El turno del cementerio
Aaah, martes. Día de gofres. Hasta donde alcanzaba a recordar, los martes de verano significaban café frío, cuencos a rebosar de frambuesas y nata montada y una pila inacabable de gofres dorados y crujientes. Incluso ese verano, cuando sus padres ya empezaban a mostrar cierto miedo de ella, Luce podía contar con el día de gofres. Podía estar remoloneando en la cama un martes por la mañana y, antes de ser consciente de nada más, saber instintivamente qué día era.
Luce inhaló, mientras volvía en sí lentamente, y repitió la operación con algo más de entusiasmo. No, no olía a masa de mantequilla y nata, sino al perfume avinagrado de la pintura desconchada. Se desperezó y observó la estrecha habitación. Parecía la foto del «antes» de uno de esos programas en los que se renueva una casa. La larga pesadilla que había sido el lunes le volvió a la cabeza: la renuncia a su móvil, el accidente con el pastel de carne y los ojos centelleantes de Molly en el comedor, Daniel alejándose de ella en la biblioteca… Luce no tenía ni idea de por qué él la trataba tan mal.
Se incorporó en la cama y miró por la ventana. Todavía era de noche, y aún no había ni rastro del sol en el horizonte. Jamás se levantaba tan temprano y, de hecho, no recordaba haber visto nunca la salida del sol. En realidad, había algo en el amanecer que siempre la había puesto nerviosa. Durante aquellos momentos de espera, justo antes de que el sol asomara por el horizonte, se sentó en la oscuridad y miró más allá de la franja de árboles. El momento de mayor audiencia para las sombras.
Luce exhaló un suspiro sonoro y nostálgico, lo cual hizo que echara de menos su casa y se sintiera más sola todavía. ¿Qué iba a hacer durante las tres horas entre el amanecer y su primera clase? «Amanecer»… ¿por qué resonaba aquella palabra en su cabeza? Oh. Mierda. Se suponía que debía estar cumpliendo su castigo.
Se levantó de la cama como pudo, se tropezó con la bolsa aún por deshacer y sacó otro aburrido jersey negro que estaba sobre una pila de aburridos jerséis negros. Se puso los vaqueros negros que llevaba el día anterior, hizo una mueca al ver el desastroso estado de su pelo e intentó peinarse un poco con los dedos mientras salía por la puerta a toda prisa.
Llegó a la cancela de hierro forjado del cementerio sin aliento. Aquel omnipresente olor a cal hervida la asfixiaba, y además se sentía demasiado sola con sus pensamientos. ¿Dónde estaban los demás? ¿Es que no tenían la misma definición de «amanecer»? Miró la hora en su reloj. Ya eran las seis y cuarto.
Todo lo que le habían dicho es que se encontrarían en el cementerio, y Luce estaba bastante segura de que esa era la única entrada. Se quedó delante de la verja, donde el asfalto arenoso del aparcamiento daba paso a un manglar lleno de malas hierbas. Vio un diente de león solitario, y se le pasó por la cabeza que una Luce más joven lo habría cogido, y habría soplado pidiendo un deseo, pero en aquel momento sus deseos eran demasiado grandes para algo tan pequeño.
Las puertas labradas de la cancela eran lo único que separaba el cementerio del aparcamiento, lo cual llamaba bastante la atención en una escuela donde había alambre de púas por todas partes. Luce pasó la mano por la cancela, resiguiendo el diseño floral con los dedos; debía de ser de la época de la Guerra Civil, como le había contado Arriane, de cuando el cementerio se usaba para enterrar a los soldados caídos. Cuando la escuela anexa no era un hogar para psicóticos caprichosos. Cuando el lugar tenía menos maleza y no resultaba tan sombrío.
Era extraño… el resto del complejo era plano como una hoja de papel, pero de alguna manera el cementerio tenía una forma cóncava, como si fuera un cuenco. Desde allí podía divisar toda la pendiente que se extendía ante ella. Hileras y más hileras de lápidas sencillas se alineaban como espectadores en un estadio.
Pero hacia la mitad, en el punto más bajo del cementerio, el camino giraba hacia un laberinto de tumbas más grandes y talladas, estatuas de mármol y mausoleos. Probablemente, para los oficiales de la Confederación, o para los soldados que provenían de familias adineradas. Seguramente, de cerca serían bonitas, pero desde donde Luce se encontraba daba la impresión de que el peso de las lápidas hundía el cementerio, casi como si todo el lugar estuviera desapareciendo por un desagüe.
Oyó unos pasos detrás de ella. Luce se dio la vuelta y vio una figura achaparrada y vestida de negro que salía de detrás de un árbol. ¡Penn! Tuvo que contenerse para no abrazarla. Luce nunca había estado tan contenta de ver a alguien, aunque le costaba creer que hubieran castigado a Penn alguna vez.
—¿No llegas tarde? —preguntó Penn. Se paró a unos pasos de Luce y sacudió la cabeza como diciendo: «Ay, pobre novata».
—Llevo diez minutos aquí —repuso Luce—. ¿No eres tú la que llega tarde? Penn sonrió con suficiencia.
—Para nada, suelo levantarme temprano. A mí nunca me castigan. —Se encogió de hombros y se subió las gafas color púrpura—. Pero tú sí que estás castigada junto con otras cinco almas desafortunadas, que en este momento deben de estar echando chispas por tener que esperarte en el monolito de allí abajo.
Se puso de puntillas y señaló un lugar detrás de Luce, hacia la estructura de piedra de mayor tamaño que se erguía en la parte más baja del cementerio. Si Luce entrecerraba los ojos, podía ver a duras penas un grupo de figuras negras reunidas al pie del monolito.
—Solo dijeron que nos encontraríamos en el cementerio —se defendió Luce, pero ya se sentía derrotada—. Nadie me dijo dónde te nía que estar.
—Bueno, pues te lo digo yo: en el monolito. Venga, baja hasta allí —dijo Penn—. No vas a hacer muchos amigos si aún les haces perder más tiempo.
Luce tragó saliva. Una parte de ella quería pedirle a Penn que le mostrara el camino. Desde allí arriba, parecía un laberinto, y Luce no quería perderse en el cementerio. De repente tuvo aquella conocida sensación, entre nerviosa y nostálgica, y supo que las cosas iban a empeorar. Hizo crujir los nudillos y se quedó allí pasmada.
—¿Luce? —la interpeló Penn, sacudiéndola suavemente por los hombros—. Sigues aquí.
Luce intentó dedicarle a Penn una valiente sonrisa de agradecimiento, pero el gesto se convirtió en un extraño tic facial. Después, se apresuró a bajar la pendiente en dirección al corazón del cementerio.
El sol aún no había salido, pero poco faltaba, y esos últimos momentos eran los que más la aterraban. Se abrió paso entre las lápidas más sencillas. En algún momento debieron de estar derechas, pero ahora eran tan viejas que la mayoría se inclinaban hacia un lado o hacia el otro, con lo que el aspecto general del lugar era el de un lúgubre juego de dominó.
Descendió por la pendiente chapoteando entre el barro y las hojas muertas con sus Converse negras. Cuando pasó la zona de parcelas más modestas y llegaba a la zona de las tumbas más ornamentadas, el terreno se había aplanado, y se dio cuenta de que estaba totalmente perdida. Dejó de correr e intentó recuperar el aliento. Voces. Si paraba de jadear, podía oír voces.
—Cinco minutos más y, si no, me voy —dijo un chico.
—Es una lástima que tu opinión no tenga ningún valor, señor Sparks.
Era una voz áspera, que Luce reconoció de las clases del día anterior. La señorita Tross… la Albatros. Después del incidente del pastel de carne, Luce llegó tarde a clase y no le causó precisamente la más favorable de las impresiones a la severa y esférica profesora de Ciencias.
—A menos que alguien quiera perder sus privilegios sociales de esta semana —se oyeron quejas entre las tumbas—, esperaremos pacientemente, como si no tuviéramos nada mejor que hacer, hasta que la señorita Price quiera honrarnos con su presencia.
—Estoy aquí —exclamó Luce jadeando, al tiempo que aparecía por detrás de la estatua de un querubín gigante.
La señorita Tross tenía los brazos en jarras y llevaba una variante del vestido negro holgado del día anterior y el cabello fino y castaño aplastado contra el cráneo. Sus ojos castaños y apagados sólo reflejaban irritación. A Luce la Biología siempre se le había dado mal, y por el momento no parecía que sus notas fueran a mejorar en la clase de la señorita Tross.
Detrás de la Albatros estaban Arriane, Molly y Roland, alrededor de un círculo de pedestales encarados a la gran estatua central de un ángel. Comparada con las demás, aquella estatua parecía menos antigua y más grande y blanca. Y, apoyado en el muslo esculpido del ángel —Luce casi lo pasó por alto—, estaba Daniel.
Llevaba la vieja chaqueta negra de cuero y la bufanda de color rojo intenso en la que Luce había reparado el día anterior. Observó su cabello rubio y alborotado, aún despeinado por el sueño… lo cual le hizo pensar en la pinta que tendría Daniel mientras dormía… lo cual la hizo sonrojarse tanto que, para cuando su mirada descendió del pelo a los ojos, se sintió profundamente avergonzada. A esas alturas él ya la estaba fulminando con la mirada.
—Lo siento —se excusó—. No sabía dónde habíamos quedado. Prometo que…
—Ahórratelo —la interrumpió la señorita Tross, y se pasó un dedo por el cuello—. Ya nos has hecho perder bastante tiempo a todos. Seguro que todos recordáis qué acto despreciable habéis cometido para encontraros aquí. Podéis reflexionar sobre ello durante las dos horas de trabajo que tenéis por delante. Distribuíos por parejas. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. —Miró a Luce y exhaló un profundo suspiro—. Vale, ¿quién quiere encargarse de esta desamparada?
Para horror de Luce, todos se miraron los pies. Hasta que, tras un minuto infernal, un quinto alumno apareció en una esquina del mausoleo.
—Yo lo haré.
Cam. La camiseta negra con cuello de pico ceñía sus anchas espaldas. Era casi un palmo más alto que Roland, que se apartó cuan do Cam se abrió paso hacia Luce. Se acercó seguro y con suavidad sin apartar los ojos de ella, parecía tan cómodo con el uniforme del reformatorio… justo al contrario que Luce. Una parte de ella quería desviar la vista, pues la forma en que Cam la contemplaba delante de todos resultaba embarazosa, pero, por alguna razón, estaba fascinaba. No pudo romper aquel momento… hasta que Arriane se interpuso entre ambos.
—A esta —dijo— me la he pedido yo.
—No, no lo has hecho —replicó Cam.
—Sí, lo he hecho, pero tú no podías oírme desde tu extraño pedestal de ahí. —Las palabras salieron disparadas de la boca de Arriane—. La quiero yo.
—Yo… —comenzó a balbucir Cam.
Arriane ladeó la cabeza, a la expectativa. Luce tragó saliva. ¿Es que iba a decir que él también la quería? ¿Por qué no se limitaban a dejarlo correr simplemente? ¿No podían cumplir el castigo en grupos de tres? Cam le dio a Luce una palmadita en el brazo.
—Nos vemos luego, ¿vale? —le dijo, como si ella le hubiera hecho prometerlo antes.
Los demás se levantaron de las tumbas en las que estaban sentados y se dirigieron hacia un cobertizo. Luce los siguió, colgada del brazo de Arriane, quien, sin pronunciar palabra, le tendió un rastrillo.
—Entonces, ¿qué prefieres? ¿El ángel vengador o los gordos amantes abrazados?
No mencionaron lo que había ocurrido el día anterior, ni la nota de Arriane, y Luce sintió que por el momento lo mejor sería no sacar el tema. Miró a su alrededor y se vio flanqueada por dos estatuas gigantes. La más cercana parecía un Rodin. Un hombre y una mujer desnudos, de pie, se fundían en un complicado abrazo. En Dover había estudiado escultura francesa, y siempre había pensado que las obras de Rodin eran las más románticas. Pero ahora le costaba mirar a aquellos amantes sin pensar en Daniel. «Daniel.» Quien la odiaba. Si no tenía bastantes pruebas después de que saliera disparado de la biblioteca la noche anterior, solo le bastaba con recordar la mirada que le había dirigido esa mañana.
—¿Dónde está el ángel vengador? —le preguntó a Arriane al tiempo que exhalaba un suspiro.
—Buena elección. Por allí.
Arriane condujo a Luce hacia la enorme escultura de mármol de un ángel que evitaba el impacto de un trueno. Debió de ser una obra interesante, cuando la tallaron, pero en ese momento, cubierta de barro y musgo, solo se veía vieja y sucia.
—No lo pillo —dijo Luce—. ¿Qué tenemos que hacer?
—Dejarlo como los chorros del oro —respondió Arriane casi cantando—. Me gusta fingir que les estoy dando un baño.
Dicho lo cual, se encaramó al ángel gigante y subió hasta el brazo de la estatua que detenía el trueno, como si estuviera escalando un viejo y robusto roble.
Aterrorizada ante la idea de que la señorita Tross creyera que buscaba más problemas, Luce empezó a pasar el rastrillo por la base de la estatua e intentó dispersar lo que parecía un montón infinito de hojas húmedas.
Tres minutos después, los brazos la estaban matando. Sin lugar a dudas, no llevaba la vestimenta adecuada para aquel tipo de trabajo manual y fangoso. En Dover no la habían castigado nunca, pero por lo que había oído el castigo allí consistía en escribir unos cientos de veces: «No copiaré de Internet».
Esto, en cambio, era brutal. Sobre todo teniendo en cuenta que ella solo había tropezado por accidente con Molly en el comedor. No quería hacer juicios precipitados en ese momento, pero… ¿limpiar la mugre de las tumbas de personas que llevaban más de un siglo muertas? Luce odiaba su vida por completo.
Un rayo de luz se filtró entre los árboles, y de pronto el cementerio empezó a adquirir color. Luce se sintió más ligera al momento. Podía ver a más de tres metros delante de ella. Podía ver a Daniel… trabajando codo con codo con Molly.
A Luce se le cayó el alma a los pies, y aquella sensación de serenidad se esfumó. Se volvió hacia a Arriane, que le lanzó una mirada comprensiva como diciendo «esto da asco», y siguió trabajando.
—Oye… —le susurró Luce.
Arriane se llevó un dedo a los labios y le hizo un gesto para que escalara hasta su lado.
Con mucha menos gracia y agilidad, Luce se agarró al brazo de la estatua y con un gran esfuerzo logró subir al pedestal. Una vez estuvo bastante segura de que no iba a caerse al suelo, le susurró:
—Qué va, se odian a muerte —dijo con rapidez, y al momento se detuvo—. ¿Por qué lo preguntas?
Luce señaló a sus dos compañeros, que en lugar de barrer estaban el uno muy cerca del otro apoyados en los rastrillos hablando. Luce deseó desesperadamente poder oírles.
—Pues a mí me parecen amigos.
—Estamos castigados —dijo Arriane con rotundidad—. Tienes que buscar una pareja ¿Crees que Roland y Don Juan son amigos? —Señaló a Roland y a Cam. Parecían estar discutiendo sobre cuál era la mejor forma de repartirse el trabajo en la estatua de los enamorados—. Los colegas de castigo no son necesariamente los colegas de la vida real.
Arriane se volvió hacia Luce, que podía sentir cómo se le desencajaba la cara, pese a estar haciendo un gran esfuerzo para parecer inmutable.
—Espera, Luce, no quería decir… —Y se interrumpió—. Mira, a pesar de que esta mañana nos has hecho perder unos buenos veinte minutos, no tengo ningún problema contigo; de hecho, te encuentro bastante interesante, algo fresca. Dicho lo cual, no sé cuántos amiguitos esperas hacer aquí en Espada & Cruz. Pero deja que sea yo la primera en decírtelo: no es tan fácil. La gente acaba aquí porque carga con un equipaje considerable. Estoy hablando de tener que facturar las maletas y de pagar una multa por sobrepeso. ¿Lo pillas?
Luce se encogió de hombros avergonzada.
—Era solo una pregunta.
Arriane se rió por lo bajo.
—¿Siempre estás tan a la defensiva? Pero ¿qué demonios hiciste para que te metieran aquí?
Luce no tenía ganas de hablar de ello. Quizá Arriane tenía razón, lo mejor sería intentar no hacer amigos. Bajó de un salto y siguió atacando el musgo del pie de la estatua. Por desgracia, Arriane se había quedado intrigada, así que también saltó tras ella y bloqueó el rastrillo de Luce con el suyo.
—Vaaa, dime, dime, dime —repitió con sorna.
Luce tenía el rostro de Arriane muy cerca. Le recordó el día anterior, cuando se agachó a su lado después de que empezaran las convulsiones. Había algo entre ellas, ¿no? Y una parte de Luce necesitaba desesperadamente hablar con alguien. Había pasado un verano tan largo y agobiante con sus padres… Suspiró y descansó la frente en el mango del rastrillo.
Sentía un regusto salado, de inquietud, pero no pudo quitárselo de la boca. La última vez que había explicado lo que le ocurrió fue por orden del tribunal. Le hubiera gustado olvidar todos los detalles, pero, cuanto más la miraba Arriane, más se agolpaban las palabras en su garganta, y se precipitaban hasta la punta de su lengua.
—Fue una noche, con un amigo —empezó a explicar, y respiró profundamente—. Y pasó algo terrible. —Cerró los ojos, al tiempo que rezaba por no echarse a llorar al recordarlo—. Hubo un incendio. Yo conseguí escapar… y él no.
Arriane bostezó, mucho menos horrorizada que Luce por la historia.
—De todas formas —siguió Luce—, luego no pude recordar los detalles de lo ocurrido. Por lo que podía recordar… al menos lo que le conté al juez… supongo que pensaron que estaba loca. —Intentó sonreír, pero su gesto era forzado.
Para sorpresa de Luce, Arriane le dio un apretón en el hombro. Por un segundo su cara pareció sincera de verdad. Luego recuperó su sonrisita.
—Somos unos incomprendidos, ¿no? —Con un dedo le dio un golpecito a Luce en la barriga—. ¿Sabes? Precisamente Roland y yo estábamos hablando de que no teníamos ningún amigo pirómano. Y todo el mundo sabe que se necesita a un buen pirómano para gastar una broma de reformatorio que valga la pena. —Ya estaba haciendo planes—. Roland pensó que quizá podría valer el otro novato, Todd, pero yo apuesto por ti. Deberíamos colaborar algún día.
Luce se resignó. Ella no era una pirómana. Pero ya estaba harta de hablar de su pasado; ni siquiera tenía fuerzas para replicar.
—Guauuu, espera a que Roland lo sepa —dijo Arriane bajando el rastrillo—. Eres un sueño hecho realidad.
Luce abrió la boca para protestar, pero Arriane ya se estaba alejando. «Perfecto», pensó Luce, mientras oía el ruido de los zapatos de Arriane en el barro. Ahora solo era cuestión de minutos que la noticia se propagara por el cementerio hasta Daniel, De nuevo sola, alzó la vista a la estatua. Aunque ya había limpiado un montón de musgo y de mantillo, el ángel parecía aún más sucio. Toda aquella tarea parecía tan estúpida. Dudaba de que nadie fuera nunca a visitar aquel lugar. También dudaba de que alguno de los otros chicos castigados estuviera todavía trabajando.
Y entonces su mirada se posó en Daniel, que sí estaba trabajando. Con un cepillo metálico limpiaba muy serio el moho que había en la placa de bronce de una tumba. Incluso se había arremangado, Luce podía ver sus músculos tensándose mientras trabajaba. Suspiro —no pudo evitarlo— y apoyó un codo en la estatua de mármol para observarlo. «Siempre ha sido tan trabajador.»
Luce sacudió la cabeza con rapidez. ¿De dónde había sacado eso? No tenía ni idea de lo que quería decir, y aun así, era ella quien lo había pensado. Era el tipo de frase que a veces surgía en su mente justo antes de dormirse. Un balbuceo incomprensible que no tenía sentido más allá de sus sueños. Pero allí estaba completamente despierta.
Tenía que comprender qué le ocurría con Daniel. Lo conocía desde hacía un día, y ya podía sentirse deslizando hacia un lugar extraño y desconocido.
—Por tu bien, te recomiendo que te mantengas a distancia de él dijo una voz fría a sus espaldas.
Cuando Luce se dio la vuelta vio a Molly en la misma postura en que la había visto el día anterior: con los brazos en jarras, y bufando con fuerza por su nariz llena de piercings. Penn le había explicado que la sorprendente norma que permitía llevar piercings en la cara provenía de la negativa del director a quitarse el pendiente de diamantes que llevaba en la oreja.
—¿De quién? —preguntó Luce, a sabiendas de que su duda sonaba estúpida.
Molly puso los ojos en blanco.
—Oye, hazme caso cuando te digo que enamorarte de Daniel sería una idea muy, muy mala.
Antes de que Luce pudiera responder, Molly ya se había marchado. Pero Daniel —era casi como si hubiera oído su nombre— la estaba mirando directamente. Y entonces echó a andar directamente hacia ella.
Luce sabía que el sol se había ocultado detrás de una nube. Lo habría visto por sí misma si hubiese sido capaz de apartar los ojos de Daniel. Pero no podía alzar la vista, no podía mirar hacia otro lugar y, por alguna razón, tuvo que entornar los ojos para verlo a él. Casi como si Daniel estuviera creando su propia luz, como si la estuviera cegando. Le zumbaban los oídos, y sus rodillas empezaron a temblar.
Quiso coger el rastrillo y fingir que no lo veía venir. Pero ya era demasiado tarde para hacer como si nada.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó.
—Eeeh… —trató de salirse por la tangente buscando una mentira verosímil. No encontró nada. Se hizo crujir los nudillos.
Daniel le cogió las manos.
—No soporto que hagas eso.
Luce retrocedió de forma instintiva. El contacto de sus manos había sido efímero, pero sintió cómo se sonrojaba. Daniel se refería a que era algo que él en general no soportaba, que el crujido le molestaba en cualquiera, ¿no? Porque decir que lo odiaba cuando ella lo hacía implicaba que la había visto hacerlo antes. Y eso no era posible, apenas se conocían.
Pero, entonces, ¿por qué tenía la sensación de que se trataba de una discusión que ya habían mantenido antes?
—Molly me ha dicho que me mantenga alejada de ti —dijo al final.
Daniel balanceó la cabeza de un lado a otro, como si lo estuviera pensando.
—Probablemente tiene razón.
Luce sintió un escalofrío. Una sombra pasó sobre sus cabezas y oscureció la cara del ángel lo suficiente para que Luce se inquietara. Cerró los ojos e intentó respirar, rezando por que Daniel no notara nada extraño. Pero el pánico fue creciendo en su interior. Quería correr, pero no podía. ¿Y si se perdía en el cementerio? Daniel siguió su mirada hacia el cielo.
—¿Qué pasa?
—No, nada.
—Así, ¿vas a hacerlo o no? —preguntó cruzándose de brazos, como si la desafiara.
—¿El qué? —preguntó. «¿Correr?»
Daniel dio un paso hacia ella. Estaban a menos de treinta centímetros el uno del otro. Ella contuvo la respiración, con el cuerpo in móvil, y esperó.
—¿Vas a mantenerte alejada de mí?
Casi sonaba como si estuviera ligando.
Pero Luce estaba totalmente indispuesta. Tenía la frente húmeda por el sudor, y se apretó las sienes con los dedos para recuperar el control de su cuerpo y no quedar a su merced. Le resultaba imposible responderle como si estuviera ligando. Es decir, si lo que él estaba haciendo realmente era ligar.
Retrocedió un paso.
—Supongo.
—No te he oído —musitó él, enarcando una ceja mientras se acercaba otro paso.
Luce volvió a dar un paso atrás, más largo esta vez. Casi chocó contra el pie de la estatua, sintió el pedestal de piedra arenosa del ángel rozando su espalda. Una segunda sombra más oscura y fría silbó sobre ellos. Habría jurado que Daniel temblaba con ella.
Y luego el crujido de algo pesado los sobresaltó a ambos. Luce dio un grito ahogado cuando la estatua de mármol empezó a tambalearse, como la rama de un árbol oscilando por el viento. Por un momento, pareció quedar suspendida en el aire.
Luce y Daniel se quedaron de pie mirando el ángel. Los dos sabían que estaba a punto de caerse. La cabeza del ángel se inclinó hacia ellos lentamente, como si estuviera rezando, y luego tomó velocidad al empezar a desplomarse. Luce sintió al instante la mano de Daniel sujetándola con fuerza de la cintura, como si supiera exactamente dónde empezaba y dónde acababa su cuerpo. Con la otra mano le cubrió la cabeza y la obligó a agacharse mientras la estatua se venía abajo por encima de ellos. Cayó justo allí donde habían estado de pie. Con un estruendo atronador, la cabeza se estrelló de lleno contra el suelo, pero los pies permanecieron anclados al pedestal, formando una especie de triángulo bajo el cual Luce y Daniel permanecieron a salvo.
Estaban jadeando, frente a frente, y los ojos de Daniel parecían asustados. Entre sus cuerpos y la estatua solo quedaba un espacio de pocos centímetros.
—¿Luce? —susurró Daniel. Todo lo que ella pudo hacer fue asentir. El chico entornó los ojos—. ¿Qué has visto?
Entonces apareció una mano, y Luce sintió que la arrastraban fuera del hueco bajo la estatua. Sintió un roce en la espalda y a continuación una leve brisa. Vio de nuevo el destello de la luz del sol. Los demás chicos los miraban boquiabiertos, excepto la señorita Tross que los fulminaba con la mirada, y Cam, que estaba ayudando a Luce a levantarse.
—¿Estás bien? —le preguntó Cam, mientras la examinaba en busca de golpes o arañazos y le sacudía la suciedad del hombro—. He visto cómo se caía la estatua y he venido corriendo a ver si podía detenerla, pero ya estaba… tienes que haberte asustado mucho.
Luce no respondió. El susto solo era una parte de lo que había sentido.
Daniel, que ya estaba de pie, ni siquiera se volvió para comprobar si ella se encontraba bien; se limitó a alejarse caminando.
Luce se quedó boquiabierta al ver que se iba y que a nadie parecía importarle.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó la señorita Tross.
—No tengo ni idea. Estábamos ahí —Luce miró a la señorita Tross—, eeeh, estábamos trabajando y, de golpe, la estatua se nos ha caído encima.
La Albatros se agachó para examinar el ángel hecho trizas. La cabeza se había partido por la mitad. Empezó a murmurar algo sobre las fuerzas de la naturaleza y las piedras viejas.
Pero fue la voz de Molly al oído, susurrándole, la que se le quedó grabada a Luce. Cuando todos habían vuelto al trabajo, le había dicho:
—Me parece que alguien debería empezar a escucharme cuando doy un consejo.