ¿Evaluación corporal? ¿A las seis y media de la mañana? Luce ya se estaba arrepintiendo de haberse acostado tan tarde… y de quedarse despierta en la cama hasta mucho después, por los nervios.
Más o menos cuando se imaginó que Daniel y Gabbe se estaban besando, empezó a marearse, aquel característico mareo que le sobrevenía al saber que había hecho el ridículo. No volvió a la fiesta, se pegó a la pared y se deslizó directamente hasta su habitación para reflexionar sobre aquel extraño sentimiento que Daniel despertaba en ella y que la había inducido a pensar que entre ellos existía algún tipo de conexión. Se levantó con mal sabor de boca, fruto de las secuelas de la fiesta, y lo último en lo que en ese momento le apetecía pensar era en su estado físico.
Sacó los pies de la cama y sintió el frío suelo de plástico. Mientras se cepillaba los dientes intentó imaginarse a qué se refería Espada & Cruz con eso de «evaluación corporal». Un montón de imágenes terroríficas de sus compañeros —Molly haciendo decenas de flexiones en la barra horizontal y mirándola con odio, Gabbe subiendo sin esfuerzo por una cuerda de treinta metros hacia el cielo— inundaron su mente. La única manera de no hacer el ridículo —otra vez— era evitar pensar en Gabbe y en Daniel.
Cruzó la parte sur del reformatorio hasta el gimnasio. Era una gran construcción gótica con arbotantes y torrecillas de piedra vista, que le daban un aspecto más parecido a una iglesia que a un lugar al que acudir para sudar. Cuando Luce se acercaba al edificio, la brisa matinal hizo susurrar la capa de kudzu de la fachada.
—¡Penn! —gritó, al ver a su amiga en chándal, que se estaba atando las zapatillas sentada en un banco. Luce se dio cuenta de que ella llevaba las botas y la ropa negra reglamentarias, y pensó horrorizada que quizá había alguna norma de vestimenta de la que no se había enterado. Pero entonces vio a otros alumnos vagando por fuera del edificio que iban vestidos de forma parecida a ella.
Penn parecía grogui.
—Estoy destrozada —se quejó—. Anoche me pasé con el karaoke. Creí que podría compensar si al menos parecía una deportista.
Luce se rió al ver que Penn no era capaz a hacerse un doble nudo en la zapatilla.
—Oye, y tú, ¿dónde te metiste ayer? —le preguntó Penn—. No volviste a la fiesta.
—Ah —dijo Luce, buscando una excusa—. Pensé que lo mejor era…
—Aaarrrggg. —Penn se tapó las orejas—. Cada palabra es como un martillazo en el cerebro. ¿Me lo cuentas luego?
—Sí —contestó Luce—, claro.
Las puertas dobles del gimnasio se abrieron de golpe. Randy apareció calzando unos aparatosos zuecos de goma y con su inseparable portapapeles. Hizo una señal a los alumnos para que fueran entrando en fila, y a cada uno se le asignó un ejercicio.
—¡Todd Hammond! —gritó Randy, y este se le acercó con las rodillas temblando. Tenía los hombros caídos, y Luce identificó los restos de un acentuado moreno de obra en su nuca.
»Pesas —ordenó Randy, empujándolo hacia el interior.
»¡Pennyweather van Syckle-Lockwood! —bramó, lo que provocó que Penn se encogiera de miedo y volviera a taparse los oídos—. Piscina. —Sacó un bañador Speedo rojo de una caja de cartón y se lo tiró a Penn.
»Lucinda Price —prosiguió Randy, después de consultar la lista—. También piscina. —Luce se sintió aliviada, dio un paso al frente y cogió en el aire el traje de baño. Entre sus dedos se veía usado y fino como un trozo de pergamino, pero al menos olía a limpio. Más o menos.
»Gabrielle Givens —dijo Randy a continuación, y Luce se volvió para ver a la actual número uno en su lista de personas menos queridas pavoneándose con unos pantaloncitos negros y una camiseta sin mangas también negra. Llevaba en la escuela tres días… ¿cómo se las había ingeniado para pillar a Daniel?
—Hooola, Randy —dijo Gabbe, alargando las palabras con un acento que solo con oírlo a Luce le entraban ganas de taparse los oídos, como había hecho Penn.
«Cualquier cosa menos piscina —deseó Luce para sus adentros—. Cualquier cosa menos piscina.»
—Piscina —dijo Randy.
De camino al vestuario, al lado de Penn, Luce intentó evitar mirar atrás, hacia Gabbe, alrededor de cuyo índice (con manicura francesa) giraba el que parecía ser el único bañador decente. En su lugar, Luce miró las paredes de piedra gris y la anticuada parafernalia religiosa que las decoraba.
Caminó entre cruces de madera labradas con motivos ornamentales y representaciones de la Pasión en bajo relieve. A la altura de la cabeza colgaba una serie de trípticos desdibujados, en los que lo único que todavía resaltaba eran las aureolas de las figuras. Luce se inclinó para ver mejor un gran rollo de pergamino escrito en latín que había dentro de una vitrina.
—La decoración levanta el ánimo, ¿eh? —dijo Penn antes de tragarse con un poco de agua, dos aspirinas que había sacado de su bolsa.
—¿Qué es todo esto? —inquirió Luce.
—Historia antigua. Las únicas reliquias que han sobrevivido del cuando en este lugar todavía se celebraba la misa del domingo, en la época de la Guerra Civil.
—Eso explica que se parezca tanto a una iglesia —respondió Luce, y se detuvo frente a una reproducción en mármol de la Pietà de Miguel Ángel.
—Como con todo lo demás en este agujero infernal, al modernizarlo hicieron una chapuza. Y es que, a ver, ¿a quién se le ocurre construir una piscina en medio de una iglesia?
—Estás de broma —dijo Luce.
—Ojalá. —Penn puso los ojos en blanco—. Cada verano, al director se le mete en la cabecita que yo me haga cargo de la redecoración de este lugar. No lo admitirá nunca, pero este rollo religioso le saca de quicio —añadió—. El problema es que, incluso si tuviera ganas de echar una mano, yo no sabría qué hacer con todos estos trastos, ni siquiera sabría cómo vaciarlo sin ofender, no sé, a todo el mundo, Dios incluido.
Luce recordó las paredes blancas e inmaculadas del gimnasio de Dover, con hileras de fotos de los equipos de la escuela, todas con el mismo fondo de cartulina azul marino y el marco dorado correspondiente. El único pasillo de culto en Dover era el de la entrada, donde se exhibían los retratos de todos los alumnos que habían llegado a senadores, aquellos que habían obtenido una beca a Guggenheim y los multimillonarios del montón.
—Podrías colgar todas las fotos de todos nuestros expedientes policiales —propuso Gabbe detrás de ellas.
A Luce le entró la risa; era divertido… y raro, casi como si Gabbe le hubiera leído el pensamiento. Y entonces recordó esa misma voz diciéndole a Daniel que ella era la única con la que podía contar. Luce descartó al momento cualquier posibilidad de conectar con ella.
—¡Os estáis rezagando! —gritó una entrenadora desconocida Que apareció de la nada. Ella (al menos Luce pensó que se trataba de una mujer) tenía unas pantorrillas como dos jamones, llevaba el pelo encrespado recogido en una cola de caballo y unos aparatos «invisibles» amarillentos en los dientes superiores. Con malos modos, conminó a las chicas a que entraran en el vestuario, donde les dio un candado con una llave, empujándolas hacia unas taquillas vacías—. Nadie se retrasa en el reloj de la entrenadora Diante.
Luce y Penn se pusieron como pudieron aquellos bañadores desteñidos y dados de sí. Luce se estremeció al verse en el espejo, y se tapó lo que pudo con la toalla.
Una vez dentro del húmedo recinto que albergaba la piscina, enseguida comprendió a qué se refería Penn. La piscina era gigante, de tamaño olímpico, una de las pocas obras de vanguardia que hasta el momento había visto en el campus. Pero no era eso lo que le llamaba la atención: la piscina estaba justo en medio de lo que había sido una iglesia enorme.
Una hilera de vitrales de colores con algún que otro panel roto se extendía por las paredes casi hasta el techo alto y arqueado. También había nichos iluminados con velas a lo largo de la pared, y donde debía de estar el altar se alzaba un trampolín. Si a Luce no la hubieran educado en el agnosticismo, sino como a una feligresa temerosa de Dios, como sus compañeros de guardería, habría pensado que aquel lugar era un sacrilegio.
Algunos estudiantes ya se hallaban en el agua, tratando de recuperar el aliento después de haber hecho algunos largos. Pero precisamente los que no estaban en al agua fueron los que llamaron la atención de Luce: Molly, Roland y Arriane se estaban partiendo de risa en las gradas. Roland estaba prácticamente doblado, y Arriane se secaba las lágrimas. Sus bañadores eran mucho más favorecedores que el de Luce, pero ninguno de ellos parecía tener la menor intención de acercarse a la piscina.
Luce toqueteó su bañador ajado. Quería unirse a Arriane, pero justo cuando estaba considerando los pros (la posible entrada en un mundo de élite) y los contras (la amonestación de la entrenadora Diante por objetora de conciencia del ejercicio), Gabbe se acercó con toda tranquilidad al grupo. Como si los conociera de todo la vida. Se sentó justo al lado de Arriane y de inmediato se puso a reír con los demás como si, sin impórtale cuál fuera la broma, ella ya la hubiera pillado.
—Siempre tienen argumentos para escaquearse —le explicó Penn, mientras miraba a los chicos populares de las gradas—. No me preguntes cómo se las arreglan.
Luce titubeó al borde la piscina, incapaz de seguir las instrucciones de la entrenadora Diante. Ver a Gabbe y a los demás sentados en las gradas con aquel aire de superioridad le hizo desear que Cam estuviera allí. Podía imaginárselo, musculoso, con un elegante bañador negro, haciéndole un gesto para que se uniera a ellos con una gran sonrisa, y logrando que ella se sintiera bienvenida de inmediato, incluso importante.
Luce sintió una necesidad imperiosa de disculparse por haberse esfumado tan pronto de su fiesta. Lo cual era extraño… porque no estaban juntos, así que no tenía por qué explicarle a Cam lo que hacía o lo que dejaba de hacer. Pero, a la vez, le gustaba que le prestase atención, le gustaba su olor, olía a libertad, a espacio abierto, como cuando de noche se conduce con las ventanas bajadas. Le gustaba cómo se concentraba cuando ella hablaba, inmóvil, como si no pudiera ver otra cosa que no fuera ella. Incluso le gustó el modo en que la levantó del suelo cuando la abrazó en la fiesta, delante de Daniel. No quería hacer nada que pudiera cambiar la forma en que Cam la trataba.
El sonido del silbato de la entrenadora cogió desprevenida a Luce, que se quedó de pie, bajando la vista con tristeza cuando Penn y los otros alumnos saltaron al agua. Miró a la entrenadora Diante en busca de orientación.
—Tú debes de ser Lucinda Price, la que siempre llega tarde y nunca escucha, ¿no? —dijo la entrenadora con un suspiro—. Randy ya me ha hablado de ti. Son ocho largos, tú eliges el estilo.
Luce asintió, pero permaneció inmóvil, con los dedos de los pies pegados al borde de la piscina. Antes le encantaba nadar. Cuando su padre le enseñó en la piscina de Thunderbolt, incluso ganó un premio a la niña más pequeña que cruzaba la piscina sin flotador. Pero de eso hacía años. Ni siquiera recordaba la última vez que había nadado. La piscina exterior climatizada de Dover siempre la había tentado, pero solo se podían bañar los que pertenecían al equipo de natación. La entrenadora Diante se aclaró la garganta.
—Quizá no has entendido que esto es una carrera… y que ya estás perdiendo.
Aquella era la «carrera» más estúpida y patética que Luce había visto nunca, pero eso no impidió que su lado competitivo se despertara.
—Y… sigues perdiendo —añadió la entrenadora, mordiendo el silbato.
—No por mucho tiempo —respondió Luce.
Observó cómo iba la carrera: el chico a su izquierda iba sacando agua por la boca en un torpe intento de practicar el crol. A su derecha, Penn avanzaba sin prisa, con la nariz tapada y una tabla rosa de espuma bajo el vientre. Durante una fracción de segundo, Luce observó los chicos de las gradas. Molly y Rolad estaban mirando; Arriane y Gabbe se apoyaban la una en la otra, en pleno ataque de risa.
Pero a ella no le importaba de qué se reían. Bueno, casi. Estaba concentrada en otra cosa.
Luce encorvó los brazos sobre la cabeza, se zambulló en el agua, y sintió que su espalda se arqueaba al entrar en el agua fresca. Poca gente podía hacer eso bien de verdad, tal y como le explicó su padre cuando tenía ocho años. Pero una vez que perfeccionabas el estilo mariposa, no había forma de ir más rápido en el agua.
Dejó que la irritación la empujara y sacó la parte superior del cuerpo del agua. Recordó el movimiento enseguida y empezó a batir los brazos como si fueran alas. Nadó poniéndole más ganas que a cualquier otra cosa que hubiera hecho en mucho, mucho tiempo y, totalmente motivada, cada vez empezó a ganarles más terreno a los otros nadadores.
Cuando ya estaba acabando la octava vuelta, en el momento en que sacaba la cabeza del agua, escuchó la suave voz de Gabbe:
—Daniel.
Las fuerzas de Luce se extinguieron como si se hubiese apagado una vela. Se detuvo para oír qué más decía Gabbe, pero por desgracia solo pudo oír un bullicioso chapoteo y, un instante después, el silbato.
—Y el ganador es… —dijo emocionada la entrenadora Diante-Joel Brand.
El chico flacucho con aparatos que nadaba un par de carriles más allá salió de la piscina de un salto y celebró la victoria a gritos. En el carril de al lado, Penn dejó de patalear.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Luce—. Lo tenías en el bolsillo.
Luce se encogió de hombros. Gabbe, eso era lo que pasaba, pero cuando miró hacia las gradas, Gabbe se había ido, y Arriane y Molly con ella. De todos ellos solo quedaba Roland, y estaba inmerso en un libro.
Luce había tenido un subidón de adrenalina mientras nadaba, pero ahora había recibido un golpe tan duro que Penn la tuvo que ayudar a salir de la piscina.
Luce vio a Roland descender por las gradas.
—Lo has hecho bastante bien —le dijo, y le tiró una toalla y la llave de la taquilla, que Luce pensaba que había perdido—, al menos durante un rato.
Luce cogió la llave al vuelo y se envolvió en la toalla. Pero, antes de que pudiera decir nada al uso, como «Gracias por la toalla» o «Supongo que no estoy en forma», su nueva faceta de chica exaltada le espetó:
—¿Daniel y Gabbe están juntos, o qué?
Craso error. Craso, craso error. Enseguida vio en la mirada de Roland que aquella pregunta iría directa a Daniel.
—Ah, es eso —dijo Roland, sonriéndole—. Bueno, no sabría decirte… —La miró, se rascó la nariz y le dirigió lo que parecía una mirada compasiva. Luego señaló la puerta abierta del pasillo y cuando Luce siguió la dirección de su dedo vio pasar por allí la silueta esbelta y rubia de Daniel—. ¿Por qué no se lo preguntas tú misma?
Descalza y con el pelo goteándole, Luce vaciló frente a la puerta de la sala de pesas. Quería ir directa al vestuario para cambiarse y secarse. No sabía por qué lo de Gabbe la estaba perturbando tanto. ¿Acaso Daniel no podía estar con quien quisiera? Quizá a Gabbe le gustaban los chicos que le hacían gestos obscenos con los dedos.
O, lo que parecía más probable, ese tipo de cosas no le ocurrían a Gabbe.
Pero Luce se sintió mejor cuando volvió a ver a Daniel. Estaba de espaldas a ella, intentando desenredar una comba del montón. Le observó escoger una fina de color azul marino con los mangos de madera y dirigirse a un lugar despejado en el centro de la sala. Su piel dorada era casi radiante, y cada movimiento que hacía, ya fuera estirar el cuello o agacharse para rascarse la escultural rodilla, dejaba a Luce prendada por completo. Permaneció apoyada en la puerta, sin darse cuenta de que le rechinaban los dientes y de que la toalla estaba empapada.
Cuando Daniel se colocó la comba detrás de los tobillos para saltar, Luce se sintió invadida por una oleada de déjà vu. No era exactamente que hubiera visto a Daniel saltar a la comba antes, sino más bien que la postura que había adoptado le resultaba muy familiar. Estaba con los pies separados, las rodillas abiertas y los hombros hacia delante mientras tomaba aire. Luce casi habría podido dibujarlo. Solo cuando Daniel empezó a girar la cuerda, Luce logró salir de aquella ensoñación… para entrar en otra. Nunca había visto a nadie moverse así, era casi como si estuviera volando. La comba daba vueltas tan deprisa alrededor de su alta figura que desaparecía, y Luce llegó a preguntarse si sus pies —estrechos y gráciles—, tocaban el suelo. Se movía con tanta rapidez que ni si quiera él podía llegar a contar los saltos.
Un grito agudo seguido de un sonido sordo al otro lado de la sala de pesas desvió la atención de Luce. Todd estaba hecho un ovillo al pie de una de las cuerdas con nudos que llegaban al techo. Por un momento, sintió pena por Todd, que se estaba mirando las manos ampolladas, pero, antes de que pudiera volver a mirar a Daniel para ver si se había dado cuenta, Luce tembló al sentir que algo negro y frío le rozaba y le recorría la piel, al principio poco a poco, una sombra helada, tenebrosa y de límites indiscernibles. Entonces, de repente, se estrelló contra su cuerpo y la hizo retroceder. La puerta que daba a la sala de pesas se cerró de un portazo y Luce se quedó sola en el pasillo.
—¡Ah! —gritó, no porque le hubiese dolido exactamente, sino porque hasta entonces las sombras nunca la habían tocado. Se miró los brazos: hacía solo unos instantes juraría haber sentido que unas manos la agarraban y la sacaban del gimnasio.
No, eso era imposible… habría dado un traspié por culpa de alguna corriente de aire. Inquieta, se acercó a la puerta cerrada y miró a través del pequeño rectángulo de cristal.
Daniel estaba mirando a su alrededor, como si hubiera oído algo, pero Luce estaba segura de que no sabía que se trataba de ella, porque no tenía el ceño fruncido.
Pensó en la sugerencia de Roland, en preguntarle a Daniel directamente qué pasaba, pero enseguida desechó esa opción. Era imposible preguntarle nada a Daniel sin exponerse de nuevo a aquel ceño fruncido.
Además, cualquier pregunta que hiciera sería inútil, pues la noche anterior ya había oído todo lo que tenía que oír. Solo una especie de masoquista sería capaz de pedirle que admitiera que estaba con Gabbe, así que decidió volver al vestuario, y entonces se dio cuenta de que no podía.
La llave.
Se le debió de caer de las manos cuando se tambaleó al salir de la sala. Se puso de puntillas para mirar hacia abajo a través del pequeño panel de cristal de la puerta. Allí estaba, su metedura de pata de color bronce, en la estera azul y acolchada. ¿Cómo había llegado tan lejos, a solo unos pocos pasos de donde Daniel estaba haciendo ejercicio? Luce suspiró y empujó la puerta para abrirla, porque pensó que, si tenía que entrar, lo mejor era hacerlo rápido.
Cuando cogía la llave, le echó un último vistazo a Daniel. Iba ralentizando el ritmo, pero sus pies seguían casi sin tocar el suelo. Y tras dar un último salto ligero como una pluma, se detuvo y se volvió para mirarla.
Al principio no dijo nada. Ella se sonrojó, y lamentó llevar un traje de baño tan horrible.
—Hola —fue todo cuanto pudo decir.
—Hola —le respondió, en un tono de voz mucho más calmado. Tras lo cual, señalando su traje de baño, le preguntó—: ¿Has ganado?
Luce esbozó una sonrisa triste y resignada, y negó con la cabeza.
—Ni de lejos.
Daniel frunció la boca.
—Pero si siempre has sido…
—Siempre he sido… ¿qué?
—Quiero decir que tienes pinta de ser una buena nadadora. —Se encogió de hombros—. Eso es todo.
Ella se acercó a él, estaba a un paso. Las gotas de agua de su cabello caían en la colchoneta como si fueran gotas de lluvia.
—Eso no es lo que ibas a decir —insistió—. Has dicho que yo siempre…
Daniel se entretuvo enrollándose la comba en la muñeca.
—Sí, ya, pero no me refería a ti en particular, quería decir en general. Se supone que siempre te dejan ganar la primera carrera. Un código de honor no escrito entre los veteranos.
—Pero Gabbe tampoco ha ganado —insistió Luce cruzándose de brazos—. Y ella es nueva, pero ni siquiera se ha metido en la piscina.
—No es que sea exactamente nueva, ha vuelto después de estar un tiempo… fuera. —Daniel se encogió de hombros, sin dejar vislumbrar sus sentimientos hacia Gabbe. Su obvio intento de mostrarse indiferente hizo que Luce se pusiera aún más celos. Observó cómo acababa de enrollar la comba; movía las manos casi tan rápido como los pies. Y en ese momento ella sintió que tenía frío, y que estaba sola y que era torpe, y que no contaba para nada ni para nadie. Le empezó a temblar el labio.
»Oh, Lucinda —susurró Daniel exhalando un profundo suspiro.
Todo el cuerpo de Luce entró en calor de golpe. Aquella voz era tan cercana y familiar.
Quería que dijera de nuevo su nombre, pero él le había dado la espalda. Colgó la comba en un gancho que había en la pared.
—Debería cambiarme antes de clase.
Ella lo cogió del brazo.
—Espera.
Él apartó el brazo de un tirón, como si le hubieran dado una descarga, y Luce también lo sintió, pero era un tipo de descarga que la hacía sentir bien.
—¿Alguna vez sientes…? —Lo miró a los ojos. De cerca pudo ver cuán inusuales eran. De lejos parecían grises, pero de cerca podían apreciarse motas violetas. Conocía a alguien más con unos ojos así…—. Juraría que nos hemos visto antes. ¿Crees que estoy loca?
—¿Loca? ¿No es por eso por lo que estás aquí? —preguntó con desdén.
—Hablo en serio.
—Yo también. —Su rostro no mostraba ninguna expresión—. Y, por si no lo sabías —señaló a la cámara que colgaba del techo—, las rojas controlan a las acosadoras.
—No te estoy acosando. —Se puso rígida, muy consciente de la distancia que los separaba—. ¿Puedes decir, sinceramente, que no tienes ni idea de qué estoy hablando?
Daniel se encogió de hombros.
—No te creo —insistió Luce—. Mírame a los ojos y dime que me equivoco, que hasta esta semana no nos habíamos visto nunca.
Se le aceleró el corazón cuando Daniel se acercó a ella y le puso las manos en los hombros. Sus pulgares encajaban perfectamente en los huecos de sus clavículas, y al sentir la calidez de su tacto, Luce quiso cerrar los ojos… pero no lo hizo. Observó cómo Daniel inclinó la cabeza hasta que sus narices casi se tocaron. Podía sentir su respiración en la cara y podía oler el toque dulzón que desprendía su piel.
Él hizo lo que ella le había pedido. La miró a los ojos y le dijo, muy lenta y claramente, para que sus palabras no dieran lugar a equívocos:
—Hasta esta semana, no me has visto jamás.